Harry había tenido que vérselas con suficientes alcohólicos como para no fiarse de sus promesas, sobre todo relativas a no beber más.
De manera que, cuando cogió el taxi, se temió lo peor. Aunque no eximía a Maura de responsabilidad por reincidir en la bebida, creía que, tras su intervención quirúrgica en el CMM, le dieron el alta prematuramente. Podía ser acertado dársela por su operación, o por haber superado su crisis de delírium tremens, pero debía seguir ingresada para someterla a una cura de desintoxicación. Habría contado con ayuda de los Servicios Sociales, del psicólogo y acaso de algunos miembros de Alcohólicos Anónimos. Tampoco hubiese estado de más una estancia en el pabellón de alcohólicos. Así se hacía en otros tiempos.
Sin embargo, en la actualidad, por más que su médico supiese que aquél era el tratamiento correcto para su completa recuperación, su mutua de seguros no opinaría lo mismo.
En las bases de datos de mutuas y compañías de seguros, se procesaban parámetros relativos a toda enfermedad, herida o estado, desde la lepra hasta la melanuria. Y había códigos que fijaban límites a los períodos de hospitalización, tratamientos y pagos autorizados. No obstante, ningún código podía contabilizar la complejidad de una persona ni la de su reacción a una determinada enfermedad. Los códigos Maura Hughes y Harry Corbett no existían. Así era el maravilloso mundo de la moderna medicina.
Harry despidió el taxi y, aunque pensó en comprar otra caja de bombones (porque Maura podía necesitar algo dulce), desechó la idea y cruzó la calle hacia el inmueble de su consulta. Estaba tan descorazonado como dolido. El escaso ánimo que le quedaba sólo lo alimentaban la rabia y la frustración. Andy Barlow no quería morir. La última vez que habló con él, le comentó que quería diseñar edificios y asistir a conciertos con sus amigos. Si Maura Hughes se complacía en la autodestrucción, en beber hasta que el hígado, el estómago o el cerebro resistiesen, ni él ni nadie podían impedirlo. De manera que… nada de bombones.
Maura lo aguardaba en el recibidor con un «fin de semana».
– He decidido volver a mi apartamento -le dijo.
– ¿Por qué? -exclamó él sin poder ocultar lo furioso que estaba-. ¿Por qué ha bebido? ¿O porque quiere beber más?
– Probablemente por ambas cosas, pero es mejor que no lo discutamos, Harry. No creo que pueda hacerme ya ningún bien a mí misma, ni a usted. Y por tomarme unas cuantas copas más, no cambia nada.
– Ya lo creo que cambia -replicó Harry.
Sintió deseos de gritarle, de recordarle en los términos más duros que, a diferencia de Andy Barlow, ella podía controlar la situación. Sin embargo, se dominó y la sujetó con suavidad por los hombros. Su mirada seguía limpia y clara. Estaba por asegurar que no había bebido más desde que hablaron por teléfono. Quizá estaba a tiempo de frenar la recaída.
– Ande, pasemos adentro -le dijo Harry-. Sólo un momento.
– Por favor, Harry, esto no es un juego. No juego a compadecerme, ni trato de que me ruegue que no beba.
– No me ha pasado por la cabeza nada semejante. Sé que estamos los dos furiosos: usted porque no puede recordar el aspecto que tenía aquel cabrón y yo… por lo mismo. Pero si no puede, no puede. No es tan importante. Lo verdaderamente importante es que usted es la única persona que sabe, a ciencia cierta, la verdad sobre mí en relación a la muerte de Evie. Necesito que me ayude para salir con bien de todo esto. Y creo que yo, a mi vez, puedo ayudarla a usted. Así que, por favor, pasemos adentro.
Maura alzó la vista y lo miró a los ojos durante unos segundos en silencio.
– ¿No le ha dicho nunca nadie que se parece a Gene Hackman? -dijo ella al fin.
Harry la miró algo desconcertado, pero en seguida reparó en la maliciosa expresión de sus ojos.
– Bueno, pues… ya que lo menciona…
Se sentaron en el sofá del estudio, se sirvieron café y trataron de analizar la situación.
A pocas conclusiones habían llegado cuando, una hora después, sonó el «busca» de Harry para indicarle que llamase a la centralita del hospital.
Aunque Maura había reconocido que no afrontaba su alcoholismo de una manera muy eficaz, no estaba de acuerdo en que necesitase pasar dos o más semanas en un centro de rehabilitación, sobre todo si era Harry quien pagaba la factura, como le había ofrecido él.
– Propóngame cualquier cosa menos eso -dijo ella-. Cualquier cosa, menos estar encerrada.
Harry le sugirió que hablase con Murphy Oates, el pianista del grupo que, con carácter permanente, actuaba en el club C.C.'s Cellar. Oates era un ex adicto a la heroína y al alcohol, pero llevaba ya diez años sin probarlos, aunque nunca hablase de ello.
– Estaré encantada de hablar con su amigo -concedió Maura-. Y haré lo que me aconseje, excepto dejar que me embarquen en una nave de locos.
– Probablemente lo encontraremos en el club -dijo Harry.
– ¿Ahora?
– No abren al público hasta dentro de dos horas, pero están los músicos. Es cuando más me gusta estar allí. Poca luz, silencio… Tiene algo de caverna platónica. ¿Sabe que una vez estuvo Andy Barlow para oírme tocar?
De nuevo se retrotrajo Harry a la oscura habitación de la planta 5 del edificio Alexander. No podía quitarse de la cabeza aquel demacrado rostro, cuyos ojos sin vida miraban con fijeza al techo.
Desde que oyó farfullar a Maura por teléfono estaba muy abatido.
– … ese lunático lo ha reconocido, Maura -dijo Harry, tan inquieto que no podía dejar de pasear de un lado a otro del estudio-. Ha llamado y ha dicho haber matado a Andy, con la misma tranquilidad que si reconociera el pecadillo de quedarse con el periódico que dejan frente a mi puerta. Y me he sentido impotente, sin poder hacer nada. ¿Qué iba a hacer? Para él, soy como un juguete, me hace bailar a su antojo. ¿Cómo voy a poder acabar con esto? ¿Quién será su próxima víctima?
– Vamos, Harry -dijo Maura cogiéndolo de la mano-. Salgamos de aquí en seguida. Ir un rato al club le sentará bien.
– No estoy yo tan seguro -replicó él-. Espere a ver por qué ha sonado el «busca» para que llame al hospital. Luego decidiremos lo que hacemos.
Harry marcó el número de la centralita del hospital. Como Harry no estaba de servicio, debía de tratarse de algo que no pudieran solucionar sin él. La telefonista, que por 1o general era parlanchina y alegre, estuvo muy seria y distante. Por lo visto, había engrosado las filas de los convencidos de que Harry había asesinado a su esposa. Era como si los rumores acerca de él se extendiesen como una nube tóxica.
– Tiene usted una llamada del señor Walter Concepción doctor Corbett -le comunicó la telefonista, sin esforzarse 1o más mínimo por pronunciar correctamente el extraño apellido-. Dice que es paciente suyo, pero que no se trata de una consulta médica, y que sólo usted puede ayudarlo.
Harry garabateó el número que le dio la telefonista, comprobó que fuese el mismo que le dio Mary en la consulta y marcó.
– Diga -contestó una voz de mujer.
– Buenas tardes -dijo Harry-. ¿Está Walter Concepción por favor?
– Un momento.
La oyó dejar el auricular y la imaginó, cubierta con una bata estampada, bajar por un tramo de desgastados escalones de madera de roble.
– ¡Eh, Walter! -la oyó gritar-. ¡Walter Concepción! ¡Teléfono!
A quien imaginó ahora Harry fue a su paciente -tenso y demacrado-, que se calzaba unas zapatillas de felpa, abría una de las muchas puertas de la segunda planta de la destartalada pensión y bajaba por la escalera.
– Diga.
– Soy el doctor Corbett, señor Concepción.
– Ah, gracias por llamar tan rápidamente, doctor. La enfermera de su consulta me contó lo ocurrido después de aquella llamada. Siento que se encuentre en esta situación. He llamado por… por si podía hablar sobre la cuestión con usted.
– Pues lo iba a llamar yo -dijo Harry, que le indicó a Maura con un ademán que no iba a tardar.
Corbett quería aprovechar la ocasión de conocer algo mejor a Walter Concepción antes de darle su número de teléfono al inspector Dickinson. También quería prevenirlo acerca del desconsiderado interrogatorio a que, muy probablemente, lo sometería el inspector. Pero pensó también en otra cosa. Concepción se sentía muy orgulloso de haber dejado las drogas y el alcohol. Así, de pronto, no parecía muy recomendable para predicar la abstinencia. Pero era inteligente, por lo menos para lo que tenía que afrontar en su mundo, y daba la impresión de tomarse muy en serio su rehabilitación. Si Murphy Oates no estaba en el club, Concepción podía servirle también de ayuda a Maura.
– ¿Qué tal lo tiene para que nos veamos dentro de una hora? -preguntó Harry, casi seguro de que el ex detective privado no tendría mucho que hacer.
– Bien. Dígame dónde y allí estaré.
Tras titubear unos instantes, Harry le dio la dirección del club.
El club C.C.'s Cellar era un pequeño local en el que no cabían más de ciento veinte personas sentadas. Estaba en la calle 56, casi esquina a la Novena Avenida. Las chamuscadas paredes de ladrillo estaban cubiertas de fotografías, firmadas y enmarcadas con baquetón negro, de grandes estrellas del jazz. Muchas de ellas pasaron toda su vida en el anonimato, atrapadas en un círculo vicioso de pobreza, drogodependencias y dolor.
Cari Cataldo, muerto hacía años y cuyas iniciales formaban parte del nombre del club, legó el negocio a su sobrina Jackie. Pero, que Harry supiera, salvo una ligera ampliación de la colección de fotos y un sistema electroacústico muy moderno, apenas se había cambiado nada en el local desde que Cari lo inauguró hacía varias décadas.
Había cuatro personas y muy poca luz en el C.C.'s Cellar cuando Harry y Maura llegaron.
Tan dicharachera como de costumbre y con un delantal blanco bastante sucio, Jackie preparaba el servicio para la velada detrás de la barra. El portero, un hombre ya viejo y arrugado, que llevaba en el club desde el día de la inauguración, barría el salón en el que tenían lugar las fiestas privadas. Dos músicos (guitarristas ambos) improvisaban alternativamente variaciones sobre un mismo tema.
– Eh, doctor, ¿qué tal si te nos unes con el contrabajo? -dijo uno de ellos al ver a Harry.
– Luego, Billy, si puedo.
– Cuando quieras.
– ¿Sabes dónde está Murphy?
Billy meneó la cabeza y luego se arrancó con unas formidables variaciones sobre el tema I remember you. Salvo para darle el pésame por la muerte de su esposa, nadie en el club había cambiado lo más mínimo de actitud hacia él, pese a lo mucho que se aireaba su caso en los medios informativos. Confiaban en Harry como intérprete y como persona. Era así de sencillo.
En una ciudad de más de ocho millones de habitantes, aquél era el único lugar en el que Harry Corbett se sentía seguro y aceptado por todos.
– Suba a tocar, si quiere -le dijo Maura, que se había pedido una tónica sin… pestañear-. No me importa.
– Gracias, pero no tengo ganas. Me apetecía al salir del apartamento, pero ahora sólo quiero sentarme con usted y… Es que no me lo puedo quitar de la cabeza: entra, a la vista de todo el mundo, en el edificio Alexander, va a la habitación de Andy y vuelve a salir. ¿Cómo es posible que nadie lo viese? ¡Nadie!
– ¿Y cómo entró en nuestra habitación la noche que mató a Evie? -replicó Maura-. Tiene que ser alguien que sabe moverse en los hospitales. No hay vuelta de hoja. Si tuviese usted sus mismas malas intenciones, también podría hacerlo. El personal de los hospitales trabaja tan estresado, y sometido a tanta tensión, que apuesto a que la mayoría sólo piensa en no cometer errores. Seguro que habrá ratos en que podría pasar usted con un elefante sin que nadie lo advirtiese. Quien sea sabe esto muy bien.
– Supongo.
– Cuánto me gustaría poder decirle algo que le sirviese de ayuda, Harry. Se lo aseguro.
– Cualquier cosa que me diga me ayuda; como, por ejemplo, que no volverá a beber -le soltó Harry con cierta aspereza.
Maura casi lo fulminó con la mirada. Era la primera vez que Harry le hablaba en aquel tono.
– Haré lo que pueda -dijo Maura-. ¿Contento?
– No está mal, para empezar.
– Bueno -continuó ella en tono desenfadado y con la mirada fija en su vaso-. Hábleme de esa persona que va a venir. Me ha dicho que es un detective privado, ¿no?
– Lo era. Tuvo problemas a causa de la bebida y de las drogas. No sé exactamente por qué le quitaron la licencia, pero ahora trata de que se la vuelvan a conceder.
– Me parece que lo tenemos ahí -aventuró Maura.
Jackie le sirvió una tónica a Walter Concepción en la barra y le indicó dónde estaban sentados Harry y su acompañante.
Concepción llevaba una chaqueta de sport a cuadros, de verano. Daba la impresión de ser una persona más ocupada que cuando estuvo en la consulta de Harry.
Corbett lo observó al verlo acercarse a su mesa y se preguntó qué impresión le causaría a Albert Dickinson. Su porte era bastante airoso, propio de alguien que hubiese practicado algún deporte. Sin embargo, su digna indumentaria no lograba ocultar lo desmejorado y enfermo que estaba. Dickinson no iba a creer que hacía años que dejó las drogas.
Concepción se les acercó, saludó a Harry y a Maura con la cabeza y Harry los presentó.
– Tres tónicas en el Día de la Cerveza… Por lo visto no soy el único.
– Que conste que yo no le he comentado nada -le dijo Harry a Maura, muy impresionado por la perspicacia de Walter Concepción-. Oyó usted toda la conversación.
– Harry nos quiere redimir -exclamó Maura-. Yo soy la borracha.
– Pues… a la salud de nosotros, los borrachos -dijo Walter.
– Empieza a caerme bien -le hizo saber Maura al unirse al brindis.
Al cabo de cinco minutos de conversación, Harry comprendió que se había equivocado bastante con respecto a Concepción. Pese a su desmejorado aspecto y al persistente tic de la comisura de la boca, Concepción tenía magnetismo e inteligencia. Había nacido y se había criado en Nueva York, pero había viajado mucho, sobre todo durante el tiempo que estuvo en el ejército.
Concepción les habló con naturalidad, e incluso con sentido del humor, de sus tiempos de bebedor y de su grave adicción al crack. La firmeza de su mirada, sin embargo, revelaba que estaba resuelto a perseverar en la abstinencia.
En su mejor época como detective privado, Walter Concepción llegó a cobrar mil dólares diarios por su trabajo, y estaba cada vez más solicitado. Su descalabro profesional se produjo al cambiarle su revólver por crack a un policía que se hizo pasar por drogadicto. En aquel entonces, no le importó (porque todo lo que importaba era conseguir la próxima dosis). No obstante, la rehabilitación había cambiado su óptica de manera radical.
– Yo colaboro, básicamente, con DA -le dijo Concepción a Maura cuando creyó llegado el momento oportuno-. Ya sabe, Drogadictos Anónimos. Pero estaré encantado en ir con usted a una reunión de AA si usted quiere. Para mí, DA y AA vienen a ser lo mismo.
– Pues supongo que cuanto antes vayamos, mejor -dijo Maura.
Jackie les sirvió unos pretzels para picar y otras tres tónicas. A los dos guitarristas se les habían unido Hal Jewell, un batería profesional que a Harry le recordaba a Buddy Rich, y un saxofonista llamado Brisby, abogado de uno de los bufetes más prestigiosos de la minoría de raza negra de la ciudad. Tocaban una elegante balada en re que Harry no conocía.
Los tres cuartos de hora que llevaba en el local habían pasado casi sin sentir. Y entre la música y la grata sorpresa de ver a un Walter Concepción mucho más entero, se sentía algo aliviado del lacerante dolor que lo mortificaba.
La balada que interpretaba el cuarteto era cautivadora, sobre todo porque, con el local casi vacío, la acústica era mucho mejor. Los tres escucharon la balada en silencio hasta que se hubo extinguido la última y melancólica nota del saxo de Brisby. Luego, Concepción se aclaró la garganta y miró a Harry.
– Doctor Corbett… tengo… Verá, he de decirle una cosa: es cierto que sufro jaquecas, tal como le dije en el consultorio; fuertes jaquecas que nunca han acertado a curarme. Pero esa fue sólo una de las razones por las que fui a verlo.
– ¿Ah, sí?
– Espero que no se enfade conmigo, y si lo hace, lo comprenderé.
– Diga lo que sea.
– Iba a decírselo en el consultorio, pero recibió usted aquella llamada y se marchó tan de prisa que no tuve ocasión. Leí lo de su caso en los periódicos, doctor. A decir verdad, he leído todo lo que ha caído en mis manos acerca de lo que les ocurrió a su esposa y a usted en el hospital. Me fascinó. Incluso hablé con la hermana de un amigo que trabajaba de enfermera allí. Y, bueno… ella me contó lo de la discusión entre usted y el cirujano… ¿cómo se llama?
Harry estuvo tentado de poner punto final a la conversación, pero en la hora que llevaban juntos, lo peor que podía pensar de Concepción era que le faltaba algún tornillo, aunque, a juzgar por el tono de su voz, no parecía una persona obsesionada, ni representaba para él ninguna amenaza.
– Sidonis -contestó Harry-. Caspar Sidonis.
– Ah, sí-dijo Concepción mirándose las manos-. También sé algo de usted, Maura; es decir, si es usted la Maura que compartía habitación con la señora Corbett. De todas maneras, no es que sepa gran cosa, la verdad, pero lo bastante como para deducir que, en el hospital, son una minoría quienes creen en su versión.
– Bueno, Walter, vaya al grano -le pidió Harry.
– El grano es que… necesito trabajo. Ya sé que no doy la imagen, pero soy bueno en mi profesión. Muy bueno. Usted asegura no haber matado a su esposa. Maura dice que una persona estuvo en la habitación después de que usted se marchase. Y lo que quiero es averiguar quién pudo ser esa persona. Si mi ayuda es eficaz, me paga, si no, sólo deberá correr con los gastos.
Harry lo miró escrutadoramente. No le había pasado por la cabeza contratar a nadie para que lo ayudase, pero la proposición tenía su atractivo. Quizá Walter Concepción no fuese la persona más adecuada, pero aquel hombre le inspiraba simpatía. Lo imaginaba rebuscando en el armario de la habitación de su pensión para vestirse lo mejor posible cuando salía a buscar trabajo.
– No sé… -dijo Harry con expresión dubitativa.
– Dígame una cosa, Walter -terció Maura-. A juzgar por lo que ha leído, ¿qué opina usted de todo esto?
Walter se frotó el mentón con expresión reflexiva.
– Pues que no parece cosa de un marido celoso ni de un aficionado -contestó Walter-. De eso estoy seguro. Se trata de un psicópata, de un «sociópata» y asesino profesional, de un hombre sin conciencia. De modo que lo más importante que se me ocurre decir es que el doctor Corbett no encaja en tal perfil de personalidad y, por lo tanto, no creo que lo hiciese él.
– En eso acierta -dijo Harry.
– Y tampoco creo que contratase usted a nadie para que lo hiciese.
– También acierta. Pero la verdad, Walter, es que no sé si decidirme.
A Harry le atraía colaborar con un hombre tan baqueteado y familiarizado con los bajos fondos como Walter, que, además, parecía muy resuelto a comprometerse para demostrar que él no era un asesino. Por otro lado, no obstante, se resistía a hacer tratos con un hombre de quien sabía tan poco.
– Trato hecho -dijo Maura por él.
– ¿Qué?
– Mire, Harry, ¿no ve que es lo que usted quiere? Estamos empantanados, no tenemos ni la menor idea de qué hacer, y Walter puede ayudarnos. Lo intuyo.
– La verdad es que estoy convencido de poder ayudarlos, doctor Corbett -afirmó Walter.
Harry reflexionó unos instantes (más bien lo simuló, porque lo tenía decidido).
– Bueno, si va a trabajar para mí, llámeme Harry.
– No se arrepentirá -dijo Concepción-. Se lo prometo.
Walter se acercó al doctor Corbett y le estrechó la mano. Tenía los dedos muy huesudos, casi esqueléticos, pero su apretón de manos resultó sorprendentemente firme.
Durante la media hora siguiente, Harry expuso la situación con todo detalle. Walter lo escuchó con suma atención y sólo de vez en cuando lo interrumpió para pedirle algunas aclaraciones: «¿Ha sacado alguna conclusión el experto en huellas dactilares? ¿Sospechaba usted que su esposa le había sido infiel en alguna ocasión? ¿Sabe usted algo de las dos personas cuyos nombres encontró en su agenda? ¿Tiene idea de para quién trabajaba su esposa?».
Cuando Harry le hubo contestado a todas estas preguntas, llevaban dos horas en el club, y ya empezaban a llegar los primeros clientes.
– Bueno, ¿qué opina usted? -preguntó Corbett.
Walter hizo girar el fino anillo de oro que llevaba en el dedo corazón de la mano derecha.
– Creo que tenemos que esforzarnos al máximo por averiguar para quién trabajaba Désirée. Por ahí voy a empezar.
– Buena suerte -dijo Harry satisfecho al ver que Walter procedía con lógica-. ¿Y entretanto?
– Tendríamos que hacer que Maura recordase la cara que vio en el hospital.
– ¡Como no me hipnotice!
– Pues no hay que descartarlo.
– Debo de ser tonto, Maura -reconoció Harry frotándose los ojos-. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.
– Tenía demasiadas cosas en la cabeza -dijo Maura-. Mire, Harry, haré lo que sea. Puede que valga la pena gastarse unos pocos dólares más y, a lo mejor, el hipnotizador logra convencerme de que el whisky sabe a demonios. ¿Conoce a alguno bueno?
– Pues sí -repuso Harry-. Conozco a uno muy bueno, que se llama Pavel Nemec. A lo mejor ha oído hablar de él, pero se le conoce más por el Húngaro.
– Ya. Lo consideran el último recurso de los fumadores -dijo Maura-. Parece que tiene una lista de espera tan larga que hay que aguardar seis meses para que te visite.
– Yo traté a su hijo en una ocasión. En mi apartamento tengo su número de teléfono privado. Si es humanamente posible, nos dará hora para mañana mismo.
– Usted debió de hacer milagros con su hijo -exclamó Walter, asombrado.
– La verdad es que no -musitó Harry-, pero Pavel cree que sí. En fin, Walter, ya podemos ponernos manos a la obra.
– Aún no -replicó Walter un tanto cohibido-. Voy a necesitar un poco de dinero para mis gastos y para pagar por la información que pueda necesitar. Harry, no se preocupe porque lo anotaré todo escrupulosamente.
– ¿Cuánto puede necesitar?
– Pongamos que, para gastos, unos quinientos dólares.
– ¿Y para información?
– No lo sé. Quizá mil.
– ¡Mil quinientos dólares! -exclamó Harry-. ¿No ha dicho que si no había resultados positivos no cobraría?
– Ya le he dicho, Harry, que soy un profesional. Sé que si se quiere información hay que pagarla. ¿Cuánto cree que debió de cobrar, quien fuese, por matar a su esposa?
– De acuerdo, de acuerdo. Aceptado. Pase mañana por mi consulta y se lo daré en metálico.
– Estupendo. No lo lamentará.
– Ya. Lo mismo me ha dicho antes. Y luego me pega este palo de mil quinientos dólares -dijo Harry, sonriente.
Walter se levantó y les estrechó la mano a ambos.
– Maura, le prometo que mañana iremos a una reunión.
– Estupendo. Estoy dispuesta.
Walter fue a darse la vuelta para marcharse pero se detuvo.
– Ah, Harry…
– ¿Qué?
– Si lo tiene, me vendría muy bien un pequeño anticipo a cuenta de mis gastos.
Harry le dio dos billetes de veinte dólares.
– ¿Por qué extraña razón tendré la sensación de que me despluman?
Walter se limitó a sonreír con su habitual simpatía y enfiló hacia la puerta.
– ¿No me habrán tomado el pelo? -exclamó Harry.
Maura meneó la cabeza.
– Ni mucho menos. Lo que me parece es que ha llevado una vida demasiado encerrada -dijo ella-. Todo el mundo tiene que comer. Yo confío en él. Además, de entrada, ya ha tenido dos buenas ideas.
– Lo del hipnotizador se me habría ocurrido a mí también -repuso Harry algo enfurruñado.