Disparando sus últimos cartuchos, los soldados de Guardias Walonas Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller se repliegan en buen orden desde Puerta Cerrada a la plaza Mayor por el arco de Cuchilleros. Retroceden cubriéndose unos a otros, amparados en los portales y sin dejar de batirse con tenacidad germánica, desde que la última carga de coraceros e infantería francesa los desalojó de la plaza de la Cebada, donde se habían juntado con un grupo que intentaba resistir allí, y en el que se contaban, entre otros, el vecino de la Arganzuela Andrés Pinilla, el zapatero de viejo Francisco Doce González, el guarda de la Casa de Campo León Sánchez y el maestro veterinario Manuel Fernández Coca. Entre todos mataron a un oficial y dos soldados franceses cerca de la casa del arzobispo de Toledo, lo que dio lugar a que los imperiales asaltaran la vivienda, saqueándola con mucho estrago. Ahora, acosada por jinetes franceses, la cuadrilla se dispersa. Sánchez y Fernández Coca escapan hacia la plazuela del Cordón, y el resto hacia la Cava Alta, donde una bala de fusil destroza las piernas de Andrés Pinilla y otra mata al zapatero Doce González. Cuando los supervivientes -los tres Guardias Walonas, un médico militar de treinta y un años llamado Esteban Rodríguez Velilla, el peón de albañil Joaquín Rodríguez Ocaña y el vizcaíno Cayetano Artúa, dependiente del marqués de Villafranca- intentan parapetarse tras dos carros abandonados al pie de las escaleras de Cuchilleros, un pelotón de infantería imperial baja desde la puerta de Guadalajara disparando contra todo lo que se mueve.
– ,Vámonos!… ¡Aprisa!… ¡Vámonos de aquí!
Cogidos entre dos fuegos, caen heridos de muerte el albañil y el vizcaíno, escapan Monsak, Franzmann y Weller escaleras arriba, y a Esteban Rodríguez Velilla, que tocado de bala en un muslo pretende refugiarse en la posada de la Soledad, donde vive, un coracero lo alcanza y derriba de dos sablazos, uno de los cuales le abre la cabeza y otro le deja un tajo hondo en el cuello. Malherido, desangrándose, el médico se arrastra de portal en portal hasta Puerta Cerrada, donde unos vecinos piadosos, de los pocos que se aventuran a asomarse a la calle, lo recogen y llevan a la posada. Sale al patio su joven esposa, Rosa Ubago, espantada por el aspecto del marido, que viene exánime y empapadas las ropas de sangre. En ese momento entran detrás varios soldados enemigos, que han visto retirar al herido y pretenden rematarlo.
– Coquin! Salaud! -lo insultan los imperiales, enfurecidos.
Llueven empujones y culatazos, maltratan a la mujer, huyen los vecinos, dejan los franceses por muerto a Rodríguez Velilla y saquean el lugar. El médico agonizará penosamente hasta morir al décimo día, maltrecho por las heridas y golpes. Retirada a Galicia, su viuda Rosa Ubago, según una carta familiar que será conservada, no volverá a casarse «en respeto a la memoria del que murió como un héroe».
– ¡Vivan los valientes!… ¡Que Dios los bendiga!… ¡Viva España!
Los gritos los da una monja, sor Eduarda de San Buenaventura: una de las cinco religiosas de velo que, con otras catorce profesas, una priora y una subpriora, residen en el convento de clausura de las Maravillas, justo enfrente del parque de Monteleón. A diferencia de sus compañeras, sor Eduarda no atiende a los heridos que traen de la calle, ni ayuda al capellán don Manuel Rojo a administrarles auxilio espiritual. Se encuentra encaramada a una de las ventanas del convento que dan a la puerta del parque, enardeciendo a los hombres que luchan y arrojándoles a través de la reja estampas de santos y escapularios, que los combatientes recogen, besan y se meten entre la ropa.
– ¡Quítese de ahí, hermana, por el amor de Dios! -le ruega la superiora, madre sor María de Santa Teresa, intentando retirarla de la ventana.
– ¡Salve! ¡Salve! -sigue gritando la religiosa, sin hacer caso-. ¡Viva España!
Los cañonazos han roto los vidrios del crucero y las ventanas del convento, convertido en hospital de campaña. Atrio, templo, locutorio y sacristía albergan a los heridos que llegan sin cesar, y largos regueros rojos, que al principio las monjas limpiaban con bayetas y cubos de agua y ahora a nadie preocupan, manchan corredores y pasillos. Olvidadas las rejas y la clausura, abierta la cancela y los portones de la calle, las carmelitas recoletas van y vienen con hilas, vendajes, bebidas calientes y alimentos, sus hábitos y delantales manchados de sangre. Algunas llegan hasta la puerta para hacerse cargo de los combatientes que vienen destrozados por las balas y la metralla, traídos por compañeros o por sus propios medios, tambaleantes, cojeando mientras intentan taponarse las heridas.
– ¡Vivan los valientes!… ¡Viva la Inmaculada madre de Jesús!
Algunos se persignan al escuchar las voces de sor Eduarda. Desde la calle, donde sigue junto a los cañones, Luis Daoiz observa a la monja asomada a la ventana, temiendo que una bala fría o un rebote de metralla la despache al otro mundo. Hace falta estar como una cabra, concluye. O ser patriota hasta las cachas. Aunque no es hombre aficionado a estampas piadosas ni gasta más rezos que los imprescindibles, el capitán acepta una medallita de la Virgen que un paisano le entrega a instancias de la monja.
– Para el señor oficial, ha dicho.
Daoiz coge la medalla y la contempla en la palma de la mano. Hay gente para todo. De cualquier manera, concluye, aquello no hace mal a nadie, y el entusiasmo de la religiosa es de agradecer. Además, su presencia en la ventana anima a los que luchan. Así que, procurando lo vean quienes están cerca, besa con gravedad la medalla, se la mete en el bolsillo interior de la casaca y luego saluda a la monja con una inclinación de cabeza. Eso atiza los gritos y el entusiasmo de ésta.
– ¡Vivan los oficiales y los soldados españoles! -grita desde su reja-. ¡No desmayen, que Dios los mira desde el Cielo!… ¡Allí los espera a todos!
El cabo Eusebio Alonso, negro de pólvora, costra de sangre seca en la frente y el bigote chamuscado por los fogonazos, que limpia el ánima de uno de los cañones de a ocho libras, se queda mirando a la monja con la boca abierta y luego se vuelve hacia Daoiz.
– Por mí, que espere. ¿No le parece, mi capitán?
– Eso mismo estaba pensando yo, Alonso. Tampoco es cosa de ir con prisas.
Dos manzanas de casas más allá, en el tramo de la calle Fuencarral comprendido entre las de San José y la Palma, el comandante en funciones de coronel Charles Tristan de Montholon, jefe del 4.° regimiento provisional de la brigada Salm-Isemburg, la división de infantería, se asoma prudente a una esquina y echa un vistazo. El comandante es apuesto y de buena familia, hijastro del diplomático, senador y marqués de Semonville, antaño intransigente revolucionario y hoy bien situado en el círculo íntimo del Emperador. Esa favorable conexión familiar tiene mucho que ver con el hecho de que Charles de Montholon ostente a los veinticinco años de edad una alta graduación militar, aunque en su hoja de servicios figuren más tareas de estado mayor junto a generales influyentes que combates en primera línea. Lo que el joven coronel no puede imaginar en esta turbulenta mañana de mayo junto al parque de artillería de Madrid -cuyo nombre, Monteleón, tiene singular semejanza con su apellido familiar-, es que el futuro le reserva, además del grado de mariscal de campo y el título de conde del Imperio, un puesto de observador privilegiado de los últimos días del Emperador, cuyos ojos cerrará tras acompañarlo en la isla de Santa Helena. Mas para eso faltan todavía trece años. De momento está en Madrid, al sol, sombrero bajo el brazo y pañuelo en mano para enjugarse la frente, en compañía de dos oficiales; su corneta de órdenes y un intérprete.
– Que los tiradores intenten despejar la calle y eliminar a los que sirven los cañones… El ataque será simultáneo: los westfalianos desde San Bernardo y la Cuarta compañía por esa otra calle… ¿Cómo se llama?
– San Pedro. Desemboca en la puerta misma del parque.
– Por San Pedro, entonces. Y desde aquí, la Segunda y Tercera compañías por San José. Tres puntos a la vez darán a esos bárbaros en qué pensar mientras les caemos encima. Así que vamos allá… Muévanse.
Los capitanes que acompañan a Montholon se miran entre sí. Se llaman Hiller y Labedoyere. Son veteranos, fogueados en campos de batalla de media Europa y no entre edecanes y mapas de cuartel general.
– ¿No conviene esperar a que lleguen los cañones? -pregunta Hiller, cauto-. Quizá sea mejor barrer antes la calle con metralla.
Montholon hace un mohín desdeñoso.
– Podemos arreglarnos solos. Son pocos militares y algunos paisanos. Apenas tendrán tiempo de disparar una andanada y les habremos caído encima.
– Pero los de Westfalia han recibido lo suyo.
– Fueron confiados y torpes. No perdamos más tiempo.
Seguro de la tropa bajo su mando, el comandante mira alrededor. Desde hace rato, mientras avanzadas de tiradores hacen fuego de diversión sobre los cañones enemigos, el grueso de la fuerza de asalto toma posiciones esperando la orden de avanzar. Desde la fuente Nueva hasta la puerta de los Pozos, la calle Fuencarral está llena de casacas azules, calzones blancos, polainas y chacós negros de la infantería de línea imperial. Los soldados son jóvenes, como de costumbre en España, aunque encuadrados por cabos y suboficiales disciplinados y con experiencia. Quizá por eso se muestran tranquilos pese a los cadáveres de camaradas que se ven a lo lejos, tirados en la calle. Desean vengarlos, y verse numerosos les inspira confianza. Se trata, a fin de cuentas, de la infantería del ejército más poderoso del mundo. Tampoco Montholon alberga dudas. Cuando empiece el ataque, la defensa de los sublevados se desmoronará en un momento.
– Vamos allá de una vez.
– A la orden.
Suenan toques de corneta, redoblan las cajas de los tambores, el capitán Hiller saca su sable, grita «Viva el Emperador» y se planta en mitad de la calle mientras los noventa y seis soldados de su compañía se ponen en movimiento. Avanzan primero los tiradores saltando de puerta en puerta, seguidos por filas de infantes que se pegan a las fachadas y caminan tras los oficiales. Desde su esquina, el comandante los ve progresar por ambos lados de la calle de San José mientras crepita la fusilería y la humareda se extiende como niebla baja. Por los redobles que llegan de las cercanías, Montholon sabe que en ese instante se registra un movimiento similar en la calle de San Pedro, junto al convento de monjas, y que los westfalianos, escarmentados de su experiencia anterior, avanzan también por San Bernardo. La idea es que tres ataques simultáneos confluyan en la puerta misma del parque.
– Algo no va bien -dice Labedoyere, que ha permanecido junto a Montholon.
Muy a su pesar, éste opina lo mismo. Pese a la granizada de fusilería que cae sobre los cañones rebeldes, los españoles aguantan. Innumerables fogonazos relumbran entre la humareda. Un estampido hace temblar las fachadas y arroja un proyectil que restalla contra los muros, haciendo saltar fragmentos de yeso, ladrillo y astillas. A poco empiezan a aparecer soldados franceses que regresan heridos, apoyándose en las paredes o dando traspiés, traídos a rastras por sus camaradas. Uno es el capitán Hiller con el rostro ensangrentado, pues un rebote se le acaba de llevar el chacó, hiriéndolo en la frente.
– No se arrugan -informa mientras se quita la sangre de los ojos, se hace vendar y vuelve a meterse, estoico y profesional, en la humareda.
Viéndolo irse, Labedoyere tuerce el gesto.
– Me parece que no va a ser tan fácil -comenta.
Montholon le impone silencio con una orden seca.
– Avance con su compañía.
Labedoyere se encoge de hombros, saca el sable, hace redoblar el tambor, grita «calen bayonetas» y luego «adelante» a sus hombres, y se mete en la neblina de pólvora detrás de Hiller, seguido por ciento dos soldados que agachan la cabeza cada vez que relumbra enfrente un rosario de fogonazos.
– ¡Adelante!… ¡Viva el Emperador!… ¡Adelante!
En su esquina, inquieto, el comandante Montholon se roe la uña del dedo anular de la mano izquierda, donde luce un sello de oro con el escudo familiar. Es imposible, piensa, que en un episodio de orden público, sucio, oscuro, sin gloria, unos cuantos insurrectos desharrapados resistan a los vencedores de Jena y Austerlitz. Pero el capitán Labedoyere tiene razón. No va a ser fácil.
La bala le entra a Jacinto Ruiz por la espalda, saliéndole por el pecho. Desde cinco o seis pasos de distancia, Luis Daoiz lo ve erguirse como si de pronto hubiese recordado algo importante. Después el teniente suelta el sable, se mira aturdido el orificio de salida en la tela rota de su casaca blanca, y al fin, sofocado por la sangre que le sale de la boca, cae primero sobre el cañón y luego al suelo, resbalando contra la cureña.
– ¡Recojan a ese oficial! -ordena Daoiz.
Unos paisanos agarran a Ruiz y se lo llevan parque adentro, pero Daoiz no dispone de tiempo para lamentar la pérdida del teniente. Dos artilleros y cuatro de los civiles que atienden los cañones han caído ya bajo la granizada de balas que los franceses dirigen contra las piezas, y varios de los que ayudan a cargar y apuntar se encuentran heridos. A cada momento, en cuanto los enemigos logran acercarse un poco y afirmar su fuego, nuevos abejorros de plomo pasan zumbando, golpean el metal de los cañones o hacen saltar astillas de las cureñas. Mientras Daoiz mira en torno, el roce de un balazo hace vibrar con tintineo metálico la hoja del sable que tiene apoyada en el hombro. Al echar un vistazo, comprueba que el impacto ha hecho en ésta una mella de media pulgada.
«De aquí no salgo vivo», se dice otra vez.
Más zumbidos y chasquidos alrededor. A Daoiz le duelen la espalda y el pecho por la tensión de los músculos que esperan recibir un tiro de un momento a otro. Otro artillero que sirve el cañón del teniente Arango, Sebastián Blanco, de veintiocho años, se lleva las manos a la cabeza y se desploma con un gemido.
– ¡Más gente ahí!… ¡No desatiendan esa pieza!
Satisfecho, Daoiz observa que, aun batiéndose muy expuestos en mitad de la calle, al descubierto, los cañones se manejan con regularidad y razonable eficacia, y sus andanadas, aunque de bala rasa, infunden respeto a los franceses, junto con el feroz fuego de fusilería que se hace por la tapia y las ventanas altas del parque, donde el capitán Goicoechea y sus Voluntarios del Estado se ganan el jornal. Desde las casas de enfrente y el huerto de las Maravillas, los paisanos, todavía con buen ánimo, también disparan o alertan sobre movimientos enemigos. Daoiz observa que uno de ellos abandona su refugio, corre veinte pasos bajo el fuego para registrar los bolsillos de un francés muerto junto a la arcada del convento, y tras desvalijarlo regresa a la carrera, sin un rasguño.
– ¡Hay gabachos agrupándose allí! ¡Van a cargarnos a la bayoneta!
– ¡Traed metralla!… ¡Hay que tirarles con metralla!
Los saquetes de lona cargados con balas de mosquete o fragmentos de metal se han terminado hace rato. Alguien trae un talego relleno con piedras de chispa para fusil.
– Es lo que hay, mi capitán.
– ¿Quedan más de éstos?
– Otro.
– Siempre es mejor que nada… ¡Cargad la pieza!
Uniendo sus esfuerzos a los de los sirvientes, Daoiz ayuda a apuntar el cañón hacia San Bernardo. Una bala enemiga golpea junto a su mano derecha, resonando metal contra metal, y cae al suelo aplastada, del tamaño de una moneda. Ayudan al capitán el artillero Pascual Iglesias y un chispero de veintisiete años, achulado y con buena planta, llamado Antonio Gómez Mosquera. Como las ruedas de la cureña se traban en los escombros de la calle, Ramona García Sánchez, que sigue trayendo cartuchos del parque o agua para que se refresquen cañones y artilleros, ayuda a los que empujan.
– ¡Los veo flojos, señores soldados! -zahiere guasona, resoplando con los dientes apretados, un hombro contra los radios de una rueda. Con el esfuerzo se le ha roto la redecilla del pelo, que le cae sobre los hombros.
– Olé las mujeres bravas -dice Gómez Mosquera, garboso, echándole un vistazo al corpiño algo suelto de la maja.
– Menos verbos, galán. Y más puntería… Que me he encaprichado de un abanico con plumeros de los gabachos, para ir el domingo a los toros.
– Eso está hecho. Prenda.
Apenas situado el cañón, el artillero Iglesias clava la aguja en el fogón, ceba con un estopín y levanta la mano.
– ¡Pieza lista!
– ¡Fuego! -ordena Daoiz, mientras se apartan todos.
Es Gómez Mosquera quien aplica el botafuego humeante. Con una violenta sacudida de retroceso, el cañón envía su andanada de piedras de fusil convertidas en metralla a los franceses agrupados a cincuenta pasos. Aliviado, Daoiz ve cómo el grupo enemigo se deshace: algunos soldados caen y otros corren, despejando aquel lugar de la calle. Desde la tapia y balcones próximos, los tiradores aplauden a los artilleros. Ramona García Sánchez, después de limpiarse la nariz con el dorso de la mano, piropea al capitán con mucho garbo.
– Vivan los señores oficiales guapos, aunque sean bajitos. Y viva la madre que los parió.
– Gracias. Pero váyase, que disparan otra vez.
– ¿Irme?… De aquí no me sacan ni los moros de Murat, ni la emperatriz Agripina, ni el desaborío de Naboleón Malaparte en persona… Yo sólo salto por el rey Fernando.
– Que se vaya, le digo -insiste Daoiz, malhumorado-. Estar al descubierto es peligroso.
Sonríe con media boca la maja, ahumada la cara de pólvora, mientras se anuda un pañuelo en torno a la cabeza para recogerse el pelo. El sudor, observa Daoiz, le oscurece la camisa en las axilas.
– Mientras usted siga aquí, mi brigadier, Ramona García se le atornilla… Como dice una prima mía soltera, a un hombre hay que seguirlo hasta el altar, y a un hombre valiente hasta el fin del mundo.
– ¿De verdad dice eso su prima?
– Como lo oye, sentrañas.
Y arrimándose un poco más, ante las sonrisas fatigadas de los otros artilleros y paisanos, Ramona García Sánchez le canta al capitán Daoiz, en voz baja, dos o tres compases de una copla.
El postrer combate en el centro de Madrid tiene lugar en la plaza Mayor, donde se han retirado las últimas partidas que aún disputan la calle a los franceses. Amparándose bajo los soportales, en zaguanes y callejones aledaños, ya sin municiones y con la única ayuda de sables, navajas y cuchillos, unos pocos hombres libran una lucha sin esperanza, mueren o son capturados. El tahonero Antonio Maseda, que acorralado por un piquete de infantería francesa se niega a soltar la vieja espada enmohecida que tiene en la mano, es cosido a bayonetazos en el portal de Pañeros. La misma suerte corre el mendigo Francisco Calderón, muerto de un balazo cuando intenta escapar por el callejón del Infierno.
– ¡Aquí ya no hay quien aguante más!… ¡Que cada perro se lama su cipote!
Un estampido final, y todos a correr. En la embocadura de la calle Nueva, los presos de la Cárcel Real han hecho su último disparo de cañón contra los granaderos franceses que vienen de la Platería. Después lo inutilizan, siguiendo el consejo del gallego Souto, aplastándole un clavo en el orificio de la pólvora antes de dispersarse buscando el amparo de las calles próximas. Un disparo abate al preso Domingo Palén, que es recogido con vida por los compañeros. En su fuga, apenas se meten corriendo a ciegas por la calle de la Amargura, el carbonero asturiano Domingo Girón y los presos Souto, Francisco Xavier Cayón y Francisco Fernández Pico se dan de boca con seis jinetes polacos, que los intiman a rendirse. Están a punto de hacerlo cuando interviene desde un balcón la joven de quince años Felipa Vicálvaro Sáez, que arroja macetas sobre los polacos, derribando a uno del caballo. Suena un tiro, cae la muchacha pasada de un balazo, y aprovechan los presos para acometer cuchillo en mano.
– ¡Gabachos cabrones!… ¡Os vamos a meter los sables por el culo!
En la refriega degüellan al caído y vuelven grupas los otros, mientras los cuatro hombres cruzan corriendo la calle Mayor. Acuden al galope más polacos, suenan tiros, y en la esquina de la calle Bordadores cae muerto el carbonero Girón. Unos pasos más allá, en la de las Aguas, una bala le destroza una rodilla a Fernández Pico, y da con él en tierra.
– ¡No me dejéis aquí!… ¡Socorredme!
Los cascos de los jinetes enemigos suenan cerca. Ni Souto ni Cayón se vuelven a mirar atrás. El caído intenta arrastrarse hasta el resguardo de un portal, pero un polaco refrena su caballo junto a él e, inclinado y sin desmontar, lo remata despacio, a sablazos. Muere así el preso Francisco Fernández Pico, de dieciocho años, vecino de la calle de la Paloma y pastor de profesión. Se encontraba en la cárcel por apuñalar a un tabernero que le había aguado el vino.
Los avatares de la última resistencia en la plaza Mayor han reunido en el mismo grupo, junto al arco de Cuchilleros, al vecino de la escalera de las Ánimas Teodoro Arroyo, al conductor de Correos Pedro Linares -superviviente de varias escaramuzas-, a los Guardias Walonas Monsak, Franzmann y Weller, al napolitano Bartolomé Pechirelli, al inválido de la 3ª compañía Felipe García Sánchez y su hijo el zapatero Pablo García Vélez, a los oficiales jubilados de embajadas Nicolás Canal y Miguel Gómez Morales, al sastre Antonio Gálvez y a los restos de la partida formada por el platero de Atocha Julián Tejedor de la Torre, su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez y varios oficiales y aprendices. Son diecisiete hombres los que se resguardan en la desembocadura del arco con la plaza, y su número llama la atención de un pelotón enemigo que en ese momento recupera el cañón abandonado. Al no poder alcanzarlos con el fuego de sus fusiles, pues los españoles se protegen en los zaguanes y en las gruesas columnas de los soportales, cargan los otros a la bayoneta y se entabla un reñido cuerpo a cuerpo. Caen varios imperiales, y también Teodoro Arroyo con la ingle abierta de un bayonetazo, mientras el conductor de Correos Pedro Linares, abrazado en el suelo a un sargento francés, intercambia puñaladas con él hasta que lo matan entre varios enemigos.
– ¡Paul!… ¡Quítate de ahí, Paul!
El grito de advertencia del soldado de Guardias Walonas Franz Weller a su camarada Monsak llega tarde, cuando a éste ya le han atravesado los pulmones y cae ahogándose en sangre. Fuera de sí, Weller y Gregor Franzmann acometen a los franceses, manejando sus fusiles armados con bayonetas contra las aceradas puntas enemigas. Hay golpes, culatazos, cuchilladas. Gritan los de uno y otro bando para inspirarse valor o infundir miedo al enemigo, cae más gente, salpica la sangre por todas partes. Aguantan los insurgentes y retroceden los imperiales.
– ¡A ellos! -aúlla Pablo García Vélez-. ¡Se retiran!… ¡Acabemos con ellos!
Weller y Franzmann, que han recibido heridas ligeras -el primero tiene una ceja abierta hasta el hueso y el segundo un bayonetazo en un hombro-, saben que la palabra retirada aplicada al enemigo es una quimera; así que, tras cambiar un rápido vistazo de inteligencia, arrojan los fusiles y salen corriendo bajo los soportales, esquivando como pueden el fuego de mosquetería que les hacen desde el otro lado de la plaza. Llegan de ese modo a la plazuela de la Provincia, donde tropiezan con unos soldados franceses. Para su sorpresa, al verlos solos, de uniforme y desarmados, los imperiales no se muestran hostiles. Cambian con ellos unas palabras en francés y alemán, e incluso los ayudan a vendar sus heridas cuando los Guardias Walonas cuentan que las recibieron intentando poner paz entre los combatientes.
– Estos españoles, vous savez -apunta Franzmann-… Verdaderas bestias, todos ellos. Ja.
Luego, orientados por los franceses sobre el mejor camino para no encontrar problemas, los dos camaradas se dirigen calle Atocha abajo, para curarse en el Hospital General. Horas después, avanzada la tarde, el húngaro y el alsaciano regresarán sin otros incidentes a su cuartel. Y allí, tras presentarse convencidos de que los espera un severo castigo por deserción, comprobarán con alivio que, a causa de la confusión reinante, nadie ha advertido su ausencia.
Menos suerte que los Guardias Walonas Franzmann y Weller tiene el sastre Antonio Gálvez, que intenta escapar tras deshacerse el grupo en la refriega del arco de Cuchilleros. Cuando corre de la calle Nueva a la plazuela de San Miguel, un disparo de metralla barre el lugar, arranca esquirlas del empedrado de la acera y alcanza a Gálvez en las piernas, derribándolo. Consigue incorporarse y correr de nuevo, maltrecho, dando traspiés, mientras unos pocos vecinos asomados a los balcones próximos lo animan a escapar; pero sólo avanza unos pasos antes de caer de nuevo. Sigue arrastrándose cuando los imperiales le dan alcance, disparan contra los balcones para ahuyentar a los vecinos y le tunden sin piedad el cuerpo a culatazos. Dejado por muerto, reanimado más tarde gracias a la caridad de dos mujeres que salen a recogerlo y lo llevan a una casa cercana, Antonio Gálvez quedará inválido para el resto de su vida.
No lejos de allí, tras escapar de la plaza Mayor, el zapatero Pablo García Vélez, de veinte años, busca a su padre. Cuando la segunda carga a la bayoneta francesa se vio apoyada por unos coraceros venidos de la calle Imperial, y los restos del grupo del arco de Cuchilleros acabaron deshechos bajo una lluvia de sablazos, García Vélez y su padre -el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez- se vieron separados, pues cada uno procuró salvarse como pudo. Ahora, con la navaja metida en la faja y un tajo de sable que le sangra un poco en el cuero cabelludo, exhausto por el combate y las carreras que se ha dado con los franceses detrás, el zapatero recorre prudente los alrededores, guareciéndose de portal en portal, preocupado por la suerte de su padre; ignorando que a estas horas, después de huir hasta las cercanías de la calle Preciados, Felipe García Sánchez yace en el suelo con dos balas en la espalda.
– ¡Tenga cuidado, señor!… ¡Hay franceses en los Consejos!
García Vélez se vuelve, sobresaltado. Sentada en los escalones de madera, en la penumbra del zaguán donde acaba de refugiarse, hay una joven de dieciséis o diecisiete años.
– Súbete arriba, niña. Eso de afuera no es para ti.
– Ésta no es mi casa. Estoy esperando a poder irme.
– Pues quédate un poco más, hasta que amaine.
El joven permanece en el umbral, espiando las inmediaciones. Parecen tranquilas, aunque hacia la plaza Mayor suenan tiros sueltos. Alcanza a ver un hombre muerto: un paisano boca abajo en la acera, a quince pasos.
«Espero -se dice- que mi padre haya logrado escapar».
Luego piensa en los otros. En toda la gente dispersa con la última arremetida francesa. Antes de echar a correr tuvo tiempo de ver a alguno con las manos levantadas, rindiéndose. No le gustaría estar en su pellejo, concluye, con tanto gabacho muerto en la plaza.
– ¿Quiere un poco de pan?
García Vélez no ha probado bocado desde que salió de su casa, muy temprano. Así que va a sentarse en la escalera, junto a la muchacha que le ofrece medio pan de los dos que lleva en una cesta. No es ni fea ni bonita. Dice llamarse Antonia Nieto Colmenar, costurera y vecina del barrio, con casa junto a la iglesia de Santiago. Había salido a comprar en la plaza cuando se vio sorprendida por las cargas de los franceses, y buscó refugio.
– Tienes sangre en la falda, chica -observa el zapatero.
– También usted la lleva en las manos y en la cabeza.
Sonríe el joven, mirando el rojo oscuro que se coagula en sus dedos y en la navaja. Luego se toca la herida del pelo. Le escuece.
– La de las manos es sangre francesa -dice, pavoneándose un poco.
– La mía es del hombre muerto ahí afuera. Me arrodillé a socorrerlo, pero no pude hacer nada. Luego vine aquí… Por culpa de esta sangre no me han dejado entrar en ninguna casa. Todo era verme y cerrar la puerta, los que abrían… La gente no quiere problemas.
El zapatero escucha distraído mientras mordisquea el pan con voracidad, pero el tercer bocado se hace imposible de tragar, a causa de la boca seca. Daría la vida, decide, por un cuartillo de vino. Con ese pensamiento se levanta y sube por la escalera, llamando a tres o cuatro puertas. Nadie abre ni atiende a sus voces, así que vuelve a bajar, resignado.
– Cobardes hijos de Satanás… Son peores que los gabachos.
Encuentra a la joven observando la calle, con su cesta al brazo.
– Se ve todo tranquilo. Voy a irme a casa.
A García Vélez no le parece buena idea. Hay franceses por todas partes, dice. Y no respetan nada.
– Deberías esperar un poco.
– Llevo mucho rato fuera. Mi madre estará preocupada.
Tras mirar con cautela a uno y otro lado de la calle, la muchacha se recoge un poco la falda con una mano y camina apresurada y temerosa. Desde el portal, García Vélez la ve alejarse. En ese momento, hacia los Consejos, oye cascos de caballos; se vuelve y ve a cinco coraceros franceses que trotan calle arriba. Al descubrir a la chica, espolean sus monturas y cruzan frente al portal, gritando de júbilo. Viéndolos pasar, el zapatero blasfema para sus adentros. La pobrecita no tiene ninguna posibilidad de escapar.
«Y aquí se acaba tu suerte, compañero.»
Es lo que se dice a sí mismo, resuelto a encarar lo inevitable. Después, con el chasquido de siete muescas cachicuernas, Pablo García Vélez abre la navaja.
En la ventana del segundo piso de una casa de la calle Mayor, desde donde observa tras una persiana, el oficial de la Biblioteca Real Lucas Espejo, de cincuenta años, que vive con su madre inválida y una hermana soltera, ve a cinco coraceros franceses perseguir a una joven, que corre delante de los caballos hasta que éstos la atropellan y derriban. Tres de los jinetes siguen adelante, pero los otros hacen caracolear a sus monturas en torno a la muchacha, que se incorpora aturdida. De improviso, intenta escapar. Un coracero se inclina desde la silla y la agarra brutal por el pelo. Ella se debate furiosa, le muerde la mano, y el francés la derriba de un sablazo.
– Dios mío -murmura Lucas Espejo, apartando a su hermana, que pretende acercarse a mirar.
Horrorizado, el oficial de la Biblioteca Real está a punto de retirarse de la ventana cuando, de un portal próximo, ve salir a un hombre joven con alpargatas, faja, chaleco y en mangas de camisa, que se arroja navaja en mano contra el coracero, apuñala al caballo en el cuello hasta hacerle doblar las patas delanteras, y aferrándose al jinete, encaramado sobre la montura, le clava al francés una y otra vez la navaja de dos palmos de hoja por la escotadura de la coraza, antes de que el segundo coracero, acercándose por detrás, lo mate de un tiro de pistola a bocajarro.
Una granizada de balas francesas obliga a meterse dentro a los tres hombres que combaten parapetados tras los colchones, en el balcón que da a la calle de San José, frente a la tapia del parque de Monteleón.
– Esto se pone feo -dice el dueño de la casa, don Curro García, apurando el chicote de un cigarro habanero.
La botella de anís, que rueda vacía a sus pies, no le afloja el pulso. Ha estado disparando su escopeta de postas, con eficacia de cazador, sobre los franceses que asoman por la esquina de San Bernardo. Pero el fuego enemigo, cada vez más intenso, apenas permite ya asomar la cabeza. Junto a don Curro, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo tiene la boca amarga y áspera, llena de un desagradable sabor a pólvora. Sus labios y lengua están grises, pues ha mordido y metido en el caño del fusil, con sus respectivas balas, diecisiete de los veinte cartuchos de papel encerado -cada uno contiene una bala y la carga necesaria para el disparo- que le dieron antes de empezar el combate. Nadie ha traído más munición desde el parque de artillería, difuminado entre la humareda de los cañonazos y el fogonear de los disparos. Lo ha intentado el cajista de imprenta Vicente Gómez Pastrana, que hace rato quemó su último cartucho y ahora se apoya en la pared del revuelto salón de la casa -hay impactos de bala en el techo y astillazos en los muebles-, con las manos en los bolsillos y mirando disparar a sus compañeros. Hace un rato quiso ir en busca de munición, pero los enemigos están muy cerca, su fuego es graneado y no hay quien salga a la calle. Abajo no queda nadie, y en las otras viviendas, tampoco. De un momento a otro, ha dicho preocupado el cajista, los gabachos pueden aparecer en la escalera.
– Habría que irse -sugiere.
– ¿Por dónde?
– Por detrás. Al convento de las Maravillas.
Francisco Huertas muerde otro cartucho, mete pólvora y bala en el cañón, y usando el papel encerado como taco lo presiona todo con la baqueta. Luego mueve la cabeza, poco convencido. Aquello no se parece a lo que imaginaba cuando, al oír el tumulto, salió de casa de su tío dispuesto a batirse por la patria. En realidad está empezando a batirse por sí mismo. Para seguir vivo.
– Yo creo que deberíamos juntarnos con los del parque. Allí podemos seguir luchando.
– Por la calle, imposible -opone Gómez Pastrana-. Los mosiús están a veinte pasos y no se puede cruzar… A lo mejor yendo por los patios llegamos hasta nuestros cañones. Seguir aquí es quedarnos en la ratonera.
Indeciso, Francisco Huertas consulta con el dueño de la casa. Don Curro se rasca las patillas grises y mira alrededor, impotente. Aquél es su hogar, y no le apetece dejárselo al enemigo.
– Váyanse ustedes -dice al fin, hosco-, que yo me quedo.
– Los gabachos están al llegar.
– Por eso mismo… ¡Qué dirían mis vecinos, si desamparo esto!
– Pues bien que lo han desamparado ellos.
– Cada uno es cada cual.
Resulta imposible determinar si el valor de don Curro proviene de que defiende su casa o de la botella vacía que hay en el suelo. Prudente, agachado tras los colchones, el joven Huertas se asoma al balcón para echar un último vistazo. Los uniformes azules son cada vez más numerosos en la esquina con San Bernardo, hostigados por los Voluntarios del Estado que tiran desde las ventanas altas del parque. Calle de San José abajo, frente a la puerta principal de Monteleón, los tres cañones siguen disparando a intervalos, y algunos paisanos todavía hacen fuego desde las casas contiguas. Junto a las piezas de artillería permanece un grupo numeroso de hombres y algunas mujeres, indiferentes al hecho de hallarse al descubierto en mitad de la calle enfilada por la mosquetería enemiga.
– Yo me voy -concluye, metiéndose dentro.
El cajista Gómez Pastrana aparta la espalda de la pared.
– ¿Adónde?
– Con los que luchan abajo.
El otro coge el fusil, le pone la bayoneta y se pasa la lengua por los labios, tan ennegrecidos de pólvora como los de Francisco Huertas.
– Pues andando -dice, tras pensarlo un instante-. No se nos pegue el arroz.
– ¿Viene usted, don Curro?
El dueño de la casa, que se inclina para encender con un mixto otro habanero, mueve la cabeza.
– Ya he dicho que no -dice echando humo, el aire heroico-. Aquí caerá Sansón con todos los filisteos.
– ¿Y su mujer?
– Por ella lo hago… Y por mis hijos, si los tuviera -nueva bocanada de humo-. Lo que no es el caso.
Francisco Huertas se cuelga el fusil del hombro:
– Que Dios lo proteja, entonces.
– Y a ustedes, criaturas.
Los dos jóvenes bajan por la escalera, y dando la espalda al zaguán principal cruzan un patio con macetas de geranios y un aljibe y salen a la parte de atrás. Algunas balas pasan alto, zurreando en el aire, y les hacen agachar la cabeza. A Gómez Pastrana se le rompe un cristal de los espejuelos.
– Maldita sea mi estampa. El ojo de apuntar.
Ayudándose mutuamente, saltan una tapia y se encuentran al otro lado, junto al huerto de las Maravillas. Hay humo a lo lejos, sobre los tejados. En la calle y los alrededores sigue el tiroteo.
– Detrás viene alguien -susurra el cajista.
– ¿Gabachos?
– Puede.
Aún no ha terminado de decirlo cuando ante su bayoneta, que apunta hacia lo alto de la tapia, aparecen las patillas grises y el rostro enrojecido de don Curro. El cazador viene sudoroso, terciada la escopeta a la espalda, sofocado por el esfuerzo.
– Me lo he pensado mejor -dice.
El cerrajero Blas Molina Soriano, que ha ayudado a retirar al teniente Ruiz, regresa a la puerta del parque con los bolsillos llenos de cartuchos. Allí, apoyado en una jamba destrozada de la puerta, dispara contra los franceses que se adelantan desde la fuente Nueva y la calle Fuencarral. Le parece que han pasado días enteros desde que, a primera hora de la mañana, encabezó el estallido del motín junto a Palacio. Y empieza a sentirse decepcionado. La gente que combate es poca, habida cuenta de la población que tiene Madrid. Y los militares, salvo los de Monteleón, donde casi todos los uniformados baten el cobre como buenos, no muestran prisa por unirse a la lucha. De cualquier modo, Molina aún confía en que los soldados españoles salgan de sus cuarteles. Es imposible, se dice, que hombres con sangre en las venas permitan a los franceses ametrallar impunemente al pueblo, como hasta ahora, sin mover un dedo para evitarlo. Pero tanta demora y falta de noticias da mala espina. A medida que el tiempo pasa, los enemigos estrechan el cerco y cae más gente, el cerrajero siente menguar sus esperanzas. No llegan los anhelados refuerzos, cada vez hay más paisanos y militares que chaquetean, hartos o asustados, retirándose del fuego para resguardarse en la parte de atrás del parque o las casas vecinas, y los franceses menudean como abejas en una colmena. Así que, en un claro del tiroteo, Molina se acerca al oficial de artillería que, sable en mano, dirige el fuego de los cañones.
– ¿Cuándo vienen los militares a socorrernos, mi capitán?
– Pronto.
– ¿Seguro?
Luis Daoiz lo mira impasible, el aire ausente. Como si no lo viera.
– Tal que hay Dios.
Molina, impresionado por la actitud del oficial, traga saliva con dificultad, pues tiene el gaznate seco como la mojama.
– Hombre, si usted lo dice…
La mujer que asiste en el cañón más próximo, Ramona García Sánchez, se pasa el dorso de una mana sucia por la nariz y mira al cerrajero entre los párpados entornados, ennegrecidos de humo de pólvora.
– ¿No ha oído usted al señor capitán, so malaentraña?… Si dice que vienen, vendrán. Y punto¡ Ahora eche aquí una mano, o váyase y no estorbe. Que no está el día para chácharas.
– No se ponga así, señora.
– Me pongo como me sale del refajo. No te fastidia.
La última palabra es ahogada por un estampido. Otro de los cañones acaba de disparar, y el retroceso de la cureña casi atropella a Molina, que da un respingo y se aparta a un lado. Como respuesta, llega una, furiosa fusilada francesa. Entre el humo y los plomazos que pasan, uno de los sirvientes de la pieza se vuelve a gritar hacia la puerta del parque.
– ¡Pólvora y balas!… ¡Aquí!… ¡Rápido!
Desde la puerta vienen varios paisanos, entre ellos dos mujeres -la joven Benita Pastrana y la vecina de la calle de San Gregorio Juana García- con munición encartuchada que traen en serones de esparto, agachándose para esquivar las descargas enemigas. Abastecen así el cañón del teniente Arango, que sigue enfilando la calle de San Pedro servido por el artillero Antonio Martín Magdalena, al que ayudan con la lanada y los espeques los vecinos Juan González, la mujer de éste, Clara del Rey, y sus hijos Juanito, de diecinueve años, Ceferino, de diecisiete, y Estanislao, de quince. También queda provisto el cañón de a ocho libras que antes mandaba el teniente Ruiz, cuyo fuego hacia Fuencarral y la fuente Nueva dirige ahora el cabo Eusebio Alonso, y donde combaten el escribiente Rojo, el botillero de Hortaleza José Rodríguez y su hijo Rafael. Recibe asimismo cuatro balas y cargas de pólvora la tercera pieza, que apunta hacia la calle de San Bernardo y la fuente de Matalobos, servida por los artilleros Pascual Iglesias y Juan Domingo Serrano, el chispero Antonio Gómez Mosquera y el soldado de Voluntarios del Estado Antonio Luque Rodríguez. Algunos soldados y paisanos se encuentran entre ellos, tumbados en tierra, de rodillas o en pie los más atrevidos, disparando en todas direcciones para protegerlos del fuego francés. Otros se resguardan tras las cureñas y en la puerta del parque mientras cargan fusiles y pistolas o reciben armas que les pasan cargadas desde el interior del recinto. A cada momento cae alguno. Es el caso de Juan Rodríguez Llerena, curtidor, natural de Cartagena de Levante; del soldado de Voluntarios del Estado Esteban Vilmendas Quílez, de diecinueve años, y de Francisca Olivares Muñoz, vecina de la calle de la Magdalena, a la que un balazo traspasa el cuello cuando lleva una damajuana con vino a los artilleros. Las cureñas de los cañones están manchadas de sangre, hay charcos rojos en el suelo y regueros que dejan los cuerpos que son llevados a rastras, apenas caen, a la puerta del parque o al convento de las Maravillas; en una de cuyas ventanas, la monja sor Eduarda sigue arrojando medallas y estampas mientras anima a los que combaten.
– ¡Que Dios los bendiga a todos!… ¡Viva España!
Benditos o sin bendecir, piensa amargamente Luis Daoiz, lo cierto es que los defensores del parque caen como conejos. Se lo dice -discreto y entre dientes- al capitán Velarde cuando éste se acerca a ver cómo andan las cosas afuera.
– En menudo lío hemos metido a estos infelices, Pedro.
Velarde, que trae su habitual cara de alucinado, lo mira como si acabara de caer de la luna.
– Es cosa de aguantar un poco más -dice, componiéndose la charretera partida de un sablazo-. Los compañeros no pueden dejarnos así.
– ¿Compañeros? ¿Qué compañeros? -Daoiz baja cuanto puede la voz-. Están todos escondidos en sus cuarteles… Y si salimos de ésta, a ti y a mí nos espera el paredón. Acabe como acabe, estamos fritos.
Un par de balas francesas pasan zumbando, cerca. Tras mirar con calma a uno y otro lado de la calle, Velarde se acerca un poco más a su amigo.
– Vendrán -susurra, confidencial-. Te lo digo yo.
– Qué coño van a venir.
Velarde se vuelve al interior del parque, y Luis Daoiz echa un nuevo vistazo en torno, sintiendo remordimientos por las miradas confiadas que ve fijas en él: su uniforme y su actitud siguen confortando a los que pelean. En cualquier caso, concluye, no hay vuelta atrás. La fatiga, las muchas bajas, el castigo francés, empiezan a sentirse. Daoiz no quiere pensar lo que ocurrirá si los franceses, profesionales a fin de cuentas, llegan al cuerpo a cuerpo en una carga a la bayoneta. Eso, suponiendo que quede alguien para recibirlos. La masa de combatientes en torno a las tres piezas de artillería atrae lo más nutrido del fuego enemigo, cuyos tiradores afinan la puntería. Otro balazo tintinea en la culata de un cañón, y el rebote, que pasa a un palmo del capitán, alcanza en la garganta al artillero Pascual Iglesias, que se derrumba con el atacador en las manos, vomitando sangre como un jarameño apuntillado. Llama Daoiz para que releven al caído, pero ninguno de los artilleros guarecidos en la puerta del parque se atreve a ocupar el puesto. Acude en su lugar un soldado de Voluntarios del Estado llamado Manuel García, veterano de rostro aguileño, patillas frondosas y piel atezada.
– ¡No se agrupen junto a los cañones! -grita Daoiz-. ¡Dispérsense un poco!… ¡Busquen resguardo!
Es inútil, comprueba. A los paisanos que todavía no se amilanan y aflojan, poco hechos a los rudimentos de táctica militar, su propio ardor los expone demasiado. Otra descarga francesa acaba de cobrarse las vidas del vecino del barrio Vicente Fernández de Herosa, alcanzado cuando traía cartuchos para los fusiles, y del mozo de pala de tahona Amaro Otero Méndez, de veinticuatro años, a quien el ama, Cándida Escribano -que observa la lucha escondida tras la ventana de su panadería-, ve caer pasado de dos balazos, tras batirse junto a sus compañeros Guillermo Degrenon Dérber, de treinta años, Pedro del Valle Prieto, de dieciocho, y Antonio Vigo Fernández, de veintidós. Agarrando al caído, los tres panaderos lo cargan hasta el convento, sin poder evitar que por el camino -su sangre les chorrea por los brazos- muera desangrado. Al regreso, apenas pisan la calle, una nueva fusilada francesa hiere en la cabeza, de gravedad, a Guillermo Degrenon, alcanza en el pecho a Antonio Vigo y mata en el acto a Pedro del Valle. En sólo diez minutos, la panadería de la calle de San José pierde a sus cuatro mozos de tahona.
Charles Tristan de Montholon, comandante en funciones de coronel del 4.º regimiento provisional de infantería imperial, comprueba que todos los botones de su casaca están abrochados según las ordenanzas, se ajusta bien el sombrero y saca el sable. Está harto de que a sus soldados los cacen uno a uno. Así que, tras recibir los informes de sus capitanes de compañía y las malas noticias de los westfalianos, que siguen bloqueados en la esquina de San José con San Bernardo, resuelve poner toda la carne en la sartén. El ataque simultáneo por las tres calles no progresa, sus hombres sufren demasiadas bajas, y los mensajes del cuartel general son cada vez más irritados y acuciantes. «Acabe con eso», ordena, lacónico, el último, firmado de puño y letra por Joachim Murat. De modo que, ordenando un repliegue táctico, Montholon no ha dejado en primera línea más que a los de Westfalia y a destacamentos de tiradores para que hostiguen desde terrazas y tejados. El resto de la fuerza lo concentrará en un solo punto.
– Iremos en columna cerrada -ha dicho a sus oficiales-. Desde la fuente Nueva, calle de San José adelante, hasta el parque mismo. Bayonetas caladas, y sin detenerse… Yo iré a la cabeza.
Los oficiales terminan de disponer a los hombres y se sitúan en sus puestos. Montholon comprueba que la columna imperial es una masa compacta, erizada de ochocientas bayonetas, que ocupa toda la calle; y que los soldados jóvenes, al verse amparados entre sus camaradas, muestran más confianza. Para abrir la marcha ha escogido a los mejores granaderos del regimiento. El ataque en columna cerrada es, además, temible especialidad del ejército imperial. Los campos de batalla de toda Europa atestiguan que resulta difícil soportar la presión de un ataque francés en columnas, formación que expone a los hombres a sufrir mayor castigo durante el avance, pero que, dirigida por buenos oficiales y con tropas entrenadas, permite llevar hasta las filas enemigas, a modo de ariete, una cuña compacta y disciplinada, de gran cohesión y potencia de fuego. Decenas de combates se han ganado así.
– ¡Viva el Emperador!
La corneta de órdenes emite la nota oportuna, y en el acto empiezan a redoblar los tambores.
– ¡Adelante!… ¡Adelante!
Azul, sólida, impresionante por su tamaño y el brillo de las bayonetas, con rítmico ruido de pasos, la columna se pone en marcha embocando San José. Montholon camina en cabeza, expuesto como el que más, con la extraña sensación de irrealidad que siempre le produce entrar en combate: los movimientos mecánicos, el adiestramiento y la disciplina, reemplazan la voluntad y los sentimientos. Procura, por otra parte, que la aprensión a recibir un balazo se mantenga relegada al rincón más remoto de su pensamiento.
– ¡Adelante!… ¡Paso ligero!
El ritmo de las pisadas se acelera y resuena ahora en toda la calle. Montholon escucha a su espalda la respiración entrecortada de los hombres que lo siguen, y al frente la fusilada de los que cubren el ataque. Mientras avanza, los ojos del joven comandante no pierden detalle: los soldados muertos, la sangre, los impactos de metralla y balas en las fachadas de las casas, los cristales rotos, la tapia de Monteleón, el convento de las Maravillas más allá del cruce con San Andrés, la puerta del parque algo más lejos, con los cañones y el grupo de gente que se arremolina en torno. Uno de los cañones hace fuego, y la bala, que llega alta, golpea el alero de un tejado, arrojando sobre la columna francesa una lluvia de ladrillo desmenuzado, yeso y tejas rotas. Después, un espeso tiroteo estalla desde la tapia y la puerta.
– ¡Apretad el paso!
Los españoles no disponen de metralla, confirma con júbilo el comandante francés. Volviéndose a medias, echa un vistazo a su espalda y comprueba que, pese a los disparos que derriban a algunos hombres, la columna sigue su marcha, imperturbable.
– ¡Paso de carga! -grita de nuevo, enardeciendo a la gente para el asalto-… ¡Viva el Emperador!
– ¡¡¡Viva!!!
Ahora sí tienen al fin, concluye Montholon, la victoria al alcance de la mano.
Reuniendo a cuantos hombres puede en el patio, Pedro Velarde, el sable desnudo, se echa con ellos a la calle.
– ¡Calad bayonetas!… ¡Ahí vienen!
Aunque muchos se quedan parapetados en la puerta o disparando desde las tapias, lo siguen afuera cinco Voluntarios del Estado y media docena de paisanos, entre los que se cuentan el cerrajero Molina y los restos de la partida del hostelero Fernández Villamil, con el platero Antonio Claudio Dadina y los hermanos Muñiz Cueto.
– ¡No van a pasar! -aúlla Velarde, ronco de furia y de pólvora-… ¡Esos gabachos no van a pasar! ¿Me oís?… ¡Viva España!
Entre confuso tiroteo, el grupo se ve reforzado por gente de la partida de Cosme de Mora, que retrocede en desorden desamparando la casa de la esquina de San Andrés que hace rato tomaron al asalto con Velarde, y por paisanos sueltos: el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, el cajista de imprenta Gómez Pastrana, don Curro García y el joven Francisco Huertas de Vallejo, que han logrado llegar hasta allí por el convento de las Maravillas. Se congregan así en torno a los cañones, incluyendo a los que manejan las piezas, medio centenar de combatientes, incluidas Ramona García Sánchez, que permanece cerca del capitán Daoiz, y Clara del Rey, que con su marido e hijos sigue atendiendo el cañón que manda el teniente Arango.
– ¡Aguantad!… ¡Bayonetas y navajas!… ¡Aguantad!
El agrupamiento se paga con sangre, pues facilita la puntería de los tiradores desplegados por los edificios y tejados cercanos. Recibe así un balazo en un pie la joven de diecisiete años Benita Pastrana, que morirá de la infección a los pocos días. También caen heridos el jornalero de diecisiete años Manuel Illana, el soldado asturiano de Voluntarios del Estado Antonio López Suárez, de veintidós, y recibe un disparo en la cabeza el aserrador Antonio Matarranz y Sacristán, de treinta y cuatro.
– ¡Ahí vienen!… ¡Ahí llegan!
Con la manga de la casaca, Luis Daoiz se enjuga el sudor de la frente y levanta el sable. Dos de los tres cañones están cargados, y sus sirvientes los empujan a toda prisa para enfilar la calle de San José, por donde se acerca, a paso de carga y bayonetas por delante, la inmensa columna francesa, imperturbable en su avance aunque la gente del capitán Goicoechea, desde las ventanas del parque, la fusila con cuanto tiene. De los demás oficiales que acudieron a presentarse por la mañana, apenas hay rastro. Deben de estar, piensa agriamente Daoiz, vigilando con mucho denuedo la pacífica retaguardia. En cuanto a la fuerza enemiga que se encuentra a punto de caerle encima, el veterano capitán de artillería sabe que no hay modo de detener su ataque, y que cuando las disciplinadas bayonetas francesas lleguen al cuerpo a cuerpo, los defensores acabarán arrollados sin remedio. Sólo queda, por tanto, rendirse o morir matando. Y antes que verse ante un pelotón de ejecución -de eso no lo libra nadie, si lo cogen vivo-, Daoiz es partidario de acabar allí, de pie y sable en mano. Cual debe hacer, a tales alturas, un hombre que, como él, no está dispuesto a levantarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. Antes prefiere levantársela a cuantos franceses pueda. Por eso, desentendiéndose del mundo y de todo, el capitán afirma los pies y se dispone a bajar el sable, gritar «fuego» para la descarga de los cañones -si al menos tuvieran metralla, se lamenta por enésima vez- y luego usar ese sable para vender su vida al mayor precio en que su coraje y desesperación puedan tasarla. Por un instante, su mirada encuentra los ojos enfebrecidos de Pedro Velarde, que amartilla una pistola y la dispara contra los franceses, sin dejar de dar voces y empujones para contener a los que, ante la cercanía de aquéllos, chaquetean y pretenden echarse atrás. Maldito y querido loco de atar, piensa. Hasta aquí nos han traído tu patriotismo y el mío, dignos de una España mejor que esta otra, triste, infeliz, capaz de hacernos envidiar a los mismos franceses que nos esclavizan y nos matan.
– ¿Cuándo llegan los refuerzos, señor capitán? -pregunta Ramona García Sánchez, que se ha situado junto a Daoiz, cuchillo en una mano y bayoneta en la otra-… Porque la verdad es que tardan, sentrañas.
– Pronto.
La maja sonríe, hombruna y feroz, sucio el rostro de pólvora.
– Pues como tarden más de minuto y medio, a buenas horas.
Daoiz abre la boca para ordenar la última andanada: los franceses están a punto de rebasar la esquina de San Andrés, a cuarenta pasos. Y en ese instante, cuando la columna enemiga llega al mismo cruce, suenan clarinazos y alguien uniformado, un oficial español, aparece en la esquina con un sable en alto y, anudada en el, una bandera blanca.
– ¡Deteneos!… ¡Alto el fuego!
La tentación de evitar más efusión de sangre es poderosa. El comandante Montholon sabe que, aunque tome el parque de artillería por asalto, las bajas entre su tropa serán muchas. Y ese oficial que llega agitando bandera de parlamento mientras hace esfuerzos desesperados para que cese el combate, ofrece una oportunidad que sería suicida -literalmente, pues el propio Montholon avanza a la cabeza de sus hombres- desaprovechar. Por eso el francés ordena detenerse a la columna y colgar los fusiles al hombro culata arriba, a la funerala. El momento es de extrema tensión, pues aún hay disparos y la actitud de los españoles no está clara. Desde la puerta del parque llegan gritos con órdenes y contraórdenes, mientras un oficial de baja estatura y casaca azul se mueve entre los cañones con los brazos en alto, conteniendo a su gente. Un disparo abate a un soldado imperial, que se desploma entre las protestas de indignación de sus camaradas. Confuso, Montholon está a punto de ordenar que prosiga el ataque cuando, tras otros dos tiros sueltos, el fuego cesa por completo, y desde las tapias y ventanas del parque algunos insurrectos se incorporan para ver qué ocurre. El oficial de la bandera blanca ha llegado hasta los cañones, donde todos gritan y discuten. Montholon no entiende una palabra del idioma, así que ordena al intérprete, pegado a sus talones con el corneta y un tambor, que traduzca cuanto oiga. Luego ordena a la columna seguir adelante a paso ordinario, manteniendo los fusiles culata arriba, hasta que llegan a diez pasos de los cañones. Allí, un oficial sin sombrero y con una charretera de su casaca verde partida de un sablazo les sale al encuentro, y gesticulando con malos modos suelta una áspera parrafada en español, que remata en mal francés:
– Si continués, ye ordone vu tirer desús… ¿Comprí o no comprí?
– Dice… -empieza a traducir el intérprete.
– Comprendo perfectamente lo que dice -responde Montholon.
Ordenando hacer alto a la columna, el comandante francés se adelanta seguido por el intérprete, el corneta y los capitanes Hiller y Labedoyere, hacia el grupo formado por el oficial de la bandera blanca, el de la casaca azul -capitán de artillería, comprueba al ver de cerca los ribetes rojos del uniforme-, el de la casaca verde, que es otro capitán, y media docena de militares y paisanos que se adelantan entre los cañones, más curiosos que los demás, agolpados detrás de las cureñas, en la puerta, sobre las tapias y en las ventanas del parque, armas en mano, en actitud al tiempo curiosa y hostil. Hasta del convento de las Maravillas salen hombres armados a ver qué ocurre, y escuchan y miran desde la verja retorcida de balazos. El oficial recién llegado discute vivamente con los otros dos. Montholon observa que también lleva distintivos de capitán y viste uniforme blanco con vueltas carmesíes, como algunos de los soldados que defienden el parque. Eso lo identifica con el mismo regimiento al que pertenece esa tropa. Sin embargo, entre ésta se ven también casacas azules de artillería, como la que lleva el capitán bajito. Y aunque el capitán alto lleva en el cuello las bombas de artillero, su casaca verde lo distingue como perteneciente al estado mayor de esa arma. Desconcertado, el comandante francés se pregunta a quién tiene enfrente, en realidad, y quién diablos manda allí.
Además de sudoroso y jadeante, el capitán Melchor Álvarez, del regimiento de infantería Voluntarios del Estado, está irritado. El sudor y el jadeo se deben a la carrera que acaba de darse desde el cuartel de Mejorada, donde el coronel don Esteban Giraldes lo comisionó hace quince minutos con la instrucción de ordenar a los responsables del parque de Monteleón que cesen el fuego y entreguen el recinto a los franceses. En cuanto a la irritación, proviene de que, pese al riesgo que ha corrido interponiéndose entre los contendientes sin más resguardo que un pañuelo blanco en la punta del sable, ninguno de los oficiales al mando de aquel disparate le hace el menor caso. El capitán Luis Daoiz le ha dicho que se vaya por donde vino, y el otro insurrecto, Pedro Velarde, acaba de reírse con todo descaro en su cara:
– El coronel Giraldes no manda aquí.
– ¡No es cosa de Giraldes, sino de la Junta de Gobierno! -insiste Álvarez, mostrando el documento-. La orden viene firmada por el ministro de la Guerra en persona… Lo indigna esta sinrazón, y ordena cesar el fuego inmediatamente.
– El ministro pierde el tiempo -declara Velarde-. Y usted, también.
– Están solos. Nadie va a secundarlos, y en el resto de la ciudad reina la calma.
– ¡Le digo que pierde el tiempo, rediós!… ¿Está sordo?
El capitán Álvarez mira malhumorado al oficial de estado mayor. Al entregarle la orden, el coronel Giraldes lo previno sobre la exaltación y fanatismo de ese Pedro Velarde, aunque sin detallarle que llegara a tal extremo. Más inquietante resulta que el otro capitán, cuya reputación es de hombre ecuánime y sereno, se enroque de tal manera. Lo cierto, concluye Álvarez observando los estragos y los regueros de sangre en el suelo, la gente agolpada y expectante, es que todo ha ido demasiado lejos.
– Son ustedes unos irresponsables -insiste severo-. Están precipitando al pueblo, y lo exponen a consecuencias aún más desastrosas… ¿No les basta la sangre derramada por unos y otros?
El capitán Daoiz estudia a los franceses. El jefe de la columna se mantiene a cuatro pasos, acompañado de dos capitanes y un corneta. A su lado, un intérprete traduce cuanto se habla. El comandante escucha atento, inclinada a un lado la cabeza, fruncido el ceño y manoseando la hebilla del cinturón, el sable todavía en la otra mano.
– Al pueblo lo ametrallan y su sangre la vierten estos señores -dice Daoiz, señalando al francés-. Y el Gobierno, y usted mismo, capitán Álvarez, y muchos otros, siguen cruzados de brazos, mirando.
– Eso -interviene Velarde, muy acalorado- cuando no lo hacen en connivencia directa con el enemigo.
Álvarez, que es hombre poco sufrido, siente que la cólera le sube a la cabeza. No es partidario de los franceses, sino militar fiel a las ordenanzas y al rey Fernando VII. Está allí, órdenes aparte, porque considera la resistencia a los imperiales una aventura temeraria e inútil. Ni el pueblo y los militares juntos, ni España entera levantada en armas, tendrían la menor posibilidad frente al ejército más poderoso del mundo.
– ¿Enemigo? -protesta, amoscado-. Aquí el único enemigo es el populacho sin freno y el desorden… ¡Y lo de la connivencia lo tomo como un insulto personal!
Pedro Velarde se adelanta un paso, duros los rasgos, la mano izquierda crispada en torno a la empuñadura del sable.
– ¿Y qué? ¿Quiere que le dé satisfacción?… ¿Le apetece batirse conmigo?… Pues retire esa vergonzosa bandera blanca y júntese con estos señores franceses, que ellos y usted se verán bien servidos.
– Tranquilízate -tercia Daoiz, sujetándolo por un brazo.
– ¿Que me tranquilice? -Velarde se libera de la mano del otro, con malos modos-. ¡Que se vayan ellos al diablo, maldita sea!
Álvarez está a pique de abandonar. Es inútil, concluye. Que se maten, si no queda otra. Y sea lo que Dios quiera. Sin embargo, tras cambiar una mirada con el comandante de la columna francesa -parece un joven distinguido y razonable, no como otras malas bestias cuarteleras del ejército imperial- decide insistir un poco. De los dos capitanes rebeldes, Luis Daoiz parece el más sensato. Por eso se dirige a él.
– ¿Usted no tiene nada que decir?… Sea razonable, por amor de Dios.
El artillero parece reflexionar.
– Se ha ido muy lejos por ambas partes -dice al fin-. Habría que ver en qué condiciones se detendría el fuego -en ese punto mira al comandante francés-… Pregúntele.
Todos se vuelven a mirar al jefe de la columna imperial, que, inclinado hacia el intérprete, escucha con atención. Luego niega con la cabeza y responde en su idioma. El capitán Álvarez no habla francés; pero antes de que el intérprete traduzca, advierte el tono desabrido, inequívoco, del comandante. Después de todo, se dice, tiene sus motivos. Los del parque le han matado a no poca tropa.
– El señor comandante lamenta no poder ofrecer condiciones -traduce el intérprete-. Tienen que devolver a los rehenes franceses sanos y salvos y dejar las armas. Les ruega que piensen sobre todo en la gente del pueblo, pues ya hay muchos muertos en Madrid. Sólo puede aceptar de ustedes la rendición inmediata.
– ¿Rendirnos?… ¡Y un cuerno! -exclama Velarde.
Luis Daoiz levanta una mano. El capitán Álvarez observa que el comandante francés y él se miran a los ojos, de profesional a profesional. Quizás haya alguna esperanza.
– Vamos a ver -dice Daoiz con calma-. ¿No hay otra forma de acomodarlo?
Niega de nuevo el francés después de que su intérprete traduzca la pregunta. Y cuando el artillero lo mira a él, Álvarez se encoge de hombros.
– No nos dejan salida, entonces -comenta Daoiz, con una extraña sonrisa a un lado de la boca.
El capitán de Voluntarios del Estado exhibe de nuevo la orden firmada por el ministro O’Farril.
– Esto es lo que hay. Sean sensatos.
– Ese papel no vale ni para las letrinas -opina Velarde.
Ignorándolo, el capitán Álvarez observa a Luis Daoiz. Éste mira el documento, pero no lo coge.
– En cualquier caso -solicita Álvarez, desalentado al fin- permitan que me lleve de aquí a mi gente.
Daoiz lo mira como si hubiese hablado en chino,
– ¿Su gente?
– Me refiero al capitán Goicoechea y los Voluntarios del Estado… No vinieron a luchar. El coronel insistió mucho en eso.
– No.
– ¿Perdón?
– Que no se los lleva.
Daoiz ha respondido seco y distante, mirando alrededor como si de repente aquella situación le fuese ajena y él se hallase lejos. Están como cabras, decide de pronto Álvarez, asustado de sus propias conclusiones. Es lo que ocurre, y no lo había previsto nadie: Velarde con su exaltación lunática y este otro con su frialdad inhumana, están locos de atar. Por un momento, dejándose llevar por el automatismo de su graduación y oficio, Álvarez considera la posibilidad de arengar a los soldados que pertenecen a su regimiento y ordenarles que lo sigan lejos de allí. Eso debilitaría la posición de aquellos dos visionarios, y tal vez los inclinase a aceptar rendirse a discreción del francés. Pero entonces, como si le hubiera advertido el pensamiento, Daoiz se inclina un poco hacia él, casi cortés, con la misma sonrisa extraña de antes.
– Si intenta amotinarme a la tropa -le dice confidencial, en voz bajísima-, lo llevo adentro y le pego un tiro.
Francisco Huertas de Vallejo asiste al parlamento de los oficiales españoles y franceses, entre el resto de paisanos que se congregan junto a los cañones. El joven voluntario se encuentra con don Curro y el cajista de imprenta Gómez Pastrana, la culata del fusil apoyada en el suelo y las manos cruzadas sobre la boca del cañón. No todo lo que se dice llega hasta sus oídos, pero parece clara la postura de los jefes, tanto por las voces que da el capitán Velarde, que es quien habla más alto de todos, como por las actitudes de unos y otros. En su ánimo, el joven voluntario confía en que lleguen a un acuerdo honorable. Hora y media de combate le ha cambiado ciertos puntos de vista. Nunca imaginó que defender a la patria consistiera en morder cartuchos agazapado tras los colchones enrollados en un balcón, o en la zozobra de correr como una liebre, saltando tapias con los franceses detrás. De aquello a las estampas coloreadas con heroicas gestas militares media un abismo. Tampoco imaginó nunca los charcos de sangre coagulada en el suelo, los sesos desparramados, los cuerpos mutilados e inertes, los alaridos espantosos de los heridos y el hedor de sus tripas abiertas. Tampoco la feroz satisfacción de seguir vivo donde otros no lo están. Vivo y entero, con el corazón latiendo y cada brazo y cada pierna en su sitio. Ahora, la breve tregua le permite reflexionar, y la conclusión es tan simple que casi lo avergüenza: desearía que todo acabara, y regresar a casa de su tío. Con ese pensamiento mira alrededor, buscando el mismo sentimiento en los rostros que tiene cerca; pero no encuentra en ellos -no lo advierte, al menos- sino decisión, firmeza y desprecio hacia los franceses. Eso lo lleva a erguirse y endurecer el gesto, por miedo a que sus facciones delaten sus pensamientos. As¡ que, como todos, el joven procura mirar con desdén a los enemigos, muchos de ellos tan imberbes como él, que aguardan a pocos pasos en formación de columna. Vistos de cerca impresionan menos, concluye, aunque se les vea amenazadores en su compacta disciplina, con los vistosos uniformes azules, correajes blancos y fusiles colgados del hombro culata arriba; tan distintos a la desastrada fuerza española, hosca y silenciosa, que tienen enfrente.
– Esto no va bien -murmura don Curro.
El capitán Daoiz está diciéndole algo aparte al capitán de Voluntarios del Estado que vino con la bandera blanca, quien no parece satisfecho con lo que escucha. Francisco Huertas los ve conversar, y también cómo el intérprete que está junto al comandante francés se aproxima un poco, atento a lo que dicen. Entonces, un chispero que se encuentra apoyado en uno de los cañones -el joven Huertas sabrá más tarde que su nombre es Antonio Gómez Mosquera- aparta al francés de un violento empujón, haciéndolo caer de espaldas.
– ¡Carajo! -grita el chispero-. ¡Viva Fernando Séptimo!
Lo que viene a continuación, inesperado y brutal, ocurre muy rápido. Sin que medie orden de nadie, de forma deliberada o por aturdimiento, un artillero que tiene el botafuego encendido en la mano aplica la mecha al fogón cebado de la pieza. Atruena la calle un estampido que a todos sobresalta, retrocede la cureña con el cañonazo, y la bala rasa, pasando junto al comandante enemigo y los oficiales, abre una brecha sangrienta en la columna francesa, inmóvil e indefensa. Gritan todos a un tiempo, confusos los oficiales españoles, espantados los franceses, y al vocerío se suman los lamentos de los heridos imperiales que se revuelcan en el suelo entre sus propios pedazos, el horror de los miembros mutilados, los aullidos de pánico de la columna deshecha que se desbanda y corre en busca de refugio. Tras el primer momento de estupor, Francisco Huertas, como el resto de sus compañeros, se echa el fusil a la cara y arcabucea a quemarropa a los enemigos en desorden. Luego, entre el fragor de la matanza, observa cómo el capitán Daoiz grita inútilmente «¡Alto el fuego!», pero aquello ya no hay quien lo pare. El capitán Velarde, que ha sacado su sable, se precipita sobre el comandante imperial y lo intima a él y a sus oficiales a la rendición. El francés, de rodillas y conmocionado por el disparo del cañón -tan próximo que le ha chamuscado la ropa-, al ver la punta reluciente del sable ante sus ojos, alza los brazos, confuso, sin comprender lo que está pasando; y lo imitan sus oficiales, el corneta y el intérprete. También muchos de los soldados que formaban la vanguardia de la columna, los que todavía no han escapado por las calles de San José y San Pedro, hacen lo mismo: arrojan los fusiles, levantan las manos y piden cuartel rodeados por una turba de paisanos, artilleros y soldados españoles que a empujones y culatazos, cercándolos con las bayonetas, los meten en el parque con sus oficiales, mientras la gente alborozada grita victoria y da vivas a España y al rey Fernando y a la Virgen Santísima; y las ventanas, las tapias y la verja del convento hormiguean de civiles y militares que aplauden y festejan lo ocurrido. Entonces, Francisco Huertas, que con don Curro, el cajista Gómez Pastrana y los demás, vitorea entusiasmado mientras levanta en lo alto de su fusil el chacó manchado de sangre de un francés, advierte al fin la enormidad de lo ocurrido. En un instante, los defensores de Monteleón, además de cautivar al comandante y a varios oficiales de la columna enemiga, han hecho un centenar de prisioneros. Por eso le sorprende tanto que el capitán don Luis Daoiz, inmóvil y pensativo en medio del tumulto, en vez de participar de la alegría general, tenga el rostro ceñudo y ausente, pálido como si un rayo hubiera caído a sus pies.