Tras un corto sueño que pasé de pie en una sala de subastas aguardando a ser vendida, desperté… desperté porque los posibles clientes estaban insistiendo en inspeccionar mis dientes y finalmente mordí a uno y el subastador empezó a darme latigazos y me despertó. El Bellingham Hilton parecía horriblemente agradable.
Entonces hice la llamada que hubiera debido hacer primero. Pero las otras llamadas debían ser hechas de todos modos, y esta llamada era demasiado cara y hubiera sido innecesaria si mi última llamada hubiera dado resultado. Además, no me gusta telefonear a la Luna; los intervalos me ponen nerviosa.
De modo que llamé al Ceres & South África, el banco del Jefe… o uno de ellos. El que se hace cargo de mi crédito y paga mis facturas.
Tras la confusión habitual con las voces sintéticas que parecían más deliberadamente frustrantes que nunca a través de la demora de la velocidad de la luz, conseguí finalmente a un ser humano, una hermosa criatura femenina que a todas luces (o al menos me lo pareció) había sido contratada para ser una decorativa recepcionista… un sexto de gravedad es mucho más efectivo que el mejor sujetador. Le pedí hablar con uno de los directivos del banco.
— Está hablando usted con uno de los vicepresidentes — respondió —. Ha conseguido convencer a nuestra computadora de que necesitaba la ayuda de un ejecutivo responsable. Lo cual es evidentemente un truco; esa computadora es más bien testaruda.
¿En qué puedo ayudarla?
Le conté una parte de mi increíble historia.
— De modo que me tomó un par de semanas entrar en el Imperio, y cuando lo hube conseguido todos mis códigos de contacto se habían avinagrado. ¿Tiene el banco algún otro código de llamada o dirección para mí?
— Lo comprobaremos. ¿Cuál es el nombre de la compañía para la cual trabaja?
— Tiene varios nombres. Uno de ellos es System Enterprises.
— ¿Cuál es el nombre de su patrón?
— No tiene ningún nombre. Es más bien viejo, corpulento, con un solo ojo, más bien inválido, y camina lentamente con ayuda de dos bastones. ¿Le vale esto?
— Veremos. Me ha dicho usted que rechazamos su tarjeta de crédito MasterCard librada a través del Banco Imperial de Saint Louis. Léame el número de la tarjeta, lentamente.
Lo hice.
— ¿Desea fotografiarla?
— No. Déme una fecha.
— Diez sesenta y seis.
— Catorce noventa y dos — respondió.
— Cuatro mil cuatro antes de Cristo — admití.
— Diecisiete setenta y seis — replicó.
— Dos mil doce — respondí.
— Tiene usted un horrible sentido del humor, señorita Baldwin. De acuerdo, se supone que usted es usted. Pero por si no lo es, le apuesto lo que quiera a que no sobrevive al siguiente control. Al señor Dos Bastones se supone que no le divierten los revientapuertas. Apunte este código de llamada. Luego léamelo.
Lo hice.
Una hora más tarde pasaba por delante del Palacio de la Confederación en San José, en dirección de nuevo al Edificio del Crédito Comercial de California, y firmemente resuelta a no meterme en ninguna lucha frente al palacio no importa qué asesinatos estuvieran a punto de cometerse. Me di cuenta de que de hecho estaba en el mismo punto exacto en que había estado — esto, ¿hacía dos semanas? — , y si aquel punto me enviaba a Vicksburg de nuevo iba a volverme apaciblemente loca.
Mi cita en el Edificio CCC no era con la MasterCard, sino con una firma de abogados en otra planta, una a la que había llamado desde Bellington tras obtener el código de la terminal de la firma a través de la Luna. Acababa de alcanzar la esquina del edificio cuando un voz me dijo casi al oído:
— Señorita Viernes.
Miré rápidamente a mi alrededor. Una mujer con el uniforme de los Taxis Amarillos.
Miré de nuevo.
— ¡Rubia!
— ¿No pidió un taxi, señorita? Cruce la plaza y baje aquella calle. No nos dejan aparcar aquí.
Cruzamos juntas la plaza. Empecé a hablar, rebosante de euforia. Rubia me susurró:
— Por favor, actúe como la pasajera de un taxi, señorita Viernes. El Jefe desea que no nos hagamos notar.
— ¿Desde cuándo me llamas señorita?
— Mejor así. La disciplina es muy estricta ahora. El hecho de que sea yo quien la recoja es un permiso especial, uno que no se me hubiera concedido si yo no hubiera sido capaz de asegurar que podía efectuar una identificación positiva sin necesidad de la voz.
— Bien. De acuerdo. Pero no me llames señorita cuando no tengas que hacerlo. Santo Dios, Rubia querida. Me siento tan feliz de verte que me echaría a llorar.
— Yo también. Especialmente cuando este lunes dijeron que había muerto. Lloré, de veras. Y otras también.
— ¿Muerto? ¿Yo? Ni siquiera he estado cerca de la muerte, en absoluto, en ningún lugar. Ni siquiera he corrido el más ligero peligro. Sólo estaba perdida. Y ahora os he encontrado.
— Me alegro de ello.
Diez minutos más tarde era introducida en el despacho del Jefe.
— Viernes presentándose, señor — dije.
— Llegas tarde.
— Tomé la ruta turística, señor. Mississippi arriba, en un barco de excursionistas.
— Eso he oído. Pareces ser la única superviviente. Quiero decir que llegas tarde hoy.
Cruzaste la frontera hacia California a las doce cero cinco. Ahora son las siete veintidós.
— Maldita sea, Jefe; tuve problemas.
— Se supone que los correos son capaces de enfrentarse a los problemas sin que eso disminuya su rapidez.
— Maldita sea, Jefe, no estaba de servicio. No era un correo, todavía estaba de permiso; no tienes nada que reprocharme. Si no te hubieras mudado sin avisarme, no hubiera tenido el menor problema. Estaba ahí, en San José, hace dos semanas, apenas a un salto de aquí.
— Hace trece días.
— Jefe, te estás parando en pequeñeces para no admitir que es culpa tuya, no mía.
— Muy bien, aceptaré las culpas, si las hay, a fin de dejar de discutir y perder el tiempo.
He hecho terribles esfuerzos intentando ponerme en contacto contigo, mucho mayores que la alerta de rutina que fue enviada a los demás operadores de campo que no se hallaban en el cuartel general. Lamento que esos esfuerzos especiales fracasaran.
Viernes, ¿qué debo hacer para convencerte de que eres única e inapreciable para esta organización? Con anticipación a los acontecimientos señalados como el Jueves Rojo…
— ¡Jefe! ¿Estamos nosotros en eso? — Me estremecí.
— ¿Qué te hace pensar en una idea tan obscena? No. Nuestro personal de inteligencia lo previó, en parte a partir de los datos que tú trajiste de Ele-Cinco… y empezamos a tomar disposiciones precautorias a su debido tiempo, según parecía. Pero los primeros ataques se produjeron antes de nuestras previsiones más pesimistas. Al comienzo del Jueves Rojo aún estábamos moviendo efectivos; fue necesario abrirnos camino por la frontera. Con sobornos, no por la fuerza. Los avisos de cambio de domicilio y de códigos de llamada salieron antes, pero no fue hasta que estuvimos aquí y nuestro centro de comunicaciones fue restablecido que me avisaron de que tú no habías enviado el acuse de recibo de rutina.
— ¡Por la maldita razón de que no recibí ninguna noticia de rutina!
— Por favor. Al saber que tú no habías enviado tu acuse de recibo, intenté llamarte a tu casa en Nueva Zelanda. Posiblemente sepas que ha habido una interrupción en el servicio del satélite…
— Lo he oído.
— Exactamente. Pudimos hacer la llamada aproximadamente unas treinta y dos horas más tarde. Hablé con la señorita Davidson, una mujer de unos cuarenta años, de rasgos más bien angulosos. ¿La esposa mayor de tu grupo-S?
— Sí. Anita. Lord Alto Ejecutor y Lord Alto Todo lo Demás.
— Esa es la impresión que recibí. Recibí también la impresión de que habías sido declarada persona non grata.
— Estoy segura de que fue más que una impresión. Adelante, Jefe; ¿qué dijo de mí el viejo murciélago?
— Casi nada. Habías abandonado de repente la familia. No, no habías dejado ninguna dirección ni código. No, no iba a aceptar ningún mensaje para ti y retenerlo por si llamabas. Estoy muy ocupada; Marjorie nos ha dejado con un lío terrible. Adiós.
— Jefe, ella tenía tu dirección en el Imperio. También tenía la dirección en Luna City del Ceres & South África porque yo le efectuaba los pagos mensuales a través de él.
— Entiendo la situación. Mi representante en Nueva Zelanda — ¡la primera vez que oía que tenía alguno! — obtuvo para mí la dirección comercial del marido mayor de tu grupo-S, Brian Davidson. Fue más educado y colaboró un poco más. Por él supimos qué lanzadera habías tomado desde Christchurch, y eso nos llevó a la lista de pasajeros del semibalístico que tomaste de Auckland hasta Winnipeg. Allí te perdimos brevemente, hasta que mi agente allí estableció que habías abandonado el puerto en compañía del capitán del semibalístico. Cuando conseguimos comunicarnos con él, con el capitán Tormey, se mostró dispuesto a colaborar, pero tú te habías ido. Me complace poder decirte que pudimos devolverle al capitán Tormey el favor. Pudimos decirle que él y su esposa estaban a punto de ser detenidos por la policía local.
— ¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué?
— La acusación nominal es alojar a un enemigo extranjero y alojar a un súbdito no registrado del Imperio durante una emergencia declarada. De hecho la oficina de Winnipeg de la policía provincial no está interesada ni en ti ni en el doctor Perreault; eso es una excusa para arrestar a los Tormey. Son buscados por acusaciones mucho más serias que no se hallan registradas. Falta un tal teniente Melvin Dickey. El único rastro de él es un informe verbal hecho por él cuando abandonó el cuartel general de la policía de que iba al domicilio del capitán Tormey para arrestar al doctor Perreault. Se sospecha juego sucio.
— ¡Pero no hay ninguna prueba contra Jan e Ian! Contra los Tormey.
— No, no la hay. Es por eso por lo que la policía provincial pretendía detenerlos bajo una acusación menor. Hay más. El VMA del teniente Dickey se estrelló cerca de Fargo, en el Imperio. Estaba vacío. La policía se muestra muy ansiosa por investigar los restos en busca de huellas dactilares. Posiblemente esto es lo que están haciendo en estos momentos, puesto que hace aproximadamente una hora un boletín de noticias informó de que la frontera entre el Imperio de Chicago y el Canadá Británico había sido abierta.
— ¡Oh, Dios mío!
— Tranquilízate. En los controles de ese VMA había por supuesto huellas dactilares que no eran del teniente Dickey. Se correspondían con las huellas del capitán Tormey registradas en los archivos de las Líneas Aéreas ANZAC. Observa que he utilizado el pasado; eran sus huellas; ya no lo son. Viernes, aunque he considerado prudente trasladar nuestra sede de operaciones fuera del Imperio, tras tantos años sigo teniendo contactos allí. Y agentes. Y pasados favores que pueden serme devueltos. No hay ahora ninguna huella que se corresponda con las del capitán Tormey en esos restos, pero hay huellas de las más diversas procedencias, vivas y muertas.
— Jefe, ¿puedo besar tus pies?
— Contén tu lengua. No hice esto para frustrar a la policía britocanadiense. Mi agente de campo en Winnipeg es un psicólogo clínico además de poseer nuestro habitual entrenamiento. Su opinión profesional es que o bien el capitán Tormey o su esposa pudieron matarlo en defensa propia, pero por supuesto debieron producirse condiciones extremas para que cualquiera de ellos matara a un policía. El doctor Perreault es descrito como menos dispuesto todavía a adoptar soluciones violentas.
— Yo lo maté.
— Eso es lo que supuse. Ninguna otra explicación encajaba con los datos. ¿Quieres que hablemos de ello? ¿Me concierne de algún modo?
— Oh, quizá no. Excepto que sí te concierne desde el momento en que borraste esas huellas dactilares. Lo maté porque estaba amenazando a Janet, Janet Tormey, con una pistola. Simplemente hubiera podido inutilizarlo; tuve tiempo de darle un buen puñetazo.
Pero deseaba matarlo, y lo hice.
— Me hubiera sentido, y me sentiré, muy decepcionado si alguna vez simplemente hieres a un policía. Un policía herido es más peligroso que un león herido. He reconstruido los hechos tal como los has descrito excepto que he asumido que estabas protegiendo al doctor Perreault… puesto que parecías encontrar en él a un aceptable marido sustituto.
— Lo es, por supuesto. Pero fue ese loco estúpido amenazando la vida de Janet lo que me hizo saltar. Jefe, hasta que ocurrió no me di cuenta de cuánto quería a Janet. No sabía que pudiera querer tan intensamente a una mujer. Sabes más que yo como estoy diseñada, o al menos así lo has dado a entender. ¿Tan mezcladas están mis glándulas?
— Sé bastante sobre tu diseño, pero no voy a discutirlo contigo; no tienes ninguna necesidad de saberlo. Tus glándulas no están más mezcladas que las de cualquier otro ser humano sano… específicamente, no tienes un cromosoma Y redundante. Todos los seres humanos normales tienen soi-disant glándulas mezcladas. La raza está dividida en dos partes: aquellos que lo saben y aquellos que no lo saben. Dejemos esta estúpida charla; es propia de los genios.
— Oh, así que ahora soy un genio. Muchas gracias, Jefe.
— De nada. Eres un supergenio, pero estás a mucha distancia de darte cuenta de tu potencial. Los genios y los supergenios siempre crean sus propias reglas en sexo y en todo lo demás; no aceptan las costumbres de mono de sus inferiores. Volvamos a nuestros asuntos. ¿Es posible que ese cuerpo sea encontrado?
— Apostaría todo mi dinero en contra.
— ¿Hay algún problema en discutirlo conmigo?
— Oh, creo que no.
— Entonces no necesito saberlo, y supongo que los Tormey podrán volver tranquilamente a su casa tan pronto como la policía llegue a la conclusión de que no pueden establecer corpus delicti. Aunque el corpus delicti no requiere un cadáver, es enormemente difícil establecer una acusación de asesinato y mantenerla sin ninguno. Si son arrestados, un buen abogado puede tener a los Tormey fuera en cinco minutos… y tienen un muy buen abogado, puedo asegurártelo. Quizá te alegre saber que tú les ayudaste a escapar del país.
— ¿De veras lo hice?
— Tú y el doctor Perreault. Saliendo del Canadá Británico como el capitán y la señora Tormey, y usando sus tarjetas de crédito y solicitando cartas de turista con sus nombres.
Los dos dejasteis un rastro que «probaba» que los Tormey habían salido del país inmediatamente después de que el teniente Dickey desapareciera. Esto funcionó tan bien que la policía perdió varios días intentando rastrear a los sospechosos en la Confederación de California… y acusando de ineficiencia a sus colegas de la Confederación por su falta de éxito. Pero en cierto modo me siento sorprendido de que los Tormey no fueran arrestados en su propia casa, puesto que mi agente no tuvo grandes dificultades en entrevistarse con ellos allí.
(Yo no. Si se presenta algún policía… ¡zas! al Agujero. Si no es un policía y satisface a Ian, todo está bien…).
— Jefe, ¿mencionó tu agente en Winnipeg mi nombre? Mi nombre «Marjorie Baldwin», quiero decir.
— Sí. Sin ese nombre y una foto tuya, la señora Tormey nunca lo hubiera dejado entrar.
Sin los Tormey yo no hubiera tenido los datos necesarios para seguir tu más bien elusivo rastro. Nos beneficiamos mutuamente. Ellos te ayudaron a escapar; nosotros les ayudamos a escapar, después de decirles… después de que mi agente les dijera… que estaban siendo buscados activamente. Un final feliz.
— ¿Cómo los localizaste?
— Viernes, ¿deseas realmente saberlo?
— Hum, no. — (¿Por qué debería saberlo? Si el Jefe hubiera deseado revelarme el método, me lo hubiera dicho. «Quien gobierna descuidadamente hunde su barco». El Jefe no es de esos).
El Jefe salió de detrás de su escritorio… y me quedé asombrada. Normalmente no se mueve de allá, y en su antiguo despacho su ubicuo servicio de té estaba a su alcance en el escritorio. Ahora salió rodando de él. Nada de bastones. Una silla de ruedas motorizada. La condujo hasta una mesita auxiliar, empezó a trastear con el servicio del té.
Me puse en pie.
— ¿Puedo ayudar?
— Gracias, Viernes. Sí. — Se apartó de la mesita auxiliar, rodó de vuelta a su lugar detrás del escritorio. Yo me hice cargo, dándole la espalda… lo cual era precisamente lo que necesitaba.
No hay ninguna razón para sentirse sorprendida cuando un impedido decide sustituir unos bastones por una silla de ruedas a motor… es simple eficiencia. Excepto que él era el Jefe. Si los egipcios de Gizeh se despertaran una mañana y descubrieran las pirámides vueltas boca abajo y la esfinge con una nueva nariz, no se sentirían más asombrados que yo en aquel momento. Se supone que algunas cosas — y alguna gente — no cambian nunca.
Tras servirle el té — leche caliente, dos terrones — y ponerme el mío, me senté de nuevo, recuperando la compostura. El Jefe utiliza lo más avanzado de la tecnología junto con unas costumbres completamente pasadas de moda; nunca le he visto pedirle a una mujer que haga algo por él, pero si hay una mujer presente y se ofrece a servir el té, por supuesto que aceptará encantado y convertirá el incidente en una pequeña ceremonia.
Charlamos de otros asuntos hasta que los dos terminamos nuestras tazas. Volví a llenar la suya, yo no tomé más; seguimos con lo nuestro.
— Viernes, cambiaste de nombre y de tarjetas de crédito tantas veces que siempre estábamos un salto detrás de ti. No hubiéramos podido seguirte la pista hasta Vicksburg de no habernos sugerido tus avances algo de tu plan. Aunque mi práctica es no interferir con un agente no importa cuán de cerca esté siendo observado, te hubiera impedido ir río arriba… sabiendo que aquella expedición estaba condenada…
— Jefe, ¿qué era esa expedición? Nunca me creí ni la letra ni la música.
— Un golpe de estado. Un torpe golpe de estado. El Imperio había tenido tres Presidentes en dos semanas… y el último no era mejor ni tenía más posibilidades de sobrevivir que los otros. Viernes, una tiranía bien llevada es una base mejor para mi trabajo que cualquier forma de gobierno libre. Pero una tiranía bien llevada es algo tan escaso como una democracia eficiente. Para resumir… te escapaste de nosotros en Vicksburg porque te movías sin ninguna vacilación. Estabas a bordo de aquel ejército de pacotilla y te habías ido antes de que nuestro agente en Vicksburg supiera que te habías enrolado. Se sintió vejado por ello. Tanto, que aún no he tomado medidas disciplinarias contra él. Es mejor esperar.
— No hay ninguna razón para tomar medidas disciplinarias contra él, Jefe. Yo me movía aprisa. A menos que me echara al aliento al cuello, de lo cual siempre me doy cuenta y tomo las medidas pertinentes, no hubiera podido atraparme.
— Sí, sí, conozco tus técnicas. Pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que me sentía comprensiblemente irritado cuando se me informó que nuestro hombre en Vicksburg te había perdido físicamente de vista… y veinticuatro horas más tarde informa de tu muerte.
— Quizá, quizá no. Un hombre se me acercó demasiado a los talones yendo a Nairobi a principios de este año… me echó el aliento al cuello, y fue su último aliento. Si me haces seguir de nuevo, mejor advierte a tus agentes.
— No acostumbro a seguirte, Viernes. Contigo, los puntos de control funcionan mejor.
Afortunadamente para todos nosotros tu muerte fue una falsa alarma. Aunque todos los terminales de mis agentes de contacto en Saint Louis fueron intervenidos por el gobierno, seguí haciendo algún uso de ellos. Cuando tú intentaste ponerte en comunicación tres veces sin conseguirlo, lo supe inmediatamente y deduje que tenías que ser tú, y lo supe con seguridad cuando alcanzaste Fargo.
— ¿Por qué en Fargo? ¿El artista en transformaciones?
El Jefe hizo como que no había oído.
— Viernes, debo volver al trabajo. Completa tu informe. Hazlo brevemente.
— Sí, señor. Abandoné ese barco de excursionistas cuando entramos en el Imperio, seguí hasta Saint Louis, encontré tus códigos de contacto intervenidos, visité Fargo como has dicho, crucé al Canadá Británico a veintiséis kilómetros al este de Pembina, crucé hasta Vancouver y de vuelta a Bellingham hoy, luego me puse en contacto contigo aquí.
— ¿Algún problema?
— No, señor.
— ¿Algunos nuevos aspectos de interés profesional?
— No, señor.
— A tu conveniencia, graba un informe detallado para posterior análisis. Puedes suprimir los hechos que no creas pertinentes. Enviaré a buscarte en cualquier momento dentro de las próximas dos o tres semanas. Empezarás la escuela mañana por la mañana. A las nueve en punto.
— ¿Huh?
— No gruñas; no es adecuado en una mujer joven. Viernes, tu trabajo ha sido satisfactorio pero ya es tiempo que entres en tu auténtica profesión. Tu auténtica profesión en este estadio, debería decir quizá. Eres lamentablemente ignorante. Vamos a cambiar eso. A las nueve en punto, mañana.
— Sí, señor — (Ignorante, ¿eh? Arrogante viejo sinvergüenza. Dios, me alegra tanto verle.
Pero aquella silla de ruedas me daba escalofríos).