Entre las doce y media y la una de la tarde, Madrid queda cortado en dos. Desde el paseo del Prado hasta el Palacio Real, las vías principales se encuentran ocupadas por tropas francesas, cuya caballería va y viene al galope barriendo las calles con feroces cargas, reforzada por cañones que tiran contra cuanto se mueve y por destacamentos de infantería que avanzan de esquina en esquina. Sin embargo, pese a que la máquina de guerra napoleónica se impone poco a poco, su control está lejos de ser absoluto. Los coraceros de la brigada Rigaud siguen en Puerta Cerrada, sin tener el paso expedito. Con la artillería imperial batiendo la plaza Mayor, la de Santa Cruz y Antón Martín, grupos de madrileños se dispersan por las callejas adyacentes después de cada acometida, pero vuelven a reunirse y atacan de nuevo, tenaces, desde zaguanes y soportales. Sin esperanza de victoria, buena parte de la gente sensata, desengañada o aterrada por la matanza, anda en fuga o procura retirarse a su casa. Pero aún quedan madrileños empeñados en disputar, a tiros y navajazos, cada portal y cada esquina. Quienes se baten de ese modo son los desesperados sin escapatoria posible, los que nada tienen que perder, los que quieren vengar a amigos y parientes, la gente de los barrios bajos dispuesta a todo, y quienes, más allá de cualquier razón, ya sólo buscan cobrarse caro en los franceses, ojo por ojo y diente por diente, el estrago de la jornada.
– ¡A ellos!… ¡Que lo paguen, esos gabachos!… ¡Que lo paguen!
Para unos y otros, el precio es terrible. Hay muertos en cada calle del centro, en cada portal y en cada esquina. El fuego de artillería, que no escatima la metralla, ha hecho desaparecer de balcones y ventanas a casi todos los tiradores españoles, y descargas continuas de fusileros, cazadores y granaderos mantienen desiertas las fachadas superiores, tejados y terrazas de los edificios. Varias mujeres perecen así, alcanzadas cuando arrojan desde sus casas macetas, floreros y muebles contra los franceses. Entre ellas se cuentan la aragonesa de treinta y seis años Ángela Villalpando, que muere en la calle Fuencarral; en la de Toledo, las vecinas Catalina Calderón, de treinta y siete años, y María Antonia Monroy, de cuarenta y ocho; en la del Soldado, la chispera de treinta y ocho años Teresa Rodríguez Palacios; y en la de Jacometrezo, la viuda Antonia Rodríguez Flórez. Por su parte, el comerciante Matías Álvarez recibe un disparo en el pecho cuando hostiga a los imperiales con una escopeta desde un balcón de la calle de Santa Ana. Y en su casa de la calle de Toledo, esquina a la Concepción Jerónima, desde donde arroja tejas y enseres de cocina contra todo francés que pasa por debajo, a Segunda López del Postigo le atraviesan el muslo izquierdo de un balazo.
Sin embargo, muchos de quienes hoy mueren o quedan heridos en ventanas y balcones son ajenos al combate, alcanzados al asomarse o mientras intentan resguardarse del tiroteo. Es así como, en la calle del Espejo, una misma bala perdida, o intencionada, mata a la joven Catalina Casanova y Perrona -hija del alcalde de Casa y Corte don Tomás de Casanova- y a su hermano Joselito, de pocos años; y en la esquina de la calle de la Rosa con la de Luzón, otra descarga francesa cuesta la vida, en vísperas de su boda, a la joven de dieciséis años Catalina Pajares de Carnicero, hiriendo a la criada de la casa, Dionisia Arroyo. De ese modo mueren también, entre numerosas víctimas no combatientes, Escolástica López Martínez, de treinta y seis años, natural de Caracas; el pinche de cocina de treinta años José Pedrosa, en la plaza de la Cebada; Josefa Dolz de Castellar, en la calle de Panaderos; la viuda María Francisca de Partearroyo, en la plaza del Cordón; y muchos otros, entre los que se cuentan los niños Esteban Castarera, Marcelina Izquierdo, Clara Michel Cazervi y Luisa García Muñoz. Tras poner a esta última, de siete años, en manos de su madre y de un cirujano, su padre y el mayor de sus hermanos, que no habían participado hasta ahora en los acontecimientos de la jornada, cogen un viejo sable de la familia, un cuchillo de monte y dos pistolas, y se echan a la calle.
Los franceses tiran a bulto, sin avisar. En la calle del Tesoro, un destacamento de la Guardia Imperial y un cañón emplazado en la esquina de la Biblioteca Real disparan contra un grupo nutrido donde se mezclan fugitivos de los combates, vecinos y curiosos. Mueren en el acto Juan Antonio Álvarez, jardinero de Aranjuez, y el septuagenario napolitano Lorenzo Daniel, profesor de italiano de los infantes de la familia real; y queda herido Domingo de Lama, aguador del retrete de la reina María Luisa. Cuando acude a ayudar a este último, que se arrastra por el suelo dejando un reguero de sangre, Pedro Blázquez, maestro de primeras letras, soltero, es acometido por un granadero francés, al que se enfrenta sin otra arma que un cortaplumas que lleva en el bolsillo. Perseguido hasta un patio interior, Blázquez logra despistar al granadero y regresa para ayudar a Domingo de Lama, a quien pone al cuidado de unos vecinos. El maestro de primeras letras se encamina entonces a su casa, situada en la calle Hortaleza, con tan mala suerte que al doblar una esquina se da de boca con un centinela francés, allí apostado con fusil y bayoneta. Consciente de que, si se aleja, el otro disparará su arma, Blázquez se abraza a él, intentando acuchillarlo en el cuello con su cortaplumas, recibiendo a cambio un bayonetazo en un costado. Al fin logra desasirse y huir por la calle de las Infantas, refugiándose en casa de una conocida, Teresa Miranda, soltera, maestra de niñas. Atemorizada por el tumulto, la maestra abre la puerta a Blázquez tras mucho hacerse de rogar y lo encuentra ante sí, ensangrentado, todavía con el cortaplumas en la mano, con aspecto que más tarde, entre sus amistades, calificará de «homérico y varonil». Haciéndolo pasar, y mientras el hombre se desnuda de cintura para arriba a fin de que le cure la herida, la solterona se enamorará perdidamente del maestro de primeras letras. Transcurrido el tiempo de noviazgo al uso y hechas las amonestaciones pertinentes, Pedro Blázquez y Teresa Miranda se casarán un año más tarde, en la iglesia de San Salvador.
Mientras el maestro Blázquez es curado de su bayonetazo, en el centro de la ciudad prosiguen los combates. Aunque las tropas imperiales se mantienen desplegadas en las grandes avenidas, ni las cargas de caballería ni el fuego nutrido de la infantería logran despejar del todo la puerta del Sol, donde grupos de paisanos siguen atacando desde el Buen Suceso y las calles próximas sin desmayar por las enormes pérdidas y la dureza de la respuesta. Lo mismo pasa en Antón Martín, Puerta Cerrada, la parte alta de la calle de Toledo y la plaza Mayor. En ésta, bajo el arco de la calle Nueva, los artilleros franceses de un cañón de a ocho libras se ven acometidos por medio centenar de hombres mal vestidos, sucios e hirsutos, que se han ido acercando a saltos, en pequeños grupos, resguardados en zaguanes y soportales. Se trata de los presos liberados de la cercana Cárcel Real, en la plazuela de la Provincia, que tras dar un rodeo caen sobre los franceses con la contundencia propia de su cruda condición, armados con pinchos, navajas y cuantas armas han podido coger por el camino. Atacados desde varios sitios a la vez, los artilleros son descuartizados sin misericordia junto al cañón y despojados de ropa, fusiles, sables y bayonetas. Luego de aliviar a conciencia los cadáveres, dientes de oro incluidos, los atacantes, asesorados por un gallego llamado Souto -que hace tres años, según afirma, sirvió a bordo del navío San Agustín en Trafalgar-, dan la vuelta al cañón y enfilan la desembocadura de la calle Nueva con la puerta de Guadalajara, disparando contra la infantería francesa que viene desde los Consejos.
– ¡Metralla!… ¡Meted metralla, que es lo que más daño hace!… ¡Y refrescad antes, no se inflame la pólvora!… ¡Así!… ¡Venga acá ese botafuego!
Alentados por su ferocidad, otros paisanos dispersos o fugitivos engrosan el grupo, atrincherado en el ángulo noroeste de la plaza. Se unen a los presos, entre otros, los asturianos Domingo Girón, de treinta y seis años de edad, casado, carbonero de la calle Bordadores, y Tomás Güervo Tejero, de veintiuno, criado de la casa de monsieur Laforest, embajador de Francia. También se incorporan a la partida, tras venir corriendo por la calle de Postas a causa de una nueva carga francesa y la consiguiente dispersión, el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez, inválido de la 3ª compañía, su hijo -zapatero de oficio- Pablo Policarpo García Vélez, el tahonero Antonio Maseda, el guarnicionero Manuel Remón Lázaro, y Francisco Calderón, de cincuenta años, que vive de pedir limosna en las gradas de San Felipe.
– ¿Qué pasa con los militares, amigo? ¿Salen o no salen a echar una mano?
– ¿Salir?… Ya lo ve. ¡Aquí los únicos que salen son gabachos!
– Pues en la plaza de la Cebada acabo de cruzarme con unos de Guardias Walonas…
– Son desertores, seguro… Todavía los fusilaran si los cogen, o cuando vuelvan a su cuartel.
Llega a congregarse en aquel ángulo de la plaza una nutrida fuerza que, pese a estar mal organizada y peor armada, impone respeto a los franceses procedentes de la puerta de Guadalajara, obligándolos a retirarse hacia los Consejos. Eso envalentona a algunos presos, que se aventuran bajo los soportales y acometen a los rezagados, entablándose confusos combates parciales al arma blanca, bayonetas contra navajas, entre la Platería, la cava de San Miguel y la plazuela del mismo nombre. Ese ir y venir, que despeja un trecho de la calle Mayor, permite llevar a varios heridos hasta la botica de don Mariano Pérez Sandino, en la vecina calle de Santiago, que su propietario mantiene abierta desde que empezaron los combates. Entre los allí atendidos se cuenta Manuel Calvo del Maestre, oficial de archivo del Ministerio de la Guerra y veterano de la campaña del Rosellón, que tiene un carrillo destrozado de un balazo. Al poco rato llegan el guarnicionero Remón, con los dedos de una mano cercenados por un sable francés, y el criado de la embajada francesa Tomás Güervo, que grita de dolor mientras contiene con ambas manos sus tripas abiertas. Según comenta el preso Francisco Xavier Cayón, que trae al herido, Güervo parece el caballo de un picador después de que lo empitone un toro.
– ¡Alto el fuego!… ¡No gastemos más cartuchos!
Tumbados en la esquina de las calles de San José y San Bernardo, al extremo de la tapia de Monteleón, los hombres de la partida de José Fernández Villamil cargan y disparan sus fusiles, ensordecidos por las detonaciones, irritados los ojos por el humo de la pólvora quemada. Han salido desde el huerto de las Maravillas por iniciativa propia, antes de tiempo, y disparan a ciegas, derrochando munición para nada. Los franceses que se acercaban al parque -veinte hombres y un oficial queriendo entrar en el recinto- hace rato que desaparecieron calle abajo, ahuyentados a tiros, a excepción de dos cuerpos inmóviles en el suelo, junto a la Visitación, y un herido que se arrastra hacia la fuente de Matalobos. Imponiéndose al fin a sus compañeros, el hostelero de la plazuela de Matute logra que dejen de disparar. Se incorporan mirándose unos a otros, desconcertados. En la confusión del primer tiroteo salieron todos a la calle contraviniendo las órdenes del capitán Velarde, que les había encargado permanecer ocultos en el huerto del convento. La escaramuza real, intensa de fuego, apenas duró un minuto; pero el tiroteo se prolongó un rato, ya sin objeto, a causa del ardor de los voluntarios, a quienes sólo las advertencias de los soldados del cuartel han impedido meterse en San Bernardo detrás de los franceses fugitivos.
– ¡Ésos no paran de correr!
– ¡Recuerdos a Napoleón, mosiús!
– ¡Cobardes!… ¡Les hemos dado para el pelo!
Ahora se abren un poco las puertas del parque, y el capitán Luis Daoiz, con semblante hosco, sale y se dirige a grandes zancadas hacia Fernández Villamil y su gente. Viene sin sombrero, y pese a las charreteras de la casaca azul, el sable y las botas altas, su pequeña estatura no impondría gran cosa, de no ser por la autoridad de su aire resuelto y la mirada furiosa que perfora a los paisanos.
– ¡No vuelvan a desobedecer las órdenes!… ¿Me oyen?… ¡Ustedes se someten a la disciplina militar, o se van todos a casa!
Protesta débilmente el hostelero, arropado por su gente. Sólo pretendían ayudar, argumenta. Al ver a los franceses, creyeron su deber unirse a los que disparaban.
– De los franceses se han encargado, y muy bien, el capitán Goicoechea y los Voluntarios del Estado -lo corta Daoiz-. Aquí cada uno tiene su obligación. La de ustedes es quedarse en el huerto, como les dijo don Pedro Velarde, hasta que salgan los cañones.
– ¡Pero si los hemos hecho correr como conejos! ¡Ésos no vuelven!
– Era sólo una patrulla despistada. Vendrán más, se lo aseguro. Y no será tan fácil ahuyentarlos la próxima vez… ¿Les queda munición?
– Alguna queda, señor oficial.
– Pues no malgasten la que tienen. Hoy cada bala vale una onza de oro. ¿Entendido?… Ahora, regresen a sus puestos inmediatamente.
– A sus órdenes.
– Eso. A ver si es verdad. A mis órdenes.
Desde el primer piso de la casa contigua, en el balcón protegido por los colchones de don Curro García, el joven Francisco Huertas de Vallejo asiste a la conversación del artillero y la gente de Fernández Villamil. Está sentado en el suelo, la espalda apoyada en la pared y el mosquete entre las piernas, y experimenta una extraña sensación de euforia. Durante la escaramuza ha disparado dos de los veinte cartuchos que traía en los bolsillos, y ahora se lleva a los labios la tercera copa de anís que el dueño de la casa acaba de ofrecerles a él y al cajista de imprenta Gómez Pastrana. Para celebrar, argumenta, el bautismo de fuego.
– Tiene razón ese capitán -dice don Curro, filosófico, fumando con parsimonia el resto de su cigarro habanero-. Sin disciplina, España se iría al carajo.
Esta vez Francisco Huertas apenas prueba el licor. Alguien se acerca a la carrera desde el otro extremo de la calle, dando voces junto al convento de las Maravillas. Los tres hombres empuñan sus armas y se incorporan, asomándose a mirar desde el balcón. Quienes llegan, sin aliento, son el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, que estaban de avanzadilla en la esquina de las calles San José y Fuencarral. Por las trazas, traen prisa.
– ¡Gabachos!… ¡Vienen más gabachos!… ¡Ahora es por lo menos un regimiento!
En un abrir y cerrar de ojos, la calle se vacía, El capitán Daoiz da tres o cuatro órdenes secas y se encamina despacio a la puerta del parque, con mucha serenidad y sin descomponer el paso. José Gutiérrez y los suyos se meten en el huerto del convento con la partida del hostelero Fernández Villamil. En balcones y ventanas, soldados y paisanos se agachan, ocultándose lo mejor que pueden.
– ¿Queríamos bailar?… Pues ahí traen la música -comenta don Curro, amartillando su escopeta tras despachar, con mirada ya un poco turbia, la cuarta copita de anís.
Cuando las puertas de Monteleón se cierran tras Luis Daoiz, el teniente Rafael de Arango, que supervisa la traída de cargas de pólvora para balas de cañón y las hace apilar en lugar seguro cerca de la entrada, observa que Pedro Velarde va al encuentro de su superior, que ambos discuten en voz baja, y que Daoiz mueve la cabeza con ademán rotundo, señalando los cuatro cañones dispuestos junto a la entrada. Después, los dos capitanes se acercan a las piezas recién engrasadas, pulidas y relucientes en sus cureñas.
– ¡Los militares, a formar! -ordena Daoiz.
Sorprendidos, Arango, Velarde, los otros oficiales, los dieciséis artilleros y los Voluntarios del Estado que están en el patio se alinean en dos grupos, junto a los cañones. También el capitán Goicoechea y los suyos se asoman arriba, por las ventanas. Daoiz se adelanta tres pasos y mira a los hombres casi uno por uno, impasible. Luego saca el sable de la vaina.
– Hasta ahora -dice en voz alta y clara-, todo cuanto ha ocurrido aquí es de mi exclusiva responsabilidad, y de ello responderé ante mis superiores, mi patria y mi conciencia… En lo que pase a partir de ahora, las cosas son diferentes. Quien se una al grito que me dispongo a dar, no podrá volverse atrás… ¿Está claro?
Una pausa. El silencio es mortal. A lo lejos empieza a oírse el redoble de un tambor que se aproxima. Todos saben que se trata de un tambor francés.
– ¡Viva el rey don Fernando Séptimo! -grita Daoiz-. ¡Viva la libertad de España!
El teniente Arango, por supuesto, grita con todos. Sabe que a partir de ese momento no podrá alegar que sólo cumple órdenes, pero el honor militar le impide hacer otra cosa. De los demás, oficiales o soldados, nadie se queda callado: dos sonoros «¡viva!» de respuesta atruenan el patio. Sin poderse contener, exaltado como suele, Pedro Velarde rompe la formación, saca su espada y la levanta, cruzándola en alto con la de Daoiz.
– ¡Muertos antes que esclavos! -exclama a su vez.
Un tercer oficial se adelanta de las filas. Es el teniente Jacinto Ruiz, con paso vacilante por la fiebre, que se acerca a los dos capitanes, saca también su sable y sin decir una palabra cruza su hoja con las otras dos. Tropas y oficiales los vitorean. Por su parte, Rafael de Arango permanece inmóvil en la fila, el sable en la vaina. Resignado. El joven tiene la boca seca y amarga como si hubiera masticado granos de pólvora. Se batirá, por supuesto, si no queda otro remedio. Hasta la muerte, como es su obligación. Pero malditas las ganas que tiene de morir allí.
Impresionados, la boca abierta de estupor, el almacenista de carbón Cosme de Mora y su gente se mantienen con la cabeza baja y en silencio, espiando a los franceses por las rendijas de las puertas y tras los postigos entornados de las ventanas. Los quince hombres, entre los que se cuentan Antonio y Manuel Amador y su hermanito Pepillo, ocupan el almacén de un espartero que da a la calle de San José, situado en la planta baja de una casa vecina al convento de las Maravillas.
– Madre del Amor Hermoso -murmura entre dientes el carpintero Pedro Navarro.
– Silencio, carajo.
Los franceses que llegan desde la calle Fuencarral son muchos. Por lo menos una compañía entera, calcula el portero de juzgado Félix Tordesillas, que tuvo en su juventud alguna experiencia militar. Vienen con redoble de tambor y bien formados, arrogantes, llevando desplegado un banderín tricolor. Para sorpresa de los paisanos que los observan ocultos, tanto oficiales como soldados se cubren con el alto chacó característico de los franceses, pero sus casacas de uniforme no son azules, sino blancas con pecheras abotonadas de color azul. Los preceden gastadores con hachas, granaderos y un par de oficiales.
– Ésos traen malas pulgas -susurra Cosme de Mora-. Que a nadie se le escape un tiro ni haga ruido, o estamos apañados.
El tambor francés ha enmudecido, y por las rendijas se ve a dos oficiales acercarse a la puerta del cuartel, llamar a ella a voces y con los puños, y mirar a los lados de la calle. Después uno de los oficiales da una orden, y una veintena de gastadores y soldados se acerca a la puerta y empieza a dar hachazos y golpes. En el almacén de esparto, arrodillado sobre un montón de sacos nuevos de arpillera, un ojo pegado a la rendija del postigo, el lencero Benito Amégide y Méndez se pasa la lengua por los labios y cuchichea con el sangrador Jerónimo Moraza, que está a su lado.
– No creo que los de adentro vayan a…
Un estampido ensordecedor le corta las palabras y el aliento, mientras la onda expansiva de tres explosiones encadenadas, rebotando en los muros de la calle, revienta los vidrios de las ventanas y arroja una nube de astillas, esquirlas y fragmentos de yeso y ladrillo que crujen y saltan por todas partes. Aturdidos, sin reponerse de su asombro, Cosme de Mora y sus hombres se asoman a la calle, fusil en mano, y lo que ven los deja estupefactos: las puertas del parque han desaparecido, y bajo el arco de hierro forjado penden sólo maderas rotas colgadas de sus bisagras. Frente a ellas, en una extensión semicircular de quince o veinte varas de diámetro, el suelo está cubierto de escombros, sangre y cuerpos mutilados de franceses, mientras los supervivientes de la tropa corren en completo desorden, atropellándose unos a otros.
– ¡Les han tirado desde dentro!… ¡Han disparado los cañones a través de la puerta!
– ¡Viva España!… ¡Que no escape ninguno!… ¡A ellos, a ellos!
La calle se llena de paisanos que disparan contra los franceses fugitivos, perseguidos casi hasta la fuente Nueva de los Pozos, en el cruce con la calle Fuencarral. El entusiasmo es delirante. De las casas salen hombres, mujeres y niños que se apoderan de las armas abandonadas por el enemigo en fuga, disparan contra los franceses que aún se hallan a la vista, rematan a los heridos a navajazos y cuchilladas y despojan los cuerpos de cuanto útil, arma, munición, dinero, anillos o ropa intacta llevan encima.
– ¡Victoria! ¡Van de huida!… ¡Victoria!… ¡Mueran los gabachos!
Con toda ingenuidad, la multitud -más grupos de vecinos quieren unirse ahora a los paisanos armados- pretende lanzarse tras los franceses, dándoles alcance hasta sus cuarteles. El teniente Arango, a quien Luis Daoiz ha hecho salir con varios artilleros para impedirlo, debe emplearse a fondo para convencer a la gente de que entre en razón.
– ¡No están vencidos! -grita hasta volverse ronco-. ¡Cuando se reorganicen, volverán! ¡Volverán!
– ¡¡Viva España y viva el rey!!… ¡¡Muera Napoleón!!… ¡¡Abajo Murat!!
Al fin, casi a golpes y empujones, Arango y los artilleros logran restablecer el orden. Los ayuda la llegada oportuna de la partida de civiles que acaudilla el cerrajero Blas Molina Soriano, que tras prolongados rodeos para evitar a los franceses -y una prudente espera en la calle de la Palma hasta ver en qué terminaba el último episodio-, se incorpora, al fin, al número de defensores de Monteleón. Recibido el refuerzo con alborozo y conducido al interior del parque, es Molina quien informa al capitán Daoiz de la presencia de más fuerzas imperiales en las proximidades. Acuden con mucha prisa, señala, desde la puerta de Santa Bárbara. Por su parte, observando los uniformes y divisas de la docena de enemigos muertos en la calle, el capitán Velarde, que por su experiencia de estado mayor conoce la composición de las fuerzas napoleónicas, identifica a la tropa que llevó a cabo el último intento. Se trata de una compañía adelantada del batallón de Westfalia, que suma al completo más de medio millar de hombres. Los mismos que, según el cerrajero Molina, acuden a paso ligero hacia Monteleón.
Junto a la fuente de la Mariblanca, en la puerta del Sol, Dionisio Santiago Jiménez, mozo de labor conocido por Coscorro en el real sitio de San Fernando, de donde es natural, ve morir a su amigo José Fernández Salcedo, de cuarenta y seis años, cuando una bala francesa le arranca media cara.
– ¡No os quedéis al descubierto, carajo! ¡Cubríos!
Coscorro y otros que andan cerca forman parte de los grupos de gente forastera, robusta y decidida, que entró ayer en Madrid para pronunciarse a favor de Fernando VII; y que hoy, lejos de sus casas y sin refugio posible, pelean en las calles con la determinación de quien no tiene adónde ir. Tal es el caso de muchos de los que integran la partida numerosa, casi un centenar de hombres, que lleva hora y media tenazmente pegada a los aledaños de la plaza, retirándose dispersa ante cada acometida francesa y volviendo a juntarse y pelear en cuanto puede. Están allí el sexagenario José Pérez Hernán de la Fuente y sus hijos Francisco y Juan, que vinieron ayer de Miraflores de la Sierra endomingados con marsellés, gorro de pelo y capote de grana, y también el jardinero del marqués de Santiago en Griñón Miguel Facundo Revuelta Muñoz, de diecinueve años, a quien acompaña su padre Manuel Revuelta, jardinero del real sitio de Aranjuez. Andan cerca, lanzando golpes de mano contra los franceses desde las puertas del hospital del Buen Suceso que dan a San Jerónimo y a Alcalá, los hermanos Rejón, con su bota de vino vacía y sus navajas ensangrentadas, en compañía de Mateo González, el actor Isidoro Máiquez, el oficial de imprenta Antonio Tomás de Ocaña, que va armado con un trabuco, los vecinos de Perales del Río Francisco del Pozo y Francisco Maroto, y los muchachos Tomás González de la Vega, de quince años, y Juanito Vie Ángel, de catorce. Este último se encuentra en compañía de su padre, el antiguo soldado inválido de Guardias Walonas Juan Vie del Carmen.
– ¡Ahí vienen más!
Cuatro jinetes polacos y unos dragones sables en mano se acercan al galope, dispuestos a dispersar el pequeño grupo que de nuevo se ha formado junto a la Mariblanca. En ese momento, saliendo del Buen Suceso, el oficial de imprenta Ocaña descerraja un trabucazo en el pecho de uno de los caballos, que cae arrastrando al jinete. Aún no ha tocado éste el suelo cuando los hermanos Rejón y Mateo González lo cosen a puñaladas, y Máiquez, que acaba de cargar una pistola, dispara contra los otros. Acuden los demás paisanos, sablean polacos y dragones, suenan mosquetazos de infantes franceses que cargan a la bayoneta desde la calle de Alcalá, y en medio de una confusión enorme, entre gritos y maldiciones, se baten todos con rápida ferocidad. Un sablazo deja fuera de combate a Mateo González, que se arrastra como puede, desangrándose, hasta un portal cercano. Suenan tiros, llegan más enemigos, cae Antonio Ocaña atravesado de un balazo, Francisco del Pozo retrocede dando alaridos con un profundo tajo de sable que casi le cercena un hombro, y el resto busca resguardo en el claustro del Buen Suceso, donde varias mujeres aterrorizadas gritan e intentan esconderse mientras suenan las descargas y los franceses fuerzan la entrada.
– Estoy sin balas -dice Isidoro Máiquez- y ya tengo bastante.
Escapando por la puerta frontera al convento de la Victoria, el actor sale disparado hacia su casa, que está cerca de Santa Ana. Lo acompañan corriendo los hermanos Rejón, a los que ofrece refugio. Al intentar seguirlos, una bala alcanza por la espalda a Francisco Maroto, que se desploma en medio de la calle, frente a la botillería de La Canosa. El ex soldado Juan Vie del Carmen, que sale detrás con su hijo, coge a éste de la mano y se lanza en dirección opuesta, hacia la esquina de Carretas, mientras las balas zumban alrededor y suenan con chasquidos en el suelo y contra las fachadas de las casas.
– ¡Corre, Juanito!… ¡Corre!… ¡Piensa en tu madre!… ¡Corre!
Subiendo por Carretas, a punto de torcer a la derecha por detrás de Correos, el muchacho se suelta de la mano, trastabilla y cae.
– ¡Papá!… ¡Papá!
Con la muerte en el alma, Juan Vie se detiene y da la vuelta. Una bala le ha pasado un muslo a Juanito. Aterrado, el padre lo coge en brazos e intenta ponerlo a resguardo mientras lo cubre con su cuerpo, pero en un instante se ven rodeados de soldados enemigos. Éstos son muy jóvenes y llevan los uniformes sucios y los rostros ennegrecidos por el humo de la pólvora. Con sistemática brutalidad, usando las culatas de sus fusiles, los franceses revientan a golpes a padre e hijo.
– ¡Llegan más gabachos!
En la calle de San José, ante el parque de Monteleón, el capitán Daoiz contiene a los paisanos que, envalentonados, quieren ir al encuentro de los franceses que se acercan. Esta vez los imperiales vienen sin redoble de tambores; aunque, según las avanzadillas que regresan a la carrera para informar, son numerosos.
– No nos precipitemos, muchachos. Dejadlos que se aproximen y los escarmentaremos mejor.
El tuteo complace a los paisanos, satisfechos por verse tratados de igual a igual por el capitán de artillería. El cerrajero Molina, que se ha ofrecido a tender una emboscada cerca de la fuente Nueva, convence a los suyos de que el señor oficial tiene razón y lo mejor es seguir sus instrucciones. Así que Luis Daoiz, tras recomendar prudencia, ahorro de munición y mantenerse a cubierto, envía a Molina y su gente a las casas de la esquina con San Andrés. Contando la cuadrilla traída por el cerrajero, Daoiz tiene ahora bajo su mando a poco más de cuatrocientas personas entre artilleros, Voluntarios del Estado y gente civil, con el refuerzo de una docena de mujeres resueltas. Éstas incluso ayudan a sacar a la calle los cuatro cañones que, tras hacer buen papel en la emboscada de la puerta, el capitán ordena colocar afuera. Cubrirán la transversal de San José en ambas direcciones, hacia San Bernardo y la fuente de Matalobos por la derecha y hacia Fuencarral y la fuente Nueva por la izquierda, enfilando también hacia abajo la calle de San Pedro, que desde la misma puerta del parque discurre perpendicular junto al convento de las Maravillas. El problema consiste en que los cañones, con munición para treinta tiros -y sólo unos pocos saquetes improvisados de metralla-, serán servidos por gente al descubierto, expuesta al fuego francés sin otra protección que los tiradores apostados en las ventanas del parque, encima de la tapia y en los edificios cercanos; cuya munición, pese a que artilleros y soldados trabajan en el polvorín encartuchando a toda prisa bajo la vigilancia del sargento Lastra, no supera los veinte o treinta disparos por fusil.
– A tus órdenes, Luis. Están listos los cañones.
Daoiz, que observa preocupado las esquinas de la calle de San José, preguntándose por cuál asomará el enemigo, se vuelve al oír la voz de Pedro Velarde. Siguiendo sus instrucciones, éste ha supervisado la instalación de las cuatro piezas: tres enfilando cada posible eje de la progresión enemiga y otra dispuesta a ser orientada en una u otra dirección, según las necesidades. Con cada cañón hay una dotación de artilleros reforzada por voluntarios civiles para municionar y mover las cureñas. El plan consiste en que Velarde dirija la defensa desde el interior del cuartel mientras Daoiz manda personalmente el fuego de cañón, asistido por los tenientes Arango y Ruiz -este último se ha ofrecido voluntario, pues sirvió como artillero en el campo de Gibraltar-. Humean los botafuegos en las manos de cada cabo de pieza, y todos, militares y paisanos, miran expectantes a los dos capitanes. La fe ciega que Daoiz advierte en sus rostros, las sonrisas bravuconas y confiadas, las mujeres que van de un cañón a otro repartiendo vino a los artilleros o llevando cartuchos al huerto y las casas cercanas, inquietan a éste, No saben, piensa, lo que nos espera.
– ¿Mandaste al muchacho? -pregunta Velarde.
Asiente Daoiz. A esas horas, el cadete de Voluntarios del Estado Juan Vázquez Afán de Ribera, a quien se le ha confiado la misión a causa de su juventud y agilidad, debe de correr como un gamo por la calle de San Bernardo, llevando un escrito para el capitán general de Madrid. En pocas líneas, y más a instancias de Velarde que por auténtica esperanza de que sirva para algo, Daoiz, como comandante del parque de Monteleón, explica las razones por las que se baten con los franceses, expresa su resolución de resistir hasta el final y pide ayuda a sus camaradas «para que el sacrificio de los hombres y paisanos bajo mi mando no sea inútil».
– Vete adentro, Pedro -le dice a Velarle-. Y que Dios nos la depare buena.
Sonríe el otro. Parece a punto de decir algo; tal vez una frase que tiene preparada para la ocasión. Conociéndolo como lo conoce, a Daoiz no le sorprendería en absoluto. Al cabo, Velarde se limita a encoger los hombros.
– Buena suerte, mi capitán.
– Buena suerte, amigo mío.
– ¡Viva España!
– Que sí, hombre. Vete adentro de una vez.
– A tus órdenes.
Daoiz se queda inmóvil, viendo a Velarde desaparecer dentro del parque. Genio y figura, piensa. Luego se vuelve a los que aguardan junto a los cañones. Alguien grita desde un balcón que los franceses están a punto de doblar la esquina. Daoiz traga saliva, suspira y saca el sable.
– ¡Todos a sus puestos! -ordena-. ¡Fuego a mi voz!
En la esquina de la calle de la Palma con San Bernardo, Juan Vázquez Afán de Ribera, cadete de la 2ª compañía, 3º batallón de Voluntarios del Estado, se detiene a tomar aliento. Con la agilidad de sus doce años, ha bajado a la carrera desde el parque de Monteleón, llevando el mensaje del capitán Daoiz en la vuelta izquierda de la manga de su casaca, y ahora se dispone a atravesar una zona descubierta. El hecho de que el cruce de calles esté desierto, sin un alma a la vista ni vecinos en los balcones, le da mala espina. Pero el comandante del parque, al despedirlo hace un rato, encareció lo importante de la misión.
– De usted depende -le dijo- que nos socorran o no.
El jovencísimo aspirante a oficial se pasa una mano por el pelo revuelto y sudoroso. Ha dejado el sombrero en el cuartel para ir más desembarazado, y sólo lleva al cinto su daga de cadete. Con ojos suspicaces observa los alrededores. Nadie a la vista, comprueba de nuevo. Las puertas están cerradas, los postigos echados, las tiendas tienen puestos los tablones por fuera. Y reina un silencio inquietante, roto a intervalos por algunos disparos lejanos.
Hay que decidirse, piensa el muchacho. El mensaje de socorro de sus compañeros parece quemarle en la manga. Prudente, recordando las enseñanzas recibidas en la escuela militar, reflexiona sobre el recorrido que va a hacer en la siguiente carrera. Cruzará la calle hasta el guardacantón de enfrente, y de allí seguirá hasta el carro abandonado en la puerta de lo que parece una posada. Ojalá, se dice, no haya tiradores enemigos cerca. Luego respira hondo tres veces, agacha la cabeza, y echa a correr de nuevo.
Recibe el tiro casi antes de escucharlo. Un golpe en el pecho y un chasquido. Pero no siente dolor. Creo que me han disparado, concluye. Tengo que salir de aquí. Ayúdame, Dios mío. De pronto advierte que tiene la cara pegada al suelo y que todo se vuelve oscuro. Tengo que entregar el mensaje, piensa angustiado. Hace un esfuerzo para levantarse, y muere.
La llegada de más infantería enemiga por San Jerónimo y desde Palacio ha hecho insostenible la situación en la puerta del Sol. El suelo está cubierto de cadáveres de franceses y españoles, caballos muertos, sangre y escombros. Desiertos balcones y ventanas, marcados los edificios con viruela de balas y metralla, el lugar queda al fin en manos imperiales. En los últimos combates, huyendo hacia las calles próximas o luchando como perros acorralados, caen el carbonero de veinticuatro años Andrés Cano Fernández, Juan Alfonso Tirado, de ochenta años, el jornalero Félix Sánchez de la Hoz, de veintitrés, y muchos otros que, sin poder escapar, quedan heridos o presos. Mientras huyen calle Montera arriba, una descarga mata al tejedor septuagenario Joaquín Ruesga y a la manola de Lavapiés Francisca Pérez de Párraga, de cuarenta y seis años. El último disparo español en la puerta del Sol lo hace, con una carabina y desde su casa -situada cerca de la esquina con Arenal-, el oficial de la Real Lotería José de Fumagal y Salinas, de cincuenta y tres años, a quien la fusilada francesa que llega como respuesta deja muerto sobre los hierros del balcón, ante los ojos espantados de su esposa. Y abajo, junto a la fuente de la Soledad, el maestro de esgrima Pedro Jiménez de Haro, que salió a batirse en compañía de su primo el también maestro de armas Vicente Jiménez, cae tras vérselas a sablazos con un grupo de dragones franceses mientras el primo, desarmado por los imperiales, es hecho prisionero. A golpes, los franceses llevan a Vicente Jiménez a las covachuelas de San Felipe, bajo las gradas de la iglesia, donde están concentrando a cuantos capturan cerca. Allí es puesto con otros hombres que aguardan a que se decida su suerte.
– Nos van a fusilar -comenta alguien.
– Ya veremos.
En la penumbra de la covacha, unos rezan y otros blasfeman. Alguno confía en una intervención de las autoridades españolas, y no falta quien manifiesta su esperanza en un alzamiento general de los militares contra los franceses; pero el comentario sólo suscita un silencio escéptico. De vez en cuando se abre la puerta y los centinelas meten dentro a otro prisionero. De ese modo, a medida que sus captores los traen atados, sangrando y maltratados, llegan el contador del Ayuntamiento Gabino Fernández Godoy, de treinta y cuatro años, y el corredor de letras de cambio aragonés Gregorio Moreno y Medina, de treinta y ocho.
– Nos van a fusilar, seguro -insiste el de antes.
– No sea usted cenizo, hombre… ¡Habrase visto mala sombra!
No todos los fusilamientos se hacen esperar. En algunos lugares de Madrid, los franceses pasan de las represalias individuales a las ejecuciones en grupo, sin juicio previo. En la zona oriental de la ciudad, apenas se despeja de resistencia la amplia alameda del paseo del Prado, los funcionarios del Resguardo de Recoletos y otros paisanos capturados con las armas en la mano son empujados a culatazos hasta la fuente de la Cibeles, donde se les obliga a desnudarse para no estropear la ropa con las balas y la sangre. En la calle de Alcalá, asomado a un balcón del palacio del marqués de Alcañices, el oficial de contaduría Luis Antonio Palacios ve traer del Buen Retiro a una de esas cuerdas de prisioneros, custodiada por mucha tropa francesa. Tumbado en el balcón para no recibir un balazo desde abajo, con un catalejo para observar mejor la escena, Palacios reconoce entre los prisioneros a algunos de los funcionarios del Resguardo y a un amigo suyo, de familia distinguida, llamado Félix de Salinas González. Aterrado, el contador ve a través de la lente cómo a Salinas, tras despojarlo de su levita y su reloj, lo hacen arrodillarse y le disparan en la cabeza, desde atrás. A su lado ve caer, uno tras otro, a los aduaneros Gaudosio Calvillo, Francisco Parra y Francisco Requena, y al hortelano de la duquesa de Frías Juan Fernández López.
Atruena de punta a punta, entre turbonadas de humo de pólvora, la calle de San José, frente al parque de Monteleón. Las balas crepitan por todas partes, punteadas por estampidos y fogonazos de artillería.
– ¡Cubrirse! -grita ronco el capitán Daoiz-. ¡Los que no estén en los cañones, que se protejan!
Los franceses han aprendido la lección de los dos fracasos anteriores: no intentan ya forzar el asalto, sino que aprietan el cerco desde San Bernardo, Fuencarral y la Palma, destacando tiradores que hacen fuego graneado sobre los defensores del parque. De vez en cuando, resueltos a apoderarse de un zaguán o a desalojar un edificio, lanzan ataques puntuales, con grupos reducidos que avanzan pegados a las casas; pero sus esfuerzos se ven obstaculizados por el fuego de los paisanos parapetados en las viviendas próximas, el de los Voluntarios del Estado que disparan desde el tercer piso del edificio del parque, y el de los cuatro cañones situados ante la puerta que enfilan las calles a lo largo, en todas direcciones. Aun así, entre quienes sirven las piezas de artillería o combaten tumbados en la acera junto a la tapia, hay varias bajas. Muy castigado por los tiradores franceses, con las balas estrellándose sobre sus cabezas o rebotando en el suelo, el grupo del hostelero Fernández Villamil, cegado por el humo de las descargas, se ve obligado a retirarse al interior del parque, luego que la fusilada enemiga mate al mendigo de Antón Martín -nunca llegará a saberse su nombre- y hiera en la cabeza a Antonio Claudio Dadina, platero de la calle de la Gorguera, a quien los hermanos Muñiz, con los fusiles terciados a la espalda y a gatas por el suelo bajo las balas francesas, arrastran por los pies hasta poner en resguardo.
– ¡Sólo quedan dos saquetes de metralla, mi capitán!
– Usad bala rasa… Y guardad los saquetes para cuando los franceses estén más cerca.
– ¡A la orden!
De pie entre los cañones, paseándose con el sable apoyado en el hombro como si estuviera en una parada militar, el semblante en apariencia tranquilo, Luis Daoiz dirige con mucho oficio el fuego de los que sirven las cuatro piezas, mientras el tiroteo enemigo busca su cuerpo. La fortuna, sin embargo, sonríe al capitán: ninguno de los moscardones de plomo que pasan zumbando da en el blanco.
– ¡Ruiz!
El teniente Ruiz, que ayuda a cargar una de las piezas de a ocho libras, se yergue entre el humo de la refriega. Está más pálido que la casaca de su uniforme, pero los ojos le brillan enrojecidos de fiebre.
– ¡A sus órdenes, mi capitán!
Una bala roza la charretera derecha de Daoiz, haciéndole sentir un hondo vacío en el estómago. Esto no puede durar mucho, piensa. De un momento a otro, esos cabrones se harán conmigo.
– Mire aquellos franceses que se agrupan en la esquina de San Andrés. ¿Cree que podrá alcanzarlos con un disparo?
– Si movemos el cañón unos pasos allá, podría intentarse.
– Pues a ello.
Otras dos balas francesas zumban entre los dos hombres. El teniente Ruiz mira de dónde provienen con aire molesto, como si algún inoportuno maleducado se inmiscuyera en la conversación. Buen muchacho, piensa Daoiz. Nunca lo había visto antes de hoy, pero le gusta el tenientucho. Desea que salga de ésta.
– ¡Alonso!… ¡Portales!… ¡Ayuden a mover esta pieza!
El cabo segundo Eusebio Alonso y el artillero valenciano de treinta y tres años José Portales Sánchez, que acaban de municionar un cañón cuyo fuego dirige el teniente Arango, acuden con la cabeza baja, esquivando balazos, y empujan las ruedas de la cureña. A medio camino es alcanzado Portales, que se desploma sin abrir la boca. Al verlo caer, una mujer de buen palmito que, desafiando el tiroteo, remangada la basquiña, trae dos cartuchos de cañón desde la puerta del parque, se une al grupo.
– ¡Quítese de ahí, señora! -la intima el cabo Alonso.
– ¡Quítate tú, malasombra!
La maja -lo sabrán más tarde los artilleros- se llama Ramona García Sánchez, tiene treinta y cuatro años y vive en la cercana calle de San Gregorio. Al poco rato la releva un artillero. No es la única que en este momento participa en el combate. La inquilina del número 11 de la calle de San José, Clara del Rey y Calvo, de cuarenta y siete años, ayuda al teniente Arango y al artillero Sebastián Blanco a cargar y apuntar uno de los cañones, en compañía de su marido, Juan González, y sus tres hijos. Otras mujeres traen cartuchos, vino o agua para los que pelean. Entre ellas está la joven de diecisiete años Benita Pastrana, vecina del barrio, que salió a la calle al saber herido a su novio Francisco Sánchez Rodríguez, cerrajero de la plazuela del Gato. También combaten la malagueña Juana García, de cincuenta años; la vecina de la calle de la Magdalena Francisca Olivares Muñoz; Juana Calderón, que tumbada en un zaguán carga y pasa fusiles a su marido José Beguí; y una muchachita quinceañera que cruza a menudo la calle sin inmutarse por las descargas francesas, llevando en el delantal munición para su padre y el grupo de paisanos que disparan contra los franceses desde el huerto de las Maravillas, hasta que en una descarga cerrada cae muerta por una bala. El nombre de esta joven nunca llegará a saberse con certeza, aunque algunos testigos y vecinos afirman que se llama Manolita Malasaña.
– ¿Que el parque de artillería qué? -pregunta Murat, fuera de sí.
Alrededor del duque de Berg, instalado en el Campo de Guardias con toda su plana mayor y fuerte escolta, sus generales y edecanes tragan saliva. Los partes de bajas propias son estremecedores. El capitán Marcellin Marbot -quien acaba de informar de que la infantería del coronel Friederichs ha tomado la puerta del Sol, pero continúan los combates en Antón Martín, Puerta Cerrada y la plaza Mayor- ve a Murat estrujar entre las manos el informe del comandante del batallón de Westfalia, empeñado en el parque de Monteleón. Allí, la resistencia de los sublevados está siendo tenaz. Los artilleros, reforzados con algunos soldados, se han unido al pueblo. Sus cañones, bien situados en la calle, hacen estragos.
– Quiero que los borren de la faz de la tierra -exige Murat-. Inmediatamente.
– Se está en ello, Alteza. Pero tenemos muchas bajas.
– Me importan poco las bajas. ¡A ver si nos enteramos de una vez!… ¡Me importan un rábano!
Murat, que se ha inclinado sobre el plano de Madrid extendido en una mesa de campaña, golpea con el dedo un punto de la parte superior: un contorno cuadrangular rodeado de calles rectas, que hasta ahora traía a todos sin cuidado. Monteleón. Ni siquiera tiene un nombre en el plano.
– ¡Quiero que se tome a cualquier precio! ¿Me oyen? ¡A cualquier precio!… Esos canallas necesitan un escarmiento ejemplar… A ver, Lagrange. ¿A quién tenemos cerca?
El general de división Joseph Lagrange, que hoy oficia de ayudante personal del duque de Berg, echa un vistazo al mapa y consulta las notas que le muestra un edecán. Parece aliviado al confirmar que, en efecto, disponen de alguien en las inmediaciones.
– El comandante Montholon, Alteza. Coronel en funciones del Cuarto de infantería. Espera órdenes con un batallón entre la puerta de Santa Bárbara y la de los Pozos.
– Perfecto. Que refuerce a los westfalianos inmediatamente… ¡Mil quinientos hombres bastarán para planchar a esa chusma, maldita sea!
– Supongo, Alteza.
– ¿Lo supone?… ¿Qué coño que lo supone?
En la plazuela de Antón Martín, situada a media subida de Atocha hacia la plaza Mayor, al manolo Miguel Cubas Saldaña, que tras batirse en la puerta de Toledo pudo escapar refugiándose en San Isidro, se le acaba la suerte. Ha llegado hasta allí peleando donde podía, unido a un pequeño grupo que al final se ve disperso por una andanada de metralla. Aturdido Saldaña por el impacto, sangrando por los oídos y la nariz, cuando levanta la cabeza del suelo se encuentra rodeado de bayonetas francesas. Mientras lo llevan a empujones, tambaleante y maniatado, en dirección al Prado, el manolo observa con desconsuelo que se apaga la resistencia de los que pelean en las callejas próximas. Apoyada por un cañón que bate la ancha avenida, la infantería francesa avanza de casa en casa, disparando de modo preventivo hacia cada balcón, ventana o bocacalle. Por tierra hay numerosos muertos y heridos que nadie retira.
Poco después de que Cubas Saldaña caiga prisionero, las dos últimas partidas que combaten en Atocha y Antón Martín son aniquiladas. Acosados hasta la puerta de una corrala de la Magdalena, ametrallados por el cañón que tira desde la plaza, caen Francisco Balseyro María, jornalero de cuarenta y nueve años, la gallega de treinta Manuela Fernández, herida en la cabeza por una esquirla, y el sirviente asturiano Francisco Fernández Gómez, a quien la metralla arranca el brazo derecho. De esa cuadrilla sólo consiguen escapar el cabrero Matías López de Uceda, moribundo de un balazo, y dos hombres también heridos que lo transportan: su hijo Miguel y el jornalero palentino Domingo Rodríguez González. Dando un rodeo intentan dirigirse al Hospital General, sin que en ninguna de las casas a las que llaman se les abra ni socorra.
– ¡Dispersaos!… ¡Sálvese quien pueda!
El otro grupo corre la misma suerte. Deshecho a metrallazos, en plena fuga, caen junto a la calle de la Flor, cazados como conejos, el músico de veintisiete años Pedro Sessé y Mazal el criado de la Inclusa Manuel Anvías Pérez, de treinta y tres, y el mozo de cuerda leonés Fulgencio Álvarez, de veinticuatro. Este último, al que dan alcance los franceses por ir herido en una pierna, se defiende con su navaja hasta que lo rematan a bayonetazos. No es mucho mejor la suerte que corre el joven de dieciocho años Donato Archilla y Valiente, a quien su compadre y compañero de combate Pascual Montalvo, panadero, que huye con él por la calle del León, ve capturar y llevarse atado calle del Prado abajo. Desprendiéndose en un portal del sable francés que lleva en la mano, Montalvo camina detrás de su amigo, siguiéndolo de lejos para ver adónde lo conducen y procurar, si puede, su liberación. Poco después, escondido tras unos setos del paseo del Prado, lo verá fusilar en las tapias de Jesús Nazareno, en compañía de Miguel Cubas Saldaña.
No todos los muertos en Antón Martín son combatientes. Tal es el caso del cirujano de ochenta y dos años Fernando González de Pereda, que fallece de un balazo junto a la fuente de la plaza cuando, con algunos camilleros voluntarios, socorre a las víctimas de uno y otro bando. Como él, varios médicos, cirujanos y mozos de hospital caen hoy mientras realizan su tarea humanitaria: el cirujano Juan de la Fuente y Casas, de treinta y dos años, muere cuando intenta cruzar la plazuela de Santa Isabel con enfermeros y material sanitario; Francisco Javier Aguirre y Angulo, médico de treinta y tres años, recibe un balazo de un centinela francés mientras atiende a unos heridos abandonados en la calle de Atocha; y a Carlos Nogués y Pedrol, catedrático de clínica de la universidad de Barcelona, una bala le rompe la cadera cuando, tras atender a innumerables heridos en la puerta del Sol, se retira a su casa de la calle del Carmen. Caen también Miguel Blanco López, de sesenta años, enfermero de la sacramental de San Luis; el mancebo de cirugía Saturnino Valdés Regalado, que con otro compañero transporta en camilla a un herido por la calle de Atocha; y el capellán de las Descalzas José Cremades García, a quien los franceses matan de un tiro mientras da los auxilios espirituales a un moribundo, en la puerta misma de la iglesia.
De las muertes que hoy enlutan Madrid, la más singular y misteriosa, nunca del todo aclarada, es la de María Beano: la mujer bajo cuyo balcón pasaba temprano cada día, visitándola por las tardes, el capitán Pedro Velarde. Aún joven y hermosa, viuda de un oficial de artillería, respetada por sus vecinos y de honorabilidad sin tacha, esa madre de cuatro hijos pequeños, un varón y tres hembras, lleva toda la mañana con la ventana abierta, reclamando noticias del parque de Monteleón. Y cuando al fin le confirman que los artilleros luchan allí con los franceses, se precipita al tocador, peina sus cabellos, ordena su vestido, toma una toquilla negra y se echa a la calle tras encomendar sus hijos a una criada vieja y fiel, sin más explicaciones. De ese modo, corriendo por las calles, «demudado el rostro y descompuesta de ansiedad», según testimoniarán más tarde quienes se cruzan con ella, María Beano se dirige al parque de artillería, probando suerte por diversos lugares para aventurarse por las calles que allí conducen. Pero el cerco es absoluto, y nadie puede ir más allá de los destacamentos que bloquean cada acceso. Rechazada por los soldados imperiales, contenida a duras penas por algunos vecinos que intentan disuadirla de su empeño, la viuda termina desasiéndose de quienes la estorban, deja atrás un retén francés, y sin atender los gritos de los centinelas corre calle de San Andrés arriba, hasta que la mata una bala. El cuerpo, sobre un charco de sangre y envuelto en la toquilla negra, permanecerá todo el día tirado en la acera. Tan extraña conducta, el secreto de su afán por llegar al parque de Monteleón, quedará velado para siempre por las sombras del misterio.
Ajeno a la muerte de María Beano, el capitán Velarde supervisa desde hace cuarenta y cinco minutos el fuego de los hombres apostados en el edificio y bajo el arco del parque de Monteleón. Luis Daoiz le ha pedido que no se exponga junto a los cañones, con objeto de que tome el mando en caso de que él caiga. En este momento Velarde se encuentra junto a la entrada, dirigiendo a los tiradores que, tumbados allí y encaramados a un andamio apoyado en la tapia, protegen con su mosquetería a los que afuera sirven las cuatro piezas. Los franceses sólo han adelantado infantería hasta las calles próximas, sin fuego de cañón, y Velarde está satisfecho de cómo van las cosas. Artilleros y Voluntarios del Estado se baten con oficio y firmeza, y casi todos los paisanos hacen su papel, sosteniendo un fuego que, si bien no es muy preciso, tiene a los atacantes en respeto. Aun así, el capitán observa preocupado que los tiradores enemigos, saltando de portal en portal y de casa en casa, están cada vez más cerca. Eso obliga a algunos civiles a retroceder, abandonando la esquina con San Bernardo y San Andrés. Los franceses han ocupado un primer piso en esta última calle, y desde allí hostigan a quienes transportan heridos aL convento de las Maravillas. Dispuesto a desalojarlos, Velarde reúne un pequeño grupo formado por el escribiente Almira -el otro escribiente, Rojo, está sirviendo un cañón con el teniente Ruiz-, los Voluntarios del Estado Julián Ruiz, José Acha y José Romero, y el criado de la calle Jacometrezo Francisco Maseda de la Cruz.
– ¡Vengan conmigo!
A la carrera, uno tras otro, los seis hombres cruzan la calle, pasan entre los cañones y se pegan a la fachada de enfrente. Desde allí, por señas, Velarde indica a Luis Daoiz cuáles son sus intenciones. El comandante del parque, que permanece de pie en medio del tiroteo, sereno como si estuviese de paseo, hace un gesto que podría interpretarse como afirmativo; aunque también, sospecha Velarde, puede haberse encogido de hombros. De cualquier modo, el capitán avanza con los otros pegado a la pared, protegiéndose de portal en portal, hasta llegar al depósito de esparto donde se encuentra la partida del almacenista de carbón Cosme de Mora.
– ¿Cuántos son ustedes? -pregunta Velarde.
– Quince, señor oficial.
– La mitad, conmigo.
Saliendo a la calle uno por uno, a intervalos que les marca el propio Velarde, Almira, los tres Voluntarios del Estado, Maseda, Cosme de Mora y seis más, pasan corriendo el cruce de San José con San Andrés y se reúnen al otro lado.
– Somos trece -murmura Maseda-. Mal número.
– ¡Silencio!… Calen bayonetas.
Obedecen los Voluntarios del Estado, con movimientos mecánicos y profesionales. Varios paisanos los imitan, torpes.
– Algunos no tenemos bayoneta, señor oficial -dice el lencero Benito Amégide y Méndez. -Pues a culatazos, entonces… ¡Arriba!
En tropel, Velarde a la cabeza, los trece hombres suben el tramo de escalera que lleva al primer piso, hacen astillas la puerta y se lanzan contra los franceses que hay en la casa.
– ¡Viva España!… ¡Viva España y viva Dios!
La refriega se lleva a cabo acuchillando en corto, sin cuartel, entre los muebles destrozados, de habitación en habitación, a gritos, golpes y mosquetazos. El lencero Amégide recibe once heridas, y a su lado caen el Voluntario del Estado José Acha, que recibe un bayonetazo en un muslo, y el criado Francisco Maseda, con un balazo en el pecho. De los enemigos, cuatro quedan degollados y cinco saltan por la ventana. En el último instante, el Voluntario del Estado Julián Ruiz, de veintitrés años, recibe un tiro tan a quemarropa que muere antes de que se apague el papel del cartucho francés que le humea en la casaca.
Afloja un poco el fuego enemigo, y los españoles economizan munición. Frente a la puerta del parque, donde están los cañones -a uno se le ha rajado el fogón, por lo que sólo quedan tres cubriendo las calles-, el teniente Jacinto Ruiz tiene cargada y apuntada la pieza que enfila San José hacia la esquina de San Andrés, Fuencarral y la fuente Nueva, pero retiene el tiro hasta dar con un blanco que merezca la pena. Está auxiliado por el escribiente Domingo Rojo, el Voluntario del Estado José Abad Leso y dos artilleros del parque: el cabo segundo Eusebio Alonso y el soldado José González Sánchez. La fiebre tiene a Ruiz sumido en un estado de alucinación que le hace despreciar el peligro. Se mueve como si la pólvora quemada estuviese dentro de su cabeza, y no fuera. Intentando ver a través de la humareda, el teniente señala con el sable desnudo los posibles objetivos a batir, mientras el cabo Alonso y los otros, bien abierta la boca para que no les revienten los tímpanos con los estampidos, se agachan detrás de la pieza, botafuego en mano, esperando la orden.
– ¡Allí, allí!… ¡Miren a la izquierda!
Desde atrás, mientras vigila la actuación de los otros cañones, el capitán Luis Daoiz ve cómo una repentina fusilada francesa graniza sobre el cañón del teniente, hiere a éste en un brazo y derriba al cabo Alonso, al Voluntario del Estado José Abad y al artillero González Sánchez. En dos zancadas se acerca a ellos: González Sánchez tiene los sesos al aire, y Abad una bala en el cuello, aunque sigue vivo. El cabo Alonso, al que sólo un rebote ha rozado la frente, se incorpora tapándose la brecha con una mano, dispuesto a seguir cumpliendo con su obligación. A Jacinto Ruiz, que tiene un desgarrón de un palmo en la manga izquierda, el brazo le sangra mucho.
– ¿Cómo se encuentra? -pregunta Daoiz, a gritos para hacerse oír por encima del tiroteo.
El teniente se tambalea y busca apoyo en el cañón. Al cabo respira hondo y mueve la cabeza.
– Estoy bien, mi capitán, no se preocupe… Puedo seguir aquí.
– Ese brazo tiene mala pinta. Vaya a curárselo.
– Luego… Ya iré luego.
Tres hombres y dos mujeres jóvenes -una es la que antes ayudó a mover el cañón, Ramona García Sánchez- acuden desde los portales cercanos y arrastran a González Sánchez y a José Abad, dejando un rastro de sangre, hasta el convento de las Maravillas. El exento José Pacheco, que con su hijo el cadete Andrés Pacheco trae cuatro cargas de pólvora encartuchada, saca un pañuelo del bolsillo y se lo ata a Jacinto Ruiz en torno a la herida. Un estampido próximo -el cañón mandado por el teniente Arango, que dispara hacia la calle de San Pedro- los ensordece a todos. Ahora el fuego de mosquetería francesa se dirige a la puerta del parque, y ninguno de los artilleros que se resguardan allí acude a cubrir los puestos vacíos. Dirigiendo señas a unos paisanos tumbados junto a la tapia del huerto de las Maravillas, Daoiz hace venir a dos: el botillero de Hortaleza José Rodríguez y su hijo Rafael.
– ¿Saben manejar un cañón?
– No… Pero llevamos un rato mirando cómo lo hacen.
– Pues ayuden aquí. Ahora están a las órdenes de este oficial.
– ¡Sí, señor capitán!
No todos parecen tan dispuestos, comprueba Daoiz. Artilleros, soldados y voluntarios aguantan lo mejor que pueden; pero cada vez que se intensifica el fuego francés, más gente busca refugio dentro del parque o se queda en el convento con pretexto de llevar a los heridos. Es lógico, concluye desapasionado el capitán. No hay como los metrallazos y la sangre para templar entusiasmos. Tampoco todos los oficiales que esta mañana se presentaron voluntarios asoman la nariz. Alguno de los que más alto hablaban en tertulias y cafés prefiere ahora quedarse dentro. Daoiz suspira, resignado, el sable sobre el hombro y rozándole la hoja la patilla derecha. Allá cada cual. Mientras él mismo, Velarde y algunos otros sigan dando ejemplo, la mayor parte de militares y civiles aguantará; ya sea por confianza ciega en los uniformes que los guían -si esos pobres paisanos supieran, concluye-, o por mantener las formas y el qué dirán. A falta de otra triste cosa, la palabra cojones sigue obrando efectos prodigiosos entre el pueblo llano.
– ¡Apunten esta pieza!… ¡Ya!
Las órdenes de Jacinto Ruiz vuelven a resonar junto a su cañón. Satisfecho, Daoiz comprueba que también las otras dos piezas cumplen su cometido. Las balas pasan zumbando como abejorros, y el sevillano se sorprende de seguir vivo en vez de tirado en el suelo, como otros infelices que están junto a la tapia con los ojos abiertos y las caras rebozadas de sangre, o los que gritan mientras los llevan camino del convento, la amputación o la muerte. Así, tarde o temprano, vamos a terminar todos, piensa. En el suelo o en el convento. La idea le hace torcer la boca en una mueca sin esperanza. Por un instante su mirada se cruza con la del teniente Rafael de Arango, negro de pólvora, sudoroso y con la casaca y el chaleco desabrochados, que da órdenes a su gente. El comportamiento del joven es correcto, pero en sus ojos puede leerse un reproche. Creerá que disfruto con esto, deduce Daoiz. Un chico extraño, de todas formas: suspicaz y poco simpático. Debe de pensar que, si sale vivo de Monteleón y no acaba fusilado o en un castillo, le hemos reventado para siempre la carrera. Pero al diablo. Que cada palo aguante su vela. Tenientes, capitanes o soldados, no hay vuelta atrás para nadie. Eso vale para todos, paisanos incluidos. Lo demás carece de importancia.
Con tales pensamientos en la cabeza, cuando Daoiz se vuelve a mirar hacia otro lado, encuentra al capitán Velarde.
– ¿Qué haces aquí?
Pedro Velarde, con el escribiente Almira pegado a él como una sombra, viene tiznado y roto de su refriega en la esquina de San Andrés, donde acaba de mandar como refuerzo a la otra mitad de la partida de Cosme de Mora. Daoiz observa que su amigo ha perdido algunos botones de la elegante casaca verde de estado mayor y trae una charretera partida de un sablazo.
– ¿Crees que vendrán a socorrernos? -pregunta Velarde.
Ha debido gritar para hacerse oír entre el tiroteo. Daoiz encoge los hombros. Hoy no sabe qué soporta menos: los reproches mudos del teniente Arango o el optimismo desaforado de Velarde.
– No creo. Estamos solos… No hay más cera que la que arde.
– Pues los franceses aflojan el fuego.
– De momento.
Velarde se acerca más, intentando que no los oiga Almira.
– Aún hay esperanza, ¿no? Ya le habrá llegado tu mensaje al capitán general… Tal vez reaccionen… ¡Nuestro ejemplo los estará haciendo enrojecer de vergüenza!
Una bala francesa zumba entre los dos militares, que se miran a los ojos. Exaltado como siempre el uno, sereno el otro.
– No digas tonterías, hombre -responde Daoiz-. Y vete adentro, que te van a matar.