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En el parque de Monteleón, el teniente Rafael de Arango ha visto, con grandísimo alivio, abrirse un poco las puertas y entrar tranquilamente al capitán Luis Daoiz.

– ¿Qué tenemos por aquí? -pregunta el recién llegado, con mucha sangre fría.

Arango, que debe contenerse para no perder las formas y abrazar a su superior, lo pone al corriente, incluido lo de colocar piedras en los fusiles y disponer alguna cartuchería, precauciones que Daoiz aprueba.

– Es hacer un poco de contrabando -dice con una breve sonrisa-. Pero eso llevamos adelantado, por si acaso.

La situación, le informa el teniente, es difícil, con el capitán francés y su gente muy nerviosos, y el gentío de afuera cada vez más espeso. Mientras se escuchan tiros hacia el centro de la ciudad, nuevos grupos de alborotadores confluyen desde las calles próximas a las de San José y San Pedro, delante del parque. Los vecinos, entre ellos muchas mujeres exaltadas, salen a unírseles y golpean las puertas pidiendo armas. Según el cabo Alonso, que sigue en la entrada, y el maestre mayor Juan Pardo, que vive enfrente y va y viene con noticias de la calle, todo se complica por momentos. El propio Daoiz pudo comprobarlo cuando se dirigía hacia aquí, enviado por el coronel Navarro Falcón.

– Así es -dice el capitán en el mismo tono de calma-. Pero creo que podemos controlar las cosas, de momento… ¿Cómo están los hombres?

– Preocupados, pero mantienen la disciplina -Arango baja la voz-. Imagino que al verlo a usted aquí estarán más confortados. Algunos vinieron a decirme que, si hay que batirse, cuente con ellos.

Daoiz sonríe, tranquilizador.

– No llegaremos a eso. Las órdenes que traigo son todo lo contrario: calma absoluta y ni un solo artillero fuera del parque.

– ¿Y lo de dar armas al pueblo?

– Menos todavía. Sería un disparate, tal como están los ánimos… ¿Qué hay de los franceses?

Arango señala el centro del patio, donde el capitán imperial y sus subalternos forman un grupo que observa, preocupado, a los oficiales españoles. El resto de la tropa, excepto los pocos que hay vigilando la puerta, permanece formado a discreción veinte pasos más allá. Algunos hombres están sentados en el suelo.

– El capitán andaba muy arrogante hace un rato. Pero a medida que la gente se reunía afuera, se ha ido arrugando… Ahora está nervioso, y creo que tiene miedo.

– Voy a hablar con él. Un hombre nervioso y asustado resulta más peligroso que sereno.

En ese momento se acerca el cabo Alonso, que viene de la puerta. Tres oficiales de artillería solicitan entrar. Daoiz, que no parece sorprendido, dice que los dejen pasar; y al poco aparecen en el patio con aire casual, vestidos de uniforme y sable al cinto, el capitán Juan Cónsul y los tenientes Gabriel de Torres y Felipe Carpegna. Los tres saludan a Daoiz de modo tan serio y circunspecto que hace pensar a Arango que no es la primera vez que se encuentran esta mañana. Juan Cónsul es amigo íntimo de Daoiz; y su nombre, junto al del capitán Velarde y el de otros, circula estos días entre rumores de conspiración. También es uno de los que ayer lo acompañaban en el frustrado desafío de la fonda de Genieys.

«Aquí -reflexiona el joven teniente- se está cociendo algo».


A las diez y media, en las oficinas de la Junta de Artillería, número 68 de la calle de San Bernardo, frente al Noviciado, el coronel Navarro Falcón discute con el capitán Pedro Velarde, que está sentado tras su mesa de despacho, junto a la de su superior y jefe inmediato. Navarro Falcón ha visto llegar al capitán muy descompuesto, encendido y excitado, pidiendo ir al parque de Monteleón. El coronel, que aprecia sinceramente a Velarde, le niega el permiso con tacto y afectuosa firmeza. Daoiz se las arreglará solo, dice, y a usted lo necesito aquí.

– ¡Hay que batirse, mi coronel!… ¡No queda otra!… ¡Daoiz tendrá que hacerlo, y nosotros también!

– Le ruego que no diga disparates y que se tranquilice.

– ¿Tranquilizarme, dice?… ¿No ha oído los tiros? ¡Están ametrallando al pueblo!

– Tengo mis instrucciones, y usted tiene las suyas -Navarro Falcón empieza a exasperarse-. Haga el favor de no complicar más las cosas. Limítese a cumplir con su deber.

– ¡Mi deber está ahí afuera, en la calle!

– ¡Su deber es obedecer mis órdenes! ¡Y punto!

El coronel, que acaba de dar un puñetazo en la mesa, lamenta haber perdido los nervios. Es soldado viejo, que se batió en Santa Catalina de Brasil, contra los ingleses en el Río de la Plata, en la colonia de Sacramento, en el asedio de Gibraltar y durante toda la guerra con la República francesa. Ahora mira incómodo al escribiente Manuel Almira y a los que están en el cuarto contiguo, escuchando, y luego observa de nuevo a Velarde, que, enfurruñado, moja la pluma en el tintero y hace garabatos sin sentido sobre los papeles que tiene delante. Al fin el coronel se levanta y deja en la mesa de Velarde la orden transmitida por el general Vera y Pantoja, gobernador de la plaza, disponiendo que las tropas se mantengan en los cuarteles y al margen de cuanto ocurra.

– Somos soldados, Pedro.

No suele llamarlo a él ni a ningún oficial por el nombre de pila, y Velarde lo sabe; pero, ajeno a la muestra de afecto, niega con la cabeza mientras aparta a un lado, con desdén, la orden del gobernador.

– Lo que somos es españoles, mi coronel.

– Escuche. Si la guarnición se pusiera de parte de la gente revuelta, Murat haría marchar hacia Madrid al cuerpo del general Dupont, que está a sólo un día de camino… ¿Quiere usted que caigan sobre esta ciudad cincuenta mil franceses?

– Como si vienen cien mil. Seríamos un ejemplo para toda España, y para el mundo.

Harto de la discusión, Navarro Falcón vuelve a su mesa.

– ¡No quiero oír una palabra más!… ¿Está claro?

El coronel toma asiento y aparenta enfrascarse en el papeleo. Y así, fingiendo que no oye a Velarde murmurar por lo bajo, como alienado: «Batirse, batirse… Morir por España» mientras sigue haciendo garabatos sin sentido, piensa que ojalá Luis Daoiz, allá en Monteleón, pueda conservar la cabeza fría, y él mismo, aquí, sea capaz de mantener a Velarde sujeto a su mesa. Dejar que el exaltado capitán se acerque hoy al parque de Monteleón sería arrimar una mecha encendida a un barril de pólvora.


Pese a sus excesos y apasionado patriotismo, el cerrajero Molina no tiene nada de tonto. Sabe que si conduce a la gente hacia el parque por calles anchas llamará mucho la atención, y tarde o temprano los franceses les cortarán el paso. Así que recomienda silencio a la veintena de voluntarios que lo siguen -número que aumenta sobre la marcha con nuevas incorporaciones-, y tras separarse de quienes buscan el camino más corto, conduce a su partida por el postigo de San Martín y la calle de Hita a la de Tudescos, en dirección a la corredera de San Pablo.

– Sin armar bulla, ¿eh?… Ya habrá tiempo para eso. Lo que importa es conseguir fusiles.

A esa misma hora, otros grupos de los incitados por Blas Molina, o encaminados a Monteleón por iniciativa espontánea, suben por los Caños y Santo Domingo hacia la calle ancha de San Bernardo, y desde la puerta del Sol por la red de San Luis hasta la calle Fuencarral. Algunos conseguirán llegar durante la hora siguiente; pero otros, confirmando los temores de Molina, quedarán aniquilados o dispersos al encontrar destacamentos franceses. Tal es el caso de la cuadrilla formada por el chocolatero José Lueco, que con los mozos de mulas y caballos Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez, decide ir por su cuenta, acortando camino por San Bernardo. Pero en la calle de la Bola, cuando ya suma una treintena de individuos por habérsele unido los mozos de una hostería y un mesón cercanos, un dorador, dos aprendices de carpintero, un cajista de imprenta y varios sirvientes de casas particulares, la partida, que dispone de algunas carabinas, trabucos y escopetas, se topa con un pelotón de fusileros de la Guardia Imperial. El choque es brutal, a bocajarro, y tras los primeros navajazos y escopetazos los madrileños se parapetan en las esquinas con Puebla y Santo Domingo. Durante buen rato, y con no poco atrevimiento, libran allí un porfiado combate que causa bajas a los franceses, viéndose ayudados en la refriega por gente del vecindario que arroja tiestos y objetos desde los balcones. Al cabo, a punto de verse envueltos por tropas de refresco que llegan de las calles adyacentes, la partida se disuelve dejando varios muertos sobre el terreno. José Lueco, herido de un sablazo en la cara y un balazo en el hombro, consigue refugiarse en una casa próxima -al tercer intento, pues las dos primeras puertas a las que llama no se le abren-, donde permanecerá escondido el resto de la jornada.


Como la del chocolatero Lueco, otras partidas apenas llegan a formarse, o duran el poco tiempo que tardan las tropas francesas en dar con ellas y dispersarlas. Eso ocurre al pequeño grupo armado de palos y navajas que los franceses desbandan a cañonazos en la esquina de la calle del Pozo con San Bernardo, hiriendo a José Ugarte, cirujano de la Real Casa, y a la santanderina María Oñate Fernández, de cuarenta y tres años. Lo mismo pasa en la calle del Sacramento con una partida encabezada por el presbítero don Cayetano Miguel Manchón, quien armado con una carabina y al mando de algunos jóvenes resueltos intenta llegar al parque de artillería. Una patrulla de jinetes polacos cae sobre ellos de improviso, el presbítero resulta herido de un sablazo que le deja los sesos al aire, y su gente, aterrada, se desperdiga en un instante.


Tampoco llegará a su destino el grupo acaudillado por don José Albarrán, médico de la familia real, quien tras presenciar la matanza de Palacio recluta una cuadrilla de paisanos armados con palos, cuchillos y algunas escopetas, a los que intenta guiar por San Bernardo. Detenidos por la metralla que los franceses disparan con dos cañones puestos en batería frente a la casa del duque de Montemar, deben refugiarse en la calle de San Benito; y allí se ven cogidos entre dos fuegos cuando otra fuerza francesa, que viene de Santo Domingo, dispara contra ellos desde la plaza del Gato. El primero en morir, de un balazo en el vientre, es el yesero de cincuenta y cuatro años Nicolás del Olmo García. El grupo queda deshecho y disperso, y el doctor Albarrán, malamente herido y dejado por muerto -rescatado más tarde por sus amigos, logrará sobrevivir-, es despojado por los imperiales de su levita, reloj y doce onzas de oro que lleva encima. A su lado, tras haberse batido con un pequeño espadín de corte y una pistola de bolsillo como únicas armas, muere Fausto Zapata y Zapata, de doce años, cadete de Guardias Españolas.


En una casa de la calle del Olivo, el niño de cuatro años y medio Ramón de Mesonero Romanos -que con el tiempo será uno de los escritores más populares y castizos de Madrid- también resulta víctima accidental del tumulto. Al precipitarse con su familia al balcón para ver a un grupo de paisanos que gritan «¡A armarse! ¡Viva Fernando VII y mueran los franceses!», el pequeño Ramón tropieza y se abre la frente con los hierros de la barandilla. Muchos años después, en sus Memorias de un setentón, Mesonero Romanos contará el episodio, describiendo a su madre, doña Teresa, preocupada por la salud del hijo y por lo que ocurre en la calle, encendiendo candelillas ante una imagen del Niño Jesús y rezando con fervor el rosario, mientras el padre -el hombre de negocios Tomás Mesonero- debate inquieto con sus vecinos. En ese momento se presenta en la casa un amigo de la familia, el capitán de infantería Fernando Butrón, a dejar su espada y la casaca de uniforme, a fin de evitar, según dice, que los grupos de paisanos que recorren las calles lo obliguen, como ya han intentado tres veces, a ponerse a su cabeza.

– Van por ahí revueltos y desconcertados, buscando quien los dirija -cuenta Butrón, mientras se queda en chupa y mangas de camisa-. Pero todos los militares tenemos orden de ir a encerrarnos en los cuarteles… No hay otra.

– ¿Y todos obedecen? -pregunta doña Teresa Romanos, que sin dejar de pasar cuentas del rosario le trae un vaso de clarete fresco.

Butrón bebe el vino sin respirar y se prueba la chaqueta inglesa que le ofrece el dueño de la casa. Queda algo corta de mangas, pero mejor eso que nada.

– Yo, al menos, pienso obedecer… Pero no sé qué pasará si esta locura sigue adelante.

– ¡Jesús, María y José!

Doña Teresa se retuerce las manos y empieza a murmurar el vigésimo avemaría de la mañana. Tumbado en un canapé junto a la imagen del Niño Jesús, con un emplasto de vinagre en la frente, Ramoncito Mesonero Romanos llora a moco tendido. De vez en cuando, a lo lejos, suenan tiros.


En la puerta del Sol hay reunidas diez mil personas, y el gentío se extiende hacia las calles cercanas, de Montera hasta la red de San Luis, así como por Arenal, Mayor y Postas, mientras grupos armados con trabucos, garrotes y cuchillos patrullan los alrededores, alertando de toda presencia francesa. Desde el ventanal de su casa, en el número 15 de la calle de Valverde, esquina a Desengaño, Francisco de Goya y Lucientes, aragonés de sesenta y dos años de edad, miembro de la Academia de San Fernando y pintor de la Real Casa con cincuenta mil reales de renta, lo mira todo con expresión adusta. Dos veces ha rechazado a su mujer, Josefa Bayeu, al solicitarle ésta que baje la persiana y se retire al interior. En chaleco, abierto el cuello de la camisa y los brazos cruzados sobre el pecho, un poco inclinada la cabeza poderosa que todavía luce pelo espeso y crespo con patillas grises, el pintor vivo más famoso de España permanece asomado, tozudo, observando el espectáculo callejero. De las voces del gentío y los disparos sueltos, lejanos, apenas llegan a sus oídos -sordos desde que una enfermedad los maltrató hace años- algunos ruidos amortiguados que se confunden con los rumores de su cerebro, siempre atormentado, tenso y despierto. Goya está en el balcón desde que, hace poco más de una hora, el joven de dieciocho años León Ortega y Villa, discípulo suyo, vino desde su casa de la calle Cantarranas a pedirle permiso para no ir al estudio. «A lo mejor tenemos que hacer frente a los franceses», le dijo al pintor, acercándose a su oído inválido y levantando mucho la voz, como de costumbre, antes de marcharse con una sonrisa juvenil y heroica, propia de sus pocos años, sin atender los ruegos de Josefa Bayeu, que le recriminaba correr riesgos sin preocuparse de la angustia de su familia.

– Tienes madre, León.

– Y vergüenza torera, doña Josefa.

Ahora Goya sigue inmóvil, mirando ceñudo el denso hormigueo de gente que baja hacia la puerta del Sol o sube por Fuencarral en dirección al parque de artillería. Hombre genial, predestinado a la gloria de las pinacotecas y a la historia del Arte, intenta vivir y pintar más allá de la realidad de cada día, pese a sus ideas avanzadas, a sus amigos actores, artistas y literatos -entre ellos Moratín, cuya suerte preocupa hoy al pintor-, a sus buenas relaciones con la Corte y a su rencor, no siempre secreto, hacia el oscurantismo, los frailes y la Inquisición. Que durante siglos, a su juicio, han convertido a los españoles en esclavos, incultos, delatores y cobardes. Pero mantener la propia obra lejos de todo eso resulta cada vez más difícil. Ya en la serie de grabados Los caprichos, realizada hace nueve años, el aragonés puso en solfa, sin apenas disimulo, a curas, inquisidores, jueces injustos, corrupción, embrutecimiento del pueblo y otros vicios nacionales. Del mismo modo, esta mañana le resulta imposible sustraerse a los negros presagios que ensombrecen Madrid. El rumor vago que llega a los tímpanos maltrechos del viejo pintor se incrementa a veces, subiendo de punto, mientras las cabezas de la multitud se agitan en oleadas, igual que el trigo a efectos del viento, o el mar cuando avisa temporal. El aragonés es hombre enérgico, que en su juventud hizo de torero, riñó a navajazos y fue prófugo de la justicia; no se trata de un petimetre ni un apocado. Sin embargo, ese gentío para él casi silencioso, que se estremece y agita cerca, tiene algo oscuro que lo inquieta más allá del motín inmediato o los disturbios previsibles. En las bocas abiertas y los brazos alzados, en los grupos que pasan llevando en alto palos y navajas, gritando palabras sin sonido que en la cabeza de Goya suenan tan terribles como si pudiera oírlas, el pintor intuye nubes oscuras y torrentes de sangre. A su espalda, entre lápices, carboncillos y difuminos, sobre la mesita donde suele trabajar en sus apuntes aprovechando la claridad del amplio ventanal, está el esbozo de algo iniciado esta mañana, cuando la luz era todavía gris: un dibujo a lápiz donde se ve a un hombre de ropas desgarradas, arrodillado y con los brazos en cruz, rodeado de sombras que lo cercan como fantasmas de una pesadilla. Y al margen de la hoja, con su letra fuerte, indiscutible, Goya ha escrito unas palabras: Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer.


Jacinto Ruiz Mendoza padece de asma, y hoy ha amanecido -como le ocurre a menudo- con fiebre alta y profunda sensación de ahogo. Desde la cama en la que se encuentra postrado oye disparos sueltos y se incorpora con esfuerzo. Tiene el cuerpo empapado en sudor, así que se quita la camisa de dormir húmeda, se refresca un poco la cara con el agua de una jofaina y se viste despacio, abrochando con dedos torpes los botones de la nueva casaca blanca con solapas y vueltas carmesíes con la que acaba de ser dotado el regimiento de infantería número 36 de Voluntarios del Estado, donde sirve con el grado de teniente. Le cuesta acabar de ponerse la ropa, pues se encuentra débil; y su asistente, un soldado al que envió en busca de noticias, no ha vuelto todavía. Al cabo logra ponerse las botas, y con pasos indecisos se dirige a la puerta. Nacido en Ceuta hace veintinueve años, Jacinto Ruiz es delgado, de complexión débil, pero voluntarioso y con mucho pundonor militar. Su carácter es tranquilo, casi tímido, con un punto de retraimiento debido a la enfermedad respiratoria que padece desde niño. Por lo demás, patriota, fiel cumplidor de sus obligaciones, amante del Ejército y de la gloria de España, en los últimos tiempos ha sufrido lo indecible, como tantos de sus camaradas, por la postración nacional ante el poder napoleónico. Aunque, no siendo hombre exaltado, nunca expresó opiniones políticas más allá del cerrado círculo de los amigos íntimos.

En la escalera, Ruiz encuentra a un mozalbete que sube corriendo, y con él se informa de que los franceses disparan contra el pueblo mientras grupos de civiles se encaminan a los cuarteles en busca de armas. Inquieto, Jacinto Ruiz sale a la calle y apresura el paso sin responder a las interpelaciones que varios vecinos, al ver su uniforme, le hacen desde los balcones en demanda de noticias. Sigue sin detenerse en dirección al cuartel de Mejorada, situado al final de la calle de San Bernardo, en el número 83 y haciendo esquina con San Hermenegildo, un poco más arriba del edificio de la Junta de Artillería. De ese modo, lo más aprisa que puede, aunque sin descomponer el paso para no causar mala impresión, luchando con el sofoco de sus pulmones enfermos y pese a la fiebre que le hace arder la frente bajo el sombrero, el humilde teniente de infantería, cuyo nombre no es más que una escueta línea en el escalafón del Ejército, acude a incorporarse a su regimiento sin sospechar que, cerca de la calle por la que ahora camina, muchos años después de este largo día que apenas comienza, se alzará un monumento de bronce a su memoria.


Lo que se oye en la distancia son tiros sueltos, pero no descargas. Eso tranquiliza un poco a Antonio Alcalá Galiano, que recorre el barrio observando el revuelo de la gente. Sus diecinueve años no le impiden darse cuenta de lo obvio: las cuadrillas van tan ridículamente armadas que parece locura desafiar a los soldados franceses. Aun así, a impulsos de su mocedad, el joven acaba uniéndose a un grupo que pasa con mucho alboroto junto a la iglesia de San Ildefonso, más por las mujeres que miran desde los balcones que por otra cosa. Está enamorado de una madrileña, y eso lo alienta a poder contar algún lance heroico, aunque sea mínimo. La cuadrilla, compuesta de muchachos, la dirige uno con trazas de oficial artesano, que da vivas al rey Fernando. Los sigue el joven Alcalá Galiano hasta la calle Fuencarral, donde surge una acalorada discusión sobre el camino a seguir: unos quieren ir a un cuartel a juntarse con la tropa y pelear juntos y en orden, mientras otros pretenden embestir a los franceses donde los encuentren, tendiéndoles celadas para hacerse con sus armas y seguir actuando a saltos, en pequeños grupos, atacando y retirándose por esquinas y azoteas. La disputa se enciende, algunos están a punto de llegar a las manos, y uno de los más exaltados, descamisado y de malas trazas, termina volviéndose a Alcalá Galiano:

– ¿Qué opina usted, amigo?

El tratamiento llano no le hace gracia al educado huérfano del héroe de Trafalgar, que además pertenece a la Maestranza de Caballería de Sevilla, aunque vista de paisano. Así que, disgustado pero con prudencia y marcando distancias, responde que no tiene opinión formada al respecto.

– ¿Pero quiere matar franceses, o no?

– Claro que sí. Aunque no pretenderá que los mate a puñetazos… No llevo armas.

– En eso estamos. En buscarlas.

Alcalá Galiano mira los rostros poco simpáticos que lo rodean. Casi todos son mozos de baja condición, y no faltan chicuelos desharrapados de la calle. Tampoco le pasan inadvertidas las miradas recelosas que dirigen a su frac y sombrero bordado. «Un currutaco», oye decir a uno. A éstos, concluye inquieto, hay que temerlos más que a los franceses.

– Pues ahora que me acuerdo -responde, todo lo sereno que puede-, tengo armas en mi casa. Así que voy a buscarlas, que vivo cerca, y vuelvo.

El otro lo estudia de arriba abajo, suspicaz y despectivo.

– Vaya entonces, hombre de Dios.

Alcalá Galiano titubea, picado por el tono, y en ese momento se acerca el que hace las veces de jefe. Es un esportillero de manos fuertes y callosas, que huele a sudor.

– Usted -le dice a bocajarro- no nos sirve para nada.

El joven siente un golpe de calor en la cara. Qué diablos hago yo, concluye, con esta gente.

– Pues que tengan un buen día.

Herido en su amor propio, pero aliviado en cuanto a la inquietante cuadrilla que deja atrás, Alcalá Galiano da media vuelta y se encamina a su casa. Una vez allí, tomando su sombrero con galón de plata y su espada, no sin dejar a la madre inquieta y llorosa al verlo arriesgarse de nuevo, sale en busca de mejor compañía, dispuesto a mezclarse en la refriega junto a gente decente y juiciosa. Pero sólo encuentra grupos de paisanos enfurecidos, casi todos gente baja, y algún militar intentando contenerlos. En la esquina de la calle de la Luna con Tudescos ve a un oficial de buen aspecto, teniente de Guardias de Corps, a quien pide consejo. El otro, creyendo por el galón del sombrero que es uno de sus guardias, le pregunta qué hace en la calle y si no conoce las órdenes.

– Soy maestrante, señor teniente. De Sevilla.

– Pues vuélvase inmediatamente a su casa. Yo voy de camino a mi cuartel, y las órdenes son de no moverse. Y si llega el caso, de disparar para sosegar el tumulto.

– ¿Contra la gente?

– Todo puede ser. Ya ve cómo andan todos, rabiosos y sin freno. Hay muchas muertes de franceses y empieza a haberlas de paisanos… Usted parece de buena familia. Ni se le ocurra juntarse con la gente exaltada.

– Pero… ¿De verdad nuestras tropas no van a entrar en combate?

– Ya se lo he dicho, diantre. Le repito que vaya a su casa y no se mezcle con esa chusma.

Convencido y obediente, escarmentado por la propia experiencia, Antonio Alcalá Galiano desanda el camino a su domicilio, donde la madre, que aguarda angustiada, lo recibe con muchos ruegos de que no vuelva a salir. Y al fin, confuso y desalentado por cuanto ha visto, accede a quedarse en casa.


Mientras el joven Alcalá Galiano renuncia a ser actor de la jornada, grupos de madrileños siguen intentando llegar al parque de Monteleón en busca de armas. Desviándose en largo rodeo, el cerrajero Blas Molina y los suyos se ven detenidos cerca de la corredera de San Pablo por la presencia de un piquete francés, al que Molina, con el juicio despabilado por la experiencia de Palacio, decide no incomodar.

– Cada cosa a su tiempo -susurra-. Y los nabos en Adviento.

Otras partidas, sin embargo, llegan pronto y sin novedad a las puertas del parque, engrosando el número de los que allí se congregan. Tal es el caso de la acaudillada por el estudiante asturiano José Gutiérrez, un joven flaco y enérgico a quien se unen, con otra docena de individuos, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. También el vecino de la calle del Príncipe Cosme Martínez del Corral, impresor y administrador de una fábrica de papel y antiguo soldado de artillería, pese a llevar encima 7.250 reales en cédulas retiradas esta mañana, acude a Monteleón para ofrecerse a sus antiguos compañeros, por si se ven en trance de batirse. Por su parte, el almacenista de carbón Cosme de Mora, que tiene tienda en la corredera de San Pablo, y su amigo el portero de juzgado Félix Tordesillas, vecino de la calle del Rubio, logran abrirse paso al frente de un grupo de vecinos sin encontrar franceses que los inquieten. A esta partida, una de las más numerosas, se unen por el camino el oficial de obras Francisco Mata, el carpintero Pedro Navarro, el sangrador de la calle Silva Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, y José Rodríguez, botillero de San Jerónimo, que viene acompañado de su hijo Rafael. En la calle Hortaleza los alcanzan los hermanos Antonio y Manuel Amador; que, pese a su rechazo y a los pescozones que le dan, no pueden evitar que los siga su hermano pequeño Pepillo, de once años.


Otra cuadrilla que está a punto de llegar a Monteleón es la levantada por José Fernández Villamil, hostelero de la plazuela de Matute, a quien siguen escoltando los mozos a su servicio, algunos vecinos y el mendigo de Antón Martín. Irrumpiendo en el retén de Inválidos de las Casas Consistoriales, Fernández Villamil ha logrado apoderarse, sin resistencia por parte de los guardias -uno se unió a ellos-, de media docena de fusiles, sus bayonetas y la munición correspondiente. Entre todos los paisanos sublevados hoy en Madrid, el hostelero y su partida serán de los que más peripecias vivan. Apenas conseguidos los fusiles, tras encaminarse a Palacio por Atocha y la calle Mayor, tuvieron un encuentro cerca de los Consejos con un pequeño destacamento de caballería imperial. En la escaramuza, derribado de un tiro el oficial enemigo, el grupo se vio obligado a retroceder hasta los soportales de la plaza Mayor, manteniendo allí un breve tiroteo hasta que, llegada desde Palacio una avanzada de infantería francesa, el hostelero y los suyos tuvieron que replegarse, cruzando al descubierto y bajo fuego intenso la puerta de Guadalajara hacia la plaza de las Descalzas, donde se les unieron el maestro cerrajero Bernardo Morales y Juan Antonio Martínez del Álamo, dependiente de Rentas Reales. Un nuevo intento de ir a Palacio se vio frustrado hace rato por una descarga de metralla al doblar una esquina. De regreso a las Descalzas, mientras se detenían agrupados para recobrar aliento discutiendo qué hacer, algunos vecinos les han dicho desde los balcones que grupos de paisanos se dirigen al parque de Monteleón. De modo que, tras breve alto para refrescarse en la taberna de San Martín y coger un pellejo de vino de una arroba para el camino -a la vista de los fusiles, el tabernero se niega a cobrarles nada-, Villamil y sus hombres, mendigo incluido, toman a buen paso el camino del parque, sin que esta vez nadie grite «¡A matar franceses!». Aunque se cruzan con pequeños grupos que alborotan y piden armas, o vecinos que jalean desde portales, balcones y ventanas, el hostelero y sus acompañantes, escarmentados, avanzan ojo avizor pegados a las casas, con las armas prevenidas, la boca cerrada y procurando no llamar la atención.


Por las ventanas de la Junta de Artillería siguen oyéndose disparos a lo lejos -ahora el tiroteo es continuo- y gritos de gente suelta que pasa camino de Monteleón. A las once de la mañana, el capitán Pedro Velarde, que para preocupación de su coronel continúa haciendo garabatos en un papel mientras murmura entre dientes «a batirnos, a batirnos», echa hacia atrás su silla, con violencia, y se pone en pie, apoyadas ambas manos en la mesa.

– ¡A morir! -exclama-. ¡A vengar a España!

Navarro Falcón se levanta e intenta contenerlo, pero Velarde está fuera de sí. Cada disparo de los que suenan en la calle, cada grito de la gente que pasa, parece roerle las entrañas. Descompuesto el gesto, pálido el rostro, rechaza a su superior, y ante los ojos espantados de oficiales, soldados y escribientes que acuden al oír sus voces, se precipita hacia la escalera.

– ¡Vamos a batirnos con los franceses!… ¡A defender a la patria!

Todos se miran indecisos mientras el coronel levanta los brazos, ordenando que permanezcan donde están. Velarde, que se ha detenido un instante para ver si alguien lo acompaña, da media vuelta y se lanza a la calle, arrebatando de camino el fusil a uno de los ordenanzas.

– ¡Todo el mundo quieto! -ordena Navarro Falcón-. ¡Que nadie lo siga!

Del medio centenar de hombres que en este momento se encuentran en las oficinas, patio y zaguán de la Junta de Artillería, sólo dos desobedecen esa orden: el escribiente de cuenta y razón Manuel Almira y el meritorio Domingo Rojo Martínez. Levantándose de sus mesas, dejan plumas y tinteros, cogen cada uno un fusil, y sin decir palabra siguen a Velarde.


Casi a la misma hora en que el capitán Velarde abandona la Junta de Artillería, al otro lado de la ciudad, cerca de la fuente de Neptuno, el capitán Marcellin Marbot mira la cuesta que baja del Buen Retiro, dispuesto a guiar las avanzadas de la columna de caballería que el general Grouchy envía en dirección a la puerta del Sol, donde según un correo que acaba de llegar -al galope y con un brazo roto de un balazo- todo sigue en manos del populacho. Vuelto a mirar sobre la grupa del caballo, firme y erguido en su silla, Marbot admira el aspecto imponente de la máquina de guerra inmóvil a su espalda.

«Nada en el mundo -se dice con orgullo- puede detener esto».

Y no le falta razón. Aquélla es la crema de las tropas imperiales. La mejor caballería del mundo. A lo largo de la tapia sur de las caballerizas, escalonadas por escuadrones, las compactas filas de monturas y jinetes ocupan toda la extensión de la alameda hasta la plaza del Coliseo del antiguo palacio de los Austrias, centellando puntas de lanza, cascos y cordones dorados bajo el sol de la mañana. La vanguardia está formada por un centenar de mamelucos y medio centenar de dragones de la Emperatriz. Los siguen doscientos cazadores a caballo y otros tantos granaderos montados, pertenecientes todos a la Guardia Imperial, y casi un millar de dragones de la brigada Privé. La misión de esa fuerza de caballería es despejar la puerta del Sol y la plaza Mayor para converger allí con la infantería, que llegará por las calles Arenal y Mayor, y la caballería pesada, que desde los Carabancheles avanzará por la calle de Toledo.

– Usted dirá, Marbot.

El veterano coronel Daumesnil, encargado de dirigir el primer ataque, llega junto al capitán. Viene a lomos de un espléndido tordo rodado, vestido con su vistoso uniforme de coronel de cazadores a caballo de la Guardia: el dolmán verde, la pelliza roja balanceándose con garbo sobre un hombro, el colbac de piel de oso con su barbuquejo enmarcándole los ojos vivos y el mostacho. Reprimir alborotos de muchachos y viejas, ha dicho despectivo, es impropio de un soldado. Pero las órdenes son las órdenes. Respetuosamente, Marbot recomienda la calle de Alcalá, que es ancha y despejada.

– Con atención a las bocacalles de la izquierda, mi coronel. Hay mucha gente emboscada.

Daumesnil, sin embargo, se muestra partidario de enviar la vanguardia por San Jerónimo, que es el camino más corto. El resto de la fuerza seguirá luego por Alcalá, despejando así ambas avenidas.

– Que asomen el hocico, si se atreven… ¿Se adelanta usted de vuelta con el gran duque o viene con nosotros?

– Tal como está la puerta del Sol, prefiero acompañarlos. Ya ha visto cómo llegó el último batidor, y lo que cuenta. Con mi pequeña escolta no podré pasar.

– Permanezca a mi lado, entonces… ¡Mustafá!

El bravo jefe de los mercenarios egipcios, el mismo que en Austerlitz estuvo a punto de alcanzar al gran duque Constantino de Rusia, avanza con su caballo, acariciándose solemne los desaforados bigotes. Es un tipo grande y fuerte, que viste pantalón bombacho rojo, chaleco y turbante, y al cinto luce curva gumía y un largo alfanje, como el resto de sus camaradas.

– Tú y tus mamelucos vais delante. Sin piedad.

En el rostro atezado del egipcio destella una sonrisa feroz. «Iallah Bismillah», responde, y tornando grupas alcanza la cabeza de su colorida tropa. Entonces el coronel Daumesnil se vuelve a su corneta de órdenes, suena un clarinazo, todos gritan «¡Viva el Emperador!» y la vanguardia de la columna se pone en marcha.


Veinte minutos antes de que la caballería de la Guardia Imperial avance desde el Buen Retiro, el alférez de fragata Manuel Esquivel, con todo el alivio del mundo, ha visto llegar su relevo a la casa de Correos de la puerta del Sol.

– ¿Traen ustedes munición?

El otro, un teniente chusquero de edad avanzada, el aire rudo e inquieto, niega con la cabeza.

– Ni siquiera para nosotros. Ni un mal cartucho.

Al escuchar aquello, Esquivel no hace aspavientos. Se lo esperaba. Tendrá que hacer todo el camino de regreso al cuartel con la tropa indefensa, a través de una ciudad enloquecida. Malditos sean, piensa. Sus jefes, los franceses, el populacho y la madre que los trajo a todos.

– ¿Cuáles son las últimas instrucciones?

– No han cambiado. Encerrarnos y no asomar la gaita.

– ¿Así estamos todavía?… ¿Con lo que está pasando ahí afuera?

El otro tuerce el gesto con desagrado.

– A mí qué me cuenta. Yo cumplo órdenes, como usted.

– ¿Órdenes? ¿Qué órdenes?… Aquí nadie ordena nada.

El teniente no responde, limitándose a mirarlo como urgiéndolo a irse de una vez. Esquivel observa angustiado a sus veinte granaderos de Marina, que terminan de formar en el patio con los inútiles fusiles colgados al hombro. Para colmo, comprueba, el vistoso uniforme de esa tropa de élite, casaca azul con vueltas rojas, correaje blanco y gorro forrado de piel, puede confundirse de lejos con el de los granaderos imperiales.

– ¿Qué hay de los franceses?

El teniente hace amago de escupir entre sus botas, pero se contiene. Luego encoge los hombros con indiferencia.

– Se preparan para marchar sobre el centro de la ciudad. O eso dicen.

– Será una matanza. Ya ve cómo está la gente de encendida. He visto cosas…

– Ése es problema de los gabachos, ¿no cree?… Ni suyo ni mío.

Está claro que al recién llegado empieza a incomodarlo tanta conversación. Y parece resuelto a no complicarse la vida. Ahora dirige ojeadas impacientes a diestra y siniestra, con visibles deseos de que Esquivel desaparezca y atrancar las puertas.

– Yo de usted me iría a toda prisa -sugiere.

Esquivel asiente como si acabara de escuchar el Evangelio.

– No me lo pensaré dos veces -concluye-. Buena suerte.

– Lo mismo digo.

Haciendo de tripas corazón, preocupado por lo que va a encontrar afuera, el alférez de fragata se acerca a sus granaderos, que lo miran entre confiados e inquietos. Del edificio de Correos al cuartel de Marina, situado en el paseo del Prado, hay un trecho largo. Aunque estarán mejor allí, con el resto de la compañía -sobre todo si al final se les ordena salir a la calle para ayudar al pueblo o para reprimirlo-, el trayecto se presenta lleno de obstáculos: la distancia, la gente y los franceses. Sobre todo estos últimos, que viniendo del Buen Retiro van a seguir, sin duda, el mismo camino que él debe tomar, a la inversa, para ir al cuartel. Y no quiere imaginar lo que pasará si se encuentran.

– Calen bayonetas.

«Por lo menos -decide en sus adentros- que la cosa no nos pille con las manos en los bolsillos».

– Preparados para salir. A mi orden y sin detenerse. Vean lo que vean, pase lo que pase, no atiendan más que a mí… ¿Listos?

El sargento del piquete, con su cara curtida de veterano y sus cicatrices de Trafalgar, lo mira como preguntándole si sabe lo que hace. Para tranquilizar a la tropa, Esquivel compone una sonrisa.

– Fusil en prevengan. Paso ligero.

Y tras persignarse mentalmente, poniéndose a la cabeza de sus hombres, el alférez de fragata abandona el edificio. Apenas en la calle, su primera impresión es que penetra en un océano de gente. Al reconocer los uniformes de Marina, la multitud deja paso, respetuosa. Hay mucho pueblo llano, con numerosas mujeres que han venido de la parte sur de la ciudad, y los balcones y ventanas están cuajados como si de una fiesta se tratara. Unos sonríen, dan vivas o aplauden viendo tropa española. Otros, más hoscos, los incitan a unirse a ellos o entregar los fusiles. Impertérrito, sin hacer caso a nadie, Esquivel sigue su marcha. Del lado de Santa Ana oye tiros sueltos. Procurando no mirar a nadie, el sable en la vaina y suspendido en la mano izquierda, los ojos fijos en la embocadura de la carrera de San Jerónimo, el marino dirige a sus granaderos mientras ruega a Dios les permita llegar a tiempo y sin novedad al paseo del Prado.

– ¡Mantengan el paso!… ¡Vista al frente!

La marcha, siempre a paso redoblado, lleva al piquete junto al Buen Suceso y luego carrera de San Jerónimo abajo, donde Esquivel observa que los grupos de gente son más dispersos, clarean y acaban siendo pequeñas partidas agazapadas en portales y esquinas con trabucos, palos y cuchillos. En tres ocasiones, al pasar por las bocacalles que llevan a Antón Martín y la calle de Atocha, les hacen algunos disparos de lejos -no se sabe si franceses o españoles-, que no causan desgracias, aunque sí sobresalto. Mientras mantiene el paso rápido, trotando con resonar de botas en el suelo, y a medida que el piquete se acerca a la confluencia de San Jerónimo y el Prado, Esquivel siente desfallecerle el ánimo cuando ve la rutilante y compacta columna de caballería francesa que, despacio, extendiéndose por atrás hasta el Buen Retiro, baja por la cuesta y avanza en dirección contraria, todavía a unas cien varas de distancia.

– Virgen santa -exclama el sargento, a su espalda.

Esquivel se vuelve, con un rugido.

– ¡Conserven la formación!… ¡Vista al frente!… ¡Cabeza, variación izquierda!

Y así, sólo un poco antes de que la caballería francesa rebase la fuente de Neptuno, desfilando impasible a paso ligero ante los sorprendidos jinetes de la vanguardia imperial, el pequeño destacamento español, con todos sus granaderos mirando al vacío como si no vieran la amenazadora masa de hombres y caballos, gira disciplinadamente en la esquina misma y se aleja bajo los árboles del paseo del Prado, a salvo.


Hacia las once y media de la mañana, cuando la vanguardia de caballería avanza hacia la puerta del Sol por San Jerónimo, el resto de las tropas imperiales situadas en las afueras de Madrid han abandonado sus campamentos y se dirigen a las puertas de la ciudad, obedeciendo las órdenes de tomar las grandes avenidas y converger en el centro. Al ver multiplicarse la presencia de franceses, y comprobando que sus avanzadas abren fuego sin aviso previo contra todo grupo de civiles que encuentran a su paso, la gente que sigue en la calle busca desesperadamente armas. A veces las obtiene asaltando tiendas, salones de esgrima, cuchillerías, o saqueando la Armería Real, de donde algunos salen con corazas, alabardas, arcabuces y espadas de los tiempos de Carlos V. A esa misma hora, por la tapia trasera del cuartel de Guardias Españolas, un grupo de soldados pasa fusiles y cartuchos al paisanaje que desde allí reclama, mientras sus oficiales miran hacia otro lado pese a las órdenes recibidas. El coronel don Ramón Marimón, que se presentó apenas comenzaron los disturbios, ha llegado a tiempo de impedir que la tropa, ya formada para ello, saliera a la calle. Pese a todo, cinco soldados uniformados, entre los que se cuentan el sevillano de veinticinco años Manuel Alonso Albis y el madrileño de veinticuatro Eugenio García Rodríguez, saltan la tapia y se unen a los insurrectos. De este modo forman partida una treintena de soldados y paisanos entre los que se encuentran José Peña, zapatero de diecinueve años; José Juan Bautista Montenegro, criado del marqués de Perales; el toledano Manuel Francisco González Rivas, vecino de la calle del Olivar; el madrileño Juan Eusebio Martín, y el oficial herrero de cuarenta años Julián Duque. Todos juntos se dirigen hacia el paseo del Prado cruzando por el huerto de San Jerónimo y el jardín Botánico, en busca de franceses. Allí combatirán, con extraordinaria dureza y haciendo daño al enemigo, contra destacamentos de caballería que bajan del Buen Retiro y unidades de infantería imperial que empiezan a subir desde el paseo de las Delicias y la puerta de Atocha.


Mientras los choques entre madrileños y avanzadillas francesas se generalizan a lo largo del Prado, el mozo de caballerías reales Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y José Doctor Cervantes, de treinta y dos, que se dirigían al cuartel de Guardias Españolas en busca de armas, dan media vuelta al ver el paso cortado por una columna de jinetes franceses. Al poco encuentran a un conocido llamado Gaudosio Calvillo, funcionario del Resguardo de la Real Hacienda, que va apresurado llevando cuatro fusiles, dos sables y una bolsa de cartuchos. Calvillo les cuenta que muy cerca, en el portillo de Recoletos, sus compañeros de Aduanas se disponen a batirse, o lo hacen ya; de modo que cogen un fusil cada uno y deciden seguirlo. Por el camino, al verlos armados y resueltos, se les unen los hortelanos de la duquesa de Frías y del marqués de Perales Juan Fernández López, Juan José Postigo y Juan Toribio Arjona, llevando Fernández López una escopeta de caza de su propiedad y provistos los otros sólo de navajas. Arjona se hace cargo del fusil que resta, y llegan de ese modo a las inmediaciones del portillo, justo cuando los aduaneros y algunos paisanos se enfrentan a avanzadillas de infantería francesa que se aventuran por el lugar. Saltando tapias, corriendo agachados bajo los árboles de las huertas, los seis terminan por unirse a un grupo numeroso, formado entre otros por los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Francisco Requena, José Avilés, Antonio Martínez y Juan Serapio Lorenzo, a quienes acompañan los alfareros del tejar de Alcalá Antonio Colomo, Manuel Díaz Colmenar, los hermanos Miguel y Diego Manso Martín, y el hijo de éste. Entre todos logran acorralar a unos exploradores franceses que avanzan descuidados por la huerta de San Felipe Neri. Tras furioso intercambio de disparos, les caen encima con navajas, al degüello, haciendo tan terrible carnicería que al cabo, espantados de su propia obra, previendo la inevitable represalia, se dispersan y corren a ocultarse. Los funcionarios buscan amparo en las dependencias de Aduanas del portillo de Recoletos, y el hortelano Juan Fernández López, todavía con su escopeta, decide acompañarlos; sin imaginar que de allí a poco rato, cuando llegue el grueso de tropas enemigas queriendo vengar a sus camaradas, ese lugar se convertirá en una trampa mortal.


En su despacho de la Cárcel Real, el director no da crédito a sus oídos.

– ¿Que los presos solicitan qué?

El portero jefe, Félix Ángel, que acaba de poner un papel manuscrito sobre la mesa de su superior, encoge los hombros.

– Lo piden respetuosamente, señor director.

– ¿Y qué es lo que dice que solicitan?

– Defender a la patria.

– Me toma el pelo, Félix.

– Dios me libre.

Poniéndose los anteojos, incrédulo todavía, el director lee la instancia que acaba de presentar el portero jefe, transmitida por conducto reglamentario:


Abiendo adbertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja almas y munisiones para la defensa de la Patria y el Rey, el abajo firmante Francisco Xavier Cayón suplica en su nombre y de sus compañeros bajo juramento de volber todos a la prisión se nos ponga en libertad para ir a exponer la vida contra los estrangeros y en bien de la Patria.

Respetuosamente en Madrid a dos de mayo de mil ochosientos y ocho.


Aún estupefacto, el director mira al portero jefe.

– ¿Quién es ese Cayón?… ¿El número quince?

– El mismo, señor director. Tiene estudios, como puede ver. Y buena letra.

– ¿De fiar?

– Dentro de lo que cabe.

El director se rasca las patillas y resopla, dubitativo.

– Esto es irregular… Eh… Imposible. Ni siquiera en estas difíciles circunstancias… Además, algunos son criminales con delitos de sangre. No podemos dejarlos sueltos.

El portero jefe se aclara la garganta, mira el suelo y luego al director.

– Dicen que si no se atiende la solicitud de buen grado, se amotinan por fuerza.

– ¿Amenazan? -el director da un respingo-. ¿Se atreven a eso, los canallas?

– Bueno… Es una forma de verlo. De cualquier manera ya lo han hecho… Están reunidos en el patio y me han quitado las llaves -el portero jefe señala el papel sobre la mesa-. En realidad esa instancia es una formalidad. Un detalle de buena fe.

– ¿Se han armado?

– Bueno, sí… Lo de siempre: hierros afilados, pinchos, tostones… Lo normal. También amenazan con pegarle fuego a la cárcel.

El director se seca la frente con un pañuelo.

– De buena fe, dice.

– Yo no digo nada, señor director. Lo de buena fe lo dicen ellos.

– ¿Y se ha dejado quitar las llaves, por las buenas?

– Qué remedio… Pero ya los conoce. Por las buenas es una manera de hablar.

El director se levanta de su mesa y da un par de vueltas alrededor. Luego va junto a la ventana, oyendo preocupado los tiros de afuera.

– ¿Cree que cumplirían su palabra?

– Ni idea.

– ¿Se hace usted responsable?

– Lo veo con ganas de guasa, señor director. Dicho sea con todo respeto.

Indeciso, el director vuelve a secarse la frente. Luego regresa junto a la mesa, coge los lentes y lee otra vez la instancia.

– ¿Cuántos reclusos tenemos ahora?

El portero jefe saca una libreta del bolsillo.

– Según el recuento de esta mañana, ochenta y nueve sanos y cinco en la enfermería: noventa y cuatro en total -cerrando la libreta, hace una pausa significativa-. Al menos hace un momento teníamos ésos.

– ¿Y quieren salir todos?

– Sólo cincuenta y seis, según el tal Cayón. Otros treinta y ocho, si contamos los enfermos, prefieren quedarse aquí, tranquilos.

– Es una locura, Félix. Más que una cárcel, esto parece un manicomio.

– Un día es un día, señor director. La patria y todo eso.

El director mira al portero jefe, suspicaz.

– ¿Qué pasa?… ¿También quiere ir con ellos?

– ¿Yo?… Ni ciego de uvas.


Mientras el director y el portero jefe de la Cárcel Real dan vueltas al escrito de los presos, una carta de tono diferente llega a manos de los miembros del Consejo de Castilla. Va firmada por el duque de Berg:


Desde este instante debe cesar toda especie de miramiento. Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente o que los habitantes de Madrid esperen ver sobre sí todas las consecuencias de su resolución. Todas mis tropas se reúnen. Órdenes severas e irrevocables están dadas. Que toda reunión se disperse, bajo pena de ser exterminados. Que todo individuo que sea aprehendido en una de esas reuniones sea inmediatamente pasado por las armas.


Como respuesta a la intimación de Murat, el abrumado Consejo, con firma del gobernador don Antonio Arias Mon, se limita a despachar un bando conciliador al que, en una ciudad en armas y enloquecida, nadie hará caso:


Que ninguno de los vasallos de S.M. maltrate de palabra ni de obra a los soldados franceses, sino que antes bien se les dispense todo favor y ayuda.


Ajeno a cualquier bando publicado o por publicar, Andrés Rovira y Valdesoera, capitán del regimiento de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba, a la cabeza de un pelotón de paisanos que buscan batirse con los franceses, encuentra al capitán Velarde cuando éste, seguido por los escribientes Rojo y Almira, camina por San Bernardo hacia el cuartel de Mejorada, sede del regimiento de Voluntarios del Estado. Al ver la actitud resuelta de Velarde, Rovira, que lo conoce, se le une con su gente. De ese modo llegan juntos al cuartel, donde encuentran el regimiento formado en el patio y en actitud de defensa, y a su coronel, don Esteban Giraldes Sanz y Merino -marqués de Casa Palacio, veterano de las campañas de Francia, Portugal e Inglaterra-, discutiendo agriamente en un aparte con sus oficiales, que pretenden echarse a la calle, fraternizar con el pueblo e intervenir en la lucha. Giraldes se niega y amenaza con arrestar a todos los mandos de teniente para arriba, pero la discusión se agrava con la presencia de jefes populares, vecinos y conocidos de la gente del cuartel, que se ofrecen para abrir paso a los soldados hasta el cercano parque de Monteleón, garantizando que el pueblo, necesitado de jefes, acatará cualquier orden militar.

– ¡Aquí la única disciplina es cumplir lo que yo mando! -exige el coronel, a punto de perder los estribos.

La posición de Giraldes se debilita con la llegada de Velarde, Rovira y los hombres que los siguen. El teniente Jacinto Ruiz, que pese al asma y la mucha fiebre ha logrado incorporarse a su unidad, escucha a Velarde argumentar con calor, y comprueba que sus exaltadas palabras encienden todavía más los ánimos, incluido el suyo.

– ¡No podemos estar cruzados de brazos mientras asesinan al pueblo! -vocea el artillero.

El coronel se mantiene en sus trece, y la situación roza el motín. Frente a quienes afirman que si el regimiento sale a la calle su ejemplo alentará al resto de tropas españolas, Giraldes opone que eso extendería la matanza, volviendo irreversible el conflicto.

– ¡Es vergonzoso! -insiste Velarde, coreado por oficiales y paisanos-. ¡El honor nos obliga a batirnos por encima de toda consideración!… ¿Es que no oye usted los tiros?

El coronel empieza a dudar, y se le nota. La discusión sube de tono. Las voces llegan hasta los soldados formados en el patio, entre los que empiezan a correr comentarios levantiscos.

– Permítanos al menos -insiste Velarde- reforzar a los compañeros de Monteleón… Apenas hay allí unos pocos artilleros con el capitán Daoiz, y los franceses tienen dentro del parque una fuerza muy superior… Será usted responsable, mi coronel, si atacan a los nuestros.

– ¡No le tolero que me hable en ese tono!

Velarde no se achanta lo más mínimo:

– ¡Con mi tono o sin él, será responsable ante la patria y ante la Historia!

Ha subido la voz lo suficiente para que los soldados de las filas próximas escuchen a gusto. En el patio crece el rumor de murmullos. Rojo de ira, con las venas a punto de reventarle por el cuello alto y duro de la casaca, Giraldes señala la puerta de la calle.

– ¡Salga de mi cuartel inmediatamente!

Resuelto, Velarde alza más la voz, que ahora resuena en todo el patio.

– ¡Cuando salga, le juro por mi conciencia que no lo haré solo!

Es el capitán Rovira quien propone una solución. Puesto que el peligro que corren los artilleros del parque es real, podría enviarse una pequeña tropa para asegurarlos de cualquier intento francés. Una fuerza oficial, que al mismo tiempo frene a los paisanos que se amontonan en la calle.

– Si la gente se desboca, será peor. Más uniformes españoles mantendrían la disciplina.

Al fin, acosado, inseguro de poder seguir manteniendo a sus hombres bajo control, el coronel se agarra a esa salida como mal menor. A regañadientes, accede a enviar una fuerza a Monteleón. Para ello elige a uno de sus capitanes más serenos: Rafael Goicoechea, al mando de la 3ª compañía del 2º batallón, que tiene bajo sus órdenes a treinta y tres fusileros, a los tenientes José Ontoria y Jacinto Ruiz Mendoza, al subteniente Tomás Bruguera y a los cadetes Andrés Pacheco, Juan Manuel Vázquez y Juan Rojo. La instrucción verbal que recibe Goicoechea es no emprender actos de hostilidad contra ninguna fuerza francesa. Tras lo cual, provistos de munición, fusiles al hombro, con su jefe y oficiales al frente, los Voluntarios del Estado abandonan el cuartel y bajan por San Bernardo hacia la fuente de Matalobos, la calle de San José y el parque de artillería. Los acompañan Velarde, Rovira y una veintena de paisanos alborozados. Los vecinos aplauden y vitorean, palmean la espalda a los soldados, y algunos se les unen. Precediendo a la tropa, aturdido por su precario estado de salud, inflamado de fiebre y respirando con dificultad, el teniente Jacinto Ruiz se esfuerza por mantenerse erguido. Al pasar por la esquina de la calle de San Dimas, Ruiz observa cómo el padre del cadete Andrés Pacheco, el exento de Guardias de Corps José Pacheco, que desde el balcón de su casa ha visto a su hijo pasar con los otros camino de Monteleón, baja a toda prisa ciñéndose un sable, y sin decir palabra se une a la tropa.


– ¡Ahí están!… ¡Vienen delante los moros!

Cuando la vanguardia de jinetes desemboca de San Jerónimo en la puerta del Sol, entre el hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles próximas, esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbítero de Fuencarral don Ignacio Pérez Hernández intenta refugiarse en un portal. Allí ayuda a un anciano que ha caído al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando por todas partes surgen voces de cólera, incitando a no retroceder y plantar cara.

– ¡A ellos, rediós!… ¡A por esos moros gabachos! ¡Que no pasen! ¡Que no pasen!

A su alrededor, espantado, el presbítero escucha el clac, clac, clac, de innumerables navajas que se abren. Cachicuernas albaceteñas de siete muelles, con hojas de entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.

– ¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos!… ¡A ellos!

El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apuñalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entrañas.

– ¡A ellos!… ¡Que no quede moro vivo!

Continúan llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos caídos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por tierra sin ocho o diez puñaladas, y a medida que acuden más jinetes, y los uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, mueren, se desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos, clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias desventradas, las coces de sus patas en el aire. Perecen así, deshechos a puñaladas, veintinueve de los ochenta y seis mamelucos que integran el escuadrón; entre ellos el legendario Mustafá, héroe de Austerlitz, a quien sujetan los asturianos Francisco Fernández, criado del conde de la Puebla, y Juan González, criado del marqués de Villaseca, mientras el albañil Antonio Meléndez Álvarez, leonés de treinta años, le rebana el cuello con su cachicuerna. Y al coronel Daumesnil, jefe de la vanguardia francesa, le matan dos caballos a navajazos, librándose de ser acuchillado porque en ambas ocasiones lo socorren sus mamelucos y dragones.

– ¡Vienen más, aguantad!… ¡Viva el rey Fernando!… ¡Viva España!

Ensangrentadas hasta las cachas, las navajas no descansan. Muchos jinetes, espantados por el muro humano que se les opone, vuelven grupas y se alejan rodeando el Buen Suceso hacia la calle de Alcalá, donde otra gente los acomete; pero la carrera de San Jerónimo sigue vomitando oleadas de caballería imperial, y los paisanos combatientes sufren terribles bajas. Junto a la fuente de la Mariblanca, el albañil Meléndez Álvarez recibe un sablazo que le abre la cabeza. Un mancebo de tienda de la calle Montera llamado Buenaventura López del Carpio, que acude a batirse junto a su compañero Pedro Rosal, encaja un tiro en la cara; y a su lado, pisoteados por los caballos a cuyas riendas se aferran, caen el menorquín Luis Monge, el mozo de cuerda Ramón Huerto, el napolitano Blas Falcone, el jornalero Basilio Adrao Sanz y la vecina de la calle Jacometrezo María Teresa de Guevara. Mucha gente empieza a chaquetear y corre en busca de amparo, y al poco rato no quedan en la puerta del Sol más de tres centenares de hombres y algunas mujeres que pelean como pueden, refugiándose en las esquinas y zaguanes para tomar respiro o esquivar las cargas de los grupos más compactos de caballería, volviendo a saltar sobre los jinetes sueltos que van y vienen para despejar la plaza. Los hermanos Rejón y su compañero el cazador colmenarense Mateo González, que luchan a brazo partido, se ven obligados a recular hasta el atrio enrejado del Buen Suceso cuando una nueva oleada de dragones a caballo dispersa su grupo a tiros y golpes de sable, matando a la manola Ezequiela Carrasco, al herrador Antonio Iglesias López y al zapatero de diecinueve años Pedro Sánchez Celemín. Entre los que, navaja en mano, se resguardan en el Buen Suceso, Mateo González reconoce con estupor al actor Isidoro Máiquez, que ha salido a batirse con el pueblo.

– Rediós. No me diga que usted es Máiquez…

El famoso representante, que tiene cuarenta años, viste a lo castizo: chaquetilla corta de majo, calzón de ante, polainas de paño y pañuelo recogiéndole el pelo. Al oír su nombre sonríe con aire fatigado, mientras se enjuga la sangre de la cara -sangre ajena, parece- con el dorso de una mano.

– Sí, amigo -responde, afable-. En persona y a su servicio.

A Mateo González, que no le han temblado las piernas frente a los mamelucos, se le corta el aliento. Lástima, se lamenta, que no quede vino en la bota de los hermanos Rejón, para celebrar el encuentro.

– Lo vi hacer de don Pedro en La comedia nueva… ¡Impresionante!

– Se lo agradezco mucho, pero no es momento. Vayamos a lo nuestro.

El descanso dura poco. Apenas pasa el grueso del nuevo ataque francés, todos, Máiquez incluido, salen otra vez a la calle, sobre el empedrado de la acera, resbaladizo de sangre. José Antonio López Regidor, de treinta años, recibe un balazo a bocajarro en el mismo instante en que, encaramado a la grupa del caballo de un mameluco, le parte a éste el corazón de una puñalada. Caen también en esas cargas francesas, entre otros, Andrés Fernández y Suárez, contador de la Real Compañía de La Habana, de sesenta y dos años; Valerio García Lázaro, de veintiuno; Juan Antonio Pérez Bohorques, de veinte, mozo de caballos de las Reales Guardias de Corps, y Antonia Fayola Fernández, vecina de la calle de la Abada. El noble guipuzcoano José Manuel de Barrenechea y Lapaza, de paso por Madrid, que al oír el tumulto salió esta mañana de su fonda con un bastón estoque, dos pistolas de duelo al cinto y seis cigarros habanos en un bolsillo de su levita, recibe un sablazo que le parte la clavícula izquierda, abriéndola hasta el pecho. Y unos pasos más allá, en la esquina de la casa del Correo con la calle Carretas, los niños José del Cerro, de diez años, que va descalzo y con las piernas desnudas, y José Cristóbal García, de doce, resisten a pedradas, cara a cara, el embate de un dragón de la Guardia Imperial bajo cuyo sable pierden la vida. Para entonces, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, espantado por cuanto presencia, ha abierto la navaja que traía en el bolsillo. Remangados hasta la cintura los faldones de la sotana, pelea a pie firme entre los caballos, junto a sus feligreses foncarraleros.

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