A medianoche, oficialmente ya cincuentón, Harry celebró su cumpleaños con champaña y bombones.
Aunque a lo largo de los últimos 365 días no se le había declarado un cáncer ni lo había atropellado un autobús, había sido un año bastante calamitoso. Enfilaba la recta que conducía a los cincuenta y uno de una manera poco prometedora.
Estuvo un rato compadeciéndose, hojeó el álbum de su boda con Evie y luego optó por amodorrarse con su somnífero más fiable: Moby Dick. Al capitán Ahab tampoco le iban nada bien las cosas aquel año.
Cuando sonó el despertador, a las 5.45, llevaba despierto casi una hora. Terminaba sus ejercicios de gimnasia sueca, que hacía cuando no iba a correr al gimnasio del hospital.
Había practicado varios deportes (béisbol, atletismo -en la modalidad de cross- y baloncesto, en la facultad). No tenía condiciones para ser una estrella en ningún deporte, pero su ardor combativo lo convirtió en un ganador. Sin embargo, desde hacía diez años concentraba sus energías en combatir el envejecimiento. Y en aquellos momentos, tras las sesenta flexiones de costumbre, trataba de llegar a las setenta y cinco, encorajinado por el encono con que lo había tratado Dickinson.
La tarde anterior, al llegar a casa, se encontró con el inspector, que lo esperaba allí junto a un nuevo agente.
Dickinson hablaba con el portero de día, Armand Rojas, pero se interrumpió en cuanto vio a Harry asomar por la puerta. En seguida le mostró un mandamiento judicial para registrar su apartamento. Después de la metedura de pata de Rocky -el portero de noche- con el servicio a domicilio del restaurante chino, Harry les dio una generosa propina, tanto a Rocky como a Armand, para que extremasen las precauciones con cualquier extraño. Sin embargo, no las tenía todas consigo. Pensaba que no era imposible que el misterioso médico hubiese logrado colarse en su apartamento y dejar en cualquier rincón unas cuantas ampollas de Aramine. Y tampoco descartaba que el propio inspector Dickinson fuese capaz de hacer una cosa así.
Con gran alivio por parte del doctor Corbett, el inspector y el agente no encontraron nada (pese a que Dickinson, más irascible y frustrado a medida que transcurrían los minutos, registró el apartamento durante hora y media).
Antes de marcharse, el inspector se hartó de amenazarlo, de despotricar contra él y de repetirle que lo iba a crucificar.
La habitación de matrimonio del apartamento tenía un amplio balcón que daba a la fachada lateral de otro inmueble. Era un balcón tan espacioso que casi parecía una terraza. Habría sido un verdadero solárium de haber estado un poco más arriba.
Evie tenía muchas ideas para aquella habitación cuando estrenaron el apartamento, aunque pronto perdió interés. Los balcones de los apartamentos de los pisos superiores eran idénticos, pero tenían una vista formidable y muchas horas de sol. Con el paso del tiempo, aquella habitación pasó a simbolizar para Evie todo lo que en su vida consideraba secundario, y jamás salía al balcón.
Harry terminó por retirar la mesa, las sillas y el pequeño sofá y poner la esterilla de gimnasia, la bicicleta estática y las pesas. También tenía una mesita con un televisor de 12 pulgadas. Acababa de encenderlo para ver la primera edición de noticias, mientras iniciaba una serie de levantamientos con pesas de cinco kilogramos en la barra (ejercicio que tenía por objeto fortalecer los músculos de la espalda, que tuvieron que operarle tras caer herido en Nhatrang). La noticia del día era el persistente rumor de «conducta sexual desordenada» que afectaba al presidente y que mermaba la eficacia de su gestión. Le seguía en importancia un caso de corrupción en que se veía implicado un congresista republicano referido a desgravaciones por planes de jubilación. La tercera noticia que destacaba el programa era la del asesinato de Evie.
«-Evelyn DellaRosa, directora de la sección de "Consumo" de la revista Manhattan Woman, y esposa del prestigioso médico Harry Corbett, murió a causa de una hemorragia cerebral la pasada semana, en el Centro Médico de Manhattan.»
Detrás de la presentadora aparecía una ampliada foto de Evie, con la palabra ASESINADA, escrita en letras rojas, superpuesta.
«-Según solventes fuentes policiales, la ex miss y presentadora de televisión murió asesinada…»
Harry dejó las pesas a un lado y escuchó, sentado en el suelo, la sucinta relación de los detalles del dictamen del forense. Detrás de la presentadora apareció entonces una foto del CMM, luego un primer plano de una ampolla de Aramine junto a una jeringuilla y, finalmente, una foto de Harry de hacía veinte años. Se veía a Corbett de uniforme (sin duda, habían recuperado la foto de la revista Times).
«-Según fuentes policiales, el único sospechoso de la muerte de DellaRosa es su esposo, médico del hospital en el que fue asesinada. Presuntamente, el doctor Corbett, a quien le fue concedida la Estrella de Plata al valor por su comportamiento en Vietnam, fue el último en visitar a su esposa antes de que ésta sufriese la mortal hemorragia. Según la policía, el matrimonio pasaba por un período de desavenencias. No se conocen otros detalles…»
Harry hundió la cara entre las manos. Le escocían los ojos. Tal como le había prometido, el inspector Dickinson empezaba a crucificarlo. Salvo conservar la calma ante lo que se le venía encima, nada podía hacer.
Justo en aquel momento, sonó el teléfono. Era Rocky Martino, el portero de noche, que tenía en el vestíbulo a un equipo de TV del Canal 11. La periodista insistía en ver a Harry para entrevistarlo acerca de la muerte de su esposa.
«Que se vayan a hacer puñetas», pensó decirle Harry al portero.
– Dígales que no voy a conceder entrevistas -dijo, no obstante- y… no les comente usted nada de su cosecha. Nada en absoluto. ¿Puedo salir del edificio por la puerta del sótano? ¿La del cuarto de las calderas?… Estupendo. Y créame, Rocky, yo no le causé el menor daño a mi esposa. Gracias… Sí, hombre, gracias. Pero ni aunque sea con la intención de ayudarme, no comente ni una sola palabra a nadie.
Apenas hubo colgado, volvió a sonar el teléfono. Era su hermano. Antes del funeral de Evie, Harry le habló a Phil de lo ocurrido en el hospital con Sidonis y con el inspector Dickinson. Ya entonces, su hermano le ofreció ponerle en contacto con un prestigioso abogado, pero Harry prefirió esperar.
– ¿Has visto las noticias por la televisión? -preguntó Phil.
– Sí.
– ¿Estás bien?
– ¿Cómo estarías tú?
– ¿Cuándo has sabido, con certeza, que habían encontrado esa sustancia en la sangre de Evie?
– Ayer por la tarde. Estuvieron en mi consultorio para registrar y ver si la encontraban. Y anoche pusieron patas arriba mi apartamento.
– Y no han encontrado nada, claro está. Tenías que haberme llamado, Harry, cuando la policía se presentó en el consultorio. Tienes tus derechos. Debías haber dejado que llamase a mi amigo Mel. Es… un monstruo. Lo digo como un cumplido, claro está, y porque es amigo mío. ¿Quieres que lo llame?
– ¿De qué lo conoces?
– ¿Y a ti qué te parece? Me ha comprado un Mercedes nuevo cada año desde que empecé con el negocio. Este año el modelo Seiscientos SEL, el grande, negro. Es en lo primero que ha de fijarse uno cuando contrata a un abogado, no en la facultad de la que procede, ni en su expediente académico. Lo importante es el coche que tenga. Naturalmente, te costará un ojo de la cara. De una minuta de veinte a veinticinco mil dólares no te libra nadie.
– Déjame pensarlo -dijo Harry, asustado por la cifra.
– De acuerdo, pero no lo pienses demasiado. Ah, Harry…
– ¿Sí?
– Feliz cumpleaños.
A continuación llamó Mary Tobin. Acababa de ver al doctor Corbett en la portada de dos periódicos. Él le aseguró que pensaba acudir a la consulta con toda normalidad. Y le dijo que no discutiese con ningún paciente que quisiera anular la visita o cambiar de médico.
Primero Rocky, luego Phil y ahora Mary… y sólo eran las seis y media de la mañana.
Harry dio en silencio las gracias a Evie por decidir que su número de teléfono no figurase en la guía.
Se quitó la sudadera, y mientras aguardaba a que se calentase el agua para ducharse, sonó el teléfono de nuevo. Esta vez dejó que el contestador automático cumpliera su cometido (aunque se acercó lo bastante como para oír quién llamaba).
«Éste es el número de Evie y de Harry…»
Era la voz de Evie. Producía una agridulce sensación oírla; y también resultaba algo siniestro. Antes de volver al trabajo, se dijo Harry, grabaría otro mensaje.
«Soy Samuel Rennick, doctor Corbett, jefe del servicio jurídico del hospital. Si está en casa, pero filtra las llamadas, le ruego que atienda ésta…»
Harry se recostó en el marco de la puerta del cuarto de baño. El vapor del agua de la ducha empezaba a llenarlo. «¡Maldito Dickinson!», pensó Harry.
«… Está bien. Le dejaré un mensaje y ya lo veré en el hospital…» El abogado hizo una nueva pausa. Era como si supiese que Harry escuchaba.
«… al doctor Erdman le gustaría hablar con usted sobre las noticias de esta mañana. En su despacho, a las diez. Si no le fuese posible a esa hora, llame, por favor, a su secretaria. El doctor Erdman me ha pedido que esté presente en la entrevista. También estarán allí el doctor Lord, del departamento de personal médico; el doctor Josephson, en calidad de jefe de su departamento, y el señor Atwater del CSM. Estaré en el despacho del doctor Erdman a partir de las ocho. Puede localizarme allí, en caso necesario. Gracias.»
Owen Erdman era un hombre muy apreciado, un prestigioso endocrinólogo formado en Harvard, que fue presidente del CMM durante casi diez años, durante los que impulsó las importantes reformas del destartalado edificio, además de conseguir que la mediocre reputación del centro ganase muchos enteros. Su éxito más notable fue que el CMM fuese aceptado en la CSM (la Cooperativa de Salud de Manhattan). No obstante, Harry sabía perfectamente que con la nueva política del Ministerio de Sanidad las alianzas entre mutuas y aseguradoras eran tan quebradizas como el hielo en primavera, y que podían contar con la «mutua» lealtad sólo mientras conviniese. Toda publicidad negativa que afectase al CMM, forzosamente tenía que preocupar a la gerencia.
A través del «boca a boca» del hospital, había llegado a oídos de Harry que su pírrica victoria frente a las recomendaciones de la comisión Sidonis no le sentó bien a Erdman. Y ahora aparecía de nuevo el doctor Corbett como un engorro para el gerente.
Harry se dio una ducha rápida y llamó a su hermano.
– Oye, Phil, he decidido hacerte caso en lo de llamar a ese abogado amigo tuyo -le dijo.
– Inteligente decisión, hermanito.
– Me temo que sea la primera de mi vida, si es tan bueno como dices.
Los honorarios del abogado Mel Wetstone, «con una sustancial rebaja del 25 %, por ser Phil tan buen amigo», eran, efectivamente, de un fijo de 20.000 dólares, más 350 por cada hora de trabajo.
Casi nada… Y el gobierno, con el presidente a la cabeza, enzarzado en una guerra que enfrentaba a «hermano contra hermano» en todo el país para sacar adelante su «reforma de la sanidad». «Quizá no estuviera de más que se preocupasen también por reformar el sistema jurídico», pensó Harry.
Harry decidió recortar 20.000 dólares de su plan de pensiones, en lugar de recurrir a sus ahorros, y se entrevistó con el abogado Mel Wetstone en la sala de conferencias de medicina general, en la planta 7 del edificio Alexander del CMM.
Wetstone era un próspero cuarentón, moreno, con unos cinco kilogramos de más. Le clareaba el pelo, pese a que daba la impresión de llevar un implante. Su respiración producía un ligero siseo.
Demasiado abrumado por su situación para preocuparse de que los «pasos de contador» del abogado eran de 350 dólares por hora, Harry se extendió, con todo detalle, sobre lo ocurrido, sin olvidar su incidente en el Village con quien, por lo visto, quería erigirse en «vengador» de la muerte de su esposa.
El abogado era un hombre que sabía escuchar. Sólo interrumpió a Harry un par de veces para hacerle otras tantas preguntas.
– Bien -dijo Wetstone cuando Corbett hubo terminado-. Lo esencial es que usted no ha hecho nada reprobable, y los demás creen que sí. Es con lo que suelo encontrarme en mi profesión. Mi misión será evitar que resulte usted perjudicado. Y, dígame, ¿sobre qué cree que tratará la reunión que tiene a las diez?
– No estoy seguro -contestó Harry-. Últimamente, he adoptado posturas mal vistas por la gerencia. Y ahora, con toda esta publicidad, les doy un buen pretexto. No creo que me echen así por las buenas, pero podrían hacerlo. Lo más probable es que me aconsejen pedir una excedencia voluntaria hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
– ¿Y estaría usted dispuesto?
– No, por supuesto que no.
– Pues por ahí empezaremos. Sobre Erdman ya me ha hablado usted, y a Sam Rennick lo conozco. ¿Quiénes son los demás?
– Bob Lord es el jefe de personal médico. Es cirujano ortopeda. Lo tengo en contra porque encabecé la oposición a que se prohibiera a los facultativos de medicina general enyesar fracturas sin dislocación sin acudir al especialista. Es de los que está muy pendiente de quiénes tienen poder y quiénes no. Me parece que es uña y carne con el cirujano con el que tenía relaciones mi esposa. Dudo de que se pusiera nunca de mi parte en nada. Con Josephson y Atwater ya es otro cantar. Son, probablemente, los mejores amigos que tengo aquí. Steve Josephson es jefe en funciones del departamento de medicina general, hasta que se reincorpore Grace Segal, que está de baja por maternidad. Atwater y yo somos muy aficionados al jazz. De vez en cuando asistimos a conciertos, y a veces va a un club en el que suelo tocar.
Harry esperaba las consabidas preguntas: ¿Ah sí? ¿Qué instrumento toca? ¿Es profesional? ¿Dónde actúa? Pero Wetstone se guardó el bloque de notas y se levantó.
– Voy a ver si puedo hablar con Sam Rennick antes de que empiece la reunión -dijo-. Le he dejado un mensaje para que me llame al «busca», pero no se ha puesto en contacto conmigo.
– Como me ha dicho que lo conoce… a lo mejor es que le tiene miedo.
Wetstone sonrió, pero sus ojillos, de un intenso castaño oscuro, lo miraron con el expeditivo talante del profesional.
– No sé, aunque tiene razones -dijo el abogado.
El edificio Alexander tenía quince plantas. El ascensor, que procedía de las plantas superiores, llegó casi lleno a la séptima, y cuando acabó su recorrido en el vestíbulo iba atestado. En el interior de la cabina del ascensor, un letrero recomendaba tener cuidado con los carteristas. Harry había tardado miles de «ascensiones» en cambiar sensatamente de bolsillo la cartera (que solía llevar en el bolsillo de atrás del pantalón). Pensaba en lo diferente que debía de ser trabajar en un pequeño hospital de provincias, sin tanta acumulación de gente ni letreros de «Cuidado con los carteristas». No obstante, si lo echaban del Centro Médico de Manhattan, difícilmente lo aceptarían en ningún otro hospital del país, por más remoto que fuese el lugar en el que se encontrase.
En la sala de conferencias, adyacente al despacho de Owen Erdman, había una larga y pulida mesa de madera de cerezo, ligeramente ovalada y con un grabado que representaba el edificio del CMM en el centro. Los doce sillones que había en derredor de la mesa tenían un grabado idéntico, en miniatura, en la parte superior del alto respaldo.
Harry estuvo en aquella dependencia en una ocasión, hacía años, pero juraría que la mesa y los sillones que había entonces eran muy distintos. No tenía ni idea de lo que podían costar aquellos muebles. «Evie habría acertado el precio casi al centavo», pensó.
Cuando Harry y Wetstone entraron en la sala de conferencias, ya estaban allí Steve Josephson, Doug Atwater y el ortopeda Bob Lord.
– ¿Qué tal? -lo saludó Steve.
Harry se limitó a encogerse de hombros. «¿Y a usted qué le parece?», venía a decirle.
– ¿Tiene idea de quién pudo hacer semejante cosa con Evie? -preguntó Doug.
– En absoluto -repuso Harry, que tuvo buen cuidado en no añadir más.
Wetstone lo había aleccionado para que no aventurase suposiciones, ni siquiera con sus más allegados.
«¿Recuerda cuando jugábamos al "teléfono" en los guateques, de jovencitos -le había preguntado Wetstone-. Pues oiga la voz de la experiencia: por mejor intencionada que sea la gente, en cuanto algo sale de su boca y pasa a sus oídos, la versión original empieza a deformarse.»
A pesar de la advertencia de Wetstone, Harry no hubiese vacilado en hablar de la doble vida de Evie con Josephson y con Atwater de no haber estado Bob Lord allí.
Se produjo un silencio que duró más de un minuto, hasta que Erdman y el jefe de los servicios jurídicos del hospital entraron en la sala. Los acompañaba una mujer muy elegante, con aspecto de ejecutiva, a quien presentaron como señora Hinkle, jefe de relaciones públicas del hospital. Harry tuvo la sensación de estrecharle la mano a un gorila al saludarla.
– Bueno, doctor Corbett, ¿qué le parece si empezásemos por su versión de los hechos, desde la noche de la muerte de su esposa? -dijo Sam Rennick.
– Un momento, Sam -lo atajó Wetstone-, creo que hemos dejado claro por qué normas nos íbamos a regir aquí…
Harry Corbett se sentía como ajeno a todo. Tendría que escuchar, sin intervenir, a dos abogados a quienes acababa de conocer.
A medida que entraron en materia, intervino alguno de los presentes, e incluso él, un par de veces. Pero todas las voces -incluida la suya propia- le sonaban distorsionadas y, en buena parte, las palabras le parecían carentes de significado.
Todo aquello se le antojaba tan irreal como una pesadilla.
En lugar de estar atento y concentrado, Harry dejaba vagar el pensamiento. Trataba de imaginar cuántas horas -igual eran centenares- estaba destinado a pasar absorbido por una u otra clase de procedimiento legal.
Como Alicia, se veía catapultado a través del espejo, y se adentraba en un mundo en el que todo era posible, por más ilógico y absurdo que pareciese.
Inexplicablemente, pese a estar en juego su futuro profesional, pensó en una de sus pacientes, una jovencita llamada Melinda Olivera, a quien le diagnosticó, hacía poco, una mononucleosis avanzada, y a la que le puso un tratamiento tan agresivo que al día siguiente pudo asistir a la fiesta de fin de curso en el instituto.
El ejercicio de la medicina siempre se le había antojado algo muy directo. Acudía un enfermo a la consulta y uno hacía lo que pudiese por curarlo. «Aquello», en cambio, era demasiado complicado: abogados, administradores, jefes de relaciones públicas.
– No estoy de acuerdo, en absoluto -dijo con acritud Doug Atwater.
Harry estaba tan distraído que no tenía ni idea de a qué se refería.
– Hemos analizado la cuestión a fondo -prosiguió Atwater- con el gerente de la CSM, quien, a su vez, ha hablado con el director médico y con otros cargos clave, y nunca ha habido una sola queja contra el doctor Corbett, ni por su dedicación como médico, ni por cobrar abusivamente en su consulta privada, ni por su conducta personal. No veo razón alguna para que no siga en el cuadro médico de la CSM.
– Pero ¿qué pensarán los afiliados si…? -preguntó la señora Hinkle.
– Mire usted, Bárbara -la atajó Doug-, no quisiera ser grosero, pero lo que necesitamos es una enérgica declaración del hospital, en el sentido de que oficialmente no se ha acusado todavía de nada al doctor Corbett, y que, nosotros, en este hospital…
Harry apenas se enteró de lo que dijeron a continuación, aunque no, como hacía unos instantes, porque estuviese distraído. Había metido la mano en el bolsillo interior derecho de su chaqueta de sport para sacar el bolígrafo, pero no lo llevaba. Lo que sí palpó fueron dos objetos que él no llevaba al ponerse la chaqueta por la mañana. Es más: estaba seguro de no tenerlos él. Los cogió y los posó lentamente en su regazo.
– De acuerdo entonces -dijo Mel Wetstone-. La postura del hospital será de apoyo a un respetado miembro del personal médico que no ha sido condenado, ni siquiera acusado, jamás de delito alguno. Por su parte, el doctor Corbett se abstendrá de toda declaración pública sin antes consultar con la señora Hinkle. El doctor Corbett podrá seguir con su trabajo en el hospital como de costumbre. ¿Le parece a usted bien, doctor Corbett? ¿Doctor Corbett?…
– ¿Cómo? Ah, sí. Gracias a todos ustedes. Me parece muy bien.
Apenas logró desviar su atención de los dos objetos que tenía en la mano: su reloj y el llavero de Evie, que echó en falta al despertar en el apartamento del Greenwich Village.
Estaba claro que aquella misma mañana (en el atestado ascensor, probablemente) el asesino de su esposa se había pegado a él, y quizá le hubiese deslizado el llavero en el bolsillo para recordarle lo vulnerable que era (una advertencia, también, de que tuviese mucho cuidado con lo que decía y a quién se lo decía). Reparó, sin embargo, en que cabía otra posibilidad, más inquietante y sobrecogedora: que para el asesino de su esposa, él no fuese más que un entretenimiento, un peón en un macabro juego.
– ¿Cómo dice? -preguntó Wetstone.
– No sé. Estaba distraído -dijo Harry.
– Es que acabo de oírle algo así como «no voy a ser presa fácil». ¿Qué ha querido decir?
– Ah, nada -contestó Harry, que volvió a guardar el reloj y el llavero en el bolsillo-. Nada importante.
«LA PERIODISTA DE MANHATTAN
MURIÓ ASESINADA, SEGÚN EL FORENSE»
Kevin Loomis miró el titular del Times. La foto de Evelyn DellaRosa era la misma que apareció cuando publicaron su nota necrológica. Al igual que a lo largo de la semana anterior, Loomis trataba de convencerse de que el parecido con Désirée era pura coincidencia. En su fuero interno, sin embargo, no le cabía duda de que era ella. Hacía sólo un mes y medio tuvo a aquella mujer sentada a horcajadas, de espaldas, en bragas y sostenes. Relajaba la tensión de sus músculos, a la vez que le prodigaba su encanto, para sonsacarle acerca de su persona y de su vida.
Kevin leyó el artículo de cabo a rabo. Le temblaban tanto las manos que tenía que apoyarlas en la mesa para poder leer.
En la última reunión de la Tabla Redonda llegaron a la conclusión de que Désirée no representaba una seria amenaza para el grupo. Luego, sólo unos días después, la asesinaban en su cama del hospital, y aunque sospecharan de su esposo, no lo habían detenido. A lo mejor, porque no la había matado él.
Kevin sintió un escalofrío. Durante el trayecto hasta el centro de la ciudad, intentó convencerse de que su reacción se debía a los momentos de intimidad que, aunque superficiales, compartió con la mujer asesinada.
Los periódicos (había leído la noticia en todos los rotativos neoyorquinos) hablaban de desavenencias conyugales. El Daily News aludía a un amante. Evelyn DellaRosa, Désirée o comoquiera que se llamase, fue asesinada por su marido. Y eso era lo que había.
Kevin había conducido tan ensimismado que no recordaba por dónde había pasado, exactamente, desde que salió del garaje de su casa hasta llegar al edificio de la Crown, en pleno centro de Manhattan.
Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo, en la plaza señalizada con su nombre, escrito en letras azules en la pared. Luego cogió el ascensor hasta la planta 31, en la que se encontraba su despacho y donde lo aguardaba Brenda Wallace, que apenas pudo contener su entusiasmo al darle la noticia.
– Ha llamado su esposa hace unos minutos, señor Loomis -dijo casi sin aliento-. Me ha dicho que el matrimonio que quería comprar su casa ha conseguido el préstamo hipotecario, y que el banco ha aprobado el suyo para la compra de la casa de Port Chester.
De pie en la entrada, Burt Dreiser le guiñó el ojo a Kevin y alzó los pulgares. Su expresión no dejaba lugar a dudas: había influido en acelerar las gestiones.
«Se me da bien solucionar problemas», le dijo el día que se vieron en el barco.
– Han quedado en firmar el miércoles -prosiguió Brenda-. Dice su esposa que, si quiere, puede llamarla a la oficina. Estará allí hasta las cinco. También me ha dicho que lo de la casa es lo de menos, y que si no se decide no pasa nada. Pero que, después del día de su boda, éste es el más feliz de su vida