Capítulo 20

A nadie sorprendía, en aquella zona de la ciudad, ver a un hombre correr por la acera con traje y mocasines, esquivando a los viandantes.

Eran ya casi las ocho de la mañana y había bastante humedad. Los transeúntes se apartaban al notarlo llegar a la carrera, y algunos volvían la cabeza, aunque la mayoría miraba hacia delante para tratar de ver a quién perseguía.

Aunque podía ir más de prisa, sus recientes dolores en el pecho lo inducían a moderar la velocidad. Aun y así, notó varios pinchazos en el costado izquierdo. Temía que de un momento a otro lo atenazase el agudo dolor.

Llegó al hospital con la chaqueta colgada del brazo y secándose el sudor de la frente con una manga. Irrumpió en el vestíbulo como una exhalación, seguro de que, a través del sistema de megafonía, ya habrían llamado al 99 para que acudiese a la planta 5. Pero no hubo tal. Ni siquiera sonó el «busca» que llevaba prendido del cinturón.

El vestíbulo estaba tan atestado como siempre. Por pura consideración al hospital y a los pacientes, Harry dejó de correr en cuanto llegó al pasadizo que comunicaba con el edificio Alexander.

A ciertas horas del día, era más rápido coger el ascensor que subir por la escalera, pero Harry no lo dudó ni un momento y subió los peldaños de dos en dos, sin dejar de dar gracias por su diario ejercicio. Notaba molestias en el pecho, aunque no verdadero dolor, nada que indicase una dolencia cardíaca. Debía de tratarse de algo puramente muscular o gastrointestinal, se dijo. El carrito 99 estaba frente a la puerta de la habitación 505. Harry maldijo en voz alta al verlo. En seguida reparó en que aún no habían levantado la tapa al carrito. Las dos enfermeras que con tanto desdén lo miraron hacía un rato, charlaban junto a la puerta. No advirtió en ellas el menor cambio de actitud.

– ¿Qué ocurre? -les preguntó.

– ¿Qué vamos a saber nosotras? -contestó una de ellas con retintín-. Díganoslo usted.

Harry las ignoró e irrumpió en la habitación. Junto a la cama, Steve Josephson le auscultaba el pecho y la espalda a Andy Barlow. El joven arquitecto, que inhalaba oxígeno a razón de casi seis litros por minuto, tenía el mismo aspecto que hacía un rato (de persona enferma, aunque no en peligro de muerte).

– Congestión en la base de ambos pulmones -musitó para sí Josephson, que en seguida reparó en la presencia de Harry-. Ah, está usted aquí. Andaba por la planta, en mi ronda de visitas, y las enfermeras me han hecho subir de prisa. Por lo visto, la enfermera de su consulta ha llamado y ha dicho que había una emergencia con el señor Barlow.

Harry se acercó a la cama, consciente de que varias personas más (enfermeras, la secretaria del edificio y un par de médicos) se agolpaban en la entrada. Comprendió que, por más que dijese, su credibilidad, que ya estaba bajo mínimos, no tardaría en quedar reducida a cero. Era víctima de la manipulación de un maníaco que, además, actuaba con suma habilidad.

– He recibido una llamada a través de la línea privada de mi consulta -musitó Harry para que no se enterase todo el hospital-. Una voz de hombre ha insinuado que… se proponía causarle grave daño a Andrew.

Barlow estaba en pleno acceso de tos.

– ¿Por qué habría de hacer tal cosa? -dijo Andrew con la voz entrecortada.

– ¡Quieren hacer el favor de cerrar la puerta! -les espetó Harry a los de la puerta.

Como todos hicieron caso omiso, Harry fue a cerrarla, pero la enfermera jefe, Corinne Donnelly, entró antes de que llegase a hacerlo.

– Cierre la puerta, si quiere -dijo ella-, aunque pienso quedarme a ver cómo nos explica lo ocurrido.

Donnelly era casi de la misma edad que Harry. En cierta ocasión, le envió a una íntima amiga a su consulta privada. Sin embargo, ahora lo miraba con expresión desafiante, con visibles deseos de provocar un enfrentamiento.

– Pase -le dijo Harry con gesto hastiado.

La enfermera indicó a los de la entrada que se marchasen y cerró la puerta. Steve Josephson recostó su fornido corpachón en la pared. Harry miró a su paciente.

– Aunque no lo hayamos comentado, Andy, supongo que sabe lo de la muerte de mi esposa; que lo habrá visto en los periódicos o por televisión.

– Sí. Y no he creído una palabra.

Bastaron estas pocas palabras para que Barlow sufriese un nuevo acceso de tos. Harry temió que tanta tensión lo debilitase.

– Hace bien en no creer lo que dicen los periódicos -dijo Harry-. No le causé el menor daño a mi esposa, pero quienquiera que le administrase la letal inyección está muy furioso conmigo, aunque la verdad es que ignoro por qué. Por lo visto, quiere hacerme daño haciéndoselo a mis pacientes.

– ¿Quiere decir que el tal individuo mató a Evie y quiere ahora causarles daño a sus pacientes por lo que pueda tener contra usted? -preguntó Steve.

– Creo que mató a Evie por otras razones. Quizá se sintiese amenazado por un trabajo que pensaba publicar Evie. De todas maneras, por lo que a Andy se refiere, la respuesta es que sí. Ya sé que parece absurdo, Steve, pero…

– No es que parezca absurdo -lo interrumpió Corinne Donnelly-. Es absurdo. Creo, doctor Corbett, que deberíamos hablar en mi despacho.

Harry miró a su paciente y luego a Donnelly.

– Lo que tenga que decir, puede decírmelo aquí -replicó Harry.

– Está bien, doctor. Como usted quiera. Voy a llamar a la directora del equipo de enfermeras del hospital para pedirle que hable inmediatamente con los doctores Erdman y Lord. No me trago su historia ni en broma; ni acerca de su esposa ni acerca de la misteriosa llamada. No sé lo que pasa, ni lo que le ocurre a usted. De lo que no me cabe duda es que últimamente parece que le hayan dado a usted la vuelta como a un calcetín. Quizá se deba a una especie de síndrome de estrés postraumático… debido al tiempo que estuvo en la guerra. O quizá tenga que ver con su esposa y el doctor Sidonis. Sea lo que sea, necesita usted ponerse en manos de los médicos antes de causar más daño. Y en bien de todos, debería renunciar a su trabajo en el hospital hasta que se aclare todo. Este joven tiene ya bastantes problemas, y sólo falta que su propio médico lo ponga en peligro.

Harry dirigió la mirada hacia su viejo amigo. Visiblemente violento, Josephson miró al suelo. Se hizo un silencio que se podía cortar y se oyó un leve ruido en la puerta. El grupito no se había marchado. Seguía allí, a ver lo que oían. Corinne Donnelly fue a pedirles que hiciesen el favor de marcharse, pero Harry la atajó en seco.

– No importa -le dijo Corbett-. Tiene usted razón, señora Donnelly. Debo hacer todo lo que pueda para evitar que a mis pacientes los ponga en peligro ese sádico lunático, aunque no hay ninguna razón para creer que el hecho de que yo deje de trabajar en el hospital sirva para nada. Además, eso equivaldría a admitir que he hecho algo indebido. Y no ha sido así. Lo siento, pero voy a seguir con mi trabajo hasta el final.

– No, a poco que yo pueda impedirlo -le espetó la enfermera, que dio media vuelta y salió de la habitación tan airadamente que casi tropieza con el grupito de la entrada.

– Estoy a su lado sin reservas, Harry-dijo Josephson-. No tiene más que decir qué puedo hacer para ayudarlo. Luego lo veré a usted, señor Barlow. Y esté tranquilo: no podría tener mejor médico.

– Lo sé muy bien -repuso Andrew Barlow.

Josephson le estrechó la mano al paciente, le dio una palmadita en el brazo a Harry y salió de la habitación.

– Parece que los dos tenemos el futuro complicadillo -dijo Barlow, que respiraba ahora más trabajosamente.

Harry notó que Andy estaba agotado y que necesitaba descansar. El estrés era muy peligroso en su estado. Harry se sentía impotente y estaba furioso. Un loco, empeñado en causar daño, lo manipulaba como si fuera un muñeco.

– Lo siento, Andy.

– ¿Y qué iba a poder hacer usted?

– Volveré a reconocerlo más tarde para asegurarme de que todo va bien.

– Gracias. Y… ah, doctor…

– ¿Sí?

Aquel joven a quien prácticamente acababan de diagnosticarle que tenía el sida volvió a coger la mano de Harry por segunda vez en aquella mañana.

– Todo saldrá bien -dijo Andy.

– Pues claro que sí.

Harry dio media vuelta y salió de la habitación precipitadamente. Poco le faltó para chocar con un bronceado auxiliar, que portaba el metálico estuche para las inyecciones intravenosas.

– Oh, perdone usted -se excusó el auxiliar con marcado acento indio.

Harry musitó el protocolario no hay de qué.

Consciente de que, al acercarse al control de enfermeras, hasta la última auxiliar lo seguía con la mirada, abandonó la planta a toda prisa.

En cuanto llegase a su consultorio, llamaría a Doug Atwater a la CSM para empezar a recabar apoyos, por si Corinne Donnelly o quien fuese intentaba que lo echasen del hospital. Y no estaría de más una llamada a su abogado, Mel Wetstone.

Mientras bajaba por la escalera, Harry se dijo que si, en lugar de dispararles a los dos individuos que los atacaron en el Central Park, el misterioso pistolero los hubiera detenido y entregado a la policía, quizá a estas horas habría terminado su pesadilla. No obstante, estaba visto que el asesino de Evie quería que cargase también con aquel muerto.

«Peor que están las cosas dudo que puedan estar», pensó Harry ya en el pasillo principal que conducía al vestíbulo.

Cinco plantas más arriba, el auxiliar que portaba el estuche para inyecciones intravenosas entró en la habitación 505 sin que nadie lo viese. Llevaba gafas con montura de concha y la barba y el turbante característicos de la secta de los sikh Andy Barlow alzó la vista y lo miró adormitado.

– ¿Ocurre algo? -le preguntó Andy.

– No, en absoluto. Todo está perfectamente -repuso el auxiliar en entrecortado inglés.

El exótico auxiliar fijó la mirada en la aguja del gotero.

– Es sólo una comprobación rutinaria -añadió el auxiliar-. No voy a pincharle, no se preocupe.

– Mejor -dijo Barlow, sonriente.

El joven arquitecto cerró de nuevo los ojos para seguir con su duermevela. El auxiliar, que llevaba en la placa de identificación del CMM el nombre de Sanjay Samar, comprobó la botella de glucosa del gotero y el tubo de plástico. Luego, inyectó una pequeña cantidad de líquido a través de la junta de goma de la botella.

– Es sólo para limpiar el tubo -dijo quedamente.

– Hummm -musitó Andy sin abrir los ojos.

Mientras cerraba el estuche, Sanjay reparó en que en la cara interna de su codo tenía un rodal blanco.

«Deberé tener más cuidado la próxima vez que haya de utilizar este tinte», se dijo.

Sanjay salió de la habitación y enfiló con paso resuelto hacia la escalera, por el lado contrario al del control. Aunque su expresión era la de un profesional en plena tarea, tras sus gafas y sus lentes de contacto, sus claros ojos azules brillaban de puro regocijo.

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