8

El coronel Navarro Falcón llega al parque de Monteleón poco antes de las tres de la tarde, cuando todo ha terminado. Y el panorama lo espanta. La tapia está picada de balazos y la calle de San José, la puerta y el patio del cuartel, cubiertos de escombros y cadáveres. Los franceses agrupan en la explanada a una treintena de paisanos prisioneros y desarman a artilleros y Voluntarios del Estado, haciéndolos formar aparte. Navarro Falcón se identifica ante el general Lefranc, que lo trata muy desabrido -aún atienden al general Lagrange, maltrecho por la espada de Daoiz-, y luego recorre el lugar, interesándose por la suerte de unos y otros. Es el capitán Juan Cónsul, que pertenece al arma de artillería, quien le da el primer informe de la situación.

– ¿Dónde está Daoiz? -pregunta el coronel.

Cónsul, cuyo rostro muestra los estragos del combate, hace un ademán vago, de extremo cansancio.

– Lo han llevado a su casa, muy grave… Muriéndose. No había camilla, así que lo pusieron sobre una escalera y una manta.

– ¿Y Pedro Velarde?

El otro señala un montón de cadáveres agrupados junto a la fuente del patio.

– Ahí.

El cuerpo desnudo de Velarde está tirado de cualquier manera entre otros, pues los franceses lo han despojado de sus ropas. La casaca verde de estado mayor despertó la codicia de los vencedores. Navarro Falcón se queda inmóvil, paralizado por el estupor. Todo resulta peor de lo que imaginó.

– ¿Y los escribientes de mi despacho que vinieron con él?… ¿Dónde está Rojo?

Cónsul lo mira como si le costara entender lo que le dice. Tiene los ojos enrojecidos y la mirada opaca. Al cabo de un instante mueve despacio la cabeza.

– Muerto, me parece.

– Dios mío… ¿Y Almira?

– Se fue acompañando a Daoiz.

– ¿Y qué hay de los demás?… Los artilleros y el teniente Arango.

– Arango está bien. Lo he visto por ahí, con los franceses… De los artilleros hemos perdido a siete, entre muertos y heridos. Más de la tercera parte de los que teníamos aquí.

– ¿Y los Voluntarios del Estado?

– De ésos también han caído muchos. La mitad, por lo menos. Y paisanos, más de sesenta.

El coronel no puede apartar la vista del cadáver de Pedro Velarde: tiene los párpados entornados, la boca abierta y la piel pálida, cerúlea, resalta el orificio del balazo junto al corazón.

– Ustedes están locos… ¿Cómo se les ocurrió hacer lo que han hecho?

Cónsul señala un charco de sangre junto a los cañones, allí donde cayó Daoiz tras atravesar con su sable al general francés.

– Luis Daoiz asumió la responsabilidad -dice encogiéndose de hombros-. Y nosotros lo seguimos.

– ¿Lo siguieron?… ¡Ha sido una barbaridad! ¡Una locura que nos costará cara a todos!

Interrumpe la conversación un capitán ayudante del general La Riboisiére, comandante de la artillería francesa. Tras preguntarle al coronel en correcto español si es el jefe de la plaza, le pide las llaves de los almacenes, del museo militar y de la caja de caudales. Al haber sido tomado el cuartel por la fuerza de las armas, añade, todos los efectos pertenecen al ejército imperial.

– No tengo nada que entregarle -responde Navarro Falcón-. Ustedes se han apoderado de todo, así que no necesitan ninguna maldita llave.

– ¿Perdón?

– Que me deje en paz, hombre.

El francés lo contempla desconcertado, mira a Cónsul como poniéndolo por testigo de la descortesía, y luego, secamente, da media vuelta y se aleja.

– ¿Qué va a ser de nosotros? -le pregunta Cónsul al coronel.

– No sé. No tengo instrucciones, y los franceses van a lo suyo… Usted procure salir de aquí con nuestros artilleros, en cuanto sea posible. Por lo que pueda pasar.

– Pero el capitán general… La Junta de Gobierno…

– No me haga usted reír.

Cónsul señala hacia el grupo de Voluntarios del Estado, que con el capitán Goicoechea se concentran en un ángulo del patio, desarmados y exhaustos.

– ¿Qué pasa con ellos?

– No sé. Sus jefes tendrán que ocuparse, supongo. Sin duda mediará el coronel Giraldes… Yo voy a mandarle una nota al capitán general, explicando que los artilleros se han involucrado a su pesar, por culpa de Daoiz, y que toda la responsabilidad es de ese oficial. Y de Velarde.

– Eso no es exacto, mi coronel… Al menos no del todo.

– ¿Qué más da? -Navarro Falcón baja la voz-. Ni uno ni otro tienen ya nada que perder. Velarde está ahí tirado, y Daoiz muriéndose… Usted mismo preferirá eso a que lo fusilen.

Cónsul guarda silencio. Parece demasiado aturdido para razonar.

– ¿Qué les harán a los paisanos? -inquiere al fin.

El coronel tuerce el gesto.

– Ésos no pueden alegar que cumplían órdenes. Y tampoco son asunto mío. Nuestra responsabilidad termina en…

A mitad de la frase, Navarro Falcón se interrumpe, incómodo. Acaba de advertir un punto de desprecio en los ojos de su subordinado.

– Me voy -añade, brusco-. Y recuerde lo que acabo de decir. En cuanto sea posible, lárguese.

Juan Cónsul -morirá poco tiempo después, batiéndose en la defensa de Zaragoza- asiente con aire ausente, desolado, mientras mira en torno.

– Lo intentaré. Aunque alguien debe quedarse al mando de esto.

– Al mando están los franceses, como ve -zanja el coronel-. Pero dejaremos al teniente Arango, que es el oficial más moderno.


La suerte de los paisanos apresados en Monteleón no inquieta sólo al capitán Cónsul, sino que angustia, y mucho, a los interesados. Agrupados primero al fondo del patio bajo la estrecha vigilancia de un piquete francés, y ahora encerrados en las caballerizas del parque, acomodándose como pueden entre el estiércol y la paja mugrienta, una treintena de hombres -el número crece a medida que los franceses traen a los que encuentran escondidos o apresan en las casas vecinas- esperan a que se decida su destino. Son los que no lograron saltar la tapia o esconderse en sótanos y desvanes, y han sido apresados junto a los cañones o en las dependencias del parque. Que los hayan puesto aparte de los militares les da mala espina.

– Al final sólo pagaremos nosotros -comenta el oficial de obras Francisco Mata.

– Puede que nos respeten la vida -opone uno de sus compañeros de infortunio, el portero de juzgado Félix Tordesillas.

Mata lo mira, escéptico.

– ¿Con todos los gabachos que hemos aviado hoy?… ¡Qué carajo nos van a respetar!

Mata y Tordesillas pertenecen al grupo de civiles que lucharon desde las ventanas del edificio principal, bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Con ellos se encuentran, entre otros, el cerrajero abulense Bernardo Morales, el carpintero Pedro Navarro, el dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo, un vecino del barrio llamado Antonio González Echevarría -alcanzado por un astillazo en la frente que aún sangra-, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto junto a los cañones, a cuyo cadáver no ha podido dedicar otra piedad filial que cubrirle el rostro con un pañuelo.

– ¿Alguien ha visto a Pedro el panadero?

– Lo mataron.

– ¿Y a Quico García?

– También. Lo vi caer donde los cañones, con la mujer de Beguí.

– Pobrecilla… Más redaños que muchos, tenía ésa. ¿Dónde está el marido?

– No sé. Creo que pudo largarse a tiempo.

– Ojalá yo no hubiera esperado tanto. No me vería en las que me veo.

– Y en las que te vas a ver.

Se abre el portón de la cuadra, y los franceses empujan dentro a un nuevo grupo de prisioneros. Vienen muy maltratados de golpes y culatazos, tras ser sorprendidos queriendo saltar la tapia desde las cocinas. Se trata del oficial sangrador Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, el sastre Eugenio Rodríguez -que viene cojeando de una herida, sostenido por su hijo Antonio Rodríguez López- y el almacenista de carbón Cosme de Mora, que, aunque contuso de los golpes recibidos, muestra su alegría por encontrar vivos a Tordesillas, a Mata y al carpintero Navarro, con los que vino al parque formando partida.

– ¿Qué va a ser de nosotros? -se lamenta Eugenio Rodríguez, que tiembla mientras su hijo intenta vendarle la herida con un pañuelo.

– Va a ser lo que Dios quiera -apunta Cosme de Mora, resignado.

Recostado en la paja sucia, Francisco Mata blasfema en voz baja. Otros se santiguan, besan escapularios y medallas que sacan por los cuellos de las camisas. Algunos rezan.


Armado con un sable, saltando tapias y huertos por fuera de la puerta de Fuencarral, Blas Molina Soriano ha logrado fugarse del parque de Monteleón. El irreductible cerrajero salió en el último momento por la parte de atrás, después de ver caer al capitán Velarde, cuando los franceses irrumpían a la bayoneta en el patio. Al principio lo acompañaban en la fuga el hostelero José Fernández Villamil, los hermanos José y Miguel Muñiz Cueto y un chispero del Barquillo llamado Juan Suárez; pero a los pocos pasos tuvieron que separarse al ser descubiertos por una patrulla francesa, bajo cuyos disparos cayó herido el mayor de los Muñiz. Oculto después de dar un rodeo hasta la calle de San Dimas, Molina ve pasar a Suárez a lo lejos, maniatado entre franceses, pero ni rastro de Fernández Villamil y de los otros. Tras aguardar un rato, sin soltar el sable y resuelto a vender cara la vida antes que dejarse apresar, Molina decide ir a casa, donde su mujer, imagina, debe de estar consumida de angustia. Sigue adelante por San Dimas hasta el oratorio del Salvador, pero encontrando cortado por retenes franceses el paso de cuantas bocacalles dan a la plazuela de las Capuchinas, toma por la calle de la Cuadra hasta la casa de la lavandera Josefa Lozano, a la que encuentra en el patio, tendiendo ropa.

– ¿Qué hace usted aquí, señor Blas, y con un sable?… ¿Quiere que los gabachos nos degüellen a todos?

– A eso vengo, doña Pepa. A librarme de él, si me lo permite.

– ¿Y dónde quiere que meta yo eso, hombre de Dios?

– En el pozo.

La lavandera levanta la tapa que cubre el brocal, y Molina arroja el arma. Aliviado, tras asearse un poco y dejar que la mujer cepille su ropa para disimular las trazas del combate, prosigue camino. Y así, adoptando el aire más inocente del mundo, el cerrajero pasa entre una compañía de fusileros franceses -vascos, parecen por las boinas y el habla- en la plaza de Santo Domingo, y junto a un pelotón de granaderos de la Guardia en la calle de la Inquisición, sin que nadie lo detenga ni moleste. Cerca de casa encuentra a su vecino Miguel Orejas.

– ¿De dónde viene usted, amigo Molina?

– ¿De dónde va a ser?… Del parque de artillería. De batirme por la patria.

– ¡Atiza!… ¿Y cómo ha sido la cosa?

– Heroica.

Dejando a Orejas con la boca abierta, el cerrajero entra en su casa, donde encuentra a su mujer hecha un mar de lágrimas. Tras consolarla con un abrazo, pide un caldo y se lo bebe de pie. Luego sale de nuevo a la calle.


El disparo francés impacta en la pared, haciendo saltar fragmentos de yeso. Agachando la cabeza, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo retrocede por la calle de Santa Lucía mientras a su alrededor zumban los balazos. Se encuentra solo y asustado. Ignora si los franceses le dispararían con la misma saña de no advertir el fusil que lleva en las manos; pero, pese al miedo que le hace correr como un gamo, no está dispuesto a soltarlo. Aunque ya no le quedan cartuchos que disparar, ese fusil es el arma que le confiaron en el parque de artillería, con él ha combatido toda la mañana, y la bayoneta está manchada de sangre enemiga -el rechinar de acero contra hueso todavía le eriza la piel al recordar-. No sabe cuándo volverá a necesitarlo, así que procura no dejarlo atrás. Para eludir los disparos, el joven se mete por debajo de un arco, cruza un patio atropellando gallinas que picotean en el suelo, y tras pasar ante los ojos espantados de dos vecinas que lo miran como si fuese el diablo, sale a un callejón trasero, donde intenta recobrar el aliento. Está cansado y no logra orientarse, pues desconoce esas calles. Detente y piensa un poco, se dice, o caerás como un gorrión. Así que intenta respirar hondo y tranquilizarse. Le arden los pulmones y la boca, gris de morder cartuchos. Al fin decide volver sobre sus pasos. Hallando de nuevo a las vecinas del patio, les pide un vaso de agua con voz ronca, que ni él mismo reconoce. Se la traen, asustadas del fusil al principio, compadecidas luego de su juventud y su aspecto.

– Está herido -dice una de ellas.

– Pobrecillo. Tan joven.

Francisco Huertas niega primero con la cabeza, luego mira y comprueba que tiene un desgarrón en la camisa, al costado derecho, por donde mana sangre. La idea de que ha sido herido hace que le flojeen las piernas; pero un breve examen lo tranquiliza en seguida. Sólo es un rebote sin importancia: un impacto de bala fría de las que acaban de dispararle en la calle. Las mujeres le hacen una cura de urgencia, le dejan lavarse la cara en un lebrillo con agua y traen un trozo de pan y cecina, que devora con ansia. Poco a poco van acudiendo vecinos para informarse con el joven, que cuenta lo que ha visto en Monteleón; pero cada vez se arremolina más gente, hasta el punto de que Francisco Huertas teme que eso atraiga la atención de los franceses. Despidiéndose, termina el pan y la cecina, pregunta cómo llegar a la Ballesta y al hospital de los Alemanes, sale de nuevo a la parte de atrás y callejea con cautela, asomándose a cada esquina antes de aventurarse más allá. Siempre con su fusil en las manos.


Pasadas las tres de la tarde ya no se combate en la ciudad. Hace rato que las tropas imperiales controlan todas las plazas y avenidas principales, y las comisiones pacificadoras dispuestas por el duque de Berg recorren Madrid aconsejando a la gente que se mantenga tranquila, renuncie a manifestaciones hostiles y evite formar grupos que puedan ser considerados provocación por los franceses. «Paz, paz, que todo está compuesto», es la voz que extienden los miembros de esas comisiones, integradas por magistrados del Consejo y los Tribunales, el ministro de la Guerra O ’Farril y el general francés Harispe. Cada una va acompañada por un destacamento de tropas españolas y francesas, y a su paso, de calle en calle, se repiten las palabras de tranquilidad y concordia; hasta el punto de que los vecinos, confiados, se asoman a las puertas e intentan averiguar la suerte de familiares y conocidos, acudiendo a cuarteles y edificios oficiales o buscando sus cuerpos entre los cadáveres que los centinelas franceses impiden retirar. Murat desea mantener visibles los ejemplos del escarmiento, y algunos de esos cuerpos permanecerán varios días pudriéndose donde cayeron. Por incumplir la orden, Manuel Portón del Valle, de veintidós años, mozo del Real Refugio que ha pasado la mañana atendiendo a heridos por las calles, recibe un balazo cuando, junto a unos compañeros, intenta retirar un cadáver en las cercanías de la plaza Mayor.

Mientras las comisiones de paz recorren Madrid, Murat, que ha dejado la cuesta de San Vicente para echar un vistazo al Palacio Real antes de volver a su cuartel general del palacio Grimaldi, dicta a sus secretarios una proclama y una orden del día. En la proclama, enérgica pero conciliadora, garantiza a los miembros de la Junta y a los madrileños el respeto a sus luces y opiniones, anunciando duras medidas represivas contra quienes alteren el orden público, maten franceses o lleven armas. En la orden del día, los términos son más duros:


El populacho de Madrid se ha sublevado y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada. En consecuencia, mando: 1.º El general Grouchy convocará esta noche la Comisión Militar. 2.º Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. 3.° La Junta de Gobierno va a hacer desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los habitantes que después de la ejecución de esta orden se hallaren armados, serán arcabuceados. 4.° Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. 5.° Toda reunión de más de ocho personas será considerada junta sediciosa y deshecha por la fusilería. 6 ° Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, de sus oficiales los padres y madres, de sus hijos; y los ministros de los conventos, de sus religiosos.


Sin embargo, las tropas francesas no esperan a recibir ese documento para aplicar sus términos. A medida que las comisiones pacificadoras recorren las calles y los vecinos regresan a sus hogares o salen confiados de éstos, piquetes imperiales detienen a todo sospechoso de haber participado en los combates, o a quien encuentran con armas, sean navajas, tijeras o agujas de coser sacos. Son así apresadas personas que nada han tenido que ver con la insurrección, como es el caso del cirujano y practicante Ángel de Ribacova, detenido por llevar encima los bisturís de su estuche de cirugía. También apresan los franceses, por una lima, al cerrajero Bernardino Gómez; al criado del convento de la Merced Domingo Méndez Valador, por un cortaplumas; al zapatero de diecinueve años José Peña, por una chaveta de cortar suela; y al arriero Claudio de la Morena, por una aguja de enjalmar sacos que lleva clavada en la montera. Los cinco serán fusilados en el acto: Ribacova, De la Morena y Méndez en el Prado, Gómez en el Buen Suceso, y Peña en la cuesta del Buen Retiro.

Lo mismo ocurre con Felipe Llorente y Cárdenas, un cordobés de veintitrés años, de buena familia, que vino hace unos días a Madrid con su hermano Juan para participar en los actos de homenaje a Fernando VII por su exaltación al trono. Esta mañana, sin comprometerse a fondo en ningún combate, ambos hermanos han ido de un sitio para otro, participando de la algarada más como testigos que como actores. Ahora, sosegada la ciudad, al pasar por el arco de la plaza Mayor que da a la calle de Toledo se ven detenidos por un piquete francés; pero mientras Juan Llorente logra eludir a los imperiales, metiéndose en un portal cercano, Felipe es detenido al hallársele una pequeña navaja en el bolsillo. Su hermano no volverá a saber nunca de él. Sólo días más tarde, entre los despojos recogidos por los frailes de San Jerónimo a los fusilados en el Retiro y el Prado, la familia de Felipe Llorente podrá identificar su frac y sus zapatos.


Algunos, pese a todo, logran salvarse. Y no faltan actos de piedad por parte francesa. Es el caso de los siete hombres atados que unos dragones conducen por Antón Martín, a los que un caballero bien vestido consigue liberar convenciendo al teniente que manda el destacamento. O el de los casi cuarenta paisanos a los que una de las comisiones pacificadoras -la encabezada por el ministro O’Farril y el general Harispe- encuentra en la calle de Alcalá, junto al palacio del marqués de Valdecarzana, cercados como ovejas y a punto de ser conducidos al Buen Retiro. La presencia del ministro español y el jefe francés logra convencer al oficial de la fuerza imperial.

– Váyanse de aquí -dice O’Farril a uno de ellos en voz baja- antes de que estos señores se arrepientan.

– ¿Llama señores a estos bárbaros?

– No abuse de su paciencia, buen hombre. Ni de la mía.

Otro afortunado que salva la vida en última instancia es Domingo Rodríguez Carvajal, criado de Pierre Bellocq, secretario intérprete de la embajada de Francia. Tras haberse batido en la puerta del Sol, donde unos amigos lo recogieron con una herida de bala, un sablazo en un hombro y otro que se le ha llevado tres dedos de la mano izquierda, a Rodríguez Carvajal lo conducen a casa de su amo, en el número 32 de la calle Montera. Allí, mientras al herido lo atiende el cirujano de la diputación del Carmen don Gregorio de la Presa -la bala no puede extraerse, y Rodríguez Carvajal la llevará dentro el resto de su vida-, el propio monsieur Bellocq, poniendo una bandera en la puerta, recurrirá a su condición diplomática para impedir que los soldados franceses detengan al sirviente.

Pocos gozan hoy de esa protección. Guiados por delatores, a veces vecinos que desean congraciarse con los vencedores o tienen cuentas pendientes, los franceses entran en las casas, las saquean y se llevan a quienes se refugiaron en ellas después de la lucha, sin distinción entre sanos y heridos. Eso le ocurre a Pedro Segundo Iglesias López, un zapatero de treinta años que, tras salir de su casa de la calle del Olivar con un sable y haber matado a un francés, al volver en busca de su madre anciana es denunciado por un vecino y detenido por los franceses. También a Cosme Martínez del Corral, que logró evadirse del parque de artillería, van a buscarlo a su casa de la calle del Príncipe y lo conducen a San Felipe, sin darle tiempo a desprenderse de los 7.250 reales en cédulas que lleva en los bolsillos. Siguen llenándose de ese modo los depósitos de prisioneros establecidos en las covachuelas de San Felipe, en la puerta de Atocha, en el Buen Retiro, en los cuarteles de la puerta de Santa Bárbara, Conde-Duque y Prado Nuevo, y en la residencia misma de Murat, mientras una comisión mixta, formada por parte francesa por el general Emmanuel Grouchy y por la española por el teniente general José de Sexti, se dispone a juzgar sumariamente y sin audiencia a los presos, en virtud de bandos y proclamas que la mayor parte de éstos ni siquiera conoce.

Muchos franceses, además, actúan por iniciativa propia. Piquetes, retenes, rondas y centinelas no se limitan a registrar, detener y enviar presos a los depósitos, sino que se toman la justicia en caliente y por su mano, roban y matan. En la puerta de Atocha, el cabrero Juan Fernández se considera afortunado porque los franceses lo dejan ir después de quitarle sus treinta cabras, dos borricos, cuanto dinero lleva encima, la ropa y las mantas. Alentados por la pasividad de sus jefes, y a veces incitados por ellos, suboficiales, caporales y simples soldados se convierten en fiscales, jueces y verdugos. Las ejecuciones espontáneas se multiplican ahora en la impunidad de la victoria, teniendo por escenario las afueras en la Casa de Campo, las orillas del Manzanares, las puertas de Segovia y Santa Bárbara y las alcantarillas de Atocha y Leganitos, pero también en el interior de la ciudad. Son numerosos los madrileños que mueren así, cuando el eco de las voces de «paz, paz, todo está compuesto» aún no se extingue en las calles. Caen de ese modo, fusilados o malheridos en esquinas, callejones y zaguanes, tanto paisanos que se batieron, como inocentes que sólo asoman a la puerta o pasan por allí. Es el caso, entre muchos, de Facundo Rodríguez Sáez, guarnicionero, a quien los franceses hacen arrodillarse y fusilan ante la casa donde trabaja, número 13 de la calle de Alcalá; del sirviente Manuel Suárez Villamil, que yendo con un recado de su amo, el gobernador de la Sala de Alcaldes don Adrián Martínez, es apresado por unos soldados que le rompen las costillas a culatazos; del grabador suizo casado con una española Pedro Chaponier, maltratado y muerto por una patrulla en la calle de la Montera; del empleado de Reales Caballerizas Manuel Peláez, a quien dos amigos suyos, el sastre Juan Antonio Álvarez y el cocinero Pedro Pérez, que lo buscan por encargo de su esposa, encuentran tendido boca abajo y con la parte posterior del cráneo destrozada, cerca del Buen Suceso; del trajinero Andrés Martínez, septuagenario que, ajeno por completo al motín, es asesinado con su compañero Francisco Ponce de León al encontrarles una navaja los centinelas de la puerta de Atocha, cuando ambos vienen de Vallecas trayendo una carga de vino; y del arriero Eusebio José Martínez Picazo, a quien roban los franceses su recua de mulos antes de pegarle un tiro en las tapias de Jesús Nazareno.

Algunos de los que han combatido y se fían de las proclamas de la comisión pacificadora pagan esa confianza con la vida. Eso ocurre al agente de negocios Pedro González Álvarez, que tras formar parte del grupo que se batió en el paseo del Prado y el jardín Botánico fue a refugiarse en el convento de los Capuchinos. Ahora, convencido por los frailes de que se han publicado las paces, sale a la calle, es cacheado por un piquete francés, y al encontrarle una pistola pequeña en la levita, lo desvalijan, desnudan y fusilan sin más trámite en la cuesta del Buen Retiro. También es la hora del saqueo. Dueños los vencedores de las calles, señalados los lugares desde donde se les hizo fuego o codiciosos de los bienes de propietarios acomodados, los imperiales disparan contra quien les apetece, derriban puertas, entran a mansalva en donde pueden, roban, maltratan y matan. En la calle de Alcalá, la intervención de oficiales franceses alojados en los palacios del marqués de Villamejor y del conde de Talara impide que sus soldados saqueen estos edificios; pero nadie frena a la turba de mamelucos y soldados que a pocos pasos de allí asalta el palacio del marqués de Villescas. Ausente el dueño de la casa, sin nadie que imponga respeto a los desvalijadores, invaden éstos el recinto con el pretexto de que por la mañana se les hizo fuego; y mientras unos destrozan las habitaciones y se apoderan de cuanto pueden, otros sacan a rastras al mayordomo José Peligro, a su hijo el cerrajero José Peligro Hugart, al portero -un antiguo soldado inválido llamado José Espejo- y al capellán de la familia. La mediación de un coronel francés salva la vida al capellán; pero el mayordomo, su hijo y el portero son asesinados a tiros y sablazos en la puerta misma, ante los ojos espantados de los vecinos que miran desde ventanas y balcones. Entre los testigos que darán fe de la escena se cuenta el impresor Dionisio Almagro, vecino de la calle de las Huertas, quien sorprendido por el tumulto se refugió en casa de su pariente el funcionario de policía Gregorio Zambrano Asensio, que hace mes y medio trabajaba para Godoy, antes de tres meses trabajará para el rey José, y dentro de seis años perseguirá liberales por cuenta de Fernando VII.

– Quien la hace, la paga -comenta Zambrano, a resguardo tras las cortinas del mirador.


El mismo drama se repite en otros lugares, desde palacios de la nobleza hasta casas de mercaderes ricos o viviendas humildes que se saquean e incendian. Sobre las cinco de la tarde, el alférez de fragata Manuel María Esquivel, que por la mañana logró retirarse al cuartel desde la casa de Correos con su pelotón de granaderos de Marina, se presenta ante el capitán general de Madrid, don Francisco Javier Negrete, para recibir el santo y seña de la noche. Allí lo hacen entrar en el despacho del general, y éste le ordena que tome veinte soldados y acuda a proteger la casa del duque de Híjar, que está siendo saqueada por los franceses.

– Por lo visto -explica Negrete-, cuando esta mañana salía el general Nosecuantos, que se alojaba allí, el portero le disparó un pistoletazo a bocajarro. El desgraciado no hizo blanco, pero mató un caballo. Así que lo arcabucearon sobre la marcha y marcaron la casa para luego… Ahora, según parece, quieren usar el pretexto para robar cuanto puedan.

Antes de que termine de hablar el capitán general, Esquivel ha advertido la enormidad de lo que le viene encima.

– Estoy a la orden de usía -responde, lo más sereno que puede-. Pero tenga en cuenta que si ellos persisten y no ceden a mis razones, tendré que valerme de la fuerza.

– ¿Ellos?

– Los franceses.

El otro lo mira en silencio, fruncido el ceño. Luego baja los ojos y se pone a manosear los papeles que tiene sobre la mesa.

– Usted lo que tiene que hacer es infundir respeto, alférez.

Esquivel traga saliva.

– Tal como están las cosas, mi general -apunta con suavidad-, hacerse respetar será difícil. No estoy seguro de que…

– Procure no comprometerse -lo interrumpe secamente el otro, sin apartar la vista de los papeles.

El sudor humedece el cuello de la casaca del oficial. No hay orden escrita ni nada que se le parezca. Veinte soldados y un alférez echados a los leones con una simple instrucción verbal.

– ¿Y si a pesar de todo me veo comprometido?

Negrete no despega los labios, sigue con los papeles y pone cara de dar por terminada la conversación. Esquivel intenta tragar saliva de nuevo, pero tiene la boca seca.

– ¿Puedo al menos municionar a mi tropa?

El capitán general de Madrid y Castilla la Nueva ni siquiera alza la cabeza.

– Retírese.

Media hora más tarde, al frente de veinte granaderos de Marina a los que ha ordenado calar bayonetas, cargar los fusiles y llevar veinte tiros en las cartucheras, el alférez Esquivel llega al palacio de Híjar, en la calle de Alcalá, y distribuye a sus hombres frente a la fachada. Según cuenta un aterrorizado mayordomo, los franceses se han ido tras saquear la planta baja, aunque amenazando con volver para ocuparse del resto. El mayordomo le muestra a Esquivel el cadáver del portero Ramón Pérez Villamil, de treinta y seis años, que yace en el patio, en un charco de sangre y con una servilleta puesta sobre la cara. También refiere el mayordomo que un repostero de la casa, Pedro Álvarez, que intervino con Pérez Villamil en el ataque al general francés, logró escapar hasta la calle de Cedaceros, donde quiso refugiarse en casa de un tapicero conocido suyo; pero al encontrar la puerta cerrada, abandonada la vivienda por haber muerto ante ella un dragón, fue preso y llevado entre golpes al Prado. Varios chicuelos de la calle, que fueron detrás, lo han visto fusilar junto con otros.

– ¡Vuelven los franceses, mi alférez!… ¡Hay varios en la puerta!

Esquivel acude como un rayo. Al otro lado de la calle se ha congregado una docena de soldados imperiales, que rondan con malas intenciones. No hay oficiales entre ellos.

– Que nadie se mueva sin órdenes mías. Pero no les quitéis ojo.

Los franceses permanecen allí un buen rato, sentados a la sombra, sin decidirse a cruzar la calle. La disciplinada presencia de los granaderos de Marina, con sus imponentes uniformes azules y gorros altos de piel, parece disuadirlos de intentar nada. Al cabo, para alivio del alférez de fragata, terminan alejándose. El palacio del duque de Híjar seguirá a salvo durante las cinco horas siguientes, hasta que la fuerza de Esquivel sea relevada por un piquete del batallón francés de Westfalia.


Pocos sitios en Madrid gozan de la misma protección que la casa del duque de Híjar. El temor a represalias francesas hace que numerosos vecinos abandonen sus hogares. No hacerlo cuesta la vida al sastre Miguel Carrancho del Peral, antiguo soldado licenciado tras dieciocho años de servicio, a quien los franceses queman vivo en su casa de Puerta Cerrada. A punto está de costársela, también, al cerrajero asturiano Manuel Armayor, herido a primera hora en las descargas de Palacio. Cuando lo llevaban a su domicilio de la calle de Segovia, los acompañantes descubrieron los cuerpos de dos franceses muertos en la calle. No queriendo dejarlo allí aunque se desangraba por varias heridas, avisaron a su mujer, que bajó a toda prisa, con lo puesto; y así, escoltado el matrimonio por algunos vecinos y conocidos, buscó refugio en casa de un criado del príncipe de Anglona, en la Morería Vieja. Tan prudente medida acaba de salvar la vida del cerrajero. Encolerizados los franceses por sus camaradas muertos, interrogan a los vecinos, y uno delata a Manuel Armayor como combatiente de la jornada. Los soldados hunden la puerta y, al no hallarlo dentro, incendian el edificio.


– ¡Suben los franceses!

El grito sobresalta la casa del corredor de Vales Reales Eugenio Aparicio y Sáez de Zaldúa, en el número 4 de la puerta del Sol. Se trata del bolsista más rico de Madrid. Su vivienda, que en días anteriores fue visitada amistosamente por jefes y oficiales imperiales, es confortable y lujosa, llena de cuadros, alfombras y objetos de valor. Nadie ha combatido hoy desde ella. Al comenzar la primera carga de caballería francesa, Aparicio ordenó a su familia retirarse al interior y a los criados cerrar las ventanas. Sin embargo, según cuenta una sirvienta que sube aterrorizada del piso de abajo, durante el combate con los mamelucos quedó muerto uno en la puerta, atravesado en ella y cosido a navajazos. Es el propio general Guillot -uno de los militares franceses que en días pasados visitaron la casa- el que ha ordenado el allanamiento.

– ¡Tranquilos todos! -ordena Aparicio a su familia, parientes y servidumbre, mientras se adelanta al rellano de la escalera-. Yo trataré con esos caballeros.

La palabra caballeros no es la que cuadra a la soldadesca enfurecida: una veintena de franceses cuyas botas y vocerío resuenan en los peldaños de madera, hundiendo puertas en los pisos de abajo, destrozándolo todo a su paso. Al primer vistazo, Aparicio se hace cargo de la situación. Allí no hay buenas palabras que valgan; de modo que, con presencia de ánimo, vuelve a toda prisa a su gabinete, coge de un secreter un rollizo talego de pesos duros, y de regreso al rellano vacía las monedas sobre los franceses. Eso no los detiene, sin embargo. Siguen escaleras arriba, llegan hasta él, y lo zarandean entre golpes y culatazos. Acuden a socorrerlo su sobrino de dieciocho años Valentín de Oñate Aparicio y un dependiente de la empresa familiar, el zaragozano Gregorio Moreno Medina, de treinta y ocho. Se ensañan con ellos los franceses, matan a bayonetazos al sobrino, arrojándolo luego por el hueco de la escalera, y arrastran abajo a Eugenio Aparicio y al empleado Moreno, al que un mameluco hace arrodillarse y degüella en el portal. A Aparicio lo sacan a la calle, y tras apalearlo hasta reventarle las entrañas lo rematan en la acera, a sablazos. Después suben otra vez a la casa, buscando más gente en la que cebarse. Para entonces la esposa de Aparicio ha logrado escapar por los tejados con su hija de cuatro años, una criada y algunos servidores, refugiándose por la calle Carretas en la tahona de los frailes de la Soledad. Los franceses saquean la casa, roban todo el dinero y alhajas, y destruyen muebles, cuadros, porcelanas y cuanto no pueden llevarse consigo.


– El señor comandante dice que siente la muerte de tantos compatriotas suyos… Que lo siente de verdad.

Al escuchar las palabras que traduce el intérprete, el teniente Rafael de Arango mira a Charles Tristan de Montholon, coronel en funciones del 4.° regimiento provisional. Tras la retirada del grueso de las fuerzas imperiales, innecesarias ya en el conquistado parque de artillería, Montholon ha quedado al mando con quinientos soldados. Y lo cierto es que el jefe francés está tratando con humanidad a heridos y prisioneros. Hombre educado, generoso en apariencia, no parece guardar rencor por su breve cautiverio. «Azares de la guerra», comentó hace un rato. Ante el estrago de tanto muerto y herido, muestra una expresión apenada, noble. Parece sincero en tales sentimientos, así que el teniente Arango se lo agradece con una inclinación de cabeza.

– También dice que eran hombres valientes -añade el intérprete-. Que todos los españoles lo son.

Arango mira en torno, sin que las palabras del francés lo consuelen del triste panorama que se ofrece a sus ojos enrojecidos, donde el humo de pólvora que le tizna el rostro forma legañas negras. Sus jefes y compañeros lo han dejado solo para ocuparse de los heridos y los muertos. Los demás se fueron con orden de mantenerse a disposición de las autoridades, después de un tira y afloja entre el duque de Berg -que pretendía fusilarlos a todos- y el infante don Antonio y la Junta de Gobierno. Ahora parece haberse impuesto la cordura. Quizá los imperiales y las autoridades españolas hagan cuenta nueva con los militares sublevados, atribuyendo la responsabilidad de lo ocurrido a los paisanos y a los muertos. De éstos hay donde escoger. Todavía se identifican cadáveres españoles y franceses. En el patio del cuartel, donde los cuerpos se alinean cubiertos unos por sábanas y mantas y descubiertos otros en sus horribles mutilaciones, grandes regueros de sangre apenas coagulada bajo el sol surcan la tierra de fango rojizo.

– Un espectáculo lamentable -resume el comandante francés.

Es más que eso, piensa Arango. El primer balance, sin considerar los muchos que morirán de sus heridas en las próximas horas y días, es aterrador. A ojo, en un primer vistazo, calcula que los franceses han tenido en Monteleón más de quinientas bajas, sumando muertos y heridos. Entre los defensores, el precio es también muy alto. Arango ha contado cuarenta y cuatro cadáveres y veintidós heridos en el patio, y desconoce cuántos habrá en el convento de las Maravillas. Entre los militares, además de los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz, siete artilleros y quince de los Voluntarios del Estado que vinieron con el capitán Goicoechea están muertos o heridos, y se ignora la suerte reservada al centenar de paisanos apresados al final del combate; aunque según las disposiciones del mando francés -fusilar a quienes hayan tomado las armas- ésta tiene mal cariz. Por fortuna, mientras los imperiales entraban por la puerta principal, buena parte de los defensores pudo saltar la tapia de atrás y darse a la fuga. Aun así, antes de irse con los capitanes Cónsul y Córdoba, los oficiales supervivientes y el resto de los artilleros y Voluntarios del Estado -desarmados y con la aprensión de que los franceses cambien de idea y los arresten de un momento a otro-, Goicoechea confió a Arango que en los sótanos y desvanes del parque hay numerosos civiles escondidos. Eso inquieta al joven teniente, que procura disimularlo ante el comandante francés. No sabe que casi todos lograrán escapar, sacados de allí con sigilo al llegar la noche por el teniente de Voluntarios del Estado Ontoria y el maestro de coches Juan Pardo.

Hay un grupo de heridos puestos aparte, bajo la sombra del porche del pabellón de guardia. Alejándose de Montholon y del intérprete, Rafael de Arango se acerca a ellos mientras camilleros franceses y españoles empiezan a trasladarlos a casa del marqués de Mejorada, en la calle de San Bernardo, convertida en hospital por los imperiales. Son los artilleros y Voluntarios del Estado que siguen vivos. Separados de los paisanos, esperan el momento de su evacuación, después de que la buena voluntad del comandante francés haya facilitado las cosas.

– ¿Cómo se encuentra, Alonso?

El cabo segundo Eusebio Alonso, tumbado sobre un lodoso charco de sangre con un torniquete y un vendaje empapado de rojo en la ingle, lo mira con ojos turbios. Fue herido de mucha gravedad en el último instante de la lucha, batiéndose junto a los cañones.

– He tenido días mejores, mi teniente -responde con voz muy baja.

Arango se pone en cuclillas a su lado, contemplando el rostro del bravo veterano: demacrado y sucio, el pelo revuelto, los ojos enrojecidos de sufrimiento y fatiga. Hay costras de sangre seca en la frente, el bigote y la boca.

– Van a llevárselo ahora al hospital. Se pondrá bien.

Alonso mueve la cabeza, resignado, y con débil ademán se indica la ingle.

– Ésta es la del torero, mi teniente… La femoral, ya sabe. Me voy despacito, pero me voy.

– No diga bobadas. Lo van a curar. Yo mismo me ocuparé de usted.

El cabo frunce un poco el ceño, como si las palabras de su superior lo incomodaran. Muchos años más tarde, al escribir una relación de esta jornada, Arango recordará puntualmente sus palabras:

– Acuda usted mejor a quien pueda tener remedio… Yo no me he quejado ni he llamado a nadie… Yo no llamo más que a descansar de una vez. Y lo hago conforme, porque muero por mi rey, y en mi oficio.

Tras vigilar el traslado de Alonso -fallecerá poco después, en el hospital- Arango se acerca a echar un vistazo al teniente Jacinto Ruiz, a quien en ese momento colocan en una camilla. Ruiz, que hasta ahora no ha recibido más atención que un mal vendaje, está pálido por la pérdida de sangre. Su respiración entrecortada hace temer a Arango -ignora que el teniente de Voluntarios del Estado padece de asma- que haya una lesión mortal en los pulmones.

– Se lo llevan ahora, Ruiz -le dice Arango, inclinándose a su lado-. Se curará.

El otro lo mira aturdido, sin comprender.

– ¿Van a… fusilarme? -pregunta al fin, con voz desmayada.

– No diga barbaridades, hombre. Todo acabó.

– Morir desarmado… De rodillas -balbucea Ruiz, cuya piel sucia reluce de sudor-. Una ignominia… No es final para un soldado.

– Nadie va a fusilarle, créame. Nos han dado garantías.

La mano derecha del herido, asombrosamente vigorosa por un momento, se engarfía en un brazo de Arango.

– Fusilado no es… manera honrosa… de acabar.

Dos enfermeros se hacen cargo del teniente. Al levantar la camilla su cabeza cae a un lado, balanceándose al paso de quienes lo llevan. Arango lo mira alejarse, y luego echa un vistazo en torno. No tiene nada más que hacer allí -los civiles heridos están siendo llevados al convento de las Maravillas-, y las palabras de Jacinto Ruiz le producen singular desazón. Su experiencia de las últimas horas, el trato que se da a los paisanos y la enormidad de las bajas imperiales, lo preocupa. Arango sabe lo que puede esperarse de las garantías francesas y del poco vigor con que las autoridades españolas defienden a su gente. Todo dependerá, en última instancia, del capricho de Murat. Y no van a ser pundonorosos gentilhombres como el comandante Montholon los que detengan a su general en jefe, si éste decide dar amplio y sonado escarmiento. «Deberías poner tierra de por medio, Rafael», se dice con una punzada de alarma. De pronto, el recinto devastado del parque de artillería le parece una trampa de las que llevan derecho al cementerio.

Tomando su decisión, Arango va en busca del comandante imperial. Por el camino se compone la casaca, abrochándola para que adopte el aspecto más reglamentario posible. Una vez ante el francés, pide a través del intérprete licencia para ir a su casa.

– Sólo un momento, mi comandante. Para tranquilizar a mi familia.

Montholon se niega en redondo. Arango, traduce el intérprete, es su subordinado hasta nueva orden. Debe permanecer allí.

– ¿Soy prisionero, entonces?

– El señor comandante ha dicho subordinado, no prisionero.

– Pues dígale, por favor, que tengo un hermano mayor que me quiere como un padre. Que también el señor comandante tendrá familia, y compartirá mis sentimientos… Dígale que le doy mi palabra de honor de reintegrarme aquí inmediatamente.

Mientras el intérprete traduce, el comandante Montholon mantiene los ojos fijos en el oficial español. Pese a la diferencia de graduación, tienen casi la misma edad. Y es evidente que, aunque sus compatriotas han pagado un precio muy alto por tomar el parque, la tenacidad de la defensa tiene impresionado al francés. También el buen trato recibido de los militares españoles cuando fue capturado con sus oficiales -se imaginaba, ha dicho antes, degollado y descuartizado por el populacho- debe de influir en su ánimo.

– Pregunta el señor comandante si lo de su palabra de honor de regresar al parque de artillería lo dice en serio.

Arango -que no tiene la menor intención de cumplir su promesa- se cuadra con un taconazo marcial, sin apartar sus ojos de los de Montholon.

– Absolutamente.

«No lo he engañado», piensa con angustia, advirtiendo un destello incrédulo en la mirada del otro. Luego, desconcertado, observa que el francés sonríe antes de hablar en tono bajo y tranquilo.

– Dice el señor comandante que puede irse usted… Que comprende su situación y acepta su palabra.

Familiale -corrige el otro, en su idioma.

– Que comprende su situación familiar -rectifica el intérprete-. Y acepta su palabra.

Arango, que debe hacer un esfuerzo para que el júbilo no le descomponga el gesto, respira hondo. Luego, sin saber qué hacer ni decir, extiende torpemente su mano. Tras un momento de duda, Montholon la estrecha con la suya.

– Dice el señor comandante que le desea mucha suerte -traduce el intérprete-. En casa de su hermano, o en donde sea.


De nuevo se aventura por las calles José Blanco White, después de pasar las últimas horas encerrado en su casa de la calle Silva. Camina prudente, atento a los centinelas franceses que vigilan plazas y avenidas. Hace un momento, tras acercarse a la puerta del Sol, tomada por un fuerte destacamento militar -cañones de a doce libras apuntan hacia las calles Mayor y Alcalá, y todas las tiendas y cafés están cerrados-, Blanco White se vio obligado a correr con otros curiosos cuando los soldados imperiales hicieron amago de abrir fuego para estorbar que se agruparan. Aprendida la lección, el sevillano se mete por el callejón que rodea la iglesia de San Luis y se aleja del lugar, apesadumbrado por cuanto ha visto: los muertos tirados en las calles, el temor en los pocos madrileños que salen en busca de noticias, y la omnipresencia francesa, amenazante y sombría.

José Blanco White es hombre atormentado, y a partir de hoy lo será más. Hasta hace poco, mientras las tropas francesas se aproximaban a Madrid, llegó a imaginar, como otros de ideas afines, una dulce liberación de las cadenas con las que una monarquía corrupta y una Iglesia todopoderosa maniatan al pueblo supersticioso e ignorante. Hoy ese sueño se desvanece, y Blanco White no sabe qué temer más de las fuerzas que ha visto chocar en las calles: las bayonetas napoleónicas o el cerril fanatismo de sus compatriotas. El sevillano sabe que Francia tiene entre sus partidarios a algunos de los más capaces e ilustres españoles, y que sólo la rancia educación de las clases media y alta, su necia indolencia y su desinterés por la cosa pública, impiden a éstas abrazar la causa de quien pretende borrar del mapa a los reyes viejos y a su turbio hijo Fernando. Sin embargo, en un Madrid desgarrado por la barbarie de unos y otros, la fina inteligencia de Blanco White sospecha que una oportunidad histórica acaba de perderse entre el fragor de las descargas francesas y los navajazos del pueblo inculto. Él mismo, hombre lúcido, ilustrado, más anglófilo que francófilo, en todo caso partidario de la razón libre y el progreso, se debate entre dos sentimientos que serán el drama amargo de su generación: unirse a los enemigos del papa, de la Inquisición y de la familia real más vil y despreciable de Europa, o seguir la simple y recta línea de conducta que, dejando aparte lo demás, permite a un hombre honrado elegir entre un ejército extranjero y sus compatriotas naturales.

Agitado por sus pensamientos, Blanco White se cruza en el postigo de San Martín con cuatro artilleros españoles que conducen a un hombre tendido sobre una escalera, cuyos extremos apoyan en los hombros. Al pasar cerca, la escalera se inclina a un lado y el sevillano descubre el rostro agonizante, pálido por el sufrimiento y la pérdida de sangre, de su paisano y conocido el capitán Luis Daoiz.

– ¿Cómo está? -pregunta.

– Muriéndose -responde un soldado.

Blanco White se queda boquiabierto e inmóvil, las manos en los bolsillos de la levita, incapaz de pronunciar palabra. Años más tarde, en una de sus famosas cartas escritas desde el exilio de Inglaterra, el sevillano rememorará su última visión de Daoiz: «El débil movimiento de su cuerpo y sus gemidos cuando la desigualdad del piso de la calle hacía que aumentaran sus dolores».


El teniente coronel de artillería Francisco Novella y Azábal, que se encuentra enfermo en su casa -es íntimo de Luis Daoiz, pero su dolencia le impidió acudir al parque de Monteleón-, también ha visto pasar, desde una ventana, el lúgubre y reducido cortejo que acompaña al amigo. La debilidad de Novella no le permite bajar, por lo que permanece en su habitación, atormentado por el dolor y la impotencia.

– ¡Esos miserables lo han dejado solo! -se lamenta mientras sus familiares lo devuelven al lecho-… ¡Todos lo hemos dejado solo!

Luis Daoiz apenas sobrevivirá unos minutos después de llegar a su casa. Sufre mucho, aunque no se queja. Los bayonetazos de la espalda le anegan de sangre los pulmones, y todos coinciden en que su muerte es cosa hecha. Atendido primero en el parque por un médico francés, llevado luego a casa del marqués de Mejorada, un religioso -su nombre es fray Andrés Cano- lo ha confesado y absuelto, aunque sin administrarle la extremaunción por haberse agotado los santos óleos. Conducido por fin al número 12 de la calle de la Ternera, siempre sobre la improvisada camilla hecha con una escalera del parque, un colchón y una manta, el defensor de Monteleón se extingue en su alcoba, acompañado por fray Andrés, Manuel Almira y cuantos amigos han podido acudir a su lado -o se atreven a hacerlo- en esta hora: los capitanes de artillería Joaquín de Osma, Vargas y César González, y el capitán abanderado de Guardias Walonas Javier Cabanes. Como fray Andrés manifiesta su preocupación por que Daoiz muera sin recibir los santos óleos, Cabanes va hasta la parroquia de San Martín en busca de un sacerdote, regresando con el padre Román García, que trae los avíos necesarios. Pero antes de que el recién llegado unja la frente y la boca del moribundo, Daoiz agarra la mano de fray Andrés, suspira hondo y muere. Arrodillado junto al lecho, el fiel escribiente Almira llora sin consuelo, como un niño.


Media hora más tarde, en su despacho de la junta Superior de Artillería y apenas informado de la muerte de Luis Daoiz, el coronel Navarro Falcón dicta a un amanuense el parte justificativo que dirige al capitán general de Madrid, para que éste lo haga llegar a la junta de Gobierno y a las autoridades militares francesas:


Estoy bien persuadido, Sr. Excmo., de que lejos de contribuir ninguno de los oficiales del Cuerpo al hecho ocurrido, ha sido para todos un motivo del mayor disgusto el que el alucinamiento y preocupación particular de los capitanes D. Pedro Velarde y D. Luis Daoiz sea capaz de hacer formar un equivocado concepto trascendental de todos los demás oficiales, que no han tenido siquiera la más mínima idea de que aquéllos pudieran obrar contra lo constantemente prevenido.


El tono de ese oficio contrasta con otros que el mismo jefe superior de Artillería de Madrid escribirá en los días siguientes, a medida que vayan sucediéndose acontecimientos en la capital y en el resto de España. El último de tales documentos, firmado por Navarro Falcón en Sevilla en abril de 1814, terminada la guerra, concluirá con estas palabras:


El 2 de mayo de 1808 los referidos héroes Daoiz y Velarde adquirieron la gloria que inmortalizará sus nombres y ha dado tanto honor a sus familias y a la nación entera.


Mientras el director de la junta de Artillería escribe su informe, en el edificio de Correos de la puerta del Sol se reúne la comisión militar presidida por el general Grouchy, a quien el duque de Berg ha encomendado juzgar a los insurrectos capturados con armas en la mano. Por parte española, la Junta de Gobierno mantiene allí al teniente general José de Sexti. Emmanuel Grouchy -cuya negligencia influirá siete años más tarde en el desastre de Waterloo- es hombre experto en represiones: en su currículum vitae consta, con letras negras, el incendio de Strevi y las ejecuciones de Fossano durante la insurrección del Piamonte en el año 99. En cuanto a Sexti, desde el primer momento decide inhibirse, dejando en manos francesas la suerte de los prisioneros que llegan atados, de uno en uno o en pequeños grupos, y a quienes los jueces no escuchan ni ven siquiera. Convertidos en tribunal sumarísimo, Grouchy y sus oficiales resuelven fríamente nombre tras nombre, firmando sentencias de muerte que los secretarios redactan a toda prisa. Y mientras los magistrados españoles que recorrieron las calles proclamando «paz, que todo está compuesto» se retiran a sus casas, convencidos de que su pobre mediación devuelve la tranquilidad a Madrid, los franceses, libres de trabas, intensifican los apresamientos, y la matanza se establece ahora de un solo signo, a modo de venganza implacable.

Los primeros en sufrir ese rigor son los prisioneros depositados en las covachas de San Felipe, a los que acaban de unirse el impresor Cosme Martínez del Corral, traído desde su casa de la calle del Príncipe, el cerrajero de veintiséis años Bernardino Gómez y el panadero de treinta Antonio Benito Siara, apresado cerca de la plaza Mayor. De camino, mientras un piquete francés conducía a los dos últimos, una ronda de Guardias de Corps se topó con ellos e intentó liberarlos. Discutieron unos y otros, porfiaron los Guardias y acudieron mas franceses al tumulto. Al fin, los militares españoles no lograron impedir que los imperiales se salieran con la suya. Encerrados ahora en las covachuelas, un suboficial francés lleva a Correos la lista de ese depósito, donde Martínez del Corral, Gómez y Siara figuran junto al maestro de esgrima Vicente Jiménez, el contador Fernández Godoy, el corredor de letras Moreno, el joven criado Bartolomé Pechirelli y los otros detenidos, hasta un total de diecinueve. Firma el general Grouchy todas las sentencias de muerte -ni siquiera las lee- mientras el teniente general Sexti observa sin despegar los labios. Al instante, para angustia de los amigos y parientes que se atreven a permanecer en la calle y siguen de lejos a los presos que caminan entre bayonetas, éstos son llevados al Buen Suceso. En el trayecto, que es cono, los detenidos cruzan la puerta del Sol, llena de soldados y cañones, en cuyo pavimento, entre grandes regueros de sangre seca, yacen los caballos destripados por las navajas durante el combate de la mañana.

– ¡Nos van a matar! -grita el napolitano Pechirelli a la gente con la que se cruzan junto a la Mariblanca-. ¡Estos canallas nos van a matar!

De la cuerda de presos se alza un clamor desgarrado, de protesta y desesperación, coreado por los familiares que siguen el triste cortejo. A todas esas voces y llantos acuden más soldados franceses, que dispersan a la gente y empujan entre culatazos a los hombres maniatados. Llegan así al Buen Suceso, en una de cuyas salas vacías son confinados los prisioneros mientras sus verdugos los despojan de los escasos objetos de valor y prendas de buena ropa que aún conservan. Luego, sacados de cuatro en cuatro, son puestos ante un piquete de fusileros dispuesto en el claustro, que los arcabucea a quemarropa mientras los amigos y familiares, que aguardan afuera o en los corredores del edificio, gritan horrorizados al oír las descargas.


El Buen Suceso es el comienzo de una matanza organizada, sistemática, decretada por el duque de Berg pese a sus promesas a la Junta de Gobierno. A partir de las tres de la tarde, el estrépito continuo de fusilería, los gritos de los torturados y el vocerío de los verdugos sobrecoge a los pocos madrileños que, buscando noticias de los suyos, se aventuran cerca del Buen Retiro y el paseo del Prado. La alameda y el terreno comprendido entre los Jerónimos, la fuente de la Cibeles, las tapias de Jesús Nazareno y la puerta de Atocha se convierten en vasto campo de muerte donde irán amontonándose cadáveres a medida que decline el día. Los fusilamientos, que empezaron de forma espontánea por la mañana y se intensifican ahora con las sentencias de muerte oficiales, se suceden hasta la noche. Sólo en el Prado, los sepultureros llenarán al día siguiente nueve carros de cadáveres, pues la cantidad de ejecutados allí es enorme. Entre ellos se cuentan el zapatero Pedro Segundo Iglesias, que tras matar a un francés fue delatado por un vecino en la calle del Olivar, el mozo de labor del real sitio de San Fernando Dionisio Santiago Jiménez Coscorro, el toledano Manuel Francisco González, el herrero Julián Duque, el escribiente de lotería Francisco Sánchez de la Fuente, el vecino de la calle del Piamonte Francisco Iglesias Martínez, el criado asturiano José Méndez Villamil, el mozo de cuerda Manuel Fernández, el arriero Manuel Zaragoza, el aprendiz de quince años Gregorio Arias Calvo -hijo único del carpintero Narciso Arias-, el vidriero Manuel Almagro López, y el joven de diecinueve años Miguel Facundo Revuelta, jardinero de Griñón que combatió junto a su padre Manuel Revuelta, en cuya compañía vino a Madrid para intervenir contra los franceses. También fusilan a otros infelices que no han participado en la lucha, como es el caso de los albañiles Manuel Oltra Villena y su hijo Pedro Oltra García, apresados en la puerta de Alcalá cuando, ajenos a todo, venían de trabajar fuera de la ciudad.


Sortez!… ¡Afuega todos!

En un patio del palacio del Buen Retiro, el guardacoches del edificio, Félix Mangel Senén, de setenta años, entorna los ojos en la luz poniente y gris, bajo un cielo que de nuevo amenaza lluvia. Los franceses acaban de sacarlo a empujones de su improvisado calabozo, un almacén de la antigua fábrica de porcelana de la China donde ha pasado las últimas horas a oscuras, en compañía de otros detenidos. Mientras sus ojos se acostumbran a la claridad exterior, el guardacoches advierte que sacan también al cochero Pedro García y a los mozos de Reales Caballerizas Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y Antonio Romero, de cuarenta y dos -los tres son subordinados suyos, y juntos se han batido contra los franceses hasta caer presos en la reja del Botánico-. Con ellos vienen el alfarero Antonio Colomo, trabajador de los tejares de la puerta de Alcalá, el comerciante José Doctor Cervantes y el amanuense Esteban Sobola. Todos están mugrientos, heridos o contusos, muy maltratados después de que los capturasen luchando o con armas escondidas. Los franceses se han ensañado con el alfarero Colomo, que por resistirse cuando fueron a buscarlo al tejar donde se escondía, vino lleno de golpes y ensangrentado. Apenas se tiene en pie, hasta el extremo de que deben sostenerlo sus compañeros.

Allez!… Vite!

El modo en que los franceses aprestan los fusiles no deja lugar a dudas sobre la suerte que aguarda a los prisioneros. Al advertirlo, prorrumpen en ruegos y lamentos. Colomo cae al suelo, mientras Mangel y Martínez de la Torre, que retroceden hasta apoyar las espaldas en el muro, insultan con gruesos términos a los verdugos. De rodillas junto a Colomo, que mueve débilmente los labios rotos -está rezando en voz baja-, Antonio Romero pide misericordia con gritos desgarrados.

– ¡Tengo tres hijos pequeños!… ¡Voy a dejar una mujer viuda, una madre anciana y tres criaturas!

Impasibles, los imperiales siguen con sus preparativos. Resuenan las armas al amartillarse. El amanuense Sobola, que conoce el francés, se dirige en ese idioma al suboficial que manda el piquete, proclamando la inocencia de todos. Para su fortuna, el suboficial, un sargento joven y rubio, se queda mirándolo.

Est-ce que vous parlez notre langue? -pregunta, sorprendido.

Oui! -exclama el amanuense, con la elocuencia de la desesperación-. Je parle français, naturellement.!

El otro aún lo observa un poco más, pensativo. Luego, sin decir palabra, lo aparta del grupo y lo aleja a empujones, devolviéndolo al calabozo mientras los soldados levantan los fusiles y apuntan al resto. Mientras se lo llevan -logrará salir de allí al día siguiente, milagrosamente vivo-, Esteban Sobola escucha los últimos gritos de sus compañeros, interrumpidos por una descarga.


Anochece. Sentado en un poyo junto a la fuente de los Caños, envuelto en su capote y cubierto con una montera, el cerrajero Blas Molina Soriano se confunde con la oscuridad que empieza a adueñarse de las calles de Madrid. Lleva un rato inmóvil, el corazón oprimido por cuanto ha visto. Se retiró a este rincón de la plaza desierta después de que unos jinetes franceses dispersaran un pequeño grupo de vecinos que, con el irreductible cerrajero entre ellos, reclamaba libertad para una cuerda de presos conducidos por la calle del Tesoro hacia San Gil. Toda la tarde, desde que salió de su casa al volver del parque de artillería, Molina ha ido de un lado a otro, consumido por la desazón y la impotencia. Nadie lucha ya, ni se resiste. Madrid es una ciudad en tinieblas, estrangulada por las tropas enemigas. Quienes se aventuran por las calles para cambiar de refugio, volver a casa o indagar el paradero de amigos y familiares, lo hacen furtivamente, apresurando el paso en las sombras, expuestos a ser detenidos o recibir, sin previo aviso, el disparo de un centinela francés. Las únicas luces encendidas son las hogueras que los piquetes imperiales hacen en esquinas y plazas con muebles de las viviendas saqueadas. Y esa luz oscilante, rojiza y siniestra, ilumina bayonetas, piezas de artillería, muros acribillados a balazos, cristales rotos y cadáveres tirados por todas partes.

Blas Molina se estremece bajo el capote. De algunas casas brotan gritos y llantos, pues las familias se angustian por la suerte de los ausentes o se duelen con tanta muerte consumada o inevitable. De camino a esta parte de la ciudad, el cerrajero se ha cruzado con parientes de presos y desaparecidos. Procurando no formar grupos que susciten la ira de los franceses, esa pobre gente acude a Palacio o a los Consejos, reclamando mediaciones imposibles: hace rato que ministros y consejeros se han retirado a sus casas; y a los pocos que interceden ante las autoridades imperiales nadie los atiende. Descargas aisladas de fusilería siguen sonando en la noche, tanto para señalar nuevas ejecuciones como para mantener a los madrileños amedrentados y en sus casas. De camino a los Caños del Peral, Molina ha visto cuatro cadáveres recientes junto al convento de San Pascual y otros tres entre la fuente de Neptuno y San Jerónimo -según contó un vecino, venían de esquilar mulas en el Retiro y los franceses les hallaron encima las tijeras-, además de mucho muerto suelto que nadie recoge y diecinueve cuerpos cosidos a tiros en el patio del Buen Suceso, todos en montón y arrimados a un muro.

Considerando todo eso con extremo dolor, Blas Molina llora al fin, de rabia y de vergüenza. Tantos valientes, concluye. Tantos muertos en el parque de Monteleón y en otros lugares, para que todo acabe bajo el telón siniestro de la noche negra, las hogueras francesas de las que llegan risas y voces de borrachos, las descargas que sobrecogen el corazón de los madrileños que hace un rato luchaban, desafiando el peligro, por su libertad y por su rey.

«Juro vengarme», se dice, erguido de pronto en la oscuridad. «Juro que me vengaré de los franceses y de cuanto han hecho. De ellos y de los traidores que nos han dejado solos. Y que Dios me mate si desmayo.»

Blas Molina Soriano mantendrá el juramento. La Historia de los turbulentos tiempos futuros ha de registrar, también, su humilde nombre. Huido de Madrid para evitar represalias, vuelto después de la batalla de Bailén a fin de colaborar en la defensa de la ciudad, huido de nuevo tras la capitulación, el tenaz cerrajero acabará por unirse a las guerrillas. Finalizada la contienda, Molina escribirá un memorial -«Quedando abandonada mi mujer en total desamparo, para hacer yo el servicio de V.M y la Patria…»- solicitando del rey un modesto empleo en la Corte. Pero Fernando VII, regresado a España tras pasar la guerra en Bayona felicitando a Bonaparte por sus victorias, no responderá nunca.

Загрузка...