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El asturiano José María Queipo de Llano, vizconde de Matarrosa y futuro conde de Toreno, tiene veintidós años. Elegante, culto, de ideas avanzadas que en otro momento lo situarían más cerca de los franceses que de sus compatriotas, será con el tiempo uno de los constitucionalistas de Cádiz, exiliado liberal con el regreso de Fernando VII y autor de una fundamental Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Pero esta noche, en Madrid, el joven vizconde está lejos de imaginar todo eso; ni tampoco que dentro de veintiocho días se hará a la mar desde Gijón a bordo de un corsario inglés, con objeto de pedir ayuda en Londres para los españoles en armas.

– No hemos podido salvar a Antonio Oviedo -dice abatido, dejándose caer en un sillón.

Los amigos en cuya casa acaba de entrar -los hermanos Miguel y Pepe de la Peña- se muestran desolados. Desde media tarde, en compañía de su primo el también asturiano Marcial Mon, José María Queipo de Llano ha estado recorriendo Madrid en procura de la liberación de un íntimo de todos ellos, Antonio Oviedo; que, sin haber intervenido en los enfrentamientos, fue apresado por los franceses al cruzar una calle, yendo desarmado y sin que mediara provocación por su parte.

– ¿Lo han fusilado? -pregunta Pepe de la Peña, lleno de angustia.

– A estas horas, seguro.

Queipo de Llano refiere a sus amigos lo ocurrido. Tras indagar el paradero de Antonio Oviedo, él y Mon averiguaron que lo habían llevado al Prado con otros presos, y que allí, pese a las promesas de Murat y a las afirmaciones de que todo estaba compuesto y terminado, se ejecutaba sin juicio ni procedimiento a revoltosos y a inocentes. Alarmados, los dos amigos fueron a casa de don Antonio Arias Mon, que además de gobernador del Consejo y miembro de la Junta de Gobierno es pariente del joven Marcial Mon y del propio Queipo de Llano.

– El pobre anciano, rendido de cansancio, estaba durmiendo la siesta… Confiaba, como todos, en que Murat mantendría su palabra. Y cuando logramos despertarlo y contarle lo que pasaba, no lo podía creer… ¡Tanto repugnaba a su honradez!

– ¿Y qué hizo?

– Lo que cualquier persona decente. Convencido al fin de que cuanto contábamos era cierto, se lamentó, diciendo: «¡Y yo, que de buena fe, he procurado quitar las armas al pueblo, empeñando mi palabra!». Luego nos dio de su puño y letra una orden para que se pusiera en libertad a Oviedo, estuviera donde estuviese. Corrimos con ella de un lado a otro, pasando entre franceses y más franceses…

– Que nos dieron buenos sustos -apunta Marcial Mon.

– El caso es que terminamos en la casa de Correos -prosigue Queipo de Llano-, donde manda por los nuestros el general Sexti. Aunque lo de manda es un decir.

– Conozco a Sexti -dice Miguel de la Peña-. Un italiano estirado y fatuo, al servicio de España.

– Pues mal paga ese miserable a su patria adoptiva. Con la mayor frialdad del mundo, miró la orden, se encogió de hombros y dijo muy seco: «Tendrán que entenderse ustedes con los franceses»… De nada sirvió que le recordáramos que él es responsable, con el general Grouchy, del tribunal militar. Para evitar reclamaciones, respondió, le entrega todos los presos al francés y se lava las manos.

– ¡El infame! -salta Pepe de la Peña.

– Eso mismo le dije, casi en esos términos, y me volvió la espalda. Aunque por un momento he temido que nos hiciera arrestar.

– ¿Y Grouchy?

– No quiso recibirnos. Un edecán suyo nos echó del modo más grosero del mundo, y es una suerte que nos hayan dejado salir sin otra violencia. Temo que a estas horas, el pobre Oviedo…

Los cuatro amigos se quedan en silencio. A través de las ventanas cerradas llega el ruido de una descarga lejana.

– Oigo pasos en la escalera -dice Miguel de la Peña.

Se alarman todos, pues nadie está seguro esta noche en Madrid. Decidiéndose por fin, Marcial Mon se dirige a la puerta, la abre y da un paso atrás, como si acabara de ver a un espectro.

– ¡Antonio!… ¡Es Antonio Oviedo!

Entre exclamaciones de alegría se precipitan todos sobre el amigo, que viene despeinado y pálido, con la ropa descompuesta. Llevado casi en brazos hasta un sofá, logra reponerse con una copa de aguardiente que le dan para que recobre el color y el habla. Después, Oviedo cuenta su historia: la de tantos madrileños que hoy se ven ante un pelotón de fusilamiento, con la venturosa diferencia de que, a punto de ser arcabuceado, debió la vida a la benevolencia de un oficial francés, que lo reconoció como cliente habitual de la Fontana de Oro.

– ¿Y los demás?

– Muertos… Todos muertos.

Con el horror en la mirada, absorto en la noche que oscurece la ciudad, Antonio Oviedo bebe de un trago el resto del aguardiente. Y el joven Queipo de Llano, que atiende a su amigo con tierna solicitud, advierte espantado que algunos de sus cabellos se han vuelto blancos.


En otros infelices, las impresiones de la jornada que acaban de vivir afectan también a su razón. Es el caso del zaragozano Joaquín Martínez Valente, cuyo hermano Francisco, de veintisiete años, abogado de los Reales Colegios, tenía en la puerta del Sol un comercio en sociedad con el tío de ambos, Jerónimo Martínez Mazpule. Cerrada la tienda durante todo el día y abierta al fin con las paces de la tarde, a última hora se presentaron en ella varios soldados franceses y un par de mamelucos. Pretextando que desde allí se les hizo fuego por la mañana, rodearon a tío y sobrino en la entrada del comercio. Logró escapar Martínez Mazpule, atrancando la puerta; pero no Francisco Martínez Valente, golpeado y arrastrado hasta el portal de la tienda vecina. Allí, pese a los esfuerzos de los dependientes para meterlo dentro y salvarlo, el abogado recibió un pistoletazo que le reventó la cabeza en presencia del hermano, que acudía en su auxilio. Ahora, perdida la razón por la impresión y el terror del bárbaro sacrificio, Joaquín Martínez Valente delira recluido en casa de su tío, lanzando alaridos que estremecen al vecindario. Morirá meses más tarde, loco, en el manicomio de Zaragoza.

Muchos son los desgraciados ajenos a la revuelta que siguen cayendo víctimas de represalias, pese a la publicación de las paces, o confiados en ellas. Fuera de las ejecuciones organizadas, que seguirán hasta el alba, esta noche son asesinados numerosos madrileños por asomarse a balcones y portales, tener luz encendida en una ventana o hallarse a tiro de los fusiles franceses. Recibe así un balazo junto al río Manzanares, cuando regresa en la oscuridad con sus ovejas, el pastor de dieciocho años Antonio Escobar Fernández; y un centinela francés abate de un tiro a la viuda María Vals de Villanueva cuando ésta se dirige al domicilio de su hija, en el número 13 de la calle Bordadores. Los tiroteos esporádicos de la soldadesca borracha, provocadora o vengativa, también matan a inocentes dentro de sus casas. Es el caso de Josefa García, de cuarenta años, a quien una bala hiere de muerte al pararse junto a una ventana iluminada, en la calle del Almendro. Lo mismo les ocurre a María Raimunda Fernández de Quintana, mujer del ayuda de cámara de Palacio Cayetano Obregón, que aguarda en un balcón el regreso de su marido, y a Isabel Osorio Sánchez, que recibe un tiro cuando riega las macetas en su casa de la calle del Rosario. Mueren también, en la calle de Leganitos, el niño de doce años Antonio Fernández Menchirón y sus vecinas Catalina González de Aliaga y Bernarda de la Huelga; en la calle de Torija, la viuda Mariana de Rojas y Pineda; en la calle del Molino de Viento, la viuda Manuela Diestro Nublada; y en la calle del Soldado, Teresa Rodríguez Palacios, de treinta y ocho años, mientras enciende un quinqué. En la calle de Toledo, cuando el comerciante de lencería Francisco López se dispone a cenar con su familia, una descarga resuena contra los muros, rompe los vidrios de una ventana, y lo mata una bala.


Sobre las diez de la noche, mientras la gente aún muere en sus casas y cuerdas de presos son encaminadas hacia los lugares de ejecución, el infante don Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, que ha escrito al duque de Berg para interceder por la vida de algunos de los sentenciados, recibe la siguiente nota firmada por Joachim Murat:


Señor mi primo. He recibido la notificación de V.A.R. sobre los proyectos de algunos militares franceses de quemar casas desde las que se han disparado bastantes tiros de fusil Prevengo a V.A.R. que remito este asunto al general Grouchy, mandándole reciba todas las informaciones posibles. Me pide V.A.R. la libertad de algunos paisanos que han sido cogidos con las armas en la mano. Según mi orden del día, y para imponer en lo sucesivo, serán pasados por las armas. Mi determinación será, sin duda, de vuestra aprobación.


A la misma hora, Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid, escribe antes de irse a dormir una carta al duque de Berg. El borrador lo redacta a la luz de un candelabro, en zapatillas y bata de casa, mientras en la habitación contigua su asistente cepilla el uniforme con el que mañana Negrete se presentará a cumplimentar a Murat y recibir instrucciones. En la carta, publicada días más tarde por el Moniteur en París, el jefe de las tropas españolas acuarteladas en la ciudad resume perfectamente su punto de vista sobre la jornada que termina:


Vuestra Alteza comprende cuán doloroso debe haber sido para un militar español ver correr en las calles de esta capital la sangre de dos naciones que, destinadas a la alianza y unión más estrechas, no deberían ocuparse más que en combatir a nuestros enemigos comunes. Dígnese V.A. permitirme que le exprese mi agradecimiento, no solamente por los elogios que hace de la guarnición de esta villa y por las bondades con que me colma, sino sobre todo por su promesa de hacer cesar las medidas de rigor tan pronto como lo permitan las circunstancias. Así V.A. confirma la opinión que le había precedido en este país y que anunciaba todas las virtudes de que se halla ornado. Conozco perfectamente las intenciones rectas de V.A., previendo las ventajas que indudablemente deben resultar para mi patria. Ofrezco a V.A. la adhesión más sincera y absoluta.


En la cripta de la iglesia de San Martín, sólo cinco amigos de Daoiz y de Velarde, con los sepultureros Pablo Nieto y Mariano Herrero, velan a los dos capitanes de artillería: sus compañeros Joaquín de Osma, Vargas y César González, el capitán de Guardias Walonas Javier Cabanes y el escribiente Almira. Los cadáveres fueron traídos al anochecer, metiéndolos a escondidas desde la calle de la Bodeguilla por la puerta y las escaleras que hay detrás del altar mayor. Daoiz llegó a última hora de la tarde en un ataúd desde su casa de la calle de la Ternera, con las botas puestas y vestido con el mismo uniforme con que halló la muerte en Monteleón. El cuerpo de Velarde vino hace poco rato, conducido por cuatro artilleros del parque sobre dos tablas de cama con unos palos atravesados, desnudo como lo dejaron los franceses tras el combate, envuelto en una lona de tienda de campaña que los soldados se llevaron al irse. Alguien ha dispuesto un hábito de San Francisco para amortajar el cuerpo con decencia, y ahora los dos capitanes yacen juntos, uniformado uno y en hábito franciscano el otro. Mantiene el rigor de la muerte cara arriba el rostro de Daoiz, y vuelto el de Velarde a la derecha -por enfriarse tirado en el suelo del parque- como si todavía aguardara una última orden de su compañero. Llora a la cabecera, desconsolado, Manuel Almira; y junto a los muros húmedos y oscuros, apenas iluminados por dos velones de cera puestos junto a los cadáveres, se mantienen silenciosos los pocos que se atreven a estar allí, pues los demás se encuentran, a estas horas, escondidos o fugitivos de la venganza francesa.

– ¿Qué se sabe del teniente Ruiz? -pregunta Joaquín de Osma-. El de Voluntarios del Estado.

– Lo atendió un cirujano francés en casa del marqués de Mejorada, sondándole la herida -responde Javier Cabanes-. Luego lo llevaron a su domicilio. Me lo contó hace un rato don José Rivas, el catedrático de San Carlos, que estuvo a verlo un momento.

– ¿Grave?

– Mucho.

– Por lo menos, así no lo detendrán los franceses.

– No estés tan seguro. En cualquier caso, su herida es de las mortales… No creo que salga de ésta.

Los militares se miran, inquietos. Corre el rumor de que Murat ha cambiado de idea y ahora quiere detener a cuantos intervinieron en la sublevación del parque de artillería, sean civiles o militares. La noticia la confirman los capitanes Juan Cónsul y José Córdoba, que en este momento bajan a la cripta. Ambos vienen embozados y sin sable.

– He visto atados por la calle a unos artilleros -refiere Cónsul-. También han ido a buscar a algunos Voluntarios del Estado que estuvieron batiéndose… Por lo visto, Murat quiere un escarmiento.

– Creía que sólo arcabuceaban a paisanos cogidos con armas en la mano -se sorprende el capitán Vargas.

– Pues ya ves. Se amplía el cupo.

Los militares cambian nuevas ojeadas, nerviosos, mientras bajan la voz. Únicamente Cónsul, Córdoba y Almira han estado en Monteleón, pero la amistad con los muertos y su presencia allí los compromete a todos. Los franceses fusilan por menos de eso.

– ¿Y qué hace el coronel Navarro Falcón? -susurra César González-. Dijo que iba a interceder por su gente.

Mientras habla, el militar mira suspicaz hacia la escalera de la cripta, donde vigila uno de los enterradores. Esta noche debe temerse tanto a los imperiales como a quienes -nunca faltan en tiempos revueltos- procuran congraciarse con ellos. Meses más tarde, ya sublevada toda España contra Napoleón, incluso uno de los oficiales que hoy se han batido en el parque, el teniente de artillería Felipe Carpegna, prestará juramento al rey José, luchando del lado francés.

– No sé lo que Navarro intercede, ni con quién -dice Juan Cónsul-. Lo único que repite a todos es que ni se hace responsable ni sabe nada; pero que si él hubiera estado hoy en Monteleón, mañana se encontraría a muchas leguas de Madrid.

– ¡Estamos perdidos, entonces! -exclama Córdoba.

– Si nos cogen, no te quepa duda -apunta Juan Cónsul-. Yo me voy de la ciudad.

– Y yo. En cuanto pase por mi casa a buscar algunas cosas.

– Tened cuidado -los previene Cabanes-. No os estén esperando.

Se abrazan los militares, echando una última mirada a Daoiz y a Velarde.

– Adiós a todos. Buena suerte.

– Eso. Que Dios nos proteja a todos… ¿Viene usted, Almira?

– No -el escribiente señala los cuerpos yacentes de los capitanes-. Alguien tiene que velarlos.

– Pero los franceses…

– Ya me arreglaré con ellos. Váyanse.

Los otros no se hacen de rogar. Por la mañana, cuando los sepultureros Nieto y Herrero entierren con mucha discreción los cadáveres, sólo Manuel Almira permanecerá a su lado, leal hasta el fin. Daoiz será puesto en la cripta misma, bajo el altar de la capilla de Nuestra Señora de Valbanera, y Velarde enterrado afuera, con otros muertos de la jornada, en el patio de la iglesia y junto a un pozo de agua dulce, en el lugar llamado El Jardinillo. Años más tarde, Herrero atestiguará: «Tuvimos la precaución de dejar ambos cuerpos de los referidos D. Luis Daoiz y D. Pedro Velarde lo más inmediato posible a la superficie de la tierra, por si en algún tiempo se trataba deponerlos en otro paraje más honroso a su memoria».


Ildefonso Iglesias, mozo del hospital del Buen Suceso, se detiene horrorizado bajo el arco que comunica el patio con el claustro. A la luz del farol que lleva su compañero Tadeo de Navas, el montón de cadáveres semidesnudos conmueve a cualquiera. Iglesias y su compañero han visto muchos horrores durante la jornada, pues ambos, con riesgo de sus vidas, la pasaron atendiendo a heridos y transportando muertos cuando los disparos y los franceses lo permitían. Aun así, el espectáculo lamentable de la iglesia y el hospital contiguos a la puerta del Sol les eriza el cabello. Unos pocos cuerpos fueron retirados al ponerse el sol por los amigos o familiares más osados, exponiéndose a recibir un balazo, pero el resto de los fusilados a las tres de la tarde sigue allí: carne pálida, inerte, sobre grandes charcos de sangre coagulada. Huele a entrañas rotas y vísceras abiertas. A muerte y soledad.

– Se han movido -susurra Iglesias.

– No digas tonterías.

– Es verdad. Algo se ha movido entre esos muertos.

Con cautela, el corazón en un puño, los dos mozos de hospital se acercan a los cadáveres, iluminándolos con el farol en alto. Quedan catorce: ojos vidriosos, bocas entreabiertas y manos crispadas, en las diferentes posturas en que los sorprendió la muerte o los dejaron, cuando todavía estaban calientes, los franceses que hicieron en ellos el último despojo después de asesinarlos.

– Tienes razón -cuchichea Navas, aterrado-. Algo se mueve ahí.

Al acercar más el farol, un gemido levísimo, apagado, que procede de otro mundo, estremece a los mozos, que retroceden sobresaltados. Una mano, rebozada de sangre parda, acaba de alzarse débilmente entre los cadáveres.

– Ése está vivo.

– Imposible.

– Míralo… Está vivo -Iglesias toca la mano-. Aún tiene pulso.

– ¡Virgen santísima!

Apartando los cuerpos rígidos y fríos, los mozos de hospital liberan al que aún alienta. Se trata del impresor Cosme Martínez del Corral, que lleva ocho horas allí, dejado por muerto tras recibir cuatro balazos y robársele, con sus ropas, los 7.250 reales en cédulas que llevaba consigo. Lo sacan del montón como a un espectro, desnudo y cubierto con una costra de sangre seca, propia y ajena, que lo cubre de la cabeza a los pies. Llevado arriba con toda urgencia, el cirujano Diego Rodríguez del Pino conseguirá reanimarlo, obteniendo su curación completa. Durante el resto de su vida, que pasará en Madrid, vecinos y conocidos tratarán con respeto casi supersticioso a Martínez del Corral: el hombre que, en la jornada del Dos de Mayo, peleó con los franceses, fue fusilado y regresó de entre los muertos.


El soldado de Voluntarios del Estado Manuel García camina por la calle de la Flor con las manos atadas a la espalda, entre un piquete francés. La llovizna que poco antes de la medianoche empieza a caer del cielo negro moja su uniforme y su cabeza descubierta. Después de batirse en el parque de artillería, donde atendió uno de los cañones, García se retiró al cuartel de Mejorada con el capitán Goicoechea y el resto de compañeros. Por la tarde, al propagarse el rumor de que también los militares que lucharon en Monteleón iban a ser pasados por las armas, García se marchó del cuartel en compañía del cadete Pacheco, el padre de éste y un par de soldados más. Fue a esconderse a su casa, donde su madre viuda lo aguardaba llena de angustia. Pero varios vecinos lo vieron llegar cansado y roto de la refriega, y alguno lo denunció. Los franceses han ido a buscarlo, tirando abajo la puerta ante el espanto de la madre, para llevárselo sin miramientos.

– ¡Más gápido!… Allez!…. ¡Camina más gápido!

Empujándolo con los fusiles, los franceses meten al soldado en el cuartel en construcción del Prado Nuevo -más tarde se conocerá como de los Polacos-, en cuyo patio, a la luz de antorchas que chisporrotean bajo la llovizna, descubre a un grupo de presos atados entre bayonetas, a la intemperie. Los guardias ponen a García con ellos, que están tumbados en el suelo o sentados, mojadas las ropas, maltrechos de golpes y vejaciones. De vez en cuando los franceses cogen a uno, lo llevan a un ángulo del patio, y allí lo registran, interrogan y apalean sin piedad. No cesan los gritos, que estremecen a quienes aguardan turno. Entre los detenidos, a la luz indecisa de las antorchas, García reconoce a un paisano de los que estaban en Monteleón. Así lo confirma el otro, el chispero del Barquillo Juan Suárez, capturado por una patrulla de cazadores de Baygorri cuando huía tras la entrada de los franceses.

– ¿Qué van a hacer con nosotros? -pregunta el soldado.

El paisano, que está sentado en el suelo y apoya su espalda en la de otro preso, hace un gesto de ignorancia.

– Puede que nos fusilen, y puede que no. Aquí cada uno dice una cosa diferente… Hablan de diezmarnos: como somos muchos, a lo mejor fusilan a uno de cada tantos, o así. Aunque otros dicen que van a matarnos a todos.

– ¿Lo consentirán nuestras autoridades?

El chispero contempla al soldado como si éste fuera tonto. La cara de Suárez, barbuda, sucia y mojada, brilla grasienta a la luz de las antorchas. García observa que tiene los labios agrietados por los golpes y la sed.

– Mira alrededor, compañero. ¿Qué ves?… Gente del pueblo. Pobres diablos como tú y como yo. Ni un oficial detenido, ni un comerciante rico, ni un marqués. A ninguno de ésos he visto luchando en las calles. ¿Y quiénes nos mandaban en Monteleón?… Dos simples capitanes. Hemos dado la cara los pobres, como siempre. Los que nada teníamos que perder, salvo nuestras familias, el poco pan que ganamos y la vergüenza… Y ahora pagaremos los mismos, los que pagamos siempre. Te lo digo yo. Con una madre de sesenta y cuatro años, mujer y tres hijos… Vaya si te lo digo yo.

– Soy militar -protesta García-. Mis oficiales me sacarán de aquí. Es su obligación.

Suárez se vuelve hacia el preso que está a su espalda, escuchándolos -el banderillero Gabriel López-, y cambia con él una mueca burlona. Después se ríe amargo, sin ganas.

– ¿Tus oficiales?… Ésos están calentitos en sus cuarteles, esperando que escampe. Te han dejado tirado, como a mí. Como a todos.

– Pero la patria…

– No digas tonterías, hombre. ¿De qué hablas?… Mírate y mírame. Fíjate en todos estos simples, que se echaron a la calle como nosotros. Acuérdate de la hombrada que hemos hecho en Monteleón. Y ya ves: nadie movió un dedo… ¡Maldito lo que le importamos a la patria!

– ¿Por qué saliste a luchar, entonces?

El otro inclina un poco el rostro, pensativo, las gotas de lluvia corriéndole por la cara.

– Pues no sé, la verdad -concluye-. A lo mejor no me gusta que los mosiús me confundan con uno de esos traidores que les chupan las botas… No permito que se meen en mi cara.

Manuel García señala con el mentón a los centinelas franceses.

– Pues éstos nos van a mear, y bien.

Una mueca lobuna, desesperada y feroz, descubre los dientes de Suárez.

– Éstos, puede ser -replica-. Pero los que dejamos destripados allá arriba, en el parque… De ésos te aseguro que ni uno.


Mientras Juan Suárez y el soldado Manuel García esperan en el patio del cuartel del Prado Nuevo, una cuerda de presos tirita bajo la llovizna en la parte nordeste de la ciudad. Se trata de paisanos apresados en el parque de artillería y otros lugares de Madrid: treinta hombres empapados y exhaustos que no han probado alimentos ni agua desde el combate de Monteleón. Ahora, tras haber sido llevados de las caballerizas del parque a los tejares de la puerta de Fuencarral, llegan al campamento de Chamartín. Rodeados de bayonetas, insultos y golpes de los franceses que salen de sus tiendas de campaña para mirarlos, cruzan el recinto militar y se detienen en la penumbra de una explanada, a la luz brumosa de dos antorchas clavadas en tierra.

– ¿Qué van a hacer con nosotros? -pregunta el sangrador Jerónimo Moraza.

– Degollarnos a todos -responde Cosme de Mora, con fría resignación.

– Lo habrían hecho antes, en los tejares.

– Tienen toda la noche por delante… Querrán divertirse un poco, mientras tanto.

Taisez-vous! -grita un centinela francés.

Los prisioneros cierran la boca. De Mora y Moraza son dos de los seis supervivientes de la partida del almacenista de carbón. Los otros los acompañan maniatados: el carpintero Pedro Navarro, Félix Tordesillas, Francisco Mata y Rafael Rodríguez. Se agrupan con los demás presos a manera de rebaño asustado, queriendo protegerse cada uno entre los demás, mientras un oficial francés con un farol en la mano se acerca y los mira detenidamente, contándolos despacio. Cada vez, al llegar a diez, da una orden a los soldados, que sacan a un hombre del grupo. Apartan de ese modo al cerrajero Bernardo Morales, al arriero leonés Rafael Canedo y al dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo.

– ¿Qué hacen? -inquiere, espantado, el carpintero Pedro Navarro.

Cosme de Mora se pasa la lengua por los labios en busca de unas gotas de lluvia. Aunque intenta mantenerse erguido y entero, teme que las rodillas le flaqueen. Cuando responde a la pregunta de Navarro, le tiembla la voz.

– Nos están diezmando -dice.


Apoyado en la barandilla del balcón de su casa, en la calle del Barco, el joven Antonio Alcalá Galiano escucha descargas lejanas de fusilería. La calle y las esquinas con la Puebla Vieja y la plazuela de San Ildefonso están a oscuras bajo un cielo negro y opaco, nuboso, sin luna ni estrellas. El hijo del héroe muerto en Trafalgar se siente decepcionado. Lo que su imaginación anunciaba por la mañana como aventura patriótica ha terminado en reprimenda materna y en melancólica desilusión. Ni las clases altas -la suya-, ni los militares, ni la gente de bien se han sumado al tumulto. Salvo raras excepciones, sólo el pueblo bajo quiso implicarse como suele, levantisco, irracional, sin nada que perder y al reclamo del río revuelto. Por lo que el joven sabe, todo queda sofocado por los franceses con mucha pena y poca gloria para los insurrectos. Antonio Alcalá Galiano se alegra ahora de no haber seguido el impulso de unirse a los sublevados: gente de mala índole, escasas prendas y pocas luces, como pudo comprobar cuando quiso acompañar por la mañana a un grupo de revoltosos. Por la tarde, vuelto a casa tras su breve experiencia motinesca, el muchacho tuvo ocasión de asistir a una conversación reveladora. Los vecinos de los barrios donde no había tiroteo estaban asomados a los balcones, procurando enterarse de lo que pasaba, y la calle del Barco era de las que se mantenían tranquilas por abundar en ella la gente acomodada y de clase alta. Charlaban de balcón a balcón la condesa de Tilly, que vive enfrente, y la madre de ésta, inquilina del cuarto piso de la casa donde los Alcalá Galiano ocupan el principal. Pasó entonces por la calle, vestido de uniforme, el oficial de Guardias Españolas Nicolás Morfi, conocido de la familia por ser gaditano.

– ¿Qué hay del alboroto, don Nicolás? -preguntó desde arriba la de Tilly.

– Nada, señora mía -Morfi se había parado, sombrero en mano-. Usted misma lo ha dicho: alboroto de gente despreciable.

– Pues ha pasado un hombre hace rato, gritando que un batallón francés se ha rendido todo; y aquí, tan españoles como el que más, hemos aplaudido a rabiar.

Negó Morfi con una mano, despectivo.

– No hay nada que aplaudir, se lo aseguro. Son patrañas de cuatro insensatos. Murat, mal que nos pese, ha devuelto el orden… Lo mejor es mantenerse todos quietos y confiar en las autoridades, que para eso están. Cuando la gentuza se desmanda, nunca se sabe. Puede resultar peor que los franceses.

– Huy, pues mire. Me quedo más tranquila, don Nicolás.

– Mis respetos, señora condesa.

Poco después de asistir a ese diálogo, Antonio Alcalá Galiano, puesto el sombrero de maestrante para ir más seguro, dio un paseo sin que nadie lo inquietara hasta la calle del Pez, a fin de visitar a una señorita con la que mantiene relaciones oficiales. Allí, sentado con ella en el mirador de un segundo piso, pasó la tarde jugando a la brisca y viendo cómo las patrullas francesas registraban a los escasos transeúntes, obligados a llevar la capa doblada al hombro en previsión de armas ocultas. Al regreso, bajo un cielo encapotado que amenazaba lluvia, el joven se cruzó con piquetes imperiales cuya suspicacia crecía a medida que entraba la noche. Su madre lo vio llegar con alivio, ya dispuesta la cena.

– Tu paseo me ha costado cinco rosarios, Antoñito. Y una promesa a Jesús Nazareno.

La sirvienta retira ahora los platos de la mesa, mientras Antonio Alcalá Galiano permanece en el balcón, satisfecho, humeándole entre los dedos un cigarro sevillano de los que fuma uno cada noche y que, por respeto, nunca enciende delante de su madre.

– Quítate del balcón, hijo. Me da miedo que sigas ahí.

– Ya voy, mamá.

Suena otra descarga apagada, lejos. Alcalá Galiano aguza el oído, pero no oye nada más. La ciudad sigue a oscuras y en silencio. En la esquina de San Ildefonso se adivinan los bultos de los centinelas franceses. Un día agitado, concluye el joven. Pronto se olvidará todo, en cualquier caso. Y él ha tenido la suerte de no complicarse la vida.


A esa misma hora, a sólo una manzana de la casa donde Antonio Alcalá Galiano fuma asomado al balcón, otro joven de su edad, Francisco Huertas de Vallejo -que sí se ha complicado hoy la vida, y mucho- está lejos de tenerlas todas consigo. Su tío don Francisco Lorrio, en cuya casa se refugió después del combate y la accidentada fuga desde Monteleón, lo vio llegar con inmensa alegría, sólo enturbiada por el hecho de que el sobrino llevara en las manos un fusil que podía comprometerlos a todos. Sepultada el arma en el fondo de un armario, el doctor Rivas, médico amigo de la familia, ha limpiado y desinfectado la herida del muchacho; que no reviste gravedad, por tratarse de un rebote de bala que ni siquiera fracturó las costillas:

– No hay hemorragia, y el hueso sólo está contuso. El único cuidado será vigilarlo dentro de unos días, cuando se resienta la herida. Si no supura, todo irá bien.

Francisco Huertas ha pasado el resto de la tarde y el comienzo de la noche en cama, tomando tazas de caldo, tranquilamente abrigado y bajo los cuidados de su tía y sus primas de trece y dieciséis años. Éstas lo miran como a un Aquiles redivivo, y se hacen referir una y otra vez los pormenores de la aventura. Sin embargo, avanzada la noche, retiradas las primas y adormilado el joven, su tío entra en la alcoba, demudado el semblante y con un quinqué en la mano. Lo acompaña Rafael Modenés, amigo de la familia, secretario de la condesa de la Coruña y alcalde segundo de San Ildefonso.

– Los franceses están registrando las casas de la gente que anduvo en la revuelta -dice Modenés.

– ¡El fusil! -exclama Francisco Huertas, incorporándose dolorido en la cama.

Su tío y Modenés lo hacen recostarse de nuevo en las almohadas, tranquilizándolo.

– No hay razón para que vengan aquí -opina el tío-, pues nadie te vio entrar, e ignoran lo del arma.

– Pero puede haber imprevistos -apunta Modenés, cauto.

– Ésa es la cuestión. Así que, por si acaso, vamos a librarnos del fusil.

– Imposible -se lamenta el muchacho-. Cualquiera que salga de esta casa con él, se expone a que lo detengan.

– Yo había pensado desmontarlo para esconderlo por piezas -dice su tío-. Pero si hubiera un registro serio, el riesgo sería el mismo…

Desesperado, Francisco Huertas hace nuevo intento de levantarse.

– Soy el responsable. Lo sacaré de aquí.

– Tú no vas a moverte de esa cama -lo retiene el tío-. A don Rafael se le ha ocurrido una idea.

– Los dos tenemos mucha amistad con el coronel de Voluntarios de Aragón -explica Modenés-. Así que voy a pedirle que mande cuatro soldados a esta casa, con cualquier pretexto, para que se hagan cargo del problema. A ellos nadie les pedirá explicaciones.

El plan se pone en práctica de inmediato. Don Rafael Modenés se ocupa de todo, y el resultado es de lo más feliz: por la mañana, apenas amanecido el día, cuatro soldados -uno de ellos sin fusil- se presentarán en la casa para beberse una copita de orujo ofrecida por el tío de Francisco Huertas, antes de regresar a su cuartel, cada uno con un duro de plata en el bolsillo y un arma colgada del hombro.


No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta noche su libertad o sus vidas. Pasada la una de la madrugada, bajo la lluvia que rompe a ráfagas sobre la ciudad en tinieblas, una gavilla de presos empapados y deshechos de fatiga camina con fuerte escolta. Casi todos van despojados, descalzos, en chaleco o mangas de camisa. El grupo lo forman Morales, Canedo y Martínez del Álamo -los tres sorteados en el diezmo de Chamartín- y el escribano Francisco Sánchez Navarro. De paso por otros depósitos y cuarteles, se unen a ellos el sexagenario Antonio Matías de Gamazo, el mozo de tabaco de la Real Aduana Domingo Braña, los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Juan Antonio Serapio Lorenzo y Antonio Martínez, y el ayuda de cámara de Palacio Francisco Bermúdez. Casi al final del trayecto, en la plaza de Doña María de Aragón, se suman el palafrenero Juan Antonio Alises, el maestro de coches Francisco Escobar y el sacerdote de la Encarnación don Francisco Gallego Dávila, que tras pelear y ser apresado junto a las Descalzas acabó en un calabozo del palacio Grimaldi. Allí, el duque de Berg en persona le echó un vistazo al volver de la cuesta de San Vicente. Cuando se encaró con el sacerdote, Murat seguía descompuesto, furioso por los informes de bajas, aunque todavía resultara imposible calcular las dimensiones de la matanza.

– ¿Eso es lo que manda Dios, cuga?… ¿Degamag sangue?

– Sí que lo manda -respondió el sacerdote-. Para enviaros a todos al infierno.

El francés lo estuvo mirando un poco más, despectivo y arrogante, ignorando la paradoja de su propio destino. Dentro de siete años será Joachim Murat quien, con mala memoria y peor decoro, derrame lágrimas en Pizzo, Nápoles, cuando lo sentencien a morir fusilado. Sin embargo, el lugarteniente del Emperador en España no ha sabido ver esta tarde, ante él, más que a un cura despreciable de sotana sucia y rota, con huellas de culatazos en la cara y un brillo fanático, pese a todo, en los ojos enrojecidos de sufrimiento y cansancio. Vulgar carne de paredón.

– Lo dice el Evangelio, ¿no, cuga?… El que a hiego mata, a hiego muere. Así que te vamos a fusilag.

– Pues que Dios te perdone, francés. Porque yo no pienso hacerlo.

Ahora, bajo la lluvia que arrecia, don Francisco Gallego y los demás llegan a las huertas de Leganitos y el cuartel del Prado Nuevo. Allí permanecen largo rato en la puerta, mojándose y temblando de frío, mientras los franceses reúnen dentro otra cuerda de presos. Salen en ella los albañiles Fernando Madrid, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes, capturados por la mañana en la iglesia de Santiago. También vienen maniatados y medio desnudos el mercero José Lonet, el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, el banderillero Gabriel López y el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, a quien antes de salir despojan los guardias de las botas, el cinturón y la casaca del uniforme. Una vez fuera del cuartel, el oficial francés que manda la escolta cuenta los prisioneros a la luz de un farol. Disconforme con el número, dirige unas palabras a los soldados, que entran en el edificio y a poco regresan con cuatro hombres más: el platero de Atocha Julián Tejedor, el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez, el jornalero Manuel Antolín Ferrer y el chispero Juan Suárez. Puestos con los otros, el oficial da una orden y el triste grupo prosigue la marcha hacia unas tapias que están muy cerca, entre la cuesta de San Vicente y la alcantarilla de Leganitos. Son las tapias de la montaña del Príncipe Pío.


Esta misma noche, mientras el sacerdote don Francisco Gallego camina con la cuerda de presos, sus superiores eclesiásticos preparan documentos marcando distancias respecto a los incidentes del día. Más adelante, sobre todo después de la derrota francesa en Bailén, la evolución de los acontecimientos y la insurrección general llevarán al episcopado español a adaptarse a las nuevas circunstancias; aunque, pese a todo, diecinueve obispos serán acusados, al final de la guerra, de colaborar con el Gobierno intruso. En todo caso, la opinión oficial de la Iglesia sobre la jornada que hoy concluye se reflejará, elocuente, en la pastoral escrita por el Consejo de la Inquisición:


El alboroto escandaloso del bajo pueblo contra las tropas del Emperador de los franceses hace necesaria la vigilancia más activa y esmerada de las autoridades… Semejantes movimientos tumultuarios, lejos de producir los efectos propios del amor y la lealtad bien dirigidos, sólo sirven para poner la Patria en convulsión, rompiendo los vínculos de subordinación en que está afianzada la salud de los pueblos.


Pero entre todas las cartas y documentos escritos por las autoridades eclesiásticas en torno a los sucesos de Madrid, la pastoral de don Marcos Caballero, obispo de Guadix, será la más elocuente. En ella, tras aprobar el castigo «justamente merecido por los desobedientes y revoltosos», Su Ilustrísima previene:


Tan detestable y pernicioso ejemplo no debe repetirse en España. No permita Dios que el horrible caos de la confusión y el desorden vuelva a manifestarse… La recta razón conoce y ve muy a las claras la horrenda y monstruosa deformidad del tumulto, sedición o alboroto del ciego y necio vulgo.


Leandro Fernández de Moratín no ha salido de su casa de la calle Fuencarral. Se vistió por la mañana con desaliño y miedo, pues no quería que las turbas -a las que temía ver en su escalera, capitaneadas por la cabrera tuerta- lo arrastrasen por las calles en pantuflas y bata. Y así continúa esta noche, despeinado y sin afeitar, intacta la cena que le sirvió su vieja criada. El dramaturgo ha pasado las últimas horas sin moverse de la mecedora, desasosegado, unas veces intentando trabajar ante el papel en blanco mientras la tinta se secaba en el cañón de la pluma, otras con un libro abierto cuyas líneas era incapaz de leer. Todo el día fue un ir y venir al balcón, el alma en la boca, esperando noticias de los amigos, pero sólo el abate Juan Antonio Melón, su íntimo, acudió a visitarlo. La soledad y zozobra de Moratín se han visto acentuadas por el pavor ante los disparos, los gritos de paisanos exaltados, el ruido de la caballería francesa recorriendo las calles. En el corto tiempo que pasaron juntos, Melón quiso tranquilizarlo, contándole cómo los franceses reprimían los disturbios y la Junta de Gobierno publicaba las paces. Ahora, devuelto a la incertidumbre, con la noche asomada a los cristales del mirador como negra amenaza, Moratín no sabe qué pensar. Distanciado de las clases populares pese a su éxito teatral, detesta por educación y timidez la violencia ignorante, desaforada, de las clases bajas cuando se desmandan; pero al mismo tiempo se siente patriota sincero, y la escopetada francesa y las muertes de paisanos indefensos repugnan a sus sentimientos de español ilustrado.

«Infeliz, cruel, amada y odiosa patria», se dice con amargura. Después cierra de golpe el libro, vuelve a medir el salón con pasos inciertos, atiende un momento junto al balcón y va a apoyarse en el aparador, la mirada perdida en los volúmenes que cubren la pared frontera. Siente que la jornada que hoy termina le da la razón. No encuentra en su conciencia de artista, en sus ideas que siempre tuvieron como referente el otro lado de los Pirineos, otra senda que la sumisión a Francia: el poder incontestable, sin remedio ni vuelta atrás. No subirse a ese carro triunfal significa, para el dramaturgo y para los que sienten como él -afrancesados, tan execrados por el populacho-, quedar al margen de la Historia, del Arte y del Progreso. Ésa es la causa de que Moratín, pese a la turbación que le producen las descargas sueltas que suenan en la distancia, oponga al dolor del corazón el bálsamo de la razón, aliviada por el hecho de que, brutal y objetivamente, tales escopetazos ponen las cosas en su sitio. Ese doble sentimiento imposible de conciliar explicará que, en los tiempos que están por venir, el más brillante literato de España ponga su talento al servicio de Murat y el futuro rey José, y adule a éstos y a Napoleón como hizo antaño con Carlos IV y con Godoy. Del mismo modo que más adelante, tras emprender el camino triste del exilio con las derrotadas tropas francesas -únicas garantes de su vida-, adulará tanto la Constitución de Cádiz como a Fernando VII, buscando una rehabilitación imposible. Y veinte años después de esta noche aciaga, Moratín morirá en París amargado y estéril, atormentado por haber traicionado a una nación a la que dio su obra literaria, pero a la que no supo, ni quiso, acompañar en el sacrificio. Al cabo, muchos años más tarde, uno de sus biógrafos hará un resumen de su carácter que podría servirle de epitafio: «Si cambió de parecer, es porque nunca lo tuvo».


La lluvia salpica por todas partes en la oscuridad. Son las cuatro de la mañana y aún es noche cerrada. Frente al cuartel del Prado Nuevo, en un descampado de la montaña del Príncipe Pío, dos faroles puestos en el suelo iluminan, en penumbra y a contraluz, un grupo numeroso de siluetas agrupadas junto a un talud de tierra y una tapia: cuarenta y cuatro hombres maniatados solos, por parejas o en reatas de cuatro o cinco ligados a una misma cuerda. Con ellos, entre el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García y el banderillero Gabriel López, el chispero Juan Suárez observa con recelo el pelotón de soldados franceses formados en tres filas. Son marinos de la Guardia, ha dicho García, que por su oficio conoce los uniformes. Cubiertos con chacós sin visera, los franceses llevan al cinto sables de tiros largos y protegen de la lluvia las llaves de sus fusiles. La luz de los fanales hace brillar los capotes grises, relucientes de agua.

– ¿Qué pasa? -pregunta Gabriel López, espantado.

– Pasa que se acabó -murmura, lúcido, el soldado Manuel García.

Muchos advierten lo que está a punto de ocurrir y caen de rodillas, suplicando, maldiciendo o rezando. Otros levantan en alto sus manos atadas, apelando a la piedad de los franceses. Entre el clamor de ruegos e imprecaciones, Juan Suárez escucha a uno de los presos -el único sacerdote que hay entre ellos- rezar en voz alta el Confiteor, coreado por algunas voces trémulas. Otros, menos resignados, se revuelven en sus ataduras e intentan acometer a los verdugos.

– ¡Hijos de puta!… ¡Gabachos hijos de puta!

Algunos guardianes apartan a presos, empujándolos con las bayonetas contra el talud y la tapia. Otros, nerviosos por el griterío, empiezan a disparar a los más agitados. Resuenan descargas aquí y allá, y los fogonazos iluminan rostros airados, expresiones desencajadas de pánico o de odio. Comienzan a caer los hombres, sueltos o en confuso montón. Suena una orden francesa, y la primera fila de soldados con capotes grises levanta a un tiempo los fusiles, apunta, y una descarga cerrada abate al primer grupo puesto ante la tapia.

– ¡Nos matan!… ¡A ellos!… ¡A ellos!

Algunos desesperados, muy pocos, se lanzan contra las bayonetas francesas. Hay quien ha roto sus ligaduras y alza los brazos desafiantes, avanza unos pasos o intenta huir. A golpes de bayoneta y culatazos, los guardianes empujan a otro grupo, y los presos avanzan a ciegas, despavoridos, pisoteando cuerpos. En un instante, la segunda fila de capotes grises releva a la primera, resuena otra orden, y un nuevo rosario de tiros, cuyo resplandor se fragmenta y multiplica en las ráfagas de lluvia, salpica la escena. Caen más hombres en montón, segados de golpe gritos, insultos y súplicas. Ahora los franceses retroceden un poco para dejarse mayor espacio, y resuena el estampido de una tercera descarga, cuyos fogonazos se reflejan, rojos, en los regueros de sangre que corren sobre los cuerpos caídos, mezclándose con el agua del suelo. Amarrado a Manuel García y a Gabriel López, Juan Suárez, que se ha visto empujado contra el talud y obligado a arrodillarse a golpes de culata y pinchazos de bayoneta, tropieza con los muertos y agonizantes, resbala en el barro y la sangre. Entre la lluvia que le corre por la cara, mira aturdido las siluetas grises que encaran de nuevo los fusiles, apuntándole. Tiembla de frío y de miedo.

Feu!

El rosario de fogonazos lo deslumbra, y siente el plomo golpear a su espalda en la tierra, chascar en la carne de los hombres que tiene alrededor. Se revuelve con un espasmo angustiado, intentando hurtar el cuerpo, y de pronto siente las manos libres, como si al caer sus compañeros quedase rota la atadura por un tirón o una bala. Lo cierto es que se mantiene sobre sus piernas, ofuscado y lleno de terror tras la descarga, entre otros que siguen de pie o arrodillados y gritan, se agrupan o caen heridos, muertos. Un ramalazo confuso y desesperado recorre el cuerpo del chispero, haciéndolo retroceder de espaldas hasta dar en el talud. Allí, tras mirar incrédulo sus muñecas libres, llevado por súbita resolución, aparta a manotadas a los hombres que aún lo rodean, y pisoteando cadáveres y moribundos, lodo y sangre, corre despavorido hacia la oscuridad. Pasa así, veloz y afortunado, entre sombras amigas o enemigas, manos que intentan retenerlo, voces, fogonazos de tiros que lo rozan a quemarropa. Al fin, disparos y gritos quedan atrás. La noche se torna tinieblas, agua negra, chapoteo de barro bajo los pies que siguen corriendo con la desesperación del instinto que a ellos fía la vida. Desaparece de pronto el suelo, rueda Suárez por la cuesta de una hondonada y llega magullado, sin aliento, hasta una tapia alta. De nuevo oye voces de franceses que corren detrás y le dan alcance.

Arrête, salaud!… Viens ici!

Suenan más tiros y un par de balazos zumban cerca. Salta el chispero con un gemido de angustia, se agarra a lo alto de la tapia y trepa como puede, resbalando en la pared mojada. Sus perseguidores están allí mismo, queriendo agarrarlo por las piernas; pero él se desembaraza pataleando. Y aunque siente los golpes de un sable hiriéndolo en un muslo, un hombro y la cabeza, cae vivo al otro lado, se incorpora sin mirar atrás y sigue corriendo a ciegas, recortado en la estrecha línea azulgris del alba que empieza a definirse en el horizonte, bajo la lluvia.


A las cinco y cuatro minutos amanece sobre Madrid. Ha dejado de llover, y la claridad brumosa del día empieza a extenderse por las calles. Envueltas en sus capotes, inmóviles en las esquinas de la ciudad atemorizada y silenciosa, las siluetas grises de los centinelas franceses se destacan amenazantes. Los cañones enfilan avenidas y plazas donde los cadáveres permanecen tirados en el suelo, arrimados a los muros sobre charcos de lluvia reciente. Una patrulla de caballería francesa pasa despacio, con ruido de herraduras resonando en las calles estrechas. Son dragones, y llevan los cascos mojados, los capotes color ceniza sobre los hombros y las carabinas cruzadas en el arzón.

– ¿Llevan prisioneros?

– No. Van solos.

– Creí que venían a buscarte.

Desde la ventana de su casa, el teniente Rafael de Arango ve alejarse a los jinetes franceses mientras se anuda el corbatín. Ha pasado la noche en blanco, preparando su fuga de Madrid. Murat ha ordenado al fin que se detenga a cuantos artilleros participaron en la sublevación del parque de Monteleón, y el joven teniente no va a quedarse esperando. Su hermano, el intendente honorario del Ejército José de Arango, en cuya casa vive, lo ha convencido para que se evada de la ciudad, haciendo los preparativos adecuados mientras Rafael dispone lo necesario para el viaje. Como primer paso, ambos se proponen cumplir con una formalidad mínima: visitar al ministro de la Guerra, 0’Farril, con quien la familia Arango tiene lazos de parentesco y paisanaje, para consultarle los pasos a dar. En previsión de que el ministro no quiera comprometerse en favor del teniente artillero, su hermano ha trazado ya, con algunos amigos militares, un plan de fuga: Rafael irá al cuartel de Guardias Españolas, donde tienen previsto esconderlo hasta que, disfrazado de alférez de ese cuerpo, puedan hacerlo salir de la ciudad.

– Estoy listo -dice el joven, poniéndose el sobretodo.

Su hermano lo mira con detenimiento. Le lleva casi diez años, lo quiere mucho y cuida de él como lo haría su padre ausente. Rafael de Arango observa que parece emocionado.

– Hay que darse prisa.

– Claro.

El teniente de artillería se mete en los bolsillos -viste de paisano, por precaución- un cartucho de monedas de oro y el reloj que su hermano acaba de darle, así como los documentos falsos que lo acreditan como alférez de Guardias Españolas y una miniatura con el retrato de su madre que tenía en el dormitorio. Por un momento contempla el cachorrillo cargado que hay sobre la mesa, dudando si cogerlo o no, mientras prudencia e instinto militar se debaten en su ánimo. El hermano resuelve la cuestión, moviendo la cabeza.

– Es peligroso. Y tampoco serviría de nada.

Se miran un instante en silencio, pues apenas hay más que decir. Rafael de Arango consulta la hora en el reloj.

– Siento darte tantas inquietudes.

Sonríe el otro, melancólico.

– Hiciste lo que tenías que hacer. Y gracias a Dios sigues vivo.

– ¿Recuerdas lo que me dijiste ayer por la mañana, casi a esta misma hora?… Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles.

– Ojalá todos lo hubiéramos hecho… Ojalá todos nos hubiéramos acordado de lo que somos.

Cuando los dos se dirigen a la puerta, el teniente se detiene, pensativo, tomando a su hermano por el brazo.

– Espera un momento.

– Tenemos prisa, Rafael.

– Espera, te digo. Hay algo que no te he contado todavía. Ayer en el parque, hubo momentos extraños. Me sentía raro, ¿sabes?… Ajeno a todo cuanto no fuese aquella gente y aquellos cañones con los que nos esforzábamos tanto… Era singular verlos a todos, las mujeres, los vecinos, los muchachos, pelear como lo hicieron, sin municiones competentes, sin foso y sin defensas, a pecho descubierto, y a los franceses tres veces rechazados y hasta en una ocasión prisioneros… Que eran diez veces más que nosotros, y no pensaron en fugarse cuando les tiramos el cañonazo, porque estaban más atónitos que vencidos… No sé si comprendes lo que quiero decir.

– Lo comprendo -sonríe el hermano-. Te sentías orgulloso, como yo lo estoy ahora de ti.

– Quizá sea la palabra. Orgullo… Me sentía así entre aquellos paisanos. Como una piedra de un muro, ¿entiendes?… Porque no nos rendimos, fíjate bien. No hubo capitulación porque Daoiz no quiso. No hubo más que una ola inmensa de franceses anegándonos hasta que no tuvimos con qué pelear. Dejamos de luchar sólo cuando nos inundaron, ¿ves lo que quiero decir?… Como se deshace y desmorona un muro después de haber aguantado muchas avenidas y torrentes y temporales, hasta que ya no puede más, y cede.

Calla el joven y permanece absorto, perdida la mirada en los recuerdos recientes. Inmóvil. Luego ladea un poco la cabeza, vuelta hacia la ventana.

– Piedras y muros -añade-. Por un momento parecíamos una nación… Una nación orgullosa e indomable.

El hermano, conmovido, apoya con afecto una mano en su hombro.

– Fue un espejismo, ya lo ves. No duró mucho.

Rafael de Arango sigue quieto, mirando la ventana por la que, como un gris presentimiento, entra la luz del 3 de mayo de 1808.

– Nunca se sabe -murmura-. En realidad, nunca se sabe.


La Navata , octubre de 2007

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