Capítulo 24

A las tres y media de la madrugada, Maura se rindió a su persistente insomnio y fue de puntillas desde el pequeño dormitorio de invitados al despacho. La puerta del dormitorio de Harry estaba entreabierta y lo vio dormir al pasar.

Cuando regresaron del C.C.'s Cellar, Maura pensó que la invitaría a dormir junto a él porque ella le gustaba -eso estaba claro-, pero había muchísimas razones que lo inducían a mantener cierta distancia entre ambos, y acaso la más importante era que, abatida por la frustración, Maura había vuelto a beber.

Maura pensó que daba igual. Si él no estaba en condiciones para implicarse emocionalmente, tampoco ella. Pese a todo, no le hacía mucha gracia no recordar cuándo la había mirado un hombre por última vez. Lo que de verdad importaba era que consideraba a Harry uno de los hombres más amables y buenos que había conocido jamás, y se habría conformado con pasar la noche en sus brazos y dejar lo demás al azar.

Maura encendió la luz del despacho y pasó la mano por los volúmenes de la librería, en busca de algo entretenido para leer. En seguida cambió de idea y pensó que acaso le convenía algo más profundo. Cogió una edición de bolsillo de poemas de lord Byron. En la portadilla interior se leía perfectamente un nombre escrito a mano: Evelyn DellaRosa.

Evie era, desde luego, una de las razones por las que Harry guardaba las distancias.

Maura cerró el libro y lo volvió a dejar en el estante. Les habían ocurrido a los dos tantas cosas desde la muerte de Evelyn que resultaba difícil hacerse a la idea de que habían transcurrido sólo unas semanas.

Volvió a echarle un vistazo a la librería y, al final, se decidió por un libro sobre Irlanda. Dentro de seis horas ella y Harry tenían que verse con Pavel Nemec.

Maura necesitaba desesperadamente que la sesión fuese eficaz. Hacer que su memoria evocase la imagen del rostro oculto en su subconsciente repararía la humillación sufrida por las secuelas de su alcoholismo. Como nunca la habían hipnotizado, ignoraba si no dormir la noche anterior sería positivo o negativo. Por otro lado, si el legendario húngaro era tan extraordinario como aseguraban, probablemente daría lo mismo.

Tal como Harry anticipó, en cuanto Nemec recibió la llamada hizo un hueco en su agenda para recibirlos.

– ¿Qué hizo usted exactamente por su hijo, Harry? -preguntó Maura después de que él le comunicase que Nemec los iba a recibir en seguida.

– ¿Por Ricard? En realidad, nada. Sólo un reconocimiento rutinario en el curso de unas jornadas musicales. Toca la trompa.

– ¿Y?

– Pues que le detecté un bultito que no me gustó nada en una axila.

– ¿Cáncer?

– No. La enfermedad de Hodgkin. Gracias a Dios lo cogimos muy a tiempo. De eso hace ya seis años y se le puede considerar curado.

Harry lo dijo como si de una nadería se tratase, pero Maura sabía muy bien cómo se hacían los reconocimientos médicos en los colegios, en las «convivencias» y en las jornadas de cualquier tipo organizadas por los centros docentes: la mayoría de los médicos apenas hacían más que auscultarte. Así estaba claro que Harry no reconoció al hijo de Pavel Nemec de una manera tan rutinaria. Harry Corbett hizo honor a… Harry Corbett.

Maura reflexionó acerca de lo que él le contó sobre el drama que se cernía sobre él en el hospital (la llamada de su amigo Atwater para pedirle que dimitiese, y saber que la dirección estudiaba la conveniencia de cesarlo).

Harry Corbett no merecería semejante trato, pensó Maura, indignada. Se pasó los dedos por su pelo, aún muy corto, y por la todavía sensible cicatriz de la craneotomía.

Tampoco merecía Harry que ella se comportase como lo hacía. Volver a beber había sido un acto arrogante, inmaduro y estúpido. Gracias podía dar a que él no la hubiese puesto en la puerta con una botella en la mano.

– Se acabó -musitó para sí Maura, aunque consciente de que se había hecho otras muchas veces el mismo propósito sin conseguirlo-. Esta vez va en serio. Ni una gota más.

Leyó unas cuantas páginas del libro sobre la campiña irlandesa y los párpados empezaron a pesarle. Se preguntó qué se sentiría al ser hipnotizada, si es que se sentía algo.

Una de las ilustraciones del libro sobre Irlanda (la de la Torre de O'Brien, en lo alto del acantilado de Moher, en el condado de Clare, empezó a nublársele).

«Se acabó -se repitió Maura-. Ni una gota más.»

El aroma de café recién hecho le hizo entreabrir los párpados. La pálida luz de la mañana se filtraba a través de los edificios colindantes y empezaba a iluminar el despacho. Harry se sentó en un sillón, junto al sofá. Llevaba una sudadera gris y una toalla alrededor del cuello. Era evidente que acababa de terminar sus ejercicios matutinos. Su negro pelo brillaba con el sudor. El color de sus mejillas hacía que sus agradables facciones resultasen aún más atractivas.

Maura alargó un brazo adormitada y le cogió la mano.

– ¿Qué hora es? -preguntó ella.

– Más de las siete. Puede remolonear un rato, que todavía es muy temprano. No tenía que haberla despertado. Soy un egoistón.

– Pues lo seré yo aún más y me quedaré despierta.

– ¿Cómo se encuentra?

– Sobria -contestó ella, convencida de que aquélla era la palabra que más deseaba oír él.

– ¿Dispuesta a que el Húngaro escudriñe en su cerebro?

– El verá lo que hace. Igual le da un pasmo al adentrarse por donde nadie se ha aventurado jamás -dijo Maura, sonriente.

– Es un auténtico mago; por lo menos, eso aseguran. Pero, bueno: la supercafetera, que a Evie le costó trescientos dólares, está a pleno rendimiento en la cocina. Lo primero que hizo al casarnos fue licenciar mi pequeña cafetera de filtro. La de ella va sola a comprar el café, hace la mezcla perfecta, la muele, la hace y te la da a probar.

– Huele muy bien.

– ¿Cómo lo toma?

– ¿No recuerda cómo lo tomé ayer?

– Me parece que solo, ¿no? -dijo Harry, sonriente.


* * *

Maura nunca había prestado demasiada atención a su aspecto. Un ex novio le comentó que era debido a que nunca lo había necesitado. Aquel día, sin embargo, dedicó más tiempo a acicalarse (se pintó un poco, se puso los pendientes esmaltados que tanto le gustaron a Harry y un vestido de algodón, en lugar de los téjanos de marca que llevaba).

Estaba nerviosa por lo que se le avecinaba (la aterraba pensar que la sesión de hipnosis pudiera ser inútil casi tanto como lo que aflorase de su subconsciente). Durante los dos años y medio que llevaba sumida en aquel pozo, había bebido de manera desmesurada, sin detenerse a pensar en los locales y las compañías que frecuentaba. Se preguntaba hasta qué punto Pavel Nemec podría limitarse a hacer salir lo que interesaba, porque prefería no saber muchas de las cosas que, sin duda, su subconsciente quería olvidar.

Nemec vivía y tenía su consulta en la zona alta del East Side. De camino se detuvieron en la consulta de Harry, pasaron por el apartamento de Maura para coger un bloc de dibujo, lápices y «pasteles» y fueron al banco de Harry a retirar mil quinientos dólares.

– He anulado la mitad de las visitas de hoy en mi consulta y tengo un sustituto para las del hospital -dijo Harry-. Aunque la mayoría de mis pacientes particulares me son fieles, me parece que empiezo a pedirles demasiado.

– Sí. Menudo día -asintió Maura en tono comprensivo-. De todas maneras, quizá cambie todo para bien a partir de hoy Tenga confianza. Las cosas pueden dar un giro favorable. Y… ya que hablamos de giro, gire por ahí, a la derecha, que quiero hacer una cosa.

Corbett tomó por donde ella le indicó, y apenas habían recorrido dos manzanas, ya le había esbozado ella un aceptable retrato. Cuando llegaron a la consulta, el retrato le había quedado bastante bien.

– ¡Asombroso! -exclamó él.

– Puedo hacerlo mejor. Lo único que quería comprobar era si aún sé dibujar rápido porque hace una buena temporada que no hago nada. No se me da mal. Pasé un verano en Italia haciendo retratos y caricaturas para los turistas en la piazza Navona.

Walter Concepción ya estaba en la sala de espera. Hablaba con la enfermera Mary Tobin, que estaba detrás del mostrador de recepción. Maura se alegró de ver de nuevo a Walter. El baqueteado detective privado llevaba una camiseta negra, sin mangas, que le permitió a Maura ver que tenía los brazos más musculosos y fuertes de lo que parecía. Lucía un artístico tatuaje en el deltoides izquierdo: una calavera, de una de cuyas cuencas asomaba la cabeza de una serpiente.

– Han llamado de la oficina del doctor Erdman -dijo Mary Tobin-. Han fijado la reunión para mañana a las diez, en la sala de conferencias contigua.

– Me temo que voy a tener que cancelar también las visitas de mañana -comentó Harry, resignado.

– Ya lo he hecho yo -dijo Mary.

– Esto empieza a ser ridículo. Quizá sería mejor cerrar la consulta durante una temporada.

– Hágalo y verá -le advirtió Mary con cara de pocos amigos-. Verá qué pronto me compro un látigo; de esos que te dejan en carne viva al segundo latigazo.

– Bueno, bueno… A ver qué ocurre mañana.

– Eso es otra cosa. Me he puesto en contacto con su abogado para decirle a qué hora es la reunión. Quiere que lo llame usted más tarde, pero ya me ha anticipado que asistirá.

– Ya. A trescientos cincuenta dólares la hora, ¡cualquiera no va!

– ¿Cómo ha dicho, doctor?

– Nada, nada, Mary. Es que tengo mi habitual arrebato de mal humor. No obstante, no se preocupe porque nunca me dura mucho.

– Menos mal -dijo Mary.

Harry le entregó a Walter un sobre con el dinero acordado. Maura notó que Harry no acababa de fiarse de Walter, pero a ella sí le inspiraba confianza. Por lo pronto, los había encarrilado para pasar al contraataque.

– Magnífico. Nos pondremos en seguida manos a la obra -se entusiasmó Walter, que se guardó el sobre y les sonrió-. Y no se preocupe, Harry, anotaré con todo detalle lo que gaste y le daré los comprobantes. Anoche mismo puse la directa. En cuanto llegué a casa, llamé a unas cuarenta agencias de azafatas de compañía. Me hice pasar por un cliente, con el pretexto de que, cuando visité la ciudad hace ahora seis meses, pasé la mejor noche de mi vida con una tal Désirée, y que, desgraciadamente, contacté con ella a través de un amigo a quien, en estos momentos, no tengo manera de localizar para que me dé el nombre de la agencia. He añadido que no me importaba lo que costase, siempre y cuando el dinero sea para ella. En tres de las agencias quisieron dar la impresión de que la conocen. Me dijeron que tratarían de localizarla y que volviese a llamar más tarde. En la agencia Elegance me dijeron que ya no trabajaba para ellas. Y por ésa voy a empezar precisamente.

– ¿Por qué? -preguntó Maura.

– Porque la mujer con la que hablé primero me respondió vagamente a algunas preguntas sobre Désirée. Me pidió un teléfono de contacto y me dijo que me dirían algo al respecto. Una hora después, me llamó otra mujer, una tal Page. Creo que es la directora de la agencia. Jugamos al gato y al ratón durante un rato, y le insinué, tantas veces como pude, que había dinero a ganar. Ella, por su parte, negó saber nada acerca de la tal Désirée… tantas veces como pudo. Al final, le solté que me constaba que Désirée había muerto, y que sólo quería información acerca de ella. Le he ofrecido quinientos dólares sólo por hablar conmigo personalmente durante media hora, ni un minuto más, y que no tendrá que contestar a ninguna pregunta sobre Désirée que no quiera contestar. Estaba seguro de que iba a decirme que no, pero al repetirme que no conocía a Désirée, comprendí que aceptaría. He de verla mañana por la mañana.

– Parece prometedor -dijo Maura.

– Lo que me parece es que nos van a timar quinientos dólares -masculló Harry.

– Usted no se me desanime, jefe -replicó Walter sin poder controlar el tic de la comisura de la boca-. Quizá aún no se dé cuenta, pero tiene a su servicio a toda una ganga, al mejor detective del siglo. Esté localizable. Pudiera ser que mañana por la noche tuviéramos que vernos y comparar nuestras notas. Por cierto, Maura, voy a pedir hora en AA; podríamos ir los dos si aún le interesa asistir.

– Cuando quiera.

– Tiene usted el número de teléfono de casa, Walter -dijo Harry-. Llame cuando quiera, si sabe algo. Perdone si he estado un poco brusco -añadió, vacilante-. Procuraré que no se repita.

– Tranquilo. Tengo más conchas que un galápago -repuso Walter pellizcándose el brazo-. Además, es natural: de momento no he hecho más que costarle dinero. Cuando consiga resultados, como estoy seguro de hacerlo, espero que confiara en mí -añadió.

Luego les estrechó la mano a ambos, se despidió de Mary Tobin y enfiló hacia la puerta.

– Vámonos nosotros también -dijo Harry-. Cogeremos un taxi en la Quinta Avenida.

– De acuerdo -accedió Maura, más nerviosa que nunca-. Adelante -añadió mirando a Mary-. Cruce los dedos. Vamos a ver al mago.


* * *

En una discreta placa metálica, junto al timbre, decía:


P. Nemec

Terapia del Comportamiento


Pavel Nemec los saludó efusivamente y les sirvió té y unas galletas en la sala de espera de su consulta, de estilo victoriano y de paredes recubiertas de paneles de roble. Como hacía años que él y Harry no se veían, pasaron un buen rato hablando de la familia y de cómo les iban las cosas.

Nemec debía de tener poco más de sesenta años, dedujo Maura. Tenía el pelo entrecano y era muy delgado, aunque fuerte. Le pareció un hombre simpático y sencillo.

Con todo, la ansiedad que se apoderó de ella en la consulta de Harry no hizo sino aumentar. Se había esforzado lo indecible por recordar el rostro del impostor que entró en la habitación del hospital, pero cuanto más lo intentaba, más nebulosos se hacían sus recuerdos de aquel día. Pensaba que quizá entre el delírium trémens, la operación y las pastillas le distorsionaron tanto la realidad que, a lo mejor, no vio lo que creía haber visto.

A Maura le temblaban tanto las manos que tuvo que dejar la taza de té en la bandeja. Permaneció en silencio mientras Harry exponía la situación. También Nemec escuchó atentamente. Luego, de pronto, se levantó y empezó a pasear de un lado a otro por detrás del sillón que ocupaba ella. Se detuvo al fin y posó las manos suavemente en sus hombros.

– No tiene por qué estar asustada, Maurie -le susurró Nemec al oído-. No tiene por qué.

Ella se sobresaltó. La había llamado Maurie. No había oído mal, no. Nunca la había llamado así nadie, salvo su padre, y sólo hasta los diez u once años.

Harry guardó silencio. Maura empezó a oír con mayor nitidez el ruido del tráfico. Se sentía flotar; sin diván, sin «piense en una cabaña», sin new age ni artimañas de ninguna clase. Pavel Nemec había movilizado sus personales recursos, así, como si nada.

Nemec se situó entonces frente a Maura y tocó sus sienes con las yemas de los dedos. Pese a tener los ojos cerrados, ella veía un tropel de imágenes y rostros que se agolpaban en su mente; cruzaban a velocidad de vértigo, como cuando se busca un fotograma concreto en un video. Había imágenes que relacionaba enseguida; otras, en cambio, no le decían nada.

De pronto, una escena empezó a repetírsele una y otra vez. Era su padre que, con una copa en la mano, se deba la vuelta hacia ella. Sus legañosos ojos la miraban con frío desdén. Más que hablar farfullaba. La reñía, tan furioso que echaba espuma por la boca.

«Eres una inútil, Maurie… No tienes remedio. Eres una calamidad…»

«Lo único que sabes hacer es darme quebraderos de cabeza. Igual que tu madre…»

«Salvo casarme con ella, tú eres el mayor error de mi vida… Es más: de no ser por ti, nunca me habría casado con ella…»

– Tranquila, Maurie -dijo Nemec con gentil firmeza-. Nunca jamás volverá a hablarte así… Estaba borracho, eso era todo. No merecías que te hablase de esa manera, pero él no pudo evitarlo -añadió, a la vez que con sus tranquilizadoras manos cubría las orejas de Maura-. Hacías todo lo que podías por complacerlo. Se odiaba demasiado para poder sentir verdadero amor por nadie… Nunca se detuvo a pensar en el daño que te hacía… Ahora debes dejarlo correr, Maura… Puedes dejarlo correr para siempre.

El torbellino de imágenes empezó a remitir. Maura sabía que tenía los ojos cerrados, pero podía ver al mago con su cárdigan gris paseando de un lado a otro frente a ella. Su aprensión había desaparecido. El desdén que sentía por sí misma, y que había entorpecido su vida durante tanto tiempo, acababa de desaparecer y de dejarla con una increíble sensación de paz.

Lo único que consiguió su padre con sus destemplados rapapolvos fue herir su orgullo y apocarla. Ni siquiera a su muerte logró erradicar las perniciosas semillas que sembró en ella. A lo largo de su vida, cada vez que estaba a punto de lograr un éxito, su patológica desconfianza en sí misma la inducía a sabotear su propio éxito, a destruirlo.

Inútil… ¿Qué edad podía tener cuando empezó a decírselo? ¿Siete u ocho años?

Ahora, por fin, sabía que jamás había sido, de verdad, ella misma. Nunca. Tampoco mereció nunca que Arthur Hughes la tratase como lo hacía, pero, como acababa de decirle Pavel, nunca podría volver a herirla.

Con los ojos aún cerrados, Maura vio que Nemec se acercaba a la mesa y cogía su bloc de dibujo y un carboncillo. Luego notó que se lo dejaba en el regazo.

«Tenemos trabajo que hacer -le oyó decir, aunque segura de que no lo había verbalizado-. Ahora eres libre, Maura; libre para ver lo que te interesa en estos momentos…»

Como Harry le contaría después, ella no abrió los ojos ni una sola vez hasta que hubo terminado el retrato con todo detalle. Harry le explicaría también cómo deslizaba el carboncillo sobre el papel, el laborioso pero armónico proceso mediante el cual tomó forma el rostro, de un modo casi sobrenatural. Y le referiría, asimismo, el momento exacto en que, mientras ella le daba los últimos toques al sombreado, Harry reconoció el rostro.

Maura alargó los brazos y movió la cabeza en sentido circular. Se sentía relajada y fresca, como si acabase de salir de la piscina de un balneario. Era consciente de haber dibujado el retrato del asesino de Evelyn DellaRosa. También sabía que Pavel Nemec la había ayudado más que ningún psicólogo. Había distorsiones en la percepción que tenía de sí misma (respecto de las que a ella no le cabía ninguna responsabilidad); distorsiones que, una y otra vez, la inducían a un comportamiento autodestructivo; distorsiones que, reiteradamente, tenían su fin en el incumplimiento de sus buenos propósitos.

Se acabó… Ni una gota más.

Maura abrió los ojos y miró el dibujo. Luego incluyó la pajarita que llevaba el hombre que acababa de retratar (incluso la coloreó de verde, con algunos toques dorados).

Pavel Nemec había vuelto a sentarse y bebía té con desenfadado talante.

– ¿Cómo lo consigue? -preguntó ella.

Él le sonrió amablemente y se encogió de hombros.

– No siempre tengo tanto éxito con mis clientes. A veces, es como si caminase entre una densa niebla. En otras ocasiones, como hoy, veo con increíble claridad. Me parece que me esperaba usted desde hacía mucho tiempo, Maura. Posiblemente desde hace años.

– ¿Ha hecho usted algo acerca de mi alcoholismo, verdad?

– No. Lo ha hecho usted. Y del modo más decidido, debo añadir.

Con los ojos llenos de lágrimas, Maura le tendió el dibujo a Harry.

– Lo he conseguido.

– El parecido es asombroso.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque lo vi. Al mismo hombre que usted ha retratado. Estuvo frente a la puerta de su habitación durante todo el tiempo que yo estuve dentro. Aguardaba la oportunidad de terminar lo que empezó cuando ordenó que le inyectasen el gotero a Evie.

– ¿Fuera de la habitación?

– Abrillantaba los suelos, con los auriculares de un walkman puestos. Es la clase de persona que ve uno continuamente sin, en realidad, reparar en ella. Las enfermeras no lo vieron subir a la planta, después de que yo me marchase, porque no subió. Ya estaba allí. Y se marchó antes de que yo regresara.

– ¿Está seguro? -le preguntó Maura.

Harry estudió el retrato durante unos segundos.

– No he estado tan seguro de nada en toda mi vida -contestó Harry-. Ustedes dos forman un equipo excepcional.

Maura se acercó a aquel hombre tan extraordinario como modesto y lo besó en la mejilla.

– Mucho mejor equipo de lo que imagina -dijo ella, sonriente.

Загрузка...