15

Estaba en lo cierto.

No deseo quitarle Georges a Janet… pero preveo futuras felices visitas y, si él elige alguna vez revertir mi esterilidad, hacerlo como un gato puede ser la forma más correcta de conseguir un bebé de Georges… no puedo ver por qué Janet aún no lo ha hecho.

Fui despertada a la tercera o cuarta vez por un maravilloso olor; Georges estaba descargando el montacargas.

— Tienes veintiún segundos para entrar y salir del baño — dijo —, mientras la sopa aún está caliente. Tuviste un desayuno adecuado en mitad de la noche, de modo que ahora vas a tener el desayuno/almuerzo más inadecuado.

Supongo que no es apropiado servir cangrejo Dungeness fresco para el desayuno, pero estoy a favor de ello. Fue precedido por plátano cortado a rodajas con crema sobre una capa de copos de maíz, lo cual me va de maravilla, e iba acompañado por galletas tostadas y una buena fuente de ensalada. Todo ello regado con café de achicoria rematado con una copa de coñac achampanado Korbel. Georges es un libertino encantador y un buen comilón y un refinado gourmet y un gentil curalotodo que puede hacer que una persona artificial crea que es humana o, si no, que no le importe.

Pregunta: ¿Por qué los tres miembros de esa familia son tan esbeltos? Estoy segura de que no siguen ninguna dieta y no efectúan ejercicios masoquistas. Un terapista me dijo en una ocasión que todo el ejercicio que necesita cualquier persona puede hacerse en la cama. ¿Cómo puede ser eso?

Lo de arriba son las buenas noticias. Las malas noticias… El Corredor Internacional estaba cerrado. Era posible alcanzar Deseret cambiando en Portland, pero no había ninguna garantía de que el tubo SLC-Omaha-Gary estuviera abierto. La única ruta internacional importante cuyas cápsulas aún funcionaban regularmente parecía ser la San Diego-Dallas-Vicksburg-Atlanta. San Diego no era problema puesto que el tubo de San José estaba abierto de Bellinghan hasta La Jolla. Pero Vicksburg no es el Imperio de Chicago; es simplemente un puerto fluvial desde el cual una persona con dinero y persistencia puede alcanzar el Imperio.

Intenté llamar al Jefe. Al cabo de cuarenta minutos sentía hacia las voces sintéticas lo mismo que sienten los humanos hacia mi tipo de gente. ¿Quién tuvo la idea de programar «educación» en las computadoras? Oír la voz de una máquina decir «Gracias por esperar» puede ser agradable la primera vez, pero tres veces en línea te recuerdan que es falso, y cuarenta minutos de la misma cháchara sin oír ni una sola vez una voz natural puede acabar con la paciencia de un gurú.

Nunca llegué a conseguir que aquella terminal admitiera que no era posible telefonear al Imperio. Aquel maldito desastre digital no estaba programado para decir no; estaba programado para ser educado. Hubiera sido un alivio si, tras un cierto número de fútiles intentos, hubiera sido programado para decir: «Olvídalo, hermana; no vas a conseguirlo».

Entonces intenté llamar a la oficina postal de Bellingham para averiguar si existía correo al Imperio… honestas palabras sobre papel, pagadas a tanto la unidad, nada de facsímiles o aerogramas o cualquier cosa electrónica.

Me reí ante la idea de enviar mis felicitaciones de Navidad tan pronto. Con las Navidades a medio año de distancia no parecía algo tan urgente.

Lo intenté de nuevo. Fui regañada por utilizar códigos marginales.

Lo intenté una tercera vez, y conseguí el departamento de servicio al cliente de Macy’s y una voz:

— Todos nuestros amigos que están a su servicio se hallan ocupados en este momento, así que graciasporesperar.

No esperé.

No deseaba ya telefonear o enviar una carta; deseaba informar al Jefe en persona.

Para ello necesitaba dinero en efectivo. Aquella ofensivamente educada terminal admitió que la oficina local de la MasterCard estaba en la oficina principal en Bellingham de la Corporación TransAmerica. Así que tecleé el código y obtuve una dulce voz… grabada, no sintética… diciendo:

— Gracias por llamar a la MasterCard. En interés de la eficiencia y máximo servicio a nuestros millones de satisfechos clientes, todas nuestras oficinas del distrito de la Confederación de California han sido consolidadas con la oficina madre de San José.

Para un servicio más rápido, por favor utilice la señal gratuita en el dorso de su tarjeta MasterCard. — La dulce voz dio paso a los compases de la abertura del himno nacional.

Corté rápidamente.

Mi MasterCard, expedida en Saint Louis, no llevaba en su dorso la señal gratuita de San José, sino únicamente la señal del Banco Imperial de Saint Louis. Así que probé ese número, no con demasiadas esperanzas.

Obtuve un Mejor-teclea-una-plegaria.

Mientras estaba aprendiendo humildad de una computadora, Georges estaba leyendo la edición de Olimpic de Los Angeles Times y aguardando a que yo dejara de hacer malabarismos con los dedos. Me levanté y pregunté:

— Georges, ¿qué dicen las noticias del periódico de la mañana respecto a la emergencia?

— ¿Qué emergencia?

— ¿Eh? Quiero decir, ¿qué has dicho?

— Viernes, amor, la única emergencia mencionada en este periódico es un aviso del Club Sierra relativo a la amenazada especie Rhus diversiloba, en vías de extinción. Se planea una manifestación de trabajadores contra la Dow Chemical. Por lo demás, todo está tranquilo en el frente del oeste.

Fruncí el ceño para estimular mi memoria.

— Georges, no sé mucho acerca de la política de California…

— Querida, nadie sabe mucho acerca de la política de California, incluidos los políticos de California.

— …pero creo recordar informaciones en las noticias de al menos una docena de asesinatos importantes en la Confederación. ¿Fue todo un fraude? Pensando en retrospectiva y calculando las zonas horarias… ¿cuánto tiempo hace de eso? ¿Treinta y cinco horas?

— He encontrado necrológicas de varias damas y caballeros prominentes que fueron mencionados en las noticias hace dos noches… pero no son presentados como asesinatos. Uno es una «herida de bala accidental». Otro murió tras una «larga y penosa enfermedad». Otro fue víctima de un «inexplicado accidente» en un VMA privado, y el Fiscal General de la Confederación ha ordenado una investigación. Pero creo recordar que el propio Fiscal General había sido asesinado también.

— Georges, ¿qué está ocurriendo?

— Viernes, no lo sé. Pero sugiero que puede ser arriesgado preguntar demasiado de cerca.

— Oh, no voy a preguntar; no soy política ni nunca lo he sido. Voy a dirigirme al Imperio tan rápido como me sea posible. Pero para hacer eso, puesto que la frontera está cerrada no importa lo que el L. A. Times diga, necesito dinero en efectivo. Odio sangrar a Janet utilizando su tarjeta Visa. Quizá pueda utilizar la mía propia, pero tengo que ir a San José para conseguir algo con ella; se están volviendo obstinados. ¿Deseas venir a San José conmigo? ¿O de vuelta con Jan e Ian?

— Dulce dama, todos mis bienes más preciados están a tus pies. Pero muéstrame el camino a San José. ¿Por qué pones impedimentos en llevarme contigo al Imperio? ¿No es posible que tu patrón pueda utilizar mis talentos? No puedo regresar ahora a Manitoba por razones que ambos conocemos.

— Georges, no es que ponga impedimentos en llevarte conmigo, pero la frontera está cerrada… lo cual puede obligarme a ir a Drácula y buscar alguna grieta para colarme. O alguna otra cosa parecida. Yo estoy entrenada para ello, pero únicamente puedo hacerlo sola… tú estás en la profesión; puedes verlo. Además, aunque no sabemos qué condiciones hay dentro del Imperio, las noticias dan a entender que no son muy buenas.

Una vez dentro, es posible que tenga que moverme muy rápidamente tan sólo para seguir con vida. Y estoy entrenada para eso también.

— Y tú estás perfeccionada y yo no. Sí, entiendo.

— ¡Georges! Querido, no pretendía herir tus sentimientos. Mira, una vez me haya presentado, te llamaré. Aquí, o a tu casa, o donde tú digas. Si resulta seguro para ti cruzar la frontera, lo sabré entonces. — (¿Georges pedirle al Jefe un trabajo? ¡Imposible! ¿O no?

El Jefe podría utilizar a un experimentado ingeniero genético. Si pensaba francamente en ello, no tenía la menor idea de cuáles eran las necesidades del Jefe más allá de la pequeña parcela en la que yo me movía) —. ¿Hablas en serio cuando dices que desearías ver a mi jefe respecto a un trabajo? ¿Qué debería decirle?

Georges exhibió su gentil semisonrisa que utiliza para ocultar sus pensamientos del mismo modo que yo utilizo mi rostro de la foto del pasaporte.

— ¿Cómo puedo saberlo? Todo lo que sé acerca de tu patrón es que te muestras reluctante a hablar de él, y que puede permitirse el lujo de utilizar a alguien como tú como mensajero. Pero, Viernes, puedo apreciar muy claramente que la mayor parte de la inversión que representas ha sido empleada en tu diseño, tu alimentación y tu entrenamiento… y en consecuencia vaya precio que habrá tenido que pagar tu patrón para tu contrato…

— No estoy contratada. Soy una Persona Libre.

— Entonces eso le ha costado aún más. Le cual nos lleva a varias conjeturas. No importa, querida; dejaré de hacer suposiciones. ¿Soy serio? Un hombre puede preguntarse intensamente qué hay detrás del rango. Te proporcionaré mi curriculum vitae; si contiene algo de interés para tu empleador, no dudes en hacérmelo saber. En primer lugar, acerca del dinero: no necesitas preocuparte acerca de «sangrar» a Janet; el dinero no significa nada para ella. Pero yo soy quien más puede proporcionarte todo el dinero en efectivo que necesites utilizando mi propio crédito… y he comprobado ya que mis tarjetas de crédito son aceptadas aquí pese a todos los trastornos políticos. Utilicé la Crédit Québec para pagar nuestro desayuno de medianoche, me registré en el hotel con la American Express, luego usé la Maple Leaf para pagar nuestro desayuno/comida. Así que tengo tres tarjetas válidas, y todas corresponden con mis documentos de identidad. — Me sonrió —. Así que sángrame a mí, querida niña.

— Pero yo no deseo sangrarte, del mismo modo que no deseo sangrar a Janet. Mira, podemos probar mi tarjeta en San José; si la cosa no funciona, aceptaré alegremente que me prestes… y puedo teclearte de vuelta el dinero tan pronto como me haya presentado. — (¿O estaría dispuesto Georges a hacer una trampa con la tarjeta de crédito del teniente Dickey por mí?… Es condenadamente difícil para una mujer obtener dinero líquido con la tarjeta de un hombre. Pagar por algo metiendo una tarjeta en una ranura es una cosa; utilizar una tarjeta para conseguir dinero en efectivo es un problema de un color completamente distinto).

— ¿Por qué hablas de devolución? ¿Acaso yo voy a poder pagarte alguna vez mi deuda?

Elegí ser obtusa.

— ¿Realmente crees que me debes algo? ¿Sólo por lo de la otra noche?

— Sí. Fuiste adecuada.

Jadeé.

— ¡Oh!

Respondió, sin sonreír:

— ¿Hubiera tenido que decir mejor inadecuada?

Contuve otro jadeo.

— Georges. Sácate la ropa. Voy a llevarte a la cama, y luego voy a matarte, muy lentamente. Al final voy a estrujarte y a partirte la espalda por tres sitios. «Adecuada».

«Inadecuada».

Sonrió, y empezó a desnudarse.

— ¡Oh, espera y bésame! — dije —. Y luego nos iremos a San José. «Inadecuada». ¿Qué es lo que fui?

Toma casi tanto tiempo ir de Bellingham a San José como ir de Winnipeg a Vancouver, pero en este viaje conseguimos asientos. Surgimos del suelo a las catorce y quince. Miré a mi alrededor con interés, pues nunca antes había visitado la capital de la Confederación.

Lo primero que observé fue el sorprendente número de VMAs saltando como pulgas por todas partes, la mayoría de ellos taxis. No conocía ninguna otra ciudad moderna que permitiera que su aire se viera infestado hasta aquel punto. Las calles estaban repletas de carricoches ligeros también, y había aceras bordeando todas las calles; sin embargo, aquellos pestilentes coches a motor estaban por todas partes, como bicicletas en Cantón.

Lo segundo que observé fue la sensación que daba San José. No era una ciudad.

Ahora comprendía aquella clásica descripción: «Un millar de pueblos en busca de una ciudad».

San José no parece tener ninguna justificación excepto la política. Pero California obtiene más de la política que cualquier otro país que yo conozca… una democracia completamente desvergonzada y desinhibida. Una puede encontrar democracia en muchos lugares… Nueva Zelanda utiliza una forma atenuada de ella. Pero sólo en California encontrarás la democracia clara, transparente, pura, sin diluir. La edad de votar empieza cuando un ciudadano es lo suficientemente alto como para tirar de la palanca sin necesidad de ser sujetado por su niñera, y los registradores son reluctantes a privar de sus derechos civiles a un ciudadano a menos que se les presente un certificado de cremación debidamente legalizado.

No aprecié completamente esto último hasta que vi, en un reportaje relativo a las elecciones, que la asociación de Crematorios, Cementerios y Camposantos ocupaba tres distritos, todos ellos votando a través de representantes prerregistrados. (¡Muerte, no te sientas orgullosa!) No intentaré hacer juicios porque era una mujer ya crecida antes de encontrarme por primera vez con la democracia en su forma más suave y menos maligna. La democracia probablemente es una buena cosa, utilizada en cantidades razonables. Los canadienses británicos utilizan una forma diluida y parece que les funciona muy bien. Pero sólo en California todo el mundo está borracho por ella a todas horas. Parece que no hay un solo día en el que no haya elecciones en algún lugar en California y, por cada distrito hay al menos (o eso me han dicho) unas elecciones de alguna clase aproximadamente una vez al mes.

Supongo que ellos pueden resistirlo. Tienen un clima más suave que el Canadá Británico o el Reino de México y mucho del mejor suelo de la Tierra. Su segundo deporte favorito (el sexo) no cuesta casi nada en su forma más vulgar; como la marihuana, se encuentra disponible casi en cualquier esquina. Eso deja tiempo y energías para el auténtico deporte de California: reunirse y cotorrear sobre política.

Eligen a todo el mundo, desde los parásitos de los distritos hasta el Jefe de la Confederación («El Cacique»). Pero los deseligen casi con la misma rapidez. Por ejemplo, se supone que el Cacique es elegido para un término de seis años. Pero, de los últimos nueve jefes, solo dos cumplieron todo su mandato de seis años; los demás fueron destituidos, excepto uno que fue linchado. En muchos casos un cargo oficial aún no ha tenido tiempo de jurar su cargo cuando empiezan a circular ya las primeras peticiones de cese.

Pero los californianos no se limitan a elegir, destituir, encausar y (a veces) linchar a sus enjambres de cargos oficiales; también legislan directamente. Cada elección tiene en sus cédulas de votación más proposiciones de ley que candidatos. Los representantes provinciales y nacionales muestran algunas reservas… se me ha asegurado que el legislador californiano típico retirará un proyecto de ley si tú puedes demostrarle que pi no puede ser igual a tres, no importa cuántos votos afirmen lo contrario en ella. Pero la legislación popular («la iniciativa») no tiene tales limitaciones.

Por ejemplo, hace tres años, un economista popular observó que los graduados universitarios cobraban, por término medio, aproximadamente un 30 por ciento más que sus conciudadanos sin estudios superiores. Tal condición antidemocrática es un anatema para el Sueño Californiano, de modo que, con gran velocidad, fue aceptada una iniciativa para las próximas elecciones, la medida obtuvo luz verde, y todos los graduados universitarios californianos y/o ciudadanos californianos que hayan alcanzado la edad de dieciocho años obtienen ahora el título oficial de bachiller superior. Una cláusula añadida dio ocho años de efectos retroactivos a este beneficio.

Esta medida funcionó maravillosamente; el poseedor de un título de bachiller superior ya no tenía ninguna ventaja antidemocrática sobre los demás. En las siguientes elecciones, la cláusula retroactiva fue ampliada para cubrir los últimos veinte años, y en la actualidad hay una fuerte corriente de opinión para extender este beneficio a todos los ciudadanos.

Vox populi, vox Dei. No puedo ver nada malo en ello. Esta benevolente medida no cuesta nada y hace a todo el mundo (excepto algunos pocos eternos descontentos) más feliz.

Alrededor de las cinco, Georges y yo estábamos dirigiéndonos hacia el lado sur de la Plaza Nacional frente al Palacio del Cacique, en dirección a las oficinas principales de la MasterCard. Georges estaba diciéndome que no veía nada malo en que yo le pidiera que nos detuviéramos en un Burger King para tomar un bocado en vez de una comida completa… puesto que, en su opinión, una hamburguesa gigante, adecuadamente preparada con buena carne de sustituto de solomillo y un chocolate a la malta hecho con un mínimo de creta, constituye la única contribución de California a la haute cuisine internacional.

Estuve de acuerdo con él mientras eructaba discretamente. Un grupo de mujeres y hombres, de una docena a una veintena, estaban bajando las grandes escalinatas frontales del Palacio, y Georges había empezado a desviarse para evitarlos cundo observé el tocado de plumas de águila de un hombrecillo en medio del grupo, reconocí el muy fotografiado rostro que había debajo, y toqué a Georges con una mano.

Y capté algo con el rabillo del ojo: una figura surgiendo de detrás de una columna en la parte alta de la escalinata.

Eso me disparó. Empujé al Cacique de barriga escaleras abajo, apartando a empellones a un par de miembros de su séquito mientras lo hacía, luego salté hacia aquella columna.

No maté al hombre que se había ocultado tras aquella columna; simplemente le rompí el brazo que sostenía la pistola, luego le pateé en un lugar estratégico cuando intentó echar a correr. No me había apresurado de la forma en que lo había hecho el día anterior.

Tras reducir el blanco que ofrecía el Jefe Confederado (realmente, no debería llevar aquel tocado tan distintivo), había tenido tiempo de pensar que el asesino, si era conservado con vida, podía ser un indicio que condujera hacia toda la pandilla que se ocultaba tras aquellos asesinatos sin sentido.

Pero no había tenido tiempo de pensar en todas las demás implicaciones de lo que había hecho hasta que dos policías me sujetaron por los brazos. Entonces me di cuenta de ello, y me sentí lúgubremente estúpida, pensando en la burla que sonaría en la voz del Jefe cuando tuviera que admitirle que había permitido que me arrestaran públicamente.

Por una fracción de segundo consideré seriamente desprenderme de aquellos dos tipos y desaparecer por el horizonte… cosa no imposible puesto que uno de los policías tenía claramente una presión demasiado alta y el otro era un viejo que llevaba gafas.

Demasiado tarde. Si echaba a correr ahora utilizando toda mi sobremarcha, podía mezclarme en una o dos manzanas con el resto de la gente y desaparecer. Pero esos ineptos quemarían probablemente a media docena de transeúntes en su intento de cazarme. ¡No era profesional! ¿Por qué este palacio no tenía una guardia protegiendo a su jefe en vez de dejarme a mí el trabajo? ¡Un tipo acechando detrás de las columnas, por el amor de Dios! No había ocurrido nada parecido desde el asesinato de Huey Long.

¿Por qué no me había metido en mis propios asuntos y había dejado que el asesino le quemara al Jefe Confederado lo que tenía debajo de su estúpido sombrero? Porque he sido entrenada únicamente para acción defensiva, por eso, y consecuentemente lucho por reflejo. No tengo ningún interés en luchar, no me gusta… pero simplemente ocurre.

En aquel momento no tuve tiempo de considerar lo juicioso que hubiera sido meterme en mis propios asuntos porque Georges estaba intentando meter baza. Georges habla un inglés britocanadiense sin acento (aunque un poco demasiado formal); ahora estaba farfullando incoherentemente en francés e intentando apartar de mí a aquellos dos pretorianos.

El de las gafas soltó mi brazo izquierdo en un esfuerzo por sacarse de encima a Georges, de modo que le golpeé con mi codo justo debajo del esternón. Lanzó un siseo ahogado y se derrumbó. El otro seguía sujetando mi brazo derecho, de modo que le golpeé en el mismo lugar con los primeros tres dedos de mi mano izquierda, con lo cual siseó también y cayó sobre su compañero, y ambos vomitaron.

Todo esto ocurrió mucho más aprisa de lo que tardo en contarlo… veamos: los tipos me agarran. Georges interviene, yo me libero. ¿Dos segundos? Fuera como fuese, el asesino había desaparecido, y el arma con él.

Yo estaba a punto de desaparecer también, arrastrando a Georges si era necesario, cuando me di cuenta de que Georges había pensado por mí. Me tenía firmemente sujeta por el codo derecho y me arrastraba directamente hacia la entrada principal del Palacio, un poco más allá de la fila de columnas. Cuando entramos en la rotonda, soltó mi codo mientras decía en voz muy baja:

— Camina lentamente, querida… tranquila, tranquila. Cógete de mi brazo.

Me cogí de su brazo. La rotonda estaba bastante llena de gente pero no había la menor excitación, ningún indicio que sugiriera el intento que acababa de producirse a unos pocos metros de asesinar al jefe ejecutivo de la nación. Los puestos de recuerdos en torno a la rotonda estaban muy concurridos, especialmente las ventanillas de apuestas.

Precisamente a nuestra izquierda una mujer joven estaba vendiendo billetes de lotería… o dispuesta a venderlos diría más bien, puesto que en aquel momento no tenía ningún cliente y estaba mirando una telenovela de interminables capítulos en su terminal.

Georges se dirigió hacia allá y nos detuvimos ante ella. Sin alzar la vista, la mujer dijo:

— Está a punto de terminar. Entonces estaré con ustedes. Den una vuelta mientras tanto. Luego vuelvan.

Había tiras de billetes de lotería por todo el puesto. Georges empezó a examinarlos, yo pretendí demostrar también un profundo interés. Dejamos transcurrir el tiempo; finalmente vinieron los anuncios, y la mujer joven bajó el sonido y se volvió hacia nosotros.

— Gracias por esperar — dijo con una agradable sonrisa —. Nunca me pierdo Las desdichas de una mujer, especialmente ahora, cuando Mindy Lou está de nuevo embarazada y el tío Ben se muestra tan irrazonable al respecto. ¿No sigue usted los capítulos, querida?

Admití que raras veces tenía tiempo para ello… el trabajo me lo impedía.

— Es una pena; resulta muy educativo. Tome a Tim (es mi compañero de cuarto)… no mira más que los deportes. De modo que no tiene el menor pensamiento en su cabeza respecto a las cosas realmente importantes de la vida. Tome esta crisis en la vida de Mindy Lou. El tío Ben está simplemente persiguiéndola porque ella no quiere decirle quién es el padre. ¿Cree usted que a Tim le importa? ¡En absoluto! Ni Tim ni el tío Ben se dan cuenta de que ella no puede decirlo porque todo ocurrió en una reunión política secreta.

¿Bajo qué signo nació usted?

Siempre tengo una respuesta preparada para esta pregunta; las personas humanas siempre están formulándola. Pero cuando una simplemente no ha nacido, tiende a ser reacia a ese tipo de cosas. Tomé una fecha al azar y se la dije:

— Nací un veintitrés de abril. — Es la fecha de nacimiento de Shakespeare; me vino de pronto a la mente.

— ¡Oh! ¡Tengo un número de lotería ideal para usted! — Rebuscó entre la vistosa decoración del puesto, encontró un billete, me mostró un número —. ¿Ve eso? ¡Y usted simplemente vino hasta aquí y lo consiguió! ¡Este es su día! — Desprendió el billete —. Son veinte oseznos.

Le ofrecí un dólar britocanadiense.

— No tengo cambio de eso — dijo.

— Quédese el cambio en compensación por la buena suerte.

Me tendió el billete, tomó el dólar.

— Es usted una auténtica deportista, querida. Cuando vaya a buscar el premio, pásese por aquí y lo celebraremos juntas. Señor, ¿ha encontrado usted alguno que le guste?

— Todavía no. Nací el noveno día del noveno mes del noveno año de la novena década.

¿Puede encontrar algo para eso?

— ¡Huau! ¡Vaya terrible combinación! Puedo intentarlo… y si no puedo, le venderé cualquier otro. — Rebuscó entre sus montones y ristras de papel, murmurando para sí misma. Metió la cabeza bajo el mostrador, rebuscó algo por allí.

Reapareció al cabo de un momento, el rostro enrojecido y triunfante, aferrando un billete de lotería.

— ¡Lo conseguí! ¡Mírelo, señor! Échele una respetuosa ojeada.

Miramos: 8109999.

— Estoy impresionado — dijo Georges.

— ¿Impresionado? Es usted rico. Aquí están sus cuatro nueves. Ahora sume los dígitos de delante. Nueve otra vez. Divida esos dígitos por él. Otro nueve. Sume los últimos cuatro… treinta y seis. Es decir nueve al cuadrado, más otros dos nueves, lo cual hace otros cuatro nueves. Deje a un lado la suma y le quedan una vez más otros cuatro nueves. No importa como lo haga, siempre seguirá obteniendo su propia fecha de nacimiento. ¿Qué es lo que quiere, señor? ¿Un coro de bailarinas?

— ¿Cuánto le debo?

— Este es un número realmente especial. Puede conseguir cualquier otro número al precio de veinte oseznos. Pero este. ¿Por qué no va poniendo simplemente dinero frente a mí hasta que yo sonría?

— Me parece justo. Y si usted no sonríe cuando yo crea que debe sonreír, entonces recogeré el dinero y me iré. ¿De acuerdo?

— Puedo llamarle para que vuelva.

— No. Si no me ofrece usted un precio fijo, no voy a dejarle regatear después de haber hecho una oferta justa.

— Es usted un cliente duro, señor. Yo…

Los altavoces situados por todas partes empezaron a gritar de pronto: «¡Viva el Cacique!», seguido por: «Gloria eterna al Oso de Oro».

— ¡Espere! — gritó la mujer joven —. ¡Pronto acabará! — Un montón de gente entró desde el exterior, cruzando rápidamente la rotonda y dirigiéndose hacia el corredor principal.

Distinguí el enhiesto tocado de plumas de águila en medio del tumulto, pero esta vez el Jefe Confederado estaba tan prietamente rodeado por sus parásitos que un asesino hubiera tenido grandes problemas para alcanzarle.

Cuando fue posible hacerse oír de nuevo, la vendedora de lotería dijo:

— Este fue uno de los cortos. Hace menos de quince minutos pasó por aquí dirigiéndose afuera. Si iba simplemente a la esquina de al lado a por un paquete de porros, ¿por qué no envió a alguien en vez de ir él en persona? Todo este ruido es malo para el negocio.

Bien, amigo, ¿ha pensado ya en cuánto va a pagar por hacerse rico?

— Oh, sí. — Georges tomó un billete de tres dólares, lo dejó sobre el mostrador. Miró a la mujer.

Cruzaron las miradas durante quizá unos veinte segundos, luego ella dijo lúgubremente:

— Estoy sonriendo. Supongo que lo estoy. — Tomó el dinero con una mano, tendió a Georges el billete de lotería con la otra —. Apuesto a que hubiera podido arrancarle otro dólar.

— Nunca lo sabremos, ¿verdad?

— ¿Nos lo jugamos al doble o nada?

— ¿Con sus cartas? — preguntó gentilmente Georges.

— Amigo, me va hacer vieja antes de tiempo. Váyase antes de que cambie de opinión.

— ¿Los servicios?

— Al fondo del corredor, a mi izquierda. — Añadió —: Fíjese en el letrero de la puerta.

Mientras nos dirigíamos a los servicios, Georges me dijo en voz baja en francés que los gendarmes habían pasado por detrás de nosotros mientras estábamos regateando, se habían metido en los servicios, habían salido, habían vuelto a la rotonda, y de nuevo al corredor principal.

Lo interrumpí, hablando también en francés… diciéndole que de acuerdo pero que aquel lugar debía estar lleno de Ojos y Oídos… que hablaríamos más tarde.

No estaba bromeando. Dos guardias uniformados — no los dos con problemas estomacales — habían venido apresuradamente tras nuestros talones, habían pasado por nuestro lado, comprobando primero los servicios — razonable; un aficionado acostumbra a intentar ocultarse en unos servicios públicos —, luego habían salido de nuevo y habían pasado otra vez a nuestro lado, luego se habían apresurado dentro del Palacio. Georges había comprado tranquilamente el billete de lotería mientras los guardias que nos buscaban iban arriba y abajo, pasando dos veces por nuestro lado. Admirable.

Completamente profesional.

Pero tenía que esperar para decírselo. Había una persona de sexo indeterminado vendiendo los tickets para los servicios. Le pregunté (a él/a ella) dónde estaba el tocador de señoras. Ella (me decidí por «ella» cuando una observación desde más cerca me mostró que su camiseta cubría o bien falsas o pequeñas glándulas mamarias) respondió burlonamente:

— ¿Está usted loca o chiflada o qué? Intentando discriminar, ¿eh? Creo que debería llamar a un guardia. — Entonces me miró más atentamente —. Es usted extranjera.

Lo admití.

— De acuerdo. Pero no hable de este modo; a la gente no le gusta. Aquí somos demócratas, ¿sabe?… colitas y rajitas utilizan la misma boca de incendios. Así que compre un ticket o sálgase de en medio.

Georges compró dos tickets. Entramos.

A nuestra derecha había una hilera de cabinas abiertas. Sobre ellas flotaba un holo:

ESTOS SERVICIOS SON OFRECIDOS GRATUITAMENTE PARA SU SALUD Y BIENESTAR POR LA CONFEDERACIÓN DE CALIFORNIA. JOHN «GRITO DE GUERRA» TUMBRIL, JEFE CONFEDERADO.

Un holo tamaño natural del Cacique flotaba sobre él.

Más allá de las cabinas abiertas había otras cabinas cerradas con cerradura de pago; más allá de esas había otras puertas completamente cerradas con cortinas. A nuestra izquierda había un tenderete de periódicos y chucherías regentado por una persona de sexo muy determinado, una lesbiana vestida de hombre. Georges se detuvo allí y me sorprendió comprando varios cosméticos y un frasco de perfume barato. Luego pidió un ticket para uno de los cubículos del fondo.

— ¿Un ticket? — Ella lo miró secamente. Georges asintió con la cabeza. Ella frunció los labios —. Travieso, travieso. No hagas cosas malas, chico.

Georges no respondió. Un dólar britocanadiense pasó de su mano a la de ella, se esfumó. Ella dijo en voz muy baja:

— No os estéis mucho rato. Si hago sonar el zumbador, poneos decentes con rapidez.

Número siete, el último a la derecha.

Fuimos al número siete, el del extremo de la hilera, y entramos. Georges cerró las cortinas, corrió la cremallera, abrió el depósito de agua del water, luego abrió el grifo del agua fría y la dejó correr. Hablando todavía en francés, me dijo que íbamos a cambiar nuestra apariencia sin utilizar disfraces, así que por favor, querida, quítate las ropas que llevas puestas y ponte ese traje que traes en tu neceser de vuelo.

Se explicó con más detalle, mezclando francés e inglés y accionando el depósito del water de nuevo de tanto en tanto. Yo llevaría esa escandalosa cosa de superpiel, más maquillaje del que llevo normalmente, e intentaría parecerme a la famosa Puta de Babilonia o su equivalente.

— Sé que no es tu métier, querida, pero inténtalo.

— Intentaré ser «adecuada».

— ¡Uf!

— ¿Y tú planeas llevar las ropas de Janet? No creo que te vayan.

— No, no, no llegaré tan lejos. Sólo a medio camino.

— ¿Perdón?

— No voy a vestirme con ropas de mujer; simplemente adoptaré una actitud aparentemente afeminada.

— No lo creo. De acuerdo, intentémoslo.

No tuvimos que trabajar mucho conmigo… sólo ese vestido de una sola pieza que había encandilado a Ian, y más maquillaje del que acostumbro a llevar, aplicado por Georges (parecía tener la impresión de que él sabía más al respecto que yo… y la tenía porque efectivamente si sabía), más — cuando estuvimos fuera — esa pose de aquí-estoyvamos— a-dar-un-paseo-chato.

Georges utilizó en él más maquillaje que el que me había puesto a mí, además de aquel horrible perfume (que no me dijo que me pusiera yo), más un llamativo pañuelo naranja al cuello que hasta entonces había usado como cinturón. Me hizo ahuecarle el pelo y rociárselo con laca para que se mantuviera. Eso fue todo… más un cambio de pose. Él seguía pareciéndose a Georges… pero no se parecía al viril macho que se había ocupado tan maravillosamente de mí la noche antes.

Volví a cerrar mi neceser de vuelo y salimos. El viejo alce en el puesto de periódicos y chucherías abrió mucho los ojos y contuvo el aliento cuando me vio. Pero no dijo nada cuando un hombre que estaba reclinado contra el mostrador se enderezó, apuntó a Georges con un dedo, y dijo:

— Tú, el Cacique quiere verte. — Luego añadió, casi para sí mismo —: No puedo creerlo.

Georges se detuvo y gesticuló desvalidamente con ambas manos.

— ¡Oh, válgame Dios! Seguro que debe haber algún error. El lacayo mordió un mondadientes que había estado chupando y respondió:

— Yo también lo creo así, ciudadano… pero no soy yo quien tiene que decirlo, y tú tampoco. Vamos. Tú no, hermana.

— ¡Decididamente no voy a ir a ningún lado sin mi querida hermanita! — dijo Georges —.

¡Así que tú mismo!

La vaca detrás del mostrador dijo:

— Morrie, ella puede esperar aquí. Ricura, pasa aquí detrás conmigo y siéntate.

Georges me lanzó la más inconfundible negativa agitando su cabeza, pero yo no la necesitaba. Si me quedaba, o ella me iba a llevar directamente de vuelta a aquel tocador de señoras o yo iba a terminar metiéndola en su propio cubo de la basura. Aposté a mi favor. Me metería en una estupidez como aquella cumpliendo con mi deber — aunque ella era tan desagradable como Rocky Rockford —, pero no voluntariamente. Si y cuando cambiara mi suerte, quería estar con alguien a quien quisiera y respetara.

Me acerqué a Georges, tomé su brazo.

— No nos hemos separado nunca desde que mamá me dijo en su lecho de muerte que me hiciera cargo de él. — Añadí —: ¡Así que usted mismo! — mientras me preguntaba qué significaría aquella frase, si es que significaba algo. Ambos fruncimos los labios y exhibimos una actitud testaruda.

El hombre llamado Morrie me miró, luego a Georges, y suspiró.

— Al infierno con ello. Vente con nosotros, hermana. Pero mantén la boca cerrada y permanece fuera del camino.

Unos seis puntos de control más tarde — en cada uno de los cuales hubo un intento de desnudarme — fuimos llevados a la Presencia. Mi primera impresión del Jefe Confederado John Tumbril fue la de que era más alto de lo que había creído que era. Luego decidí que el no llevar su tocado podía ser lo que marcaba la diferencia. Mi segunda impresión fue que era mucho más sencillo y agradable de como lo mostraban fotos, dibujos e imagen de terminal… y esa opinión permaneció. Como muchos otros políticos antes que él, Tumbril había convertido una fealdad distintiva e individual en un rasgo político.

(¿Es la sencillez y la agradabilidad una necesidad para un cabeza de estado? Mirando hacia atrás a través de la historia no puedo descubrir a ningún hombre bien parecido que haya llegado muy lejos en política hasta tan atrás como Alejandro Magno… y él era un jefe desde el principio; su padre era un rey).

Mirándolo fríamente, «Grito de Guerra» Tumbril se parecía a una rana intentando ser un sapo y no consiguiéndolo por poco.

El Cacique carraspeó.

— ¿Qué está haciendo ella aquí?

— Señor — dijo Georges rápidamente —, ¡tengo que presentar la más enérgica de las protestas! Ese hombre… ese hombre… — señaló al masticapalillos — ¡intentó separarme de mi querida hermana! ¡Debería ser castigado!

Tumbril miró a Morrie, me miró a mí, volvió a mirar a su parásito.

— ¿Hiciste eso?

Morrie afirmó que no lo había hecho pero que aunque lo hubiera hecho lo habría hecho solamente porque había entendido que Tumbril le había ordenado que lo hiciera pero que en cualquier caso…

— Se supone que no tienes por qué pensar — dictaminó Tumbril —. Hablaré contigo luego.

¿Y por qué la has dejado ahí de pie? ¡Tráele una silla! ¿Acaso yo tengo que pensarlo todo aquí?

Una vez me hube sentado, el Cacique volvió su atención de nuevo a Georges.

— Fue una Valiente Cosa lo que hiciste hoy. Si, caballero, una Muy Valiente Cosa. La Gran Nación de California está Orgullosa de criar Hijos de Tu Calibre. ¿Cómo te llamas?

Georges le dio su nombre.

— «Nómina» es un Orgulloso Nombre Californiano, señor Nómina; uno que brilla a lo largo de nuestra Noble Historia, desde los rancheros que se liberaron del Yugo de España hasta los Bravos Patriotas que se liberaron del Yugo de Wall Street. ¿Te importa que te llame George?

— En absoluto.

— Y tú puedes llamarme Grito de Guerra. Esa es la Gloria Coronada de Nuestra Gran Nación, George: Todos Somos Iguales.

Dije repentinamente:

— ¿Eso se aplica también a la gente artificial, Cacique Tumbril?

— ¿Eh?

— Estaba preguntando acerca de la gente artificial, como esa que hacen en Berkeley y Davis. ¿Son iguales también?

— Oh… pequeña dama, realmente no deberías interrumpir cuando están hablando tus mayores. Pero para responder a tu pregunta: ¿cómo puede una Democracia Humana aplicarse a criaturas que No Son Humanas? ¿Esperarías que un gato votara? ¿O un MVA Ford? Habla.

— No, pero…

— Entonces ya está dicho todo. Todos son Iguales y Todos tienen un voto. Pero hay que trazar una línea en algún lugar. Ahora cállate, maldita sea, y no interrumpas mientras tus mayores están hablando. George, lo que hiciste hoy… bien, si ese individuo hubiera estado realmente intentando atentar contra mi vida… no lo estaba, y no lo olvides nunca…

no podrías haberte comportado de una manera más acorde con todas las Heroicas Tradiciones de Nuestra Gran Confederación de California. ¡Haces que me Sienta Orgulloso!

Tumbril se levantó y salió de detrás de su escritorio, enlazó sus manos a la espalda, y paseó arriba y abajo… y vi por qué había parecido más alto allí de lo que había parecido fuera.

Utilizaba alguna especie de silla alta o posiblemente una plataforma detrás de su escritorio. Cuando permanecía de pie sin perifollos, me llegaba más o menos al hombro.

Parecía estar pensando en voz alta mientras paseaba.

— George, siempre hay un lugar en mi familia oficial para un hombre de tu demostrado valor. ¿Quién sabe?… puede llegar el día en que me salves realmente de un criminal que intente seriamente dañarme. Agitadores extranjeros, quiero decir; no tengo nada que temer de los Fieles Patriotas de California. Todos ellos me quieren por lo que he hecho por ellos mientras ocupé la Oficina del Octágono. Pero otros países están celosos de nosotros; envidian nuestra Riqueza y Libertad y estilo de vida Democrático, y a veces su odio latente brota en una erupción de violencia.

Permaneció por un momento con la cabeza inclinada, en reverente adoración de algo.

— Es uno de los Precios del Privilegio de Servir — dijo solemnemente —, pero uno que, con Toda Humildad, hay que pagar Alegremente. George, dime, si fueras llamado para efectuar el Ultimo Sacrificio Supremo para que el Jefe Ejecutivo de Tu País pudiera seguir viviendo, ¿vacilarías en lo más mínimo?

— Es difícil que esta situación llegue a producirse — respondió Georges.

— ¿Eh? ¿Qué?

— Bueno, cuando yo voto, cosa que no hago muy a menudo, normalmente voto Réunioniste. Pero el actual Primer Ministro es Revanchiste. Dudo que nunca me pidiera algo así.

— ¿De qué demonios estás hablando?

— Je suis québecois, monsieur le Chef d’État. Soy de Montreal.

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