El barco de excursiones Salto a M’Lou era un auténtico marktwainer, un transporte mucho más extravagante de lo que había esperado… tres cubiertas de pasajeros, cuatro Shipstones, dos para cada una de las ruedas de paletas gemelas. Pero iba cargado hasta la borda, y me pareció que una brisa un poco fuerte era capaz de hundirlo. Y no éramos el único barco de transporte de tropas; el Myrtle T. Hanshaw estaba a unos pocos largos por delante de nosotros, arrastrándose por el río a una velocidad estimada de veinte nudos.
Pensé en los troncos sumergidos y esperé que su radar/sonar estuviera trabajando eficientemente.
Los Héroes del Álamo estaban en el Myrtle, así como la coronela Rachel, al mando de ambos equipos de combate… y esto era todo lo que necesitaba para corroborar mis sospechas. Una brigada más que completa no es una guardia de palacio. La coronela Rachel esperaba acción… posiblemente íbamos a desembarcar bajo fuego.
Todavía no nos habían sido entregadas las armas y las reclutas seguíamos vestidas de paisano; aquello parecía indicar que nuestra coronela no esperaba acción inmediata, y aquello encajaba con la predicción de la sargento Gumm de que íbamos a ir río arriba al menos hasta tan lejos como Saint Louis… y por supuesto el resto de lo que había dicho acerca de convertimos en guardias de corps del nuevo Presidente indicaba que íbamos a ir todo el camino hasta la capital…
…si el nuevo Presidente estaba de hecho en la sede del gobierno… si Mary Gumm sabía de qué estaba hablando… si alguien no le daba la vuelta al río mientras yo no estaba mirando. Demasiados «si», Viernes, y demasiados pocos datos seguros. Todo lo que sabes realmente es que este barco debería estar entrando en el Imperio precisamente ahora… de hecho no sabia en qué lado de la frontera estábamos o cómo comprobarlo.
Pero tampoco me preocupaba demasiado porque en algún momento en los siguientes días, cuando estuviéramos cerca del cuartel general del Jefe, planeaba renunciar informalmente de mi puesto en las Raiders de Rachel… antes de que entraran en acción, preferentemente. Había tenido tiempo de examinar todo el asunto y tenía la firme creencia de que no podríamos estar listas para el combate en menos de seis semanas de duro entrenamiento a manos de duros e inflexibles sargentos instructores. Demasiadas reclutas, demasiados pocos mandos.
Se suponía que todas las reclutas eran veteranas… pero yo estaba segura de que algunas de ellas eran tan sólo chicas granjeras que se habían marchado de casa y algunas de las cuales no tendrían más de quince años. Desarrolladas para su edad, quizá, y «cuando eres lo suficientemente grande, ya eres lo suficientemente mayor», como reza el viejo dicho… pero se necesitan más de sesenta kilos de masa para hacer un soldado.
Emplear tales tropas en una acción podía ser suicida. Pero eso era algo que no me preocupaba. Tenía el estómago lleno de alubias y estaba en la bovedilla con la espalda apoyada contra un rollo de cuerdas, gozando del atardecer y digiriendo mi primera comida como soldado (si esa es la palabra) mientras contemplaba satisfecha el hecho de que, en este momento, el Salto a M’Lou estaba cruzando, o había entrado en, el Imperio de Chicago.
Una voz a mis espaldas dijo:
— ¿Escondiéndose, soldado?
Reconocí la voz y volví la cabeza.
— Oh, sargento, ¿cómo puedes decir algo así?
— Fácil. Simplemente me he preguntado a mí misma: «¿Dónde irías tú si quisieras holgazanear un poco?»… y allí estabas tú. Olvídalo, Jonesie. ¿Te has alojado ya?
Todavía no lo había hecho porque había varias elecciones, todas ellas malas. La mayor parte de la tropa estaba alojada en camarotes, cuatro en los dobles y tres en los individuales. Pero nuestro pelotón, junto con otro, tenía que dormir en el salón comedor.
No veía ninguna ventaja en ocupar la mesa del capitán, así que no me había apuntado al invento.
La sargento Gumm asintió ante mi respuesta.
— De acuerdo. Pero no utilices tu manta para señalar tu sitio; alguien te la robará junto con el sitio. En el lado de babor, a popa, a la altura de la despensa, está el camarote del camarero de a bordo… es el mío. Es individual, pero tiene una litera muy amplia. Lleva ahí tu manta. Estarás mucho más cómoda que durmiendo en cubierta.
— Es muy amable por tu parte, sargento. — (¿Cómo demonios iba a poder salirme de esto? ¿O iba a tener que resignarme a lo inevitable?).
— Llámame sarge. Y cuando estemos solas, mi nombre es Mary. ¿Cuál dijiste que era tu nombre de pila?
— Viernes.
— Viernes. No está tan mal, cuando dejas de pensar en él. De acuerdo, Viernes. Nos veremos al toque de silencio. — Observamos la última y rojiza giba del sol desaparecer en el horizonte a popa, puesto que el Salto había girado hacia el este en uno de los interminables meandros del río —. Parece como si tuviera que chisporrotear y arrojar una nube de vapor.
— Sarge, tienes el alma de poeta.
— A menudo he pensado que podría. Escribir poesía, quiero decir. ¿Sabes las órdenes?
¿Acerca de la oscuridad total?
— Nada de luces fuera, nada de fumar fuera. Nada de luces dentro excepto en lugares completamente cerrados. Los contraventores serán fusilados al amanecer. Eso no me afecta mucho, sarge; yo no fumo.
— Corrección. Los contraventores no serán fusilados; simplemente desearán haber sido fusilados. ¿Así que no fumas en absoluto, querida? ¿Ni siquiera un porro amistoso con una amiga?
(¡Cede, Viernes!).
— Eso no es realmente fumar; es simplemente amistad.
— Así es la forma en que yo lo veo. No suelo ir por ahí con la cabeza cargada todo el tiempo. Pero un porro ocasional con una amiga cuando ambas os sentís en vena, es bueno. Tú también lo eres. — Se dejó caer en cubierta a mi lado, me rodeó con un brazo.
— ¡Sarge! Quiero decir Mary. Por favor, no lo hagas. Todavía no es completamente de noche. Alguien puede vernos.
— ¿Y a quién le importa?
— A mí me importa. Me hace sentir cohibida. Consigue que no me sienta en vena.
— No te preocupes, aquí se te pasará. ¿Eres virgen, querida? Con las chicas, quiero decir.
— Oh… por favor no me hagas preguntas, Mary. Y suéltame. Lo lamento, pero esto hace que me ponga nerviosa. Aquí, quiero decir. Porque cualquiera puede aparecer en cualquier momento por esa esquina de ahí.
Ella me dio un apretón, luego empezó a ponerse en pie.
— Es curioso que seas tan tímida en eso. Está bien, me reservaré para cuando…
El cielo se iluminó con una luz deslumbrante; sobre ella brotó un tremendo ¡kabuuum! y allá donde había estado el Myrtle el cielo se llenó de chatarra volante.
— ¡Jesucristo!
— Mary, ¿sabes nadar?
— ¿Eh? No.
— Entonces salta detrás de mí y yo te mantendré a flote.
— Salté por la barandilla en un arco tan amplio como me fue posible, di una docena de fuertes brazadas para alejarme lo más que pude, me di la vuelta. La cabeza de Mary Gumm se silueteaba contra el cielo.
Fue lo último que vi de ella, mientras el Salto a M’Lou estallaba.
En aquella parte del Mississippi hay riscos al este. La orilla oeste del río es simplemente tierras altas, no tan claramente marcadas, hasta unos diez o quince kilómetros más adelante. Entre estos dos lados la localización del río puede ser asunto de opinión… a menudo de opinión legal, porque el río gira y vuelve a girar formando canales que a menudo son reclamados como propiedad privada.
El río discurre en todas direcciones, y tan pronto es probable que lo haga hacia el norte como hacia el sur. Bueno, relativamente probable. Había estado discurriendo hacia el oeste al atardecer; el Salto, avanzando contracorriente, tenía el ocaso a sus espaldas.
Pero mientras el sol se estaba poniendo el barco había girado hacia la izquierda mientras el canal giraba al norte; había observado la giba rojoanaranjada del sol desplazarse hacia babor.
Por eso salté hacia el lado de babor. Cuando golpeé el agua, mi propósito inmediato fue alejarme; mi siguiente propósito fue ver si Mary me seguía. No lo esperaba realmente, puesto que (¡lo he observado muchas veces!) la mayoría de la gente, la gente humana, no reacciona tan rápidamente.
La vi, aún a bordo; estaba mirándome. Luego se produjo la segunda explosión, y ya fue demasiado tarde. Sentí un breve asomo de pesar — a su modo burdo y ligeramente deshonesto Mary era una buena persona —, luego la borré de mi mente; tenía otros problemas.
Mi primer problema era no ser golpeada por los restos; me sumergí y permanecí debajo del agua. Puedo contener la respiración y hacer ejercicio al mismo tiempo al menos durante diez minutos, aunque es algo que no me gusta en absoluto. Esta vez lo alargué hasta que casi me estallaron los pulmones antes de volver a salir a la superficie.
Suficiente: estaba oscuro, pero parecía que no tenía restos flotantes a mi alrededor.
Quizá había supervivientes en el agua pero no oí ninguno, y no me sentía impulsada a tratar de descubrir alguno (excepto Mary, y no había ninguna forma de encontrarla), puesto que no estaba equipada para rescatar a ninguno, ni siquiera yo.
Miré a mi alrededor, descubrí lo que quedaba del resplandor del ocaso, nadé hacia allí.
Tras un tiempo lo perdí, me volví de espaldas en el agua, registré el cielo. Había algunas nubes y ninguna luna. Encontré Arcturus, luego las Osas y la Polar, y tuve el norte.
Corregí entonces mi rumbo de forma que nadara hacia el oeste. Permanecí de espaldas porque, si te lo tomas con calma, puedes nadar indefinidamente y dos años más, de espaldas. Nunca tienes ningún problema con la respiración, y si de pronto sientes alguna debilidad, simplemente te quedas quieta y agitas ligeramente los dedos hasta que te recuperas. No tenía ninguna prisa; simplemente deseaba alcanzar el Imperio por el lado de Arkansas.
Pero era aplastantemente importante el no volver a Texas.
Problema: navegar correctamente de noche sin ningún mapa en un río de un par de kilómetros de ancho, cuando tu objetivo es alcanzar una orilla occidental que no puedes ver… sin desviarte en lo más mínimo mientras lo haces.
¿Imposible? ¿Por la forma en que serpentea el Mississippi, como una serpiente con el lomo roto? Pero «imposible» no es una palabra que una pueda utilizar con el río Mississippi. Es un lugar donde es posible efectuar tres cortos trayectos por tierra totalizando unos treinta kilómetros… y terminar a más de cien kilómetros río arriba del punto de partida.
Ningún mapa, ningún atisbo de mi destino… sabía únicamente que tenía que ir hacia el oeste y que no tenía que ir hacia el sur. De modo que eso es lo que hice. Me mantuve de espaldas, y comprobé constantemente las estrellas para mantener el rumbo al oeste. No tenía ninguna forma de decir cuánto podía estar derivando al sur a causa de la corriente, excepto por el hecho seguro de que, cuando el río girara hacia el Sur, mi propio avance hacia el este a través del agua me llevaría directamente a la orilla por el lado de Arkansas.
Y lo hizo. Una hora más tarde — ¿dos horas más tarde? — , un montón de agua más tarde, y con Vega alta en el este pero aún lejos del meridiano, me di cuenta de que la orilla colgaba sobre mí por mi lado izquierdo. Comprobé y corregí el rumbo hacia el oeste y seguí nadando. Poco después mi cabeza golpeó contra un tronco, pasé al otro lado y me agarré a él, tiré hacia arriba, luego me abrí camino entre un interminable amasijo de troncos hasta la orilla.
Trepar a la orilla no fue problema porque estaba tan sólo a medio metro de altura, aproximadamente, en aquel punto. El único problema era que el barro era espeso y resbaladizo. Conseguí dominarlo, me detuve, y me afirmé.
A mi alrededor todo estaba negro como la tinta, con las estrellas como única luz. Podía distinguir el negro suave del agua del denso negro de la maleza detrás mío únicamente por el débil reflejo de la luz de las estrellas en el agua. ¿Direcciones? Le Polar estaba ahora bloqueada por las nubes, pero la Osa Mayor me dijo dónde tenía que estar y aquello me fue confirmado por la Espiga brillando al sur y Antares en el sudeste.
Esta orientación por las estrellas me dijo que el oeste estaba directamente tras aquellas densas malezas negras.
Mi única alternativa era volver al agua, dejarme llevar por el río… y terminar en algún momento mañana de nuevo en Vicksburg.
No, gracias. Me encaminé hacia la maleza.
Pasaré rápidamente por las siguientes horas. Puede que esta no fuera la noche más larga de mi vida, pero seguro que fue la más deprimente. Estoy convencida de que debe haber junglas más densas y más peligrosas en la Tierra que las malezas de las orillas del bajo Mississippi. Pero no deseo tener que abrirme paso por ella, especialmente sin un machete (¡ni siquiera una navaja de Boy Scout!).
Pasé la mayor parte del tiempo retrocediendo, tras decidir: No, no voy a cruzar por ahí… ¿Cómo puedo rodear esto?… ¡No, no por su lado sur!… ¿Cómo puedo rodearlo hacia el norte?… El sendero que dejé tras de mí era tan retorcido como el curso del propio río, y probablemente mi avance fue de un kilómetro por hora… o quizá exagero; pudo ser menos. La mayor parte del tiempo lo pasaba reorientándome, una necesidad cada pocos metros.
Moscas, mosquitos, cosas que se arrastraban y que nunca llegué a ver, dos serpientes bajo mis pies que podían ser serpientes de agua pero que no esperé a comprobarlo, interminables pájaros sobresaltados con una docena de diferentes tipos de gritos…
pájaros que a menudo echaban a volar casi delante de mi rostro para nuestro mutuo sobresalto. Mis pies estaban normalmente hundidos en fango, y siempre se presentaban cosas que tenía que saltar, cosas a la altura del tobillo, de la pantorrilla, o de ambos.
Tres veces (¿cuatro veces?) llegué ante una extensión abierta de agua. Cada vez seguí mi camino hacia el oeste y, cuando el agua era lo suficientemente profunda, nadaba. En su mayor parte eran aguas estancadas, pero una extensión parecía poseer una corriente y tal vez fuera un canal secundario del Mississippi. En una ocasión hubo algo grande nadando hacia mí. ¿Un siluro gigante? ¿Se supone que permanecen en el fondo? ¿Un cocodrilo? Pero no se suponía que existieran en absoluto allí. Quizá fuera el monstruo del lago Ness en plena gira; nunca lo vi, simplemente lo sentí… y levité inmediatamente fuera del agua con un horrible estremecimiento.
Aproximadamente ochocientos años más tarde del hundimiento del Salto y el Myrtle, amaneció.
Aproximadamente a un kilómetro al este de mí estaban las tierras altas del lado de Arkansas. Me sentí triunfante.
También me sentí hambrienta, agotada, sucia, picada por los insectos, con un aspecto horrible, y casi insoportablemente sedienta.
Cinco horas más tarde era el huésped del señor Asa Hunter como pasajera de su carro agrícola Studebaker tirado por un espléndido par de mulas. Nos acercábamos a una pequeña ciudad llamada Eudora. Aún no había conseguido dormir nada pero había conseguido lo mejor para todo lo demás… agua, comida, un buen baño. Le señora Hunter se había ocupado de mí, me había prestado un peine, y me había proporcionado un buen desayuno: huevos fritos, tocino curado en casa, grueso y con mucha grasa, pan de maíz, mantequilla, melaza, leche, café de pote colado en una cáscara de huevo… y para apreciar en toda su extensión la cocina de la señora Hunter recomiendo primero nadar durante toda una noche alternándolo con arrastrarse por entre las malezas de las lodosas riberas de la patria del Old Man River. ¡Ambrosía!
Comí envuelta en su bata mientras insistía en lavar y secar mi manchado mono. Estaba seco ya cuando estaba lista para marcharme, y me sentí casi respetable.
No ofrecí pagarles a los Hunter. Hay gente humana que tienen muy poco pero son ricos en dignidad y autorrespeto. Su hospitalidad no se vende, no es caridad. Soy lenta aprendiendo a reconocer este rasgo en la gente humana que lo posee. En los Hunter era indudable.
Cruzamos Macon Bayou, y luego la carretera murió en otra carretera ligeramente más grande. El señor Hunter hizo detenerse a sus mulas, bajó, rodeó el carro hasta mi lado.
— Señorita, debo rogarle que baje aquí.
Acepté su mano, dejé que me condujera fuera del carro.
— ¿Ocurre algo malo, señor Hunter? ¿Le he ofendido en algo?
— No, señorita — respondió lentamente —. En absoluto. — Vaciló —. Nos contó usted cómo su barca de pesca resultó hundida al golpear con un tronco.
— ¿Sí?
— Los troncos en el río son un molesto riesgo. — Hizo una pausa —. Ayer por la tarde, cuando se ponía el sol, ocurrió algo malo en el río. Dos explosiones, allá por el Recodo de Kentucky. Pudimos verlas y oírlas desde la casa.
Hizo una nueva pausa. Yo no dije nada. Mi explicación de mi presencia y de mi (deplorable) condición era en el mejor de los casos endeble. Pero la siguiente mejor explicación era la de un platillo volante.
— Mi esposa y yo — prosiguió el señor Hunter — nunca hemos tenido ningún problema con la Policía Imperial. Ni pretendemos tenerlo. Así que, si no le importa caminar un corto trecho por esta carretera a la izquierda, llegará usted a Eudora. Y yo daré la vuelta a mi carro y volveré a nuestra casa.
— Entiendo. Señor Hunter, me gustaría poder pagarle de algún modo a usted y a la señora Hunter por lo que han hecho por mí.
— Puede hacerlo.
— ¿Sí? — (¿Estaba pidiéndome dinero? ¡No!).
— Algún día puede que encuentre usted a alguien que necesite que le echen una mano.
Entonces, por favor, hágalo pensando en nosotros.
— ¡Oh! ¡Lo haré! ¡Por supuesto que lo haré!
— Pero no se moleste en escribirnos para contárnoslo. La gente que recibe correo se hace notar. Nosotros no queremos hacernos notar.
— Entiendo. Pero lo haré y pensaré en ustedes, no una vez sino muchas veces.
— Eso sería espléndido. El pan arrojado al agua siempre vuelve, señorita. La señora Hunter me dijo que le dijera que piensa rezar por usted.
Mis ojos se llenaron tan rápidamente de lágrimas que no pude ver.
— ¡Oh! Y por favor dígale a ella que la recordaré en mis plegarias. A los dos. — (Nunca había rezado en mi vida. Pero lo haría, por los Hunter).
— Muchas gracias. Se lo diré. Señorita. ¿Puedo ofrecerle un consejo sabiendo que no lo tomará a mal?
— Necesito consejos.
— ¿No tiene intención de detenerse en Eudora?
— No. Debo ir al norte.
— Eso es lo que dijo. Eudora es únicamente una estación de policía y unas cuantas tiendas. Lake Village está algo más lejos, pero el VMA de Greyhound para allí. Está aproximadamente a unos doce kilómetros por la carretera, a la derecha. Si puede usted recorrer esa distancia entre ahora y el mediodía, puede coger el autobús de esa hora.
Pero es un largo trecho, y el día es muy caluroso.
— Puedo hacerlo. Lo haré.
— Desde Greyhound puede ir hasta Pine Bluff, incluso hasta Little Rock. Hum. Pero eso cuesta dinero.
— Señor Hunter, han sido ustedes más que amables. Tengo conmigo mi tarjeta de crédito; puedo pagar el autobús. — Yo no había salido de la natación y del lodo en muy buenas condiciones, pero mis tarjetas de crédito, documentos de identidad, pasaporte, y dinero en efectivo estaban en aquel cinturón hermético para el dinero que Janet me había dado hacía tantos años luz; habían pasado incólumes todas las pruebas. Algún día se lo diría.
— Bien. De todos modos pensé que era mejor preguntar. Otra cosa. La gente de por aquí suele ocuparse de sus propios asuntos, en su mayor parte. Si va usted directamente al autobús de Greyhound, los pocos que arman ruido no tendrán ninguna excusa para molestarla. Así que mejor hágalo así. Bien, adiós y buena suerte.
Le dije adiós, y seguí adelante. Deseaba darle un beso de despedida, pero las mujeres desconocidas no se toman tales libertades con alguien como el señor Hunter.
Llegué al VMA del mediodía, y estaba en Little Rock a las 12:52. Había una cápsula exprés hacia el norte cargando cuando llegué a la estación del tubo; estaba en Saint Louis veintiún minutos más tarde. Desde una cabina de terminales en la estación del tubo tecleé el código de contacto del Jefe para disponer de un transporte hasta el cuartel general.
Una voz respondió:
— El código de llamada que ha utilizado usted no está en servicio. Permanezca en el circuito y un operador… — Desconecté rápidamente y salí a toda prisa.
Permanecí en la ciudad subterránea durante varios minutos, caminando al azar y pretendiendo mirar los escaparates de las tiendas pero poniendo distancia entre yo y la estación del tubo.
Encontré una terminal pública en unas galerías comerciales a una cierta distancia, e intenté el código de llamada del refugio. Cuando la voz dijo: «El código de llamada que ha utilizado usted no está…», corté rápidamente la comunicación, pero la voz no se interrumpió. Agaché la cabeza, me dejé caer de rodillas, salí de aquella cabina, desviándome hacia la derecha, haciéndome evidente lo cual es algo que odio, pero posiblemente evitando ser fotografiada a través de la terminal, lo cual podía ser desastroso.
Pasé varios minutos mezclándome con la multitud. Cuando me sentí razonablemente segura de que nadie estaba siguiéndome, bajé un nivel, entré en el sistema de tubo local de la ciudad, y fui al Saint Louis Este. Tenía otro código de llamada del refugio de emergencia, pero no pensaba utilizarlo sin prepararme antes.
El nuevo cuartel general secreto del Jefe estaba exactamente a sesenta minutos de cualquier lugar, pero yo no conocía su ubicación. Con esto quiero decir que, cuando abandoné aquel hospital para el curso de refresco, el viaje en el VMA tardó exactamente sesenta minutos. Cuando regresé tardó exactamente sesenta minutos. Cuando me fui de nuevo y pedí que me dejaran en un lugar desde donde pudiera tomar una cápsula para Winnipeg, fui dejada en Kansas City exactamente en sesenta minutos. Y no había forma de que el pasajero pudiera ver al exterior en los VMAs utilizados para eso.
Según la geometría, la geografía, y el simple conocimiento de lo que puede hacer un VMA, el nuevo cuartel general del Jefe debía estar en algún lugar más o menos por los alrededores de Des Moines… pero en este caso «más o menos» significaba un radio de al menos un centenar de kilómetros. No hice conjeturas. Tampoco hice conjeturas acerca de quiénes de nosotros sabían realmente la localización del cuartel general. Intentar adivinar quiénes decidía el Jefe que debían saber tales cosas era una pérdida de tiempo.
En Saint Louis Este compré una capa ligera con capucha, luego una máscara de látex en una tienda de disfraces, una que no fuera demasiado grotesca. Luego me cuidé mucho de elegir muy al azar mi terminal. Era de la intensa pero no concluyente opinión de que el Jefe había sido golpeado de nuevo y esta vez aplastado, y la única razón de no sentirme presa del pánico era que estaba entrenada para no sentir pánico hasta después de la emergencia.
Enmascarada y con la capucha puesta, tecleé el código de llamada de última instancia.
El mismo resultado, y de nuevo no se pudo desconectar la terminal. Me volví de espaldas al monitor, me arranqué la máscara y la arrojé al suelo, salí de allí a paso lento, di la vuelta a una esquina, me quité la capa mientras caminaba, la doblé, la arrojé a un cubo de basura, volví a Saint Louis…
…donde, intrépidamente, utilicé mi tarjeta de crédito del Banco Imperial de Saint Louis para pagar mi trayecto en el tubo a Kansas City. Una hora antes en Little Rock la había utilizado sin la menor vacilación, pero en aquel momento no tenía la menor sospecha de que le hubiera ocurrido algo al Jefe… de hecho tenía la convicción casi «religiosa» de que nada podía ocurrirle al Jefe. («Religiosa» = «creencia absoluta sin pruebas»).
Pero ahora me veía obligada a obrar bajo el supuesto de que algo le había ocurrido realmente al Jefe, lo cual incluía el supuesto de que mi MasterCard de Saint Louis (basada en el crédito del Jefe, no en el mío) podía quedar inutilizada para mí en cualquier momento. Podía meterla en una ranura para pagar cualquier cosa y verla quemarse hasta su destrucción cuando la máquina hubiera identificado el número.
De modo que cuatrocientos kilómetros y quince minutos más tarde estaba en Kansas City. No abandoné en ningún momento la estación. Hice una llamada gratuita al servicio de información acerca de la viabilidad del servicio del tubo a lo largo de KC-Omaha-Sioux Falls-Fargo-Winnipeg, y recibí la respuesta de que había servicio completo hasta Pembina y la frontera, pero no más allá. Cincuenta y seis minutos más tarde estaba en la frontera britocanadiense directamente al sur de Winnipeg. Era aún primera hora de la tarde. Diez horas antes había estado trepando por la orilla del Mississippi y preguntándome atolondradamente si estaba en el Imperio o había flotado de vuelta a Texas.
Ahora estaba incluso más aprensivamente ansiosa de salir del Imperio de lo que había estado de entrar en él. Hasta ahora había conseguido permanecer a un salto de pulga por delante de la Policía Imperial, pero ya no había ninguna duda en mi mente de que ellos deseaban hablar conmigo. Yo no deseaba hablar con ellos porque había oído historias acerca de cómo llevaban sus investigaciones. Los chicos que me habían interrogado la otra vez aquel mismo año habían sido moderadamente bruscos… pero la Policía Imperial tenía la reputación de quemar el cerebro a sus víctimas.