7

Desde la una de la tarde, un silencio siniestro se extiende por el centro de Madrid. En torno a la puerta del Sol y la plaza Mayor sólo se oyen tiros aislados de las patrullas o pasos de piquetes franceses que caminan apuntando sus fusiles en todas direcciones. Los imperiales controlan ya, sin oposición, las grandes avenidas y las principales plazas, y los únicos enfrentamientos consisten en escaramuzas individuales protagonizadas por quienes intentan escapar, buscan refugio o llaman a puertas que no se abren. Aterrados, escondidos tras postigos, celosías y cortinas, asomados a portales y ventanas los más osados, algunos vecinos ven cómo patrullas francesas recorren las calles con cuerdas de presos. Una la forman tres hombres maniatados que caminan por la calle de los Milaneses bajo custodia de un grupo de fusileros que los hacen avanzar a golpes. Un platero de esa calle, Manuel Arnáez, que pese a los ruegos de su mujer se encuentra asomado a la puerta del taller, reconoce en uno de los cautivos a su compañero de profesión Julián Tejedor de la Torre, que tiene tienda en la calle de Atocha.

– ¡Julián!… ¿Adónde te llevan, Julián?

Los guardias franceses le gritan al platero que se meta dentro, y uno llega a amenazarlo con el fusil. Arnáez ve cómo Julián Tejedor se vuelve a mostrarle las manos atadas y levanta los ojos al cielo con gesto resignado. Más tarde sabrá que Tejedor, tras echarse a la calle para batirse junto a sus oficiales y aprendices, ha sido capturado en la plaza Mayor en compañía de uno de los hombres que van atados con él: su amigo el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez.

El tercer preso del grupo se llama Manuel Antolín Ferrer, y es ayudante de jardinero del real sitio de la Florida, de donde vino ayer para mezclarse en los tumultos que se preparaban. Es hombre corpulento y recio de manos, como lo ha probado batiéndose en los Consejos, la puerta del Sol y la plaza Mayor, donde resultó contuso y capturado por los franceses en la última desbandada. Testarudo, callado, ceñudo, camina junto a sus compañeros de infortunio con la cabeza baja y el ojo derecho hinchado de un culatazo, barruntando el destino que le aguarda. Confortado por la satisfacción de haber despachado, con sus propias manos y navaja, a dos soldados franceses.


La escena de la calle de los Milaneses se repite en otros lugares de la ciudad. En el Buen Retiro y en las covachuelas de la calle Mayor, los franceses siguen encerrando gente. En estas últimas, bajo las gradas de San Felipe, el número de presos asciende a dieciséis cuando los franceses meten dentro, empujándolo a culatazos, al napolitano de veintidós años Bartolomé Pechirelli y Falconi, ayuda de cámara del palacio que el marqués de Cerralbo tiene en la calle de Cedaceros. De allí salió esta mañana con otros criados para combatir, y acaban de apresarlo cuando huía tras deshacerse la última resistencia en la plaza Mayor.

Cerca, por la plaza de Santo Domingo, otro piquete imperial conduce en cuerda de presos a Antonio Macías de Gamazo, de sesenta y seis años, vecino de la calle de Toledo, al palafrenero de Palacio Juan Antonio Alises, a Francisco Escobar Molina, maestro de coches, y al banderillero Gabriel López, capturados en los últimos enfrentamientos. Desde la puerta de las caballerizas reales, el ayudante Lorenzo González ve venir de Santa María a unos granaderos de la Guardia que conducen, entre otros, a su amigo el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, con quien hace unas horas asistió a los incidentes de la plaza de Palacio y que luego, no pudiendo sufrir el desafuero de la fusilada francesa, fue a batirse en los alrededores de la plaza Mayor. Al pasar maniatado y ver a González, Gómez Morales le pide ayuda.

– ¡Acuda usted a alguien, por Dios! ¡A quien sea!… ¡Estos bárbaros van a fusilarme!

Impotente, el ayudante de caballerizas ve cómo un caporal francés le cierra la boca a su amigo con una bofetada.


El mismo camino sigue otra cuerda de presos en la que figuran Domingo Braña Calbín, mozo de tabaco de la Real Aduana, y Francisco Bermúdez López, ayuda de cámara de Palacio. Braña y Bermúdez se cuentan entre quienes con más coraje se han batido en las calles de Madrid, y diversos testigos acreditarán puntualmente su historia. Braña, asturiano, tiene cuarenta y cuatro años y ha sido capturado cuando peleaba al arma blanca, con un valor extremo, cerca del Hospital General. En cuanto a Francisco Bermúdez, vecino de la calle de San Bernardo, salió al estallar los tumultos armado con una carabina de su propiedad, y tras pelear durante toda la mañana donde la refriega era más intensa -«bizarramente», afirmarán los testigos en un memorial-, fue apresado cuando, herido y exhausto, rodeado de enemigos y aún con su carabina en las manos, ya no podía valerse. Antonio Sanz, portero de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, lo identifica al pasar llevado por los franceses, junto a la parroquia de Santa María. Al poco rato, también Juliana García, una conocida que vive en la calle Nueva, lo ve desde su balcón, entre otros presos, «cojeando de una herida en la pierna y con la cara quemada de pólvora».


Otros tienen más suerte. Es el caso del joven Bartolomé Fernández Castilla, que en la plazuela del Ángel salva la vida de milagro. Sirviente en casa del marqués de Ariza, donde se aloja el general francés Emmanuel Grouchy, Fernández Castilla salió a pelear con el primer alboroto del día, armado de una escopeta. Asistió así a los combates de la puerta del Sol, y tras batirse en las callejuelas que van de San Jerónimo a Atocha, resultó herido por una descarga hecha desde la plaza Mayor. Disperso su grupo, llevado por tres compañeros de aventura hasta la casa de su amo, donde lo dejan en el portal, es rodeado por la guardia del general francés, que pretende acabarlo a bayonetazos. Lo advierte una criada, pide socorro, acuden los demás sirvientes y se oponen todos a los franceses. Porfían unos y otros, amagan empujones y golpes, logran los criados meter a Fernández Castilla en la casa, y sólo se calman los ánimos cuando acude un ayudante del general Grouchy, quien ordena respetar la vida del mozo y llevarlo preso en una camilla al Buen Retiro. Vuelven a amotinarse los criados, negándose a entregarlo, y hasta las cocineras salen a forcejear con los imperiales. El propio marqués, don Vicente María Palafox, termina por intervenir y convence a los franceses de que respeten al herido. Bajo su cuidado personal, el joven permanecerá en cama cuatro meses, convaleciente de sus heridas. Años más tarde, acabada la guerra contra Napoleón, el marqués de Ariza comparecerá por iniciativa propia ante la comisión correspondiente, para que las autoridades concedan a su criado una pensión por los servicios prestados a la patria.


Mientras en la plazuela del Ángel se decide sobre la vida o muerte de Bartolomé Fernández Castilla, cerca de allí, en la de la Provincia, el portero jefe de la Cárcel Real, Félix Ángel, oye golpes en la parte trasera del edificio y acude a ver quién llama. Al cabo empiezan a llegar presos de los que salieron a combatir por la mañana. Muchos vienen ahumados de pólvora, rotos de la lucha, ayudando a caminar a sus camaradas; pero todos se tienen, más o menos, sobre sus pies. Acuden solos, en parejas o pequeños grupos, sofocados por el esfuerzo de la carrera que se han dado para escapar de los franceses.

– Nunca pensé que me alegraría de volver aquí -comenta uno.

No falta quien conserva ánimo para alardear de lo que hizo afuera, ni quien tuvo tiempo de remojarse en la taberna del arco de Botoneras. Varios traen las ropas manchadas de sangre, no siempre propia, y también armas capturadas al enemigo: sables, fusiles y pistolas que van dejando en el zaguán y que, a toda prisa, el portero jefe hace desaparecer arrojándolas al pozo. Entre ellos vienen el gallego Souto -vestido con una casaca de artillero francés- y un sonriente Francisco Xavier Cayón, el recluso que escribió la petición para que los dejaran salir a la calle bajo palabra de reintegrarse a prisión cuando todo acabase.

– ¿Ha sido duro?

– A ratos.

Sin más comentarios, con el aplomo de la gente cruda, Cayón se va derecho al porrón de vino que el portero jefe tiene sobre la mesa de la entrada, echa atrás la cabeza y se mete un largo chorro en el gaznate. Luego se lo pasa a Souto, que hace lo mismo.

– ¿Muchas desgracias? -se interesa Félix Ángel.

Cayón se seca la boca con el dorso de la mano.

– Que yo sepa, han matado a Pico.

– ¿A Frasquito? ¿El pastor mozo de la Paloma?

– Ese mismo. Y a Domingo Palén también se lo llevaron herido al hospital, pero no sé si habrá llegado o no… También me parece que vi caer a otros dos, pero de ésos no estoy seguro.

– ¿Quiénes?

– Quico Sánchez y el Gitano.

– ¿Y los demás que faltan?

El preso cambia una mirada guasona con su compañero Souto y luego se encoge de hombros.

– No sé. Estarán por ahí.

– Prometieron volver.

El otro le guiña un ojo.

– Pues si lo prometieron, volverán, ¿no?… Supongo.

El pronóstico de Francisco Xavier Cayón se cumple casi al pie de la letra. El último preso llamará a la puerta principal de la Cárcel Real al mediodía del día siguiente, bien afeitado y vestido con ropa limpia, tras haber pasado tranquilamente la noche en su casa del Rastro, con la familia. Y el recuento definitivo, remitido dos días más tarde por el portero jefe al director de la cárcel, concluirá con la siguiente lista:


Presos: 94

Se negaron a salir: 38

Salieron: 56

Muertos: 1

Heridos: 1

Desaparecidos (que se dan por muertos): 2

Prófugos: 1

Regresaron: 51


En la cuesta de San Vicente, a Joachim Murat se lo llevan los diablos. Sus ojos de brutal espadón echan chispas entre los rizos negros y las frondosas patillas. Un ayudante lo está poniendo al corriente de los sucesos en el parque de artillería.

– ¿Prisioneros? -Murat no da crédito a lo que oye-. ¡Imposible!… ¿Cuántos?

El ayudante traga saliva. Tampoco él daba crédito hasta que acudió en persona a comprobarlo. Acaba de regresar con las espuelas ensangrentadas, reventando a su caballo.

– Han cogido al comandante Montholon con varios oficiales y unos cien soldados de su columna -dice con cuanta suavidad le es posible, viendo enrojecer el rostro de su interlocutor-… Si se les suman los heridos que han metido dentro y el destacamento de setenta y cinco hombres que teníamos allí cuando se sublevó el cuartel, salen unos… En fin… Alrededor de doscientos.

El gran duque de Berg, los ojos inyectados en sangre, lo agarra por los alamares bordados de la pelliza.

– ¿Doscientos?… ¿Me está diciendo que esa gentuza tiene en su poder a doscientos prisioneros franceses?

– Más o menos, Alteza.

– ¡Hijos de puta!… ¡Hijos de la grandísima puta!

Ciego de ira, Murat dirige una mirada homicida a dos dignatarios españoles que aguardan algo más lejos, descubiertos y a pie. Se trata de los ministros de Hacienda, Azanza, y de la Guerra, O’Farril, a los que hace esperar desde hace rato. A última hora de la mañana, Murat mandó un mensaje al Consejo de Castilla para que aplacase al pueblo, so pena de males mayores. Y los dos ministros, tras recorrer -inútilmente y con riesgo para su integridad física- las calles próximas al Palacio Real, se han presentado al jefe de las tropas francesas para pedirle que no extreme el rigor en la venganza.

– ¡Que no lo extreme, dicen!… ¡Van a ver todos lo que es extremar de verdad!

Acto seguido, descompuesto y a gritos, Murat ordena una sucesión de represalias que incluyen arcabucear sobre el terreno a todo madrileño culpable de la muerte de un francés, así como el juicio sumarísimo, condena de muerte incluida, de cuantos hombres, mujeres o muchachos sean apresados con armas en la mano, desde las de fuego hasta simples navajas, tijeras y cualquier instrumento que pinche o corte. También ordena la detención inmediata, en su domicilio, de todo sospechoso de haber intervenido en el motín, y autoriza a los imperiales a entrar en casas desde las que se haya disparado contra ellos.

– ¿Qué hacemos con los insurrectos del parque de artillería, Alteza?

– Fusílenlos a todos.

– Antes habrá que… Bueno. Tendremos que tomar el parque.

Con violencia, Murat se vuelve hacia el general de división Joseph Lagrange.

– Oiga, Lagrange. Quiero que se ponga usted al mando del Sexto regimiento de la brigada Lefranc, que se está moviendo desde la carretera de El Pardo y San Bernardino hacia Monteleón. Y que con ésta, auxiliado de artillería y de cuantas fuerzas necesite, incluido lo que quede del batallón de Westfalia y del Cuarto provisional, acabe con la resistencia del parque. ¿Me oye?… Páselos a cuchillo a todos.

El otro, un soldado veterano y duro, con las campañas de los Pirineos, Egipto y Prusia en la hoja de servicios, se cuadra con un taconazo.

– A la orden, Alteza.

– No quiero recibir de usted ningún parte, ningún informe, ningún mensaje. ¿Comprende?… No quiero saber una maldita palabra de nada que no sea el completo exterminio de los rebeldes… ¿Lo ha entendido bien, general?

– Perfectamente, Alteza.

– Pues muévase.

Aún no ha montado Lagrange a caballo, cuando Murat se vuelve hacia Augustin-Daniel Belliard, también general de división y jefe de su estado mayor.

– ¡Belliard!

– A la orden.

El gran duque de Berg señala, despectivo, a los dos ministros españoles que aguardan mansamente a que los reciba. Semanas más tarde, ambos se pondrán sin reservas al servicio del rey intruso José Bonaparte. Ahora siguen esperando, sin que nadie los atienda. Hasta los batidores y granaderos de la escolta de Murat se les ríen en la cara.

– Ocúpese de esos dos imbéciles. Que sigan ahí, pero lejos de mi vista… Ganas me dan de hacerlos fusilar a ellos también.


Apoyado en una jamba rota de la puerta de Monteleón, el capitán Luis Daoiz no se hace ilusiones. Desde el desastre de la columna francesa no han sufrido ningún ataque serio, pero los tiradores enemigos mantienen la presión. El cerco es total, y los servidores de los cañones españoles se mantienen lo más a cubierto que pueden para eludir los disparos. Todo el que cruza entre la puerta del parque, el convento de las Maravillas y las casas contiguas, debe hacerlo a la carrera, con riesgo de recibir un balazo. Y por si fuera poco, el capitán Goicoechea, que con sus Voluntarios del Estado y buen número de paisanos sigue apostado en las ventanas altas del edificio principal, anuncia movimiento de cañones enemigos por la parte de San Bernardo, junto a la fuente de Matalobos. Todo indica que los franceses preparan un nuevo asalto en toda regla, y que esta vez no tienen intención de fracasar.

– ¿Cómo ves el panorama? -pregunta Pedro Velarde.

Daoiz mira a su amigo, que viene fumando una pipa. Lleva el sable en la funda y dos pistolas metidas en el cinto. Con algunos botones menos en la casaca, la charretera partida y la mugre del combate, más parece contrabandista de Ronda que oficial de estado mayor. Tampoco yo, piensa el capitán, debo de tener mejor aspecto.

– Mal -responde.

Los dos militares permanecen callados, atentos a los sonidos del exterior. Salvo algún disparo esporádico de los tiradores ocultos, la ciudad está en silencio.

– ¿Cómo sigue el teniente Ruiz? -se interesa Daoiz.

– Gravísimo. No ha perdido el conocimiento, y sufre horrores… Un chico valiente, ¿verdad?… Un buen muchacho.

– ¿No sería mejor llevarlo al convento, con las monjas?

– No conviene moverlo. Ha perdido mucha sangre y podría quedarse en el camino. Lo tengo en la sala de oficiales, con otros heridos nuestros y franceses.

– ¿Cómo va lo demás?

En pocas palabras, Velarde lo pone al corriente. Los defensores del parque ya se reducen a media docena de oficiales, diez artilleros, una treintena de Voluntarios del Estado y menos de trescientos paisanos: el medio centenar que ayuda en los cañones y defiende las casas contiguas al convento, los que están con el propio Velarde en la puerta y las tapias o con Goicoechea en las ventanas del tercer piso, y los que se ocupan de proteger la parte posterior del recinto, aunque de ésos desertan muchos. Además, no toda la fuerza atiende a la defensa, pues parte se emplea en vigilar al comandante y a los trece oficiales franceses prisioneros en el pabellón de guardia, así como a los doscientos soldados encerrados en las cocheras y cuadras. En lo que se refiere a municiones, escasea la cartuchería; la falta de cargas de pólvora para los cañones es angustiosa, y la de metralla, absoluta: un saquete con piedras de chispa de fusil se reserva para emplearlo como metralla si la infantería francesa vuelve a acercarse lo suficiente.

– Que se acercará -apunta Daoiz, sombrío.

Su amigo chupa la pipa mientras se agita, incómodo. Ha perdido fuelle, advierte Daoiz. Ni siquiera un exaltado como él puede engañarse a estas alturas.

– ¿Cuántos ataques más podremos aguantar? -pregunta Velarde.

Más que pregunta, parece una reflexión en voz alta. Daoiz mueve la cabeza, escéptico.

– Si los franceses lo hacen bien, sólo habrá uno.

Los dos capitanes permanecen otro rato en silencio, observando cómo algunos soldados y paisanos intentan mejorar la protección en torno a los cañones. Aprovechando la pausa en el combate, las piezas se resguardan con dos armones del parque y algunos muebles sacados de las casas. Velarde tuerce el gesto.

– ¿Crees que eso sirve de algo?

– Levanta un poco la moral.

Viniendo del interior del parque, una jovencita de falda sucia y desgarrada, brazos desnudos y el pelo recogido bajo un pañuelo, se les acerca con una garrafa en cada mano y les ofrece vino. Le dicen que no, gracias, que atienda a la tropa; y ella, agachada la cabeza y apresurándose, se dirige hacia la gente que guarnece los cañones. Daoiz nunca llegará a conocer su nombre, pero esa muchacha, vecina de la cercana calle de San Vicente, se llama Manoli Armayona y Ceide, y aún no ha cumplido trece años.

– Me temo que en Madrid ha terminado todo -comenta de pronto Velarde-. Y tú tenías razón… Nadie mueve un dedo por nosotros.

– ¿Y qué esperabas?

– Esperaba decencia. Patriotismo. Coraje… No sé… España es una vergüenza… Confiaba en que nuestro ejemplo moviera a otros.

– Pues ya ves.

– Quisiera preguntarte algo, Luis. Antes, cuando parlamentábamos con los franceses… ¿Llegaste a pensar en rendirnos?

Un silencio. Al cabo, Daoiz se encoge de hombros.

– Quizás.

Velarde lo mira de reojo, pensativo, dando chupadas a la pipa. Luego mueve la cabeza.

– Bueno -concluye-. De cualquier manera, no importa. Después de la salvajada del cañonazo con bandera blanca, ya no podemos capitular, ¿verdad?…

Sonríe Daoiz, casi a su pesar.

– No estaría bien visto.

– Y que lo digas -también Velarde esboza ahora una sonrisa torcida-. Mejor terminar aquí, sable en mano, que fusilados de madrugada en el foso de un castillo.

Con ademán cansado, adelantando el mentón, Daoiz señala a los hombres y mujeres agazapados tras los muebles rotos y las cureñas de los cañones.

– Diles eso a ellos.

Los rostros de artilleros y paisanos, ahumados de pólvora, parecen máscaras grises relucientes de sudor. El sol calienta lo suyo a estas horas, y es evidente que el cansancio, la tensión y los estragos del combate hacen efecto. Pese a todo, la mayoría sigue mirando confiada a los dos capitanes. Junto a la tapia del huerto de las Maravillas, entre un grupo de vecinos armados con fusiles que descansa a resguardo de los tiradores franceses, Daoiz observa al niño de diez u once años -Pepillo Amador le han dicho que se llama- que vino acompañando a sus hermanos y ahora lleva puesto un chacó francés. Algo más acá, sentada en el suelo entre el chispero Gómez Mosquera y el cabo artillero Eusebio Alonso, con un enorme cuchillo de cocina metido en el refajo, la manola Ramona García Sánchez le dedica una sonrisa radiante al capitán cuando se cruzan sus miradas.

– Siguen creyendo en ti -dice Velarde-. En nosotros.

Daoiz se encoge otra vez de hombros.

– Si no fuera por eso -responde con sencillez- hace rato que me habría rendido.


Entre la una y las dos de la tarde, desde el balcón de una casa de la calle Fuencarral, junto al Hospicio, el literato e ingeniero retirado de la Armada José Mor de Fuentes presencia con su amigo Venancio Luna y el cuñado de éste, que es sacerdote, el espectáculo de los batallones franceses entrando con redoble de tambores y águilas desplegadas por la puerta de Santa Bárbara. Luego de dar vueltas por la ciudad, Mor de Fuentes ha buscado refugio allí al toparse con los imperiales cuando se dirigía a echar un vistazo al parque de artillería. Detenido en la esquina de la calle de la Palma por un piquete, pudo desembarazarse sin inconveniente por hablar bien el idioma.

– Esto tiene fea pinta -comenta Luna.

– Vaya si la tiene. Menos mal que pude meterme aquí.

– ¿Qué ha visto por el camino? -se interesa el cuñado sacerdote.

Mor de Fuentes tiene una copa de vino oloroso en una mano. Con la otra hace un ademán de suficiencia, como si nada de cuanto ha visto fuese digno de su combatividad patriótica.

– Mucho francés. Y a última hora, vecinos muertos de miedo y poca gente en la calle. Casi todos los insurrectos se han ido a Monteleón o andan dispersos.

– Dicen que en el Prado están arcabuceando gente -apunta Luna.

– Eso no lo sé. Pese a mis esfuerzos no pude pasar de la fuente de la Cibeles, porque encontré caballería francesa… Quería llegar hasta el cuartel de Guardias Españolas, donde tengo conocidos. Naturalmente, con intención de unirme a la tropa si ésta hubiera intervenido. Pero no tuve oportunidad.

– ¿Llegó usted al cuartel?

– Bueno. No del todo… Por el camino supe que el coronel Marimón ordenó cerrar las puertas y que no saliera nadie, así que comprendí que no valía la pena. Allí, por lo visto, se limitaron a entregar a los vecinos, por encima de la tapia, unas docenas de fusiles.

– Lo mismo habrán hecho en otros cuarteles, imagino.

– Que den armas al pueblo, sólo lo he oído de Guardias Españolas y de Inválidos. También los de Monteleón, claro… Del resto, Walonas, los de Corps y demás, no sé nada.

– ¿Cree que al fin saldrán a la calle? -pregunta el cuñado sacerdote.

– ¿A estas horas, con los de Murat por todas partes?… Lo dudo. Es demasiado tarde.

– Pues crea que no lo lamento. Esa chusma armada es peor que los franceses. A fin de cuentas, Napoleón ha restaurado los altares que profanó en Francia la Revolución… Lo que importa es que se restablezca el orden y acabe este disparate. La gente de bien, moderada y amante del reposo público, no está para sobresaltos.

En la calle resuena un tiro de fusil, muy cerca, y los tres hombres retroceden inquietos, abandonando el balcón. En la sala de estar, sentado en un sofá, Mor de Fuentes bebe otro sorbito de oloroso.

– No seré yo quien discuta eso.


El coronel Giraldes, marqués de Casa Palacio y comandante del regimiento de infantería de línea Voluntarios del Estado, se apoya en la mesa de su despacho como si fuera a caerse al suelo de un momento a otro.

– Es su parque, por Dios… ¡Son sus artilleros quienes lo empezaron todo!

– ¿Y sus soldados? -replica el coronel Navarro Falcón-. ¡Algo habrán tenido que ver!

– Están bajo su jurisdicción, diantre… ¡Es su responsabilidad, y no la mía!

Hace quince minutos que intercambian reproches. José Navarro Falcón, director de la junta de Artillería y superior directo de los capitanes Daoiz y Velarde, se ha presentado en el cuartel de Mejorada asustado por las noticias que llegan de Monteleón. No menos preocupación embarga a Giraldes, enterado de que la tropa que encomendó a Velarde y al capitán Goicoechea se encuentra mezclada en el combate. Además, la mortandad entre las tropas francesas está siendo terrible. Con tales antecedentes, a ambos jefes se les descompone el cuerpo imaginando las consecuencias.

– ¿Cómo se le ocurrió confiarle tropa a Pedro Velarde, en el estado en que se hallaba ese oficial? -pregunta Navarro Falcón.

– Me dejé liar -responde Giraldes-. Ese loco de capitán suyo pretendía amotinarme a la tropa.

– ¡Haberlo arrestado!

– ¿Y por qué no lo hizo usted, que es su superior inmediato?… No me fastidie, hombre. Mis oficiales también andaban calientes, queriendo echarse a la calle. Para quitármelo de encima, no tuve más remedio que mandar a Goicoechea con treinta y tres soldados… ¡Y mire que lo dejé claro! Nada de confraternizar con el pueblo, nada de oposición a los franceses… Ya ve. Una desgracia, de verdad. Le aseguro, por mi honor, que esto es una completa desgracia.

– Y que lo diga. Para todos.

– Pero mucho ojo, ¿eh?… Quien dejó salir de la Junta Superior a Velarde, y luego envió a Monteleón al capitán Daoiz, fue usted. ¿Estamos?… Es su parque de artillería, Navarro, y su gente. Insisto: la mía no tuvo más remedio que obedecer.

– ¿Y cómo sabe que ocurrió así?

– Bueno. Lo supongo.

– ¿Lo supone?… ¿Eso es lo que piensa decir al capitán general, en su descargo?

Giraldes alza un dedo.

– Es lo que he dicho ya, si usted me permite. Le he enviado un oficio a Negrete asegurándole que soy ajeno a esa barbaridad… ¿Y sabe qué responde?… Pues que él se lava las manos… ¡Otro que tal! -Giraldes coge un pliego manuscrito que tiene sobre la mesa y se lo muestra al coronel de artillería-. Para dejarlo claro, me ha remitido con acuse de recibo una copia de la carta que Murat mandó esta mañana a la junta. Lea, lea… Me la trajeron hace un momento.


Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente, o que los habitantes de Madrid esperen sobre sí todas las consecuencias de su resolución…


– ¿Qué le parece? -prosigue Giraldes recuperando el papel-. Más claro, agua. Y todavía, cuando mando a uno de mis ayudantes a Monteleón para que reduzca a esos caribes a la obediencia, cosa que debería haber hecho usted, no se les ocurre más que disparar un cañonazo en mitad del parlamento y hacer una sarracina… Así que lo de menos es cómo termine el parque. Lo que me preocupa ahora son las consecuencias.

– ¿Se refiere a usted y a mí?

– En cierta manera, sí. A nosotros como responsables… Quiero decir a todos, naturalmente. Ya ha visto cómo las gasta Murat. En mala hora, Navarro. Le digo que en mala hora.

Exasperado, lleno de irritación y sin saber qué hacer, el coronel Navarro Falcón se despide de Giraldes. Una vez afuera decide echar un vistazo por la parte de Monteleón y camina San Bernardo arriba, hasta que en la esquina de la calle de la Palma un retén le corta el paso con malos modos, sin deferencia hacia su uniforme y charreteras.

Arrêtez-vous!

En su torpe francés, aprendido durante la campaña de los Pirineos, el jefe de la junta de Artillería de Madrid pide hablar con un oficial; pero lo más que logra es que se acerque un subteniente bigotudo con granos en la cara. Por las insignias, Navarro Falcón comprueba que pertenece al 5.° regimiento de la 2.ª división de infantería, que a primera hora de la mañana, según sus noticias, se hallaba acampada en la carretera de El Pardo. Los imperiales están metiendo en danza, deduce, todo lo que tienen.

– ¿Puedo paser un peu avant, silvuplé?

Interdit!… Reculez!

Navarro Falcón se toca las bombas doradas del cuello de la casaca.

– Soy el director de la junta…

Reculez!

Un par de soldados levantan sus fusiles, y el coronel, prudente, da media vuelta. Está enterado de que al brigadier Nicolás Galet y Sarmiento, gobernador del Resguardo, que esta mañana quiso interceder por sus funcionarios del portillo de Recoletos, los franceses le han pegado un tiro. Así que mejor será no tentar la suerte. Para Navarro Falcón, sus años de juventud intrépida, Brasil, Río de la Plata, la colonia de Sacramento, el asedio de Gibraltar y la guerra contra la República francesa están demasiado lejos. Ahora tiene un ascenso en puertas -lo tenía hasta esta mañana- y dos nietos a los que desea ver crecer. Mientras se aleja procurando hacerlo despacio y sin perder la compostura, oye a lo lejos descargas aisladas de fusilería. Antes de volver la espalda ha tenido ocasión de ver mucha infantería y cuatro cañones franceses frente al palacio de Montemar, junto a la fuente de Matalobos. Dos de las piezas apuntan hacia San Bernardo y la cuesta de Santo Domingo; y a su ojo experto no escapa que están allí para impedir todo socorro a los cercados. Los otros cañones enfilan la calle de San José y el parque de artillería. Y mientras sigue alejándose del lugar sin mirar atrás, el coronel los oye abrir fuego.


El primer disparo de metralla arroja sobre los defensores una nube de polvo, yeso pulverizado y fragmentos de ladrillos.

– ¡Tiran de Matalobos!… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!

Advertida de los movimientos franceses por el capitán Goicoechea y los que observan desde las ventanas altas del parque, la gente tiene tiempo de buscar cobijo, y la primera andanada sólo se cobra dos heridos. Bernardo Ramos, de dieciocho años, y Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho, que se encuentra allí acompañando a su marido, un piconero de la calle de la Palma llamado Ángel Jiménez, son evacuados al convento de las Maravillas.

– ¡Los artilleros en la calle, y agachados! -vocea el capitán Daoiz-. ¡Los demás, busquen resguardo!… ¡A cubierto, rápido!… ¡A cubierto!

La orden es oportuna. Siguen al poco rato un segundo disparo francés y un tercero, antes de que el fuego se haga preciso y constante, con gran despliegue de fusilería desde todas las esquinas, terrazas y tejados. Para Luis Daoiz, único que se mantiene en pie entre los cañones pese al horroroso fuego que bate la calle, la intención de los franceses está clara: impedir el descanso de los defensores y mantenerlos con la cabeza baja, sometidos a intenso desgaste como preparación de un asalto general. Por eso sigue gritando a la gente que se proteja y economice munición hasta que la infantería enemiga se ponga a tiro. También ordena al capitán Velarde, que se ha acercado entre el fuego para pedir instrucciones, que mantenga a los suyos dentro del parque, listos para salir cuando asomen bayonetas enemigas.

– Y tú quédate con ellos, Pedro. ¿Me oyes?… Aquí no haces nada, y alguien tiene que tomar el mando si me dan.

– Pues como sigas ahí, de pie, tendré que relevarte pronto.

– Adentro, te digo. Es una orden.

Al poco rato, el bombardeo ensordecedor -la onda expansiva de los cañonazos emboca la calle, retumbando en todos los pechos junto al estrépito de la metralla- y la intensa fusilada francesa empiezan a hacer daño. Crece el castigo, corre la sangre, y alguna gente de la que se resguarda en los portales cercanos, en la huerta y tras la verja del convento, se desbanda y desaparece por donde puede. Es el caso del joven Francisco Huertas de Vallejo y su compañero don Curro, que se cobijan en las Maravillas después de que al cajista de imprenta Gómez Pastrana una esquirla le seccione la yugular y muera desangrado. También son heridos un cerrajero llamado Francisco Sánchez Rodríguez, el presbítero de treinta y siete años don Benito Mendizábal Palencia -que viste ropa seglar y se ha estado batiendo con una escopeta- y el estudiante José Gutiérrez, que hoy frecuenta todos los lugares de peligro. La herida de este asturiano de Covadonga es ya la cuarta -aún ha de recibir hoy treinta y nueve más, y pese a ello sobrevivirá-: un rebote le arranca el lóbulo de una oreja. Gutiérrez acude por su pie a hacerse vendar donde las monjas antes de volver al combate. Luego contará que lo que más lo impresiona es la cantidad enorme de sangre -«como si hubieran echado en el suelo cubos y cubos»- que pisa mientras camina por los pasillos del convento.

En la calle, mientras tanto, el resto de la partida de José Gutiérrez es casi aniquilado cuando otra descarga francesa mata, en la puerta misma del parque, a dos de los tres últimos hombres que quedaban en pie de quienes lo siguieron a Monteleón: el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. También derriba malherido al artillero Juan Domingo Serrano, cuyo puesto ocupa el cochero del marqués de San Simón: un mozo alto y fornido, de fuertes brazos, llamado Tomás Álvarez Castrillón. Cae poco después, junto al cañón que atiende con su marido y sus hijos, la vecina del barrio Clara del Rey, alcanzada por un cascote de metralla que le destroza la frente. La pérdida más sensible es la del niño de once años Pepillo Amador Álvarez, que durante toda la jornada se ha mantenido junto a sus hermanos Antonio y Manuel, asistiéndolos en el combate. Al cabo, una bala francesa lo alcanza en la cabeza cuando, después de cruzar varias veces corriendo la zona batida con la audacia de su corta edad, trae un cesto lleno de munición. Muere así el más joven de los defensores del parque de artillería.


Tiene pocos años más que Pepillo Amador el soldado francés que, en el improvisado hospital de las Maravillas, agoniza en brazos de la monja sor Pelagia Revut.

Ma mère! -exclama, en el momento de morir.

La monja entiende perfectamente las últimas palabras del muchacho, porque ella misma es francesa: llegó a España en 1794 con un grupo de religiosas fugitivas de la Revolución. Esta mañana, cuando al primer estampido de cañón saltaron los cristales del crucero y las ventanas, las religiosas abandonaron despavoridas sus celdas y se congregaron en la iglesia a rezar, creyendo llegado el fin del mundo. Fue el capellán mayor del convento, don Manuel Rojo, quien tras alentar a las carmelitas con oraciones y palabras de ánimo, apelando luego a la humanidad y caridad cristiana, mandó abrir la clausura y franquear la cancela del templo y la verja del atrio. Después, auxiliado por algunos vecinos, empezó a meter heridos dentro, sin distinción de uniforme -al principio la mayor parte eran franceses-, mientras las monjas, preparando hilas, vendajes, caldos y cordiales, se ocupaban de ellos. Ahora, atrio, templo, locutorio y sacristía resuenan con gemidos y gritos de dolor en ambas lenguas, las veintiuna religiosas -en realidad veinte, pues sor Eduarda sigue animando a los patriotas desde una ventana- atienden a los heridos, y el capellán va de uno a otro entre cuerpos mutilados y charcos de sangre, dando los auxilios espirituales. Los últimos defensores de Monteleón que acaban de traer son una mujer moribunda llamada Juana García, con domicilio en el número 14 de la calle de San José, y un chispero joven y animoso que se sostiene él mismo el paquete intestinal, desgarrado por un metrallazo, de nombre Pedro Benito Miró. A éste lo dejan en el suelo entre otros heridos y agonizantes, sin poder darle más socorro que unos trapos con los que le vendan el vientre.

– ¡Padre! -llama sor Pelagia, que cierra los ojos del soldado francés.

Acude don Manuel y musita una oración mientras hace la señal de la cruz en la frente del muerto.

– ¿Era católico?

– No sé.

– Bueno. Da lo mismo.

Levantándose, la monja atiende a otros compatriotas. Sor María de Santa Teresa, la superiora, le ha encomendado que, por su nacimiento y por dominar la lengua, se encargue de los franceses heridos en el desastre de la columna Montholon, o de los que entran por la parte meridional del convento, a través de la puerta de la iglesia que da a la calle de la Palma. Porque en las Maravillas se da una situación peculiar, sólo imaginable en el desbarajuste de un combate como el que se libra afuera: mientras los cañonazos franceses arrasan el jardín y la huerta, arruinan el Noviciado, maltratan los muros y llenan los patios y galerías de cascotes y fragmentos de metralla, por San José y San Pedro entran heridos españoles, y por la Palma traen a heridos franceses, respetando ambos bandos el recinto como terreno neutral, o sagrado. Ese miramiento no es común en las tropas imperiales, que han profanado iglesias y aún lo harán con muchas más, en Madrid y en toda España. Pero la circunstancia de que las monjas acojan a las víctimas, así como la presencia mediadora de sor Pelagia, obran el milagro.


Cerca del palacio de Montemar, el general de división Joseph Lagrange, futuro conde del Imperio con nombre inscrito en el Arco de Triunfo de París, presencia el bombardeo del parque de artillería.

– Creo que ya los hemos ablandado lo suficiente -apunta el general de brigada Lefranc, que está a su lado, observando la calle de San José con un catalejo.

– Esperemos un poco más.

Con el aliento del duque de Berg en el cogote, Lagrange, soldado frío y minucioso -por eso le ha encargado Murat resolver la crisis-, no quiere riesgos innecesarios. Los madrileños, con tan poca preparación militar que ni siquiera tienen milicias ciudadanas, no acostumbran a verse bajo las bombas; y el general francés está seguro de que, cuanto más prolongue el castigo, menor será la resistencia al asalto, que desea definitivo y final. Lagrange, fogueado militar de cincuenta y cuatro años, piel pálida y nariz aguileña enmarcada por patillas a la moda imperial, tiene experiencia en sofocar motines: durante la campaña de Egipto se encargó de aplastar sin misericordia, ametrallando a la multitud, la revuelta de El Cairo.

– ¿No cree que podríamos avanzar? -insiste Lefranc, dando golpecitos impacientes en el catalejo.

– Todavía no -responde Lagrange, áspero.

En realidad está a punto de ordenar el ataque de la infantería, pero Lefranc -rubio, nervioso, poco hábil en ocultar sus emociones- no le cae bien, y desea mortificarlo. El general de división comprende que su colega, humillado al verse desplazado del mando, no sea el hombre más feliz de la tierra. Pero una cosa es el puntillo de pundonor, comprensible en todo militar, y otra el antipático recibimiento que le dispensó Lefranc, al extremo de ilustrarlo a regañadientes sobre la composición y distribución táctica de la tropa. De modo que el general de división, poco amigo de malentendidos en cuestiones de servicio, ha puesto firme al de brigada, recordándole sin rodeos que él no pidió el mando de esta operación, que las órdenes son directas y verbales del gran duque de Berg, y que en el ejército imperial, como en todos los ejércitos del mundo, el que manda, manda.

– Vamos allá -dice por fin-. Que sigan tirando los cañones hasta que la vanguardia llegue a la esquina. Después, a paso de carga.

Sus ayudantes traen los caballos de ambos generales; porque estas cosas, opina Lagrange, hay que hacerlas como es debido. Suena la corneta, redoblan los tambores, se despliega el águila tricolor, y los oficiales gritan órdenes mientras forman en columna de ataque a los mil ochocientos hombres del 6.° regimiento provisional de infantería. Casi el mismo número de efectivos -eso incluye el maltrecho regimiento del apresado Montholon y lo que queda del batallón de Westfalia- estrechan el cerco alrededor del parque y lo aíslan del exterior. En este instante, obedeciendo los toques de corneta y las señales del tambor, se intensifica el fuego de fusilería contra los rebeldes. A lo largo de la columna corren ya los acostumbrados vivas al Emperador con que el ejército francés suele enardecerse en cada asalto. Para encabezar éste, Lagrange ha conseguido un destacamento de gastadores, que utilizará para despejar obstáculos, y algunos mostachudos granaderos de la Guardia Imperial. Está seguro de que, puestos al frente con su reputación de imbatibles, esos veteranos arrastrarán con más eficacia a los bisoños. Con un último vistazo, envidiando el soberbio tordo jerezano que monta su colega Lefranc -requisado manu militari hace quince días en Aranjuez-, el pacificador de El Cairo monta en su caballo y comprueba que todo está a punto. Así que, satisfecho de la tropa espesa y reluciente de bayonetas que se extiende desde la plazuela de Monserrate hasta las Comendadoras de Santiago, se acomoda en la silla, afirma las botas en los estribos y pide a Lefranc que se sitúe a su lado.

– Ahora, si le parece, general -comenta, seco-, acabemos esto de una vez.


Diez minutos después, de la esquina de San Bernardo al convento de las Maravillas, la calle de San José es una hoguera. La humareda de pólvora se retuerce en espirales desgarradas por los fogonazos, y sobre el redoble de tambor y los toques de corneta franceses asciende el crepitar violento de la fusilería. Tiran contra esa neblina los hombres a los que el capitán Goicoechea dirige desde las ventanas altas del edificio principal del parque, y tiran cuanto tienen -disparos, piedras, tejas y ladrillos arrancados- los que, encaramados sobre la tapia, intentan obstaculizar mas de cerca el avance francés. Frente a la puerta, los cañones disparan bala rasa contra la columna enemiga, y en torno a ellos se agrupan los paisanos y soldados que el capitán Velarde saca del interior para enfrentarse a las bayonetas próximas.

– ¡Aguantad!… ¡Por España y por Fernando Séptimo!… ¡Aguantad!

Artilleros, Voluntarios del Estado, paisanos y mujeres, empuñando fusiles, bayonetas, sables y cuchillos, ven surgir de la humareda, imparables, los chacós de los granaderos enemigos, las hachas y picas de los gastadores, los chacós negros y las bayonetas de la temible infantería imperial. Pero en vez de vacilar o retroceder, se mantienen firmes en torno a los cañones, arcabucean a los franceses casi apoyándoles los cañones en el pecho, a quemarropa; y un último tiro de cañón arroja, a falta de metralla, una lluvia de piedras de chispa para fusil que hace buen destrozo en la vanguardia francesa y le destripa el caballo jerezano al general Lefranc, dando con éste en tierra, contuso. Vacilan los franceses ante la brutal descarga, y al detenerse un instante se renueva el ánimo de los defensores.

– ¡Resistid por España!… ¡Que no se diga!… ¡A ellos!

Acometen los más osados, lanzándose contra los granaderos, y se traba así un áspero combate en corto, cuerpo a cuerpo, a golpes de bayoneta y culatazos, usando los fusiles descargados como mazas. Caen muertos en esa refriega Tomás Álvarez Castrillón, el jornalero José Álvarez y el soldado de Voluntarios del Estado, de veintidós años, Manuel Velarte Badinas; y quedan heridos el mozo de carnicería Francisco García, el soldado Lázaro Cansanillo y Juana Calderón Infante, de cuarenta y cuatro años, que pelea junto a su marido José Beguí. Por parte francesa las bajas son numerosas. Impresionados ante la ferocidad del contraataque, retroceden los imperiales dejando el suelo cubierto de muertos y heridos, bajo el fuego graneado que les hacen desde ventanas y tapias. Luego, rehaciéndose, empujados por sus oficiales, hacen una descarga cerrada que diezma a los defensores y avanzan de nuevo, a la bayoneta. La fusilada, intensa y terrible, hiere sobre la tapia al paisano Clemente de Rojas y al capitán de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba Andrés Rovira, que esta mañana vino acompañando a Pedro Velarde y a la gente del capitán Goicoechea. También mutila junto a la puerta del parque a Manoli Armayona, la muchacha que durante la última pausa del combate estuvo refrescando con vino a los artilleros, y hiere de muerte en torno a los cañones a José Aznar, que pelea junto a su hijo José Aznar Moreno -éste lo vengará luchando como guerrillero en las dos Castillas-, al guarnicionero sexagenario Julián López García, al vecino de la calle de San Andrés Domingo Rodríguez González, y a los jóvenes de veinte años Antonio Martín Rodríguez, de profesión aguador, y Antonio Fernández Garrido, albañil.

– ¡Ahí vienen otra vez los gabachos!… ¡Hay que detenerlos, porque no darán cuartel!

El ímpetu del segundo asalto lleva a los franceses hasta casi tocar con la mano los cañones. No hay tiempo de cargar de nuevo las piezas, de modo que el capitán Daoiz, agitando en molinetes el sable sobre su cabeza, reúne a cuanta gente puede.

– ¡Aquí, conmigo!… ¡Que les cueste caro!

Acuden alrededor, con desesperada resolución, el resto de la partida de Cosme de Mora, el crudo chispero Gómez Mosquera, el artillero Antonio Martín Magdalena, el escribiente de artillería Domingo Rojo, la manola Ramona García Sánchez, el estudiante José Gutiérrez, algunos Voluntarios del Estado y una docena de paisanos de los que todavía no huyen buscando refugio. Pedro Velarde, también sable en mano y fuera de sí, corre de un lado a otro, obligando a volver al combate a quienes se esconden en las Maravillas o dentro del parque. Saca así del convento, a empujones, al joven Francisco Huertas de Vallejo, a don Curro y a algunos heridos leves que habían buscado cobijo, y los hace unirse a los que defienden los cañones.

– ¡Al que retroceda, lo mato yo!… ¡Viva España!

Continúa cuerpo a cuerpo el segundo asalto francés, bayonetas por delante. Nadie entre los defensores ha tenido tiempo de morder cartuchos y cargar fusiles, de manera que suenan algunos pistoletazos a bocajarro y se confía la matanza a bayonetas, cuchillos y navajas. Ahora, en corto, la ventaja de los enemigos no es otra que la del número, pues a cada paso que dan se ven acometidos por hombres y mujeres que lidian como fieras, borrachos de sangre y de odio.

– ¡Que lo paguen!… ¡Al infierno con ellos!… ¡Que lo paguen!

Abaten de ese modo a muchos franceses; pero también, revueltos entre enemigos a los que golpean con los fusiles descargados o apuñalan, caen acribillados a tiros y golpes de bayoneta el artillero Martín Magdalena, el chispero Gómez Mosquera, los Voluntarios del Estado Nicolás García Andrés, Antonio Luce Rodríguez y Vicente Grao Ramírez, el sereno gallego Pedro Dabraña Fernández y el botillero de San Jerónimo José Rodríguez, muerto cuando acomete a un oficial enemigo en compañía de su hijo Rafael.

– ¡Se han parado los franceses! -aúlla el capitán Daoiz-. ¡Resistid, que los hemos parado!

Es cierto. Por segunda vez, el ataque de los mil ochocientos hombres de la columna Lagrange-Lefranc se ve detenido ante los cañones, donde los muertos y heridos de uno y otro bando se amontonan hasta el punto de dificultar el paso. Una nueva andanada artillera -inesperada descarga hecha desde la calle de San Pedro- acribilla al estudiante José Gutiérrez, que se desploma milagrosamente vivo, pero con treinta y nueve impactos de metralla en el cuerpo. La misma descarga mata a la vecina de la calle de la Palma Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho años, que combate bajo el arco de la puerta del parque, a su comadre Francisca Olivares Muñoz, al vecino José Álvarez y al paisano de sesenta y seis años Juan Olivera Diosa.

– ¡Recargad!… ¡Ahí vienen otra vez!

En esta ocasión el asalto francés ya no se detiene. Gritando «Sacré nom de Dieu, en avant, en avant!», los granaderos, gastadores y fusileros trepan sobre el montón de cadáveres, desbordan a los que defienden los cañones y alcanzan la puerta del parque. La humareda y los fogonazos de quienes todavía tienen armas cargadas se salpican de gritos y alaridos, chasquidos de carne abierta y huesos que se rompen, olor a pólvora quemada, exclamaciones, blasfemias e invocaciones piadosas. Enloquecidos por la carnicería, los últimos defensores del parque matan y mueren, rebasadas las fronteras de la desesperación y el coraje. Daoiz, que se defiende a sablazos, ve caer a su lado, muerto, al escribiente Rojo. El veterano cabo Eusebio Alonso es desarmado -un granadero enemigo le arrebata el fusil de las manos- y se desploma malherido tras defenderse con los puños, a patadas y golpes. Y cae también la manola Ramona García Sánchez, que provista de su enorme cuchillo de cocina tiene arrestos para espetarle a un enemigo: «Ven que te saque los ojos, mi alma», antes de que la maten a bayonetazos. En ese momento, cuando desde el interior del parque acude con refuerzos, un balazo mata en la puerta al capitán Velarde. El cerrajero Blas Molina, que corre detrás con el escribiente Almira, el hostelero Fernández Villamil, los hermanos Muñiz Cueto y algunos Voluntarios del Estado, lo ve caer al suelo y, desconcertado, se detiene y retrocede con los otros. Sólo Almira y el sobrestante de la Real Florida Esteban Santirso se inclinan sobre el capitán, y agarrándolo por un brazo intentan ponerlo a resguardo. Otra bala alcanza en el pecho a Santirso, que cae a su vez. Almira desiste al comprobar que sólo arrastra un cadáver.


Desde la calle, el joven Francisco Huertas de Vallejo ha visto morir al capitán Velarde, y también observa que los franceses empiezan a entrar por la puerta del parque.

«Es hora de irse», piensa.

Peleando de cara, pues no se atreve a dar la espalda a los enemigos, caminando hacia atrás mientras se cubre con el fusil armado de bayoneta, el joven intenta alejarse de la carnicería en torno a los cañones. De ese modo retrocede con don Curro García y otros paisanos, formando un grupo al que se unen los hermanos Antonio y Manuel Amador -que cargan con el cuerpo sin vida de su hermano Pepillo-, el impresor Cosme Martínez del Corral, el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto hace rato. Todos intentan llegar a la puerta trasera del convento de las Maravillas, pero en la verja les caen encima los imperiales. Apresan a Rafael Rodríguez, huyen Martínez del Corral y los hermanos Amador, y cae don Curro con la cabeza abierta, abatido por el sablazo de un oficial. Forcejean otros, escapan los más, y Francisco Huertas acomete al oficial en un impulso de rabia, resuelto a vengar a su compañero. Penetra la bayoneta sin dificultad en el cuerpo del francés, y al joven se le eriza la piel cuando siente rechinar el acero entre los huesos de la cadera de su adversario, que lanza un alarido y cae, debatiéndose. Recuperando el fusil, despavorido de su propia acción, eludiendo los plomazos que zumban alrededor, Francisco Huertas da media vuelta y se refugia en el interior del convento.


Rodeado de muertos, cercado de bayonetas, aturdido por el estruendo del cañón y la fusilería, el capitán Daoiz sigue defendiéndose a sablazos. En la calle sólo queda una docena de españoles resguardados entre las cureñas, sumergidos en un mar de enemigos, ya sin otro objeto que seguir vivos a toda costa o llevarse por delante a cuantos puedan. Daoiz es incapaz de pensar, ofuscado por el fragor del combate, ronco de dar gritos y cegado de pólvora. Se mueve entre brumas. Ni siquiera puede concertar los movimientos del brazo que maneja el sable, y su instinto le dice que, de un momento a otro, uno de los muchos aceros que buscan su cuerpo le tajará la carne.

– ¡Aguantad! -grita a ciegas, al vacío.

De pronto siente un golpe en el muslo derecho: un impacto seco que le sacude hasta la columna vertebral y hace que le falten las fuerzas. Con gesto de estupor, mira hacia abajo y observa, incrédulo, el balazo que le desgarra el muslo y hace brotar borbotones de sangre que empapan la pernera del calzón. «Se acabó», piensa atropelladamente mientras retrocede, cojeando, hasta apoyarse en el cañón que tiene detrás. Luego mira en torno y se dice: «Pobre gente».


Pie a tierra entre la confusión del combate, casi en la vanguardia misma de sus tropas, el general de división Joseph Lagrange ordena que cese el fuego. Unos pasos atrás, junto al magullado general de brigada Lefranc, se encuentra un alto dignatario español, el marqués de San Simón, que con uniforme de capitán general y revestido de todas sus insignias y condecoraciones ha logrado abrirse paso hasta allí, a última hora, para rogarles que detengan aquella locura, ofreciéndose a reducir a la obediencia a quienes aún resisten dentro del parque de artillería. Al general Lagrange, espantado de las terribles bajas sufridas por su gente en el asalto, no le gusta la idea de seguir combatiendo habitación por habitación para despejar los edificios donde se refugian los rebeldes; de modo que accede a la solicitud del anciano español, a quien conoce. Se agitan pañuelos blancos, y el toque de corneta, repetido una y otra vez, obra efecto sobre los disciplinados soldados imperiales, que detienen el fuego y dejan de acometer a los pocos supervivientes que permanecen entre los cañones. Cesan así disparos y gritos, mientras se disipa la humareda y los adversarios se miran unos a otros, aturdidos: centenares de franceses alrededor de los cañones y en el patio de Monteleón, españoles en las ventanas y en las tapias acribilladas de metralla, que arrojan los fusiles o huyen hacia el edificio principal, y el reducido grupo que sigue de pie en la calle, tan sucio y roto que apenas es posible distinguir a paisanos de militares, negros todos de pólvora, cubiertos de sangre, mirando alrededor con los ojos alucinados de quien ve suspender su sentencia en el umbral mismo de la muerte.

– ¡Rendición inmediata o degüello! -grita el intérprete del general Lagrange-. ¡Armas abajo o serán pasados a cuchillo!

Tras unos momentos de duda, casi todos obedecen lentos, agotados. Como sonámbulos. Siguiendo al general Lagrange, que se abre paso entre sus tropas, el marqués de San Simón contempla con horror la calle cubierta de cadáveres y heridos que se agitan y gimen. Asombra la cantidad de paisanos, entre ellos muchas mujeres, que se encuentran mezclados con los militares.

– ¡Todos ustedes son prisioneros! -vocea el intérprete francés, repitiendo las palabras de su general-. ¡Queda el parque bajo autoridad imperial por derecho de conquista!

Algo más allá, el marqués de San Simón divisa a un oficial de artillería al que increpa el general francés. El oficial está de rodillas y recostado sobre uno de los cañones, lívido el rostro, una mano apretándose la herida de una pierna ensangrentada y la otra sosteniendo todavía un sable. Quizás, concluye San Simón, se trate del capitán Daoiz, a quien no conoce en persona, pero al que sabe -a estas horas está al corriente todo Madrid- responsable de la sublevación del parque. Mientras avanza curioso, dispuesto a echarle un vistazo más de cerca, el anciano marqués escucha algunas palabras subidas de tono que el general Lagrange, descompuesto por la matanza y en atropellada jerga de francés y mal español, dirige al herido. Habla de responsabilidades, de temeridad y de locura, mientras el otro lo mira impasible a los ojos, sin bajar la cabeza. En ese momento, Lagrange, que tiene su sable en la mano, toca con la punta de éste, despectivo, una de las charreteras del artillero.

Traître! -lo increpa.

Es evidente que el capitán herido -ahora el marqués de San Simón está seguro de que es Luis Daoiz- entiende el idioma francés, o intuye, al menos, el sentido del insulto. Porque su rostro, blanco por la pérdida de sangre, enrojece de golpe al oírse llamar traidor. Después, sin pronunciar palabra, incorporándose de improviso con una mueca de dolor y violento esfuerzo sobre la pierna sana, tira un golpe de sable que atraviesa al francés. Cae hacia atrás Lagrange en brazos de sus ayudantes, desmayado y echando sangre por la boca. Y mientras estalla un confuso griterío alrededor, varios granaderos que están detrás acometen al capitán español y lo traspasan por la espalda, a bayonetazos.

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