Siete de la mañana y ocho grados en los termómetros de Madrid, escala Réaumur. El sol lleva dos horas por encima del horizonte, y desde el otro extremo de la ciudad, recortando torres y campanarios, ilumina la fachada de piedra blanca del palacio de Oriente. Llovió por la noche y aún quedan charcos en la plaza, bajo las ruedas y los cascos de los caballos de tres carruajes de camino, vacíos, que acaban de situarse ante la puerta del Príncipe. El conde Selvático, gran cruz de Carlos III sobre el casacón cortesano, gentilhombre florentino de la servidumbre de la reina de Etruria -viuda, hija de los viejos reyes Carlos IV y María Luisa-, se asoma un momento, observa los carruajes y entra de nuevo. Algunos madrileños desocupados, en su mayor parte mujeres, miran con curiosidad. No llegan a una docena, y todos guardan silencio. Uno de los dos centinelas de la puerta está apoyado en su fusil con la bayoneta calada, junto a la garita, indolente. En realidad, esa bayoneta es su única arma efectiva; por órdenes superiores, su cartuchera está vacía. Al escuchar las campanadas de la cercana iglesia de Santa María, el soldado observa de reojo a su compañero, que bosteza. Les queda una hora para salir de guardia.
En casi toda la ciudad, el panorama es tranquilo. Abren los comercios madrugadores, y los vendedores disponen en las plazas sus puestos de mercancías. Pero esa aparente normalidad se enrarece en las proximidades de la puerta del Sol: por San Felipe y la calle de Postas, Montera, la iglesia del Buen Suceso y los escaparates de las librerías de la calle Carretas, todavía cerradas, se forman pequeños grupos de vecinos que confluyen hacia la puerta del edificio de Correos. Y a medida que la ciudad despierta y se despereza, hay más gente asomada en ventanas y balcones. Circulan rumores de que Murat, gran duque de Berg y lugarteniente de Napoleón en España, quiere llevarse hoy a Francia a la reina de Etruria y al infante don Francisco de Paula, para reunirlos con los reyes viejos y su hijo Fernando VII, que ya están allí. La ausencia de noticias del joven rey es lo que más inquieta. Dos correos de Bayona que se esperaban no han llegado todavía, y la gente murmura. Los han interceptado, es el rumor. También se dice que el Emperador quiere tener junta a toda la familia real para manejarla con más comodidad, y que el joven Fernando, que se opone a ello, ha enviado instrucciones secretas a la junta de Gobierno que preside su tío el infante don Antonio. «No me quitarán la corona -dicen que ha dicho- sino con la vida».
Mientras los tres carruajes vacíos aguardan ante Palacio, al otro extremo de la calle Mayor, en la puerta del Sol, apoyado en la barandilla de hierro del balcón principal de Correos, el alférez de fragata Manuel María Esquivel observa los corrillos de gente. En su mayor parte son vecinos de las casas cercanas, criados enviados en busca de noticias, vendedores, artesanos y gente subalterna, sin que falten chisperos y manolos característicos del Barquillo, Lavapiés y los barrios crudos del sur. No escapan al ojo atento de Esquivel pequeños grupos sueltos de tres o cuatro hombres de aspecto forastero que se mantienen silenciosos y a distancia. Aparentan desconocerse entre ellos, pero todos tienen en común ser jóvenes y vigorosos. Sin duda se cuentan entre los llegados el día anterior, domingo, desde Aranjuez y los pueblos vecinos, que por alguna razón -ninguna puede ser buena, deduce el alférez de fragata- no han salido todavía de la ciudad. También hay mujeres, pues suelen ser madrugadoras: la mayoría trae la canasta del mercado al brazo y comadrea repitiendo los rumores y chismes que circulan en los últimos días, agravados por la tensa jornada de ayer, cuando se abucheó a Murat mientras iba a una revista militar en el Prado. Sus batidores incomodaban a la gente para abrir paso, y la vuelta tuvo que hacerla con escolta de caballería y cuatro cañones, con el populacho cantándole:
Por pragmática sanción
se ha mandado publicar
el que al jarro de cagar
se llame Napoleón.
Esquivel, al mando del pelotón de granaderos de Marina que guarnece Correos desde las doce del día anterior, es un oficial prudente. Además, la tradicional disciplina de la Armada equilibra su juventud. Las órdenes son evitar problemas. Los franceses están sobre las armas, y se teme que sólo esperen un pretexto serio para dar un escarmiento que apacigüe la ciudad. Lo comentó anoche en el cuerpo de guardia, hacia las once, el teniente general don José de Sexti: un italiano al servicio de España, hombre poco simpático, que preside por parte española la comisión mixta para resolver los incidentes -cada vez más numerosos- entre madrileños y soldados franceses.
– Sobre las armas, como le digo -contaba Sexti-. Los imperiales casi no me dejan pasar por delante del cuartel del Prado Nuevo, y eso que voy de uniforme… Todo tiene un aspecto infame, se lo aseguro.
– ¿Y no hay ninguna instrucción concreta?
– ¿Concreta?… No sea infeliz, hombre. La junta de Gobierno parece un corral con la raposa dentro.
Estando en conversación, los dos militares oyeron rumor de caballos y salieron a la puerta, a tiempo de ver una numerosa partida francesa que se dirigía al galope hacia el Buen Retiro, bajo la lluvia, para reunirse con los dos mil hombres que allí acampan con varias piezas de artillería. Al ver aquello, Sexti se fue a toda prisa, sin despedirse, y Esquivel envió otro mensajero a sus superiores pidiendo instrucciones, sin recibir respuesta. En consecuencia, puso a los hombres en estado de alerta y extremó la vigilancia durante el resto de la noche, que se hizo larga. Hace un rato, al empezar a congregarse vecinos en la puerta del Sol, mandó a un cabo y cuatro soldados a pedir a la gente que se aleje; pero nadie obedece, y los corrillos engrosan a cada minuto que pasa. No puede hacerse más, así que el alférez de fragata acaba de ordenar al cabo y los soldados que se retiren, y a los centinelas de guardia que, al menor incidente, se metan dentro y cierren las puertas. Ni siquiera en caso de que estalle un altercado los granaderos podrán hacer nada, en un sentido u otro. Ni ellos, ni nadie. Por orden de la Junta de Gobierno y de don Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid y Castilla la Nueva, y para complacer a Murat, a las tropas españolas se les ha retirado la munición. Con diez mil soldados imperiales dentro de la ciudad, veinte mil dispuestos en las afueras y otros veinte mil a sólo una jornada de marcha, los tres mil quinientos soldados de la guarnición local están indefensos frente a los franceses.
«Lo mismo que la generosidad de este pueblo hacia los extranjeros no tiene límites, su venganza es terrible cuando se le traiciona.»
Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, hijo y hermano de militares, futuro general, barón, par de Francia y héroe de las guerras del Imperio, que esta mañana es un simple capitán de veintiséis años asignado al estado mayor del gran duque de Berg, cierra el libro que tiene en las manos -El último Abencerraje, del vizconde Chateaubriand- y mira el reloj de bolsillo puesto sobre la mesita de noche. Hoy no entra de servicio hasta las diez y media en el palacio Grimaldi, con el resto de ayudantes militares de Murat; de modo que se levanta sin prisas, acaba el desayuno que un criado de la casa donde se aloja le ha servido en la habitación, y empieza a afeitarse junto a la ventana, mirando la calle desierta. El sol que atraviesa los vidrios ilumina, desplegado sobre un sofá y una silla, su elegante uniforme de oficial edecán del gran duque: pelliza blanca, pantalón carmesí, botas hannoverianas y colbac de piel a lo húsar. A pesar de su juventud, Marbot es veterano de Marengo, Austerlitz, Jena, Eylau y Friedland. Tiene experiencia, por tanto. Es, además, un militar ilustrado: lee libros. Eso sitúa su visión de los acontecimientos por encima de la de muchos compañeros de armas, partidarios de arreglarlo todo a sablazos.
El joven capitán sigue afeitándose. Una chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, gobernada por curas. Así ha calificado hace poco el Emperador a los españoles, a quienes desprecia -con motivo- por el infame comportamiento de sus reyes, la incompetencia de sus ministros y Consejos, la incultura y el desinterés del pueblo por los asuntos públicos. Al capitán Marbot, sin embargo, cuatro meses en España lo llevan a la conclusión -al menos eso afirmará cuarenta años más tarde, en sus memorias- de que la empresa no es tan fácil como creen algunos. Los rumores que circulan sobre el proyecto del Emperador de barrer la corrupta estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y dar la corona a uno de sus hermanos, Luciano o José, o al duque de Berg, contribuyen a enrarecer el ambiente. Según los indicios, Napoleón estima favorable para sus planes el momento actual. Está seguro de que los españoles, hartos de Inquisición, curas y mal gobierno, empujados por compatriotas ilustrados que tienen puestos los ojos en Francia, se lanzarán a sus brazos, o a los de una nueva dinastía que abra puertas a la razón y al progreso. Pero, aparte conversaciones mantenidas con algunos oficiales y personajes locales inclinados a las ideas francesas -afrancesados los llaman aquí, y no precisamente para ensalzarlos-, a medida que las tropas imperiales bajan desde los Pirineos adentrándose en el país, con el pretexto de ayudar a España contra Inglaterra en Portugal y Andalucía, lo que Marcellin Marbot ve en los ojos de la gente no es anhelo de un futuro mejor, sino rencor y desconfianza. La simpatía con que al principio fueron acogidos los ejércitos imperiales se ha trocado en recelo, sobre todo desde la ocupación de la ciudadela de Pamplona, de las fortalezas de Barcelona y del castillo de Figueras, con tretas consideradas insidiosas hasta por los franceses que se dicen imparciales, como el propio Marbot. Maniobras que a los españoles, sin distinción de militares o civiles, incluso a los partidarios de una alianza estrecha con el Emperador, han sentado como un pistoletazo.
«Su venganza es terrible cuando se le traiciona.»
Las palabras escritas por Chateaubriand dan vueltas en la cabeza del capitán francés, que continúa rasurándose con el esmero que corresponde a un elegante oficial de estado mayor. La palabra venganza, concluye sombrío, encaja bien con esos ojos oscuros y hostiles que siente clavados en él cada vez que sale a la calle; con las navajas de dos palmos que asoman metidas en cada faja, bajo las capas que todos llevan; con los hombres de rostro moreno y patilludo que hablan en voz baja y escupen al suelo; con las mujeres desabridas que insultan sin rebozo a los que llaman franchutes, mosiús y gabachos sin disimular la voz, o pasean descaradas, abanicándose envueltas en sus mantillas, ante las bocas de los cañones franceses apostados en el Prado. Traición y venganza, se repite Marbot, incómodo. El pensamiento lo lleva a distraerse un instante, y por eso se hace un corte en la mejilla derecha, entre el jabón que la cubre. Cuando maldice y sacude la mano, una gota roja se desliza por el filo de la navaja de cachas de marfil y cae en la toalla blanca que tiene extendida sobre la mesa, ante el espejo.
Es la primera sangre que se derrama el 2 de mayo de 1808.
– Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles.
El teniente de artillería Rafael de Arango baja despacio los peldaños de su casa, que crujen bajo las botas bien lustradas, y se detiene en el portal, pensativo, abotonándose la casaca azul turquí con vivos encarnados. Las palabras que acaba de dedicarle su hermano José, intendente honorario del Ejército, le producen especial desasosiego. O tal vez no sean las palabras, sino el fuerte apretón de manos y el abrazo con que lo ha despedido en el pasillo de la casa familiar, al enterarse de que se encamina a tomar las órdenes del día antes de acudir a su puesto en el parque de Monteleón.
– Buenos días, mi teniente -lo saluda el portero, que barre el umbral-. ¿Cómo andan las cosas?
– Te lo diré cuando vuelva, Tomás.
– Hay gabachos calle abajo, junto a la panadería. Un piquete dentro del mesón, desde anoche. Pero no asoman la gaita.
– No te preocupes por eso. Son nuestros aliados.
– Si usted lo dice, mi teniente…
Inquieto, Arango se pone un poco atravesado el sombrero negro de dos picos con escarapela roja, se cuelga el sable y mira a uno y otro lado de la calle mientras apura las últimas chupadas del cigarro que humea entre sus dedos. Aunque sólo tiene veinte años, fumar cigarros de hoja es en él una vieja costumbre. Nacido en La Habana de familia noble y origen vascongado, desde que ingresó como cadete ha tenido tiempo de servir en Cuba, en el Ferrol, y también de ser apresado por los ingleses, que lo canjearon en septiembre del año pasado. Serio, capaz y con valor militar acreditado en su hoja de servicios, el joven oficial es, desde hace un mes, ayudante del comandante de la artillería de Madrid, coronel Navarro Falcón; y a recibir las órdenes de su cargo se dirige, preguntándose si las tensiones del día anterior -manifestaciones contra Murat y acaloradas tertulias callejeras- irán a más, o las autoridades controlarán una situación que, poco a poco, parece escaparse de las manos. La Junta de Gobierno crece en debilidad mientras Murat y sus tropas crecen en insolencia. Anoche, antes de recogerse Arango en casa, por el Círculo Militar corría la voz de que en la fonda de Genieys los capitanes de artillería Daoiz, Cónsul y Córdoba -Arango los conoce a los tres, y Daoiz es su jefe inmediato- habían estado a punto de batirse en duelo con otros tantos oficiales franceses, y que sólo la intervención enérgica de jefes y compañeros de unos y otros impidió una desgracia.
– Daoiz, que ya sabéis lo templado que es, andaba como loco -contó el teniente José Ontoria, citando a testigos del suceso-. Cónsul y Pepe Córdoba lo apoyaban. Los tres querían salir a la calle de la Reina y matarse con los franceses, y a duras penas se lo impidieron entre todos… A saber qué impertinencia dirían los otros.
El nombre del capitán Daoiz hace fruncir el ceño a Arango. Se trata, como dijo Ontoria y el propio Arango puede confirmarlo, de un militar frío y cabal, a quien no es fácil que se le suba la cólera al campanario; muy diferente del exaltado Pedro Velarde, otro capitán de artillería que, ése sí, anda por las salas de banderas predicando sangre y cuchillo desde hace días. En cambio, Luis Daoiz, un sevillano distinguido, acreditado en combate, tiene una excelente hoja de servicios y enorme prestigio en el Cuerpo, donde los artilleros, por su talante sereno, edad y prudencia, lo apodan El Abuelo. Pero el comentario definitivo, la guinda del asunto, la puso anoche Ontoria, resumiendo:
– Si Daoiz pierde la paciencia con los franceses, eso significa que puede perderla cualquiera.
De camino hacia el despacho del gobernador militar de la plaza, Arango pasa ante la panadería y el mesón de los que habló el portero y echa una mirada de reojo, pero sólo alcanza a ver la silueta de un centinela bajo el arco de entrada. Los franceses han debido de apostarse allí durante la noche, pues ayer por la tarde el lugar estaba vacío. No es buena señal, y el joven se aleja, preocupado. Algunas calles están desiertas; pero en las que llevan al centro de la ciudad, pequeños grupos de gente se van formando ante botillerías y tiendas, donde los comerciantes atienden más a la charla en corro que a sus negocios. La Fontana de Oro, el café de la carrera de San Jerónimo que hasta ayer era frecuentado a todas horas por militares franceses y españoles, se encuentra vacío. Al ver el uniforme de Arango con la charretera de teniente, varios transeúntes se acercan a preguntarle por la situación; pero él se limita a sonreír, tocarse un pico del sombrero y seguir camino. Aquello no pinta bien, así que aprieta el paso. Las últimas horas han sido tensas, con el infante don Antonio y los miembros de la junta de Gobierno poniendo paños calientes, los franceses prevenidos y Madrid zumbando como una colmena peligrosa. Se dice que hay gente convocada a favor del rey Fernando, y que ayer, con el pretexto del mercado, entró mucho forastero de los pueblos de alrededor y de los Reales Sitios. Gente moza y ruda que no venía a vender. También se sabe que andan conspirando ciertos artilleros: el inevitable Velarde y algunos íntimos, entre ellos Juan Cónsul, uno de los protagonistas del incidente en la fonda de Genieys. Hay quien menciona también a Daoiz; pero Arango, capaz de comprender que éste discuta y quiera batirse con oficiales franceses, no imagina al frío capitán, disciplinado y serio hasta las trancas, yendo más allá, en una conspiración formal. En cualquier caso, con Daoiz o sin él, si Velarde y sus amigos preparan algo, lo cierto es que a los oficiales que no son de su confianza, como el propio Arango, los mantienen al margen. En cuanto a su comandante en Madrid, el plácido coronel Navarro Faltón, hombre de bien pero obligado a navegar entre dos aguas, los franceses por arriba y sus oficiales por abajo, prefiere no darse por enterado de nada. Y cada vez que, con tacto, Arango, a título de ayudante, intenta sondearlo al respecto, el otro sale por los cerros de Úbeda, acogiéndose al reglamento.
– Disciplina, joven. Y no le dé vueltas. Con franceses, con ingleses o con el sursum corda… Disciplina y boca cerrada, que entran moscas.
Tres hombres endomingados pese a ser lunes, vestidos con sombreros de ala, marsellés bordado, capote con vuelta de grana y navajas metidas en la faja, se cruzan con el teniente Arango cuando éste camina, en busca de la orden del día para su coronel, cerca del Gobierno Militar. Dos son hermanos: el mayor se llama Leandro Rejón y cuenta treinta y tres años, y el otro, Julián, veinticuatro. Leandro tiene mujer -se llama Victoria Madrid- y dos hijos; en cuanto a Julián, acaba de casarse en su pueblo con una joven llamada Pascuala Macías. Los hermanos son naturales de Leganés, en las afueras, y llegaron ayer a la ciudad, convocados por un amigo de confianza al que ya acompañaron hace mes y medio cuando los sucesos que, en Aranjuez, derrocaron al ministro Godoy. El tal amigo pertenece a la casa del conde de Montijo, de quien se dice que, por lealtad al joven rey Fernando VII, alienta otra asonada en su nombre. Pero es lo que se dice, y nada más. Lo único que los Rejón saben de cierto es que, con algún viático para la jornada y gastos de taberna, traen instrucciones de estar atentos por si se tercia armar bulla. Cosa que a los dos hermanos, que son mozos traviesos y en pleno vigor de sus años, no disgusta en absoluto, hartos como están de sufrir impertinencias de los gabachos; a quienes ya es hora de que hombres que se visten por los pies -eso dice Leandro, el mayor- demuestren quién es el verdadero rey de España, pese a Napoleón Bonaparte y a la puta que lo parió.
El tercer hombre, que camina a la par de los Rejón, se llama Mateo González Menéndez y también ayer vino a Madrid desde Colmenar de Oreja, su pueblo, obedeciendo a consignas que algunos compadres suyos han hecho correr entre los opuestos a la presencia francesa y partidarios del rey Fernando. Es cazador, hecho al campo y a las armas, cuajado y fuerte, y bajo el capote que le cubre hasta las corvas esconde un pistolón cargado. Aunque va junto a los Rejón como si no los conociera, los tres formaron parte anoche del grupo que, con guitarras y bandurrias, pese al agua que caía, dio una ruidosa rondalla a base de canzonetas picantes, con mucho insulto y mucha guasa, al emperifollado Murat bajo los balcones del palacio donde se aloja, en la plaza de Doña María de Aragón, desapareciendo al ser disueltos por las rondas y reapareciendo al rato para continuar la murga. Eso, después de abuchear bien al francés por la mañana, cuando regresaba de la revista en el Prado.
Dicen que mosiú Murat
está acostumbrado al fuego.
¡Vaya si tendrá costumbre
quien ha sido cocinero!
– Pise usted fuerte, prenda, que esa acera está empedrada -dice Leandro Rejón a una mujer hermosa que, basquiña de flecos, mantilla de lana y cesta de la compra al brazo, cruza un rectángulo de sol.
Pasa adelante la mujer, entre desdeñosa y halagada por el piropo -el mayor de los Rejón es mozo bien plantado-, y Mateo González, que escucha el comentario, la sigue con la mirada antes de volverse a los hermanos, guiñarles un ojo, y seguir junto a ellos al mismo paso. Ahora los tres sonríen y se balancean caminando con aplomo masculino. Son jóvenes, fuertes, están vivos y sanos, y la vista de una mujer guapa les anima el día. Es, opina el menor de los Rejón, un buen comienzo. Para celebrarlo, saca de bajo el capote una bota con tinto de Valdemoro, que la larga noche y la cencerrada a Murat dejaron más que mediada.
– ¿Remojamos la calle del trago?
– Ni se pregunta -mirada falsamente casual de Leandro Rejón a Mateo González-… ¿Usted se apunta, paisano?
– Con mucho gusto.
– Pues alcance esto, si apetece.
Estos tres hombres que andan sin prisas pasando la bota mientras se dirigen a la puerta del Sol, deteniéndose para echar atrás la cabeza y asestarse con pulso experto un chorro de vino, están lejos de imaginar que, dentro de tres días, reos de sublevación, dos de ellos, los hermanos Rejón, serán sacados a rastras de sus casas en Leganés y fusilados por los franceses, y que Mateo González morirá semanas más tarde, a resultas de un sablazo, en el hospital del Buen Suceso. Pero eso, a estas horas y bota en mano, ni lo piensan ni les importa. Antes de que se oculte el sol que acaba de salir, las tres navajas albaceteñas que llevan metidas en las fajas quedarán empapadas de sangre francesa. En el día que comienza -tras la lluvia, sol, ha dicho el mayor de los Rejón mirando el cielo, y volverá a llover por la noche-, esas tres futuras muertes, como tantas otras que se avecinan, serán vengadas con creces, de antemano. Y todavía después, durante años, una nación entera las seguirá vengando.
Durante el desayuno, Leandro Fernández de Moratín se quema la lengua con el chocolate, pero reprime el juramento que le tienta los labios. No porque sea hombre temeroso de Dios; son los hombres los que le dan miedo, no Dios. Y él es poco amigo de agua bendita y sacristías. Sucede que la contención y la prudencia son aspectos destacados de su carácter, con cierta timidez que proviene de cuando, a los cuatro años, quedó con el rostro desfigurado por la viruela. Quizá por eso sigue soltero, pese a que hace dos meses cumplió los cuarenta y ocho. Por lo demás es hombre educado, culto y tranquilo; como suelen serlo los protagonistas de las obras que le han dado fama, contestada por numerosos adversarios, de principal autor teatral de su tiempo. El estreno de El sí de las niñas aún se recuerda como el más importante y discutido acontecimiento escénico del momento; y esas cosas, en España, aportan pocas mieles y mucho acíbar amargo, por las infinitas envidias. Ésta es la razón de que, en las actuales circunstancias, el temor al mundo y sus vilezas esté presente en los pensamientos del hombre que, vestido con bata y zapatillas, bebe, ahora a breves sorbos, su chocolate. Ser autor de renombre, favorecido además por el primer ministro Godoy, luego caído en desgracia, preso y al cabo acogido en Francia por Napoleón, incomoda la posición de Moratín, que en el mundillo de las letras tiene enemigos mortales. Sobre todo desde que, por gustos personales e ideas más artísticas que políticas -de éstas carece en absoluto, excepto ser amigo del poder constituido, fuera cual fuere-, se le atribuye, no sin razón, la etiqueta de afrancesado, que en los tiempos confusos que corren se ha vuelto peligrosa. Desde los abucheos de ayer al duque de Berg y las concentraciones de vecinos gritando contra los franceses, Moratín teme por su vida. Los amigos de la tertulia de la fonda de San Esteban le han aconsejado que no salga de su casa -número 6 de la calle Fuencarral, entre las esquinas de San Onofre y Desengaño-; pero eso tampoco garantiza nada. A las desgracias que en los últimos tiempos le vienen encima, se añade la vecindad de una cabrera tuerta que tiene su puesto de leche en el portal de enfrente: mujer parlanchina y de lengua venenosa, lleva días incitando a los vecinos a dar un escarmiento a ese Moratín de ahí enfrente, hechura de Godoy -la cabrera se refiere al ministro caído con el mote popular de Choricero- y de la gente de polaina: los afrancesados que han vendido España y al buen rey don Fernando, que Dios guarde, al maldito Napoleón.
Dejando el tazón de China sobre su bandeja, Moratín se levanta y da unos pasos hasta el balcón. Aliviado, sin apartar del todo los visillos, comprueba que el puesto de la cabrera está cerrado. Tal vez anda lejos, con la gente que se congrega en la puerta del Sol. Todo Madrid es un hervidero de desconcierto, rumores y odio, y eso no puede terminar bien para nadie. Ojalá, se dice el literato, ni la junta de Gobierno ni los franceses -confía más en éstos que en la junta, de todas formas- pierdan el control de la situación. El recuerdo de los horrores callejeros del año 1792, que vivió de cerca en París, le estremece el ánimo. Su talante de hombre culto, viajado, cortés y prudente, se acobarda ante los excesos que recela, pues los conoce, del pueblo sin freno: la calumnia hace dudosa la más firme reputación, la crueldad adopta la máscara de la virtud, la venganza usurpa la balanza de la Justicia, y la celebridad situada en lugar equívoco acarrea, a menudo, consecuencias funestas. Si todo eso fue posible en una Francia templada por las ideas ilustradas y la razón, a Moratín lo amedrenta lo que un estallido popular puede desencadenar en España, donde a la gente analfabeta, cerril, la mueve más el corazón que la cabeza. Ya en la noche del 19 de marzo, cuando la sublevación de Aranjuez hizo caer a su protector Godoy, Moratín tuvo ocasión de oír, bajo la ventana, su propio nombre en gritos de amotinados que le hicieron temer verse fuera de casa, arrastrado por las calles. La certeza de cómo el populacho sin freno ejerce la soberanía cuando se apodera de ella, lo aterroriza. Y esta mañana parece a punto de repetirse la pesadilla, mientras él permanece inmóvil tras los visillos, la frente helada y el corazón latiéndole inquieto. Esperando.
El dramaturgo Moratín no es el único que desconfía del pueblo y sus pasiones. A la misma hora, en Palacio, en el salón de consejos de la junta de Gobierno, los próceres encargados del bienestar de la nación española en ausencia del rey Fernando VII, retenido en Bayona por el emperador Napoleón, siguen discutiendo abatidos y desconcertados, con las huellas de la noche que han pasado en blanco impresas en la cara, arrugadas las ropas, despuntando las barbas en los rostros ojerosos que reclaman la navaja de un barbero. Sólo el infante don Antonio, presidente de la junta, hermano del viejo rey Carlos IV y tío del joven Fernando VII, utilizó el privilegio de su sangre real para retirarse a dormir un rato después de una última entrevista con el embajador de Francia, monsieur Laforest, y no ha vuelto a aparecer. Los demás siguen allí sosteniéndose como pueden, tirados por los sillones y sofás bajo las imponentes arañas del techo, apoyados de codos en la gran mesa cubierta de tazas sucias de café y ceniceros rebosantes de gruesas colillas de cigarros, los puños en las sienes.
– Lo de ayer nos llevó al extremo, señores -opina el secretario de la junta, conde de Casa Valencia-. Abuchear a Murat ya era insolencia; pero llamarlo troncho de berzas en su cara, y apedrearlo luego hasta encabritarle el caballo en medio de la rechifla general, eso no lo perdonará nunca… Para más escarnio, todos vitorearon luego al infante don Antonio cuando pasaba en coche por el mismo sitio… La gente baja terminará por ponernos a todos la soga al cuello.
– Fea metáfora esa -apunta Francisco Gil de Lemus, ministro de Marina, entre dos bostezos-. Me refiero a lo de la soga.
– Pues llámelo como le dé la gana.
Además de Casa Valencia y Gil de Lemus, que representa a la poca Armada española que queda después de Trafalgar, en la sala están presentes, entre otros, don Antonio Arias Mon, anciano gobernador del Consejo; Miguel José de Azanza, ministro de la inexistente Hacienda española; Sebastián Piñuela, por una Gracia y Justicia de la que se burlan los franceses y en la que no confían los españoles; y el general Gonzalo O’Farril como tibio representante de un Ejército confuso, indefenso e irritado ante la invasión extranjera. Durante toda la noche, convocados también dignatarios de los Consejos y Tribunales Supremos, todos han discutido hasta enronquecer, pues tienen sobre la mesa un ultimátum de Murat, a quien el incidente del día anterior dejó fuera de sí: de no obtener la colaboración incondicional de la Junta, dice, tomará el mando de ésta, pues tiene fuerza suficiente para tratar a España como país conquistado.
– No siempre es el número lo que vence -sugería, de madrugada, el fiscal Manuel Torres Cónsul-. Recuerden que Alejandro derrotó a trescientos mil persas con veinte mil macedonios. Ya saben: Audaces fortuna iuvat, y todo eso.
El impulso patriótico de Torres Cónsul, de una energía inusitada a tales horas, hizo levantar la cabeza, sobresaltados, a varios consejeros que daban cabezadas en sus asientos. Sobre todo a los que sabían latín.
– Sí, claro -respondió el gobernador del Consejo, Arias Mon, resumiendo el sentir general-. ¿Y quién de nosotros es Alejandro?
Todos miraron al ministro de la Guerra; que, ajeno a todo, como si no escuchara la conversación, encendía un cigarro de Cuba.
– ¿Qué opina usted, O’Farril?
– Opino que este habano tira fatal.
Así están las cosas, amanecido el día. Asustados, indecisos -hace tiempo que firman sus tímidos bandos y decretos en nombre del rey, sin especificar si se trata de Carlos IV o Fernando VII-, la parálisis de la Junta se alimenta con la falta de noticias. Los correos de Bayona no han llegado, y los ministros y consejeros carecen de instrucciones del joven monarca, de quien ignoran si sigue allí por su voluntad o como prisionero del Emperador. Pero algo está claro: la sombra del cambio de dinastía oscurece España. El pueblo ruge, ofendido, y los imperiales se refuerzan, arrogantes. Después de haberse llevado a la familia real y a Godoy, Murat pretende hacer lo mismo -se ejecuta en este preciso instante- con la reina viuda de Etruria y el infante don Francisco de Paula, que cuenta sólo doce años. La de Etruria es amiga de Francia y se va de mil amores; pero lo del infantito es otra cosa. De cualquier modo, tras resistirse con cierta decencia a esta última imposición, la Junta ha debido doblegarse ante Murat, aceptando lo inevitable. Con las tropas españolas alejadas de la capital, la escasa guarnición acuartelada y sin medios, la única fuerza que puede oponerse a tales designios es un estallido popular. Pero, en opinión de los allí reunidos, eso justificaría la brutalidad francesa, dándole al lugarteniente de Napoleón el pretexto para aplastar Madrid con una victoria fácil, sometiéndola al saqueo y la esclavitud.
– No hay otra que ser pacientes -opina al fin, cauto como siempre, el general O’Farril-. No podemos sino calmar los ánimos, precaver las inquietudes populares, y contenerlas, llegado el caso, con nuestras propias fuerzas.
Al oír eso, el ministro de Marina, Gil de Lemus, da un respingo en su asiento.
– ¿A qué se refiere?
– A nuestras tropas, señor mío. No sé si me explico.
– Me temo que se explica demasiado bien.
Algunos consejeros se miran significativamente. Gonzalo O’Farril se lleva de maravilla con los franceses -por eso es ministro de la Guerra con la que está cayendo-, extremo que la Historia confirmará con su actuación en el día que hoy comienza y con sus posteriores servicios al rey José Bonaparte. Entre los miembros de la Junta, sólo unos pocos participan de sus ideas. Aunque, tal como andan las cosas, casi todos ahorran comentarios. Sólo el contumaz Gil de Lemus vuelve a la carga:
– Es lo que nos faltaba, caballeros. Hacerles el trabajo sucio a los franceses.
– Si lo hacen ellos, será más sucio todavía -opone O’Farril-. Y sangriento.
– ¿Y con qué fuerzas quiere usted contener a la gente en Madrid?… Demasiado es que los soldados no se unan al populacho.
El ministro de la Guerra levanta un dedo admonitorio, marcial, y ensarta en él un aro de humo habanero.
– Me hago responsable, descuiden. Les recuerdo que toda la tropa está acuartelada con órdenes estrictas. Y sin munición, como saben.
– Entonces, ¿cómo pretende que contengan al pueblo? -se interesa, guasón, Gil de Lemus-. ¿A bofetadas?
Un silencio incómodo sucede a las palabras del ministro de Marina. Pese a los bandos publicados por la Junta y por el duque de Berg, fijando horas de cierre para tabernas, rondas de vigilancia y responsabilidades de patronos y padres de familia respecto a empleados, hijos y criados que molesten a los franceses, los incidentes menudean en las seis semanas transcurridas desde la llegada de Murat a Madrid: al día siguiente, 24 de marzo, ya ingresaban en el Hospital General tres soldados franceses malheridos en peleas con paisanos a causa de su descomedimiento y abusos, que a partir de entonces incluyeron crímenes por robo, exacciones diversas, violaciones, ofensas en iglesias, y el sonado asesinato del comerciante Manuel Vidal en la calle del Candil por el general príncipe de Salm-Isemburg y dos edecanes suyos. Como respuesta, la lucha sorda de navajas contra bayonetas resulta ya imposible de parar: tabernas, barrios bajos y lugares de prostitución frecuentados por la tropa francesa, con su peligrosa mezcla de mujeres, rufianes, aguardiente y puñaladas, se han convertido en focos de conflicto; pero también sitios respetables de la ciudad amanecen con franceses degollados por propasarse con la hija, hermana, sobrina o nieta de alguien. Sin contar los presuntos desertores, así declarados por el mando imperial, en realidad desaparecidos en pozos o enterrados discretamente en patios o sótanos. El registro del Hospital General, sin contar otros establecimientos de la ciudad, basta para advertir la situación: el 25 de marzo se anotaron los casos de un mameluco de la Guardia Imperial, herido, un artillero de la Guardia, muerto, y otro soldado del batallón de Westfalia que falleció al poco rato. Dos franceses apaleados y tres muertos, uno de ellos de un balazo, fueron anotados en los días siguientes. Y entre el 29 de marzo y el 4 de abril se consignaron las muertes de tres soldados de la Guardia, uno del batallón de Irlanda, dos granaderos y un artillero. Desde entonces, el número de imperiales que han ingresado heridos o muertos en el Hospital General es de cuarenta y cinco, y el total en Madrid, de ciento setenta y cuatro. Tampoco escasean las víctimas españolas. La comisión militar hispano-francesa que debe controlar estos incidentes incluye, además del general Sexti, al general de división Emmanuel Grouchy; pero Sexti suele inhibirse a favor de su colega francés, con el resultado de que casi todos los conflictos provocados por los imperiales quedan impunes. En cambio, en sucesos como el del presbítero de Carabanchel don Andrés López, que hace días mató de un tiro a un capitán francés llamado Michel Moté, no sólo la justicia es rigurosa, sino que los propios imperiales la toman por su mano, saqueando, como fue el caso, la vivienda del sacerdote homicida y maltratando a criados y vecinos.
En cualquier caso, convencida de su propia impotencia, la Junta de Gobierno que, nominalmente, aún rige España en esta mañana del lunes 2 de mayo, ha tomado, incluso contra la opinión de sus miembros más irresolutos, una decisión con ribetes de gallardía que salva para la Historia algunos flecos de su honor. Al tiempo que accede al deseo del duque de Berg de trasladar a Bayona a los últimos miembros de la familia real española y ordena que las tropas permanezcan en sus cuarteles sin que se les permita «juntarse con el paisanaje», también, a propuesta del ministro de Marina, nombra una nueva Junta fuera de Madrid, en previsión de que la actual «quede privada de libertad en el ejercicio de sus funciones». Y a esa junta paralela, compuesta exclusivamente por militares, le otorga poderes para establecerse libremente allí donde sea posible; aunque el lugar de reunión recomendado es una ciudad española todavía libre de tropas francesas: Zaragoza.
De camino hacia la puerta del Sol, don Ignacio Pérez Hernández, presbítero de la parroquia de Fuencarral, se cruza con un batidor imperial cuando baja por la calle Montera. El francés, un cazador a caballo, parece tener prisa y se aleja calle arriba, al galope y con mucha desconsideración, casi atropellando a los vendedores que acaban de montar sus puestos en la red de San Luis. Aunque algunos gritos e insultos lo siguen en la galopada, don Ignacio no abre la boca, si bien sus ojos negros y vivos -tiene veintisiete años- perforan al jinete como si pretendieran que la ira de Dios lo fulminase allí mismo con su montura y las órdenes que lleva en el portapliegos. El clérigo aprieta los puños dentro de los amplios bolsillos de la sotana que viste. En el derecho estruja un folleto recién impreso, que el amigo en cuya casa ha pasado la noche, párroco de San Ildefonso, le dio esta mañana: Carta de un oficial retirado a uno de sus antiguos compañeros. En el izquierdo -don Ignacio es zurdo- aprieta las cachas de una navaja que, pese a las órdenes que ostenta, lleva encima desde que ayer se presentó en Madrid en compañía de un grupo de feligreses para hacer bulto contra los franceses y a favor de Fernando VII. La navaja es como la que todo español de las clases populares usa para cortar pan, ayudarse en la comida o picar tabaco. Al menos es la excusa que el sacerdote, en debate interior que a veces llega a angustiarlo un poco, se plantea ante su conciencia. Pero lo cierto es que nunca la había llevado en el bolsillo, como ahora.
Don Ignacio no es hombre fanático: hasta ayer, como la mayor parte de los eclesiásticos españoles, mantuvo un silencio prudente, según instrucciones recibidas de su párroco, y éste del obispo correspondiente, sobre los turbios asuntos de la familia real y la presencia francesa en España. Ni siquiera durante la caída de Godoy o el asunto de El Escorial el joven clérigo abrió la boca. Pero un mes de humillaciones por parte de las tropas imperiales acampadas en Fuencarral colma ya su vaso de paciencia cristiana. La última gota de hiel rebosó hace una semana, cuando un pobre cabrero fue apaleado ante la iglesia por varios soldados franceses para robarle sus animales; y cuando don Ignacio corrió a impedirlo, se encontró con una bayoneta ante los ojos. Para acabar la faena, los franceses se entretuvieron orinando, entre risotadas, en los escalones del recinto sagrado. Así que, cuando ayer corrió la voz de que en Madrid se anunciaba jarana, don Ignacio no lo pensó dos veces. Después de la misa de ocho, sin decir palabra a su párroco, vino a la ciudad acaudillando a una docena de feligreses con ganas de gresca. Y con ellos, tras pasar la jornada ronco de abuchear a Murat, aplaudir al infante don Antonio y dar vivas al rey, durmiendo luego cada uno donde pudo, quedó en verse con ellos a estas horas, para averiguar si han llegado los mensajeros de Bayona.
Navaja aparte, tampoco el contenido del otro bolsillo de la sotana sosiega el talante del joven clérigo, que repite una y otra vez, de memoria, uno de sus más infames párrafos: «La conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones por la nueva de los Napoleones, muy enérgicos». La furia de don Ignacio sería mayor si supiera -como se averiguará tiempo después- que el autor del escrito no es ningún oficial retirado, como afirma el título, sino el abate José Marchena, personaje complejo y famoso en los círculos ilustrados españoles: un ex clérigo renegado de religión y patria, al que paga Francia. Antiguo jacobino y conocido de Marat, Robespierre y madame de Staël, temido hasta por los afrancesados mismos, Marchena pone su talento oportunista, su ácida prosa y su abundante bilis al servicio de la propaganda imperial. Y en estos turbulentos días madrileños, frente a unas clases superiores recelosas o indecisas y a un pueblo indignado hasta la exasperación, la letra impresa, con su cascada de pasquines, libelos, folletos y periódicos leídos en cafés, colmados, botillerías y mercados para un auditorio inculto y a menudo analfabeto, también es eficaz arma de guerra, tanto en manos de Napoleón y el duque de Berg -que ha instalado su propia imprenta en el palacio Grimaldi- como en las de la Junta de Gobierno, los partidarios de Fernando VII y este mismo, desde Bayona.
– Ya está aquí don Ignacio.
– Buenos días, hijos míos.
– ¡Viva el rey Fernando!
– Que sí, hombre, que sí. Que viva y que Dios lo bendiga. Pero estémonos tranquilos, a ver qué pasa.
El grupo de foncarraleros -capas de bayetón, bastones de nudos en las manos jóvenes y recias, monteras arriscadas y sombreros de alas caídas- aguarda a su presbítero junto a la fuente de la Mariblanca. Falta poco para que la aguja del Buen Suceso señale las ocho, y en la puerta del Sol hay un millar de personas. Pese a que el ambiente se carga, las actitudes son pacíficas. Circulan rumores disparatados: desde que Fernando VII está a punto de llegar a Madrid, liberado al fin, hasta que, para engañar a los franceses, va a casarse con una hermana de Bonaparte. No faltan mujeres que van y vienen atizando los corrillos, forasteros y gente de diversos barrios de Madrid, aunque predomina lo popular: chisperos del Barquillo, manolos del Rastro y Lavapiés, empleados, menestrales, aprendices, bajos funcionarios, mozos de cuerda, criados y mendigos. Se ven pocos caballeros bien vestidos y ninguna señora que acredite el tratamiento: la gente acomodada, desafecta a los sobresaltos, permanece en casa. También hay unos pocos estudiantes y algunos niños, casi todos pilluelos de la calle. Muchos vecinos de la plaza y las calles adyacentes están asomados a portales, balcones y ventanas. No hay militares a la vista, ni franceses ni españoles, excepto los centinelas de la puerta de Correos y un oficial en el balcón enrejado del edificio. De corrillo a corrillo circulan peregrinos rumores y exageraciones.
– ¿Se sabe ya algo de Bayona?
– Todavía nada. Pero dicen que el rey Fernando se ha escapado a Inglaterra.
– Ni hablar. Es a Zaragoza a donde se dirige.
– No diga usted barbaridades.
– ¿Barbaridades?… Lo sé de buena tinta. Tengo un cuñado conserje en los Consejos.
A lo lejos, entre la gente, don Ignacio alcanza a distinguir a otro sacerdote con sotana y tonsura. Ellos dos, concluye, deben de ser los únicos clérigos presentes en la puerta del Sol a estas horas. Eso lo hace sonreír: incluso dos son demasiados, habida cuenta de la calculadísima ambigüedad que la Iglesia española despliega en esta crisis de la patria. Si nobles e ilustrados, opuestos unos a los franceses y partidarios de ellos otros, coinciden en despreciar los arrebatos y la ignorancia del pueblo, también la Iglesia mantiene, desde la guerra con la Convención, un cuidadoso nadar entre dos aguas, combinando el recelo al contagio de las ideas revolucionarias con su tradicional habilidad -estos días puesta a prueba- para estar con el poder constituido, sea el que fuere. En las últimas semanas, los obispos multiplican exhortaciones a la calma y a la obediencia, temerosos de una anarquía que los asusta más que la invasión francesa. Salvo algunos acérrimos patriotas o fanáticos que ven al diablo bajo cada águila imperial, el episcopado español y gran parte de los clérigos y religiosos están dispuestos a rociar con agua bendita a cualquiera que respete los bienes eclesiásticos, favorezca el culto y garantice el orden público. Ciertos obispos de buen olfato se ponen ya sin disimulo al servicio de los nuevos amos franceses, justificando sus intenciones con piruetas teológicas. Y sólo más adelante, cuando la insurrección general se confirme en toda España como un huracán de sangre, ajustes de cuentas y brutalidad, la mayoría de los obispos se irá declarando del lado de la rebelión, los párrocos predicarán desde sus púlpitos la lucha contra los franceses, y podrá escribir el poeta Bernardo López García, simplificando el asunto para la posteridad:
¡Guerra!, gritó ante el altar
el sacerdote con ira.
¡Guerra; repitió la lira
con indómito cantar.
En cualquier caso -futuros poemas y mitos patrióticos aparte-, nada de eso puede sospecharlo todavía el joven presbítero don Ignacio. Y menos a tan frescas horas de hoy. Sólo sabe que en un bolsillo de la sotana lleva el arrugado folleto traidor o gabacho, que tanto monta, cuyo tacto le hace hervir la sangre, y en el otro la navaja, por más que procura alejar de su cabeza la palabra violencia cada vez que le roza la mente. Y siente un singular calorcillo que linda con el pecado de orgullo -habrá que arreglarlo con un confesor, piensa, cuando todo acabe-. Una sensación grata, picante, completamente nueva, que le hace erguirse, complacido, entre el grupo de feligreses foncarraleros cuando la gente alrededor los mira y susurra: oye, fíjate, a ésos los acaudilla un cura. A fin de cuentas, concluye, si las cosas fuesen hoy por mal camino, nadie podrá decir que todos los clérigos de Madrid estuvieron a salvo tras sus altares y claustros.
Revolotean las aves, sobresaltadas, en torno a las torres y espadañas de la ciudad. Son las ocho en punto, y las campanadas de las iglesias se conciertan con el sonido del tambor de las guardias que se relevan en los cuarteles. A esa misma hora, en su casa de la calle de la Ternera, número 12, el capitán de artillería Luis Daoiz y Torres acaba de vestirse el uniforme y se dispone a acudir a su destino en la Junta de Artillería, situada en la calle de San Bernardo. Oficial de carácter tranquilo, prestigio profesional y extraordinaria competencia, conocedor de las lenguas francesa, inglesa e italiana, inteligente e ilustrado, Daoiz lleva cuatro meses destinado en Madrid. Nacido en Sevilla hace cuarenta y un años, comprometido en fecha reciente con una señorita andaluza de buena familia, el capitán es hombre de aspecto pulcro y agradable, aunque de baja estatura, pues mide menos de cinco pies. Su semblante es moreno claro, usa patillas a la moda, y en los lóbulos de las orejas acaba de colocarse, para salir a la calle, los dos aretes de oro que, por coquetería militar, lleva desde el tiempo en que sirvió como artillero a bordo de navíos de la Armada. Su hoja de veintiún años de servicio, donde el valor figura desde hace tiempo como acreditado, es riguroso reflejo de la historia militar de su patria y de su época: defensas de Ceuta y Orán, campaña del Rosellón contra la República francesa, defensa de Cádiz contra la escuadra del almirante Nelson y dos viajes a América en el navío San Ildefonso.
Al coger el sable, a Daoiz le pasa por la mente, como una nube sombría, el recuerdo del desafío de ayer por la tarde en la fonda de Genieys: tres oficiales franceses arrogantes y obtusos, voceando inconveniencias sobre España y los españoles sin caer en la cuenta de que los militares de la mesa vecina comprendían su idioma. De cualquier forma, no quiere pensar en eso. Detesta perder los estribos, él que tiene fama de hombre sereno; pero ayer estuvo a punto de ocurrir. Es difícil no contagiarse del ambiente general. Todos viven con los nervios a flor de piel, la calle anda inquieta, y el día que se presenta por delante no va a ser fácil, tampoco. Así que más vale mantener la cabeza fría, el sentido común en su sitio y el sable en la vaina.
Mientras baja los dos pisos de la escalera, Daoiz piensa en su compañero Pedro Velarde. Hace un par de días, en la última reunión que mantuvieron con el teniente coronel Francisco Novella y otros oficiales amigos en casa de Manuel Almira, oficial de cuenta y razón de artillería, Velarde, contra toda lógica, seguía mostrándose partidario de tomar las armas contra los franceses.
– Son dueños ya de todas las fortalezas en Cataluña y en el Norte -argumentaba exasperado-. Acaparan las provisiones de boca y guerra, cuarteles, hospitales, transportes, caballerías y suministros… Nos imponen una vejación continua, intolerable. Nos tratan como a animales y nos desprecian como a bárbaros.
– Quizá con el tiempo cambien de maneras -apuntó Novella, sin mucha convicción.
– ¡Qué van a cambiar ésos! Los conozco bien. No en balde frecuenté en Buitrago a Murat y a sus figurones de estado mayor… ¡Menuda canalla!
– Hay que concederles superioridad, al menos.
– Eso es un mito. La Revolución les borró la teórica, y sólo sus continuas campañas han aumentado su práctica. No tienen más superioridad que su arrogancia.
– Exageras, Pedro -lo contradijo Daoiz-. Son el mejor ejército del mundo. Admitámoslo.
– El mejor ejército del mundo es un español cabreado y con un fusil.
Aquélla fue una de tantas discusiones inútiles e interminables. De nada sirvió recordarle al exaltado Velarde que la conspiración que preparaban los artilleros -diecinueve mil fusiles para empezar, y España en armas- había fracasado, que todo el mundo los dejaba solos, y que el propio Velarde sentenció el proyecto al contarle al general O’Farril los pormenores del plan. Además, ni siquiera está claro lo que pretende el rey Fernando. Para unos ese joven es todo ambigüedad e indecisión; para otros, duda entre una sublevación en su nombre o alborotos calculados en una prudente espera.
– Espera, ¿para qué? -insistía impaciente Velarde, casi a gritos-. Ya no se trata de levantarse por el rey ni por algo parecido. ¡Se trata de nosotros! ¡De nuestra dignidad y nuestra vergüenza!
De nada valieron las razones expuestas, entre otros, por el propio Daoiz. Velarde seguía en sus trece.
– ¡Hay que batirse! -repetía-. ¡Batirse, batirse y batirse!
Eso estuvo diciendo una y otra vez, como alienado; y con las mismas palabras, al fin, se levantó y desapareció escaleras abajo, camino de su casa o sabe Dios dónde, mientras los demás se miraban unos a otros, melancólicos, y tras encogerse de hombros se retiraba cada mochuelo a su olivo.
– No hay nada que hacer -fue la despedida del bueno de Almira, moviendo tristemente la cabeza.
Daoiz, con dolor de su corazón, estuvo de acuerdo. Y esta mañana lo sigue estando. Sin embargo, el plan no era malo. Se habían registrado intentos anteriores, como el de José Palafox entre Bayona y Zaragoza, y el propósito de crear en las montañas de Santander un ejército de resistencia formado por tropas ligeras; pero Palafox fue descubierto y tuvo que esconderse -prepara ahora una sublevación en Aragón-, y el otro proyecto acabó en manos del ministro de la Guerra, siendo archivado sin más consideración.
– Hagan el favor de no complicarme la vida -fue el comentario con que el general O’Farril, fiel a su estilo, enterró el asunto.
Pese a todo, a las dificultades y al desinterés de la junta de Gobierno, una tercera conspiración, la de los artilleros, ha seguido adelante hasta hace pocos días. El plan, fraguado con reuniones secretas en la chocolatería del arco de San Ginés, en la Fontana de Oro y en la casa que el escribiente Almira tiene en el 31 de la calle Preciados, nunca pretendió una victoria militar, imposible contra los franceses, sino ser chispa que prendiese una vasta insurrección nacional. Desde hace tiempo, gracias a que el coronel Navarro Falcón favorecía a los conspiradores no dándose por enterado, en el parque de Monteleón se trabajaba secretamente en la fabricación de cartuchos de fusil, balas y metralla para cañones, rehabilitando piezas de artillería y escondiendo la última remesa de fusiles enviada desde Plasencia para evitar que fuese a manos francesas, como las anteriores; aunque en los últimos días, alertado el cuartel general de Murat y con órdenes del Ministerio de la Guerra español para suspender esas actividades, los artilleros trasladaron en secreto el taller de cartuchería a una casa particular. También siguieron manteniendo contactos en casi todos los departamentos militares de España, y convinieron, determinados por Pedro Velarde, puntos de concentración para tropas y futuras milicias, los mandos respectivos, los depósitos de pertrechos y lugares donde serían interceptados los correos franceses y cortadas sus comunicaciones. Pero llevar todo eso a la práctica exigía recursos superiores a los del Cuerpo; por lo que Velarde, siempre impetuoso, decidió por su cuenta y riesgo pedir ayuda a la Junta de Gobierno. Así que, sin consultar con nadie, fue a ver al general O’Farril y le contó el plan.
Mientras cruza la plaza de Santo Domingo en dirección a la calle de San Bernardo, Luis Daoiz revive la angustia con que escuchó a su compañero contar los pormenores de la conversación con el ministro de la Guerra. Velarde venía excitado, ingenuo y exultante, convencido de que había logrado poner al ministro de su parte. Pero mientras refería la entrevista, Daoiz, perspicaz sobre la naturaleza humana, comprendió que la conspiración quedaba sentenciada. Así que, ahorrando reproches que de nada servían, se limitó a escuchar en silencio, tristemente, y a negar con la cabeza cuando el otro hubo terminado.
– Se acabó -dijo.
Velarde se había puesto pálido.
– ¿Cómo que se acabó?
– Que se acabó. Olvídalo… Hemos perdido.
– ¿Estás loco? -su amigo, impulsivo como siempre, lo agarraba por la manga de la casaca-. ¡O’Farril ha prometido ayudarnos!
– ¿Ese?… Tendremos suerte si no nos mete a todos en un castillo.
Daoiz acertó de pleno, y las consecuencias de la indiscreción se hicieron sentir de inmediato: cambios de destino para los artilleros, movimientos tácticos de las tropas imperiales y un retén de franceses dentro del parque de artillería. El recuerdo de la visita del rey Fernando a Monteleón a principios de abril, presentándose cuatro días antes de salir hacia Bayona sin otra escolta que un caballerizo, y las aclamaciones que le dedicaron los artilleros mientras visitaba el recinto, acrecientan ahora la tristeza del capitán. «Sois míos. De vosotros puedo fiarme, porque defenderéis mi corona», llegó a decir el joven rey en voz alta, elogiándolos a él y a sus compañeros. Pero en este primer lunes de mayo, atenazados por las órdenes, la desconfianza o la cautela de sus superiores, los artilleros no son del rey ni de nadie. Ni siquiera pueden confiar unos en otros. El conjurado de mayor graduación es Francisco Novella, que sólo es teniente coronel, y además se encuentra mal de salud; el resto son unos pocos capitanes y tenientes. Tampoco los intentos personales de Daoiz para implicar al cuerpo de Alabarderos, a los Voluntarios del Estado del cuartel de Mejorada y a los Carabineros Reales de la plaza de la Cebada han dado fruto: excepto los Guardias de Corps y algún oficial de rango inferior, nadie fuera del pequeño grupo de amigos osa rebelarse contra la autoridad. Así que, por prudencia, y pese a las reticencias de Pedro Velarde, de Juan Cónsul y de algún otro, los conspiradores han dejado el intento para mejor ocasión. Muy pocos los seguirían, y menos después de las últimas disposiciones que confinan a los militares en sus cuarteles y los privan de munición. No sirve de nada -así se manifestó Daoiz en la última reunión, antes de que Velarde se fuera dando un portazo- hacerse ametrallar como pardillos, con todo el Ejército mirando cruzado de brazos, sin esperanza y sin gloria, o acabar en el calabozo de una prisión militar.
Tales son, en resumen, los recuerdos más recientes y los amargos pensamientos que esta mañana, camino de su destino rutinario en la Junta Superior de Artillería, acompañan al capitán Luis Daoiz; ignorante de que, antes de acabar el día, un cúmulo de azares y coincidencias -de los que ni siquiera él mismo será consciente- van a inscribir su nombre, para siempre, en la historia de su siglo y de su patria. Y mientras el todavía oscuro oficial camina por la acera izquierda de la calle de San Bernardo, observando con preocupación los grupos de gente que se forman a trechos y se dirigen hacia la puerta del Sol, se pregunta, inquieto, qué estará haciendo a esas horas Pedro Velarde.
Como cada mañana antes de acudir a su destino en la junta de Artillería, el capitán Pedro Velarde y Santillán, santanderino de nacimiento, veintiocho años de edad -la mitad de ellos vistiendo uniforme, pues ingresó como cadete a los catorce-, da un rodeo, y en vez de ir directamente de su casa en la calle Jacometrezo a la de San Bernardo, toma la corredera de San Pablo y pasa por la calle del Escorial. Hoy lleva en el bolsillo una carta para su novia -Concha, con la que tiene promesa de matrimonio-, que enviará más tarde a Correos. Sin embargo, al pasar bajo cierto balcón de un cuarto piso de la calle del Escorial, donde una mujer enlutada y aún hermosa riega las macetas, Velarde, también como cada mañana, se quita el sombrero y saluda mientras ella permanece inmóvil, observándolo desde arriba hasta que dobla la esquina y se aleja. Esa mujer, cuyo nombre quedará registrado en la letra menuda de la jornada que hoy comienza, es y será para siempre un misterio en la biografía de Velarde. Se llama María Beano, es madre de cuatro hijos aún menores, varón y tres hembras, y viuda de un capitán de artillería. Vive, según declararán más tarde los vecinos, «exenta de sospechas desfavorables» con su modesta pensión de viudedad. Pero cada mañana, sin faltar un solo día, el oficial pasa ante su balcón, y cada tarde la visita en su casa.
Pedro Velarde viste la casaca verde de estado mayor de Artillería en vez de la azul común. Mide cinco pies y dos pulgadas, es delgado y de facciones atractivas. Se trata de un oficial inquieto, ambicioso, inteligente, con seria formación científica y prestigio entre sus compañeros, que ha desempeñado trabajos técnicos de relevancia, estudios sobre artillería y comisiones diplomáticas importantes; aunque, salvo una intervención casi testimonial en la guerra con Portugal, carece de experiencia en combate, y en el apartado valor de su hoja de servicios figuran las palabras no experimentado. Pero conoce bien a los franceses. Por mandato del hoy caído ministro Godoy figuró en la comisión enviada para cumplimentar a Murat cuando la entrada de los imperiales en España. Eso le proporcionó un conocimiento exacto de la situación, reforzado con el trato en Madrid, por razones de su cargo de secretario de la Junta Superior del arma, con el duque de Berg y su plana mayor, en especial con el comandante de la artillería francesa, general La Riboisiére, y sus ayudantes. De ese modo, observando desde tan privilegiada posición las intenciones francesas, Velarde, con sentimientos idénticos a los de su amigo Luis Daoiz, ha visto trocarse la antigua admiración casi fraternal que, de artillero a artillero, sentía por Napoleón Bonaparte, en el rencor de quien sabe a su patria indefensa en manos de un tirano y sus ejércitos.
En la esquina de San Bernardo, Velarde se detiene a observar de lejos a cuatro soldados franceses que desayunan en torno a la mesa, puesta en la puerta, de una fonda. Por su uniforme deduce que pertenecen a la 3ª división de infantería, repartida entre Chamartín y Fuencarral, con elementos del 9º regimiento provisional instalados en aquel barrio. Los soldados son muy jóvenes, y no llevan otras armas que las bayonetas en sus fundas del correaje: muchachos de apenas diecinueve años que la despiadada conscripción imperial, ávida de sangre joven para las guerras de Europa, arranca de sus casas y sus familias; pero invasores, a fin de cuentas. Madrid está lleno de ellos, alojados en cuarteles, posadas y viviendas particulares; y sus actitudes van desde las de quienes se comportan con la timidez de viajeros en lugar desconocido, esforzándose para pronunciar algunas palabras en lengua local y sonreír corteses a las mujeres, hasta la arrogancia de quienes actúan como lo que son: tropas en lugar conquistado sin disparar un solo tiro. Los del mesón llevan las casacas desabrochadas; y uno, acostumbrado sin duda a climas septentrionales, está en mangas de camisa, disfrutando de los rayos de sol tibio que calientan aquel ángulo de la calle. Ríen en voz alta, bromeando con la moza que los atiende. Tienen aspecto de bisoños, confirma Velarde. Con el grueso de sus ejércitos empleado en duras campañas europeas, Napoleón no cree necesario enviar a España, sometida de antemano y donde no espera sobresaltos, más que algunas unidades de élite acompañadas de gente sin experiencia y reclutas de las levas de 1807 y 1808, estos últimos con apenas dos meses de servicio. En Madrid, sin embargo, hay fuerzas de calidad suficiente para asegurar el trabajo de Murat. De los diez mil franceses que ocupan la ciudad y los veinte mil apostados en las afueras, una cuarta parte son tropas fogueadas y con excelentes oficiales, y cada división tiene al menos un batallón experimentado -los de Westfalia, Irlanda y Prusia- que la encuadra y da consistencia. Sin contar los granaderos, marinos y jinetes de la Guardia Imperial y los dos mil dragones y coraceros acampados en el Buen Retiro, la Casa de Campo y los Carabancheles.
– Cochinos gabachos -dice una voz junto a Velarde.
El capitán se vuelve hacia el hombre que está a su lado. Es un zapatero de viejo, con el mandil puesto, que acaba de retirar las tablas de la puerta de su covacha, en el zaguán del edificio que hace esquina.
– Mírelos -añade el zapatero-. Como si estuvieran en su casa.
Velarde lo observa. Debe de rondar los cincuenta años, calvo, el pelo ralo y los ojos claros y acuosos, que destilan desprecio. Mira a los franceses como si deseara que el edificio se desplomara sobre sus cabezas.
– ¿Qué tiene contra ellos? -le pregunta Velarde.
La expresión del otro se transforma. Sin duda se ha acercado al oficial, desvelándole su pensamiento, porque el uniforme español le daba confianza. Ahora parece a punto de retroceder un paso mientras lo observa, suspicaz.
– Tengo lo que tengo que tener -dice al fin entre dientes, hosco.
Velarde, pese al malhumor que lo atenaza desde hace días, no puede evitar una sonrisa.
– ¿Y por qué no va y se lo dice?
El zapatero lo estudia con recelo, de arriba abajo, deteniéndose en las charreteras de capitán y las bombas de artillería en el cuello de la casaca de estado mayor. De parte de quién estará este militar hijo de mala madre, parece preguntarse.
– Quizá lo haga -murmura.
Velarde asiente, distraído, y no dice más. Aún permanece unos instantes junto al zapatero, contemplando a los de la fonda. Luego, sin despedirse, camina calle arriba.
– Cobardes -oye decir a su espalda, e intuye que eso no va por los franceses. Entonces gira sobre sus talones. El zapatero sigue en la esquina, los brazos en jarras, mirándolo.
– ¿Qué ha dicho? -pregunta Velarde, que siente agolpársele la sangre en la cara.
El otro desvía la mirada y se mueve hacia la protección del zaguán, sin responder, asustado de sus propias palabras. El capitán abre la boca para insultarlo. Maquinalmente ha puesto una mano en la empuñadura del sable, y lucha con la tentación de castigar la insolencia. Al fin se impone el buen sentido, aprieta los dientes y permanece inmóvil, sin decir nada, hecho un laberinto de furia, hasta que el zapatero agacha la cabeza y desaparece en su covacha. Velarde vuelve la espalda y se aleja descompuesto, a largas zancadas.
Vestido con sombrero a la inglesa, frac solapado y chaleco ombliguero, el literato e ingeniero retirado de la Armada José Mor de Fuentes pasea por la calle Mayor, paraguas bajo el brazo. Se encuentra en Madrid con cartas de recomendación del duque de Frías, pretendiendo la dirección del canal de Aragón, su tierra. Como muchos ociosos, acaba de pasar por la administración de Correos en busca de noticias de los reyes retenidos en Bayona; pero nadie sabe nada. Así que tras tomar un refrigerio en un café de la carrera de San Jerónimo, decide echar un vistazo por la parte de Palacio. La gente con la que se cruza parece agitada, dirigiéndose en grupos hacia la puerta del Sol. Un platero, al que encuentra abriendo la tienda, le pregunta si es cierto que se prevén disturbios.
– No será gran cosa -responde Mor de Fuentes muy tranquilo-. Ya sabe: pueblo ladrador, poco mordedor.
Los joyeros de la puerta de Guadalajara no parecen compartir esa tranquilidad: muchas platerías permanecen cerradas, y otras tienen a los dueños fuera, mirando inquietos el ir y venir. Por la plaza Mayor y San Miguel hay grupos de verduleras y mujeres cesta al brazo que parlotean en agitados corros, mientras de los barrios bajos de Lavapiés y la Paloma suben rachas de gente brava, achulada, montando bulla y pidiendo hígados de gabacho para desayunar. Eso no incomoda a Mor de Fuentes -él mismo tiene sus gotas de fantasioso y un punto de fanfarrón-, sino que lo divierte. En una corta memoria o bosquejillo de su vida que publicará años más tarde, al referirse a la jornada que hoy comienza, mencionará un plan de defensa de España que él mismo habría propuesto a la Junta, patrióticas conversaciones con el capitán de artillería Pedro Velarde, e incluso un par de intentos por tomar hoy las armas contra los franceses: armas de las que durante todo el día -y no por falta de ocasiones en Madrid- se mantendrá bien lejos.
– ¿Adónde va usted, Mor de Fuentes, si hay un alboroto tan grande?
El aragonés se quita el sombrero. En la esquina de los Consejos acaba de encontrarse con la condesa de Giraldeli, dama de Palacio a la que conoce.
– Lo del alboroto ya lo veo. Pero dudo que vaya a más.
– ¿Sí?… Pues en Palacio se quieren llevar los franceses al infante don Francisco.
– Qué me dice usted.
– Como lo oye, Mor.
La de Giraldeli se marcha, azorada y llena de congoja, y el literato aprieta el paso hacia el arco de Palacio. Hoy se encuentra allí de servicio uno de sus conocidos, el capitán de Guardias Españolas Manuel Jáuregui, del que pretende obtener información. La jornada se presenta interesante, piensa. Y quizá vindicativa. Los gritos que se profieren contra Francia, los afrancesados y amigos de Godoy, suscitan en Mor de Fuentes un placer secreto y añadido. Su ambición artística -acaba de publicar la tercera edición de su mediocre Serafina- y los círculos de amistades literarias en que se mueve, con Cienfuegos y los otros, lo llevan a detestar con toda su alma a Leandro Fernández de Moratín, protegido del depuesto Príncipe de la Paz. A Mor de Fuentes lo mortifica, y mucho, que el público de los teatros rinda, a modo de recua o piara, servil acatamiento a los apartes, palabrillas sueltas, sosería mojigata y gustos del Ingenio de Ingenios y otras extranjerías, junto al que a todos los demás -Mor de Fuentes incluido- se les toma por enanillos ajenos al talento, a la prosa y al verso castellanos. Por eso el aragonés se complace con los gritos que, mezclados con los que alientan contra los franceses, aluden a Godoy y a la gente de polaina, Moratín incluido. Aprovechando el barullo, a Mor de Fuentes no le disgustaría que al nuevo Moliére, mimado de las musas, le dieran hoy un buen escarmiento.
Cuando Blas Molina Soriano, cerrajero de profesión, llega a la plaza de Palacio, sólo queda un carruaje de los tres que aguardaban ante la puerta del Príncipe. Los otros se alejan por la calle del Tesoro. Al lado del que sigue inmóvil y vacío se ve poca gente, a excepción del cochero y el postillón: tres mujeres con toquillas sobre los hombros y capazos de la compra, y cinco vecinos. Hay algunos curiosos más en la amplia explanada, observando a distancia. Para averiguar quién ocupa los carruajes, Molina se recoge la capa de pardomonte y corre detrás, aunque no logra alcanzarlos.
– ¿Quién va en aquellos coches? -pregunta cuando vuelve.
– La reina de Etruria -responde una de las mujeres, alta y bien parecida.
Todavía sin aliento, el cerrajero se queda con la boca abierta.
– ¿Está usted segura?
– Claro que sí. La he visto salir con sus niños, acompañada por un ministro, o un general… Alguien con sombrero de muchas plumas, que le daba el brazo. Subió deprisa y se fue en un suspiro… ¿Verdad, comadre?
Otra mujer asiente, confirmándolo:
– Se tapaba con una mantilla. Pero que se me pegue el puchero si no era María Luisa en persona.
– ¿Ha salido alguien más?
– No, que yo sepa. Dicen que se va también el infantito don Francisco de Paula, la criatura. Pero sólo hemos visto a la hermana.
Sombrío, lleno de funestos presentimientos, Molina se dirige al cochero.
– ¿Para quién es el carruaje?
El otro, sentado en su pescante, encoge los hombros sin responder. Escamadísimo, Molina mira alrededor. Aparte los centinelas de la puerta -hoy toca Guardias Españolas en la del Príncipe y Walonas en el Tesoro-, no se ve escolta ninguna. Es inimaginable un traslado de esa importancia sin tomar precauciones, se dice. Aunque tal vez lo que pretenden es no llamar la atención.
– ¿Han venido gabachos? -pregunta a uno de los curiosos.
– No he visto ninguno. Sólo un centinela allá lejos, en San Nicolás.
Pensativo, Molina se rasca el mentón que esta mañana no tuvo tiempo de afeitar. San Nicolás, junto a la iglesia de ese nombre, es el acuartelamiento más cercano de franceses, y es raro que estén así de tranquilos. O que lo parezcan. Él acaba de pasar por la puerta del Sol, y allí tampoco hay rastro de ellos, aunque el sitio está lleno de vecinos que andan calientes. Nadie, sin embargo, frente a Palacio. Los coches que han partido y ese otro dispuesto y vacío no auguran nada bueno. Un clarín de alarma resuena en sus adentros.
– Nos la están endiñando -concluye- hasta la bola.
Sus palabras hacen volver la cabeza a José Mor de Fuentes. El literato aragonés se encuentra por allí tras venir paseando desde el arco de Palacio. No le han dejado ver a su amigo el capitán Jáuregui. Blas Molina lo conoce de vista, pues hace dos semanas arregló la cerradura de su casa.
– Y nosotros, aquí -le comenta Molina, exasperado-. Cuatro gatos y sin armas.
– Pues ahí está la Armería Real -responde guasón Mor de Fuentes, señalando el edificio.
El cerrajero se acaricia el cuello, pensativo. Ha tomado la chanza al pie de la letra.
– No lo diga usted dos veces. Si la gente se anima, descerrajo la puerta. Es mi oficio.
El otro lo observa fijamente para averiguar si habla en serio. Luego mira a un lado y a otro con aire incómodo, mueve la cabeza y se aleja, paraguas bajo el brazo, mientras el cerrajero se queda dándole vueltas a lo de la Armería Real. Mejor olvidarlo de momento, concluye. De cualquier modo, con armas o sin ellas, Blas Molina Soriano, a sus cuarenta y ocho años, es el más fervoroso partidario que el rey de España tiene en Madrid. Las razones del culto exaltado que profesa a la monarquía son complejas, y a él mismo se le escapan. Más tarde, en un detallado memorial elevado al rey sobre su participación en los sucesos del 2 de mayo, se definirá como «ciego apasionado de V.M y la Real Familia». Hijo de un ex soldado de caballería servidor del infante don Gabriel, la Casa Real le costeó el examen de cerrajero. Desde entonces, la gratitud de Molina lo lleva al extremo de vérsele, con muestras de extrema devoción, en cada aparición pública de los Borbones. Sobre todo junto a Fernando VII, a quien adora con lealtad perruna: se le ha visto correr a pie junto a su caballo por el Prado, la Casa de Campo y el Buen Retiro, llevando una cubeta con agua fresca por si al joven rey se le antojaba beber de ella. El momento más feliz de su existencia lo vivió Molina a principios de abril, cuando tuvo la dicha de indicar a Fernando VII el camino del parque de Monteleón, que el monarca buscaba sin más escolta que un sirviente. Allí, aprovechando la coyuntura, el cerrajero se coló con mucho desparpajo acompañando a la persona real, y pudo admirar el depósito de cañones, armas y municiones del parque de artillería; sin sospechar que el recuerdo de esa casual visita está hoy a punto de tener importancia decisiva -literalmente de vida y muerte- en la historia de Blas Molina y de muchos otros madrileños.
Con tales antecedentes, nadie que conozca al apasionado cerrajero se sorprendería de hallarlo esta mañana en la plaza de Palacio, como se le vio durante el motín de Aranjuez al frente de un grupo de alborotadores que pedían la cabeza de Godoy, o durante los sucesos de ayer domingo, lo mismo abucheando a Murat a la salida de misa y en la revista del Prado, que vitoreando, con otras diez mil personas, al infante don Antonio a su paso por la puerta del Sol. Según Molina ha contado a sus amigos, no le llega la camisa al cuerpo con los infernales gabachos dentro de Madrid, y está dispuesto a hacer cuanto esté en su mano por preservar a la familia real de las intenciones francesas. A tal efecto ha pasado buena parte de la noche apostado en una esquina de la calle Nueva, vigilando por su cuenta los correos que entraban y salían de la residencia de Murat en la plaza de Doña María de Aragón, y llevando luego, diligente, esos informes a la Junta de Gobierno, sin descorazonarse aunque nadie le hiciera caso y el portero lo mandase cada vez a paseo. Ahora, tras descabezar un breve sueño en su domicilio, y dejando a su mujer asustada y llorosa por verlo en tales pasos, el inquieto cerrajero acaba de confirmar sus aprensiones. En lo que a él se refiere, la reina viuda de Etruria puede irse con viento fresco donde más aproveche: todos saben que es afrancesada y quiere acompañar a sus padres en Bayona, así que con su pan gabacho se lo coma. Pero arrebatar al infantito, último de la familia que, con su tío don Antonio, queda en España, es crimen de lesa patria. De modo que, junto al carruaje vacío que aguarda frente a la puerta del Príncipe, que tan mala espina le da, el humilde cerrajero, espontáneo adalid de la monarquía española, decide impedirlo, aunque sea él solo y con las manos desnudas -ni siquiera lleva navaja, pues su mujer, con mucho sentido común, se la ha quitado antes de salir-, mientras le quede una gota de sangre en las venas.
Así que, sin pensarlo dos veces, Blas Molina traga saliva, se aclara la garganta, da unos pasos hacia el centro de la plaza y empieza a gritar «¡Traición! ¡Se llevan al infante! ¡Traición!», con toda la fuerza de sus pulmones.