Capítulo 35

Cuando Maura llegó al apartamento, las emisoras de radio y cadenas de TV de la ciudad daban avances informativos acerca del loco del revólver que había provocado el pánico en el Centro Médico de Manhattan.

Max J. Garabedian, un agente de Bolsa de cuarenta y ocho años, había salido de su habitación con un revólver y se había liado a tiros.

Aunque los detalles eran todavía vagos, no parecía haber heridos. Garabedian, que iba descalzo y con pijama azul, aún andaba suelto.

Furioso con Santana, casi al borde del pánico, Harry iba de un lado a otro del salón del apartamento como un león enjaulado.

– No tenía que haber confiado en él -dijo Harry casi más para sí mismo que para Maura-. Debí prescindir de él en cuanto pegó los carteles. Deseo de corazón que no le ocurra nada, pero si lo tuviese delante ahora mismo, lo estrangulaba. Ha debido de ser a Perchek a quien ha visto para enfurecerse de esta manera. Y tú… ¿por qué no se lo has impedido? Podríamos tener a la policía aquí de un momento a otro, Maura. Fraude a una compañía de seguros, intento de asesinato y vete a saber qué más. Dickinson va a tener un día glorioso. ¿Qué puñeta hago yo ahora?

El desastre del hospital no era el único que Harry tendría que afrontar. Debía tomar una decisión, prácticamente inmediata, que le iba a costar 25.000 dólares, casi todos sus ahorros. El desastre de Santana lo ponía entre la espada y la pared y, con toda seguridad, la policía se presentaría en su apartamento. Si se decidía a aceptar el trato que le había propuesto un anónimo comunicante por teléfono, tendría que prepararse y salir de allí antes de que llegase la policía.

– Escucha, cariño -le dijo Maura-, siéntate un momento, por favor. Siéntate y tranquilízate un poco.

Maura volvió a sintonizar el Canal 11. Las informaciones variaban mucho de un canal a otro. En realidad, la mayoría aún no habían enviado a sus unidades móviles, pero el Canal 11 y una emisora de radio habían comunicado ya que el médico de Garabedian era Harry Corbett, todavía principal sospechoso del asesinato de su mujer, Evelyn DellaRosa, que fue también paciente del Centro Médico de Manhattan.

Harry estaba preocupado por lo que se le vendría encima al verdadero Max Garabedian. Había tratado de localizarlo en su casa, pero no contestaba nadie. Quizá aún no hubiese salido del colegio en el que trabajaba de conserje. Lo malo era que Harry no tenía ni idea de en qué colegio trabajaba. Maura llamó a la Concejalía de Enseñanza, pero tampoco allí le contestaron.

– No son más que las cuatro y media y no hay nadie -dijo Maura-. No me extraña que haya tantos niños analfabetos en Nueva York.

– No sé qué hacer -repitió Harry por enésima vez-. Ese que ha llamado me espera en Nueva Jersey a las nueve, y sólo falta hora y cuarto para qué cierre el banco -añadió sin dejar de pasear, furioso-. Tenemos que actuar, y sin perder un momento. Cuanto más tarde, más riesgo se corre de que los del banco se enteren de que vuelvo a estar… en el candelero. No me extrañaría de que, si ya lo han oído, pongan pegas para dejarme retirar veinticinco mil dólares en efectivo. Decidamos lo que decidamos, hay que retirar ese dinero inmediatamente. Luego, no creo que debamos volver aquí.

La llamada en la que se le pedían a Corbett 25.000 dólares se produjo al mismo tiempo que Santana se liaba a tiros en el hospital. Cuando Harry llegó a casa desde la consulta, había dos mensajes en el contestador, aunque no parecían más prometedores que las docenas de mensajes recibidos en los últimos cuatro días.

Al sonar ahora el teléfono, Harry creyó que sería Maura, que llamaba al terminar su turno y… empezar el siguiente. Harry cogió el teléfono.

– Diga.

– ¿El doctor Harry Corbett?

Sonaba a voz de hombre de mediana edad, aunque algo aniñada, probablemente debido a que hablaba el inglés con un acento extranjero que Harry no acertó a identificar. Podía ser alemán, austríaco, suizo… cualquiera sabía.

– Yo mismo.

– Lo llamo acerca del hombre del cartel y de la recompensa de cincuenta mil dólares.

Harry frunció el entrecejo y se arrepintió de haberse puesto al teléfono, pero anotó la hora de la llamada en el bloc.

– Usted dirá. ¿En qué hospital trabaja?

– No trabajo en ningún hospital. Me he enterado de lo de los carteles y de la recompensa por mi jefe.

– ¿Y quién es su jefe?

– El hombre del cartel. Sus iniciales son A. P. No le diré el nombre por teléfono, aunque, probablemente, usted ya lo sabe.

Harry se crispó al oír las iniciales del Doctor. Aunque, así de pronto, pensó que el informador podía ser el propio Perchek, no le pareció su voz. Trató en vano de darse una buena razón para renunciar a descubrir quién era Antón Perchek. ¿Y si desaprovechaba la ocasión?

– ¿Quién es usted? -preguntó Harry.

– Dirijo la seguridad de su mansión y hago funciones de guardaespaldas cuando lo necesita. Lo llamo desde un teléfono público. Si sabe usted quién es A. P. sabrá también que no dudaría en matarme por haberlo llamado.

Harry anotaba lo que decía su anónimo comunicante. Procuraba no perderse nada.

– ¿Y bien?

– Me gustaría verme con usted esta noche y hacer un intercambio: mi información a cambio de su dinero.

– ¿Cuánto dinero?

– No pienso quedarme en Nueva York, ni en el país. El Doctor y yo hemos tenido algunas discrepancias. Por consiguiente, tengo razones para creer que quiere matarme. Me conformaré con la mitad de la recompensa ofrecida, veinticinco mil dólares en efectivo.

– No los tengo.

– Pues consígalos. No aceptaré menos. O veinticinco mil dólares o nada. A cambio le daré la dirección de la mansión del Doctor y una foto suya, reciente, hecha sin que él lo advirtiese. También le proporcionaré los datos sobre el sistema de seguridad de la mansión. Allí encontrará pruebas de su… papel en la muerte de su esposa, y otra prueba que también lo incrimina. El uso que usted haga de eso es cosa suya.

– Pero…

– Mire, doctor Corbett, no tengo tiempo para más. He de hacer mis propios preparativos. Tendríamos que vernos a las nueve de esta noche. Si conoce al Doctor, se hará cargo de que no me fíe de nadie. Debe hacer exactamente lo que le diga, o estaremos perdidos los dos. Ahora le explico lo que ha de hacer…


* * *

El banco de Harry no cerraba aquella tarde hasta las seis. En su cuenta de ahorro tenía 29.350 dólares y unos 5.000 en la cuenta corriente. Además, no tenía una especial relación amistosa con ningún empleado del banco.

Harry se dio a los demonios por no haber sabido hacer más dinero, por no haber aceptado el empleo que le ofreció la Hollins /McCue, por no ir al oftalmólogo y por haber confiado en Ray Santana. Furioso consigo mismo, Harry cogió la cartilla de ahorros y el talonario y salieron del edificio por la puerta trasera del sótano. Una vez en la calle y montados ya en el BMW, se detuvieron un momento en un puesto de periódicos y enfilaron hacia el banco.

Como Corbett no tenía ni idea de lo que pudieran abultar 25.000 dólares, en billetes de cien o más pequeños, que era como lo exigía su informador, cogió un maletín.

Llegaron al banco treinta minutos antes de la hora de cierre, y aún había cola ante las seis ventanillas. Era una agencia de tamaño medio. Harry nunca había visto juntos 25.000 dólares. ¿Y si el banco no disponía de tanto efectivo en aquellos momentos?

Maura aguardaba afuera, sentada frente al volante del BMW de Harry. El jefe del servicio de seguridad de Perchek exigía que Harry llevase el dinero a un descampado de Nueva Jersey, a orillas del Hudson, cerca de Fort Lee. Debería ir solo y llegar a las nueve en punto. Le había indicado con todo detalle dónde se encontraba la finca.

En realidad, el descampado era un vertedero que estaba al final de un sinuoso camino vecinal. Harry debería situarse con el coche en el centro del descampado, hacer cuatro ráfagas con las largas y aguardar junto a la puerta del lado del volante.

El informador le había exigido, también, que le dijese de qué marca y modelo era su coche, así como cuál era el número de la matrícula. Si cualquier otro vehículo se acercaba al descampado, tuviese o no que ver con Harry, la entrevista quedaría cancelada… para siempre.

«El dinero significa mucho para mí -le había dicho el informador-, pero no tanto como para jugarme la vida por él.»

«¿Y cómo sé yo que no es una trampa?», le había replicado Harry.

«¿Una trampa? ¿Con qué objeto? Si mi jefe quisiera matarlo, ya estaría usted muerto. Es así de sencillo. Si lo conoce un poco, ya sabe que no me equivoco. Para él, es usted mucho más valioso vivo. Además, le encanta hacer sufrir. La inmutabilidad y la paz de la muerte son sus enemigos.»

«Iré armado», había dicho Harry, sobrecogido.

«Sería un imbécil si no llevase un revólver. Yo, por supuesto, lo llevaré.»

«Querré ver lo que ha de darme a cambio antes de entregarle el dinero.»

«Dispondrá de cinco minutos…»

La joven cajera examinó con mayor detenimiento del habitual el impreso de retirada de fondos de Harry Corbett. Luego consultó su saldo y lo miró sonriente a través del cristal de la ventanilla.

– ¿Cómo lo quiere? -preguntó la cajera.

Aquello era Nueva York y no un villorrio, se dijo Harry. Retirar 25.000 dólares era algo insólito para él, aunque, probablemente, no tanto para otros.

– En billetes de cien, o más pequeños -repuso Harry, sin molestarse en fingir práctica en el manejo de grandes sumas.

– ¿Ha traído algo para llevarlo o quiere transportarlo en nuestras bolsas?

– Llevo un maletín.

Harry se lo mostró a la cajera, que, al ver el saldo de Corbett en pantalla, comprendió que no era un cliente habituado a semejantes operaciones.

– Tendré que pedirle autorización al señor Kinchley -dijo ella, que dio media vuelta y fue hacia una de las mesas de la oficina.

Harry la siguió con la mirada y vio que se detenía frente a un empleado pulcramente vestido, de menos de cuarenta años, con bronceado de albañil y prominente mandíbula.

«Vamos -pensó Harry-. Denme ya mi dinero.» Si por cualquier razón no podía retirar el dinero, Harry ya tenía pensado llamar a su hermano, que vivía en Short Hills, a unos cuarenta y cinco minutos de Fort Lee. Aunque si se veía obligado a ir por aquella ruta, todo se complicaría innecesariamente.

Harry se aventuró a ladear la cabeza y mirar a través del ventanal que daba a la calle. Maura estaba en el BMW, justo enfrente. Llevaba gafas oscuras y un sombrero blanco de ala muy flexible que se movía animadamente, quizá al compás de la música del radiocasete. Pese a la tensión del momento, verla así lo hizo sonreír.

Todo lo ocurrido los impulsaba a unirse cada vez más. En muy poco tiempo, Harry había llegado a una compenetración con ella que jamás tuvo con Evie. Una compenetración que, a su vez, daba a sus relaciones más íntimas una ternura que jamás existió en su matrimonio.

Ahora -aunque muy a su pesar- ponía a prueba no sólo la compenetración sino la amistad. Aunque la versión del misterioso informador era bastante creíble, y pese a que le hubiese dado las iniciales de Perchek, ni él ni Maura las tenían todas consigo respecto de lo que el comunicante le pedía a Harry que hiciera. Con todo, tal como el supuesto delator le había dicho, no veían qué razón pudiera tener Perchek para atraerlo a una trampa. Por dinero no podía ser. Para un hombre como Perchek, 25.000 dólares eran calderilla.

No parecía poder hacer más que ceñirse a las instrucciones al pie de la letra y rezar. No obstante, al reparar Maura en el teléfono que Evie hizo instalar en el BMW, se le ocurrió una idea que les permitió trazar un plan. Tres eran los elementos esenciales para llevarlo a cabo, y Maura contaba con los tres: otro coche, un teléfono móvil y el valor de exponerse a un grave peligro.

De camino, se habían detenido en el puesto de periódicos para comprar un detallado plano de Fort Lee, que incluía las calles de las afueras. El descampado al que debían dirigirse limitaba con cuatro calles, estaba muy cerca del río y tenía unos doscientos metros de lado.

Pertrechada con el teléfono móvil, Maura cogería su coche e iría hasta las inmediaciones del descampado. Luego, se situaría en un punto desde el que pudiese vigilarlo.

A las ocho y veinte, cuando Harry ya hubiese salido del garaje, Maura lo llamaría. Y lo volvería a llamar cuando él ya hubiese cruzado el río y estuviese en Nueva Jersey. Si nada hacía sospechar que se tratase de una trampa, Harry continuaría hasta el descampado con más confianza. Si surgía algún problema, Maura pediría ayuda por teléfono. Tenía un revólver (el que Harry le arrebató a uno de los que los atacaron en el Central Park). Pese a que insistió en que el revólver lo llevase Harry, al final Maura comprendió que era más lógico llevarlo ella.

– Perdone que lo hagamos esperar tanto, señor.

Harry se giró hacia la ventanilla, pero en seguida reparó en que la joven cajera estaba de pie a su lado.

– No importa. No se preocupe -la disculpó Harry, que contuvo el aliento y cerró los puños para que no le temblasen las manos.

Era ya casi la hora punta. Aunque sólo lo hicieran esperar unos minutos más, Maura iba a tener el tiempo justísimo para cruzar el puente George Washington, buscar un buen sitio para dejar el coche y luego un sendero de vuelta al descampado. Si al final tenían que recurrir a Phil, tanto si llevaban el dinero como si no, le sería prácticamente imposible a Maura llegar a tiempo.

– Tenga la bondad de acompañarme, señor Corbett. El interventor le hará entrega del dinero.

– Muy bien -dijo Harry que, pese a que le latía el corazón aceleradamente, sonrió aliviado.


* * *

Kevin Loomis estaba sentado en su despachito del sótano. Encima de la mesa tenía fotografías de su familia y de Nancy, junto a una lista de lo que quería dejar solucionado. Ya estaba todo dispuesto. Las pólizas de seguros eran impecables, siempre y cuando nadie recelase de que se había quitado la vida. El suicidio le costaría (le costaría a Nancy) dos millones de los tres y medio que suscribió y, por supuesto, los quinientos mil previstos para el caso de muerte accidental. Pero lo había planeado todo con el mayor detalle: cada movimiento, cada instante. Nadie sospecharía que se tratase de un suicidio.

Había hecho una meticulosa selección de los invitados a la cena que daban la noche siguiente (una barbacoa en el jardín). Entre los invitados -catorce en total- figuraban algunas de las personas más respetadas, acomodadas, influyentes y con mayor sentido cívico de Queens. El pastor y su esposa, el jefe de Nancy y su esposa; el abogado que presidía el Club Infantil de Baseball y el presidente del Rotary Club.

A Nancy le extrañó que su esposo sólo invitase a dos de los amigos con quienes más salía de copas, pero le pareció coherente la explicación de que quería darles las gracias por su amistad a varias personas antes de instalarse en Port Chester.

En realidad, había invitado a quienes tenían más credibilidad y elocuencia; a los más eficaces para dar testimonio de lo hospitalario y alegre que estaba hasta el momento del accidente, aparte de que «llevaba unas cuantas copas». Dos de ellos lo acompañarían al sótano. Eran personas en cuyos domicilios hizo, en otros tiempos, pequeñas reparaciones (el encargado de un supermercado y el pastor). Ambos estarían en las escaleras y enfocarían con sendas linternas el agua que se salía por la boca de un tubo desprendido de la lavadora. Darían testimonio de que Loomis sabía lo bastante de bricolage como para reparar la avería y de que en el sótano había cinco centímetros de agua. El momento en que la mano de Kevin tocase un cable suelto de la secadora no lo olvidarían en la vida. Pero ¡qué puñeta! Eran amigos que harían cualquier cosa por Nancy. Y quien de verdad pagaría un alto precio era él, que perdería la vida.

También había tenido en cuenta a los niños. Nicky y Julie irían aquella noche a casa de unos amigos y se quedarían a dormir. Los padres de Nancy cuidarían de Brian. Se le hacía muy cuesta arriba pensar que, al día siguiente por la tarde, cuando se despidiera de ellos, sería la última vez que los viese. Sufrirían, pero no tanto como si quedaban en la miseria y con un padre en la cárcel.

«Quizá haya de verdad otra vida -pensaba ahora Kevin-. Quizá podré verlos todos los días.»

Kevin Loomis miró las fotos, una a una, por última vez. Luego las sujetó con una goma elástica y las metió en un cajón. Después, rompió la lista y la tiró a una rebosante bolsa de la basura que tiraría más tarde en el contenedor. Por último, fue a echarle un último vistazo a su manipulación en la lavadora y en la secadora. El cordel, que iba desde el desprendido tubo de la lavadora hasta la ventana del sótano, asomaba lo imprescindible. Con sólo un pequeño tirón, el tubo se acabaría de soltar. Arrancar el cordel y desprenderse de él sería su penúltimo acto en este mundo. El último sería tocar ingenuamente la parte de atrás de la secadora.

Kevin era consciente de que Harry Corbett sospechaba lo que se proponía hacer. No fue precisamente muy sutil lo que Harry le contó de Vietnam la noche que se vieron en el coche. La verdad era que, en las pasadas horas, le había dado muchas vueltas a la opinión de Corbett de que su situación no era tan desesperada. Para Corbett era muy fácil decirlo, pensaba Kevin. No tenía tres hijos en quienes pensar.

Kevin había hablado con él varias veces desde entonces y había procurado mostrarse animoso y optimista. No creía que Corbett fuese a hacer nada por ayudarlo. Además, ¿qué podía hacer? Dentro de poco más de veinticuatro horas todo habría terminado.

Loomis inspeccionó la lavadora y la secadora. La policía se presentaría y redactaría un informe. Pero nadie podría probar que no se había tratado de un accidente. Nadie.

Suspiró con el alivio propio de quien cree hacer lo debido y hacerlo bien. Por la noche, cenaría opíparamente con su familia. Luego, haría el amor con Nancy como no lo había hecho jamás.

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