13

Tracy disfrutó del lujo de despertarse sin sentir los empujones de una niña de cinco años o la humedad procedente del pañal de Connor. Si no aprendía pronto a utilizar el orinal iba a enviarlo de vuelta a casa.

Oyó el maullido de Jeremy seguido de un agudo chillido de Steffie. La estaba molestando de nuevo, y Brittany probablemente estaba ya recorriendo la casa desnuda, y Connor tendría diarrea si había comido demasiada fruta para desayunar, pero en lugar de levantarse hundió la cara en la almohada. Aún era temprano. ¿Pero y si Harry quería irse ya? No podía resistir la idea de verle partir.

Cerró los ojos e intentó volver a dormirse, pero el bebé empezó a darle patadas dentro del vientre, por lo que se obligó a ir al baño. En cuanto se sentó en la taza, la puerta se abrió de golpe y entró Steffie.

– Odio a Jeremy. Dile que deje de molestarme.

Apareció Brittany, vestida para variar, pero se había pintado toda la cara con el pintalabios de Tracy.

– ¡Mami! ¡Mírame!

– ¡Cógeme! -la desafió Connor, haciendo también acto de presencia. Harry ya estaba allí, en el umbral de la puerta, mirándola. Todavía no se había duchado, y llevaba puestos los vaqueros y una camiseta de dormir. Sólo Harry Briggs podía llevar una camiseta elegida específicamente para dormir: una de ésas demasiado viejas para llevarlas cada día pero no demasiado raídas para tirarlas. Incluso con su camiseta para dormir, tenía mejor aspecto que ella, sentada en la taza con el camisón arrebujado en la cintura.

– ¿Puedo tener un poco de intimidad, por favor?

– Odio a Jeremy. Me ha llamado…

– Hablaré con él. Ahora, salid. Todos.

Harry se apartó de la puerta y dijo:

– Vamos, chicos. Anna ha dicho que el desayuno estará listo en un minuto. Niñas, haceos cargo de vuestro hermano.

Los niños salieron en tromba, y Tracy se quedó a solas con Harry, la persona con la que menos deseaba quedarse en esos momentos.

– Todos también te incluye a ti. ¿Por qué sigues aquí?

Él la miró a través de sus gafas.

– Porque mi familia está aquí.

– ¿Así es como cuidas de ella? -Nunca estaba de buen humor por las mañanas, pero ese día se sentía especialmente de morros-. Sal. Tengo que hacer pipí.

– Pues hazlo. -Fue y se sentó en el extremo de la bañera.

Tarde o temprano, a todas las mujeres embarazadas se les niega toda posibilidad de dignidad, y ésa era una de tales ocasiones. Cuando acabó, él le pasó un pedazo de papel higiénico muy bien doblado. Ella lo arrugó sólo para demostrarle que no todo en la vida podía ser tan preciso como él quería. Gimió, se balanceó y acabó poniéndose en pie para lavarse las manos, todo sin mirarle.

– Te propongo que hablemos ahora que los niños están desayunando. Me gustaría ponerme en camino al mediodía.

– ¿Por qué esperar hasta el mediodía cuando puedes irte ahora mismo? -Apretó el tubo de pasta dentífrica sobre el cepillo de dientes.

– Te lo dije ayer. No voy a irme sin los niños.

No podía trabajar y cuidar de los niños al mismo tiempo, los dos lo sabían, así que ¿por qué estaba haciendo eso? Él también sabía que ni todo un ejército de despiadados maridos podría separarla de sus hijos. Estaba intentando forzarla para que regresase a Zurich.

– De acuerdo, llévatelos. Necesito unas vacaciones. -Empezó a lavarse los dientes como si nada en el mundo le importase.

Reflejado en el espejo, le vio parpadear tras sus gafas. No se lo esperaba. Se percató de que no había tenido tiempo de afeitarse. Ella adoraba el olor de su piel por las mañanas, y le encantaba apretar la cara contra su cuello.

– Está bien -dijo él quedamente.

En un arrebato de sadomasoquismo, Tracy dejó el cepillo de dientes y abarcó su vientre con las manos.

– Excepto éste. Creo que estamos de acuerdo. En cuanto nazca, será sólo mío.

Por primera vez, él no pudo sostenerle la mirada.

– Yo no… yo nunca he dicho eso.

– Disculpa no aceptada. -Escupió en la pica y se aclaró la boca-. Creo que recuperaré mi apellido de soltera… para mí y para el niño.

– Tú odias tu apellido de soltera.

– Sí. Vastermeen es un apellido horroroso. -Él la siguió camino del dormitorio, ofreciéndole la oportunidad de hacerle daño, y lo hizo-. Recuperaré el apellido Gage. Siempre me ha gustado cómo sonaba Tracy Gage. -Apartó una maleta-. Espero que sea un niño para poder llamarle Jake. Jake Gage. Es un nombre muy fuerte.

– Fuerte como el infierno.

Finalmente, había conseguido atravesar su muro de indiferencia, pero el hecho de herirle no le hizo sentir mejor. Al contrario, tuvo ganas de llorar.

– ¿Cuál es la diferencia? Tú no querías a este niño, ¿lo recuerdas?

– Que no me hiciese feliz tu embarazo no significa que no fuese a aceptar al niño.

– ¿Y se supone que tengo que estar agradecida?

– No voy a pedir perdón por mis sentimientos. Maldita sea, Tracy, siempre me has acusado de no estar en contacto con mis emociones, pero las únicas emociones con que tú quieres que me mantenga en contacto son las que te gustan. -Ella pensó que, por fin, iba a perder una pizca de su autocontrol, pero él no tardó en recuperar su tono frío, carente de emociones, que a ella tanto le molestaba-. Tampoco deseaba a Connor, pero ahora no puedo imaginarme la vida sin él. La lógica dice que acabaré sintiendo lo mismo por el nuevo bebé.

– Gracias a Dios por la lógica. -Recogió su bañador de una pila de ropa que había en el suelo.

– Deja de comportarte como una niña. La auténtica razón de que estés enfadada es que no has recibido la suficiente atención, y Dios sabe lo mucho que te gusta que te presten atención.

– Vete al infierno.

– Antes de que nos fuésemos de Connecticut sabías que iba a estar todo el tiempo trabajando.

– Pero olvidaste mencionar que ibas a ser infiel.

– Yo no he sido infiel.

– ¿Y cómo le explicarías eso a tu buscona del restaurante?

– Tracy…

– ¡Te vi con ella! Los dos abrazados en un rincón. ¡Te estaba besando!

– ¿Por qué no fuiste a rescatarme en lugar de dejarme con ella? Sabes que no me desenvuelvo bien en las situaciones sociales incómodas.

– Oh, sí, parecías muy incómodo. -Se puso las sandalias.

– Venga ya, Tracy. Tus aspavientos melodramáticos han pasado de moda. Es la nueva vicepresidenta de Worldbrige, y había bebido demasiado.

– Qué suerte para ti.

– No te hagas la mojigata. Sabes que soy el último hombre en la tierra que tendría una aventura, pero te has inventado una tragedia griega alrededor de una mujer bebida y besucona porque te has sentido relegada.

– Sí, es cierto. Sólo se trata de una pataleta. -De algún modo, le había resultado más fácil lidiar con la idea de la infidelidad que con la de su devastador abandono emocional, y probablemente había sabido desde el principio que él no tenía una amante-. Lo cierto, Harry, es que empezaste a dejarme de lado meses antes de irnos de casa. Lo cierto, Harry, es que… has pasado de tu matrimonio y has pasado de mí.

Ella quería que él lo negase, pero no fue así.

– Eres tú la que se ha marchado, no yo. ¿Y dónde has venido? Derechita a encontrarte con tu ex marido el juerguista.

La relación de Tracy con Ren era el único punto de inseguridad de Harry. Durante doce años se había negado a conocerle, y se mostraba muy frío cuando hablaba con él por teléfono. Algo inusual en él.

– He venido a casa de Ren porque sé que puedo contar con él.

– ¿En serio? No parecía muy contento de verte.

– -Tú no entenderías los sentimientos de Ren Gage ni en un millón de años.

Finalmente, había logrado colocarlo en una posición de desventaja, así que Harry decidió cambiar de tema.

– Tú fuiste la que insistió en que aceptase el trabajo en Zurich. Y también insististe en venir conmigo.

– Porque sabía lo mucho que significaba para ti, y no quería que me echases en cara haber saboteado tu carrera porque estaba embarazada otra vez.

– ¿Cuándo te he echado algo en cara?

Nunca. Él podría haberle recitado una larga lista de quejas desde los primeros días de casados, cuando ella todavía estaba intentando aprender cómo amar a alguien, pero nunca lo había hecho. Hasta que quedó embarazada de Connor, siempre se había mostrado paciente con ella. Deseaba con todo su corazón volver a notar su paciencia. Paciencia, confianza y, por encima de todo, un amor que ella había creído incondicional.

– Tienes razón -dijo con amargura-. Soy la única que tiene defectos. Tú eres perfecto, por eso resulta vergonzante que estés casado con una mujer tan imperfecta. -Se colocó el bañador sobre el hombro, cogió el albornoz y entró en el baño. Cuando salió, él había desaparecido, pero al dirigirse a la cocina para ver a los niños, oyó cómo Harry llamaba a Jeremy en el jardín. Estaban jugando a pillar.

Por un instante, ella se permitió comportarse como si todo estuviese bien.


– ¿Que has visto qué?

– Un fantasma. -Isabel cogió la sudada camiseta de Ren, le miró durante unos segundos demasiado largos y luego apiló los platos que Marta había dejado en el escurridero antes de irse a limpiar a la villa-. Un fantasma, sin duda. ¿Cómo puedes salir a correr con este calor?

– Porque me levanto demasiado tarde para hacerlo cuando todavía hace fresco. ¿Qué tipo de fantasma?

– Del tipo que tira piedrecitas a mi ventana y luego sale corriendo entre los olivos cubierto con una sábana blanca. Lo saludé.

Él estaba sorprendido.

– Esto ha ido demasiado lejos.

– Estoy de acuerdo.

– Antes de salir a correr, llamé a Anna y le dije que tú y yo nos íbamos a Siena hoy. De ese modo todo el mundo está al corriente de que la casa estará vacía. -Cogió el vaso de zumo de naranja recién exprimido que ella no había puesto a buen recaudo, se lo bebió y luego se dirigió a las escaleras-. Me ducho en diez minutos y después nos vamos.

Veinte minutos después bajó con unos vaqueros, una camiseta negra y su gorra de los Lakers. Echó una suspicaz mirada al atuendo de ella: pantalones grises de punto, zapatillas de deporte y una camiseta gris oscuro que, con ciertas reticencias, le había tomado prestada a Ren.

– No pareces vestida para hacer turismo.

– Camuflaje. -Agarró las gafas de sol y se dirigió al coche-. He cambiado de opinión. He decidido que voy a acompañarte en la operación de vigilancia.

– No quiero.

– Iré en cualquier caso. Si no, te dormirías y te perderías algo importante. -Abrió la puerta del conductor-. O te aburrirías y te daría por arrancarle las patas a un saltamontes o quemarle las alas a una mariposa… ¿Qué fue lo que hiciste en El carroñero?

– No tengo ni idea. -La apartó y fue él quien se sentó al volante-. Este coche es una pena.

– No todos podemos permitirnos un Maserati. -Rodeó el coche y se sentó en el asiento del pasajero.

El incidente con el seudofantasma de la noche anterior le había provocado un incómodo grado de ansiedad que ella no podía pasar por alto, por mucho que eso implicase estar con él a solas en un lugar donde ni los vinicultores, ni los niños ni las amas de llaves podrían interrumpir sus enardecidos besos.

Sólo ellos dos. El mero hecho de pensarlo hizo que el corazón le latiese con fuerza. Estaba preparada -más que preparada-, pero primero necesitaba mantener con él una conversación seria. A pesar de lo que su cuerpo le decía, su mente sabía que debía marcar ciertos límites.

– He traído algunas cosas para un bonito picnic. Están en el maletero.

Él le dedicó una mirada de desagrado.

– Nadie, excepto las chicas, piensan en organizar un picnic mientras vigilan a alguien.

– ¿Qué crees que traigo?

– No lo sé. Comida para vigilancia. Donuts, un termo de café y una botella de plástico para hacer pipí.

– Qué tonta soy.

– No una botella pequeña. Una garrafa.

– Voy a intentar olvidar que soy psicóloga.

Ren saludó con la mano a Massimo al tiempo que ponía el coche en marcha para dirigirse hacia la villa.

– Tengo que comprobar si ha llegado el guión de Jenks. Y también les haré saber de tu ausencia.

Ella sonrió al verlo desaparecer dentro de la casa. Había reído más durante esos pocos días con Ren Gage que en los últimos tres años pasados con Michael. Pero su sonrisa desapareció al rememorar las heridas provocadas por la rotura de su compromiso. Aún no habían curado, pero le dolían de un modo diferente. No era el dolor de quien tiene roto el corazón, sino el dolor de haber perdido tanto tiempo con algo que no había ido bien desde el principio.

Su relación con Michael había sido como una charca de agua estancada. Sin agitaciones o remolinos ocultos, sin rocas sobresaliendo para obligarles a cambiar de dirección o moverse en un sentido nuevo. Nunca discutían, nunca se retaban. No había habido excitación y tampoco -Michael estaba en lo cierto- pasión.

Con Ren todo era pasión… agitada pasión en un océano lleno de arrecifes. Pero que los arrecifes estuviesen ahí no quería decir que Isabel se dejase arrastrar hasta chocar con uno de ellos.

Ren volvió al coche con gesto agobiado.

– La pequeña nudista ha encontrado mi espuma de afeitar y se ha pintado con ella un bikini.

– Muy imaginativa. ¿Ha llegado el guión?

– No, maldita sea. Y creo que me he roto un dedo del pie. Jeremy encontró mis pesas y dejó una en las escaleras. No sé cómo Tracy puede con él.

– Creo que la cosa es diferente cuando son tus hijos. -Intentó imaginarse a Ren con hijos, y vio deliciosos diablillos capaces de atar a la niñera, lanzar bombas fétidas por doquier y romper todas las antigüedades. Una imagen no muy atrayente.

Le miró.

– Recuerda que tú de niño no eras precisamente una joya.

– Cierto. El psiquiatra al que me envió mi padre cuando tenía once años dijo que el único modo que tenía de llamar la atención de mis padres era haciendo el gamberro. Perfeccioné mis malas artes bien pronto para que me iluminasen los focos.

– Y has trasladado la misma filosofía a tu carrera profesional.

– Pues me funcionó siendo niño. Todo el mundo recuerda al malo de la película.

No era el momento de hablar de su relación, pero tal vez sí de colocar un pequeño obstáculo en su camino, no para hacerle caer pero sí para que fuese más consciente.

– ¿Sabías que desarrollamos ciertas disfunciones siendo niños porque entendemos que son esenciales para nuestra supervivencia?

– Oh.

– Parte de nuestro proceso de maduración consiste en superarlas. Por supuesto, la necesidad de llamar la atención parece un factor común entre la mayoría de grandes actores, así pues, en este caso tu disfunción se convirtió en altamente funcional.

– ¿Crees que soy un gran actor?

– Creo que tienes potencial para serlo, pero no serás verdaderamente grande mientras interpretes los mismos papeles.

– Tonterías. Cada papel tiene sus matices, o sea que no digas que son los mismos papeles. Además, a los actores siempre les ha gustado interpretar papeles de malo. Les da la oportunidad de sacar cosas reprimidas.

– No estamos hablando de actores en general. Estamos hablando de ti y del hecho de que no desees interpretar otro tipo de papeles. ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho, y es demasiado temprano para discutir.

– Porque creciste con una visión distorsionada de ti mismo. Porque abusaron emocionalmente de ti, y ahora tienes que tener muy clara tu motivación para elegir ese tipo de papeles. -Otro pequeño obstáculo y le dejaría en paz-. ¿Lo haces porque te gusta interpretar a esos sádicos o porque, a cierto nivel, no te sientes digno de interpretar al héroe?

Golpeó con el puño en el volante.

– A Dios pongo por testigo que no volveré a salir nunca más con una psicóloga.

Ella sonrió entre dientes.

– No estamos saliendo. Y corres demasiado.

– Cállate.

Hizo una lista mental, que pensaba darle a él, con las Reglas de la Relación Sana para la Confrontación Justa, entre las cuales no se encontraba el gritarle a nadie «cállate».

Llegaron al pueblo, y al pasar por la piazza se dio cuenta de que varias cabezas se volvían para mirarlos.

– No lo entiendo. A pesar de todos tus disfraces, algunas de las personas del pueblo saben quién eres, pero no te piden autógrafos. ¿No te parece extraño?

– Le dije a Anna que donaría el equipamiento para el patio de la escuela si me dejaban tranquilo.

– Habida cuenta de lo mucho que te gusta llamar la atención, ocultarte debe resultarte difícil.

– ¿Te has levantado con la idea de tocarme las narices o se trata de algo espontáneo?

– Vas demasiado rápido otra vez.

Él suspiró.

Dejaron atrás el pueblo, y tras unos kilómetros abandonaron la carretera principal y tomaron una mucho más estrecha, donde volvieron a hablar.

– Esta carretera lleva al castillo abandonado que hay en la colina por encima de la casa. Desde allí tendremos una vista decente.

La carretera se hizo más abrupta a medida que se acercaban. Finalmente, acababa justo donde se iniciaba un sendero, y ahí fue donde Ren aparcó. Cuando empezaron a ascender entre los árboles, él agarró las bolsas que llevaba Isabel.

– Por lo menos, no has traído una de esas cursis cestitas para pícnic.

– Sé unas cuantas cosas sobre operaciones secretas.

Él resopló.

Alcanzaron un claro en lo alto y Ren se detuvo a leer un estropeado cartel con datos históricos sobre el lugar. Ella empezó a explorar y descubrió que las ruinas del castillo no eran las de una única construcción sino que se trataba de una fortificación que había contenido varios edificios. Las parras se enroscaban entre los muros y ascendían por los restos de una torre de observación. Los árboles crecían entre los derruidos arcos, y las malas hierbas surgían de lo que antaño fueron los cimientos de piedra de un establo o un granero.

Ren se unió a Isabel para deleitarse con las vistas de los campos y el bosque.

– Esto era un cementerio etrusco antes de que construyesen el castillo -informó.

– Una ruina sobre otra ruina. -Incluso a simple vista podía ver la casa, pero tanto el jardín como el olivar estaban vacíos-. No pasa nada.

Él miró con los prismáticos.

– No hace tanto que nos hemos ido. Esto es Italia. Necesitan tiempo para organizarse.

Un pájaro salió de su nido en el muro que tenían a sus espaldas. Permanecer tan cerca el uno del otro estorbaba la paz de aquel lugar, por lo que ella se apartó. Pisó unos brotes de menta y su suave aroma la envolvió.

Se percató de que había una sección del muro con un nicho abovedado. Cuando se acercó, vio que se trataba del ábside de lo que había sido una capilla. Todavía podían apreciarse unos leves trazos de color en lo que quedaba de la bóveda: marcas rojizas que debieron de ser carmesí, polvorientas sombras de azul y gastado ocre.

– Qué paz hay en este lugar. Me pregunto por qué lo abandonarían.

– El cartel habla de una plaga en el siglo XV combinada con los abusivos impuestos de los obispos de los alrededores. O tal vez los echaron los fantasmas de los etruscos enterrados aquí.

De nuevo parecía irritado. Isabel le dio la espalda y miró dentro de la bóveda. Las iglesias, por lo general, la calmaban, pero Ren estaba demasiado cerca. Olió el humo y miró alrededor hasta ver su cigarrillo encendido.

– ¿Qué estás haciendo?

– Sólo fumo uno al día.

– ¿Podrías hacerlo cuando yo no esté cerca?

Él ignoró sus palabras y le dio una profunda calada, después caminó hacia uno de los portales. Apoyado contra la piedra, parecía retraído y malhumorado. Tal vez no debería haberle forzado a recuperar los recuerdos de su infancia.

– Estás equivocada -dijo con brusquedad-. Soy totalmente capaz de separar la vida real de las cosas que suceden en la pantalla.

– Nunca he dicho lo contrario. -Se sentó en un fragmento del muro y estudió su perfil, con sus perfectas proporciones y su exquisito corte-. Sólo he sugerido que la visión que de ti mismo te formaste durante la infancia, cuando veías y hacías cosas poco apropiadas para los niños, tal vez conformó al hombre que eres.

– ¿Es que no lees los periódicos?

Isabel entendió por fin lo que realmente le preocupaba.

– No puedes dejar de darle vueltas a lo que le ocurrió a Karli, ¿es eso? Tomó aire pero no respondió.

– ¿Por qué no ofreces una rueda de prensa y cuentas la verdad? -Arrancó una ramita de menta y la apretó en un puño.

– La gente está harta. Cree lo que le da la gana.

– Te preocupabas por ella, ¿verdad?

– Sí. Era una muchacha muy dulce… Y tenía mucho talento. Es duro saber todo lo que se ha perdido con su muerte.

Isabel se abrazó las rodillas.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?

– Sólo un par de meses, antes de que me diese cuenta de lo grave que era su problema con las drogas. Después me enfrasqué en una fantasía de salvación y pasé otros dos meses intentando ayudarla. -Sacudió la ceniza del cigarrillo y le dio otra calada-. Le hablé de la rehabilitación. Pero no funcionó, así que me fui.

– Ya veo.

Él la miró de un modo sombrío.

– ¿Qué ves?

– Nada. -Se llevó la ramita de menta a la nariz y deseó poder dejar que las personas fuesen ellas mismas sin necesidad de definirlas, especialmente habida cuenta de que cada vez resultaba más obvio que la persona que más necesitaba definición era ella misma.

– ¿De qué va eso de «ya veo»? Dime en qué estás pensando. Dios sabe que no ha de resultarte difícil.

– ¿Qué crees que estoy pensando?

Él soltó el humo por la nariz.

– Suponía que me lo dirías.

– No soy tu psicóloga, Ren.

– Te extenderé un cheque. Dime qué te ronda por la cabeza.

– Lo que ronde por mi cabeza no es importante. Es lo que ronde por tuya lo que cuenta.

– Suena como si me estuvieses juzgando. -Se tensó-. Como si pensases que podría haber hecho algo para salvarla, y no me gusta.

– ¿Es eso lo que te parece que estoy haciendo? ¿Juzgarte?

Tiró el cigarrillo.

– No fue culpa mía que se matase, ¡maldita sea! Hice todo lo que pude.

– ¿Lo hiciste?

– ¿Crees que tendría que haberme quedado con ella? -Pisó la colilla-. ¿Tendría que haberle sostenido la aguja cuando quería pincharse? ¿Tendría que haberle comprado la droga? Te dije que había tenido problemas con las drogas cuando era un muchacho. No puedo estar cerca de esas mierdas.

Isabel recordó la broma que había hecho Ren sobre el esnifar cocaína, pero ahora no estaba bromeando.

– Me desintoxiqué cuando tenía poco más de veinte años, pero sigue atemorizándome el pensar lo cerca que estuve de tirar mi vida por la borda. Desde entonces me he asegurado de mantenerme lo más lejos posible de todo eso. -Sacudió la cabeza-. Lo que le pasó a ella fue un maldito despilfarro.

A Isabel el corazón le dio un vuelco.

– Si te hubieses quedado con Karli, ¿podrías haberla salvado?

Él se volvió hacia ella con expresión de furia.

– Eso es una gilipollez. Nadie podía salvarla.

– ¿Estás seguro?

– ¿Crees que fui el único que lo intentó? Su familia estaba allí. Y un montón de amigos. Pero lo único que a ella le preocupaba era la siguiente dosis.

– ¿Podrías haber dicho alguna cosa? ¿Podrías haber hecho algo?

– Era una yonqui, ¡maldita sea! Llegada a cierto punto, era ella la que tenía que ayudarse.

– Y ella no quiso hacerlo, ¿verdad? -Isabel se puso en pie-. No podías hacerlo por ella, Ren, pero querrías haberlo hecho. Y desde que murió te enloquece imaginar que podrías haber dicho o hecho algo que cambiase las cosas.

Él metió las manos en los bolsillos y perdió la mirada en la lejanía.

– No hubo nada que pudiese hacer.

– ¿Estás completamente seguro?

Un largo suspiro surgió de algún profundo lugar de su interior.

– Sí, lo estoy.

Ella se acercó y le acarició la espalda.

– Recuérdalo siempre.

Él bajó la mirada hacia ella, la arruga entre sus cejas se borró.

– Al final voy a tener que extenderte un cheque, ¿eh?

– Considéralo un intercambio por tu lección de cocina.

Ren sonrió ligeramente y repuso:

– Pero no reces por mí, ¿de acuerdo? Me da un poco de grima.

– ¿No crees que mereces alguna oración?

– No si recuerdo desnuda a la persona que rezaría por mí. -Y adelantó una mano para colocarle un mechón de pelo tras la oreja-. Menuda suerte la mía. Me he comportado bien durante meses, pero justo cuando empiezo a salir del infierno, me veo sumido en un desierto con una monja.

– ¿Eso piensas de mí?

Él jugueteó con el lóbulo de la oreja.

– Lo intento, pero no funciona.

– Bien.

– Dios, Isabel, lanzas más interferencias que una radio estropeada. -Dejó caer las manos con frustración.

Ella se humedeció los labios.

– Eso es… porque estoy en conflicto.

– Tú no tienes ningún conflicto. Quieres que suceda tanto como yo, pero no sabes cómo incluirlo en cualesquiera que sean los planes de vida que te has trazado, así que vas arrastrando los talones. Los mismos talones que yo quiero sentir en mis hombros.

Isabel tenía la boca seca.

– ¡Me estás volviendo loco! -exclamó él.

– ¿Y acaso crees que tú no me vuelves loca a mí?

– Las primeras buenas noticias del día. Entonces, ¿por qué seguimos así?

El se inclinó hacia ella, pero Isabel dio un saltito atrás.

– Yo… yo necesito orientarme. Tenemos que orientarnos. Sentarnos y hablar antes de nada.

– Eso es exactamente lo que no quiero. -Ahora fue él quien retrocedió-. ¡Maldita sea! No quiero que vuelvan a interrumpirme, y si te toco seguro que aparece alguien. Qué llevas para comer, necesito distraerme.

– Creía que lo del pícnic era cosa de chicas.

– El hambre me pone en contacto con mi lado femenino. La frustración sexual, por otro lado, me pone en contacto con mis instintos asesinos. Dime que no has olvidado el vino.

– Estamos de vigilancia, no en una fiesta. Utiliza los prismáticos mientras preparo la comida.

Por una vez, él no replicó, y mientras vigilaba, ella sacó lo que había preparado por la mañana. Había traído bocadillos con finas lonchas de jamón entre rebanadas de pan de focaccia recién hecho. La ensalada era de tomates, albahaca y farro, un grano parecido a la cebada que suele estar presente en la cocina toscana. Lo dejó todo en una zona sombreada junto al muro desde donde podía verse la casa, después sacó una botella de agua y las peras que quedaban.

Ambos sabían que no podrían resistir más jugueteo verbal, por lo que empezaron a hablar de comida y libros mientras comían. Ren era inteligente, sorprendente y estaba de lo más informado en una gran variedad de temas.

Ella estiró la mano para coger una pera cuando él anunció:

– Al parecer, la fiesta ha empezado.

Ella sacó sus pequeños binoculares de ópera y vio cómo el jardín y el olivar se iban llenando progresivamente de gente. Los primeros en aparecer fueron Massimo y Giancarlo, junto a un hombre que ella reconoció como el hermano de Giancarlo, Bernardo, que era el poliziotto, o policía, local. Anna ocupó un lugar junto al muro con Marta y otras mujeres de mediana edad. Todas empezaron a dirigir la actividad de los jóvenes que iban llegando. Isabel reconoció a la bonita pelirroja a la que le había comprado flores el día anterior, al atractivo muchacho que trabajaba en la tienda de fotografía y al carnicero.

– Mira quién ha venido -dijo Ren.

Ella enfocó sus binoculares y vio a Vittorio entrando en el jardín con Giulia. Se unieron a un grupo que estaba retirando las piedras del muro una a una.

– No debería sentirme decepcionada por ellos -dijo Isabel-, pero lo estoy.

– Sí, yo también.

Marta sacó a empellones de su rosal a uno de los muchachos más jóvenes.

– ¿Qué estarán buscando? ¿Y por qué han esperado a que me instalara en la casa para intentar encontrarlo?

– Tal vez antes no sabían qué buscar -aventuró Ren, y dejó los prismáticos a un lado para meter la basura en una bolsa-. Creo que es el momento de pasar ala acción.

– No estás autorizado a utilizar nada con filo o gatillo.

– Sólo como último recurso.

La sujetó por el brazo mientras descendían camino del coche. Tardaron unos pocos segundos en colocarlo todo dentro y arrancar. Ren pisó el acelerador del Panda.

– Les atacaremos por sorpresa -dijo mientras rodeaban Casalleone en lugar de cruzar el pueblo-. Todo el mundo en Italia tiene teléfonos móviles, y no quiero que nadie sepa que volvemos.

Dejaron el coche en una carretera cercana a la villa y se aproximaron entre los árboles. Él le quitó una hoja del pelo cuando estaban atravesando el olivar en dirección a la casa.

Anna fue la primera en verlos. Dejó en el suelo los cántaros de agua que estaba acarreando. Alguien apagó una radio en la que sonaba música pop. Poco a poco, el rumor de las conversaciones se fue apagando, y la gente empezó a moverse. Giulia se acercó a Vittorio y le cogió la mano. Bernardo, vestido con su uniforme de poliziotto, estaba al lado de su hermano Giancarlo.

Ren se detuvo en el linde de la arboleda, le echó un vistazo al lío que habían formado y después a la multitud. Jamás había parecido hasta tal punto un asesino nato como en ese momento, y todo el mundo captó el mensaje.

Isabel dio un paso atrás para dejarle libertad de movimientos.

Ren se tomó su tiempo, y fue posando sus ojos de actor en todos y cada uno de los presentes, dándoselas de chico malo como sólo él sabía hacerlo. Cuando el silencio se hizo insoportable, habló. En italiano.

Ella tendría que haber supuesto que la conversación no sería en inglés, pero no había pensado en ello. Se sintió tan frustrada que quiso gritar.

Cuando Ren dejó de hablar, todos quisieron responder al mismo tiempo. Fue como observar a una brigada de directores de orquesta hiperactivos. Gestos hacia el cielo, hacia la tierra, hacia sus propias cabezas o sus pechos. Sonoros gritos, encogimientos de hombros. Le fastidiaba no saber qué estaban diciendo.

– En inglés -dijo ella en un susurro, pero él estaba demasiado ocupado abroncando a Anna como para prestarle atención.

El ama de llaves se colocó al frente de la multitud y le respondió con los dramáticos aires de una diva representando un aria.

Él la cortó y dijo algo ala multitud. Tras sus palabras, empezaron a dispersarse, murmurando.

– ¿Qué han dicho? -preguntó Isabel.

– Más tonterías sobre el pozo.

– Encuentra su punto débil.

– Ya lo he hecho. -Se adentró en el jardín-. Giulia y Vittorio, vosotros no vais a ninguna parte.

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