Capítulo 8

– Estoy seguro de que ahora no se lo parece, pero Maura es una mujer extraordinaria; es muy inteligente y muy buena persona.

Bastaron unos minutos de conversación con Tom Hughes para que Harry viese claras algunas cosas. Hughes era un joven inteligente, y uno de los policías más perspicaces que había conocido. Además, pese a la obvia gravedad del problema de su hermana mayor, le profesaba un palpable respeto que era, probablemente, lo que hacía que estuviese tan seguro de que, si ella decía que había entrado un hombre en la habitación, es que era cierto.

– Un médico, con bata blanca, entró en la habitación al poco de marcharse usted -le explicó Hughes a Harry-. Por lo visto, en aquellos momentos Maura se había puesto a gritar (me comentó que las enfermeras sólo le hacían caso si gritaba). El médico le sonrió, le acarició la frente, se inclinó hacia ella y le susurró que se relajase. Luego, pasó al otro lado de la cortina, habló con su esposa un rato y se marchó. Tendría en torno a los cuarenta años; de poco más de metro setenta, moreno, con el pelo corto, los ojos muy negros. Llevaba un anillo con un brillante en el meñique de la mano izquierda y una pajarita azul y verde, de las que se sujetan con una goma elástica.

– Sujetan… ¿con una goma elástica? ¿Y cómo lo sabe?

– No lo dude. Ebria o sobria, incluso en pleno delírium tremens, mi hermana es extraordinaria. Es pintora, y tiene un ojo increíble para el detalle.

Harry recordó entonces con qué rapidez se fijó Maura en el pin que llevaba él en la solapa. «Es que me fijo en las cosas», le había dicho ella.

– Bueno… quizá haya entrado algún médico por el otro lado del pasillo, o no lo hayan visto las enfermeras.

– Que no lo hayan visto las enfermeras es posible -admitió Tom-, pero que haya entrado por el otro lado del pasillo, no. Después de las ocho, la puerta de acceso se cierra con llave y se conecta la alarma. La enfermera me lo ha advertido al llamar yo para preguntarle si podía visitar a mi hermana más tarde esta noche. Todo el que entra o sale del edificio, después de las ocho, tiene que coger el ascensor y pasar por el control de las enfermeras.

– Hombre… eso ya lo sé -replicó Harry-. Trabajo en este hospital desde hace casi veinte años. ¿Por qué no les ha comentado nada acerca del misterioso médico a Sidonis o a las enfermeras?

– Porque tal como estaba el ambiente en aquellos momentos, no he tenido muchas oportunidades de comentarle nada a nadie. Además, no están precisamente muy contentos con mi hermana en el edificio Alexander. Dudo que le diesen mucho crédito a cualquier cosa que ella dijese, sobre todo si contradice lo que ellos aseguran.

– Me parece que no anda usted muy equivocado.

Eran ya más de las once, y para no sobrecargar de trabajo al personal de la planta 9 del edificio Alexander, Harry y Tom Hughes condujeron a Maura, en su cama de ruedas, de nuevo a la habitación 928. Quince minutos después, Harry recibió la temida llamada del neurocirujano Richard Cohen. Aún no habían terminado de hacerle el escáner a Evie, pero las primeras imágenes eran tan negativas como temían. La hemorragia era muy importante, y la rápida inflamación y la consiguiente presión habían incrustado una parte del cerebro en el borde óseo de la base del cráneo, con lo que se había interrumpido, de manera total e irreversible, el riego sanguíneo de la corteza cerebral (la materia gris de la que dependía la facultad de pensar).

Sólo faltaba hacerle una serie de electroencefalogramas ytomar la decisión final.

Mientras Maura Hughes seguía sumida en su espasmódico y extraño sueño, Harry se sentó frente a su hermano en la habitación, sin más que la tenue luz de una lamparita. Aunque, por un lado, hubiese preferido estar solo para reflexionar sobre las palabras y la actitud de Sidonis, y sobre la decisión que tendría que adoptar con respecto a Evie, por otro, agradecía la compañía de Tom Hughes.

– Nadie ha conseguido explicarme de manera comprensible para mí qué es el delírium trémens ni por qué lo padece mi hermana -dijo Hughes-. Desde luego, estaba borracha cuando se cayó, pero conozco personas que beben mucho más que ella y nunca han tenido problemas.

– La mayoría de los alcohólicos que intentan dejar el alcohol padecen síndrome de abstinencia y problemas intestinales -le explicó Harry-. Lo peor es cuando sufren ataques, y el delírium trémens. Los ataques los padecen durante uno o dos días. El delírium trémens les sobreviene entre el segundo y el séptimo día después de haber tomado la última copa, y no existe ningún medio para saber si van a sufrirlo o no.

– Pero Maura parece bastante lúcida acerca de algunas cosas, incluso mientras ve bichos por todas partes.

– Todo lo que puedo decir es que no es infrecuente. La mezcla de fantasía y realidad es inexplicable. Atiendo a muchos pacientes alcohólicos, y una buena parte de ellos se han abstenido de beber durante años, aunque han pasado un calvario. Si quieren ustedes, puedo pedirle a alguno de ellos que venga a hablar con su hermana.

– ¿Alcohólicos Anónimos?

– Es una posibilidad.

– Ya lo he intentado, pero nunca ha querido recurrir a Alcohólicos Anónimos. Supongo que es demasiado orgullosa.

– Quizá debería filmarla o hacerle algunas fotos con una Polaroid para que pueda verse en su estado actual.

– Puede que sí -reconoció Tom Hughes, sonriente-. ¿Le importa que le pregunte qué ocurre entre usted y el otro médico, doctor Corbett?

– ¿Con Sidonis? -dijo Harry encogiéndose de hombros-. Me parece que ya ha oído usted lo esencial. Asegura que mi esposa se entendía con él y que se proponía dejarme. Cree que ella me lo contó anoche cuando salimos a cenar fuera. Incluso sabe el nombre del restaurante. Al recordar ahora lo que hablamos en la cena, me parece que, efectivamente, Evie quería decírmelo, aunque no llegó a hacerlo.

– De manera que usted lo cree, ¿no es así? De todas formas, verá, cabe otra posibilidad: quizá Sidonis estuviera obsesionado con su esposa y los siguiera al restaurante.

Harry miró al suelo y tragó saliva. De nuevo se le había hecho un nudo en la garganta.

– No -dijo Harry-. Creo la versión de Sidonis.

– Y también cree que, al enterarse usted, le administró a su esposa algo para… ¿para qué?

– Para hacer que le subiera tanto la presión sanguínea que le reventase el aneurisma.

– ¡Dios mío!… ¿Se puede hacer eso con un medicamento?

– Pues los hay, sí. Son reguladores de la circulación. Los utilizamos para tratar los estados de choque, que, esencialmente, consisten en una peligrosa bajada de la tensión.

– ¿Cómo se administran esos reguladores? ¿Se inyectan? ¿Son pastillas? ¿Líquido por vía bucal?

– No, no -contestó Harry con una contristada sonrisa-. No lo damos por vía bucal en estos casos, ya que los pacientes están demasiado alterados para tomar nada…

– ¿Qué ocurre?… ¿Doctor Corbett?

Harry se había levantado como impulsado por un resorte.

– Quizá me equivoque -farfulló Harry-, pero se me acaba de ocurrir una cosa. Le habían inyectado a Evie en el brazo dextrosa al cinco por ciento… agua azucarada. Es lo que llamamos una «infusión» dilatadora. Lo justo para evitar la formación de grumos en el interior del catéter que se le introduce en la vena.

– ¿Y qué?

– Me extrañó que se la hubiesen inyectado la noche antes de la operación, teniendo en cuenta que llevaba estable mucho tiempo. Incluso le pregunté quién lo había prescrito. Me contestó que creía que el anestesista. Lo normal en estos casos es inyectar la solución en el quirófano -le explicó Harry, ya con un pie en el pasillo-. Si llama alguien, estoy en la sección de enfermeras. Volveré dentro de unos minutos.

En la ficha de Evie decía: «Dextrosa al 5 %; 1000 cc; infusión dilatadora. 50 cc/h. O.T. Doctor Baraswatti».

O.T. significaba orden telefónica. Harry examinó detenidamente las fichas de Evie. Baraswatti había visto a Evie a última hora de la tarde para anotar su historial clínico, como se hacía con todo paciente que fuese a ser operado y sometido a anestesia total. «16.15», decía en la nota de la enfermera. Sin embargo, la orden para que inyectasen a Evie no se cursó por teléfono hasta las 18.30.

Harry marcó el número de la centralita del hospital. El anestesista Baraswatti aún no había terminado su turno.

– No sé de qué me habla, doctor Corbett -dijo el médico con un marcado acento hindú, sin disimular su enojo por ser despertado-. Yo siempre inyecto a mis pacientes en el quirófano. ¿Por qué iba a hacerlo hoy de otro modo?

– Pues… no lo sé -farfulló Harry.

El anestesista, que iba a preguntarle si deseaba hacerle alguna otra pregunta, se quedó con la palabra en la boca porque Harry colgó sin más, se sentó en el borde del mostrador y volvió a examinar detenidamente las fichas de Evie.

Su esposa había llegado a la planta 9 del edificio Alexander a las 13.30. A las 16.30 subió el anestesista, la reconoció y extendió la prescripción preoperatoria. A las 18.30, una persona que se hizo pasar por el referido anestesista llamó a la enfermera de la planta y ordenó que se le administrase a la Paciente la dextrosa. La enfermera se lo comunicó a la compañera de servicio que ponía las inyecciones. A las 18.50, según las notas de la enfermera, le había fijado un Angiocath a Evie en la mano izquierda. Unas horas después -por lo menos, según el testimonio de Maura Hughes- un médico entró en la habitación, y al poco rato el aneurisma de Evie había reventado, bien como consecuencia de su altísima tensión, o provocando que la tensión de la paciente subiese a más de 30.

Pues bien: Caspar Sidonis acusaba a Harry de haberle inyectado a su esposa algún fármaco para elevar la tensión que había causado la tragedia. ¿No trataría Sidonis de culpar falsamente a Harry? El médico descrito por Maura -real o imaginario- no se parecía en nada al arrogante cardiocirujano, que medía bastante más de 1,70 m, tenía el pelo negro, muy poblado, y llevaba bigote. Allí había algo raro… muy raro.

Harry volvió a la habitación 928 tan inquieto como perplejo.

Maura Hughes estaba despierta y soliviantada.

– Nada más irse usted, ha empezado a quejarse como si tuviese fuertes dolores o sufriese una pesadilla -le explicó Tom-. De pronto, no obstante, se ha despertado. No hace más que tratar de soltarse de las ligaduras y alucinar más que antes.

– Llame en seguida a la enfermera.

Al ver que Maura estaba empapada en sudor, le secó la frente con una toallita y se aseguró de que el gotero estuviese abierto y fluyese. Maura estaba muy tensa, pero no corría peligro.

– Puede que sólo se deba a que se le ha pasado el efecto del calmante. Ningún fármaco de los que utilizamos modifica, en realidad, lo que pasa por la cabeza del paciente que sufre una crisis de delírium trémens. Todo lo que hacen es mitigar su reacción. Luego la reconoceré.

– Gene, Gene, no seas malo -canturreó Maura sin dejar de forcejear con sus ligaduras.

Maura le sonrió a Harry y, de pronto, le habló con un acento sureño que habría enorgullecido a Scarlett O'Hara.

– Juro por Dios que si no me quitan esos bichos de encima, jamás, jamás volveré a pasar hambre… ¡porque me los voy a comer!

Harry sacó su estetoscopio y su oftalmoscopio de bolsillo y reconoció a Maura todo lo bien que le permitían las circunstancias. Maura no opuso resistencia pero tampoco lo ayudó. Seguía con sus retahílas y le daba manotazos a la ropa para espantar a los bichos.

Al cabo de unos instantes, se oyó la voz de la enfermera a través del intercomunicador. Estaba en la sala de reuniones dando su informe antes del cambio de turno. Salvo que surgiese algún problema grave, acudiría en cuanto ellos hubiesen terminado.

– No le aprecio nada preocupante -le dijo Harry a Tom-. Creo que ahora podemos ver cuál es su verdadero estado, sin que lo enmascaren los tranquilizantes…

– Oigan, busco a un tal Sidonis. Al doctor Cash Sidonis, o algo así.

Harry y Tom miraron hacia la puerta. Un hombre de tez cetrina, calvo y con un traje de poliéster los miraba de hito en hito. Llevaba un bloque de espiral en el que había leído el nombre de Sidonis. Sus hundidos ojillos parecían velados por una tenue sombra. Harry «olía» a un fumador empedernido a la legua.

– ¡Teniente Dickinson! -exclamó Tom.

El aludido lo miró con los ojos entornados y agitó el índice como si tratara de recordar quién era.

– El «yalero», ¿no?

– Sí -contestó Hughes con cara de pocos amigos-. Supongo que me cuadra. No obstante, me llamo Tom Hughes. Le presento al doctor Corbett. Harry, aquí el teniente Albert Dickinson. Es inspector de la veintiocho. Había una vacante Para inspector allí, me presenté pero estaba él…

– Se presentó usted y medio cuerpo -dijo Dickinson con aspereza-. Yo de usted no me hubiese hecho ilusiones. La competencia es feroz. Feroz. Los de relaciones públicas y los asesores de imagen creen que ser un «yalero» es una ventaja, pero los que nos hemos pateado las calles no estamos tan seguros. Muchos de nosotros preferimos a los que se han licenciado en el «tercer grado». ¿Me capta, verdad? -añadió el teniente con un amago de carcajada que degeneró en tos seca.

Tom permaneció impasible. Por lo menos en apariencia, no tomó a pecho las palabras del teniente, cuya rudeza se le antojó a Harry una especie de alarde de campechanía.

– A los que han pasado por la universidad los llaman «yaleros», como si todos hubiesen ido a Yale. Lo cierto es que en mi caso es verdad -explicó Tom de buen talante.

– ¿Ha dicho Corbett, verdad? -dijo Dickinson-. Del que se me ha quejado Sidonis. He hablado con él y ahora querría hacerlo con usted. Ese cabronazo debe de tener mucha mano para hacer que me envíen aquí en una noche como ésta. ¡Mucha mano debe de tener!

– ¡Apartaos de mí, malditos! -gritó Maura-. ¡Fuera! ¡Malditas hormigas! ¡Estoy harta!

– ¿Quién es? -preguntó Dickinson, que al reparar en el aspecto de Maura meneó la cabeza con expresión distante.

– Es… verá… Es mi hermana Maura -repuso Tom, que irguió ligeramente los hombros.

Harry reparó en que Tom tenía cerrado el puño que quedaba fuera del ángulo de visión de Dickinson.

Al teniente le bastó volver a mirar a Maura para sentenciar que era una alcohólica irrecuperable.

– A ver si saben por qué los irlandeses son los amos del whisky y los árabes los del petróleo -preguntó Dickinson-. ¿No lo saben? Pues porque a los irlandeses les dieron a elegir primero.

El teniente iba a arrancarse en una de sus broncas carcajadas cuando Maura le escupió. Desde más de dos metros de distancia no le acertó con el salivazo por escasos centímetros.

– ¡Zorra! -masculló Dickinson.

– ¡Memo! -replicó Maura.

– ¿Está en la habitación el inspector Dickinson? -pregunto la enfermera del turno de noche a través del intercomunicador-. Si está, permítame que le diga que tenía que haber pasado por el control de enfermeras antes de entrar en la habitación de un paciente. Además, está aquí el doctor Sidonis, que quiere verlo. Se halla en la sala de reuniones, contigua a nuestra sección.

– No se marche de aquí, Corbett -dijo el teniente mirando a Harry-. Ni usted tampoco, «yalero».

Dickinson volvió a guardar el bloc de espiral en el bolsillo de la chaqueta y salió de la habitación. Tom permaneció en silencio hasta que estuvo seguro de que el teniente no podía oírlos.

– La hemos hecho buena -dijo-. Dickinson es de los que ya pasan de todo. No movería un dedo más de lo obligado ni para ayudar a su madre.

– Pero… se presentó para inspector y lo eligieron, ¿no?

– Uy… Es que en el Departamento de Policía de Nueva York tienen un sentido de la lógica muy particular. Me comentaron que yo era el candidato con más posibilidades, pero, como acaba de oír, nunca se sabe. La verdad es que hubiese preferido no encontrarme con Dickinson.

– Lo siento.

– No ha sido culpa suya. Además, no tiene por qué preocuparse por él. Lo incordiará con unas cuantas preguntas de manual, sólo para tener algo que poner en su informe, pero en cuanto vea que no hay razones para sospechar, lo dejará tranquilo y se largará a pasar un par de horas en su pub de costumbre.

– Pero… es que sí que hay razones.

– ¿Para qué?

– Hay razones para sospechar.

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