19

– Qué prefieres, pastel de chocolate o tarta de cerezas? -preguntó Isabel y se detuvo en el linde del jardín de la villa para observar cómo Brittany tendía una cazuela de porcelana hacia Ren.

Él estudió el surtido de hojas y ramitas con suma atención.

– Creo que tarta de cerezas -contestó-. Y quizás un vaso de whisky para acompañar, si no es mucha molestia.

– No puedes pedir eso -le amonestó Steffie-. Tienes que pedir té.

– O sorbete -dijo Brittany-. Podemos hacer sorbete.

– No, no podemos, Brittany. Sólo té. O café.

– El té estará bien. -Ren tomó una taza imaginaria de manos de la niña; su pantomima fue tan hábil que Isabel casi pudo ver la taza en su mano.

Se quedó absorta mirándolo. La concentración de Ren cuando jugaba con las niñas era extrañamente intensa. No era igual cuando lo hacía con los niños. Cuando zarandeaba a Connor o metía a Jeremy en el Maserati recién reparado, lo hacía con indiferencia. Igualmente extraño era el hecho de que parecía dispuesto a participar en cualquiera de los juegos a los que las niñas le obligaban a jugar, incluso los imaginarios, como tomar el té. Isabel pensó que tenía que preguntarle al respecto.

Se encaminó a la casa de abajo para ver si habían hecho algún progreso con los detectores de metales. Giulia le vio venir y la saludó con la mano. Tenía una mancha en la mejilla y sombras bajo los ojos. Tras ella, tres hombres y una mujer rastreaban metódicamente el olivar. Había otros a los lados, con palas, preparados para cavar en cuanto los detectores zumbasen, lo cual no era demasiado frecuente.

Giulia le entregó su pala a Giancarlo y se acercó a Isabel para saludarla, quien le pidió que la pusiese al corriente.

– Monedas, clavos y parte de una rueda -dijo Giulia-. Encontramos algo más grande hace una hora, pero era sólo una parte de una vieja estufa.

– Pareces cansada.

Giulia se frotó la cara con el reverso de la mano, extendiendo la suciedad.

– Lo estoy. Y sufro, porque me paso el rato aquí. Vittorio no quiere que esto afecte a su trabajo. Cumple a rajatabla su agenda, pero yo…

– Sé que te sientes frustrada, Giulia, pero intenta no culpar a Vittorio.

La joven miró a Isabel y compuso una sonrisa.

– He estado diciéndome eso todo el tiempo. Él siempre tiene que aguantar mis manías.

Se pusieron bajo la sombra de un olivo.

– He estado pensando en Josie, la nieta de Paolo -dijo Isabel-. Marta ha hablado con ella de la estatua, pero al parecer el italiano de Josie no es muy bueno, así que no sabemos cuánto entendió de la conversación. He pensado llamarla por mi cuenta para ver cuánto sabe, pero quizá deberías llamarla tú. Tú sabes más de la familia que yo.

– Sí, es buena idea. -Le echó un vistazo a su reloj, calculando la diferencia horaria-. Tengo que volver a la oficina. La llamaré desde allí.

Después de que Giulia se marchase, Isabel rastreó un poco con un detector antes de pasárselo a Fabiola, la mujer de Bernardo, y regresar a la villa. Fue a buscar su cuaderno y luego se sentó en el jardín de los rosales.

El aislamiento que aportaba aquel jardín era uno de los motivos de que fuese uno de sus rincones favoritos. Era una estrecha franja de tierra por encima de los jardines formales, pero estaba protegido de las miradas por una hilera de árboles frutales. Un caballo pastaba en el bosque, y el sol del atardecer formaba un halo dorado alrededor de las ruinas del viejo castillo en lo alto de la colina. Había sido un día caluroso, más propio de agosto que de finales de septiembre, y el aroma de las rosas saturaba el aire.

Miró el cuaderno en su regazo pero no lo abrió. Todas las ideas que le venían a la mente parecían una repetición de sus libros anteriores. Tenía la desagradable sensación de que ya había escrito todo lo que sabía acerca de la superación de las crisis personales.

Vio a Ren dirigirse sin prisa hacia ella, con una camiseta de rugby azul y blanca y pantalones cortos. Apoyó las manos en la silla metálica en que estaba sentada Isabel, y se inclinó para darle un largo beso. Después abarcó sus pechos con las manos.

– Aquí y ahora -le dijo con malicia.

– Tentador -repuso ella-. Pero no he traído las esposas.

Él resopló y se sentó en la silla de al lado con aspecto enfurruñado.

– Entonces lo haremos esta noche en el coche, como todo el mundo en este pueblo.

– Me parece bien. -Volvió la cara hacia el sol-. Si las niñas de tu club de fans no te encuentran primero.

– Te aseguro que esas muchachitas tienen un radar.

– Estás siendo increíblemente tolerante. Me sorprende que pases tanto tiempo con ellas.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Simplemente lo que he dicho.

– No quiero hablar de ellas.

Ella alzó las cejas. Ren sabía distanciar a la gente del mismo modo que sabía atraerla, aunque Isabel no pudo imaginar por qué sentía la necesidad de hacerlo en ese momento.

– Alguien está de mal humor -dijo.

– Lo siento. -Ren estiró las piernas y las cruzó a la altura de las espinillas, pero la postura parecía más fruto del cálculo que de la comodidad, como si estuviese forzándose a relajarse-. ¿Te han dicho Harry y Tracy que van a alquilar una casa en el pueblo?

Ella asintió.

– El apartamento de Zurich ha contribuido a agravar sus problemas. Es demasiado pequeño para ellos. Han decidido que sería mejor que ella y los niños se queden aquí, pues se sienten más como en casa, y que Harry venga los fines de semana.

– Ya veo que soy el único que encuentra desquiciante que mi actual amante esté ejerciendo de consejera matrimonial para mi ex esposa.

– No hay nada demasiado íntimo en nuestra relación. Al parecer, uno u otro te cuentan todo lo que hablamos.

– Algo que he intentado evitar con todas mis fuerzas. -Tomó su mano y empezó a juguetear con sus dedos-. ¿Por qué te metes en estos fregados? ¿Qué te va en ello?

– Es mi trabajo.

– Estás de vacaciones.

– No tengo la clase de trabajo que permite tomarse vacaciones. -Todos los trabajos permiten tomarse vacaciones.

– En el mío no puedes seguir un horario fijo.

Ren frunció el entrecejo.

– ¿Cómo puedes estar segura de que ayudas a alguien? ¿No es un poco arrogante asumir que sabes siempre qué es lo mejor para los demás?

– ¿Crees que soy arrogante?

Él dirigió la vista hacia una hilera de césped ornamental acariciado por la brisa.

– No. Eres prepotente y testaruda. Pero no, no eres arrogante. -Bien mirado, es cierto que hay algo de arrogancia en pensar que sabes qué es lo mejor para los demás.

– Pero sigues haciéndolo.

– A veces nos fijamos en los defectos de los otros para no fijarnos en los nuestros. -Se percató de que se había llevado el pulgar a la boca, y lo devolvió a su regazo.

– ¿Crees que lo haces por eso?

Ella no lo había pensado, pero tuvo que preguntarse si era así.

– Supongo que vine a Italia para descubrirlo.

– ¿Y qué tal lo llevas?

– No demasiado bien.

Ren le dio una palmada en la pierna.

– Si necesitas ayuda para reconocer tus errores, házmelo saber. Como tu manía de ordenarlo todo y el modo en que tratas de manipular las cosas cuando te encargas de algo.

– Me conmueves, pero esto es algo que tengo que resolver por mi cuenta.

– Si te sirve de consuelo, creo que eres una persona estupenda.

– Gracias, pero tu nivel de exigencia es más bajo que el mío.

Él se echó a reír, le apretó la mano y la miró con simpatía.

– Pobre doctora Fifi. Ser una líder espiritual es duro, ¿verdad?

– Tú deberías saberlo. Eres parte implicada -contestó ella, y él le rozó la mejilla con el pulgar.

No quería que se pusiese sensible con ella. Desde hacía días intentaba convencerse de que no estaba realmente enamorada de él, de que su subconsciente había inventado aquella emoción para no tener que sentirse culpable por la cuestión sexual. Pero no era cierto. Le amaba, no había duda, y ese momento explicaba por qué. ¿Cómo era posible que alguien que era su polo opuesto la entendiese tan bien? Sentía que todo era perfecto cuando estaban juntos. Él necesitaba que alguien le recordase que era una persona decente, y ella necesitaba que alguien la apartase un poco de su obsesión por la rectitud. Pero sabía que los dos no lo veían del mismo modo.

– ¡Ren! -Dos niñas surgieron de entre los arbustos.

Él meneó la cabeza y gruñó.

– Sin duda tienen un radar.

– Te hemos buscado por todas partes -dijo Steffie-. Hemos construido una casa y queremos que juegues con nosotras.

– Hora de volver al trabajo -se resignó Ren. Apretó la mano de Isabel y se puso en pie-. Tómatelo con calma, ¿de acuerdo?

Como si eso pudiese ocurrir alguna vez… Le vio marcharse. Una parte de sí quería deshacerse del amor que sentía por él, pero la otra quería mantenerlo para siempre. Una bien merecida burbuja de autocompasión creció en su interior.

«Vaya manera de hacer las cosas, Dios. ¿No podías haberme enviado a alguien como Harry Briggs de compañero sentimental? Oh, no. Tenías que enviarme un hombre que mata mujeres para ganarse el pan. Muy bonito, amigo.»

Dejó a un lado el cuaderno. Estaba demasiado distraída para escribir nada, así que lo mejor sería que bajase a la casa y le diese un poco a la pala. Tal vez podría librarse así de una parte de su energía negativa.

Andrea Chiara estaba allí cuando llegó. Él y Vittorio habían sido cortados por el mismo patrón, pero el doctor Andrea no parecía tan inofensivo, lo cual llevaba a su parte inmadura a desear que Ren estuviese presente para controlar el modo en que le besaba la mano a modo de saludo.

– Con otra mujer hermosa por aquí para inspirarnos -dijo Andrea-, trabajaremos más rápido.

Isabel miró subrepticiamente hacia la villa, pero no vio a Ren por ninguna parte.

Tracy apareció cuando Isabel estaba acabando su turno. Sus ojos evidenciaban su excitación.

– Acabo de hablar con Giulia, y la casa que hemos alquilado en el pueblo estará preparada para nosotros dentro de tres días.

– Cuánto me alegro.

– Será duro estar lejos de Harry tantos días, pero hablaremos por teléfono todas las noches. Así él podrá trabajar dieciocho horas al día si lo desea, sin temer que al regresar a casa yo lo reciba hecha una furia. Y lo mejor es que cuando venga los fines de semana le tendremos enteramente para nosotros, sin teléfono móvil.

– Creo que es un buen plan.

– Cuando se acerque la fecha del parto, trabajará desde aquí. Los niños están encantados de no tener que volver a Zurich. Están aprendiendo italiano mucho más rápido que yo, y están muy unidos a Anna y Marta. Tú vas a quedarte un mes más, y Ren va a estar por aquí al menos tres semanas. Seremos muy felices aquí.

Tres semanas. Él no se lo había dicho. Ella podría habérselo preguntado, pero esperaba que él le dijese algo en lugar de comportarse como si no existiese futuro para ellos, aunque así fuese. Ren no parecía ser el mujeriego del que hablaban los medios de comunicación, pero los diferentes momentos de su vida parecían marcados por diversas relaciones. Dentro de unos años, él la recordaría como su aventura dé la Toscana. No le gustaba lo vulnerable que eso la hacía sentir, pero no podía evitarlo.

Tracy la miró con aire divertido.

– Eres la única persona que conozco que puede llevar a cabo trabajos manuales sin ensuciarse.

– Años de práctica.

Tracy hizo un gesto hacia el olivar, donde Andrea fumaba un cigarrillo tras finalizar su turno con el detector de metales.

– Tengo cita con el doctor Sueños Húmedos la semana que viene. Anna dice que es un estupendo médico, a pesar de su reputación de seductor. Tal vez pueda disfrutar mientras mis piernas descansan en los estribos.

– Déjame darte otra buena noticia, entonces. Creo que es el momento de levantar la veda sexual.

Tracy se acarició el vientre y la miró pensativa.

– Vale -dijo sin demasiado entusiasmo.

No era la reacción que Isabel esperaba.

– ¿Hay algún problema?

– No exactamente. -Metió la mano bajo la tela para rascarse-. Pero… ¿te importaría no decírselo a Harry?

– Tu matrimonio tiene que estar basado en la comunicación, ¿lo recuerdas?

– Lo sé, pero… Oh, Isabel, me encantan nuestras charlas. Anoche hablamos de las ballenas, y no por la forma de mi cuerpo precisamente. Y de las películas de miedo que recordábamos de la niñez. Me dejó contarle la pelea que tuve con mi compañera de habitación en la universidad y que todavía me incomoda. Todo este tiempo yo había creído que el helado de chocolate era su favorito, pero es el de mantequilla de pacana. Hicimos una lista con todos los regalos que nos habíamos hecho el uno al otro durante estos años, indicando si nos habían gustado o no. Aunque he tenido que caminar toda la semana con las piernas apretadas de lo caliente que estoy, no quiero dejar de hablar con Harry. No es sólo una cuestión física, después de todo. Me quiere con todo el paquete.

Isabel sintió otra punzada muy cerca del corazón. A pesar de todo su desorden emocional, Tracy y Harry compartían algo precioso.

– Bien, yo os levanto la veda -dijo-. Si quieres o no decírselo a Harry, deja que tu conciencia te guíe.

– Estupendo -dijo Tracy torciendo el gesto.


Tracy habló un momento con Andrea y después se encaminó a la villa. Ayudó a las niñas con sus lecturas e intentó echarle una mano a Jeremy con su lección de historia, pero le costaba concentrarse. ¿Qué iba a hacer con la decisión de Isabel de poner fin a la abstinencia sexual?

Por la noche, seguía debatiéndose con el problema, y ella y Harry volvieron a la casa cogidos de la mano. Era una mimada niña rica, y odiaba los dilemas morales, pero su matrimonio no funcionaría si no tenía el valor de afrontar los desafíos. Cuando entraron en la cocina, decidió que era el momento de hacer uso de algunas de las nuevas habilidades que Isabel le había enseñado, así que le cogió las manos a Harry y le miró directamente a los ojos.

– Harry, hay algo que tengo que decirte, pero no quiero hacerlo. Tengo una muy buena razón y me gustaría contártela.

Sabía que él querría pensarlo un poco, y le alegró estudiar su querido y familiar rostro mientras esperaba.

– ¿Tiene que ver con la vida y la muerte? -preguntó Harry finalmente.

Ahora fue ella la que necesitó un momento para reflexionar.

– Casi, pero más bien no.

– ¿Es algo que quiero saber?

– Oh, sí.

– Pero no quieres decírmelo.

– En realidad, no. No ahora mismo, pero sí muy pronto.

Él alzó ligeramente una ceja.

– ¿Y el motivo…?

– Porque te quiero mucho. Me encanta hablar contigo. Hablar es importante para mí y, en cuanto sepas eso que no quiero decirte, temo que no hablemos demasiado, y que empiece a pensar que sólo me quieres por mi cuerpo.

Él abrió la boca y los ojos se le iluminaron.

– ¡Isabel ha levantado la prohibición! -exclamó.

Ella dejó caer las manos y pataleó.

– Odio la comunicación sincera.

Él rió, la atrajo hacia sí y le besó la frente. El bebé dio una patada en el vientre de Tracy.

– Venga, no eres la única a la que le gusta hablar. Y tienes que saber que te amaría aunque fueses tan fea como mi tío Walt. Hagamos un trato: por cada minuto que pasemos desnudos, pasaremos tres hablando. Lo cual, según me siento ahora, significa un montón de conversación.

Ella sonrió contra su cuello. El simple olor de su piel hizo que le corriese más rápido la sangre. Pero ¿qué sucedería si volvían a caer en los viejos modelos de comportamiento? Habían recibido una buena lección en lo referente a lograr que su relación funcionase. Tal vez ya era el momento de confiar en la dureza del material con que estaba hecho su matrimonio.

– Primero tienes que firmar un pacto conmigo -dijo ella-. La ropa puesta. Nada de manos por debajo de la cintura.

– Trato hecho. Y el primero que rompa el acuerdo tendrá que darle un masaje en todo el cuerpo al otro.

– Me parece bien. -Vaya bicoca. A ella le encantaba hacerle masajes de cuerpo entero.

Él la condujo hasta el sofá delante de la chimenea, pero apenas se sentaron ella dijo:

– Tengo pipí. Siempre tengo pipí. Si alguna vez te propongo volver a quedarme embarazada, abandóname en lo alto de una montaña inaccesible. Él rió y la ayudó a ponerse en pie.

– Te acompaño.

Mientras seguía a su mujer escaleras arriba, Harry no dejó de preguntarse qué había hecho para merecer a aquella mujer. Era la tempestad en su calma, mercurio para su base de metal. La siguió al interior del baño. Ella no protestó cuando él se sentó en un extremo de la bañera. Hasta que apareció Isabel con sus listas, Tracy no había sabido que Harry siempre daba alguna excusa para quedarse con ella en el lavabo simplemente porque le encantaba la intimidad de aquel acto, la intimidad cotidiana. Tracy se rió como una posesa cuando se lo explicó, pero él sabía que ella lo entendería.

– ¿Tu verdura favorita? -preguntó ella. No había olvidado cuánto la deseaba él, y se estaba asegurando de que recordaba cuál era su compromiso-. No importa. Lo sé. Guisantes.

– Judías verdes -replicó él-. No muy cocidas. Un poco crujientes. -Alargó la mano para tocarle la pantorrilla. Ahora sabía que tenía que decir lo que sentía en lugar de dar por sentado que Tracy ya lo sabía-. Me encanta hablar, ya lo sabes -se sintió impelido a añadir-. Pero ahora mismo estoy más interesado en el sexo. Dios, Trace, hace mucho tiempo que no lo hacemos. ¿Sabes lo que supone para mí el mero hecho de estar a tu lado?

– Sí, porque acabas de decírmelo.

Sonrieron y en breve se fueron al dormitorio. Una vez allí, ella le miró con coquetería.

– ¿Qué pasaría si me dejases embarazada?

– Me casaría contigo. Tantas veces como quisieras. -Y la besó.

– Éste será el último bebé. Lo juro. Me haré una ligadura de trompas.

– Si quieres seguir teniendo hijos, a mí me parece bien. Tendremos que esforzarnos un poco más.

– Cinco me parece bien. Siempre quise tener cinco. -Se mordió la comisura del labio-. Oh, Harry, estoy tan contenta de que no te fastidie tener otro hijo.

– No era culpa del bebé. Ahora ya lo sabes. -Le acarició la cara-. Detesto ser tan inseguro.

– Creía que iba a perderte.

Él resiguió la línea de su mandíbula con el pulgar. Ella tenía los labios blandos a causa de los besos que se daban continuamente, y suponía que los suyos también lo estaban.

– No vamos a permitir que ocurra otra vez, ¿de acuerdo? Acudiremos a un consejero matrimonial cada seis meses, lo necesitemos o no. Y sigo pensando que deberíamos decirle a Isabel que no acudiremos a otra psicóloga que no sea ella.

– Se dará cuenta cuando nos vea en su puerta dos veces al año.

Se tumbaron en la cama, listos para atenerse al trato que habían hecho. En principio mantuvieron las bocas cerradas, pero no durante mucho tiempo. Cuando Tracy aflojó los labios, él la besó y deslizó la lengua en el dulce interior de su boca. Juguetearon de ese modo durante un rato, pero no era suficiente. Él alzó la mano con avidez y rodeó con la palma uno de sus pechos.

– Sólo por encima de la cintura -susurró Harry.

– Por encima de la cintura está bien.

Ella estudió su rostro mientras él le sacaba la camiseta y le desabrochaba el sujetador. Le había dicho que nunca se cansaba de mirarle.

Sus pechos cayeron libres, y a Harry se le secó la boca cuando miró sus arrebatados pezones. Sabía lo tiernos que eran, y también que a ella le gustaba que los tocase de todas las maneras imaginables. Recordó la sorpresa de su mujer cuando supo el destacado lugar que ocupaban sus pechos de embarazada en la lista de Harry sobre las cosas que le excitaban. Nunca se le había ocurrido decírselo. Él había supuesto que ella lo sabía por lo mucho que le costaba despegar las manos de ellos.

Tracy dejó escapar un gemido gutural cuando él inclinó la cabeza para chupárselos. Entonces, ella deslizó la mano entre las piernas de Harry.

– Vaya. He perdido.

Pero lo que Harry perdió fue el control y sus ropas volaron. Tracy le empujó para tumbarlo de espaldas sobre la cama. Su pelo se desparramó formando una nube oscura sobre uno de sus hombros al tiempo que se subía a horcajadas encima de Harry. Se colocó del modo adecuado para que él pudiera penetrarla. Él le acarició el húmedo y almizclado valle antes de adentrarse.

Pensar en lo que casi habían llegado a perder les excitó aún más. Él tocó todos los rincones de su cuerpo y ella le correspondió. Se miraron fijamente a los ojos.

– Te amaré siempre -susurró Harry.

– Y yo a ti -le respondió ella también con un susurro.

Entonces sus cuerpos encontraron el ritmo perfecto, y hablar se hizo imposible. Juntos se dejaron caer en una hermosa oscuridad.

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