Harry bajó del ascensor en la planta 2 y fue hacia donde se alineaban los carritos auxiliares, junto al control de enfermeras. Trató de hacerlo discretamente, aunque sabía que las enfermeras, las ayudantes y la secretaria de la planta estaban al corriente de su llegada. También procuró adoptar una actitud desenfadada, aunque se sintiera como si patrullase por la selva en plena noche.
Por tercer día consecutivo, entraba en la habitación 218 a ver al paciente ingresado con el nombre de Max Garabedian. Para no comprometerlo, comprometía a otro, y pudiera ser que a varios otros.
Si hasta entonces su farsa funcionaba, se debía tanto a la meticulosa preparación como a una suerte loca. No obstante, el tiempo apremiaba.
Harry había necesitado dos días de intenso trabajo para hacer ingresar a Ray Santana en el CMM. El diagnóstico elegido fue leucemia linfocítica, complicada por un bajo nivel de glóbulos blancos y una endocarditis bacteriana (una grave y potencialmente letal infección de las válvulas del corazón). Para asegurarse de que la compañía de sir Lancelot frunciese el entrecejo, Harry añadió un código y una nota para facilitar el cálculo de lo que costaría someter a Garabedian a un tratamiento de radiación y a un trasplante de médula ósea.
A modo de prueba, Kevin Loomis introdujo los datos en los ordenadores de la Crown Health and Casualty. Hizo la evaluación del coste, a lo largo de los veintiséis meses que se calculaba que le quedaban de vida: 697.000 dólares. Había que añadir los 226.000 dólares que costaría el trasplante de médula ósea, en parte porque el trasplante elevaría su esperanza de vida a 13,6 años. Si Lancelot se ceñía a los criterios de selección de la Tabla Redonda, Max Garabedian haría que los ordenadores de la Northeast Life echasen humo.
Harry cogió el expediente de Garabedian y revisó los análisis que él había incluido, además de un informe dictado, que redactó y firmó con el nombre del jefe de hematología (luego tuvo que interceptar la copia que se enviaba al resto de facultativos del departamento). Tales maniobras eran necesarias para evitar que las enfermeras y analistas de gráficas sospechasen.
Cada uno de sus movimientos entrañaba el peligro de que lo descubriesen, y Harry había acabado por acusar la tensión. Últimamente, no dormía más que cuatro o cinco horas diarias, estaba inapetente y tenía una tos seca y rebelde que estaba seguro de que no era sino tos nerviosa.
Para agravar la tensión, no había el menor indicio de que la «Tabla Redonda» ni el Doctor fuesen a morder el anzuelo.
Harry escribió una extensa nota sobre las complicaciones de la enfermedad y la unió a una de las gráficas. Como en sus dos primeros días de visita, nadie le hablaba salvo que él se dirigiese directamente a alguien. Perfecto. Cuantas menos preguntas le hicieran, menos tendría que mentir. Entre otras cosas, porque mentía fatal.
Para evitar que el personal entrase en la habitación de Garabedian más de la cuenta, Harry añadió a su «cóctel»: probable tuberculosis. Un cuadro clínico como para desanimar a la más intrépida enfermera.
Debido al demacrado aspecto de Ray Santana, a su tez amarillenta y a sus crónicas ojeras, Harry estaba seguro de que a nadie extrañaría su diagnóstico.
Flagrante delito.
Garabedian, a quien Harry registró con la profesión de agente de Bolsa, ocupaba una habitación independiente en el ala de aislamiento. Mientras estuviese hospitalizado, sólo lo atenderían enfermeras particulares. La del turno de noche era, en realidad, la detective privada Paula Underhill. Los turnos de la mañana y de la tarde los cubría Maura, que llevaba gafas y peluca castaña.
Con un paciente aquejado de una enfermedad tan contagiosa, había que extremar las precauciones. Ambas enfermeras debían llevar mascarilla y guantes. Las mismas precauciones adoptaría, sin duda, Antón Perchek. No obstante, Maura y Santana estaban seguros de reconocerlo igualmente. Y Paula Underhill, una fibrosa brooklyniana que era cinturón negro de karate, estaba dispuesta a intentarlo encantada.
Flagrante delito.
Contar con enfermeras particulares ayudaba a solucionar uno de los problemas más espinosos que se le planteaban a Harry: los análisis. Éste ordenaba hacerlos diariamente, aunque sin incluir el control de los glóbulos blancos, que habría sido lo normal. Pero al tener Garabedian enfermeras particulares, las de la planta prestarían escasa o nula atención a los análisis.
El quid había estado en inventarse un paciente que requería una atención que desbordaba al personal de la planta y, luego, sacarse de la manga la tabla de salvación de las enfermeras particulares.
Harry incluyó análisis de sangre falsos, sacados de su consulta, en las gráficas del paciente. Y podría improvisar más datos a medida que se produjesen las reacciones del personal, que de momento no se producían.
Los detalles eran sencillos de solucionar, por lo menos en teoría. La aguja del gotero de Ray estaba simplemente adosada a la piel y cubierta con gasa, y el contenido de las botellas del gotero iría a parar al lavabo. Los medicamentos por vía oral los tirarían de inmediato, o los retendría Ray bajo la lengua cuando hubiese en la habitación algún miembro del personal. Por supuesto, cada tres o cuatro horas se pediría una pastilla de Percodan o de Demerol para el dolor.
Flagrante delito.
El último obstáculo era el empeño de Ray por tener siempre a mano su revólver. Tanto la detective privada, que llevaba su propia arma, como Maura, que no iba armada, convinieron en ayudarlo a ocultar el revólver en caso necesario.
Flagrante delito.
La nota de Harry indicaba que Garabedian había experimentado una ligera mejoría, pero que tenía que permanece hospitalizado diez o quince días más. Su objetivo era simular tantas complicaciones ulteriores como pudiese. Al igual que la mayoría de las aseguradoras en aquel audaz mundo de la medicina moderna, la Northeast Life and Casualty tenía un equipo de inspectores que comprobaban los expedientes de hospitalización de los pacientes para analizar la conveniencia de poner un límite a la cobertura si los ordenadores indicaban que el paciente podía ser tratado en su domicilio.
Frente a la habitación 218 había un carrito auxiliar con guantes, uniformes y mascarillas, que eran de obligada utilización con todo enfermo aquejado de una enfermedad contagiosa. Harry se puso el equipo de rigor, entró en la habitación y cerró bien la puerta. Maura estaba sentada en una silla y dibujaba en un bloc. Ray estaba incorporado en la cama veía Regís and Kathie Lee, una serie de TV.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Harry.
– Quiere que lo bañe -dijo Maura.
– ¿Qué tiene de particular? La última vez que estuve en un hospital las enfermeras me bañaban dos veces al día -se lamentó Ray-. Que esté enfermo no es razón para que no se me dispensen amorosos cuidados.
– Nada de baño -dijo Harry-. Lo que haré será prescribirle tres lavativas diarias.
– ¡Y pensar que no me atrevía a pedir ni siquiera una!
– Supongo que no ha aparecido nadie.
– Ni una enfermera. Me temen más que a la peste.
– No lo dude. ¿Necesitas algo, Maura?
– Sólo una idea para hacer que aparezca quien sabemos.
Harry señaló a la almohada de Ray.
– ¿No se notará que tiene el revólver ahí debajo?
– No, siempre y cuando esta enfermera particular mía haga lo necesario para que no tengan que hacerlo otras -contestó Ray-. Las enfermeras de la planta le están tan agradecidas que no me extrañaría que organizasen una colecta para ella. ¿Cómo va todo?
– Ya no recibimos tantas llamadas. Un técnico de laboratorio del Good Samaritan jura que el hombre del cartel es un polaco, calvo, que estuvo allí como médico residente. Y una enfermera del hospital Universitario, de que es un enfermero que trabaja allí, sólo que es moreno y lleva un pendiente.
– No me extrañaría que ambos fuesen Perchek -dijo Santana-. Si pudieran darnos, aunque sólo fuese una idea aproximada, de cualquier comportamiento extraño que observasen en «ellos»… Porque si los ven a diario… Apuesto a que en esas mismas fechas murieron un par de pacientes asegurados por compañías de la Tabla Redonda.
– En fin, si esto no resulta, prometo que lo ayudaré a volver a pegar los carteles porque dudo que tenga ya nada que perder.
– Muy cierto, aunque si se nos tuercen las cosas aquí, me sorprendería que lo dejaran volver a pisar este hospital, ni siquiera como paciente.
– Eh, eh, amigo, que lo hemos organizado con primor -dijo Harry con histriónicos aspavientos-. ¿Por qué puñeta va a torcérsenos nada?
Ray Santana llevaba todo el día mortificado por sus dolores, localizados en los arcos superciliares y en las yemas de los dedos. Le dieron una pastilla de Percodan a las diez de la mañana y una inyección de Demerol cinco horas después. Al cabo de un cuarto de hora logró conciliar el sueño, pero muy agitado. Para combatir su endocarditis bacteriana le «administraron» un fuerte antibiótico.
Maura fue a echarse un poco de agua para estar despejada durante su sexto turno de ocho horas en tres días, y el segundo consecutivo. Estaba cansada pero alerta. Desde el principio, ya previeron que su plan sería muy trabajoso. El caso era que, de momento, nada se había torcido.
La respiración de Santana se hizo más profunda y sosegada cuando Maura se arrellanó a su lado en un sillón con el último número de People. Alcohol aparte, aquella revista era, para Maura, la droga más poderosa, y al igual que le ocurría con el whisky, no le era difícil no embriagarse… si no lo probaba.
Como la puerta de la habitación estaba entreabierta, Maura oía desde allí los pasos y las conversaciones de un grupo que se acercaba. Luego, le llegó la voz de un hombre.
– … el hospital dispone de tres habitaciones con extractores para que el aislamiento de los pacientes aquejados de enfermedades infecciosas sea eficaz -decía-. La nueva ala comunicará con ésta y dispondrá de otras tres habitaciones con las mismas características. Esto hará del Centro Médico de Manhattan el hospital mejor preparado para afrontar una epidemia…
Maura oyó estas explicaciones, aunque sin desentenderse de la lectura de la revista. En lo que no reparó fue en que Santana se había despertado bruscamente y se frotaba los ojos, incorporado sobre un codo.
– ¿Puede verlo desde ahí, Maura?
– ¿Qué?
– ¡Que si puede ver a ese que habla, puñeta! -exclamó Ray, con los ojos enrojecidos a causa del Percodan y la boca seca.
– … pero ha dicho que esas habitaciones cuestan el doble que las corrientes, ¿no? -preguntó otra voz.
– Sí, pero en comparación con lo que cobran otros centros similares a éste es barato. Síganme, por aquí, por favor. Les mostraré lo más moderno en…
Santana estaba ya totalmente incorporado y con unos ojos como platos. Tenía el revólver sobre el regazo, cubierto con la almohada. Temblorosa, Maura dejó la revista a un lado y se acercó a Ray, que sudaba a mares y trataba con torpeza de desembarazarse de la ropa de la cama y del tubo del gotero.
– Abra la puerta -le ordenó Ray a Maura en tono susurrante pero enérgico-. Ábrala en seguida.
– Dígame qué pasa, por favor, Ray.
– De prisa, Maura, abra esa condenada puerta.
Santana estaba ya de pie, aunque sin dejar ver el revólver. Maura abrió la puerta. En el pasillo, a unos diez metros de la habitación, entre las enfermeras, los pacientes y los visitantes, un grupo de una decena de personas muy bien vestidas se alejaba lentamente.
– Perdonen -los llamó Maura-. Perdonen, por favor.
El ejecutivo en funciones de guía se detuvo y los integrantes del grupo volvieron la cabeza hacia ella. Durante varios segundos permanecieron allí mientras Santana, de pie junto a la cama, los miraba escrutadoramente. También Maura observaba con atención. No obstante, desde aquella distancia, Ray no podía ver si Antón Perchek estaba o no en el grupo.
– ¡Maldito cabrón! -gritó de pronto Santana empuñando el revólver-. ¡Maldito cabrón!
Al instante, se produjo un verdadero caos en el pasillo. Presos del pánico, los integrantes del grupo y unas diez o doce personas se parapetaron tras lo que pudieron o echaron a correr.
El tubo del gotero se desprendió de la botella al precipitarse Santana hacia la puerta. El soporte metálico portátil del gotero golpeó el suelo con estrépito. Ray tropezó con el soporte, se trastabilló y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio a Maura.
– ¡Maldito cabrón!
Santana hizo caso omiso del tubo del gotero, que le colgaba del brazo. Se situó en el pasillo, junto a la puerta. Luego, alzó lentamente el arma e hizo un disparo que retumbó en la planta como un cañonazo.
Quienes aún estaban de pie echaron cuerpo a tierra. Los gritos arreciaron. Desde detrás de Santana, Maura vio que el cristal de una floreada reproducción, colgada al fondo del pasillo, estaba hecho añicos. A menos de un metro del cuadro, tres de los integrantes del grupo se precipitaron hacia la puerta de la escalera.
Sin dejar de empuñar el revólver, Ray fue, descalzo, en persecución de los tres que huían.
La escena era caótica: gritos y carreras de los visitantes, del personal y de los pacientes. Cundía el pánico.
– ¡Llamen a seguridad!
– ¡Deténganlo!
Aunque no sin ciertas precauciones, varios hombres persiguieron a Ray, que ya había salido de estampida por la puerta de la escalera del fondo del pasillo. Se oyeron otros dos disparos.
Maura se desprendió de la bata y de la mascarilla. No pensó más que en quitarse de en medio antes de que la reconocieran y le hicieran preguntas. Como el uniforme de enfermera que llevaba no era hecho a medida, y la peluca tampoco, no hubiese sido de extrañar que algún miembro de seguridad recelase.
Aunque la acción y la atención seguían concentradas en el fondo del pasillo, Maura aligeró el paso en dirección contraria, hacia la escalera contigua a los ascensores. Corrió hasta la primera planta, se detuvo un instante para recobrar el resuello y enfiló por el pasillo principal.
Apenas había dado tres o cuatro pasos cuando dos vigilantes de seguridad se cruzaron con ella y corrieron escaleras arriba. Momentos después, aparecieron dos agentes de policía de uniforme (uno de ellos con una radio portátil), se detuvieron un instante junto a ella y echaron a correr hacia el otro lado del hospital.
La reacción del servicio de seguridad y de la policía fue rápida y bien coordinada. Maura pensó que, de un momento a otro, detendrían a Ray Santana… o algo peor. Deseó fervientemente que, si lo habían de detener o de abatir, tuviese tiempo para fulminar de un disparo al Doctor.
Maura se armó de todo su aplomo y salió por el atestado vestíbulo principal. Se palpaba una creciente tensión. La gente, al correr la voz de que un loco armado andaba suelto por el hospital, trataba de salir del edificio como fuese.
– ¡Ya estamos otra vez! -oyó Maura clamar a un hombre, visiblemente indignado-. ¡En cuanto te descuidas, aparece un demente que se lía a tiros en una estafeta de correos o un hospital!
Aullaban las sirenas de los coches patrulla. Maura se alejó del edificio. A menos de cincuenta metros se cruzó con media docena de coches de la policía. Los megáfonos atronaban la zona mientras un nutrido grupo de agentes se adentraba por las calles colindantes para rodear el edificio.
A dos manzanas del CMM, Maura se consideró a salvo y se metió en una cabina telefónica. Llamó a la consulta y Mary Tobin le dijo que, como no tenía más visitas, el doctor Corbett se había marchado a casa hacía cosa de media hora, y que le había dicho que, a las cinco, estaría en el hospital para visitar a los dos pacientes que tenía allí ingresados.
– Ha ocurrido un percance en el hospital, Mary -dijo Maura-. No se lo puedo explicar ahora, pero me temo que no tardará en hacerse usted una idea si enciende la radio o el televisor. Creo que debería cerrar la consulta cuanto antes y marcharse a casa.
Mary era demasiado inteligente como para pedir más explicaciones.
– Lo que usted diga, Maura.
– Gracias. Voy a llamar a Harry en seguida. Y, ah, por cierto: el Max Garabedian a quien, probablemente, se referirán en las noticias, en realidad es Ray Santana.
– ¿Quién dice que es?
– Ray… es decir, Walter Concepción. Volveremos a ponernos en contacto con usted en cuanto podamos, pero, por favor, Mary, ahora váyase a casa; debe marcharse de ahí en seguida.
Maura sacó del monedero otra moneda de cuarto de dólar y llamó al apartamento. Respondió el contestador automático.
– Por favor, Harry, soy Maura. Si estás en casa, cógelo, por favor… ¿Harry?…
– Sí, Maura -contestó él cuando Maura iba ya a colgar-. Perdona, pero es que aún filtro las llamadas. Creo que hemos conseguido algo muy importante, incluso puede que definitivo. Salgo ahora mismo hacia el hospital para contároslo.
– ¡Ni se te ocurra, Harry! Harry…