Todavía no son las nueve de la mañana cuando el teniente Rafael de Arango llega al parque de Monteleón, llevando en un bolsillo de la casaca las dos órdenes del día. Una la ha recogido en el Gobierno Militar y otra en la Junta Superior de Artillería, y ambas coinciden en establecer que las tropas sigan confinadas en sus cuarteles y se evite, a toda costa, confraternizar con el paisanaje. Al texto escrito de la última, el coronel Navarro Falcón ha añadido, de palabra, algunas instrucciones complementarias.
– Mucha mano izquierda con los franceses, por el amor de Dios… En cuanto a decisiones por su cuenta y riesgo, ni se le ocurra. Y al menor problema, avíseme corriendo para que le mande a alguien.
El medio centenar de paisanos congregados delante del parque no es todavía un problema, pero puede serlo. La idea abruma al joven teniente, pues con su baja graduación está a punto de asumir, hasta que llegue alguien de rango superior -Arango fue el primer oficial que se presentó esta mañana en la Junta-, la responsabilidad del principal depósito de artillería de Madrid. Así que procura adoptar una expresión impasible cuando, disimulando la inquietud, camina entre los grupos que se apartan a su paso. Por fortuna, la actitud de éstos es razonable. En su mayor parte son vecinos del barrio de Maravillas, artesanos, pequeños comerciantes y criados de las casas cercanas, y entre ellos se cuentan varias mujeres y parientes de los soldados del parque, antiguo palacio de los duques de Monteleón cedido para uso militar. En torno al oficial se desatan comentarios exaltados o impacientes, un par de vivas al arma de artillería y algún vítor más fuerte, coreado por todos, al rey Fernando VII. Tampoco faltan insultos a los franceses. Algunos de los congregados piden armas, pero nadie les hace coro. Todavía.
– Buenos días, mesié le capitén.
– Bonjour, lieutenant.
Apenas pasa bajo el arco de ladrillo, tejas y hierro forjado de la entrada principal, Arango se topa con el capitán francés que manda el destacamento de setenta y cinco soldados del tren de artillería imperial, un tambor y cuatro subalternos, que vigilan la puerta, el cuartel, las cuadras, el pabellón de guardia y la armería. El español se lleva la mano al pico del sombrero y el otro responde con irritada desgana: está nervioso, y sus hombres, más. Esos de afuera, le dice a Arango, llevan un rato insultándolos, así que está dispuesto a dispersarlos a tiros.
– Si no se magchan de la puegta, j’ordonne les tirer dessus… Pum, pum… Comprenez?
Arango comprende demasiado bien. Aquello desborda las instrucciones que le dio su coronel. Desolado, mira en torno y estudia las expresiones preocupadas en los rostros de la escasa tropa española que tiene a sus órdenes: dieciséis artilleros entre sargentos, cabos y soldados. Ni siquiera van armados, pues hasta los fusiles que hay en la sala de armas están sin munición ni piedras de chispa en las llaves de fuego. Indefensos, todos, frente a aquellos franceses con la mosca tras la oreja y armados hasta los dientes.
– Voy a ver qué puede hacerse -le dice al capitán de los imperiales.
– Je vous donne quinse minutos. Pas plus.
Alejándose del francés, Arango llama a sus hombres aparte. Están confusos, e intenta tranquilizarlos. Por suerte se encuentra con ellos el cabo Eusebio Alonso, un veterano sereno, disciplinado y muy de fiar, al que conoce. Así que lo manda a la puerta con instrucciones de calmar a los paisanos y procurar que los centinelas franceses no hagan una barbaridad. En tal caso no podrá responder de la gente de afuera, ni de sus hombres.
Frente a Palacio, las cosas se han complicado. Un gentilhombre de la Corte, a quien desde abajo nadie puede identificar, acaba de asomarse a un balcón del edificio para unir sus gritos a los del cerrajero Blas Molina. «¡Se llevan al infante!», ha voceado, confirmando los temores de la gente que se congrega alrededor del coche vacío, y que ahora pasa de las sesenta o setenta personas. Es menos de lo que necesita Molina para dar el paso siguiente. Fuera de si, seguido por algunos de los más exaltados y por la mujer alta y bien parecida, que agita un pañuelo blanco para que los centinelas no disparen, el cerrajero se precipita hacia la puerta más próxima, la del Príncipe, donde los soldados de Guardias Españolas, perplejos, no le impiden el paso. Sorprendido del éxito de su iniciativa, Molina anima a los que lo siguen a continuar adelante, da un par de vivas a la familia real, vuelve a gritar «traición, traición» con voz atronadora, y envalentonado al comprobar que muchos corean sus consignas, sube por las primeras escaleras que encuentra, sin otra oposición que la de un uniformado, el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos, que le sale al paso.
– ¡Por Dios!… ¡Esténse ustedes quietos, que ya tenemos quien nos guarde las espaldas!
– ¡Un carajo! -vocea Molina, apartándolo-. ¡Las espaldas las guardamos nosotros!… ¡Mueran los franceses!
Inesperadamente, mientras el cerrajero avanza seguido por sus incondicionales, en el rellano de la escalera aparece un niño de doce años, vestido de corte y acompañado de un gentilhombre y cuatro Guardias de Corps. La mujer alta, que sigue tras Molina, da un grito: «¡El infante don Francisco!», y el cerrajero se detiene en seco, desconcertado, al verse ante el chiquillo. Luego, rehaciéndose con su habitual desparpajo, hinca una rodilla en los peldaños de la escalera y grita: «¡Viva el infante! ¡Viva la familia real!», coreado por sus acompañantes. El niño, que había palidecido al ver el tumulto, recobra el color y sonríe un poco, lo que aviva el entusiasmo de Molina y su gente.
– ¡Arriba, arriba! -gritan-. ¡A ver al infante don Antonio!… ¡De aquí no sale nadie!
Y así, en tropel salpicado de vítores y mueras, Molina y los suyos se precipitan a besarle las manos al niño y lo llevan casi en volandas, con su escolta, hasta la puerta del gabinete de su tío don Antonio. Una vez allí, respondiendo a unas palabras que el gentilhombre que lo acompaña desliza en su oído, el chico, con una serenidad admirable para sus pocos años, agradece a Molina y a los otros sus desvelos, asegura que no viaja a Bayona ni a ninguna parte, les ruega que bajen a la plaza a tranquilizar a la gente, y promete que en un momento se asomará a un balcón para contentarlos a todos. El cerrajero duda un instante, pero comprende que es aventurado ir más allá, sobre todo porque en la escalera resuenan las pisadas de un piquete de Guardias Españolas que sube a toda prisa para despejar la situación. Así que, satisfecho y decidido a no tentar más la suerte, convence a quienes lo siguen de que eso es lo razonable, se despide del infante con muchos vivas y reverencias, baja las escaleras con su séquito saltando los peldaños de cuatro en cuatro, y regresa a la plaza, triunfante y feliz como si llevara la faja de capitán general, justo cuando don Francisco de Paula, que cumple como un joven caballero, sale entre grandes aplausos al balcón que hace escuadra en la rinconada de Palacio, saludando con la cabeza en señal de gratitud y haciendo muchos besamanos al pueblo allí congregado, que pasa ya de las trescientas personas, entre ellas algunos soldados sueltos del regimiento de Voluntarios de Aragón, con más gente acercándose de las casas vecinas y otra asomada a los balcones.
En ese momento vuelve a complicarse todo. Muy cerca del cerrajero Molina, José Lueco, vecino de Madrid y fabricante de chocolate, está junto al carruaje que sigue detenido en la puerta del Príncipe, ocupado sólo por el cochero y el postillón. En el tumulto, y mientras el infante se asomaba al balcón, Lueco acaba de cortar con su navaja, ayudado por Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez -el primero mozo de mulas y los otros mozos de caballos del conde de Altamira y del embajador de Portugal-, las riendas del tiro del carruaje.
– ¡En éste no se lo llevan! -gallea Lueco.
– Antes muertos -apunta Velázquez.
– Que esclavos -remacha Rodríguez.
La gente los aplaude como a héroes. Alguno intenta, incluso, desjarretar a las mulas. En ese mismo instante, y cuando aún no han cerrado las navajas, entre la multitud aparecen dos uniformes franceses, uno de soldado de infantería ligera y otro blanco y carmesí con muchos cordones y entorchados, que viste el jefe de escuadrón Armand La Grange, ayudante del duque de Berg; quien al ver el revuelo desde la terraza de su cercana residencia del palacio Grimaldi, lo envía con un intérprete a ver qué sucede. Y se da la circunstancia de que La Grange, veterano pese a su juventud y hombre de puntillo aristocrático, que por temperamento detesta a la chusma, se abre paso a empujones camino de la puerta del Príncipe, con mucho valor o mucho desprecio. Con muy malas maneras, en suma, y con la soberbia de quien se mueve por terreno propio. Hasta que, para su infortunio, se topa con José Lueco y los compañeros.
– Vas a empujar -le dice éste- a la cochina gabacha que te parió.
El edecán de Murat no conoce una palabra de español, pero el intérprete se lo traduce. Además, las navajas abiertas y las caras de quienes las empuñan hablan solas. Así que da un paso atrás y mete mano al sable de caballería que lleva al cinto. El soldado lo imita, la gente abre corro venteando refriega, y en ésas aparece el cerrajero Molina, que a la vista de los uniformes renueva sus gritos:
– ¡Matadlos! ¡Matadlos!… ¡Que no pase ningún francés!
En menos de lo que tarda en decirlo, todos se precipitan sobre La Grange y el intérprete, los zarandean, desgarran su ropa, y habrían sido descuartizados allí mismo de no interponerse el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos. Con mucha presencia de ánimo, Toisos llega a la carrera y logra poner aparte al ayudante de Murat y al soldado, haciéndoles envainar los sables mientras ordena a Lueco y a los otros que guarden las navajas.
– ¡No derramemos sangre!… ¡Piensen en el infante don Francisco, por el amor de Dios!… ¡No deshonremos este sitio!
Su uniforme y su autoridad contienen un poco los ánimos, dando tiempo a que un piquete de veinte franceses, que viene a toda prisa por la calle Nueva, ponga a recaudo a sus compatriotas, retirándose con ellos entre un círculo de bayonetas. Esto enfurece a Blas Molina, que ve escapársele la presa y da voces incitando a la gente a no dejarlos ir. En ese momento aparece en la puerta de Palacio el ministro de la Guerra, O’Farril, que sale a echar un vistazo. Y como el cerrajero le grita sin ningún respeto en las narices, el ministro, descompuesto, le da un empujón, queriendo apartarlo de allí.
– ¡Márchense estos insurrectos a sus casas, que nadie necesita de ellos!
– ¡Usía y otros pícaros venden a España y nos pierden a todos! -se revuelve el cerrajero, sin amilanarse.
– ¡Fuera de aquí, o mando abrir fuego!
– ¿Fuego?… ¿Contra el pueblo?
La gente se agolpa, amenazadora, secundando a Molina. Un soldado joven de Voluntarios de Aragón pone la mano en la empuñadura de su sable, increpando a O’Farril hasta que éste, prudente, se mete dentro. En ese instante se oyen nuevos gritos. «¡Un francés! ¡Un francés!», vociferan varios, corriendo hacia la esquina del Tesoro. Molina, que busca ciegamente dónde descargar su cólera, se abre paso a codazos, a tiempo de ver cómo un asustado marino de la Guardia Imperial -un mensajero que intentaba escapar hacia San Gil- es desarmado frente al cuerpo de guardia por el capitán de Guardias Walonas Alejandro Coupigny, hijo del general Coupigny, que le quita el sable y lo mete dentro para salvarlo de la turba furiosa. Molina, descompuesto por la pérdida de esta segunda presa, arrebata de manos de un vecino un grueso bastón de nudos y lo enarbola en alto.
– ¡Vamos todos a buscar franceses! -grita hasta desencajarse las quijadas-. ¡A matarlos!… ¡A matarlos!
Y, dando ejemplo, seguido por el soldado de Voluntarios de Aragón, el chocolatero Lueco, los mozos de caballerías y algunos más, entre los que no faltan varias mujeres, echa a correr hacia las calles próximas a Palacio, buscando en quien saciar la sed de sangre; objeto que consigue a los pocos pasos, pues apenas doblada la esquina descubren a un militar imperial, sin duda otro mensajero que se dirige al acuartelamiento de San Nicolás. Con aullidos de júbilo, el cerrajero y el soldado se lanzan en persecución del francés, que corre desesperado hasta que Molina lo alcanza a garrotazos en la rinconada de la escuela que hay frente a San Juan. Allí mismo le golpea una y otra vez la cabeza, sin piedad, hasta que el infeliz cae al suelo, donde el soldado lo atraviesa con su sable.
Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica y grande de España, está asomado al balcón de su casa, cerca del Palacio Real y frente a la iglesia de Santa María, observando el ir y venir de la gente. Con el último griterío y conmociones, inquieto y espoleado por la curiosidad, el marqués decide echar un vistazo de cerca. Para no comprometerse -es capitán del regimiento de infantería de Málaga, aunque se encuentra dispensado del servicio-, descarta el uniforme y se viste con sombrero de ala corta, frac pardo, pantalón de ante y botas polacas. Después coge un bastón estoque, se mete un cachorrillo cebado y cargado con bala en un bolsillo, y sale acompañado por un sirviente de confianza. El de Malpica no es hombre en quien las revueltas populares despierten simpatía; pero, como militar y español, la presencia francesa lo incomoda. Partidario al principio, como tantos miembros de la nobleza, de la autoridad napoleónica que puso coto a los desmanes revolucionarios que ensangrentaron el país vecino, admirador como militar de las proezas bélicas de Bonaparte, el marqués ha cambiado en los últimos tiempos esa complacencia por la irritación de quien ve su tierra en manos extranjeras. También se cuenta entre quienes aplaudieron la caída de Godoy, la abdicación de los viejos reyes y la subida al trono de Fernando VII. En el talante del joven monarca tiene puestas el de Malpica muchas esperanzas; aunque, como militar y hombre discreto, nunca se haya pronunciado públicamente a favor ni en contra de la situación que vive su patria, y reserve las opiniones para la familia y el círculo de sus íntimos.
En compañía del sirviente, llamado Olmos, que fue soldado y ordenanza suyo en Málaga, el marqués pretende echar una ojeada por aquella parte del barrio y luego subir hacia Palacio. Así que, pasando por detrás de Santa María, toma la calle de la Almudena hasta la plaza de los Consejos, y tras cambiar impresiones con un encuadernador de libros al que conoce -el hombre, preocupado, duda si abrir su taller o no-, tuerce a la izquierda por la calle del Factor para dirigirse a Palacio. Esa calle está desierta. No hay un alma, y balcones y miradores se ven vacíos. Así que el instinto militar del marqués se inquieta con tan extraño silencio.
– Esto no me gusta un pelo, Olmos.
– A mí tampoco.
– Volvamos, entonces. Iremos por el arco de Palacio. Custos rerum prudentia, etcétera… ¿No crees?
– Yo creo lo que usía diga.
Un redoble de tambor los deja helados. El sonido crece tras la esquina de la calle del Biombo, acompañado por el rítmico golpeteo de suelas sobre el empedrado: pasos numerosos que avanzan con rapidez. El marqués y su criado se pegan a la fachada de la casa más próxima, buscando resguardo en el portal. Desde allí ven cómo una compañía completa de infantería con los fusiles prevenidos, sus oficiales al frente y sable en mano, aparece doblando la esquina y se dirige hacia Palacio a paso ligero.
Las tropas francesas salen de San Nicolás.
La primera fuerza francesa que desemboca en la explanada, un poco antes de las diez de la mañana, son ochenta y siete hombres del batallón de granaderos de la Guardia imperial que custodia la residencia del duque de Berg en el palacio Grimaldi. Blas Molina, que ha regresado a la plaza tras matar al soldado francés junto a San Juan, ve llegar la compacta columna de uniformes azules con peto blanco y chacós negros. Éstos, comprende en seguida, no son reclutas sino tropas de élite. Como el resto de la gente entre la que se encuentra, el estado de ánimo del cerrajero oscila entre el estupor y la cólera por la actitud amenazante de los recién llegados. El trayecto desde la cercana plaza de Doña María de Aragón lo han hecho los franceses en pocos minutos, y al llegar a la explanada se ven reforzados por dos tiros de caballos arrastrando cañones de a veinticuatro libras y por el resto de la infantería que abandona San Nicolás. Esas fuerzas convergen sobre la puerta del Príncipe y se despliegan en impecable maniobra. El oficial al mando tiene órdenes directas de Murat: repetir la acción de castigo que tan buenos resultados dio a Napoleón en El Cairo, en Milán, en Roma, y últimamente al mariscal Junot en Lisboa. De modo que, con la eficacia profesional que corresponde al mejor ejército del mundo, las órdenes se suceden con rigor militar, los artilleros desenganchan las cureñas de cañón de sus tiros y los ponen en batería, cargándolos con metralla, y los granaderos se alinean disponiendo los fusiles frente al medio millar de personas congregadas ante el edificio.
– Va a caer pedrisco -dice alguien junto a Molina.
No hay advertencia ni intimación previa. Apenas los cañones quedan en batería y los granaderos en dos filas, la primera rodilla en tierra y la segunda en pie, fusiles encarados, un oficial levanta su sable y ordena fuego sin más trámite: una primera descarga alta, sobre las cabezas de la gente que se arremolina asustada, y una segunda directa a matar, con metralla de los cañones, que retumban con doble estampido, arrojan humo y fogonazos, y en un instante riegan de balas y esquirlas la explanada. Esta vez no hay gritos patrióticos, ni insultos a los franceses, ni otra cosa que el alarido de pánico que sale de centenares de gargantas mientras la multitud, sorprendida por tan brutal contundencia, corre dispersándose en todas direcciones, pisoteando a los heridos que se revuelcan en charcos rojos, a las mujeres que tropiezan, a los que, alcanzados por las descargas de fusilería que los franceses hacen ahora con implacable cadencia, caen por todas partes mientras las balas y la metralla zumban, rompen, quiebran, mutilan y matan.
La eficacia del fuego francés sobre el gentío inerme y despavorido es letal. No puede calcularse el número exacto de víctimas frente al Palacio Real. La Historia retendrá, entre otros, los nombres de los vecinos Antonio García, Blasa Grimaldo Iglesias, Esteban Milán, Rosa Ramírez y Tomás Castillón. Incluso hay muertos entre el personal palatino: el médico de Su Majestad Manuel Pereira, el cerero real Cosme Miel, el ayuda de cámara Francisco Merlo, el cochero real José Méndez Álvarez, el lacayo de las Reales Caballerizas Luis Román y el farolero de Palacio Matías Rodríguez. Entre quienes podrán contarlo, el portero de cadena más antiguo del edificio, José Rodrigo de Porras, recibe una herida de metralla en la cara y otra del rebote de una bala en la cabeza; Joaquín María de Mártola, aposentador mayor honorario del rey, que se encuentra en el coche al que José Lueco y sus compañeros cortaron los tirantes de los caballos, recibe un impacto que le rompe un brazo; y al mayordomo de semana Rodrigo López de Ayala, asomado a una ventana del palacio, le saltan a la cara los cristales rotos por una bala que lo alcanza en el pecho, y de cuya herida morirá dos meses más tarde.
Al crepitar la fusilada y llenarse la plaza de humo y sangre, Blas Molina corre aterrado, agachando la cabeza. En mitad del tumulto, mientras pierde la capa y la busca, ve caer herido a otro cerrajero al que conoce, el asturiano Manuel Armayor. También cree identificar, en una mujer que está en el suelo con la cabeza abierta de un balazo, a la alta y bien parecida que entró tras él en Palacio agitando un pañuelo blanco. Deteniéndose un instante, Molina intenta socorrer al colega caído, pero el fuego francés es intenso, así que desiste y corre como todos, buscando ponerse a salvo. En cuanto a Manuel Armayor, alcanzado por las primeras descargas, consigue al fin levantarse y, dando traspiés, corre hasta caer desmayado en brazos de un grupo de fugitivos. Entre todos lo llevan a rastras hacia su casa de la calle de Segovia; desangrándose, pues mientras lo retiran recibe tres disparos más.
– Eso son tiros -dice el cabo José Montaño.
En el parque de Monteleón, como el resto de sus hombres, el teniente Rafael de Arango se queda inmóvil y atento. Lo que suena en la distancia parecen disparos, en efecto, pero aislados y lejanos. Los artilleros se miran unos a otros. También los franceses lo han oído, pues Arango ve al capitán discutir con uno de los suboficiales y volverse luego en su dirección, como reclamando explicaciones.
– Al final se va a liar -murmura alguien.
– O se ha liado -dice otro.
– ¡Silencio! -ordena Arango.
Siente enormes deseos de sentarse en un rincón apartado, cerrar los ojos y desentenderse de todo. Pero no puede hacer eso. Tras reflexionar un poco, encarga discretamente al cabo Montaño y a otros tres artilleros que se metan con disimulo en la sala de armas y pongan piedras a los fusiles.
– Más vale estar prevenidos -apunta, como sin darle importancia-. Porque nunca se sabe.
– ¿Y qué hay de los cartuchos, mi teniente?
Arango vacila un poco. Las órdenes especifican que la tropa debe estar sin munición. Pero no sabe qué está pasando. Los rostros desorientados de sus hombres, que lo miran con respetuosa confianza aunque alguno tiene edad para ser su padre -parece mentira lo que impone una charretera en el hombro derecho-, terminan por decidirlo. Son su responsabilidad, concluye, y no puede dejarlos indefensos entre los franceses. No hasta ese extremo.
– Escondidas bajo el armero del barracón hay ocho cajas. Abran una sin llamar la atención, y que cada uno de los nuestros coja un puñado y se lo meta en los bolsillos… Pero no quiero ni un fusil cargado. ¿Entendido?
Mientras Montaño y los otros se dirigen a cumplir la orden, Arango toma algunas disposiciones adicionales, como poner a otros dos artilleros en la puerta para que ayuden al cabo Alonso, pues la gente de afuera, que sin duda oye la jarana, arrecia en sus gritos y pide armas. Además, encarga al sargento Rosendo de la Lastra que no quite ojo a los franceses, e informe hasta de cuando vayan a las letrinas. Como última disposición, despacha al soldado José Portales a la Junta de Artillería, a la calle de San Bernardo, con el mensaje verbal para el coronel Navarro Falcón de que envíe con urgencia un oficial de rango superior que maneje la situación. Luego respira hondo, se llena los pulmones de aire como si fuera a zambullirse, y va en busca del capitán francés, para convencerlo de que todo está en orden.
– ¡Armas! ¡Armas!… ¡Necesitamos armas!
Corre la gente furiosa y desaforada por las calles próximas a Palacio, mostrando las manos desnudas, las ropas manchadas de sangre, metiendo heridos en los portales de las casas. En los balcones, las mujeres gritan, lloran. Unos vecinos corren a esconderse, otros salen enardecidos y exigen venganza y muerte, mientras una enajenación colectiva inflama las calles. «A matar gabachos» es grito general. Y frente a quienes argumentan la falta de armas, circula la consigna «tenemos palos y cuchillos». En la plaza de la Cruz Verde, un sargento de caballería polaca, que allí se aloja, es acometido por un grupo de mozalbetes cuando sale para dirigirse a su puesto, muerto a pedradas y navajazos, y colgado de los pies, desnudo, en un farol de la esquina de la calle del Rollo. Y a medida que se difunde la noticia de la matanza en Palacio, de barrio en barrio empieza la caza general del francés.
– ¡Están buscando a los gabachos por todo Madrid!… ¡A las armas!… ¡A las armas!
La multitud corre de un lado a otro, exaltada, buscando en quien vengarse. El centro de la ciudad es un hervidero de odio. Desde el balcón de Correos, el alférez de fragata Esquivel ve cómo el gentío de la puerta del Sol apedrea a un dragón que pasa al galope, inclinado sobre la crin de su caballo, en dirección a la carrera de San Jerónimo. Por todas partes suenan gritos llamando a las armas y a la montería de franceses, y el populacho comienza a lanzarse sobre éstos cuando los encuentra aislados, sorprendidos en la puerta de sus alojamientos o camino de los cuarteles. Muchos oficiales, suboficiales y soldados pierden así la vida, acuchillados al poner el pie en la calle. En los primeros momentos, además del sargento de caballería polaca, dos militares imperiales son asesinados frente al teatro de los Caños del Peral, tres mueren degollados en la plaza del Conde de Barajas, y dos apuñalados con tijeras de sastre junto a la taberna del arco de Botoneras. Y a otro polaco, de los que montan guardia en la plazuela del Ángel frente al palacio de Ariza -residencia del general Grouchy-, le descargan un trabuco en la espalda. Mucha gente hecha a la rapiña y la navaja sale a pescar en río revuelto, con el resultado de que a los cadáveres franceses se les despoja de bolsas, anillos, prendas de ropa y cuantos objetos de valor llevan encima.
No son pocas las mujeres que intervienen en el desorden. Tras echarse a la calle a ecos del tumulto, Ramona Esquilino Oñate, de veinte años, soltera, que vive en el número 5 de la calle de la Flor, camina con su madre hasta la esquina de San Bernardo, animando al vecindario a enfrentarse a los franceses.
– ¡Herejes sin Dios y sin vergüenza! -los define la madre.
Y dando allí con un oficial imperial que sale de una casa donde se aloja, lo acometen ambas arrebatándole la espada, le causan varias heridas con ésta, y lo habrían matado de no acudir en su socorro varios soldados franceses, que a culatazos y golpes de bayoneta dejan a las dos mujeres malparadas y exánimes.
De los barrios más broncos, a los que van llegando noticias de balcón en balcón y de boca en boca, convergen hacia las calles céntricas grupos de chisperos, manolos y gentuza encolerizada, con el aliento de numerosas mujeres que los acompañan y jalean, para atacar a todo francés con que se topan. No hay soldado imperial a pie o montado que no reciba palos, navajazos, pedradas, golpes de tejas, ladrillos o macetas. Una de éstas, arrojada desde un balcón de la calle del Barquillo, mata al hijo del general Legrand -que ha sido paje personal del Emperador-, derribándolo del caballo ante la consternación de sus compañeros. Cerca de allí, José Muñiz Cueto, asturiano de veintiocho años, que trabaja de mozo en la hostería de la plazuela de Matute y viene de Palacio espantado por lo que acaba de vivir, se une a otros jóvenes en la persecución de un francés al que descubren huyendo, hasta que éste se mete en el colegio de Loreto, donde unas monjas salen a defenderlo y lo acogen dentro. De vuelta a la hostería, el asturiano encuentra a su hermano Miguel y a otros tres sirvientes -se llaman Salvador Martínez, Antonio Arango y Luis López- armándose con el dueño del negocio, José Fernández Villamil, para salir a buscar franceses. En la cocina se oye el llanto de la hostelera y las criadas.
– ¿Vienes? -pregunta el amo.
– La duda ofende. Y más yendo mi hermano.
Se echan los seis afuera en chaleco y remangadas las camisas, serios, determinados. Todos llevan sus navajas, a las que han añadido grandes cuchillos de cocina, el hacha de partir leña, un chuzo oxidado, un espetón de asar y una escopeta de caza que el hostelero descuelga de la pared. En la calle de las Huertas, donde se les unen el aprendiz de sastre de un taller cercano y un platero de la calle de la Gorguera, hay un enorme charco de sangre en el suelo, pero no ven a nadie muerto o herido, ni español ni francés. Alguien dice desde una ventana que un mosiú se ha defendido: la del suelo es sangre madrileña. Algunas mujeres gritan o se lamentan en los balcones; otras, al ver al hostelero y sus mozos, aplauden y piden venganza. De camino, mientras la partida engrosa con nuevas incorporaciones -un mancebo de botica, un yesero, un mozo de cuerda y un mendigo que suele pedir en Antón Martín-, algunos comerciantes cierran las puertas y ponen tablones en los escaparates. Unos pocos animan al grupo armado, y los chicuelos de la calle dejan trompos y tabas para correr detrás.
– ¡A Palacio!… ¡A Palacio! -grita el mendigo-… ¡Que no quede franchute vivo!
De ese modo empiezan a formarse por toda la ciudad partidas espontáneas, que tendrán papel relevante al poco rato, cuando los disturbios se conviertan en insurrección masiva y la sangre corra a ríos por las calles. La Historia registrará la existencia de al menos quince de estas partidas organizadas, sólo cinco de ellas dirigidas por individuos con preparación militar. Como la capitaneada desde la plazuela de Matute por el hostelero Fernández Villamil, donde figuran los mozos José Muñiz y su hermano Miguel, casi todas las cuadrillas se forman con gente del pueblo bajo, obreros, artesanos, humildes funcionarios y pequeños comerciantes, con poca presencia de clases acomodadas y sólo en un caso conducidas por alguien que pertenece a la nobleza. Uno de esos grupos se levanta en una botillería de la carrera de San Jerónimo; otro se forma en la calle de la Bola, entre los lacayos del conde de Altamira y los del embajador de Portugal; otro sale de la corredera de San Pablo, dirigido por el almacenista de carbón Cosme de Mora; otro lo organiza en la calle de Atocha el platero Julián Tejedor de la Torre con su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez, sus oficiales y aprendices; y otro, el más ilustrado de los que hoy combatirán en las calles de Madrid, es levantado por el arquitecto y académico de San Fernando don Alfonso Sánchez en su casa de la parroquia de San Ginés, donde arma a sus criados, a algunos vecinos y a sus colegas Bartolomé Tejada, profesor de Arquitectura, y José Alarcón, profesor de Ciencias en la academia de cadetes de Guardias Españolas: unos caballeros que, según todos los testigos, pelearán durante la jornada, pese a su posición, edad e intereses, con mucho coraje y mucha decencia.
No todo el mundo persigue a los franceses. Es cierto que en los barrios más bajos o populares y en las cercanías de Palacio, calientes tras la matanza hecha por la Guardia Imperial, los vecinos se ensañan con cuantos caen en sus manos; pero muchas familias protegen a los que se alojan en domicilios particulares y los ponen a salvo del furor de quienes pretenden asesinarlos. No siempre se trata de caridad cristiana: para muchos madrileños, sobre todo gente establecida, empleados del Estado, altos funcionarios y nobles, las cosas no parecen claras. La familia real está en Bayona, el pueblo revuelto no es fiable en sus fervores y odios, y los franceses -único poder incontestable a día de hoy, sin verdadero Gobierno y con el ejército español paralizado- suponen cierta garantía frente al desorden callejero que puede volverse, en manos de cabecillas revoltosos, desbocado y temible. En cualquier caso, por una u otra razón, lo cierto es que no falta en las calles quien se interponga entre pueblo y franceses solos o desarmados, como el vecino que en la plazuela de la Leña salva a un caporal gritándole a la gente: «Los españoles no matamos a gente indefensa». O las mujeres que frente a San Justo se oponen a quienes pretenden rematar a un soldado herido, y lo meten en la iglesia.
No son éstos los únicos ejemplos de piedad. Durante toda la mañana, incluso en las horas terribles que están por llegar, menudearán los casos en que se respete la vida de los que arrojen las armas y pidan clemencia, encerrándolos en sótanos y buhardillas o guiándolos a lugares seguros; aunque el rigor es inmisericorde con quienes intentan llegar en grupos a sus cuarteles o abren fuego. Pese a las muchas muertes callejeras, el historiador francés Thiers reconocerá más tarde que no pocos soldados franceses deben hoy la vida «a la humanidad de la clase media, que los ocultó en sus casas». Numerosos testimonios darán fe de ello. Uno será consignado en sus memorias, años después, por el joven de diecinueve años que en este momento observa los incidentes desde la puerta de su casa, situada en la calle del Barco, frente a la de la Puebla: se llama Antonio Alcalá Galiano y es hijo del brigadier de la Armada Dionisio Alcalá Galiano, muerto hace tres años al mando del navío Montañés en el combate naval de Trafalgar. Bajando por la calle del Pez, el joven ve a tres franceses que, cogidos del brazo, van por el centro del arroyo evitando las aceras «con paso firme y regular continente, si no sereno, digno, amenazándolos una muerte cruel y teniendo que sufrir ser el blanco de atroces insultos». Los tres se dirigen sin duda a su cuartel, seguidos por una veintena de madrileños que los hostigan, aunque todavía no se deciden a tocarlos. Y en último extremo, cuando la turba está a punto de llegar a las manos, termina salvando a los franceses un hombre bien vestido, que se interpone y convence a la gente para que los deje ir sanos y salvos, con el argumento de que «no debe emplearse la furia española en hombres así desarmados y sueltos».
También hay lugar para la compasión militar. Cerca de la puerta de Fuencarral, los capitanes Labloissiere y Legriel, que llevan órdenes del general Moncey al cuartel del Conde-Duque, se salvan de unos vecinos que pretenden descuartizarlos, gracias a la intervención de dos oficiales españoles de Voluntarios del Estado, que los meten en su cuartel. Y en la puerta del Sol, el alférez de fragata Esquivel, que ha puesto a sus granaderos de Marina sobre las armas aunque siguen sin cartuchos, ve a ocho o diez soldados imperiales que, en la esquina de la calle del Correo, quieren pasar entre la gente que los rodea e insulta. Antes de que ocurra una desgracia, baja a toda prisa con algunos de sus hombres, logra desarmar a los franceses y los mete en los calabozos del edificio.
El comandante Vantil de Carrére, agregado al Cuerpo de Observación del general Dupont, es uno de los dos mil noventa y ocho enfermos franceses -la mayoría por venéreas y por sarna, que estraga al ejército imperial- ingresados en el Hospital General, situado en la confluencia de la calle de Atocha con el paseo del Prado. Al escuchar gritos y golpes, Carrére se levanta de su catre en el pabellón de oficiales, se viste como puede y acude a ver qué ocurre. En la puerta, cuya verja acaba de cerrarse ante una multitud de paisanos enfurecidos que arroja piedras mientras pretende entrar en el edificio y masacrar a los franceses, un capitán de Guardias Españolas intenta contener al populacho con unos pocos soldados, a riesgo de su vida. Rogándole que aguante un poco más, el comandante francés organiza con toda urgencia la defensa, movilizando a treinta y seis oficiales ingresados en el hospital y a cuantos soldados pueden tenerse en pie. Tras bloquear la puerta con una barricada hecha de camas metálicas, abierto el depósito de armas dispuesto en una sala del hospital, Carrére reúne un batallón de novecientos hombres, vestidos con sus camisas gastadas y negras de enfermos, a los que distribuye por el edificio para guarnecer las entradas de Atocha y el Prado. Aun así, el capitán de Guardias Españolas todavía debe emplearse a fondo para reducir un intento de los mozos de cocinas por hacerse con armas dentro del hospital y degollar a los enfermos. En el tumulto de los pasillos, donde llegan a dispararse algunos tiros, un zapador español de robusta constitución, dos cocineros y dos enfermeros son encerrados en las cocinas, pero ningún francés resulta herido. La situación la despeja, al fin, una compañía de infantería imperial que acude a paso ligero, dispersa a la gente de la calle y acordona el edificio. Cuando el comandante Carrére busca al capitán español para darle las gracias y averiguar su nombre, éste se ha marchado con sus hombres a su cuartel.
Otros no tienen la suerte de los enfermos del Hospital General. Un ordenanza francés de diecinueve años que lleva un mensaje al retén de la plaza Mayor es asesinado por los vecinos en la calle de Cofreros; y un pelotón que, ajeno al tumulto, pasa por el callejón de la Zarza cargando leña, es acometido con piedras y palos hasta que todos los imperiales quedan heridos o muertos, y los atacantes se apoderan de sus armas. Más o menos a la misma hora, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, que permanece en la puerta del Sol con su grupo de feligreses de Fuencarral, ve desembocar por la calle de Alcalá, junto a la iglesia y el hospital del Buen Suceso, a dos mamelucos de la Guardia, que galopan a rienda suelta con pliegos que -pronto averiguará su contenido, pues caerán en las manos mismas del sacerdote- son del general Grouchy para el duque de Berg.
– ¡Moros!… ¡Son moros! -grita la gente al ver sus turbantes, fieros bigotes y coloridas ropas-. ¡Que no se escapen!
Los dos jinetes egipcios tiran los pliegos para salvar la vida e intentan abrirse paso entre la turba que les agarra las riendas de los caballos. A la altura de la calle Montera espolean sus monturas y las lanzan a través del gentío, disparando sus pistolas de arzón a diestro y siniestro. Enfurecida, la multitud corre tras ellos, alcanza a uno en la red de San Luis, derribándolo de un balazo, y al otro en la calle de la Luna, de donde lo trae a rastras, ensañándose con él hasta que muere.
En el edificio de Correos, desde cuyo balcón lo ha presenciado todo, el alférez de fragata Esquivel envía un mensaje urgente al Gobierno Militar, comunicando al gobernador don Fernando de la Vera y Pantoja que la situación empeora, que la puerta del Sol está llena de gente exaltada, que hay varias muertes y que él no puede hacer nada, pues sus hombres siguen sin cartuchos por órdenes superiores. Al poco rato llega la respuesta del gobernador: que se las arregle como pueda, y si no tiene cartuchos, que los pida a su cuartel. Con pocas esperanzas, Esquivel manda a otro mensajero con esa solicitud, pero los cartuchos no llegarán nunca. Desalentado, termina por decir a sus hombres que atranquen la entrada; y en caso de que la multitud termine forzándola e invada el edificio, abran el calabozo donde están los prisioneros franceses y los dejen escapar por la puerta de atrás. Luego vuelve al balcón para observar el tumulto, y comprueba que mucha gente de la que llenaba la plaza, que había abandonado ésta por las calles Mayor y Arenal para dirigirse a Palacio, regresa en desbandada a la carrera. Los gabachos, gritan, están ametrallando a cuantos se acercan, sin piedad.
Preocupado por las descargas que oye resonar hacia la zona de Palacio, el capitán Marcellin Marbot termina de vestirse a toda prisa, coge su sable, se lanza escaleras abajo y pide al mayordomo español del lugar en que se aloja -un pequeño palacete cercano a la plaza de Santo Domingo- que le ensillen el caballo que está en la cuadra y lo saquen al patio interior. Ya se dispone a montarlo y salir al galope hacia su puesto junto al duque de Berg, en el cercano palacio Grimaldi, cuando aparece don Antonio Hernández, consejero del tribunal de Indias y propietario de la casa. Viste el español a la antigua, con chupa de mandil y casaca de tontillo, aunque lleva el pelo gris sin empolvar. Al ver al joven oficial alterado y a punto de echarse de cualquier modo a la calle, lo retiene de un brazo con amistosa solicitud.
– Si sale, lo van a matar… Los suyos han disparado sobre la gente. Hay revoltosos afuera, atacando a todo francés que encuentran.
Desazonado, Marbot piensa en los soldados imperiales enfermos e indefensos, en los oficiales alojados en casas particulares por todo Madrid.
– ¿Atacan a hombges desagmados?
– Me temo que sí.
– ¡Cobagdes!
– No diga eso. Cada cual tiene sus motivos, o cree tenerlos, para hacer lo que hace.
Marbot no está de ánimos para apreciar motivos de nadie. Y no se deja convencer en cuanto a quedarse. Su puesto está junto a Murat; y su honor de oficial, en juego, le dice resuelto a don Antonio. No puede permanecer escondido como una rata, así que intentará abrirse paso a sablazos. El consejero mueve la cabeza y lo invita a seguirlo hasta la cancela, desde donde se ve la calle.
– Mire. Hay al menos treinta revoltosos con trabucos, palos y cuchillos… No tiene usted ninguna posibilidad.
El capitán se retuerce las manos, desesperado. Sabe que don Antonio tiene razón. Aun así, su juventud y su coraje lo empujan adelante. Con ojos extraviados se despide de su anfitrión, agradeciéndole su hospitalidad y sus finezas. Después reclama de nuevo el caballo y empuña el sable.
– Deje aquí el caballo, envaine eso y venga conmigo -dice don Antonio, tras reflexionar un poco-. A pie tiene más oportunidades que montado.
Y, con sigilo, rogándole que se ponga el capote para disimular lo llamativo del uniforme, el digno consejero conduce a Marbot hasta el jardín, lo hace pasar por una puertecita del muro, bajo la rosaleda, y dando un rodeo por las calles estrechas lo guía él mismo, caminando unos pasos por delante para comprobar que todo está despejado, hasta la esquina de la calle del Reloj, junto al palacio Grimaldi, donde lo deja a salvo en un puesto de guardia francés.
– España es un lugar peligroso -le dice al despedirse con un apretón de manos-. Y hoy, mucho más.
Cinco minutos después, el capitán Marbot entra en el palacio Grimaldi. Hierve el cuartel general de Su Alteza Imperial el gran duque de Berg: hay un jaleo de mil diablos, los salones están llenos de jefes y oficiales, y por todas partes entran y salen batidores con órdenes, en un ambiente de nerviosismo y agitación extrema. En la biblioteca de la planta baja, donde se han arrinconado muebles y libros para dejar espacio libre a mapas y archivos militares, Marbot encuentra a Murat vestido de punta en blanco, botas hannoverianas, dolmán de húsar, alamares, bordados y rizos por todas partes, resplandeciente como de costumbre pero con el ceño fruncido, rodeado de su plana mayor: Moncey, Lefevbre, Harispe, Belliard, ayudantes de campo, edecanes y otros. La flor y la nata. No en vano la República y la guerra han dado al Imperio los generales más competentes, los oficiales más leales y los soldados más valientes de Europa. El propio Murat -sargento en 1792, general de división siete años después- es una espléndida prueba de ello. Sin embargo, aunque eficaz y sobrado de coraje, el gran duque no resulta un prodigio de habilidad diplomática, ni de cortesía.
– ¡Ya era hora, Marbot!… ¿Dónde diablos estaba?
El joven capitán se cuadra, balbucea una excusa vaga e ininteligible y luego deja la boca cerrada, ahorrándose explicaciones que en realidad a nadie importan. Al primer vistazo ha advertido que Su Alteza está de un humor de mil diablos.
– ¿Alguien sabe dónde se ha metido Friederichs?
El coronel Friederichs, comandante del 1º regimiento de granaderos de la Guardia Imperial, entra en ese instante, casi empujando a Marbot. Viene con sombrero redondo, casaquilla de mañana y ropa de paisano, pues el tumulto lo sorprendió en el baño y no tuvo tiempo de vestirse de uniforme. Trae en una mano el sable de un corneta de cazadores a caballo muerto por el populacho ante la puerta de la casa donde se aloja. Murat aún se enfurece más al escuchar su informe.
– ¿Qué hace Grouchy, maldita sea?… ¡Ya tendría que estar trayendo a la caballería desde el Buen Retiro!
– No sabemos dónde está el general Grouchy, Alteza.
– Pues busquen a Privé.
– Tampoco aparece.
– ¡Entonces, a Daumesnil!… ¡A quien sea!
El duque de Berg está fuera de sí. Lo que estimaba una represión brutal, rápida y eficaz, se está yendo de las manos. A cada momento entran mensajeros con partes sobre incidentes en la ciudad y franceses atacados por la gente. La lista de bajas propias aumenta sin cesar. Acaba de confirmarse la muerte del hijo del general Legrand -un joven y prometedor teniente de coraceros liquidado por un macetazo en la cabeza, comentan con estupor-, la herida grave del coronel Jacquin, de la Gendarmería Imperial, y también que el general La Riboisiére, comandante de Artillería del estado mayor, lo mismo que medio centenar de jefes y oficiales, se encuentra bloqueado por el populacho en su alojamiento, sin poder salir.
– Quiero a los marinos de la Guardia protegiendo esta casa, y a mis cazadores vascos en Santo Domingo. Usted, Friederichs, asegure con sus dos batallones de granaderos y fusileros la plaza de Palacio y la entrada a la Almudena y la Platería… Que la tropa tire sin compasión. Sin perdonar la vida de nadie, sea cual sea la edad o el sexo. ¿Está claro?… De nadie.
Sobre un plano de Madrid extendido en la mesa -español, aprecia el joven Marbot, levantado hace veintitrés años por Tomás López-, Murat repite sus órdenes a los recién llegados. El dispositivo, previsto hace días, consiste en traer a la ciudad a los veinte mil hombres acampados en las afueras; y con los diez mil que ya hay dentro, tomar todas las grandes avenidas y controlar las principales plazas y puntos clave, para evitar el movimiento y las comunicaciones entre un barrio y otro.
– Seis ejes de progresión, ¿comprendido?… Una columna de infantería entrará desde El Pardo por San Bernardino, otra de la Casa de Campo por el puente y la calle de Segovia pasando por Puerta Cerrada, otra por Embajadores y otra por la calle de Atocha… Los dragones, los mamelucos, los cazadores a caballo y los granaderos montados del Buen Retiro avanzarán por la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, mientras la caballería pesada sube con el general Rigaud desde los Carabancheles por la puerta y calle de Toledo… Esas fuerzas irán cortando las avenidas, aislando cuarteles, y confluirán en la plaza Mayor y la puerta del Sol… Si hace falta, para controlar el norte de la ciudad moveremos dos columnas más: el resto de la infantería desde el cuartel del Conde-Duque, y la que está acampada entre Chamartín, Fuencarral y Fuente de la Reina… ¿Me explico? Pues espabilen. Pero antes miren ese reloj, caballeros. Dentro de una hora, o sea, a las once y media, a las doce como mucho, todo tiene que haber terminado. Muévanse. Y usted, Marbot, esté atento. En seguida habrá algo para usted.
– No tengo caballo, Alteza.
– ¿Que no tiene qué?… ¡Quítese de mi vista, maldita sea!… ¡Ocúpese de este inútil, Belliard!
Desolado, temeroso de haber caído en desgracia, Marbot se cuadra ante el general Belliard, jefe del estado mayor, quien le ordena que busque inmediatamente un caballo, suyo o de quien sea, o se pegue un tiro. También le manda que distribuya unos cuantos granaderos en torno al palacio Grimaldi, para eliminar a los tiradores enemigos que empiezan a hacer fuego desde azoteas y tejados.
– Disparan mal, mi general -argumenta Marbot, pasándose de listo.
Belliard lo fulmina con la mirada y señala el vidrio roto de una ventana, sobre un charco de sangre en el entarimado del suelo.
– Por mal que lo hagan, nos han herido aquí a dos hombres.
«Hoy no es mi día», piensa Marbot, que se imagina degradado por torpe y bocazas. Para rehabilitarse, emprende con mucho celo la tarea encomendada. Aprovechando la ocasión, pone un piquete bajo su mando personal, ahuyenta con descargas cerradas a los merodeadores y despeja la calle hasta el palacete de don Antonio Hernández. Donde logra por fin, para alivio de su reputación maltrecha, recuperar el caballo.
Mientras el capitán Marbot avanza con su piquete entre la plaza de Doña María de Aragón y la de Santo Domingo, madrileños armados con trabucos, mosquetes y escopetas de caza intentan regresar al Palacio Real o bajar hacia éste desde la puerta del Sol; pero encuentran el camino tomado por los cañones y los granaderos del coronel Friederichs, que destaca avanzadillas en las calles próximas. De modo que esos grupos son ametrallados sin compasión en cuanto aparecen por la Almudena y San Gil, que los cañones imperiales enfilan a lo largo. Muere así Francisco Sánchez Rodríguez, de cincuenta y dos años, oficial de la tienda de coches del maestro Alpedrete, a quien una andanada francesa alcanza de lleno cuando dobla la esquina de la calle del Factor en compañía de los soldados de Voluntarios de Aragón Manuel Agrela y Manuel López Esteba -los dos también caen malheridos y fallecerán días después-, y del cartero José García Somano, que escapa a la descarga pero hallará la muerte media hora más tarde, alcanzado por una bala de mosquete en la plazuela de San Martín. Desde las ventanas altas de Palacio, donde alabarderos y guardias se han aprovisionado de municiones y cerrado las puertas, resueltos a defender el recinto si los franceses intentan meterse dentro, el capitán de Guardias Walonas Alejandro Coupigny ve, impotente, cómo los paisanos son rechazados y corren perseguidos por jinetes polacos venidos del palacio Grimaldi, que los rematan a sablazos.
Los que huyen de las balas francesas se fragmentan en grupos. Muchos recorren la ciudad pidiendo armas a voces, y otros buscan venganza y se quedan por las inmediaciones, en espera de ajustar cuentas. Tal es el caso de Manuel Antolín Ferrer, ayudante del jardinero del real sitio de la Florida, que uniéndose al oficial jubilado de embajadas Nicolás Canal y a otro vecino llamado Miguel Gómez Morales, se enfrenta a navajazos con un piquete de granaderos de la Guardia Imperial en la esquina de la calle del Viento con la del Factor, acometiéndolos desde un portal. De ese modo matan a dos franceses, retirándose después a la azotea de la misma casa, con la mala fortuna de encontrarse en un lugar sin salida. Aunque Canal logra evadirse arrojándose al tejado vecino, Antolín y Gómez Morales son apresados, molidos a culatazos y conducidos a un calabozo. Ambos serán fusilados al día siguiente, de madrugada, en la montaña del Príncipe Pío. Entre esos fusilados se contará también José Lonet Riesco, dueño de una mercería de la plaza de Santo Domingo, que tras pelear junto a Palacio es apresado por un piquete cuando huye, con una pistola descargada en una mano y un cuchillo en la otra, por la calle de la Inquisición.
Más afortunado resulta el notario eclesiástico de reinos Antonio Varea, uno de los pocos individuos de buena posición que hoy luchan en las calles de Madrid. Tras haber acudido a la puerta del Sol en compañía de su tío Claudio Sanz, escribano de cámara, y luego a la explanada de Palacio resuelto a batirse, el notario Varea participa en los enfrentamientos hasta que, persiguiendo a unos franceses en retirada, recibe cerca de los Consejos un balazo de los granaderos de la Guardia. Transportado por su tío y por el oficial de inspección de Milicias don Pedro de la Cámara a su casa de la calle de Toledo, junto a los portales de Paños, logrará refugiarse allí, ser curado y salvar la vida.
Otros tienen menos suerte. Por todo el barrio, exasperados con la matanza hecha en sus camaradas, los imperiales disparan contra quien se acerca y procuran dar caza a los fugitivos. Así es como caen heridos Julián Martín Jiménez, vecino de Aranjuez, y el tejedor vigués de veinticuatro años Pedro Cavano Blanco. Así muere también José Rodríguez, lacayo del consejero de Castilla don Antonio Izquierdo: herido ante la casa de sus amos, en la calle de la Almudena, llama desesperadamente a la puerta; pero antes de que le abran es alcanzado por dos soldados franceses. Uno le asesta un sablazo en la cabeza y otro lo remata de un pistoletazo en el pecho. En la misma calle, a poca distancia de allí, el niño de doce años Manuel Núñez Gascón, que ha estado arrojando piedras e intenta ponerse a salvo perseguido por un francés, es muerto a bayonetazos ante los ojos espantados de su madre, que lo presencia todo desde el balcón.
Al otro lado de la Almudena, refugiado en un portal cercano a los Consejos con su sirviente Olmos, Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica, ve pasar al galope a varios batidores imperiales que vienen de la plaza de Doña María de Aragón. Su preparación militar le permite hacerse una idea aproximada de la situación. La ciudad tiene cinco puertas principales, y todas las avenidas que vienen de éstas confluyen en la puerta del Sol a modo de los radios de una rueda. Madrid no es plaza fortificada, y ninguna resistencia interior es posible si el centro de esa rueda y los radios son controlados por un adversario. El marqués de Malpica sabe dónde acampan las fuerzas enemigas de las afueras -a estas alturas es hora de pensar en los franceses como enemigos- y puede prever sus movimientos para sofocar la insurrección: las puertas de la ciudad y las grandes avenidas serán su primer objetivo. Observando a los grupos de civiles mal armados que corren en desconcierto de un lado para otro, sin preparación ni jefes, el de Malpica concluye que la única forma de oponerse a los franceses es hostigarlos en esas puertas, antes de que sus columnas invadan las calles anchas.
– La caballería, Olmos. Ahí está la clave del asunto… ¿Comprendes?
– No, pero da lo mismo. Usía mande, y punto.
Saliendo del zaguán, Malpica para a un grupo de vecinos que viene en retirada, pues conoce de vista al hombre que los encabeza. Éste, un caballerizo de Palacio, lo reconoce a su vez y se quita la montera. Trae un trabuco, lleva la capa terciada al hombro, y lo acompañan media docena de hombres, un muchacho y una mujer con delantal y un hacha de carnicero en las manos.
– Nos han acribillado, señor marqués. No hay manera de arrimarse a la plaza… Ahora la gente desbaratada lucha donde puede.
– ¿Vosotros vais a seguir batiéndoos?
– Eso ni se pregunta.
El de Malpica explica sus intenciones. La caballería, utilísima para disolver motines, será el principal peligro con el que se enfrenten quienes pelean en las calles. Los dos núcleos principales están acuartelados en el Buen Retiro y en los Carabancheles. El Retiro queda lejos, y ahí nada puede hacerse; pero los otros entrarán por la puerta de Toledo. Se trata de organizar una partida dispuesta a estorbarlos allí.
– ¿Cuento con vosotros?
Todos asienten, y la mujer del hacha de carnicero llama a voces a otros que corren alejándose de Palacio. Así reúnen a una veintena, entre los que destacan el uniforme amarillo de un dragón de Lusitania que iba a su cuartel y cuatro soldados de Guardias Walonas que han desertado del Tesoro con sus fusiles, descolgándose por las ventanas, y vienen corriendo desde las caballerizas para unirse a los que luchan. El dragón tiene veinticuatro años y se llama Manuel Ruiz García. Los de Guardias Walonas, vestidos con su uniforme azul de vueltas rojas y polainas blancas, son un alsaciano de diecinueve años llamado Franz Weller, un polaco de veintisiete, Lorenz Leleka, y dos húngaros: Gregor Franzmann, de veintisiete años, y Paul Monsak, de treinta y siete. El resto del grupo son jardineros, mozos de las cuadras cercanas, un mancebo de botica, un aguador de quince años de edad que lleva un pañuelo ensangrentado alrededor de la cabeza, un conserje de los Consejos y un manolo de Lavapiés, carpintero de oficio, despechugado y de aire crudo -redecilla en el pelo, chaquetilla de alamares y navaja de dos palmos metida en la faja-, que responde al nombre de Miguel Cubas Saldaña. El manolo, que va en compañía de otro sujeto de aspecto patibulario vestido con capote pardo y calañés, se ofrece con mucho desparpajo a levantar en su barrio, de camino, una buena cuerda de compadres. Así que, tras detenerse junto al palacio de Malpica para que Olmos traiga el refuerzo de tres criados jóvenes, dos carabinas y cuatro escopetas de caza, el marqués, eligiendo las calles menos frecuentadas para evitar a los franceses, dirige a sus voluntarios hacia la puerta de Toledo.
El marqués de Malpica no es el único que ha pensado en cortar el paso a las tropas francesas. En el noroeste de la ciudad, un grupo numeroso y armado con escopetas de caza y carabinas, en el que se cuentan Nicolás Rey Canillas, de treinta y dos años, mozo de Guardias de Corps y ex soldado de caballería, Ramón González de la Cruz, criado del mariscal de campo don José Jenaro Salazar, el cocinero José Fernández Viñas, el vizcaíno Ildefonso Ardoy Chavarri, el zapatero de veinte años Juan Mallo, el aceitero de veintiséis Juan Gómez García y el soldado de Dragones de Pavía Antonio Martínez Sánchez, deciden obstaculizar la salida de la tropa francesa que ocupa el cuartel del Conde-Duque, junto a San Bernardino, y se apostan en las proximidades. El primero en morir es Nicolás Rey, que lleva dos pistolas cargadas al cinto; y que al toparse con un centinela, a quien descerraja un tiro a bocajarro, es alcanzado por un balazo. Desde ese momento, tomando posiciones en las casas cercanas y tras las tapias, los sublevados abren fuego y se generaliza un combate que será breve por la desproporción de fuerzas: quinientos franceses frente a veintipocos madrileños. Saliendo los marinos de la Guardia Imperial del cuartel, dirigen un eficaz fuego graneado que obliga a replegarse a los atacantes. En la retirada, deteniéndose de vez en cuando a disparar mientras saltan tapias y huertos para ponerse a salvo, morirán González de la Cruz, Juan Mallo, Ardoy, Fernández Viñas y el soldado Martínez Sánchez.
No sólo mueren los combatientes. Exasperados por el acoso de los madrileños, los piquetes franceses empiezan a hacer fuego contra los vecinos asomados a ventanas y balcones, o contra grupos de curiosos. El ex sacerdote José Blanco White, sevillano de treinta y dos años, sale a ver qué ocurre cuando oye el tumulto desde la casa que lleva dos meses habitando en el número 8 de la calle Silva.
– ¡Los franceses tiran contra el pueblo! -le advierte un vecino.
En realidad, José Blanco White todavía no se llama así. El nombre -tomado de su ascendencia irlandesa- lo adoptará más tarde, britanizando el suyo original de José María Blanco y Crespo, cuando exiliado en Inglaterra escriba unas Cartas de España fundamentales para comprender el tiempo que le toca vivir. Ahora, a Blanco White, el Pepe Crespo de las tertulias sevillanas y de los cafés madrileños, amigo del poeta Quintana y al mismo tiempo admirador del teatro de Moratín, hombre ilustrado, lúcido, cuyas ideas de libertad y progreso están más cerca de las extranjeras que del cerrado ambiente de telarañas y sacristía que tanto lo desazona en su patria -es lector pertinaz de Feijoo, Rousseau y Voltaire-, la noticia de la represalia francesa le parece increíble; una atrocidad enorme e impolítica. De modo que se apresura a confirmarlo con sus propios ojos. Así llega a la plaza de Santo Domingo, donde confluyen cuatro grandes calles, una de las cuales viene directamente de Palacio. Por ella resuena el redoble de un tambor, y Blanco White se detiene junto a un grupo de gente pacífica, transeúntes bien vestidos y menestrales del barrio. Aparece entonces al extremo de la calle una tropa francesa a paso ligero, con los fusiles prevenidos. Mientras Blanco White espera a verlos de cerca, sin sospechar peligro alguno, observa que los imperiales hacen alto a veinte pasos y encaran sus armas.
– ¡Cuidado!… ¡Van a disparar!… ¡Cuidado!
La descarga llega inesperada, brutal, y un hombre cae muerto a la entrada de la calle por donde todos escapan corriendo. Con el corazón saltándole en el pecho, aterrado por lo que acaba de presenciar y sin aliento, Blanco White corre de vuelta a su casa, sube las escaleras y cierra la puerta. Allí, indeciso, lleno de turbación, abre la ventana, escucha más disparos y vuelve a cerrarla a toda prisa. Luego, sin saber qué hacer, saca de un arcón una escopeta de caza, y con ella en las manos se pasea por la habitación, sobresaltándose a cada descarga cercana. Es un acto suicida, se dice, echarse a la calle de cualquier modo, sin saber para qué. Con quién ni contra quién. A fin de calmarse, mientras toma una decisión, coge una caja de pólvora y plomos y se pone a hacer cartuchos para la escopeta. Al cabo, sintiéndose ridículo, devuelve la escopeta al arcón y va a sentarse junto a la ventana, estremeciéndose con el crepitar del tiroteo que se extiende por los barrios cercanos, punteado a intervalos por el retumbar del cañón.
Cuando el capitán Marbot regresa al palacio Grimaldi, encuentra al duque de Berg saliendo a caballo con toda su plana mayor, escoltado por medio escuadrón de jinetes polacos y una compañía de fusileros de la Guardia Imperial. Como la situación se complica, y teme quedar aislado allí, Murat ha decidido trasladar su cuartel general cerca de las caballerizas del Palacio Real, en la cuesta de San Vicente, por donde tiene prevista su llegada la infantería acampada en El Pardo, mientras otra columna lo hará desde la Casa de Campo por el puente de Segovia. Una ventaja táctica del sitio, aunque eso nadie lo comenta en voz alta, es que desde allí podría Murat, con su cuartel general en pleno, rodear por el norte y replegarse sobre Chamartín si la ciudad quedase bloqueada y las cosas se salieran de madre.
– ¡La caballería ya debería estar en la puerta del Sol, acuchillando a esa chusma! ¡Y Godinot y Aubrée avanzando detrás con su infantería!… ¿Qué pasa en el Buen Retiro?
El duque de Berg da furiosos tirones a las riendas del caballo. Su humor ha empeorado, y no le faltan motivos. Acaba de saber que más de la mitad de los correos enviados a las tropas han sido interceptados. Al menos ésa es la palabra que utiliza el general Belliard. El capitán Marbot, que se acerca sobre su montura mientras el rutilante grupo de estado mayor toma la calle Nueva hacia el Campo de Guardias, tuerce la boca al escuchar el eufemismo. Es una forma como otra cualquiera, piensa, de describir a jinetes apedreados desde las casas y las esquinas, acorralados por la gente, derribados de sus caballos y apuñalados en calles y plazas.
– Ahí tiene un pliego de órdenes, Marbot. Haga el favor de llevarlo al Buen Retiro. A rienda suelta.
– ¿A quién se lo entrego, Alteza?
– Al general Grouchy. Y si no lo encuentra, a cualquiera que esté al mando… ¡Muévase!
El joven capitán recibe el sobre sellado, se lleva la mano al colbac y pica espuelas en dirección a Santa María y la calle Mayor, dejando atrás al escoltadísimo duque de Berg. Debido a la importancia de su misión, el general Belliard ha tenido la precaución de asignarle cuatro dragones de escolta. Mientras cabalga precediéndolos por la calle de la Encarnación, Marbot inclina la cabeza sobre la crin del caballo y aprieta los dientes, esperando el golpe de una teja, la maceta o el escopetazo que lo derriben de la silla. Es un militar profesional y con experiencia, pero eso no le impide lamentar su mala suerte. No hay tarea más peligrosa que llevar un mensaje a través de una ciudad en estado de insurrección; y su misión consiste en llegar al Buen Retiro, donde se encuentran acampadas la caballería de la Guardia Imperial y una división de dragones, sumando tres mil jinetes. La distancia no es grande, pero el itinerario incluye la calle Mayor, la puerta del Sol y las calles de Alcalá o San Jerónimo, que en este momento son, para un francés, los peores lugares de Madrid. A Marbot no se le escapa que Murat, consciente de lo peligroso del encargo, se lo ha encomendado a él, joven oficial agregado a su estado mayor, en vez de a los edecanes titulares, a quienes prefiere mantener cerca y a salvo.
Aún no han perdido de vista Marbot y sus cuatro dragones el palacio Grimaldi, cuando desde un balcón les tiran un escopetazo, que eluden sin consecuencias. A su paso suenan varios tiros más -por fortuna no son militares quienes disparan, sino civiles con escopetas de caza y pistolas- y algunos objetos caen desde balcones y ventanas. Acompañados del sonido de los cascos de sus monturas, los cinco jinetes avanzan al galope por las calles, en grupo compacto que obliga a la gente a dejar paso libre. De ese modo toman la calle Mayor y llegan a la puerta del Sol, donde la multitud es tanta y tan amenazadora que Marbot siente flaquearle el ánimo. Si vacilamos, concluye, aquí se acaba todo.
– ¡No os detengáis! -grita a sus hombres-. ¡O estamos muertos!
Y así, temiendo a cada zancada del caballo verse desmontado y hecho pedazos, el capitán clava espuelas, ordena a los dragones juntarse bien unos con otros, y los cinco cabalgan hacia la embocadura de San Jerónimo sin que los que se apartan a su paso, intentando algunos atrevidos oponerse o agarrarlos por las riendas -el propio Marbot atropella con su caballo a un par de exaltados-, puedan hacer otra cosa que insultarlos, arrojarles piedras y palos, y verlos pasar, impotentes. Sin embargo, entre la calle del Lobo y el hospital de los Italianos, la carrera se trunca: un hombre envuelto en una capa dispara a bocajarro una pistola contra el caballo de uno de los dragones, que hinca el belfo y derriba al jinete. En el acto sale de las casas vecinas un grupo numeroso que intenta degollar al dragón caído; pero Marbot y los otros tiran de las riendas, vuelven grupas y acuden en socorro del camarada, imponiéndose a sablazos sobre las navajas y puñales que manejan los atacantes, casi todos jóvenes y desharrapados, de los que tres quedan en el suelo y huye el resto; no sin que dos dragones sufran heridas ligeras y Marbot reciba una recia puñalada que, pese a no dar en carne, rasga una manga de su dolmen. Al fin, dando una mano al dragón desmontado para que se agarre a las sillas y corra entre dos caballos, los cinco hombres prosiguen la marcha a toda prisa, carrera de San Jerónimo abajo, hasta las caballerizas del Buen Retiro.
Mientras eso ocurre, el cerrajero Blas Molina Soriano también corre junto a los muros del convento de Santa Clara, huyendo de las descargas francesas. Tiene intención de bajar hacia la calle Mayor y la puerta del Sol para unirse a los que allí están; pero suena tiroteo y gritos de gente desbandada hacia la Platería, así que se detiene en la plazuela de Herradores con varios fugitivos que, como él, vienen corriendo desde Palacio. Entre ellos se encuentran el grupo del chocolatero José Lueco y otra pequeña cuadrilla formada por un hombre mayor de barba blanca, que trae una antigua espada llena de herrumbre en la mano, y tres jóvenes armados con oxidadas moharras de lanzas; armas todas viejas de más de un siglo, y que, cuentan, han cogido en la tienda de un chamarilero. Dos mujeres y un vecino salen a darles agua y a preguntar cómo están las cosas, aunque hay más gente arriba, en las ventanas, mirando sin comprometerse. Molina, que tiene una sed atroz, bebe un trago y pasa la jarra.
– ¡Quién tuviera fusiles! -se lamenta el viejo de la barba blanca.
– Y que lo diga usted, vecino -apostilla uno de los jóvenes-. Hoy veríamos cosas gordas.
En ese momento el cerrajero tiene una inspiración. El recuerdo de su visita al parque de Monteleón, escoltando al joven Fernando VII, lo ilumina de pronto. Su memoria registró fielmente los cañones puestos en el patio, los fusiles alineados en sus armeros. Y ahora se da una sonora palmada en la frente.
– ¡Estúpido de mí! -exclama.
Los otros lo miran, sorprendidos. Entonces se explica. En el parque de artillería hay armas, pólvora y munición. Con todo eso en su poder, los madrileños podrían tratar a los franceses de hombre a hombre, como debe ser, en vez de hacerse ametrallar por las calles, indefensos.
– Ojo por ojo -puntualiza, feroz.
A medida que explica su plan, Molina ve animarse los rostros de cuantos lo rodean: miradas de esperanza y ansia de revancha sustituyen a la fatiga. Al fin, levanta en alto el bastón de nudos con el que apaleó al soldado francés y echa a andar, decidido, hacia la calle de las Hileras.
– ¡Quien quiera luchar, que me siga! Y ustedes, vecinas, corran la voz… ¡Hay fusiles en el parque de Monteleón!