20

La mesa del comedor de la villa, de doscientos años de antigüedad, estaba cubierta de comida. Bandejas ovales decoradas ofrecían tanto piernas de cordero asadas como pollos de guinea al ajillo. Las hojas de escarola doradas servían de lecho para nueces, aceitunas, anchoas y pasas, en tanto que tiras de tocino le daban sabor a un sencillo cuenco con judías verdes. En una cesta, con una servilleta de lino con el escudo familiar, descansaban frescas rebanadas de pan toscano.

A pesar de los grandes arcos de la estancia y de los frescos con motivos religiosos, la atmósfera era informal. Los niños se afanaban por pescar los ravioli rellenos de carne de sus platos y se atiborraban con trozos de pizza. Ren repitió la pasta con castañas, e Isabel se permitió otra ración de polenta, dorada y crujiente por fuera pero tierna por dentro. Había cremosas porciones de queso pecorino, higos cubiertos de chocolate, y vino, tanto el tinto de su propia cosecha como el blanco afrutado Cinque Terre.

Ren, italiano de origen, disfrutaba siempre de una buena fiesta, y se había valido de la excusa de la inminente partida de los Briggs, a la mañana siguiente, para invitar a unas cuantas personas a comer. Vittorio y Giulia estaban sentados a la mesa, así como varios miembros de la familia de Massimo y Anna. La ausencia del doctor Andrea Chiara era más que patente, a pesar de que Isabel había sugerido que se le invitase.

Massimo habló de la vendemmia, la recogida de la uva, que daría comienzo dos días después, en tanto que Anna y Marta no dejaban de traer comida a la mesa. Nadie habló de la estatua. Habían acabado de rastrear el olivar con los detectores de metales y no habían encontrado nada.

– Siempre eres tan amable con ella -le dijo Giulia en voz baja a Isabel a pesar de que Tracy, que estaba en el otro extremo de la mesa, no podía oírla-. Si fuese la ex mujer de Vittorio, la odiaría.

– No si Vittorio hubiese intentado deshacerse de ella con tanto ahínco como lo ha hecho Ren -replicó Isabel.

– Aun así… -Giulia hizo un gesto con la mano-. Ah, no puedo engañarte, lo sé. Son los celos lo que hace que ella no me guste. Algunas mujeres se quedan embarazadas con sólo mirar a un hombre. Incluso la nieta de Paolo vuelve a estar embarazada.

– Estaba con los niños cuando le dijiste a Ren que habías hablado con ella. ¿Qué te dijo?

Giulia cogió una rebanada de pan.

– Que está embarazada. Su segundo. -Miró a Isabel con los ojos húmedos-. A veces pienso que todas las mujeres del mundo están embarazadas. Me da pena por mí, lo que no es bueno.

– ¿No sabía nada de la estatua?

– Muy poco. Para Josie no era fácil hablar con Paolo después de la muerte de su madre, porque su italiano no es muy bueno. Pero siguieron manteniendo el contacto, y el abuelo siempre le enviaba regalos.

– ¿Regalos? ¿Crees que…?

– Nada de estatuas. Se lo pregunté, especialmente después de que me dijese que le había costado quedarse embarazada la primera vez.

– Tal vez estaría bien tener una lista de todo lo que le envió. Podríamos encontrar alguna pista. Un mapa oculto en un libro, una clave… Algo.

– No había pensado en eso. Volveré a llamarla esta noche.

– ¡Orinal! -chilló Connor desde su trona en un extremo de la mesa justo cuando trajeron la tarta de manzana.

Harry y Tracy se pusieron en pie a la vez.

– ¡Quiero ése! -Apuntó con el dedo a Ren, que no pudo evitar sonreír.

– Dame un respiro, chaval. Ve con tu papá.

– ¡Quiero ti!

Tracy movió las manos como una gallina frenética.

– No discutas con él. ¡Va a tener un accidente!

– No se atreverá. -Ren le dedicó al bebé una de sus miradas mortíferas.

Connor se metió el dedo en la boca y empezó a chuparlo.

Ren suspiró y afrontó lo inevitable.

– Ren le enseñó lo del orinal en un día -le explicó Tracy a Fabiola mientras Ren se llevaba a Connor de la mesa-. ¡Y yo, después de haber tenido cuatro hijos, no lo había conseguido! -sonrió.

Ren gruñó en la habitación de al lado.

La velada transcurría distendidamente. En cierto momento apareció una botella de grappa y también una de vinsanto dulce para acompañar al cantucci de avellanas. La brisa que entraba por las puertas abiertas se hizo más fresca. Isabel se había dejado su suéter en la casa cuando por la mañana había llevado sus cosas. Se puso en pie y le tocó el hombro a Ren, que estaba hablando con Vittorio sobre política italiana.

– Voy a la planta de arriba para robarte uno de tus jerséis -le dijo.

Él asintió con aire ausente y retomó la conversación.

El dormitorio principal de la villa estaba sumido en la penumbra. Apenas podían verse los pesados muebles, incluido el armario con tallas de madera, los espejos de marcos dorados y la cama de cuatro columnas. La tarde del día anterior, ella y Ren habían pasado una hora entre esas columnas mientras la familia Briggs se dedicaba a hacer un poco de turismo. Al sentir un leve escalofrío se preguntó si estaría convirtiéndose en una adicta al sexo. Pero sabía que más bien se trataba de una adicción a Lorenzo Gage.

Se dirigió al vestidor, pero se detuvo al ver algo sobre la cama. Se acercó para ver de qué se trataba.


Ren había bebido ya bastante vino, así que se pasó a la grappa. Intentaría estar sobrio para la noche, cuando estuviese a solas con Isabel. Sentía como si un gigantesco reloj hubiese empezado a dar las horas por encima de su cabeza, marcando la cuenta atrás del momento en que tendrían que separarse. En menos de una semana, él se iría a Roma, y no mucho después empezaría el rodaje. Miró alrededor, buscándola, y de pronto recordó que había subido a su habitación a buscar un jersey. Una alarma se encendió en su cabeza y echó a correr hacia las escaleras.


Isabel reconoció el sonido de sus pasos en el pasillo. Su manera de caminar era inconfundible, con pasos medidos, ligeros y gráciles para tratarse de un hombre tan alto. Apareció por la puerta con las manos en los bolsillos.

– ¿Has encontrado el jersey?

– Aún no.

– Hay uno gris en la cómoda. -Se acercó al mueble-. Es el más pequeño que tengo.

Ella estaba sentada en el borde de la cama con el guión en las manos.

– ¿Cuándo lo recibiste?

– Tal vez prefieras mi jersey azul. ¿Eso? Hace un par de días. El azul está limpio, pero el gris me lo he puesto un par de veces.

– No me habías dicho nada.

– Creo que sí. -Rebuscó en un cajón.

– No me dijiste que habías recibido el guión.

– Todo ha estado un poco revuelto por aquí últimamente, no sé si lo has notado.

– No tan revuelto.

Él se encogió de hombros, sacó un jersey y se puso a buscar otro. Ella pasó el pulgar por las tapas del guión.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– Han pasado muchas cosas.

– No dejamos de hablar, pero no me has dicho ni una palabra de esto.

– Supongo que no le di importancia.

– Me cuesta creerlo, porque sé lo importante que es para ti.

Aunque el movimiento fue sutil, su cuerpo pareció desenroscarse, casi como una serpiente dispuesta a atacar.

– Esto empieza a parecerse a un interrogatorio.

– Me dijiste que estabas deseando leer la versión definitiva del guión. Me resulta un poco extraño que no mencionases que ya lo tenías.

– Pues a mí no me resulta extraño. Mi trabajo es privado.

– Ya veo. -Momentos antes había estado rememorando con placer las veces que habían hecho el amor, pero en ese instante se sintió triste y un poco menospreciada. Era la mujer que se acostaba con… No era su amigo, ni siquiera un verdadero amante, porque los verdaderos amantes comparten algo más que sus cuerpos.

Ni siquiera la miró a los ojos.

– En cualquier caso, no te gustan mis películas. ¿Por qué te preocupas?

– Porque a ti te preocupa. Porque me has hablado de ello. Porque yo te hablo de mi trabajo. Por eso. -Lanzó el guión encima de la cama y se puso en pie.

– Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Yo sólo… Jenks ha cambiado un poco el enfoque de la historia, eso es todo. Todavía sigo dándole vueltas. Pero sí, tienes razón, tendría que habértelo dicho. Supongo que no me apetecía discutir otra vez contigo. A decir verdad, Isabel, estoy un poco cansado de tener que defender lo que hago para ganarme la vida.

Primero su rabia, después su sentido de culpa y ahora pasaba al ataque. «Típico», pensó Isabel. Quiso replicar, pero las relaciones sanas no funcionaban de esa manera, y ella necesitaba que aquella relación fuera sana tanto como necesitaba respirar.

– De acuerdo. Es justo. -Tocó el brazalete con los dedos y respiró hondo-. No he dejado de juzgarte y tengo que dejar de hacerlo. Pero no me gusta que me dejen de lado.

Él cerró el cajón de la cómoda con la rodilla.

– Dios, haces que suene como si tuviésemos… como si tuviésemos… Mierda.

– ¿Una relación? -repuso con las palmas vueltas hacia arriba-. ¿Es eso lo que intentas decir? ¿Hago que suene como si tuviésemos una relación?

– No. Tenemos una relación. Una estupenda relación. Me gusta. Pero…

– Sólo es sexo, ¿verdad?

– Fuiste tú quien dictó las reglas, o sea que no me culpes de ello.

– ¿Eso crees que estoy haciendo?

– Lo que creo es que estás tratándome como uno de tus malditos pacientes.

Isabel no podía resistirlo más. No podía escucharle y mantener la calma. No podía escuchar lo que le estaba diciendo, procesarlo y usar los principios en que tan profundamente creía. Él tenía razón. Ella había establecido las reglas y ahora las estaba violando. Pero aquellas reglas habían surgido de otro tipo de emocionalidad.

Cruzó los brazos y se abrazó a sí misma.

– Lo siento. Al parecer, me he excedido.

– Esperas demasiado. Yo no soy un santo como tú, y nunca he pretendido serlo, o sea que olvídalo.

– Por supuesto. -Se dirigió a la puerta, pero él la llamó.

– Isabel…

Una santa se habría dado la vuelta, pero ella no era una santa, así que siguió caminando.


Ren estaba en la puerta, a oscuras, observando las estatuas de mármol ala tenue luz de la luna que bañaba el jardín. La villa estaba en silencio, a excepción del conmovedor saxofón de Dexter Gordon que sonaba a su espalda. Harry y Tracy se habían mudado esa misma noche, por lo que Isabel disponía otra vez de la casa para ella sola. Hacía horas que todos se habían ido a la cama. Ren se frotó los ojos. La doctora Isabel Favor, acérrima defensora del diálogo, le había dado la espalda y se había ido. No la culpaba. Él se había comportado como un estúpido.

Su amazona tenía muchos puntos tiernos, y él había empezado a alcanzar cada uno de ellos. Pero se trataba de herir o ser herido, ¿verdad? Y él no podía volver a dejarle escarbar en su psique, revolver todos esos rincones oscuros que acarreaba consigo desde que tenía memoria. Ella había establecido las condiciones de su relación. «Es sólo cuestión de sexo -había dicho-. Un compromiso físico a corto plazo.»

Encendió un cigarrillo. ¿Por qué tenía que ser tan jodidamente prepotente? Se pondría hecha una fiera cuando supiese que él iba a interpretar a un pederasta. Y no sólo eso. Sabía que había pasado mucho tiempo con las niñas. Uniría ambas cosas y llegaría a la conclusión de que jugaba con ellas para practicar su personaje. Entonces todo se iría al infierno, perdiendo de ese modo el poco respeto que le merecía a Isabel. La historia de su vida…

Dio una profunda calada. Era su castigo por relacionarse con una mujer tan recta. Todos sus chiflados actos de bondad le habían importado bien poco, y ahora sufría por ello. La comida no le parecía tan sabrosa cuando no estaban juntos; la música no sonaba de un modo tan dulce. Tendría que haberse aburrido de ella. En cambio, se aburría cuando no estaba con ella.

Podría recuperar su favor simplemente pidiéndole disculpas. «Lamento no habértelo dicho.» Ella no se dejaría llevar por el resentimiento pues, al contrario que Ren, no sabía enfadarse. Merecía una disculpa, pero ¿después qué? Que Dios la ayudase, se había enamorado de él. Él no había querido reconocerlo, ni siquiera para sí mismo, pero ella le había telegrafiado sus emociones. Lo había visto en sus ojos, apreciado en su tono de voz. Era la mujer más inteligente que conocía, y se había enamorado del hombre que dejaba marcas invisibles sobre su piel en cuanto la tocaba. Y lo peor aquello por lo cual no podía perdonarse a sí mismo- era ser consciente de lo bien que le hacía recibir el amor de una mujer honesta.

Su rabia, incluso estando fuera de lugar, volvió a salir a la superficie. En muchos sentidos, ella le conocía mejor que nadie, así que ¿por qué no se había protegido de él? Se merecía un hombre mejor. Un boy scout, un antiguo delegado de clase, alguien que pasase las vacaciones construyendo casas para los pobres en lugar de arrasándolas.

Le dio una última calada al cigarrillo. Sintió la punzada de la acidez en el estómago. Cualquier malvado que se preciase se habría aprovechado de la situación. Habría tomado todo lo que pudiese y se habría largado sin lamentarse. Resultaba sencillo conocer a un malvado. Pero ¿qué habría hecho el héroe?

El héroe se habría largado antes de que la heroína resultase herida. El héroe habría cortado la relación limpiamente para que la heroína pudiese escapar del desastre.

– Oí música.

Miró alrededor y vio a Steffie caminando por el suelo de mármol hacia él. Era su última noche en la villa. Cuando los niños se fuesen, por fin podría disfrutar de un poco de calma y silencio, aunque les había dicho que podían bañarse en la piscina todos los días.

Llevaba un gastado camisón amarillo con personajes de dibujos animados estampados. Su pelo oscuro, cortado como el de un duendecillo, se le había subido formando una cresta, y un mechón le caía sobre la mejilla. Cuando ella llegó a su lado, Ren supo que tendría que echar mano de todas las técnicas de actuación necesarias para interpretar a Kaspar Street, porque él nunca sería capaz de entender cómo alguien podía herir a un niño.

– ¿Qué haces levantada?

Se recogió el camisón para enseñarle un pequeño rasguño en la pantorrilla.

– Brittany me ha dado una patada mientras dormía y me ha rasguñado con la uña del pie.

Necesitaba un trago. No quería que niñas pequeñas con aspecto de duendecillo acudiesen en su busca en mitad de la noche para que las consolase. Él podía separar y observar. Pero no durante la noche, cuando sentía que tenía mil años de edad.

– Venga. Vuelve a la cama.

– Estás de mal humor.

– Ve a ver a tus padres.

La niña frunció el entrecejo.

– ¡Han cerrado la puerta con llave!

Ren tuvo que sonreír.

– Ya ves, la vida es dura.

– ¿Y qué pasa si veo una araña? -dijo indignada-. ¿Quién la matará?

– Pues tendrás que hacerlo tú.

– No quiero.

– ¿Sabes qué hacía yo cuando era un niño si veía una araña?

– Pisarla con fuerza.

– No. La agarraba con cuidado y la sacaba fuera.

Steffie abrió mucho los ojos, aterrorizada.

– ¿Por qué hacías eso?

– Me gustan las arañas. Una vez tuve una tarántula como mascota. -Había muerto, por descontado, porque él se aburrió de cuidarla; pero no tenía por qué contarle eso-. La mayoría de las arañas son buenos bichos.

– Qué raro eres. -Se agachó para quitarse una suciedad del pie. Su vulnerabilidad preocupaba a Ren. Al igual que Isabel, necesitaba hacerse fuerte.

– Es el momento de dejarse de historias, Stef. Las arañas son agua pasada. Eres lista y lo bastante fuerte para solucionar el problema sin tener que salir corriendo a medianoche en busca de papi y mami como si fueses un bebé.

Ella le miró con desagrado, tal como había aprendido de su madre.

– La doctora Isabel dice que tenemos que expresar nuestros sentimientos.

– Sí, eso está muy bien, todos sabemos lo que sientes por las arañas, y estamos cansados de oírlo. Estás haciendo algún tipo de transferencia emocional.

– Eso dijo ella. Porque me preocupan mi papá y mi mamá.

– Pues ya no tienes que preocuparte por ellos.

– ¿Crees que ya no tienen que darme miedo las arañas? -Su mirada reflejaba acusación y escepticismo a partes iguales, pero Ren también detectó algo de esperanza.

– No tienen por qué gustarte, pero deja de darles importancia. Es mejor afrontar lo que te da miedo que huir de ello.

«Hipócrita.» ¿Acaso él había afrontado el vacío que acarreaba en su interior?

Ella se rascó la cintura.

– ¿Sabes si tendré que ir al colegio aquí?

– Creo que sí.

Jeremy, al parecer, lideraba una rebelión junto a sus hermanas contra los intentos de Tracy de educarlos en casa, que había finalizado con Harry escribiéndole una carta a las autoridades de Casalleone para que los niños pudiesen asistir a clase en el pueblo hasta que se marchasen a finales de noviembre. Cuando Harry le pidió su opinión, Ren le había dicho que los niños hablaban suficiente italiano para los intercambios básicos, y que creía que sería una buena experiencia para ellos.

– ¿Te vas a casar con la doctora Isabel?

– ¡No!

– ¿Por qué no? Os gustáis.

– Porque la doctora Isabel es demasiado buena para mí, por eso.

– Yo pienso que tú eres bueno.

– Porque eres fácil de engañar.

Ella bostezó y deslizó la mano entre las de Ren.

– Llévame a la cama, ¿vale?

Él la tomó en brazos y le dio un abrazo.

– De acuerdo, pero sólo porque estoy aburrido.


Se reunieron todos en la puerta principal de la villa para despedir a los Briggs, a pesar de que no se iban muy lejos. Ren le entregó a Jeremy un par de CD que sabía que le gustarían, aceptó un húmedo beso de Connor, admiró la voltereta final de Brittany y tuvo una charla de último minuto con Steffie sobre que no tenía que ser una debilucha. Isabel estuvo muy ocupada, hablando con todo el mundo menos con él. A Ren no le sorprendió que siguiese enfadada. Para ella, el que no le hubiese dicho que había llegado el guión suponía alta traición.

Cuando el coche desapareció por el camino, Isabel le hizo un gesto a Anna y se dio la vuelta para volver a la casa. Marta se había mudado con Tracy para ayudarla con los niños, por lo que Isabel estaría sola. Mientras Ren la observaba descender por el sendero, el bollo que había tomado para desayunar se le revolvió en el estómago. Qué remedio.

– Espera -dijo Ren-. Tengo algo para ti.

Ella se volvió. Llevaba el suéter negro atado a la cintura, con las mangas perfectamente anudadas. Todo en ella estaba ordenado, excepto lo que sentía por él. ¿Acaso no había previsto que quedaría atrapada por el atractivo de lo prohibido? Y ella no era la única.

Ren alcanzó el guión que había dejado junto a la baranda de la balaustrada, se acercó a ella y se lo entregó.

– Toma.

Ella se limitó a mirar el manuscrito.

– Vamos -insistió Ren-. Léelo.

Ella no se mostró sarcástica, como él habría hecho. Sólo asintió, se lo puso bajo el brazo y reanudó su camino.

Al verla alejarse, Ren se dijo que estaba haciendo lo correcto. Pero, Dios, se había equivocado dejándola entrar en su vida. Se había equivocado al pasar todo aquel tiempo juntos… De algún modo, tenía claro que la había corrompido.

Pasó el resto de la mañana en el viñedo, manteniéndose alejado de los cigarrillos para evitar fumar. Mientras oía a Massimo, intentó no imaginar qué escena podría estar leyendo Isabel en ese momento y cómo reaccionaría. En lugar de eso, observó a aquel hombre mayor mirar al cielo y reflexionar acerca de los desastres que podían tener lugar antes de la vendemmia, que empezaba al día siguiente: una tormenta repentina, una helada matinal que transformaría las uvas en cieno.

Cuando ya no pudo resistir más los malos augurios de Massimo, regresó a la villa, pero se sentía triste y vacío sin los niños correteando por allí. Había decidido darse un baño en la piscina cuando apareció Giulia buscando a Isabel.

– Está en la casa de abajo -le dijo él.

– ¿Podrías darle esto? Quería que llamase otra vez a la nieta de Paolo y le preguntase por los regalos que le había enviado su abuelo. Hablé con Josie anoche y esto es todo lo que recuerda.

Ren cogió el papel que ella le tendía y leyó. Se trataba de objetos prácticos, cosas para la casa y el jardín: tiestos, herramientas para la chimenea, una lámpara de noche, un llavero, bolsas de porcini secos, vino, aceite de oliva. Señaló con el dedo el papel y dijo:

– Esta lámpara… tal vez la base…

– Alabastro. Y es demasiado pequeña. Se lo pregunté.

– Falsa alarma, pues. -Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. A pesar de no creer en los poderes de la estatua, le incomodaba no haber podido ayudarles a encontrarla. En tanto que actual señor de aquellas tierras, de algún modo se sentía obligado a proporcionarles la manera de encontrarla.

Cuando Giulia se fue, se dirigió a la piscina para hacer unos largos. El agua estaba fría, pero no lo bastante para atontarlo, algo que hubiese agradecido. Cuando se cansó, empezó a nadar de espaldas, y fue entonces cuando la vio sentada bajo una sombrilla.

Isabel cruzó las piernas. El sombrero de paja cubría de sombra su rostro, y tenía el guión sobre el regazo. Ren se sumergió y volvió a salir tan lejos de ella como le fue posible, deseando cobardemente posponer lo inevitable. Por fin, salió del agua y cogió la toalla.

Ella le observó acercarse. Por lo general, las luchas de Isabel por no bajar la vista hasta su entrepierna divertían a Ren, pero en ese momento no tenía ganas de reír.

– Es un buen guión -dijo Isabel.

Al parecer, había decidido dorarle la píldora antes de lanzarse a matar. Él se comportó como una cosmopolita estrella cinematográfica, sentándose cerca de ella, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos al sol.

– Ya.

– No es difícil suponer por qué no querías que lo leyese.

Mostrarse irónico era la mejor manera de afrontar aquello.

– No quería que me sermoneases.

– No lo hubiese hecho. No es una película de las que acostumbro a ver, pero sé que soy una excepción. A los críticos les va a encantar, y también al público.

Él abrió un ojo. En lugar de abordar el tema directamente, Isabel se estaba acercando como una serpiente dispuesta a atacar.

– Sé por qué te inquieta -prosiguió ella-. Este papel te exigirá un esfuerzo máximo. Estás en un momento de tu carrera en el que necesitas algo así.

Ren no pudo resistir más y se puso en pie de un brinco.

– ¡Pero es un pederasta!

Isabel parpadeó un par de veces.

– Sé que no es lo que habíais acordado, pero sigue siendo un increíble reto como actor. -Tuvo arrestos de sonreír-. Tienes un talento sublime, Ren, y has estado esperando toda tu carrera algo así.

Él se levantó y se dirigió hacia la piscina. En ese momento casi la odiaba. Era tan despiadadamente razonable, tan inmisericordemente justa, que ahora tendría que explicarle los detalles.

– Pareces no haber reparado en que he pasado mucho tiempo con las niñas de Tracy investigando para mi papel.

– Sí, lo he supuesto.

Él se giró hacia ella.

– ¡Steffie y Brittany! Esas encantadoras niñitas. ¿No lo entiendes? Estaba intentando meterme en la piel de Kaspar Street y verlas a través de sus ojos.

El ala del sombrero ensombrecía su rostro y Ren creyó no haber captado bien su expresión. Entonces ella alzó la cabeza y comprobó que no se había equivocado: sus ojos reflejaban simpatía.

– Puedo imaginar lo difícil que habrá sido para ti -dijo Isabel. Ren no entendía nada. ¿No era suficiente con que le arrancase la piel? ¿Tenía que roerle los huesos también?

– ¡Maldita sea! -exclamó.

Odiaba su bondad, su compasión. Odiaba todo lo que la distanciaba de él. Tenía que largarse, pero sus pies no querían moverse, y lo siguiente que notó fue cómo ella le rodeaba con los brazos.

– Pobre Ren. -Apoyó la mejilla en su pecho-. Pese a todo tu sarcasmo, adoras a esas niñas. Prepararse para este papel debe resultarte muy desagradable.

Quería apartarla de su lado, pero ella era un bálsamo para sus heridas, y acabó estrechándola con más fuerza.

– Son tan condenadamente confiadas.

– Y tú eres completamente de fiar.

– Las he estado usando.

– Eres muy escrupuloso con tu trabajo. Por supuesto, necesitas entender a las niñas para hacer ese papel. No has sido una amenaza para ellas, ni por un segundo.

– Dios, lo sé, pero… -Ella no iba a irse. Y eso significaba que él tendría que empezar de nuevo. Pero no ahora.

Desafiaba toda lógica, pero quería hablar con ella del asunto. Retrocedió un paso, creando la distancia suficiente entre ellos como para no sentir que la corrompía.

– El guión ha… ha quedado mucho mejor que la idea original de Jenks. Hay momentos en que el público se sentirá atraído por Kaspar Street, a pesar de ser un monstruo.

– Eso es lo que lo convierte en brillante a la par que horrible -observó Isabel.

– Muestra lo seductor que puede resultar el mal. Todos los que vean la película tendrán que pensar en sí mismos. Jenks es brillante. Lo sé. Pero… -Parecía tener la boca seca.

– Lo entiendo.

– Me estoy convirtiendo en un debilucho.

– No hace falta que lo jures. Siempre lo has sido. Pero eres tan buen actor que nadie lo ha advertido.

Isabel esperaba hacerlo sonreír, pero él estaba demasiado conmovido como para sonreír. Eso explicaba por qué había estado tan quisquilloso últimamente. Deseaba con todas sus fuerzas interpretar ese papel, pero al mismo tiempo sentía repulsión.

– Es la película de Street -dijo-. Nathan, el héroe, es esencialmente un papel plano.

– Nunca has tenido problemas para mantener la distancia con los personajes que has interpretado en el pasado, y tampoco los tendrás en este caso. -Ella intentaba que sus palabras le reconfortasen, pero él parecía aún más preocupado.

– No te entiendo -dijo-. Deberías detestar algo así. ¿No eras tú la que proponía un mundo mágicamente perfecto?

– Ése es el modo en que quiero vivir mi vida. Pero cuando se trata de arte no es tan sencillo, ¿no crees? Los artistas tienen que interpretar el mundo que ven, y su visión no siempre ha de ser hermosa.

– ¿Crees que esta película es arte?

– Sí. Y tú también, o no te habrías metido tan de lleno en ella.

– Sólo espero… Demonios, espero que mi agente les haya obligado a poner mi nombre encima del título.

Aquella fanfarronada conmovió a Isabel. El hecho de que su conflicto interior fuese tan obvio podía significar que, finalmente, se había cansado de recorrer los más oscuros callejones. Tal vez estaba preparado para representar algún personaje heroico cuando acabase de rodar esta película. Era el momento de que dejase atrás la estrecha visión que tenía de sí mismo, como actor y como ser humano.

Ahora, sin embargo, su mirada no demostraba otra cosa que cinismo.

– Así que me estás dando la absolución por el pecado que voy a cometer -dijo Ren con cinismo.

– Hacer esta película no es ningún pecado. Y difícilmente podría decirse que esté yo en condiciones de dar la absolución a nadie.

– Eres lo mejor que tengo -admitió él.

– Oh, Ren. -Se acercó a él y le apartó un mechón de la frente-. ¿Cuándo empezarás a ver quién eres en realidad en lugar de quien crees ser?

– Siempre tan crédula.

Isabel se recordó que eran amantes, que ella no era su terapeuta, y que no era responsabilidad suya arreglar sus problemas, entre otras cosas porque ni siquiera había sabido arreglar los suyos propios. Empezó a retroceder, pero él la retuvo por el brazo y dijo:

– Vamos.

Ella apreció en su expresión algo muy parecido a la desesperación. La condujo hasta la casa de abajo, hasta el dormitorio. Ella sabía que algo no estaba bien, pero se dejó llevar igualmente y se quitó la ropa con la misma urgencia con que le ayudó a él a quitarse la suya.

Cuando cayeron sobre el lecho, se colocó encima de él. Deseaba librarse de la premonición que decía que todo estaba tocando a su fin tan rápidamente que ninguno de los dos podría detenerlo. Él le aferró las corvas para abrirle las piernas. El orgasmo de Isabel fue estremecedor pero no lo disfrutó; una sombra había cubierto el sol.


Ren se ciñó una toalla a la cintura y bajó a la cocina. Había esperado diversas reacciones por parte de Isabel tras la lectura del guión, pero la aceptación -por no hablar de los ánimos que le había dado- no entraba en esa lista. Sólo una vez le había gustado que ella actuase del modo en que esperaba que lo hiciese, pero el hecho de que el resto de ocasiones no fuese así era otra razón para que no se cansase de ella.

Había empezado a sentir algo parecido a… La palabra «pánico» surgió en su mente, pero la apartó. No sentía pánico, ni siquiera cuando la película estaba a punto de acabar y sabía que le esperaba una muerte violenta. Lo que sentía era… intranquilidad, eso.

Oyó correr el agua en el piso de arriba. Isabel llenaba la bañera. Esperaba que ella frotase con fuerza las marcas invisibles que había dejado en su piel, aquellas que no podían verse pero estaban allí.

Palpó su bolsillo en busca de cigarrillos, pero sólo para recordar que únicamente llevaba encima una toalla. Cuando se acercó al fregadero para beber un poco de agua, le llamó la atención una pila de cartas que yacían sobre la encimera. Junto a ellas, un sobre acolchado con la dirección del remitente, el editor de Isabel en Nueva York. Le echó un vistazo a la carta que estaba encima.


Querida doctora Favor:

Nunca antes le he escrito a una persona famosa, pero asistí a la conferencia que usted dio en Knoxville, y desde entonces cambió mi actitud respecto a la vida. Me quedé ciega a los siete años…


Acabó la lectura y cogió otra carta.


Querida Isabel:

Espero que no te importe que te tutee, pero es que siento que eres mi amiga. He estado escribiendo esta carta mentalmente desde hace mucho tiempo, cuando leí en los periódicos que tenías problemas. Pero he decidido que tenía que escribirte de verdad. Hace cuatro años, cuando mi marido nos dejó a mí y a mis dos hijos, caí en una depresión tan fuerte que no podía levantarme de la cama. Entonces, mi mejor amiga me trajo una cinta de una de tus conferencias que había encontrado en la biblioteca. Eso me ayudó a creer en mí misma y cambió mi vida. Ahora he retomado mis estudios…


Ren se frotó el vientre, pero la sensación de mareo que sentía no se debía a no haber comido nada.


Querida señorita Favor:

Tengo dieciséis años y hace dos meses intenté suicidarme porque creía que era homosexual. Pero entonces leí un libro suyo, y creo que probablemente esa lectura me salvó la vida.


Cuando Ren se sentó se dio cuenta de que había empezado a sudar.


Querida Isabel Favor:

¿Podría enviarme una foto suya autografiada? Para mí significaría mucho. Cuando me despidieron del trabajo…


Doctora Favor:

Mi esposa y yo le debemos a usted nuestro matrimonio. Estábamos pasando por problemas económicos y…


Querida señora Favor:

Nunca le he escrito antes a una persona famosa, pero de no ser por usted…


Todas las cartas habían sido escritas después de que Isabel cayera en desgracia, pero a los remitentes no parecía importarles. Lo único que les importaba era lo que ella había hecho por ellos.

– Patético, ¿verdad? -Isabel estaba en el umbral de la puerta, con el albornoz anudado en la cintura.

El nudo del estómago había ascendido hasta la garganta de Ren.

– ¿Por qué lo dices?

– Dos meses. Doce cartas. -Metió las manos en los bolsillos con aspecto triste-. En mis buenos tiempos llegaban en una saca de correos. Las cartas cayeron al suelo cuando él se levantó de la mesa.

– Salvar almas se basa en la cantidad, no en la calidad, ¿no es eso?

Ella le miró con extrañeza.

– Sólo quería decir que tenía mucho y que ahora ha desaparecido.

– ¡No ha desaparecido nada! Lee estas cartas. Sólo lee lo que dicen y deja de sentirte hundida.

Se estaba comportando como un bastardo, y cualquier otra mujer se lo habría echado en cara. Pero no Isabel. No la Mujer Sagrada. Ella ni siquiera hizo una mueca. Sólo parecía triste, y él lo sintió en el alma.

– Tal vez tengas razón -dijo, y se dio la vuelta despacio.

Él iba a pedirle disculpas cuando vio que ella cerraba los ojos. Maldita sea. Sabía cómo tratar a mujeres que lloraban, a mujeres que chillaban, pero ¿cómo se suponía que tenía que tratar a una mujer que rezaba? Era el momento de volver a pensar como un héroe, sin importar que fuese contra su naturaleza.

– Tengo que regresar. Te veré por la mañana en la vendemmia.

Ella no abrió los ojos, no contestó. ¿Quién podía culparla? ¿Para qué hablar con el demonio cuando Dios es tu compañero elegido?

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