Cuando el capitán Pedro Velarde llega al parque de Monteleón con la fuerza de Voluntarios del Estado y los paisanos que los acompañan, el gentío en la calle de San José supera el millar de personas. Viendo aparecer los uniformes blancos con un capitán de artillería al frente, todos prorrumpen en vítores y aplausos, y a duras penas logra Velarde abrirse paso hasta la puerta. Al encontrarla cerrada, la golpea con firmeza y autoridad. Se entreabre ésta un poco, y al ver los de dentro -dos franceses y un artillero español- sus charreteras de capitán, le franquean el paso sin más trámite, aunque sólo permiten que entren él y otro oficial, que resulta ser el teniente Jacinto Ruiz. En cuanto pisa el recinto, Velarde ve al capitán francés con sus oficiales y la gente formada; y antes de presentarse a Luis Daoiz, que se encuentra con el teniente Arango en la sala de oficiales, se dirige en línea recta, resuelto y escoltado por Ruiz, hacia el jefe de los imperiales.
– Está usted perdido -le suelta a bocajarro- si no se oculta con toda su gente.
El capitán francés, inseguro ante la ruda actitud del español e impresionado por su casaca verde de estado mayor, se queda mirándolo desconcertado.
– El primer batallón de granaderos está en la puerta -farolea Velarde, impertérrito, señalando al teniente Ruiz-. Y los demás vienen marchando.
El francés lo observa fijamente, y luego a Jacinto Ruiz. Después se quita el chacó, secándose la frente con la manga de la casaca. Velarde casi puede oír sus pensamientos: desde el día anterior carece de órdenes superiores, desconoce la situación en el exterior, y ninguno de los enlaces que mandó en busca de noticias ha regresado. Ni siquiera sabe si llegaron a su cuartel o han sido despedazados en las calles.
– Que los suyos entreguen las armas -lo intima Velarde-, pues el pueblo está a punto de forzar la entrada y no respondemos de que sea usted atropellado.
El otro contempla a sus hombres, que se agrupan como un rebaño antes del sacrificio, mirándose inquietos mientras oyen arreciar los gritos de la gente que pide armas y cabezas de gabachos. Luego balbucea unas palabras en mal español, intentando ganar tiempo. No sabe quién es este capitán ni lo que representa, aunque la autoridad con que se expresa, el gesto exaltado y el brillo fanático de sus ojos, lo desconciertan. A Velarde, que advierte el ánimo de su oponente, ya no hay quien lo pare. En el mismo tono, apoyada la mano izquierda en la empuñadura del sable, exige al francés que haga de buena voluntad lo que, de negarse, le obligarán a hacer a la fuerza. El tiempo es precioso, y urge.
– Rinda las armas inmediatamente.
Cuando el capitán Luis Daoiz sale al patio a ver qué ocurre, el jefe imperial, desmoronado, acaba de rendirse a Velarde con toda su tropa y los Voluntarios del Estado se encuentran ya dentro del parque. De modo que Daoiz, como comandante del recinto, asume las disposiciones adecuadas: los fusiles franceses a la armería, el capitán y los mandos al pabellón de oficiales con órdenes de ser exquisitamente tratados, y los setenta y cinco soldados en las cuadras al otro extremo del edificio, lo más lejos posible de la puerta y bajo la vigilancia de media docena de Voluntarios del Estado. Luego de ordenar todo eso, coge aparte a Velarde y, encerrándose con él en la sala de banderas, le echa una bronca.
– Que sea la última vez que das una orden en este cuartel sin contar conmigo… ¿Está claro?
– Las circunstancias…
– ¡Al diablo las circunstancias! ¡Esto no es un juego, maldita sea!
Por muy exaltado que sea, Velarde aprecia mucho a su amigo. Lo respeta. Su tono se vuelve conciliador, y las excusas son sinceras.
– Discúlpame, Luis. Yo sólo quería…
– ¡Sé perfectamente lo que querías! Pero no hay nada que hacer. ¡Nada!… A ver si te lo metes de una vez en la cabeza.
– Pero la ciudad está en armas.
– Sólo cuatro infelices, al final. Y sin ninguna posibilidad. Estás hablando de batir al ejército más poderoso del mundo con paisanos y unas cuantas escopetas… ¿Es que te has vuelto loco? Léete la orden que me dio Navarro cuando salí esta mañana -Daoiz golpetea con los dedos sobre el papel que ha sacado de una vuelta de la casaca-. ¿Ves?… Prohibido tomar iniciativas o unirse al pueblo.
– ¡Las órdenes ya no valen, tal como están las cosas!
– ¡Las órdenes valen siempre! -al levantar la voz, Daoiz también eleva su escasa estatura empinándose sobre las puntas de las botas-. ¡Incluidas las que yo doy aquí!
Velarde no está convencido, ni lo estará nunca. Se roe las uñas, agita con violencia la cabeza. Le recuerda a su amigo el compromiso para la sublevación de los artilleros.
– Lo decidimos hace unos días, Luis. Tú estabas de acuerdo. Y la situación…
– Eso ya es imposible de ejecutar -lo interrumpe Daoiz.
– El plan puede seguir adelante.
– El plan se ha ido al traste. La orden del capitán general nos destroza a ti, a mí y a unos pocos más, pero es una disculpa estupenda para los indecisos y los cobardes. No disponemos de fuerza suficiente para sublevarnos.
Sin darse por vencido, llevándolo hasta la ventana, Velarde señala a los Voluntarios del Estado que fraternizan con los artilleros.
– Te he traído casi cuarenta soldados. Y ya sabes todos los paisanos que hay afuera, esperando armas. También veo que han venido algunos compañeros fieles, como Juanito Cónsul, José Dalp y Pepe Córdoba. Si armamos al pueblo…
– Métetelo en la cabeza, Pedro. De una vez. Nos han dejado solos, ¿comprendes?… Hemos perdido. No hay nada que hacer.
– Pero la gente se está batiendo en Madrid.
– Eso no puede durar. Sin los militares, están sentenciados. Y nadie va a salir de los cuarteles.
– Demos ejemplo y nos seguirán.
– No digas simplezas, hombre.
Dejando a Velarde murmurar sus inútiles argumentos, Daoiz se aleja de él, sale al patio y se pone a pasear solo, descubierta la cabeza, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, sintiéndose blanco de todas las miradas. Fuera del parque, al otro lado de la gran puerta cerrada bajo el arco de ladrillo y hierro, la gente sigue dando mueras a Francia y vivas a España, al rey Fernando y al arma de artillería. Por encima de sus voces, amortiguado en la distancia, resuena crepitar de fusilería. A Luis Daoiz, que vive el momento más amargo de su vida, cada uno de esos gritos y sonidos le desgarra el corazón.
Mientras el capitán Daoiz se debate con su conciencia en el patio del parque de Monteleón, al sur de la ciudad, en el extremo opuesto, a Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica, y a los paisanos voluntarios, se les seca la boca cuando ven aparecer la caballería francesa que sube hacia la puerta de Toledo. Más tarde, al hacer balance de la jornada, se confirmará que esa fuerza imperial, que viene de su campamento en los Carabancheles bajo el mando del general de brigada Rigaud, consta de dos regimientos de coraceros: novecientos veintiséis jinetes que ahora remontan la cuesta al trote, entre las rectas arboledas que se inclinan hasta el Manzanares, con intención de dirigirse por la calle de Toledo hacia la plaza de la Cebada y la plaza Mayor.
– Cristo misericordioso -murmura el sirviente Olmos.
Con pocas esperanzas, el marqués de Malpica mira alrededor. En torno al embudo de la puerta de Toledo, por donde forzosamente deben penetrar los franceses en la ciudad, hay apostados cuatrocientos vecinos de los barrios de San Francisco y Lavapiés. Decir que abundan entre ellos los tipos populares -chaquetillas pardas, pañuelos de franjas blancas y negras, calzones con las boquillas sueltas y la pierna al aire- es quedarse corto: en su mayor parte son manolos y gente baja, rufianes de navaja fácil y mujeres de las calles de mala fama próximas al lugar, aunque no falten vecinos honrados de la Paloma y las casas cercanas, carniceros y curtidores del Rastro, mozos y criadas de los mesones y tabernas de esa parte de la ciudad. Pese a sus esfuerzos por plantear una defensa razonable en lo militar, y tras muchas discusiones y voces desabridas, el de Malpica no ha podido impedir que se organicen a su manera, según grupos y afinidades, de forma que cada cual toma las disposiciones que cree oportunas: unos bloquean la calle con carros, vigas, cestones y ladrillos de una obra cercana, y aguardan detrás, confiados en sus navajas, cuchillos, machetes, chuzos, espetones de asador u hoces de segar. Otros, los que tienen fusiles, carabinas o pistolas, han ido a apostarse en el hospital de San Lorenzo y en los balcones, ventanas y terrazas que dominan la puerta de Toledo y la calle, donde hay mujeres que disponen ollas de aceite y agua hirviendo. El de Malpica, que por su grado de capitán en la reserva del regimiento de Málaga es el único con verdadera experiencia militar, apenas consigue imponer algunos consejos tácticos. Sabe que los jinetes franceses acabarán forzando la débil barrera, así que ha situado algo más atrás, escalonada al amparo de un soportal próximo a la esquina de la calle de los Cojos, a la gente que acata sus órdenes: una treintena de personas que incluye a sus criados y la partida levantada en la calle de la Almudena, la mujer con el hacha, el mancebo de botica y algunos más que se unieron por el camino. Su misión, ha explicado, será atacar por el flanco a los jinetes enemigos que pasen la barrera. Y a quienes tienen fusiles de reglamento -el dragón de Lusitania, los cuatro desertores de Guardias Walonas, el criado Olmos y el conserje de los Consejos- les recomienda disparar con preferencia a los oficiales, abanderados y cornetas. En cualquier caso, a los que cabalguen delante, den órdenes o muevan mucho las manos.
– Y si nos dispersan, corred y reuníos de nuevo, retrocediendo poco a poco hacia la plaza de la Cebada… Si hay que retirarse, nos juntaremos allí.
Uno de los voluntarios, el caballerizo de Palacio que empuña un trabuco, sonríe confiado. Para el pueblo español, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religión y la Monarquía, un título nobiliario, una sotana o un uniforme son la única referencia posible en momentos de crisis. Eso quedará patente muy pronto, en la composición de las juntas que hagan la guerra a los franceses.
– ¿Cree usía que vendrán nuestros militares?
– Claro que sí -miente el aristócrata, que no se hace ilusiones-. Ya lo veréis… Por eso hay que aguantar lo que se pueda.
– Cuente con nosotros, señor marqués.
– Pues vamos. Cada uno en su puesto, y que Dios nos ayude.
– Amén.
Al otro lado de la puerta de Toledo, el sol hace relucir, elocuente, corazas, cascos y sables. Los gritos y vivas con los que hace un momento se animaba la gente han cesado por completo. Las bocas están ahora mudas, abiertas; y todos los ojos, desorbitados, fijos en la brigada de caballería que se acerca en masa compacta. Arrodillado tras el pilar de madera de un soportal, con una carabina en las manos, dos pistolas cargadas y un machete al cinto, el sombrero inclinado sobre la frente para que no lo deslumbre el sol, el marqués de Malpica piensa en su mujer y en sus hijos. Luego se persigna. Aunque es hombre piadoso que no oculta sus devociones, procura hacerlo con disimulo; pero el ademán no pasa inadvertido. Su criado Olmos lo imita, y al cabo hacen lo mismo cuantos se encuentran próximos.
– ¡Ahí están! -exclama alguien.
Por un instante, el marqués no presta atención a la puerta de Toledo. Intenta averiguar la causa de una extraña vibración creciente que nota bajo la rodilla apoyada en tierra. Entonces comprende que se trata del suelo que tiembla con las herraduras de los caballos que se acercan.
A mediodía, el centro de Madrid es un continuo y confuso combate. En el espacio comprendido entre la embocadura de la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, la casa de Correos, San Felipe y la calle Mayor hasta los portales de Roperos, hay cadáveres de ambos bandos: franceses degollados y madrileños que yacen en el suelo o son retirados a rastras dejando regueros de sangre, entre relinchos de caballos moribundos. Y la lucha sigue sin cuartel, por una ni otra parte. Los pocos fusiles y escopetas cambian de manos al morir sus dueños, arrebatados por quienes esperan a que alguien caiga para coger su arma. Los grupos dispersos en la puerta del Sol vuelven a reunirse después de cada carga de caballería, y saltando desde los zaguanes y soportales, el claustro del Buen Suceso, la Victoria, San Felipe y las calles adyacentes, acometen de nuevo a cuerpo descubierto, navajas contra sables, trabucos contra cañones, tanto a los dragones y mamelucos que siguen llegando de San Jerónimo y vuelven grupas por Alcalá, como a los soldados de la Guardia Imperial que, bajo el mando del coronel Friederichs, avanzan por Mayor y Arenal, desde Palacio, barriendo las calles con fusilería y fuego de las piezas de campaña que emplazan en cada esquina. Uno de los primeros heridos por estas descargas es el joven León Ortega y Villa, el discípulo del pintor Francisco de Goya, que lleva un rato desjarretando a navajazos caballos de los franceses. Y cerca de los Consejos, tras retirarse ante una carga de jinetes polacos junto a sus feligreses de Fuencarral, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández es alcanzado por una andanada de metralla francesa, da unos pasos vacilantes y se desploma. Pese al nutrido fuego enemigo, sus compañeros logran rescatarlo, aunque herido de gravedad, y ponerlo a cubierto. Llevado más tarde y con muchas peripecias al Hospital General, don Ignacio salvará la vida.
Por toda la ciudad se suceden casos particulares, combates que a veces llegan a ser individuales. Tal es el que libra frente a la residencia de la duquesa de Osuna, en solitario, el carbonero Fernando Girón: topándose en una esquina con un dragón francés, lo desmonta de un garrotazo y, tras rematarlo a golpes, le quita el sable y con él se enfrenta a un pelotón de granaderos antes de ser muerto a bayonetazos. Un mallorquín llamado Cristóbal Oliver, antiguo soldado de Dragones del Rey al servicio del barón de Benifayó, sale de la hostería donde se alojan ambos en la calle de los Peligros, y con un espadín de su amo como única arma, camina hasta la esquina de la calle de Alcalá, donde acomete a cuanto francés pasa a su alcance, mata a uno y hiere a dos; y al rompérsele en el último la hoja del espadín, con sólo la empuñadura en la mano, regresa tranquilamente a su hostería. De ese modo, las relaciones de los combates y sus incidencias registrarán, más tarde, la actuación de muchos hombres y mujeres anónimos, como el que los vecinos de la calle del Carmen ven desde sus ventanas, vestido con ropa de cazador, polainas de becerro y una canana llena de cartuchos, que parapetado en una esquina de la calle del Olivo dispara uno tras otro diecinueve tiros contra los franceses, hasta que, sin munición, arroja la escopeta, saca un cuchillo de monte y se defiende espalda contra la pared, hasta que lo matan. Tampoco llega a saber nadie el nombre del calesero -conocido sólo como El Aragonés- que, emboscado en un zaguán de la calle de la Ternera, dispara un trabuco cargado con puntas de tapicero, a bocajarro, contra todo francés que pasa por la calle. Ni los nombres de cuatro chisperos que pelean a navajazos con unos polacos en la calle de la Bola. Ni el de la mujer todavía joven que, en Puerta Cerrada, tras derribar del caballo a pedradas a un batidor francés mientras le grita «¡date, perro!», lo degüella con su propio sable. Nunca se conocerá, tampoco, el nombre del granadero de Marina desarmado -desertor de su cuartel o del piquete del alférez de fragata Esquivel- que en la calle de Postas pone a salvo a un grupo de mujeres y niños acosado por los franceses; y cayendo luego sobre un dragón desmontado, lo estrangula con las manos desnudas; aunque más tarde, en la relación de bajas de la jornada, figurarán los nombres de tres soldados que hoy visten ese uniforme: Esteban Casales Riera, catalán -muerto-, Antonio Durán, valenciano, y Juan Antonio Cebrián Ruiz, de Murcia.
Quedará memoria documentada, en cambio, de los nueve albañiles que al iniciarse el enfrentamiento trabajaban en la obra de reparación de la iglesia de Santiago: el capataz de sesenta y seis años Miguel Castañeda Antelo, los hermanos Manuel y Fernando Madrid, Jacinto Candamo, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes Magro. Todos ellos pelean en la calle de Luzón, acorralados entre la caballería francesa que llega de la puerta del Sol y la infantería que avanza por Mayor y Arenal. Hace media hora, al pasar bajo sus andamios un pelotón de polacos que daba caza a paisanos en fuga, los albañiles atacaron a los jinetes, tirándoles cuanto hallaron a mano, desde tejas hasta herramientas; y bajando luego, descamisados, abiertas las navajas que todos llevaban encima, se arrojaron a luchar con la ingenua rudeza de su oficio. Ahora, acosados por todas partes, batidos a mosquetazos, deben retroceder calle arriba y resguardarse en la parroquia. El capataz Castañeda acaba de recibir un tiro en el vientre que le hace doblar las rodillas y acurrucarse en la acera, de donde lo levanta el albañil Manuel Madrid. Con su compañero a cuestas, viendo que la iglesia queda lejos, Madrid busca reparo en la plaza de la Villa; con tan mala fortuna que, al pasar una zona enfilada, suena una descarga, chascan plomazos contra los muros próximos, y aunque Madrid resulta ileso, una bala rompe un brazo al infeliz Castañeda. Caen los dos, y mientras más tiros zurrean sobre sus cabezas, Madrid arrastra como puede al compañero, tirando de su brazo sano, para ponerlo a cubierto.
– Déjame, hombre -murmura débilmente el capataz-. Peso demasiado… Déjame y vete… Sálvate mientras puedas.
– ¡Ni hablar! ¡Así me maten esos mosiús hijoputas, te vienes conmigo!
– No vale la pena… Yo estoy servido, y me voy por la posta.
Un vecino llamado Juan Corral, que observa la escena desde un portal, se acerca agachado, y cogiendo al herido por los pies ayuda a ponerlo a salvo. De esa forma, cargados con Castañeda a través de la ciudad llena de franceses, aventurándose por calles desiertas y por otras donde los enemigos hacen fuego de lejos, Madrid y Corral logran llevarlo a su casa de la calle Jesús y Maria, donde le hacen la primera cura. Trasladado en los días siguientes al Hospital General, el capataz vivirá tres años hasta morir, al fin, a causa de sus heridas.
Los otros albañiles de la obra de Santiago corren una suerte más inmediata y trágica. Refugiados en la iglesia, al poco rato se ven rodeados por un pelotón de fusileros que busca vengar a sus camaradas polacos. Jacinto Candamo intenta resistir y apuñala al primer francés que se acerca, por lo que es reventado a culatazos y dejado agonizante con siete heridas. A Fernando Madrid, José Amador, Manuel Rubio, José Reyes, Antonio Zambrano y Domingo Méndez se los llevan atados entre empujones, insultos y golpes. Los seis se contarán entre los ejecutados la madrugada del día siguiente, en la montaña del Príncipe Pío.
– ¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos! ¡A ellos!
En la puerta de Toledo, bajo las patas de los caballos rabones y los sables de los coraceros franceses, la manolería de los barrios bajos de Madrid combate enloquecida, con la ferocidad de la gente que nada tiene que perder y el odio insensato de quien sólo anhela venganza y sangre. Apenas los primeros jinetes cruzaron bajo el arco, topándose con la barricada, una turba de hombres y mujeres saltó sobre ellos a pecho descubierto, acometiendo con palos, cuchillos, piedras, chuzos, tijeras, agujas de espartero y cuantos enseres domésticos pueden ser usados como armas, mientras desde los tejados, ventanas y balcones próximos se hacía un fuego irregular, pero nutrido, de escopetas, fusiles y carabinas. Cogidos por sorpresa, los primeros coraceros se amontonan ahora desordenados, derriban gente a sablazos, intentan volver atrás o espolean sus monturas para salvar los obstáculos; mas los estorba el enjambre de civiles vociferantes que corta las riendas, apuñala a los caballos, se encarama a las grupas y da en tierra con los imperiales, entorpecidos por sus pesados cascos y corazas de acero, por cuyas junturas y golas, una vez en tierra, los atacantes meten sus enormes navajas.
– ¡Sin piedad!… ¡No dejéis francés vivo!
El degüello se extiende más allá de la puerta y la barricada, a medida que más caballería atropella a la multitud e intenta abrirse paso hacia la calle de Toledo. Viene ahora el turno de las mujeres que están en las ventanas, con sus calderos de aceite y agua hirviendo que encabritan a los caballos y hacen revolcarse por tierra a los jinetes abrasados, cuyos alaridos cesan cuando grupos de paisanos los acometen, matan y descuartizan sin misericordia. Algunos arrojan tiestos, botellas y muebles. Las balas de los tiradores -el dragón de Lusitania y los Guardias Walonas disparan con eficacia profesional- abren orificios en cascos y corazas, y cada vez que un francés pica espuelas y se lanza al galope en dirección a Puerta Cerrada, rufianes de burdel, mujerzuelas de taberna, honradas amas de casa y vecinos airados, dejándose pisotear por los cascos del caballo, arrastrados por el suelo sin soltar la silla o la cola recortada del animal, unen sus esfuerzos en derribar al jinete, clavarle cuanto tienen a mano, arrancarle la coraza y reventarle las tripas a golpes y cuchilladas. Cuando María Delgado Ramírez, de cuarenta años, casada, se enfrenta a un jinete francés con una hoz de segar, recibe un balazo que le rompe el fémur del muslo derecho. Una bala atraviesa la boca a María Gómez Carrasco, y un sablazo acaba con Ana María Gutiérrez, de cuarenta y nueve años, vecina de la Ribera de Curtidores. A su lado es herido de muerte el joven de veinte años Mariano Córdova, natural de Arequipa, Perú, presidiario del puente de Toledo, de donde escapó esta mañana para unirse a los que combaten. La manola María Ramos y Ramos, de veintiséis años, soltera, que vive en la calle del Estudio, recibe un sablazo que le abre un hombro cuando, espetón de asar en mano, intenta derribar del caballo a un coracero. Cerca de ella caen el peón de albañil Antonio González López -pobre de solemnidad, casado y con dos hijos-, el carbonero gallego Pedro Real González y los manolos del barrio José Meléndez Moteño y Manuel García, domiciliados en la calle de la Paloma. La pescadera Benita Sandoval Sánchez, de veintiocho años, que pelea junto a su marido Juan Gómez, grita «¡cochinos gabachos!», se aferra a un caballo y le clava unas tijeras de limpiar pescado en el cuello, derribando a bestia y jinete; y antes de que el francés se reponga de la caída, lo apuñala en la cara y los ojos, revolviéndose luego contra otros que llegan. A su lado, cuchillos en mano y cubiertos de sangre francesa, pelean el manolo Miguel Cubas Saldaña, carpintero de Lavapiés, y sus amigos el lavandero Manuel de la Oliva y el vidriero Francisco López Silva. Otro compadre, el jornalero Juan Patiño, se arrastra por el suelo con las tripas fuera, intentando esquivar las patas de los caballos.
– ¡Resistid!… ¡Por España y por el rey Fernando!
El marqués de Malpica, que ha descargado su carabina y las dos pistolas, empuña el machete, abandona el resguardo de los soportales y se une a la pelea, seguido por el sirviente Olmos y la gente de su grupo; pero a los pocos pasos vacila, espantado. Nada en su anterior vida militar lo había preparado para una escena como ésta. Hombres y mujeres con la cara abierta a sablazos se retiran de la pelea dando traspiés, los franceses que caen chillan como animales en manos de matarifes mientras se debaten y son degollados, y muchos caballos desventrados a navajazos van de un lado a otro sin jinete, pisándose las entrañas. Un oficial de coraceros de ojos despavoridos, que ha perdido el casco en la refriega, se abre camino con golpes de sable, espoleando su montura. El criado Olmos, la mujer del hacha de carnicero y el manolo Cubas Saldaña se arrojan bajo las patas del caballo, que los arrastra y atropella, no sin que Cubas logre darle al francés una puñalada en el vientre. Se descompone el jinete, tambaleándose en la silla, y eso basta para que uno de los soldados de Guardias Walonas -el polaco Lorenz Leleka- lo derribe de un bayonetazo, antes de caer él mismo con un tajo de sable en el cuello. Resuena el jinete francés con estrépito de acero al dar en el suelo, y Malpica, por instintivo impulso de honor militar, le pone el machete ante los ojos, intimándolo a rendirse. Asiente el otro, aturdido, más por interpretar el ademán que por comprender lo que se le dice; pero en ese instante la mujer se acerca por detrás, ensangrentada y cojeando, y le abre al coracero la cabeza de un hachazo, hasta los dientes.
– ¿Cuándo vienen a ayudarnos nuestros militares, señor marqués?
– Ya falta menos -murmura Malpica, mirando al francés.
Al otro lado de la puerta de Toledo suenan clarines, crece el rumor de caballerías al galope, y Malpica, que reconoce el toque de carga, mira inquieto más allá de la matanza que lo rodea. Una masa de acero centelleante, cascos, corazas y sables, empieza a cruzar compacta bajo el arco de la puerta de Toledo. Entonces comprende que hasta ahora no se las han visto más que con la avanzadilla de la columna francesa. El verdadero ataque empieza en este momento.
«Esto no puede durar», piensa.
El capitán Luis Daoiz está inmóvil y pensativo en el patio del parque de Monteleón, escuchando los gritos de la multitud que reclama armas al otro lado de la puerta. Procura evitar las miradas que, a pocos pasos, en grupo junto a la entrada de la sala de banderas, le dirigen Pedro Velarde, el teniente Arango y los otros jefes y oficiales. En la última media hora han llegado ante el parque nuevas partidas, y las noticias corren como pólvora inflamada. Habría que estar sordo para ignorar lo que ocurre, pues el ruido de disparos se extiende por toda la ciudad.
Daoiz sabe que no hay nada que hacer. Que el pueblo que combate en las calles se queda solo. Los cuarteles cumplirán las órdenes recibidas, y ningún jefe militar arriesgará su carrera ni su reputación sin instrucciones del Gobierno o de los franceses, según las lealtades de cada cual. Con Fernando VII en Bayona y la Junta que preside el infante don Antonio abrumada y sin autoridad, pocos de quienes tienen algo que perder se pronunciarán hasta que se perfilen vencedores y vencidos. Por eso no hay esperanza. Sólo una insurrección militar que arrastrase al resto de guarniciones españolas habría tenido posibilidades de éxito; pero todo se ha torcido, y no será la voluntad de unos pocos la que lo enderece. Ni siquiera abrir las puertas del parque a quienes reclaman afuera, armarlos contra los franceses, cambiará las cosas. Sólo extenderá la matanza. Además están las órdenes, la disciplina y todo el resto.
Órdenes. Con gesto maquinal, Daoiz extrae de la vuelta de su casaca el papel que le entregó el coronel Navarro Falcón antes de salir de la Junta Superior de Artillería, lo desdobla y vuelve a leerlo por enésima vez:
No tomará en ningún momento iniciativa propia sin órdenes superiores por escrito, ni fraternizará con el pueblo, ni mostrará hostilidad ninguna contra las fuerzas francesas.
Con amargura, el artillero se pregunta qué harán en ese momento el ministro de la Guerra, el capitán general, el gobernador militar de Madrid, para justificarse ante Murat. A Daoiz le parece oírlos: el populacho y sus bajas pasiones, Alteza. Gente descarriada, inculta, agitadores ingleses. Etcétera. Lamiendo las botas al francés pese a la ocupación, al rey prisionero, a la sangre que corre por todas partes. Sangre española, en suma; vertida con razón o sin ella -hoy la razón es lo de menos- mientras se ametralla al pueblo indefenso. El recuerdo del incidente de ayer por la tarde en la fonda de Genieys asalta de nuevo a Daoiz, produciéndole una insoportable vergüenza. Al capitán de artillería le escuece su honor maltrecho. Aquellos oficiales extranjeros insolentes, burlándose de un pueblo desgraciado… ¡Cómo se arrepiente ahora de no haberse batido! ¡Y cómo, sin duda, se arrepentirá mañana!
Estupefacto, Daoiz mira el papel de la orden a sus pies. No es consciente de haberlo roto, pero ahí está, arrugado y hecho pedazos. Al fin, como si despertara de un sueño incómodo, mira alrededor, observa el asombro de Velarde y los otros, las expresiones ansiosas de artilleros y soldados. De pronto se siente liberado de un peso enorme, casi con ganas de reír. No se recuerda tan sereno y lúcido jamás. Entonces se yergue, comprueba que lleva bien abotonadas casaca y chupa, saca el sable de la vaina y apunta con él hacia la puerta.
– ¡Las armas al pueblo!… ¡A batirnos!… ¿No son nuestros hermanos?
Además del presbítero de Fuencarral, a quien sus feligreses retiraron malherido del combate, hay otro sacerdote que pelea en las inmediaciones de la puerta del Sol: se llama don Francisco Gallego Dávila. Capellán del convento de la Encarnación, se echó a la calle a primera hora de la mañana, y tras batirse en Palacio y junto al Buen Suceso huye ahora fusil en mano, con un grupo de civiles, hasta la calle de la Flor baja. El ayudante de la Real Caballeriza Rodrigo Pérez, que lo conoce, lo encuentra arengando a los vecinos a tomar las armas para defender a Dios, al rey y a la patria.
– Quítese usted de ahí, don Francisco… Que lo van a matar, y éstas no son cosas de su ministerio. ¡Qué dirán sus monjas!
– ¡Qué monjas ni qué niño muerto! Hoy, mi ministerio se ejerce en la calle. Así que únase a nosotros, o vaya a su casa a esconderse.
– Prefiero irme a casa, con su permiso.
– Pues vaya con Dios y no importune más.
Animados por su tonsura, sotana y actitud decidida, varios fugitivos se congregan alrededor del sacerdote. Entre ellos se encuentran el conductor de Correos Pedro Linares, de cincuenta y dos años, que lleva en la mano una bayoneta francesa y al cinto una pistola sin munición, y el zapatero de treinta años Pedro Iglesias López, vecino de la calle del Olivar, armado con un sable de su propiedad, a quien hace media hora vieron matar a un soldado enemigo en la esquina de la calle Arenal.
– ¡Volvamos a pelear! -los exhorta el sacerdote-. ¡Que no digan que los españoles damos la espalda!
El grupo -seis hombres y un muchacho provistos de cuchillos, bayonetas y un par de carabinas cogidas a los dragones enemigos- se encamina resuelto hacia la calle de los Capellanes, junto a cuya fuente, agazapados tras un guardacantón, turnándose para apuntar y disparar mientras el compañero carga, hay tres soldados haciendo fuego con fusiles.
– ¡Ya están aquí nuestros militares! -exclama don Francisco Gallego, gozoso.
La desilusión llega pronto. Uno de los uniformados es el sargento segundo de Inválidos Víctor Morales Martín, de cincuenta y cinco años, veterano de los dragones de María Luisa, que se ha echado a la calle por su cuenta, abandonando sin permiso el cuartel de la calle de la Ballesta con algunos compañeros de los que se vio separado en la refriega. Los otros dos soldados son jóvenes, visten casaca azul con cuello del mismo color y solapas rojas, y llevan en la escarapela roja del sombrero la cruz blanca que distingue a los regimientos suizos al servicio de España. Uno de ellos no tarda en confirmar a los recién llegados, en un español de rudas resonancias germánicas, que él y su camarada -se trata de su hermano, pues son los soldados Mathias y Mario Schleser, del cantón de Aargau- se encuentran allí combatiendo por gusto, pues su regimiento, el 6.° suizo de Preux, tiene órdenes de no salir a la calle. Ellos iban al cuartel cuando se vieron en mitad del tumulto; así que desarmaron a unos franceses a los que sorprendieron fugitivos y aislados, y aquí están. Librando su propia guerra.
– Que Dios os bendiga, hijos míos.
– Apárrtese de ahí, reverrendo. Vienen más frranzosen. Ja.
En efecto. Desde la plazuela del Celenque suben, con muchas precauciones, dos dragones franceses desmontados parapetándose tras sus caballos, seguidos por un pequeño grupo de uniformes azules. Apenas ven a los concentrados en la esquina, se detienen y hacen fuego. Algunas balas levantan desconchones en el yeso de las paredes.
– ¡De lejos no hacemos nada! -grita el sacerdote-… ¡A ellos!
Y acto seguido, pese a los esfuerzos de los militares por detenerlo, se lanza blandiendo el fusil como una maza, seguido ciegamente por los paisanos. La nueva descarga francesa, cerrada y bien dirigida, los encuentra al descubierto, mata al sargento de Inválidos Morales, hiere de muerte al soldado Mathias Schleser -que hace dos días cumplió veintinueve años- y alcanza con un rebote superficial a su hermano Mario, mientras don Francisco Gallego, aturdido, es arrastrado por los otros en busca de refugio. Cargan ahora los franceses con sus bayonetas, y los supervivientes corren despavoridos hacia las Descalzas golpeando las puertas que encuentran al paso, aunque ninguna se abre. El zapatero Iglesias y el conductor de Correos Linares logran escabullirse hacia la plazuela de San Martín; pero el sacerdote, que cojea por haberse lastimado un pie, sólo llega hasta la puerta principal del convento. Allí, dando golpes con la culata del fusil, pide refugio; mas nadie responde dentro, y los franceses le dan alcance. Resignado a su suerte, se vuelve mientras reza el acto de contrición, dispuesto a entregar a Dios su alma. Pero al ver su sotana y su tonsura, el oficial que manda el grupo, un veterano de bigote cano, aparta con el sable a los que quieren atravesarlo allí mismo.
– ¡Herejes y malditos hijos de Lucifer! -les escupe don Francisco.
Los soldados se limitan a molerlo a culatazos y llevárselo maniatado en dirección a Palacio.
No sólo corren los fugitivos de la plaza de las Descalzas. Algo más al sur de la ciudad, al otro lado de la plaza Mayor, los supervivientes tras la carga de la caballería pesada en la puerta de Toledo se retiran como pueden, cuesta arriba, hacia el Rastro y la plaza de la Cebada. La refriega ha sido tan dura, y tan enorme la matanza, que los franceses no conceden cuartel a nadie. Para dar esquinazo a los coraceros que lo sablean todo a su paso, el exhausto marqués de Malpica busca resguardo en las calles próximas a la Cava Baja mientras sostiene a su sirviente Olmos, que después de verse entre las patas de un caballo enemigo orina sangre como un cerdo degollado.
– ¿Adónde vamos ahora, señor marqués?
– A casa, Olmos.
– ¿Y los gabachos?
– No te preocupes. Has hecho suficiente por hoy. Y creo que yo también.
El criado se mira el calzón, teñido de rojo hasta las rodillas.
– Me estoy vaciando por el pitorro del botijo.
– Pues aguanta.
En la esquina de la calle de Toledo con la de la Sierpe, el dragón de Lusitania Manuel Ruiz García, que se retira con los Guardias Walonas supervivientes Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller -los tres extranjeros y él se conocen desde hace poco rato, pero les parece haber pasado juntos media vida-, se detiene muy sereno a cargar el fusil al reparo de un portal, encara el arma apuntando con cuidado y derriba de un tiro en el pecho a un francés que galopaba calle arriba, sable en alto.
– Era mi último cartucho -le dice a Weller.
Después los cuatro echan a correr, agachados, esquivando el fuego que les hacen unos franceses desmontados que avanzan bajo los soportales. Lo empinado de la calle los fatiga. Ruiz García les ha propuesto a los otros ampararse con él en su cuartel, que está en la plaza de la Cebada. Todos se apresuran mucho, pues zurrean las balas y también suena próximo el trote de más caballos enemigos. Al llegar Monsak, Franzmann y Weller al cruce con la calle de las Velas, este último advierte que el dragón no va con ellos; se vuelve y lo ve tirado boca arriba en mitad de la calle. «Scheisse», piensa el alsaciano. Suerte de mierda. Primero su camarada Leleka, y ahora el español. Por un momento piensa en ayudarlo, pues tal vez sólo se encuentre herido; pero suenan más disparos y los coraceros están cerca. Así que sigue corriendo.
Perseguida por los jinetes franceses, llevando en una mano sus tijeras de pescadera, la manola de veintiocho años Benita Sandoval Sánchez, que ha luchado hasta el último instante en la puerta de Toledo, pasa corriendo junto al cuerpo del dragón Manuel Ruiz García. En el combate y la posterior espantada ha perdido de vista a su marido, Juan Gómez, y ahora intenta ponerse a salvo por la puerta de Moros, a fin de dar un rodeo y regresar a su casa, en el 17 de la calle de la Paloma. Pero los caballos de los perseguidores corren más que ella, entorpecida por la falda que levanta con la mano libre mientras pretende esquivarlos, desesperada. Al ver que es imposible, entra por la calle del Humilladero, refugiándose en un portal que cierra con el pestillo. Se queda de ese modo inmóvil y a oscuras, el corazón saliéndosele por la boca, sofocada por la carrera, atenta a los ruidos de afuera, que no tardan en desengañarla: el rumor de caballerías se detiene, suenan voces airadas en francés, y una sucesión de golpes estremece la puerta. Sin hacerse ilusiones sobre su suerte -morir no sería lo peor, piensa-, la mujer sube desatinada por las escaleras, golpea una puerta tras otra, y al ver una abierta se mete por ella, mientras abajo crujen los maderos del portal y ruido de botas y metal atruena los peldaños. No hay nadie en la casa; y tras recorrer las habitaciones pidiendo auxilio en vano, Benita sale al pasillo para darse de boca con unos coraceros que lo destrozan todo.
– Viens, salope!
La ventana más próxima está demasiado lejos para tirarse a la calle, de modo que la mujer le cruza la cara de un tijeretazo al primer francés que la toca. Luego retrocede e intenta defenderse entre los muebles. Exasperados por su resistencia, los imperiales la acribillan a balazos, dejándola por muerta en un charco de sangre. Pese a la extrema gravedad de sus heridas, los dueños de la casa la encontrarán más tarde, aún con aliento. Curada in extremis en el hospital de la Orden Tercera, Benita Sandoval vivirá el resto de su vida respetada por sus vecinos, famosa entre la manolería protagonista del terrible combate de la puerta de Toledo.
Con los coraceros pisándole los talones, otro grupo de paisanos huye hacia el cerrillo del Rastro. Se trata del manolo Miguel Cubas Saldaña, sus compadres Francisco López Silva y Manuel de la Oliva Ureña, el aguador de quince años José García Caballero, la vecina de la calle Manguiteros Vicenta Reluz, y el hijo de ésta, de once años, Alfonso Esperanza Reluz. Todos, hasta el niño, han intervenido en el combate de la puerta de Toledo e intentan ponerse a salvo; pero un destacamento de caballería que sube desde Embajadores les corta el paso, acometiéndolos a sablazos. Cae herido de un tajo en la cabeza García Caballero, alcanzan a Manuel de la Oliva cuando intenta saltar una tapia, y huye el resto hacia la plaza de la Cebada, donde aún hay choques entre paisanos dispersos y jinetes. Allí, Miguel Cubas Saldaña logra escabullirse metiéndose en San Isidro, pero Francisco López, alcanzado por los franceses, es roto a culatazos que le hunden el pecho. En las escaleras de la iglesia, en el momento de volverse para arrojar una piedra, cae muerto a balazos el niño Alfonso Esperanza, y herida la madre cuando intenta protegerlo.
En su progresión hacia el centro de la ciudad, la caballería pesada que viene de los Carabancheles por la calle de Toledo y la infantería que sube desde la Casa de Campo por la calle de Segovia encontrarán, todavía, otro núcleo de resistencia en Puerta Cerrada. Allí se ven acometidos los franceses por fusilería desde ventanas y azoteas, y por ataques de vecinos que los hostigan desde las calles próximas. Eso da ocasión a varias cargas despiadadas con pérdida de muchas vidas, el incendio de algunas casas y la explosión del depósito de pólvora de la plazuela, donde muere abrasado el empleado de almacén Mariano Panadero. Cae combatiendo, alcanzado por un balazo, el zapatero gallego Francisco Doce, vecino de la calle del Nuncio; y también José Guesuraga de Ayarza, natural de Zornoza, Joaquín Rodríguez Ocaña -peón albañil de treinta años, casado y con tres hijos- y Francisco Planillas, de Crevillente, que logra retirarse herido hasta las cercanías de su casa, en la calle del Tesoro, donde morirá sin socorro y desangrado. Muere también el asturiano de Llanes Francisco Teresa, soltero, con madre anciana en su tierra: hombre bravo, licenciado de la guerra del Rosellón y sirviente en el mesón nuevo de la calle de Segovia, hace fuego de fusil por las ventanas, matando a un oficial francés. Cuando se le acaba la munición, los franceses entran a por él y, tras maltratarlo mucho, lo fusilan en la puerta.
El avance imperial se complica, pues ni siquiera las grandes calles que conducen al centro son seguras. El capitán Marcellin Marbot, que tras el primer ataque en la puerta del Sol intenta establecer contacto con el general Rigaud y sus coraceros, se ve obligado a detenerse y desmontar en la plazuela de la Provincia hasta que una tropa de infantería despeje el camino. Escarmentados de anteriores emboscadas, los soldados avanzan despacio, pegados a las casas y resguardándose en los zaguanes, apuntando a ventanas y tejados, y disparan contra cualquier vecino, hombre, mujer o niño, que se asoma.
– ¿Se puede pasar sin problemas? -le pregunta Marbot al caporal de infantería que al fin le hace señas de seguir adelante.
– Pasar, se puede -responde indiferente el otro-. De los problemas no me hago responsable.
Picando espuelas con su escolta de dragones, el joven capitán de estado mayor avanza al trote, cauto. No llega, sin embargo, más que hasta la calle de la Lechuga, donde se detiene al ver más fusileros agazapados tras unos carros con las caballerías muertas entre los varales. Más allá, le dicen, los golpes de mano de la gente que ataca a saltos desde las calles cercanas y la acción de tiradores ocultos hacen el avance imposible.
– ¿Cuándo podré pasar?
– Ni idea -responde un sargento con aretes en las orejas, mostacho gris y la cara tiznada de pólvora-. Tendrá que esperar a que despejemos la calle… Aventurarse es peligroso.
Marbot mira en torno. Sentados contra una pared hay tres soldados franceses con vendajes ensangrentados. Un cuarto yace boca abajo, inmóvil en un charco rojo parduzco sobre el que zumba un enjambre de moscas. En cada bocacalle hay cadáveres que nadie se atreve a retirar.
– ¿Tardarán mucho nuestros jinetes?
El sargento se hurga la nariz. Parece muy cansado.
– Por los tiros y gritos que se oyen, no andan lejos. Pero han tenido pérdidas enormes.
– ¿Frente a mujeres y paisanos? ¡Es caballería pesada, por Dios!
– A mí qué me cuenta. Con estos brutos enloquecidos, todo es posible. Y matarlos lleva su tiempo.
Mientras el capitán Marbot intenta cumplir su misión de enlace, algunos madrileños sufren las primeras represalias organizadas. Además de las ejecuciones en caliente, rematando heridos o tirando sobre gente indefensa que observa los combates, los franceses empiezan a fusilar, sin trámite previo, a quienes apresan con armas en la mano. Tal es la suerte que corre Vicente Gómez Sánchez, de treinta años, de profesión tornero de marfil, capturado tras una escaramuza frente a San Gil y arcabuceado en la alcantarilla de Leganitos. Lo mismo ocurre con los hortelanos de la duquesa de Frías Juan José Postigo y Juan Toribio Arjona, que los imperiales capturan tras la matanza del portillo de Recoletos. Sacados de la huerta donde se escondían y llevados fuera de la puerta de Alcalá, junto a la plaza de toros, los fusilan y rematan a bayonetazos en compañía de los hermanos alfareros Miguel y Diego Manso Martín, y del hijo de éste, Miguel.
Sobre las doce y media, a excepción de los puntos de resistencia que los madrileños mantienen entre Puerta Cerrada, la calle Mayor, Antón Martín y la puerta del Sol, las columnas que convergen hacia el centro avanzan ya sin demasiada dificultad, asegurando sus comunicaciones por las grandes avenidas. Tal es el caso de la calle de Atocha, hacia la que se han retirado numerosos paisanos que combatían en el paseo del Prado. Algunos traen noticia de las atrocidades cometidas por los franceses en la puerta de Alcalá y en el Resguardo de Recoletos, donde acaban de apresar a los funcionarios que allí estaban, interviniesen o no en los combates.
– Se los han llevado a todos -cuenta alguien-: Ramírez de Arellano, Requena, Parra, Calvillo y los otros… También a un hortelano del marqués de Perales que tuvo la mala suerte de esconderse con ellos. Llegaron los gabachos, les quitaron las armas y los caballos, y los bajaron al Prado como a una recua de bestias… Y cuando el brigadier don Nicolás Galet acudió de uniforme a reclamar a su gente, le pegaron un tiro en la ingle.
– Conozco a Ramírez de Arellano. Su mujer es Manuela Franco, la hermana de Lucas. Tienen dos hijos y ella está embarazada del tercero… ¡Pobres!
– Por lo visto están fusilando a mucha gente.
– Y la que van a fusilar… A nosotros, por ejemplo, si nos agarran.
– ¡Cuidado, que vuelven!
Atacados por un destacamento de dragones procedente del Buen Retiro y por una columna de infantería que avanza desde el paseo de las Delicias, una docena de paisanos y cuatro soldados de los cinco que abandonaron el cuartel de Guardias Españolas -el quinto, Eugenio García Rodríguez, ha muerto junto a la verja del Jardín Botánico- se baten en retirada protegiéndose en las calles próximas. Empieza de ese modo una sucia pelea de esquinas, zaguanes y soportales, en la que los españoles terminan cercados. Apresan así, cuando huye hacia las tapias de Jesús, a Domingo Braña Balbín, mozo de tabaco de la Real Aduana. Tres soldados de Guardias Españolas que van con él logran escapar de casa en casa, derribando tabiques y saltando por los tejados, mientras que el sevillano Manuel Alonso Albis, cuyo uniforme atrae la atención de los franceses, recibe un tiro de refilón que le destroza un carrillo; y al volverse dejando caer el fusil mientras desenvaina el sable, recibe otro disparo en el pecho que lo derriba junto al muro trasero del Hospital General. Capturan después al arriero Baltasar Ruiz, que será fusilado al poco rato en la alcantarilla de Atocha. Los demás, perseguidos por los imperiales que les dan caza a la bayoneta y los ametrallan con una pieza de artillería que enfila calle de Atocha arriba, pelean al arma blanca, sin esperanza, sucumbiendo uno tras otro. El que más lejos llega es Juan Bautista Coronel, músico de cincuenta años nacido en San Juan de Panamá, quien, corriendo cerca de la plazuela de Antón Martín, recibe una esquirla de metralla que le desgarra un muslo y el vientre. Otros miembros de esa partida, José Juan Bautista Montenegro, el gallego de Mondoñedo Juan Fernández de Chao y el zapatero de diecinueve años José Peña, acorralados y sin municiones, levantan las manos y se rinden a los franceses. Por la tarde, los tres se contarán entre los fusilados en la cuesta del Buen Retiro.
En el Hospital General, situado en la esquina de la calle de Atocha con la puerta del mismo nombre, donde dos mil enfermos franceses se salvaron esta mañana de verse degollados por el populacho, el mozo de sala Serapio Elvira, de diecinueve años, acaba de llegar de la calle trayendo a un compañero, maltrecho de un balazo que le fracturó dos costillas cuando ambos recogían heridos en Antón Martín. Dejando al compañero en manos de un cirujano, Elvira atraviesa el corredor atestado de heridos y agonizantes en busca de otro mozo que se atreva a salir a la calle. En ese momento, un practicante de cirugía sube dando voces por la escalera principal.
– ¡Los gabachos quieren fusilar a los presos de las cocinas!
Serapio Elvira corre abajo, con otros, y encuentra allí a un sargento imperial que, con un pelotón de soldados, se lleva al zapador, los mozos y los enfermeros que hace rato pretendieron pasar a cuchillo a los franceses del hospital. Sin pensarlo dos veces, Elvira coge un trinchante y se arroja sobre el suboficial, que saca su espada y le da un sablazo. Cae herido el joven, desenvainan los otros soldados, y se les arrojan encima, en tropel, todos los mozos de la cocina -en su mayor parte asturianos- y algunos enfermeros y practicantes de cirugía que acuden al tumulto. De los españoles, además de Serapio Elvira, resulta muerto Francisco de Labra, de diecinueve años, y heridos sus compañeros Francisco Blanco Encalada, de dieciséis, Silvestre Fernández, de treinta y dos, y José Pereira Méndez, de veintinueve, así como el cirujano José Quiroga, el lavandero Patricio Cosmea, el mozo de patio Antonio Amat y el enfermero Alonso Pérez Blanco -que morirá de sus heridas días más tarde-. Pero entre todos hacen retroceder a los franceses, llenándolos de golpes y heridas. El marmitón Vicente Pérez del Valle, un robusto mozo de Cangas que empuña un hierro de asar, se enfrenta al suboficial hasta que éste suelta el sable y huye descalabrado con sus hombres.
– ¡Gabachos hijos de la gran puta!… ¡No volváis aquí!
Pero los franceses vuelven, y con ansias de revancha. Tras pedir ayuda en el piso superior, el suboficial agredido -lleva ahora la cabeza vendada y viene ciego de cólera- regresa con un pelotón de granaderos, irrumpe en las cocinas a punta de bayoneta y señala a cuantos se distinguieron en la refriega. Se llevan de ese modo hacia la alcantarilla de Atocha, descalzos y en camisa, a Pérez del Valle, a otro mozo de cocina y a cinco practicantes de cirugía. En una declaración posterior sobre los sucesos del día, un testigo presencial, el juez Pedro la Hera, declarará que «ninguno volvió al hospital ni jamás se supo de ellos».
El capitán Luis Daoiz está preocupado por la defensa del parque de artillería. La mayor parte de la gente que reclamaba fusiles, al abrírsele las puertas y hacerse con ellos se dispersó por la ciudad, dispuesta a combatir por su cuenta -muchos, poco familiarizados con las armas de fuego, sólo cogieron sables y bayonetas-. Entre Daoiz, el capitán Velarde y los otros oficiales han podido retener a algunos paisanos, convenciéndolos de que serán más útiles allí. En una viva discusión mantenida en la sala de banderas, confrontado el orgullo frío de Daoiz con los apasionados arrebatos de Velarde, este último se manifestó seguro de que, cuando en los otros cuarteles sepan que la lucha empieza en Monteleón, las tropas españolas saldrán a la calle.
– ¿De qué sirve batirnos? -preguntaba uno de los compañeros, el capitán de artillería José Córdoba-. Somos cuatro gatos.
– Porque dando ejemplo animaremos a otros -fue la respuesta optimista de Velarde-. Ningún militar de honor se quedará cruzado de brazos, dejando que nos liquiden.
– ¿Tú crees?
– Me va la vida en ello. O mejor dicho, nos va.
El escéptico Daoiz, siempre prudente y lúcido, duda que eso ocurra. Conoce el estado de apatía y desconcierto en que se encuentra el Ejército, así como la cobardía moral de los mandos superiores. Sabe perfectamente -lo sabía al tomar la decisión de entregar fusiles al pueblo- que quienes ocupan el parque, cuando peleen, lo harán solos. Por el honor, y punto. Además, pocos lugares hay en Madrid menos adecuados para una defensa eficaz. Monteleón no es cuartel sino edificio civil, o conglomerado de varios, antiguo palacio de los duques de Monteleón cedido por Godoy al arma de artillería: medio millón de pies cuadrados imposibles de defender, circunvalados por una tapia que ni siquiera es muro, tan alta como débil, que discurre recta y cuadrangular a lo largo de las Rondas en su parte posterior, por la calle de San Bernardo al oeste, por San Andrés al este, y al sur por San José. Lo dilatado del recinto, rodeado de casas y alturas que lo dominan, sin otra posición para observar el exterior que algunas ventanas del tercer piso del edificio -retirado de la tapia, sólo puede verse desde él un trecho de la calle de San José-, hace que la vigilancia de eventuales fuerzas enemigas deba efectuarse con centinelas en las casas próximas o en la calle, al descubierto. Además, excepto los Voluntarios del Estado y los pocos artilleros, la gente carece de disciplina y formación militar. Para colmo de males, según acaba de informar el sargento Rosendo de la Lastra, los cañones sólo disponen de diez cargas de pólvora encartuchadas y otras veinte que se preparan a toda prisa; y aunque sobran balas de todos los calibres, no hay saquetes ni botes de metralla. Con ese panorama, Luis Daoiz sabe que una victoria militar está descartada, y que cuanta acción emprenda no puede ser sino dilatoria. Una vez comience el ataque francés, lo que Monteleón aguante dependerá de la desesperación de quienes lo defiendan.
– Con su permiso, mi capitán -dice el teniente Arango-. Ya está la gente distribuida en escuadras, como ordenó…
El capitán Velarde se ocupa ahora de situarla en sus puestos.
– ¿Cuánta hay?
– Poco más de doscientos civiles entre la calle y el parque, aunque todavía se nos une algún vecino del barrio… A eso hay que sumar los Voluntarios del Estado, los artilleros que teníamos aquí y la media docena de señores oficiales que han venido a reforzarnos.
– Trescientos, más o menos -concluye Daoiz.
– Sí, bueno… Quizá algunos más.
Arango, cuadrado ante Daoiz, aguarda instrucciones. El capitán observa su gesto preocupado por la enormidad de lo que preparan, y siente algún remordimiento. El joven oficial, ajeno a la conspiración, se encuentra allí porque esta mañana le tocaba estar de servicio, dolido al constatar que todo se organizó a sus espaldas. El comandante del parque ni siquiera sabe qué piensa Arango de la ocupación francesa, ni de las medidas que se toman, y desconoce sus opiniones políticas. Lo ve cumplir sus obligaciones, y es lo que cuenta. De cualquier modo, concluye, la suerte o el futuro de ese joven cuentan poco. No es el único imposibilitado de elegir hoy su destino, en Madrid.
– Haga traer cerca de la puerta dos cañones de a ocho libras y otros dos de a cuatro -le ordena Daoiz-. Limpios, cargados y listos para hacer fuego.
– No tenemos metralla, mi capitán.
– Ya lo sé. Que los carguen con bala. De todas formas, encargue a alguien buscar clavos viejos, balas de mosquete o lo que sea… Hasta las piedras de fusil pueden valer, y de ésas tenemos muchas. Que las metan en saquetes, por si acaso.
– A la orden.
El capitán observa a las mujeres que están en el patio, mezcladas con los civiles y los militares. En su mayor parte son familiares de soldados o de los paisanos armados: madres, esposas e hijas, vecinas de las calles próximas que han venido acompañando a los suyos. Bajo la dirección del cabo artillero José Montaño, algunas traen sábanas, colchas y manteles, y rasgándolos hacen en el patio una pila de hilas y vendas para cuando empiece a caer gente. Otras abren cajas de munición, meten manojos de cartuchos en capazos y cestos de mimbre, y los llevan a los hombres que se parapetan en los edificios del parque o en la calle.
– Otra cosa, Arango. Procure sacar a esas mujeres de ahí antes de que lleguen los franceses… Éste no es sitio para ellas.
El teniente suspira hondo.
– Ya lo he intentado, mi capitán. Y se ríen en mi cara.
Frente a la puerta del parque y con talante muy distinto al de Luis Daoiz, el infatigable Pedro Velarde supervisa la distribución de los tiradores, seguido por las sombras fieles de los escribientes Rojo y Almira. Su presencia y el calor convencido que derrocha a cada paso animan a militares y a paisanos, que lo secundan con fervor, dispuestos a seguirlo al mismo infierno. El capitán de estado mayor -hoy lo demuestra de sobra- es de los raros jefes capaces de inflamar a la gente bajo su mando. Hasta puede aprenderse de memoria, en el acto, los nombres de todos sus subordinados y dirigirse a ellos, incluidos los civiles más torpes y bisoños, como si hubiesen luchado juntos toda la vida.
– ¡Les vamos a dar a los franceses con todo lo que tenemos! -dice de grupo en grupo, mientras se frota las manos-. ¡Esos mosiús no saben la que les espera!
Por todas partes sus palabras confortan a la gente, que hace punto de honra en cumplir las órdenes. Así, con el estímulo y la actitud resuelta del capitán, aquellos paisanos desorientados, las partidas anárquicas hechas de gente casi toda humilde, comerciantes modestos, artesanos, chisperos, mozos, criados y vecinos que empuñan un fusil por primera vez en sus vidas -algunos sintieron flaquear su ánimo al ver marcharse, una vez armados, a la mayor parte de quienes los acompañaban en la calle-, toman conciencia de grupo, se organizan y apoyan unos a otros, atienden las instrucciones y acuden con buen talante donde se les requiere.
– Hay que arrimar esos andamios a la tapia del parque, junto a la puerta, para que nuestra gente pueda asomarse y disparar por encima… ¿Le parece bien, Goicoechea?
– Sólo podrán encaramarse cuatro o cinco.
– Cuatro o cinco fusiles ahí son un mundo.
– A la orden.
De acuerdo con el capitán de Voluntarios del Estado, Velarde ha dividido en dos a los soldados traídos del cuartel de Mejorada, reforzándolos con cuadrillas de paisanos. Quince de los treinta y tres fusileros, bajo el mando del teniente José Ontoria y el subteniente Tomás Bruguera, vigilan la parte trasera del recinto -las cocinas, los talleres y las cuadras, contiguas a la calle de San Bernardo y a la Ronda-. El resto, del que se harán cargo Goicoechea y su ayudante Francisco Alveró cuando empiece el combate, ocupa las pocas ventanas que dan a la fachada principal, la puerta del parque y la calle de San José, con gente de la partida de paisanos reunida por el oficial de obras Francisco Mata. A los demás civiles los deja Velarde bajo el mando de quienes vinieron acaudillándolos, pero con supervisión de los capitanes Cónsul, Córdoba, Rovira y Dalp. De ese modo los sitúa junto a la tapia y en los edificios particulares que hay al otro lado de la calle, al abrigo de portales y zaguanes o parapetados con muebles, fardos, colchones y cuanto amontonan los vecinos. También destaca avanzadillas de paisanos en la esquina de San Bernardo, la calle de San Pedro, que desemboca junto al convento de las Maravillas -el edificio de las monjas carmelitas está frente a la puerta principal del parque-, y la esquina de la calle Fuencarral, con órdenes de avisar cuando aparezcan enemigos. En ese último punto, Velarde sitúa la partida del estudiante asturiano José Gutiérrez, al que acompañan, entre otros, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Sus órdenes son dar aviso, replegarse y entrar en las casas próximas para combatir allí.
– Sobre todo, que nadie dispare sin órdenes. En cuanto vean enemigos, se retiran ustedes con mucha cautela y vienen a avisar. Es mejor pillarlos desprevenidos… ¿Está claro?
– Clarísimo, mi capitán. Ver, callar y volver a contarlo.
– Justo. Así que hala, espabilen. Y viva España.
– ¡Viva!
– ¿Qué hacemos nosotros, señor capitán?
Velarde se vuelve hacia otro grupo que aguarda instrucciones: la partida de José Fernández Villamil, el hostelero de la plazuela de Matute, cuya gente -José Muñiz Cueto y su hermano Miguel, otros mozos de la hostería, algunos vecinos del barrio y el mendigo de Antón Martín- llegó armada por su cuenta, tras apoderarse de fusiles del retén de Inválidos de las Casas Consistoriales. El hostelero y los suyos son de los pocos civiles presentes en el parque que han olido hoy la pólvora, batiéndose en varios lugares de la ciudad. Esa experiencia les da aplomo. Incluso, le cuenta Fernández Villamil al capitán de artillería, su mozo José Muñiz mató de un tiro a un oficial francés. Al escuchar aquello, Velarde asiente y felicita a Muñiz. Sabe lo que significa el elogio de un superior, sobre todo viniendo de un militar y en estas circunstancias. Con lo que se avecina.
– Díganme una cosa… ¿Se ven capaces de aguantar en la calle, a pecho descubierto?
– Espere y lo verá -gallea el hostelero.
– La duda ofende -apunta otro.
Velarde sonríe aprobador, procurando poner cara de que lo han impresionado. Está en su salsa.
– No se hable más, porque voy a encomendarles una misión crucial… De momento embósquense enfrente, en el huerto de las Maravillas, sin pegar un tiro hasta que empiece el fuego en serio. Tenemos intención de sacar luego los cañones a la calle, y hará falta quien nos proteja. Cuando eso ocurra, ustedes salen del huerto y se tumban en la acera, unos apuntando hacia Fuencarral y otros hacia San Bernardo. ¿Entendido?… Así impedirán que los tiradores franceses se acerquen y disparen contra nuestros artilleros.
– ¿Y por qué no sacamos ya los cañones? -pregunta con mucho desparpajo el mendigo de Antón Martín.
Los escribientes Rojo y Almira, que siguen pegados a Velarde, estudian al mendigo con ojo crítico: nariz roja de vino, calzón sucio y chupa vieja sobre una camisa llena de mugre. Los dedos que aferran el mosquete reluciente tienen las uñas rotas y negras. Pero Velarde sonríe con naturalidad. Es un hombre más, a fin de cuentas. Un fusil, una bayoneta y dos manos. Esta mañana no sobra nada de eso.
– Es pronto para arriesgarlos sin saber por dónde vendrá el ataque -responde, paciente-. Los sacaremos cuando tengamos claro dónde disparar.
Fernández Villamil y los otros miran al artillero, entusiasmados. Todos muestran una confianza ciega.
– ¿Vendrán más militares, señor capitán?
– Por supuesto -responde Velarde, impasible-. En cuanto empiecen los tiros… ¿Imaginan que nos van a dejar solos peleando?
– ¡Claro que no!… ¡Cuente con nosotros, mi capitán!… ¡Viva el rey Fernando! ¡Viva España!
– Viva siempre. Y ahora ocupen sus puestos.
Viéndolos irse, fanfarrones y bulliciosos como una pandilla de chicos dispuestos a jugar a la guerra, Velarde siente una punzada incómoda. Sabe que los manda a una posición expuesta. Haciendo como que no advierte las miradas que le dirigen los escribientes Rojo Palmira -los dos saben que no hay tropas españolas que esperar, ni mucho menos-, prosigue la distribución de gente que acordó con Luis Daoiz.
– A ver, ¿quién manda en este grupo?… Usted es Cosme, ¿verdad?
– Sí, mi capitán -responde el almacenista de carbón Cosme de Mora, encantado de que el militar haya retenido su nombre-. Para servirle a usted y a la patria.
– ¿Saben todos manejar los fusiles?
– Más o menos. Yo cazo con escopeta.
– No es lo mismo. Estos dos señores les dirán lo más básico.
Mientras los escribientes explican a Mora y los suyos el modo de morder el cartucho con rapidez, cargar, atacar, disparar y cargar de nuevo, Velarde observa a los hombres que tiene alrededor. Algunos son sólo unos chicos. Con ellos está un niño pequeño que lo mira impávido.
– ¿Y este crío?
– Es nuestro hermano, señor capitán -dice un joven que está junto a otro que se le parece mucho-. No hay forma de convencerlo de que vuelva a casa… Ni pegándole se va.
– Será peligroso para él. Y vuestra madre estará angustiada.
– ¿Y qué quiere que hagamos? No consiente en irse.
– ¿Cómo se llama?
– Pepillo Amador.
Velarde decide olvidarse del niño, pues tiene cosas urgentes que atender. Aquélla es la partida más numerosa de las que han llegado a Monteleón, y los rostros traslucen sentimientos diversos: inquietud, decisión, desconcierto, angustia, esperanza, valor… También muestran una ingenua fe en el capitán que tienen delante, o más bien en su graduación y uniforme. La palabra capitán suena bien, inspira confianza elemental a esos voluntarios valerosos, sencillos, huérfanos de su rey y su Gobierno, dispuestos a seguir a quien los guíe. Todos han dejado familias, casas y trabajos, arriesgándose para acudir al parque impulsados por la rabia, el pundonor, el patriotismo, el coraje, el odio a la arrogancia francesa. Dentro de un rato, concluye Velarde, muchos quizás estén muertos. Incluso él mismo, con ellos. El pensamiento lo deja absorto, silencioso, hasta que se percata de que todos lo miran expectantes. Entonces se yergue y alza la voz.
– En cuanto al manejo de la bayoneta y el arma blanca -añade-, tratándose de hombres como ustedes, seguro que no hace falta que nadie les enseñe nada.
La bravata da en el blanco: los rostros se relajan, hay algunas carcajadas y palmadas en los hombros. Ni sobre bayonetas ni sobre navajas, alardean algunos golpeando la cachicuerna que llevan en la faja. Que se lo pregunten, si no, a los gabachos.
– Lo bueno de esta munición -remata Velarde, tocando a su vez la empuñadura del sable- es que ni se acaba nunca, ni precisa quemar pólvora… ¡Y ningún francés la maneja como los españoles!
– ¡¡Ninguno!!
Le responde una ovación. Y de ese modo, tras alentarles un poco más el entusiasmo -el capitán sabe que, como el miedo, el valor es contagioso-, envía al almacenista de carbón y a su gente a cubrir las barricadas, aceras y balcones de las casas contiguas al jardín y al huerto del convento de las Maravillas, con la orden de batir, cuando empiece la lucha, la mayor extensión posible de la embocadura de San José a San Bernardo.
– ¿Qué opina usted, mi capitán? -pregunta en voz baja el escribiente Almira, que mueve dubitativo la cabeza.
Velarde encoge los hombros. Lo que importa es el ejemplo. Tal vez eso remueva conciencias y favorezca el milagro. Pese al pesimismo de Daoiz, sigue creyendo que, si Monteleón resiste, las tropas españolas no permanecerán con los brazos cruzados. Tarde o temprano se echarán a la calle.
– Hay que aguantar como sea -responde.
– Sí, pero… ¿Cuánto tiempo?
– Lo que podamos.
Mientras conversan en voz baja, capitán y escribiente miran irse a los voluntarios. Van con ese grupo, hasta un total de quince hombres y muchachos, el oficial sangrador Jerónimo Moraza, el portero de juzgado Félix Tordesillas, el carpintero Pedro Navarro, el botillero de la calle Hortaleza José Rodríguez -acompañado por su hijo Rafael- y los hermanos Antonio y Manuel Amador, seguidos de cerca por Pepillo, su hermanito de once años, que los sigue arrastrando una pesada cesta llena de munición.
Después de conseguir un fusil y un paquete de cartuchos, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo, segoviano de familia acomodada, va a apostarse donde le ordenan: el balcón de un primer piso situado frente a la tapia del parque de artillería. Desde allí puede ver la esquina con San Bernardo. Lo acompañan un hombre joven, flaco y con lentes, armado también con mosquete, que tras estrecharle la mano con ceremonia se identifica de nombre y oficio como Vicente Gómez Pastrana, cajista de imprenta, y el inquilino o dueño de la casa: un tipo risueño de patillas grises y cierta edad que lleva polainas de cazador, escopeta y dos cananas de balas cruzadas al pecho.
– Éste es el mejor sitio -comenta el cazador-. En cuanto los franceses aparezcan por esa esquina, los tendremos enfilados.
– Se ha equipado usted bien.
– Iba a salir temprano por Fuencarral, con mi perro. Pero al fin decidí quedarme aquí… Es mejor que tirarles a los conejos.
El cazador, que se presenta como Francisco García -don Curro, precisa, para amigos y camaradas-, parece hombre de permanente buen humor, poco preocupado por la suerte de sus enseres domésticos. Aun así, con ayuda de Francisco Huertas y del cajista de imprenta, aparta muebles para despejar las inmediaciones del balcón y coloca dos colchones enrollados contra la barandilla de hierro, a modo de parapeto, por si alguna bala perdida, dice, quiere colarse dentro. Luego retira algunas porcelanas y una imagen de Jesús Nazareno que estaba junto a un aparador, y lo pone todo a salvo en el dormitorio. Al cabo mira en torno, satisfecho, y les guiña un ojo a sus acompañantes.
– He mandado a mi mujer a casa de su hermana. No quería irse, pero pude convencerla. Espero que no haya muchos destrozos… Le puede dar un soponcio.
Asomados al balcón, los tres hombres observan el ir y venir de gente armada que se distribuye por el huerto de las Maravillas o se tumba en la acera junto a la tapia, al otro lado de la calle. Hay gritos, carreras y órdenes contradictorias, pero todos mantienen una disciplina razonable. Los uniformes blancos de los Voluntarios del Estado asoman por las ventanas del único edificio interior del parque que se encuentra cerca de la calle, y en la puerta destaca el azul turquí de los artilleros. Francisco Huertas observa al capitán de casaca verde que da órdenes en la entrada. Ignora su nombre, pero militares y paisanos lo obedecen sin rechistar. Eso inspira confianza al joven segoviano, que salió esta mañana de casa de su tío don Francisco Lorrio -el sobrino está en Madrid pretendiendo un empleo del Estado merced a las buenas relaciones de la familia- sin otra intención que observar el tumulto, pero no pudo sustraerse al entusiasmo popular. Cuando se abrieron las puertas del parque y la gente entró en busca de fusiles, le pareció vergonzoso quedarse afuera, mirando. Así que fue con los demás, y antes de darse cuenta tenía en las manos un fusil reluciente y en los bolsillos provisión de cartuchos.
– Vamos a tomarnos una copita mientras esperamos, porque una cosa no quita la otra… ¿Ustedes gustan?
Don Curro ha aparecido con una botella de anís dulce, tres vasos y tres cigarros habaneros. Francisco Huertas bebe un sorbo de licor, sintiéndose tonificado.
– Estaría bien -dice el cajista de imprenta- despachar a algún gabacho.
– Brindemos por la intención -el dueño de la casa vuelve a llenar los vasos-. Y también a la salud del rey Fernando.
Hay tumulto en la calle. Francisco Huertas, con el cigarro en la boca y sin encender -no es partidario de ponerse a echar humo en este momento-, apura su anís y se asoma al balcón, mosquete en mano. La gente está tumbada en tierra, y junto a la esquina algunos apuntan sus fusiles. Otros corren hacia el convento de las Maravillas. El capitán de casaca verde ha desaparecido dentro del parque, cuyas puertas se cierran lentamente, suscitando en el joven una extraña sensación de desamparo. Cuando mira hacia las ventanas del edificio, comprueba que los Voluntarios del Estado se han agachado y sólo asoman las bocas de sus armas.
– Murat nos invita a bailar, señores -dice don Curro, que echa humo con mucha flema.
Francisco Huertas observa que al cajista de imprenta le tiemblan las manos cuando, tras apagar su cigarro, vacía la pólvora en el cañón del fusil, mete la bala con el resto del cartucho y lo ataca todo con la baqueta. Sintiendo un escalofrío que le recorre la espina dorsal, los brazos y las ingles, el joven hace lo mismo y después se arrodilla con sus dos compañeros tras el improvisado parapeto, con la culata pegada a la cara. Huele a metal, madera y aceite.
«¿Qué hago aquí?», se interroga de pronto, asustado.
Desde un balcón vecino, alguien grita que vienen los franceses.
La única partida de voluntarios que todavía no ha llegado al parque de artillería es la de Blas Molina Soriano. En un alarde de prudencia, escarmentado por las escenas que presenció ante Palacio, el cerrajero lleva a su cuadrilla en silencio y dando rodeos para evitar toparse con una fuerza francesa que los desbarate. De ese modo, procurando pasar inadvertido, el grupo ha ido desde Tudescos a la corredera de San Pablo, de allí a la plazuela de San Ildefonso, y luego de callejear un poco desemboca ahora en la calle de San Vicente, camino de la Palma alta y el convento de las Maravillas. La cercanía del parque de Monteleón anima a Molina y los suyos, que empiezan a perder la discreción y prorrumpen en vivas a España y mueras a los franceses. Pero al doblar la esquina de San Andrés y San Vicente, el cerrajero levanta una mano y hace alto.
– ¡Callarse! -ordena-. ¡Callarse!
La gente de la partida se congrega a su lado, pegada a la esquina, mirando calle arriba. Escuchando. Los vivas y mueras han cesado, los rostros están mortalmente serios. Como Molina, cada hombre permanece atento al ruido inconfundible que se oye con claridad entre los edificios interpuestos: un crepitar siniestro, seco, nutrido y constante.
Se combate en el parque de Monteleón.