Capítulo 10

Eran casi las ocho cuando Harry salió de su destrozado apartamento y fue a coger el autobús, de vuelta al hospital.

Los dos agentes de policía, que acudieron al cabo de media hora de llamarlos Harry, tomaron huellas dactilares e inspeccionaron las habitaciones, pero no detectaron nada especialmente revelador. Para ellos, el desvalijamiento de un piso en Manhattan tenía tan poco interés como sorprender las marrullerías de un «trilero» en la calle.

Los agentes llegaron a la conclusión de que era el típico robo de un ladrón profesional, con independencia de que supiera o no que los ocupantes del apartamento iban a volver tarde. Trataron de que Harry desechase la preocupación de que el ladrón tuviera otras intenciones, y le aseguraron que todo lo que podía esperar era que parte de lo robado apareciese en alguna casa de empeños o de reventa conocida por la policía. Por lo demás, le aconsejaron que le sacase lo máximo a su compañía de seguros, repusiera lo más imprescindible y no guardase dinero en casa.

Harry cruzó el vestíbulo del Centro Médico de Manhattan y fue pasillo adelante, hacia los ascensores del edificio Alexander entre el habitual ajetreo del centro. Se preguntó con cuántos cientos de familiares se habría cruzado a lo largo de tantos años, personas que iban allí, como él hoy, a ver por última vez a un cónyuge, a un hijo o a un familiar más o menos cercano.

Aunque su convivencia con Evie estuvo presidida, durante mucho tiempo, por la tensión y el vacío emocional, hasta la noche anterior no había abandonado la esperanza de que todo volviese a ser como al principio.

Al pasar frente al mostrador de las enfermeras de la planta, notó que lo miraban con disimulo y que cambiaban de conversación. No cabía duda de que las acusaciones de Caspar Sidonis se habían convertido ya en la comidilla del hospital.

Hasta entonces, Harry no había sido nunca objeto de murmuraciones de ninguna clase. Se le ponían los pelos de punta al pensar en cómo se habría distorsionado la versión de Sidonis al pasar de boca en boca. La verdad, pura y simple, era ya bastante dura.

También sabía Harry que, a menos que hubiese una explicación satisfactoria para la orden telefónica de que se le conectase el gotero a Evie y para la presencia del misterioso médico del que hablaba Maura, habría bastante más que murmuraciones. Bastante más.

Los padres de Evie, Carmine y Dorothy DellaRosa, estaban sentados en silencio junto al lecho. Él era cartero jubilado y ella secretaria administrativa. Llevaban casados más de cuarenta años, eran muy católicos y vivían en una pequeña ciudad de Nueva Jersey. Eran tan sencillos y reservados como su hija (la única que tenían) sofisticada y extrovertida.

Harry le estrechó la mano a Carmine y besó a Dorothy en la mejilla. El matrimonio siempre se había mostrado amable con él, pero nunca cordial ni efusivo. Gótico de Nueva Jersey, los llamaba Evie a veces.

– Evelyn ha movido los brazos -dijo Dorothy.

– Es posible. Hay reflejos que hacen que los músculos se contraigan, aunque, la verdad, es que eso no significa nada, Dorothy. Sería engañarlos -dijo Harry, contristado. Luego señaló a la vacía cama de Maura, recién hecha-. ¿Y la mujer que estaba aquí?

– La han trasladado a la planta de abajo, a la pobre -contestó Dorothy-. Han dicho las enfermeras que había una habitación disponible, y que es mejor, para no perturbar… estos momentos.

Harry era consciente de que, salvo que le hiciera a Carmine DellaRosa alguna pregunta directa -y siempre y cuando fuese él el único que pudiera contestarla-, Carmine dejaría que su esposa hablase por los dos. Harry, por su parte, pensó que era mejor no decirles nada del desvalijamiento del piso. Aunque tarde o temprano tendría que contárselo, le pareció que en aquellos momentos ya estaban bastante abrumados por la muerte de su hija y por la decisión tomada por él de autorizar la donación de sus órganos.

Evie yacía inmóvil en la cama. Le habían tapado los ojos con gasa y seguía intubada y conectada al gotero, pero el tratamiento para reducir la inflamación del cerebro (hiperventilación para que bajase su nivel de dióxido de carbono, elevar el pH de su sangre y la administración de diuréticos para facilitar la reducción de líquidos) se había interrumpido. Una segunda serie de pruebas imprescindibles -riego cerebral, electroencefalogramas y tentativas para conseguir que respirase por sus propios medios- no hicieron sino confirmar el diagnóstico de muerte cerebral.

No quedaba más que decirle adiós y aguardar a que el facultativo certificase oficialmente su muerte. A partir de ahí, el servicio de trasplantes del área de Nueva York se haría cargo de su cuerpo.

Harry le cogió una mano a Evie, la retuvo unos momentos y se preguntó si sus suegros se habrían enterado ya de lo de Caspar Sidonis. En cualquier caso, poco iban a tardar en enterarse.

Una vez que se certificase que Evie había muerto al reventársele un aneurisma, no habría necesidad de que se le practicase la autopsia, sobre todo estando en juego la suerte de múltiples trasplantes, al haber donado los órganos. Sin embargo, lo que sí exigió Harry fue un completo análisis toxicológico.

– Acaba de marcharse el padre Moore -dijo Dorothy

– Siento no haber llegado a tiempo de saludarlo.

– Le ha administrado la extremaunción.

– Muy bien.

Hacía años que Evie no se consideraba católica, y no se preocupó lo más mínimo por anular su primer matrimonio. No obstante, sus padres no se habían resignado nunca a aceptar su alejamiento de la Iglesia.

– No sé yo si está bien eso de que done sus órganos. Era tan… hermosa -observó Dorothy.

– Ya lo creo que está bien, Dorothy. Para lo que de verdad importa, Evie será igualmente hermosa cuando todo esto haya terminado. Más hermosa aún. ¿Verdad que sí? -dijo Harry.

– Sí. Supongo… que sí. ¿Y el entierro?

Harry creyó adivinar lo que deseaba decirle.

– ¿Quieren cuidarse ustedes de todo? -preguntó Harry.

– Gracias. Sí.

– Cualquier cosa que decidan me parecerá bien. Pueden encargar a quienes consideren oportuno la organización de las honras fúnebres, y que ellos se pongan en contacto con la dirección del hospital.

– ¿Sabe dónde tiene Evelyn su agenda?

– Pues sí. La tiene aquí. La llamaré luego y podremos repasar los nombres juntos.

– No es necesario. Les pediré a mis amigos que llamen a todos los números para que el que quiera pueda asistir. Nuestra iglesia es pequeña, pero no tenemos demasiados parientes, y habrá sitio de sobra. ¿Se encarga usted de hablar con la gente de aquí?

– Por supuesto.

Harry se alcanzó el bolso de Evie, que estaba bajo la mesilla de noche. Había dejado el billetero en casa, pero llevaba su estuche de tocador, dinero y la agenda. Sacó la pequeña agenda de piel y la hojeó. Los nombres estaban anotados con la meticulosa letra de imprenta de Evie. Muchos de ellos le evocaron a Harry el recuerdo de los años más felices de su matrimonio.

Iba ya a darle la agenda a la madre de Evie cuando reparó en dos etiquetas pegadas en la cara interna de la tapa. En cada una de ellas había un nombre, una dirección y lo que parecía un número de la Seguridad Social. Por pura curiosidad, Harry despegó las etiquetas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta, aunque le resultó tan complicado como embarazoso hacerlo sin que lo advirtiese Dorothy, que se limitó a coger la agenda y a darle las gracias.

Dorothy se acercó luego con su esposo a la cama y, al cabo de unos momentos, salieron ambos de la habitación.

– Era tan hermosa… -le oyó Harry decir a su madre.

Cuando se hubo asegurado de que los DellaRosa no iban a volver a entrar, Harry abrió de nuevo el bolso de Evie. Además de la polvera, del lápiz de labios, de un estuche de sombra de ojos y de un billete de veinte dólares, había un llavero gris en forma de pata de conejo con tres llaves. Dos eran casi nuevas, y Harry las comparó con las de su apartamento. No eran iguales. La tercera era una llave de buzón de correspondencia. Iba a examinar las dos etiquetas cuando Ben Dunleavy irrumpió de pronto en la habitación.

El neurocirujano de Evie era una persona muy respetada en el hospital, pero era también muy temido a causa de sus bruscos cambios de humor y de su intransigencia. La decisión de demorar la operación del aneurisma de Evie, aunque clínicamente razonable y avalada por datos recientes, fue suya. Y, en definitiva, su paciente había muerto antes de poder operarla.

– Harry -dijo Dunleavy, que le estrechó la mano con un talante más frío de lo esperable dadas las circunstancias.

Era obvio que Sidonis había hablado con él.

– ¿Ha venido a certificar el fallecimiento de Evie? -le preguntó Harry.

El neurocirujano asintió con la cabeza y la miró. No necesitó más. Harry miró el reloj de pared. Eran las nueve, doce minutos y treinta y cinco segundos de la mañana. Evie estaba ya oficialmente muerta.

– Ni que decir tiene que siento muchísimo lo ocurrido -dijo Dunleavy-. Llevo años inclinándome siempre por retrasar toda operación de un aneurisma como el de Evie, y es la primera vez que se produce un desenlace fatal. En sólo dos ocasiones han sufrido mis pacientes nuevas hemorragias antes de llevarlos al quirófano, aunque ambos salieron con bien de la intervención.

Harry leyó entre líneas. No tenía sentido hacerse de nuevas.

– Escuche, Ben, es posible que Sidonis se entendiera con Evie. No lo sé. Lo que sí sé, no obstante, es que me acusa injustamente.

– Espero que así sea -dijo Dunleavy con frialdad-. Si me necesita para cualquier otra cosa, llámeme.

Dunleavy dio media vuelta y se alejó, sin darle opción a decir nada más. Primero las enfermeras, y ahora Dunleavy. A pesar de que no había pruebas concluyentes contra él, algunos parecían reacios a concederle el beneficio de la duda.

Se le hizo un nudo en el estómago. Habría problemas.

Se sentó junto a la cama, en la silla que Dorothy había dejado libre, y sacó los dos trozos de papel del bolsillo, que estaban estrujados. Uno era de la página de una revista; el otro, de una hoja de papel de carta. En cada trozo de papel estaba escrito el nombre y apellido de un hombre, la dirección, el número de teléfono y el de la Seguridad Social. Era letra de Evie, pero escrita muy apresuradamente.

Uno de los hombres era un tal James Stallings, de cuarenta y dos años, domiciliado en la zona alta del East Side. El otro era de Queens, tenía treinta y siete años y se llamaba Kevin Loomis.

Harry guardó en la cartera las dos notas y el llavero en un bolsillo. Luego, registró de nuevo el bolso y lo tiró a la papelera. Después, se inclinó hacia el cuerpo de Evie y la besó con ternura en la frente.

– Lo siento, pequeña -musitó-. Lo siento mucho.

Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y salió de la habitación.

Estaba ya cerca de los ascensores cuando, desde el fondo del pasillo, oyó gritos. La voz le resultó familiar.

– ¡Eh! ¡Por favor! ¡Que venga alguien aquí en seguida! ¡Que vengan a quitarme de encima estos condenados bichos!


* * *

– Me ha guiñado el ojo, Sherry. Lo juro.

Con uniforme y mascarilla, la enfermera Marianne Rodríguez miraba a la incubadora en la que el minúsculo Sherman O'Banion llevaba casi sus dos semanas y media de vida.

La UCI de neonatos del hospital Infantil de Nueva York era la mejor de Manhattan. En aquellos momentos estaba al límite de su capacidad (treinta neonatos que, al nacer, pesaron entre poco menos de 500 g a 4,5 kg).

Sherman nació a las veinticinco semanas de gestación, con un peso de escasamente 600 g. Su madre, que era ama de casa, estaba ya en su domicilio porque tenía que cuidar a sus otros dos hijos, y el padre trabajaba en el turno de noche de la planta de montaje de una fábrica. Teniendo en cuenta su peso y otros problemas, Sherman se encontraba bastante bien.

– ¿Verdad que a veces piensa una en qué podrán llegar a ser estas «cositas» tan diminutas? -preguntó Sherry Hiller.

– Apuesto a que Sherm será jugador de rugby -dijo Marianne Rodríguez-. ¿Has visto a su padre?

El bebé, metido en la incubadora, parecía un extraterrestre. Estaba rodeado de tubos, cables y varios aparatos; envuelto en un finísimo tejido especial que conservaba el calor de su cuerpo, y sometido a fototerapia para reducir su ictericia. Unas finas películas, aplicadas a los párpados, le protegían los ojos de los rayos ultravioleta. Además, estaba con respiración asistida. Los sensores adosados a las piernas y el abdomen medían su temperatura, el ritmo cardíaco y la concentración de oxígeno en la sangre. Un finísimo tubo -casi un capilar- inyectado a una venilla de la cabeza le proporcionaba antibióticos y los fluidos necesarios. Lo alimentaban por medio de una sonda que llegaba a su estómago a través de las fosas nasales.

Marianne se acercó a la incubadora y anotó la temperatura, las pulsaciones y el color del bebé. Sus niveles de oxígeno eran un poco bajos. La ictericia, los análisis y el reconocimiento que se le había hecho revelaban una cardiopatía que probablemente requeriría operarlo dentro de no mucho tiempo.

Sin embargo, Marianne no estaba demasiado preocupada. Llevaba seis años en la UCI de neonatos y había visto salir del hospital, en perfecto estado, a muchísimos bebés que ingresaron en situación mucho más crítica que Sherman O'Banion. Era cierto, también, que otros no tuvieron la misma suerte. Ceguera debida a múltiples causas, parálisis cerebral, retraso mental, intervenciones quirúrgicas, muerte (bien por súbito paro cardíaco o por infección prolongada) y posteriores incapacidades para el aprendizaje eran complicaciones que toda enfermera de la UCI de neonatos tenía que afrontar muy a su pesar.

Llamaron con los nudillos al cristal de la «despensa» en la que guardaban el alimento infantil. Marianne alzó la vista. La mujer que traía el alimento especial, preparado en la sección de dietética, la saludó alegremente agitando su enguantada mano. Marianne estaba casi segura de no haberla visto nunca. Con el uniforme, la cofia y la mascarilla, sólo se le veían los ojos, grandes y marrones. Era una mujer fornida cuyos ojos tenían un brillo especial. Marianne tuvo la impresión de que debía de ser una persona simpática. Le indicó con la mano que dejase las raciones de alimento en el mostrador, que luego las recogerían las enfermeras. La mujer asintió con la cabeza, hizo lo que le indicaba y salió de la UCI.

Marianne reanudó la revisión de todos los aparatos. Para hacer bien su trabajo se requería casi tanta preparación tecnológica como médica, aunque del mantenimiento de los aparatos se encargaba un equipo de especialistas que, en algunos casos, era casi una división de ingenieros. El coste de la UCI de neonatos, independientemente de si los bebés permanecían en ella poco o mucho tiempo, era astronómico. En cierta ocasión le comentaron a Marianne en el hospital que, en los casos más graves, el coste de tener a un bebé en la UCI podía superar los 9000 dólares diarios.

Una niña, cuya madre la abandonó en un vertedero, permaneció en la UCI del hospital Infantil de Nueva York durante casi nueve meses, antes de sucumbir a la infección con la que ingresó. Incluso se le organizó un funeral en el propio centro al que sólo asistieron sus enfermeras y algunos médicos. El coste de mantenerla con vida durante aquellos meses fue de millón y medio de dólares.

– Bueno, Sherm, llegó la hora del «bocata» -dijo Marianne mirando al bebé con expresión risueña.

– Trae la papilla de Jessica cuando vuelvas, ¿quieres? -le dijo Sherry Hiller.

– Descuida. ¿Hay que añadirle algo más?

– No.

La comida de los bebés iba en frascos graduados y etiquetados que contenían la ración diaria para cada bebé. En algunos casos, añadían leche materna; en otros, el alimento se preparaba especialmente para cada toma. Los frascos iban herméticamente cerrados, con un tapón de rosca de plástico, y precintados con cinta adhesiva.

Marianne se puso los guantes, rompió los precintos y abrió los frascos que contenían el alimento para Sherman. Les añadió el suplemento de glucosa, prescrito por el neonatólogo, y volvió a precintar todos los frascos menos uno. Nunca había acabado de entender por qué le daban tanta importancia a aquel precintado que, en el hospital, estaba al alcance de muchas personas. Comprobó dos veces las etiquetas y guardó en el frigorífico todos los frascos, salvo uno para Jessica Saunders y otro para Sherman O'Banion. Después, volvió a la sala de las incubadoras.

– «Micifuz y Zapirón se comieron un capón… en un asador metido» -tarareó mientras le administraba el alimento al neonato a través del tubo.

– ¿Podrías dárselo a Jessica por mí, Marianne? -le preguntó Sherry-. La alarma de Carita de Luna, la pequeña Logan, se dispara continuamente. Deben de ser los cables. Voy a cambiarlos.

– Descuida -dijo Marianne.

Marianne le administraba ya el alimento a la pequeña cuando oyó la alarma del monitor cardíaco de una de las incubadoras. Estuvo medio minuto sin hacer caso, convencida de que se trataba de la averiada alarma de Carita de Luna. No obstante, la alarma no cesaba.

– Debe de ser Carita de Luna, Sherry -dijo Marianne sin alzar la vista.

Por un momento no se oyó más que el estridente sonido de la alarma.

– ¡Mierda! -exclamó de pronto Sherry-. ¡Es la de Sherman, Marianne!

El monitor cardíaco de Sherman mostraba una línea completamente plana. Marianne dejó a un lado el frasco del alimento y corrió junto a la incubadora del niño. El pechito de dos semanas del pequeño se movía arriba y abajo de manera rítmica, al compás del respirador. Tenía muy mal color. La alarma de saturación de oxígeno también se disparó.

Marianne comprobó los cables. Aplicó el estetoscopio al pecho del bebé. Nada. Ni un latido. De inmediato, aumentó la velocidad del respirador y empezó con la compresión cardíaca.

– Paro cardíaco, Sherry -dijo Marianne, angustiada-. Llama a Laura en seguida. ¡Madre mía!

En menos de un minuto, dos pediatras residentes y dos enfermeras, dirigidos por la neonatóloga Laura Pressman, se aplicaron a la resucitación de Sherman O'Banion.

Marianne los había llamado sin pérdida de tiempo, pero desde el primer momento tuvo un mal presentimiento. Las pulsaciones de Sherman pasaron de 130 a 0 en un instante. No disminuyeron lentamente ni se produjo arritmia. Fue como si un coche que fuese a 130 km/h se estrellase contra un muro. Era evidente que algo había reventado en el defectuoso corazón del pequeño. Quizá un paquete muscular, o acaso uno de los frágiles tabiques, auricular o ventricular.

Sin interrumpir las maniobras de resucitación, el equipo de la UCI empezó a administrarle medicamentos al neonato: epinefrina, atropina, más epinefrina, bicarbonato.

Llevaban con el pequeño más de media hora. A cada minuto que pasaba, Marianne veía que no había nada que hacer. Laura Pressman cesó en las compresiones cardíacas, se alejó unos pasos de la incubadora, miró a los miembros de su equipo y meneó la cabeza.

– Lo siento -les dijo-. Han hecho ustedes lo imposible.

Sherry Hiller abrazó y consoló a Marianne Rodríguez, que se tragó las lágrimas y empezó a desconectar al pequeño Sherman O'Banion. Su incubadora sería retirada y sustituida por otra recién esterilizada que no tardaría en ser ocupada por otro neonato.

Seis plantas más abajo de la que albergaba la UCI de neonatos, en el subsótano, la fornida empleada de la sección de dietética llamó a la puerta del lavabo de caballeros (muy poco utilizado), aguardó unos instantes, entró y encendió la luz.

El tóxico cardíaco era tan fuerte que bastaba una cantidad microscópica. Aunque analizasen el alimento administrado a Sherman O'Banion (algo muy poco probable), nadie sabría qué buscar, y nada encontrarían.

La bolsa de deporte estaba oculta debajo de un montón de toallas de papel, en un alto cesto que utilizaban como papelera. Diez minutos después, un hombre salía del lavabo de caballeros con la bolsa de deporte en la que llevaba el uniforme, la cofia y la mascarilla, así como un pequeño cojín, una peluca de mujer y un estuche de lentes de contacto. El pelo -castaño oscuro- lo llevaba cortado casi a cepillo. Iba con téjanos, jersey holgado y zapatillas de deporte bastante usadas.

Era de complexión y estatura corrientes, y no había en su aspecto nada que llamase la atención.

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