Padre nunca le había pegado. Por eso cuando lo hizo, cuando le dio un cachete justo encima de la oreja, fuerte, sin previo aviso y con la palma abierta, en los ojos de Abdulá brotaron lágrimas de sorpresa. Parpadeó rápidamente para contenerlas.
—Vete a casa —le ordenó Padre entre dientes.
De más allá, a Abdulá le llegaron los sollozos de Pari.
Entonces, Padre volvió a pegarle, más fuerte esta vez, cruzándole la cara de un bofetón. Le ardió la mejilla izquierda y se le escaparon las lágrimas. Sintió un pitido en el oído. Padre se agachó y se acercó tanto que su rostro moreno y surcado de arrugas eclipsó por completo el desierto y el cielo.
—Hijo, te he dicho que te vayas a casa —insistió con expresión disgustada.
Abdulá no profirió sonido alguno. Tragó saliva y miró a su padre con los ojos entornados, parpadeando hacia la cara que lo protegía del sol. Desde el pequeño carro rojo que esperaba más allá, Pari gritó su nombre con voz temblorosa de aprensión:
—¡Abolá!
Padre le dirigió una mirada de advertencia y volvió al carretón. Desde su lecho, Pari tendió las manitas hacia su hermano. Éste dejó que se adelantaran un poco; entonces se enjugó las lágrimas con ambas palmas y echó a andar tras ellos.
Poco después, Padre le arrojó una piedra, como hacían los niños de Shadbagh con el perro de Pari, Shuja, sólo que ellos tenían la intención de darle, de hacerle daño. La piedra cayó a varios palmos de Abdulá, inofensiva. El niño esperó un poco, y cuando su padre y su hermanita emprendieron la marcha de nuevo, volvió a seguirlos.
Finalmente, cuando el sol acababa de pasar el cenit, Padre se detuvo otra vez. Se volvió hacia Abdulá, pareció reflexionar y le indicó que se acercara.
—No piensas rendirte, ¿eh? —dijo.
Desde el lecho del carretón, Pari se apresuró a deslizar una manita en la de Abdulá. Alzaba su mirada de ojos límpidos hacia él y le sonreía con su boca desdentada como si nunca fuera a ocurrirle nada malo mientras él estuviese a su lado. Abdulá cerró los dedos en torno a su mano, como hacía cada noche cuando ambos dormían en el catre, con las cabezas juntas y las piernas entrelazadas.
—Se suponía que ibas a quedarte en casa —dijo Padre—, con tu madre e Iqbal, como te dije que hicieras.
«Es tu esposa —pensó Abdulá—. A mi madre la enterramos.» Pero se cuidó de que esas palabras no salieran de sus labios.
—Bueno, está bien. Ven, pero nada de lloros, ¿me oyes?
—Sí.
—Te lo advierto, no pienso tolerarlo.
Pari le sonrió a Abdulá, que la miró a los ojos claros y le devolvió la sonrisa.
A partir de entonces anduvo junto al carretón, que traqueteaba por el árido desierto, sujetando la mano de Pari. Intercambiaban furtivas miradas de regocijo, pero no se decían gran cosa, temiendo empeorar el humor de su padre y estropear su buena fortuna. Pasaban largos trechos los tres solos, sin otra cosa a la vista que gargantas cobrizas y despeñaderos de arenisca. El desierto se desplegaba en toda su amplitud, como si se hubiese creado sólo para ellos con su aire quieto y abrasador y su cielo alto y azul. Del terreno agrietado sobresalían relucientes rocas. Los únicos sonidos que oía Abdulá eran su propia respiración y el monótono chirriar de las ruedas del carretón rojo del que su Padre tiraba, siempre hacia el norte.
Al cabo de un tiempo se detuvieron a descansar a la sombra de un peñasco. Con un gemido, Padre dejó las varas del carretón en el suelo. Arqueó la espalda y esbozó una mueca con el rostro hacia el sol.
—¿Cuánto falta para Kabul? —quiso saber Abdulá.
Padre bajó la vista hacia ellos. Se llamaba Sabur. Era un hombre de tez morena y rostro duro, anguloso y huesudo, con una nariz aguileña como el pico de un halcón del desierto y ojos muy hundidos. Estaba flaco como un junco, pero una vida entera de trabajo le había fortalecido los músculos, que se le ceñían tan prietos como tiras de ratán en torno al brazo de una silla de mimbre.
—Llegaremos mañana por la tarde, si vamos a buen ritmo —respondió.
Se llevó el odre de piel de vaca a los labios y bebió un largo trago, con la nuez subiéndole y bajándole en la garganta.
—¿Por qué no nos ha llevado el tío Nabi? —preguntó Abdulá—. Tiene un coche. —Padre puso los ojos en blanco—. Así no habríamos tenido que caminar tanto.
Padre no contestó. Se quitó el casquete manchado de hollín y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa.
Pari señaló algo desde el carretón.
—¡Mira, Abolá! —exclamó con emoción—. ¡Otra!
El niño miró hacia donde indicaba su dedito y vio, a la sombra del peñasco, una pluma larga y gris como el carbón después de haber ardido. Fue hasta ella y la recogió por el astil. Sopló para quitarle las motas de polvo. De halcón, se dijo, dándole vueltas. O de paloma, o de alondra del desierto. Ese día había visto varias. No, ésa era de halcón. Volvió a soplar y se la tendió a Pari, quien se la arrebató encantada.
En casa, en Shadbagh, Pari guardaba bajo la almohada una vieja lata de té que le había dado Abdulá. Tenía el pasador oxidado, y en la tapa había un hindú con barba, turbante y larga túnica roja que sujetaba con ambas manos una humeante taza de té. La lata contenía la colección de plumas de Pari. Eran sus pertenencias más preciadas. Había plumas de gallo de un verde oscuro y un intenso burdeos; una pluma blanca de la cola de una paloma; otra de un gorrión, de un marrón terroso salpicado de manchas oscuras; y la que hacía sentir más orgullosa a Pari: una pluma de pavo real de un verde iridiscente y con un ojo grande y precioso en el extremo.
Esta última se la había regalado Abdulá dos meses antes. Había oído hablar de un chico de otra aldea cuya familia tenía un pavo real. Un día, cuando Padre estaba cavando zanjas en un pueblo al sur de Shadbagh, Abdulá fue hasta esa aldea, buscó al chico y le pidió una pluma del ave. La subsiguiente negociación se resolvió con el trueque de los zapatos de Abdulá por la pluma. Para cuando llegó de nuevo a Shadbagh, con la pluma de pavo real remetida en la cinturilla de los pantalones por debajo de la camisa, se le habían agrietado los talones y dejaba manchas de sangre en el suelo. Tenía pinchos y astillas clavados en las plantas. Cada paso le provocaba agudas punzadas en los pies.
Al llegar a casa, encontró a su madrastra, Parwana, en el exterior de la choza, agachada ante el tandur, preparando el pan del día. Abdulá se agazapó rápidamente tras el enorme roble que había junto a la casa y esperó a que acabara. Asomándose por detrás del tronco, la observó trabajar; era una mujer de hombros anchos y brazos largos, manos ásperas y dedos regordetes, una mujer de cara redonda y mofletuda, sin una pizca de la elegancia de la mariposa cuyo nombre llevaba.
Abdulá deseaba ser capaz de quererla como había querido a su madre. Madre, que había muerto desangrada dando a luz a Pari, tres años y medio antes, cuando Abdulá tenía siete. Madre, cuyo rostro apenas recordaba ya, que le asía la cabeza entre las manos y se la llevaba al pecho, y le acariciaba la mejilla cada noche antes de que se durmiera y le cantaba una canción de cuna.
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
Era un hada pequeñita y triste
y una noche el viento se la llevó.
Ojalá pudiera querer a su nueva madre de la misma manera. Quizá Parwana deseaba en el fondo lo mismo, ser capaz de quererlo a él tal como quería a Iqbal, su hijo de un año, cuya cara besaba constantemente, cuyos más leves estornudos y toses eran siempre motivo de preocupación. O como había querido a su primer hijo, Omar. Parwana lo adoraba. Pero Omar había muerto de frío tres inviernos atrás. Tenía dos semanas de vida. Parwana y Padre apenas le habían puesto un nombre. Fue uno de los tres bebés que aquel invierno brutal se llevó en Shadbagh. Abdulá recordaba a Parwana abrazando el cuerpecito inmóvil y envuelto en pañales de Omar, sus espasmos de dolor. Recordaba el día que lo enterraron en lo alto de la colina, un montículo diminuto en la tierra helada, bajo un cielo plomizo, con el ulema Shekib diciendo las plegarias, el viento arrojándoles nieve y hielo a la cara.
Abdulá suponía que Parwana se pondría furiosa cuando se enterara de que había cambiado su único par de zapatos por una pluma de pavo real. Padre había trabajado duro al sol para comprárselos. Le iba a caer una buena cuando Parwana lo descubriera. Quizá incluso le pegara, pensó. Lo había sacudido ya unas cuantas veces. Tenía unas manos fuertes y grandes —de levantar durante tantos años a su hermana inválida, imaginaba Abdulá— que sabían blandir un palo de escoba o propinar un buen bofetón.
No obstante, en su honor había que decir que no parecía sentir ninguna satisfacción cuando lo zurraba. Tampoco era incapaz de mostrarse tierna con sus hijastros. En cierta ocasión le había cosido a Pari un vestido en plata y verde de una pieza de tela que Padre trajo de Kabul. En otra le había enseñado a Abdulá, con sorprendente paciencia, a cascar dos huevos simultáneamente sin romper las yemas. Y una vez les había mostrado a los dos cómo retorcer farfollas de maíz para convertirlas en muñequitas, como había hecho con su propia hermana cuando eran pequeñas. Y luego les enseñó a hacer vestidos para las muñecas con pequeños retazos de tela.
Pero Abdulá sabía que sólo eran gestos, actos dictados por el deber, extraídos de un pozo bastante menos lleno de cariño que el que surtía a Iqbal. Si una noche se incendiara la casa, Abdulá sabía muy bien a qué niño pondría a salvo Parwana cuando saliera corriendo. No lo pensaría dos veces. Al final, todo se reducía a algo bien simple: Pari y él no eran sus hijos. La mayoría de la gente quiere más a los suyos. No era culpa de Parwana que él y su hermana no fueran de su sangre. Eran vestigios de otra mujer.
Esperó a que Parwana entrara con el pan, pero casi enseguida la vio salir otra vez de la cabaña con Iqbal en un brazo y un montón de ropa sucia bajo el otro. La observó alejarse hacia el río y aguardó a que desapareciera de la vista para escabullirse hacia la casa, con un dolor punzante en los pies a cada paso. Una vez dentro, se sentó y se puso las viejas sandalias de plástico, el único calzado que ahora tenía. Sabía que no había hecho algo muy sensato. Sin embargo, cuando se arrodilló junto a Pari, la sacudió dulcemente para despertarla de la siesta y sacó la pluma de detrás de la espalda, como un mago, todo mereció la pena: por cómo su cara expresó sorpresa y luego alegría, por cómo le llenó de besos las mejillas, y por cómo rió cuando Abdulá le hizo cosquillas en la barbilla con la suave punta de la pluma; y de repente ya no le dolían los pies.
Padre volvió a secarse la cara con la manga. Bebieron del odre por turnos. Cuando acabaron, Padre dijo:
—Estás cansado, hijo.
—No —contestó, pero sí lo estaba. Estaba agotado. Y le dolían los pies. No era fácil cruzar un desierto con sandalias.
—Sube —le dijo Padre.
En el carretón, Abdulá se sentó detrás de Pari, con la espalda contra los listones de madera y la espalda de su hermana oprimiéndole el vientre y el esternón. Mientras Padre los arrastraba, Abdulá contemplaba el cielo, las montañas, las prietas e interminables hileras de redondeadas colinas que la distancia suavizaba. Observaba la espalda de su padre, que tiraba de ellos cabizbajo y levantando nubecillas de arena rojiza con los pies. Pasó de largo una caravana de nómadas kuchi, una polvorienta procesión de campanillas tintineantes y camellos que gruñían. Una mujer de cabello trigueño y ojos perfilados con kohl le sonrió a Abdulá.
Su cabello le recordó al de su madre, y volvió a suspirar por ella, por su dulzura, su innata felicidad, su perplejidad ante la crueldad de la gente. Recordaba sus hipidos de risa y la tímida manera en que a veces ladeaba la cabeza. Su madre había sido una persona delicada, tanto de carácter como de complexión, una mujer menuda, de cintura de avispa y con una mata de cabello que siempre se le salía del velo. Abdulá solía preguntarse cómo un cuerpecito tan frágil podía albergar tanta alegría, tanta bondad. Pero no podía. Las derramaba por todas partes, se vertían de sus ojos. Padre era distinto. Dentro de Padre había dureza. Sus ojos contemplaban el mismo mundo que Madre y sólo veían indiferencia, trabajo duro e interminable. El mundo de Padre era implacable. Nada bueno era gratis, ni siquiera el amor. Uno pagaba por todo, y si eras pobre tu moneda era el sufrimiento. Abdulá observó la raya del cabello de su hermanita, su fina muñeca sobre el lado del carretón, y supo que, al morir, su madre le había transmitido algo a Pari. Una parte de su alegre devoción, de su candidez, de su imperturbable esperanza. Pari era la única persona en el mundo que nunca, jamás, le haría ningún daño. Algunos días Abdulá tenía la sensación de que era su única familia verdadera.
Los colores del día se disolvieron lentamente en el gris y las cumbres distantes se convirtieron en opacas siluetas de gigantes agazapados. Horas antes habían pasado por varias aldeas, la mayoría de ellas apartadas y polvorientas como Shadbagh. Casitas cuadradas de adobe, a veces al abrigo de la ladera de una montaña, con volutas de humo elevándose de los tejados. Cuerdas de tender, mujeres en cuclillas junto a las hogueras. Unos cuantos álamos, varios pollos, un puñado de vacas y cabras, y siempre una mezquita. La última aldea que pasaron se hallaba junto a un campo de adormidera, donde un anciano que trabajaba las vainas los saludó con un ademán. Gritó algo que Abdulá no consiguió entender. Padre le devolvió el saludo.
—¿Abolá? —dijo Pari.
—Dime.
—¿Tú crees que Shuja estará triste?
—Creo que estará bien.
—¿Nadie le hará daño?
—Es un perro grande, Pari. Sabe defenderse.
Shuja era grande, desde luego. Padre decía que en algún momento había sido un perro de pelea, pues alguien le había cortado las orejas y la cola. Si sabía o querría defenderse era otra cuestión. Cuando el perro había aparecido en Shadbagh, los niños le habían lanzado piedras, y lo pinchaban con ramas y radios de rueda de bicicleta oxidados. Shuja nunca los atacó. Con el tiempo, los críos de la aldea se cansaron de atormentarlo y lo dejaron en paz, aunque Shuja seguía mostrándose precavido, desconfiado, como si no hubiese olvidado sus malos tratos en el pasado.
En Shadbagh, Shuja evitaba a todo el mundo excepto a Pari. Ella lo hacía perder toda compostura. Su apego a la niña era inmenso y absoluto. Pari era su universo. Por las mañanas, cuando la veía salir de la casa, Shuja se ponía en pie de un salto y le temblaba todo el cuerpo. El muñón de su cola mutilada se movía frenéticamente, y él, como si bailara claqué pisando brasas. Daba brincos de alegría y describía círculos en torno a ella. Era la sombra de Pari el día entero, con el hocico pegado a sus talones, y por la noche, cuando se separaban, se tendía ante la puerta de la casa, tristón, a esperar a que llegara la mañana.
—¿Abolá?
—Dime.
—Cuando sea mayor, ¿viviré contigo?
Abdulá observó el sol naranja que descendía hacia el ocaso, rozando el horizonte.
—Si quieres... Pero no querrás.
—¡Sí que querré!
—Querrás tener tu propia casa.
—Pero podemos ser vecinos.
—A lo mejor.
—¿No vivirás muy lejos?
—¿Y si te cansas de mí?
Pari le propinó un codazo en el costado.
—¡No me cansaré!
Abdulá sonrió para sí.
—Vale, muy bien.
—¿Estarás cerca?
—Sí.
—¿Hasta que seamos viejos?
—Muy viejos.
—¿Para siempre?
—Sí, para siempre.
Pari se volvió para mirarlo desde la parte delantera del carretón.
—¿Me lo prometes, Abolá?
—Para siempre jamás.
Más tarde, Padre cargó con Pari a la espalda y Abdulá cerró la marcha empujando el carretón vacío. Mientras caminaba, se sumió en una especie de trance, sin pensar en nada. Sólo era consciente de cómo subían y bajaban sus propias rodillas, del sudor que le goteaba por el borde del casquete. De los piececitos de Pari rebotando contra las caderas de Padre. Consciente tan sólo de las sombras de su padre y su hermana que se alargaban en el grisáceo lecho del desierto, y que se alejaban de él si aminoraba la marcha.
El tío Nabi le había encontrado ese último empleo a Padre; el tío Nabi era el hermano mayor de Parwana, así que en realidad era el «tiastro» de Abdulá. Trabajaba de cocinero y chófer en Kabul. Una vez al mes, cogía el coche y viajaba de Kabul a Shadbagh para hacerles una visita, con su llegada anunciada por un staccato de bocinazos y los gritos de una horda de niños de la aldea que perseguían el gran vehículo azul con el techo de color canela y llantas relucientes. Daban palmadas en el guardabarros y las ventanillas hasta que él paraba y se apeaba sonriente, el apuesto tío Nabi con sus largas patillas y el pelo negro y ondulado peinado hacia atrás, vestido con un traje chaqueta color aceituna que le quedaba grande, camisa blanca y mocasines marrones. Todo el mundo salía a verlo, porque conducía un coche, aunque perteneciera a su patrón, y porque llevaba traje y trabajaba en la gran ciudad, Kabul.
En su última visita, el tío Nabi le había hablado a Padre del empleo. Los ricos para quienes trabajaba iban a construir un anexo en su casa —una casita de invitados en el jardín de atrás, con baño incluido, separada del edificio principal— y el tío había sugerido que contrataran a Padre, que sabía apañarse con una obra. Dijo que le pagarían bien y que tardaría más o menos un mes en completar el encargo.
Padre sabía apañarse con una obra, desde luego. Había trabajado en muchas. Desde que Abdulá recordaba, siempre andaba por ahí buscando trabajo, llamando a puertas en busca de encargos para la jornada. Una vez, había oído cómo Padre le decía al patriarca de la aldea, el ulema Shekib: «Si hubiese nacido animal, ulema sahib, te juro que habría sido mula.» A veces se llevaba a Abdulá a sus trabajos. En cierta ocasión habían recolectado manzanas en un pueblo que quedaba a un día entero de camino de Shadbagh. Abdulá recordaba a su padre encaramado a la escalera hasta el ocaso, con los hombros encorvados, la arrugada nuca ardiendo al sol, la piel curtida en los antebrazos, los gruesos dedos arrancando las manzanas una por una. En otro pueblo habían hecho ladrillos para una mezquita. Padre le había enseñado a recoger buena tierra, la más profunda y de tono más claro. La habían tamizado juntos y añadido paja, y luego Padre le había explicado con paciencia cómo calcular la proporción de agua para que la mezcla no quedase demasiado líquida. Aquel último año, Padre había llevado piedras a cuestas, paleado tierra y probado suerte con el arado, y también había trabajado con una cuadrilla de carreteras poniendo asfalto.
Abdulá sabía que Padre se culpaba por lo de Omar. Si hubiese encontrado más trabajo o mejor, podría haberle conseguido al bebé mejor ropa de invierno, mantas más gruesas, quizá hasta una estufa para calentar la casa. Eso pensaba Padre. No le había dicho una palabra sobre Omar desde el entierro, pero Abdulá sabía que era así.
Recordaba haberlo visto una vez, días después de la muerte de Omar, de pie bajo el enorme roble, solo. El roble se alzaba imponente sobre toda Shadbagh y era el ser vivo más viejo de la aldea. Padre decía que no le sorprendería que hubiese presenciado la marcha del emperador Babur con su ejército para tomar Kabul. Según contaba, se había pasado media infancia a la sombra de su gigantesca copa o trepando por sus grandes ramas. Su propio padre, el abuelo de Abdulá, había atado largas cuerdas a una rama gruesa y colgado de ellas un columpio, un artilugio que había sobrevivido a incontables e intensivas sesiones y al anciano en sí. Padre decía que solía columpiarse por turnos con Parwana y su hermana Masuma, cuando eran pequeños.
Pero últimamente Padre siempre estaba demasiado cansado de trabajar cuando Pari le tiraba de la manga para que la columpiara.
—Quizá mañana, Pari.
—Sólo un ratito, baba. Por favor, levántate.
—Ahora no. En otro momento.
La pequeña acababa por desistir, le soltaba la manga y se alejaba, resignada. A veces el delgado rostro de Padre se desencajaba al verla marchar. Y entonces se daba la vuelta en el catre, se tapaba con la colcha y cerraba los fatigados ojos.
Abdulá no lograba imaginarlo columpiándose. No conseguía imaginar que hubiese sido un niño alguna vez, como él. Un niño. Sin preocupaciones, ágil como el viento, corriendo por los campos con sus compañeros de juego. Padre, con sus manos llenas de cicatrices, su rostro surcado por profundas arrugas de cansancio. Padre, que podría haber nacido con una pala en la mano y tierra bajo las uñas.
Aquella noche tuvieron que dormir en el desierto. La cena consistió en pan y el resto de las patatas hervidas que les había preparado Parwana. Padre encendió un fuego y puso agua a calentar para preparar té.
Abdulá se tendió junto a la hoguera y se arrebujó bajo la manta de lana detrás de Pari, que tenía los piececitos muy fríos.
Padre se inclinó sobre las llamas y encendió un cigarrillo.
Abdulá se volvió boca arriba y Pari se movió para encajar la mejilla en el familiar hueco bajo su clavícula. El niño inspiró el olor a cobre del polvo del desierto y contempló el cielo, tachonado de titilantes estrellas como cristales de hielo. Una delicada luna creciente parecía sostener la sombra fantasmal de su plenitud.
Volvió a pensar en tres inviernos atrás, cuando la oscuridad lo había invadido todo y el viento había proferido su lento y largo silbido a través de los resquicios de la puerta y las grietas en el techo. Fuera, la nieve había desdibujado los contornos de la aldea. Las noches eran largas y sin estrellas, y los días muy cortos y sombríos, con un sol que apenas asomaba, y cuando lo hacía, su aparición era breve como la de una estrella invitada. Recordó el fatigado llanto de Omar y luego su silencio, y después a Padre tallando con tristeza una tabla de madera bajo una hoz de luna como la que brillaba ahora sobre ellos; una tabla que luego hincó a golpes en la tierra dura y helada en la cabecera de la pequeña sepultura.
Y ahora el otoño se acercaba a su fin una vez más. El invierno ya acechaba a la vuelta de la esquina, aunque ni Padre ni Parwana hablaban de él, como si mencionarlo pudiera precipitar su llegada.
—¿Padre? —dijo Abdulá.
Al otro lado de la hoguera, el hombre profirió un leve gruñido.
—¿Dejarás que te ayude? A construir la casa de invitados, quiero decir.
Una espiral de humo se elevaba del cigarrillo. Tenía la mirada fija en la oscuridad.
—¿Padre?
Él se movió en la roca donde estaba sentado.
—Supongo que podrías ayudarme a preparar la argamasa —contestó.
—No sé cómo se hace.
—Yo te enseñaré, ya aprenderás.
—¿Y yo? —quiso saber Pari.
—¿Tú? —respondió Padre sin apresurarse. Dio una calada al pitillo y hurgó en el fuego con un palo. Una nube de pequeñas chispas danzarinas se elevó en la negrura—. Tú estarás a cargo del agua. Te asegurarás de que nadie tenga sed, porque un hombre no puede trabajar si tiene sed.
Pari no dijo nada.
—Padre tiene razón —intervino Abdulá. Notó que Pari quería ensuciarse las manos, retozar en el barro, y que la tarea que Padre le había asignado la decepcionaba—. Si no te ocupas de traernos agua, nunca conseguiremos acabar la casa de invitados.
Padre ensartó el asa de la tetera en el palo y la levantó del fuego. La dejó a un lado para que se enfriara.
—Te diré lo que haremos —dijo—. Tú me demuestras que puedes ocuparte del agua, y yo me encargo de conseguirte otra tarea.
Pari levantó el mentón para mirar a su hermano con la cara iluminada por una sonrisa desdentada.
Abdulá la recordó de bebé, cuando dormía sobre su pecho y a veces, cuando él abría los ojos en plena noche, la encontraba sonriendo en silencio con esa misma expresión.
La había criado él. Era la verdad. Aunque él mismo fuera todavía sólo un crío de diez años. Cuando Pari tenía meses, era él quien se despertaba por las noches con su llanto y sus quejidos, él quien la paseaba y la mecía en la oscuridad. Era él quien le cambiaba los pañales, quien la bañaba. No le correspondía a Padre hacer esas cosas: era un hombre, y siempre estaba demasiado cansado por culpa del trabajo. Y Parwana, ya embarazada de Omar, no se desvivía precisamente por atender a Pari. Nunca tuvo la paciencia o la energía suficientes. Y así, a Abdulá le había tocado cuidarla, pero no le importaba. Lo hacía con mucho gusto. Le encantaba haberla ayudado a dar sus primeros pasos, haber sido el testigo boquiabierto de su primera palabra. Le parecía que ésa era su misión, la razón por la que Dios lo había creado, para que estuviera ahí y cuidase de Pari cuando Él se llevara a su madre.
—Baba —dijo Pari—, cuéntanos una historia.
—Se hace tarde.
—Por favor.
Padre era un hombre reservado por naturaleza. Rara vez pronunciaba más de dos frases seguidas. Pero en ocasiones, por razones que Abdulá desconocía, algo se abría en su interior y las historias brotaban de él. Unas veces, con Abdulá y Pari embelesados mientras Parwana armaba ruido con los cacharros en la cocina, les contaba historias que su abuela le había transmitido de niño, transportándolos a tierras pobladas por sultanes, yinns, malévolos divs y sabios derviches. Otras veces se inventaba las historias, las creaba sobre la marcha, y esos relatos reflejaban una capacidad de imaginar y soñar que siempre sorprendía a Abdulá. Padre nunca le parecía más presente, más vibrante, real y sincero que cuando contaba esas historias, como si los relatos fueran agujeritos en su mundo opaco e inescrutable.
Pero la expresión de Padre le reveló a Abdulá que esa noche no habría historia.
—Es tarde —repitió. Levantó la tetera con el borde del chal que le cubría los hombros y se sirvió una taza de té. Sopló un poco y tomó un sorbo, con las llamas bañándole el rostro de un resplandor naranja—. Es hora de dormir. Mañana será un día largo.
Abdulá tapó las cabezas de ambos con la manta, y canturreó contra la nuca de Pari:
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
Medio dormida, Pari entonó lentamente sus versos:
Era un hada pequeñita y triste
y una noche el viento se la llevó.
Y casi al instante se quedó dormida.
Más tarde, Abdulá se despertó y se encontró con que Padre no estaba. Se incorporó asustado. El fuego estaba casi apagado, sólo quedaban unas motitas de brasas carmesí. Miró a derecha e izquierda, pero sus ojos no consiguieron penetrar la oscuridad a un tiempo inmensa y asfixiante. Notó que palidecía. Con el corazón desbocado, aguzó el oído y contuvo el aliento.
—¿Padre? —susurró.
Silencio.
El pánico brotó en su pecho. Completamente inmóvil, con el cuerpo erguido y tenso, escuchó durante largo rato. No se oía nada. Estaban solos, Pari y él, con la oscuridad cerniéndose alrededor. Los habían abandonado. Padre los había abandonado. Abdulá captó por primera vez la inmensidad del desierto y del mundo entero. Con qué facilidad podía perderse alguien en él. Sin nadie para ayudarlo, para mostrarle el camino. Entonces una idea mucho peor se abrió paso en sus pensamientos: Padre estaba muerto. Alguien le había cortado el cuello. Bandidos. Lo habían matado y ahora los acechaban a ellos, tomándose su tiempo, deleitándose, convirtiéndolo en un juego.
—¿Padre? —volvió a llamar, con tono estridente esta vez.
No hubo respuesta.
—¿Padre?
Lo llamó una y otra vez, sintiendo una garra que le oprimía más y más la garganta. Perdió la cuenta de cuántas veces lo llamaba o durante cuánto tiempo, pero no obtuvo respuesta alguna de la oscuridad. Imaginó rostros ocultos en las montañas, observándolos con sonrisas maliciosas. El pánico lo embargó y le encogió las entrañas. Se echó a temblar y gimoteó quedamente. Estaba a punto de ponerse a gritar.
Y entonces oyó pisadas. Una forma se materializó en la oscuridad.
—Creía que te habías ido —dijo Abdulá con voz temblorosa.
Padre se sentó ante los restos del fuego.
—¿Dónde estabas?
—Duérmete, hijo.
—No nos abandonarás, ¿verdad? Tú no harías eso, Padre.
Él lo miró, pero Abdulá no logró distinguir su expresión en la oscuridad.
—Vas a despertar a tu hermana.
—No nos abandones.
—Ya basta.
Abdulá volvió a tenderse y abrazó con fuerza a su hermana, con el corazón palpitándole en el pecho.
Abdulá nunca había estado en Kabul. Lo que sabía sobre la ciudad procedía de las historias del tío Nabi. Gracias a los trabajos de Padre había visitado varios pueblos, pero nunca una ciudad de verdad, y desde luego nada que el tío Nabi le hubiese contado podría haberlo preparado para el trasiego y el bullicio de la mayor y más concurrida. En todas partes había semáforos, salones de té y restaurantes, tiendas con escaparates de cristal y brillantes letreros de colores. Los coches transitaban ruidosamente por las calles atestadas, haciendo sonar la bocina y colándose entre autobuses, transeúntes y bicicletas. Garis tirados por caballos circulaban por los bulevares entre tintineos, con las llantas de hierro rebotando en el pavimento. Las aceras que Abdulá recorría con Pari y Padre estaban abarrotadas de vendedores de cigarrillos y chicles, quioscos de revistas, herreros que aporreaban herraduras. En los cruces, guardias de tráfico con uniformes que no eran de su talla hacían sonar sus silbatos y gesticulaban sin que nadie, al parecer, les hiciera caso.
Abdulá se sentó en un banco cerca de una carnicería, con Pari en el regazo, y compartieron un plato de judías guisadas con chutney de cilantro que Padre compró en un puesto callejero.
—Mira, Abolá —dijo Pari señalando una tienda en la acera de enfrente.
En el escaparate había una joven con un vestido verde con un precioso bordado de espejitos y cuentas. Llevaba un largo pañuelo a juego, alhajas de plata y pantalones rojo intenso. Estaba inmóvil y miraba con indiferencia a los transeúntes sin parpadear. No movió un solo dedo mientras Abdulá y Pari se acababan las judías, y después siguió totalmente quieta. Calle arriba, Abdulá vio un cartel enorme colgado en la fachada de un edificio alto. Mostraba a una mujer hindú, joven y guapa, en un campo de tulipanes y bajo un aguacero, resguardándose con actitud juguetona tras una especie de bungaló. Esbozaba una sonrisa tímida y el sari mojado se le pegaba a las curvas del cuerpo. Abdulá se preguntó si se trataría de eso que el tío Nabi había llamado cine, adonde la gente acudía a ver películas, y tuvo la esperanza de que el mes siguiente su tío los llevara a Pari y a él a ver una. Sonrió ante la idea.
Por fin, después de la atronadora llamada a la oración que surgió de una mezquita alicatada de azul calle arriba, Abdulá vio al tío Nabi aparcar junto al bordillo. Se apeó, ataviado con su traje color aceituna, y evitó por muy poco darle con la puerta a un joven ciclista con un chapan, quien la esquivó justo a tiempo.
Rodeó rápidamente el capó del coche y le dio un abrazo a Padre. Cuando vio a Abdulá y Pari, esbozó una ancha sonrisa. Se agachó para quedar al mismo nivel que ellos.
—¿Qué os parece Kabul, niños?
—Hay mucho ruido —contestó Pari, y él rió.
—Sí que lo hay. Vamos, subid. Veréis muchas más cosas desde el coche. Limpiaos los pies antes de entrar. Sabur, ve tú delante.
El asiento trasero, frío y duro, era azul claro, como el coche. Abdulá se deslizó hasta la ventanilla detrás del conductor y se sentó a Pari en el regazo. Advirtió que los transeúntes miraban el coche con envidia. Pari volvió la cabeza hacia él y se sonrieron.
La ciudad fue pasando de largo mientras el tío Nabi conducía. Dijo que daría un rodeo para que vieran un poco de Kabul. Señaló una colina llamada Tapa Maranjan y la cúpula del mausoleo con vistas a la ciudad que coronaba la cima. Les contó que allí estaba enterrado Nader Sha, padre del rey Zaher Sha. Luego les mostró la fortaleza de Bala Hissar en la cumbre del monte Kuh-e-Sherdarwaza, utilizada por los británicos durante su segunda guerra contra Afganistán.
—¿Qué es eso, tío Nabi? —preguntó Abdulá dando golpecitos en la ventanilla para señalar un edificio amarillo grande y rectangular.
—Silo. Es la nueva fábrica de pan. —Nabi conducía con una mano y estiró el cuello para guiñarle un ojo—. Cortesía de nuestros amigos los rusos.
«Una fábrica que hace pan», se maravilló Abdulá, y recordó a Parwana en Shadbagh, aplastando porciones de masa contra las paredes de arcilla de su tandur.
Por fin el tío Nabi enfiló una calle amplia y limpia, flanqueada por cipreses dispuestos a espacios regulares. Las casas eran elegantes, y las más grandes que había visto Abdulá. Las había blancas, amarillas, azul claro. La mayoría tenían dos plantas, estaban rodeadas por altos muros y protegidas por portones metálicos de doble batiente. Abdulá vio varios coches como el del tío Nabi aparcados en la calle.
Entraron en un sendero adornado por una hilera de arbustos pulcramente recortados. Al fondo, la casa de dos plantas y paredes blancas se veía tremendamente grande.
—Tu casa es enorme —dijo Pari, con los ojos muy abiertos de asombro.
El tío Nabi echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Ya me gustaría. No, ésta es la casa de mis patronos. Estáis a punto de conocerlos. Así que ahora portaos lo mejor que sepáis.
La casa resultó más impresionante incluso cuando el tío Nabi los condujo a su interior. Abdulá calculó que era lo suficientemente grande para contener al menos la mitad de las casas de Shadbagh. Tenía la sensación de haber entrado en el palacio del div. El jardín, al fondo, se veía precioso con sus hileras de coloridas flores, arbustos primorosamente recortados hasta la altura de la rodilla y árboles frutales aquí y allá; Abdulá reconoció cerezos, manzanos, albaricoqueros y granados. Un porche cubierto separaba el jardín de la casa —el tío Nabi les contó que se llamaba «galería»— y estaba rodeado por una barandilla baja cubierta de parras. De camino a la habitación donde los señores Wahdati esperaban su llegada, Abdulá vio un cuarto de baño con la taza de porcelana que les había descrito el tío Nabi, así como un lavabo reluciente con grifos broncíneos. Abdulá, quien dedicaba muchas horas cada semana a traer cubos del pozo comunal de Shadbagh, se quedó maravillado ante una vida en la que sólo hacía falta un pequeño gesto con la mano para tener agua.
Abdulá, Pari y Padre se sentaron en un voluminoso sofá con borlas doradas. Los suaves cojines que tenían detrás estaban salpicados de diminutos espejos octogonales. Frente al sofá, un único cuadro ocupaba casi toda la pared. En él, un anciano escultor inclinado sobre su banco de trabajo tallaba un bloque de piedra con un mazo. Unas cortinas burdeos plisadas vestían los amplios ventanales, que se abrían a un balcón con una barandilla de hierro hasta la cintura. En la habitación todo estaba pulido y sin una mota de polvo.
Abdulá nunca había sido tan consciente de su propia suciedad.
El patrón del tío Nabi, el señor Wahdati, estaba sentado en una butaca de cuero con los brazos cruzados. Los miraba con una expresión no del todo hostil pero sí distante, impenetrable. Era más alto que Padre; Abdulá lo notó en cuanto se levantó para saludarlos. Tenía hombros estrechos, labios finos y una frente alta y brillante. Llevaba un traje blanco y entallado y una camisa verde con el cuello desabrochado y gemelos ovalados de lapislázuli en los puños. En todo aquel rato no había pronunciado más de diez o doce palabras.
Pari no le quitaba ojo a la bandeja de galletas que había en la mesa de cristal que tenían delante. Abdulá nunca habría creído posible que existiera semejante variedad: canutillos de chocolate rellenos de crema, galletitas redondas con naranja en el centro, verdes con forma de hojas...
—¿Te apetece una? —preguntó la señora Wahdati. Era ella quien hablaba todo el rato—. Adelante, los dos. Las he puesto para vosotros.
Abdulá se volvió hacia Padre como si le pidiera permiso, y Pari hizo lo mismo. Eso pareció cautivar a la señora Wahdati, que enarcó las cejas, ladeó la cabeza y sonrió.
Padre asintió levemente.
—Una cada uno —dijo en voz baja.
—No, nada de eso —repuso la señora Wahdati—. He hecho que Nabi las trajera de una panadería en la otra punta de Kabul.
Padre se ruborizó y bajó la mirada. Estaba sentado en el borde del sofá, sujetando con ambas manos el maltrecho casquete. Mantenía las rodillas bien apartadas de la señora Wahdati y la vista fija en su marido.
Abdulá cogió dos galletas y le dio una a Pari.
—Vamos, coged más. Que las molestias de Nabi no hayan sido para nada —insistió la anfitriona con afable reproche. Le sonrió al tío Nabi.
—No ha sido ninguna molestia —repuso él, ruborizándose.
Estaba de pie cerca de la puerta, junto a una alta vitrina de madera con gruesas puertas de cristal. En sus estantes había fotografías enmarcadas en plata del señor y la señora Wahdati. En una se los veía con otra pareja, ataviados con recios abrigos y gruesas bufandas y con un río fluyendo espumoso a sus espaldas. En otra, la señora Wahdati sostenía un vaso con gesto risueño y rodeaba con el brazo desnudo a un hombre que no era el señor Wahdati, algo que a Abdulá le resultó inconcebible. Había asimismo una fotografía de boda, él muy alto y pulido con su traje negro, y ella con un vestido blanco y largo, ambos sonriendo sin enseñar los dientes.
Abdulá miró a hurtadillas a la señora: cintura fina, boca pequeña y bonita, cejas perfectas, uñas rosa a juego con el pintalabios. Ahora se acordaba de ella, de un par de años antes, cuando Pari tenía casi dos. El tío Nabi la había llevado a Shadbagh porque ella quería conocer a su familia. En aquella ocasión llevaba un vestido color melocotón sin mangas —recordaba el asombro en la cara de Padre— y gafas de sol de gruesa montura blanca. Sonreía constantemente y les hacía preguntas sobre el pueblo y sobre sus vidas; quiso saber los nombres y las edades de los niños. Actuaba como si se encontrara en su elemento en la casa de adobe de techo bajo, sentada con la espalda apoyada contra la pared manchada de hollín, junto a la ventana moteada de moscas muertas y la pringosa cortina de plástico que separaba la habitación de la cocina, donde también dormían Abdulá y Pari. Había convertido su visita en un espectáculo, quitándose los zapatos de tacón en la puerta, prefiriendo sentarse en el suelo cuando Padre había tenido el tino de ofrecerle una silla. Como si fuera uno de ellos. Por aquel entonces Abdulá tenía sólo ocho años, pero había descubierto sus intenciones.
Lo que mejor recordaba Abdulá de aquella visita era que Parwana —en aquel momento embarazada de Iqbal— había permanecido sentada en un rincón, una figura envuelta en el velo, encogida, sumida en un rígido silencio. Tenía los hombros hundidos y los pies recogidos bajo el voluminoso vientre, como si pretendiera fundirse con la pared y desaparecer. Su rostro quedaba oculto por el sucio velo, que se ceñía bajo la barbilla. Abdulá casi logró ver la vergüenza que emanaba de ella como vapor, la incomodidad, lo insignificante que se sentía, y lo había sorprendido una oleada de ternura hacia su madrastra.
La señora Wahdati cogió el paquete de tabaco que había junto a las galletas y encendió un cigarrillo.
—Hemos dado un largo rodeo para llegar hasta aquí, y les he enseñado un poco la ciudad —comentó el tío Nabi.
—¡Estupendo! —exclamó ella—. ¿Había estado ya en Kabul, Sabur?
—Un par de veces, bibi sahib.
—¿Y qué impresión le produce, si puede saberse?
Padre se encogió de hombros.
—Está llena de gente.
—Pues sí.
El señor Wahdati se quitó una pelusa de la manga de la chaqueta y miró fijamente la alfombra.
—Está llena de gente, sí, y a veces es una lata —comentó su mujer.
Padre asintió con la cabeza, como si entendiera de qué hablaba.
—En el fondo, Kabul es una isla. Según algunos es progresista, y quizá lo sea. Sí, supongo que en cierta medida lo es, pero también vive de espaldas al resto del país.
Padre se miró el casquete entre las manos y parpadeó.
—No malinterprete mis palabras —prosiguió ella—. Daría mi apoyo sin reservas a cualquier plan progresista que surgiera de la ciudad. Sabe Dios que al país le vendría muy bien. Pero, para mi gusto, esta ciudad está demasiado satisfecha consigo misma. Le aseguro que la pomposidad de este lugar se hace a veces muy pesada. —Soltó un suspiro—. La verdad es que siempre he admirado el campo. Me gusta muchísimo: las provincias lejanas, las qarias, las pequeñas aldeas. El Afganistán real, por así decirlo.
Padre asintió con escasa convicción.
—Es posible que no esté de acuerdo con todas las tradiciones tribales, ni siquiera con la mayoría, pero tengo la sensación de que, fuera de la ciudad, la gente lleva una vida mucho más auténtica. Transmiten tenacidad. Una humildad reconfortante. Y hospitalidad, además. Y fortaleza. Desprenden orgullo. ¿Es ésa la palabra adecuada, Suleimán? ¿Orgullo?
—Basta, Nila —repuso su marido en voz baja.
Siguió un denso silencio. Abdulá vio que el señor Wahdati tamborileaba con los dedos en el brazo de la butaca, y luego observó a su mujer: la sonrisa tensa, la mancha rosa en la boquilla del cigarrillo, cómo cruzaba los pies y apoyaba el codo en el brazo del sofá.
—Es probable que no sea la palabra adecuada —dijo ella, rompiendo el silencio—. Dignidad, quizá. —Sonrió, revelando unos dientes rectos y blancos. Abdulá nunca había visto unos dientes así—. Sí, eso. La gente del campo transmite dignidad. La llevan puesta, como quien lleva una insignia, ¿no? Lo digo sinceramente. Yo la veo en usted, Sabur.
—Gracias, bibi sahib —murmuró Padre moviéndose un poco en el sofá, todavía con la vista fija en el casquete.
La señora asintió con la cabeza. Posó la mirada en Pari.
—Y debo decir que eres preciosa, querida.
Pari se arrimó aún más a Abdulá.
La señora se lanzó a recitar, muy despacio:
—«Hoy han visto mis ojos el encanto, la belleza, la inconmensurable elegancia del rostro que andaba buscando.» —Sonrió—. Es de Rumi. ¿Han oído hablar de él? Se diría que lo compuso para ti, querida.
—La señora Wahdati es una poetisa de gran talento —intervino el tío Nabi.
Desde su butaca, el señor Wahdati tendió la mano para coger una galleta, la partió por la mitad y le dio un pequeño mordisco.
—Eres muy amable, Nabi —repuso la señora, mirándolo con afecto.
Abdulá volvió a ver rubor en las mejillas del tío Nabi.
La señora apagó el cigarrillo con enérgicos golpecitos contra el cenicero.
—Quizá podría llevar a los niños a algún sitio —sugirió.
El señor Wahdati soltó un bufido de mal humor y plantó ambas palmas sobre los brazos de la butaca con ademán de levantarse, pero no lo hizo.
—Iremos al bazar —añadió ella dirigiéndose a Padre—. Si le parece bien, Sabur. Nabi nos llevará en el coche. Suleimán puede enseñarle el terreno de la obra, en la parte de atrás. Así podrá valorarlo por sí mismo.
Padre asintió con la cabeza.
El señor Wahdati cerró lentamente los ojos.
Todos se levantaron para irse.
De pronto, Abdulá deseó que Padre diera las gracias a esa gente por las galletas y el té, que los cogiera a Pari y a él de la mano y se fueran de esa casa y sus cuadros y sus cortinas y de todas sus comodidades y su lujo recargado. Podían rellenar el odre de agua, comprar pan y unos huevos duros, y volver por donde habían venido. Cruzar de nuevo el desierto, los peñascos, las montañas, con Padre contándoles historias. Se turnarían para llevar a Pari en el carretón. Y al cabo de dos días, quizá tres, aunque fuera con los pulmones cargados de polvo y los miembros cansados, estarían de regreso en Shadbagh. Shuja los vería llegar y correría a recibirlos, para brincar alrededor de Pari. Estarían en casa.
—Moveos, niños —dijo Padre.
Abdulá dio un paso adelante con la intención de decir algo, pero tío Nabi le apoyó su gruesa mano en el hombro, le dio la vuelta y lo condujo hacia la puerta, diciendo:
—Ya veréis qué bazares tienen aquí. Os sorprenderéis.
La señora Wahdati fue con ellos en el asiento de atrás, y el aire se llenó de su perfume y de algo dulce y un poco acre que Abdulá no reconoció. Los acribilló a preguntas mientras el tío Nabi conducía. ¿Qué amigos tenían? ¿Iban a la escuela? Se interesó por sus quehaceres domésticos, por sus vecinos, por sus juegos. El sol le daba en el perfil derecho. Abdulá le veía el vello en la mejilla y la tenue línea bajo la mandíbula donde acababa el maquillaje.
—Tengo un perro —declaró Pari.
—¿De verdad?
—Es todo un elemento —intervino el tío Nabi desde el asiento delantero.
—Se llama Shuja. Sabe cuándo estoy triste.
—Así son los perros —comentó la señora Wahdati—. Se les dan mejor esas cosas que a algunas personas que conozco.
Vieron a un trío de colegialas que daban brincos calle abajo. Llevaban uniformes negros con bufandas blancas anudadas al cuello.
—A pesar de lo que he dicho antes, Kabul no está tan mal. —La señora Wahdati se toqueteaba el collar con gesto ausente. Miraba por la ventanilla y había cierta pesadumbre en su expresión—. Me gusta más a finales de primavera, después de las lluvias. Qué limpio es el aire entonces, con ese primer anuncio del verano. La forma en que el sol incide en las montañas. —Sonrió con languidez—. Nos sentará bien tener a una niña en casa. Para variar, habrá un poco de ruido. Un poco de vida.
Abdulá la miró y captó algo alarmante en aquella mujer, bajo el maquillaje y el perfume y la supuesta conmiseración; algo profundamente dañado. De pronto pensó en la humeante cocina de Parwana, en el estante atiborrado de frascos, platos disparejos y cacerolas manchadas. Echaba de menos el colchón que compartía con Pari, aunque estuviera sucio y el embrollo de muelles amenazara siempre con asomar. Echaba de menos todo. Nunca había sentido tanta añoranza de su hogar.
La señora Wahdati se arrellanó de nuevo en el asiento, soltando un suspiro y sujetando el bolso contra sí como haría una mujer embarazada con su vientre abultado.
El tío Nabi se detuvo ante una acera atestada. Al otro lado de la calle, junto a una mezquita con altos minaretes, se hallaba el bazar, compuesto por congestionados laberintos de callejas cubiertas y descubiertas. Recorrieron pasillos llenos de puestos que ofrecían abrigos de piel, anillos con joyas y piedras de colores, toda clase de especias, con el tío Nabi en la retaguardia y la señora Wahdati y ellos dos abriendo la marcha. Ahora que estaban al aire libre, la señora llevaba unas gafas de sol que le volvían la cara extrañamente gatuna.
Las voces de la gente regateando reverberaban por todas partes. Prácticamente de todos los puestos surgía música estridente. Pasaron ante locales abiertos que vendían libros, radios, lámparas y cacerolas plateadas. Abdulá vio a una pareja de soldados, con botas polvorientas y abrigos marrón oscuro; compartían un cigarrillo y miraban a la gente con aburrida indiferencia.
Se detuvieron en un puesto de calzado. La señora Wahdati rebuscó entre las cajas de zapatos expuestas. Nabi se acercó al puesto siguiente, con las manos entrelazadas a la espalda, y observó con desdén unas monedas viejas.
—¿Qué te parecen éstas? —le preguntó la señora a Pari. Sostenía un par de flamantes zapatillas deportivas amarillas.
—Qué bonitas —dijo la pequeña, mirándolas con cara de incredulidad.
—Vamos a probártelas.
La ayudó a ponerse las zapatillas y se las abrochó. Alzó la mirada hacia Abdulá por encima de las gafas.
—A ti tampoco te vendría mal un par. No puedo creer que hayas venido andando desde tu aldea con esas sandalias.
Abdulá negó con la cabeza y miró hacia otro lado. Calleja abajo, un anciano de barba desgreñada y con los pies zambos pedía limosna a los transeúntes.
—¡Mira, Abolá! —Pari levantó un pie y luego el otro. Pateó el suelo con fuerza y dio brincos.
La señora Wahdati llamó al tío Nabi y le dijo que llevara a Pari a caminar un poco por la calleja, para ver si notaba cómodas las zapatillas. Nabi cogió de la mano a la niña y echaron a andar.
La señora bajó la vista hacia Abdulá.
—Piensas que soy mala persona —dijo—, por lo que he dicho antes.
Abdulá vio a Pari y Nabi pasar junto al viejo mendigo de los pies deformes. El viejo le dijo algo a su hermana, quien volvió la carita hacia el tío y le dijo algo a su vez, y él le arrojó una moneda al anciano.
Abdulá rompió a llorar en silencio.
—Oh, pobre tesoro —se alarmó la señora Wahdati—. Pobrecito mío. —Sacó un pañuelo del bolso y se lo ofreció.
El niño lo apartó de un manotazo.
—No lo haga, por favor —dijo con voz quebrada.
Ella se agachó a su lado, subiéndose las gafas hasta el nacimiento del pelo. También tenía los ojos húmedos, y cuando se los enjugó con el pañuelo lo dejó surcado de manchas negras.
—No te culpo si me odias. Estás en tu derecho. Pero esto que voy a hacer es para bien, aunque no espero que lo comprendas ahora. Te lo aseguro, Abdulá. Es para bien. Algún día lo entenderás.
Él levantó la cara hacia el cielo y gimió, justo cuando Pari volvía a su lado dando brincos, con lágrimas de gratitud en los ojos y el rostro radiante de felicidad.
Una mañana de aquel invierno, Padre empuñó el hacha y taló el enorme roble. Contó con la ayuda del hijo del ulema Shekib, Baitulá, y unos cuantos hombres más. Abdulá y otros niños observaron la operación. Lo primero que hizo Padre fue quitar el columpio. Trepó al árbol y cortó las cuerdas con un cuchillo. Luego la emprendieron a hachazos con el grueso tronco hasta bien entrada la tarde, cuando el viejo árbol cayó por fin con un tremendo crujido. Padre le dijo a Abdulá que necesitaban leña para el invierno. Sin embargo, había arremetido con el hacha contra el árbol con gran violencia, apretando los dientes y con el rostro sombrío, como si ya no soportara verlo.
Después, bajo un cielo color piedra, los hombres se dedicaron a cortar el tronco caído, con las narices y las mejillas enrojecidas de frío y sus hachas arrancando huecas reverberaciones a la madera. Más hacia la copa, Abdulá partía ramas pequeñas, separándolas de las grandes. Dos días antes había caído la primera nevada; no había sido muy copiosa, sólo una promesa de lo que vendría después. El invierno no tardaría en cernerse sobre Shadbagh, con sus carámbanos de hielo, sus ventiscas de una semana de duración y aquellos vientos capaces de cuartearte las manos en menos de un minuto. Por el momento, la capa blanca era escasa y desde allí hasta las escarpadas laderas se veía salpicada por manchones de tierra marrón pálido.
Abdulá recogió un brazado de ramas delgadas y lo llevó hasta el montón comunitario, que se volvía más y más alto. Llevaba las nuevas botas para nieve, guantes y un chaquetón de invierno, también recién estrenado. Este último era de segunda mano, pero, aparte de la cremallera rota, que Padre había arreglado, estaba como nuevo. Era azul marino, acolchado y con forro de piel anaranjada, con cuatro grandes bolsillos que se abrían y cerraban y una capucha también acolchada que ceñía la cara de Abdulá cuando tiraba del cordel. Se echó atrás la capucha y exhaló lentamente, formando una nubecilla de vaho.
El sol se ponía en el horizonte. Abdulá todavía distinguía el viejo molino de viento que se alzaba, descarnado y gris, por encima de los muros de arcilla de la aldea. Sus aspas emitían un crujiente gemido cuando soplaba el gélido viento de las montañas. El molino era principalmente el hogar de las garzas reales durante el verano, pero ahora, en invierno, las garzas ya no estaban y los cuervos tomaban posesión de él. Todas las mañanas, sus ásperos graznidos despertaban a Abdulá.
Algo llamó su atención, a la derecha, en el suelo. Se acercó y se arrodilló.
Una pluma. Pequeña. Amarilla.
Se quitó un guante y la cogió.
Esa noche iban a una fiesta, su padre, él y su pequeño hermanastro Iqbal. Baitulá había tenido otro hijo, un varón. Una motreb cantaría para los hombres y alguien tocaría la pandereta. Tomarían té, pan recién hecho y sopa shorwa con patatas. Después, el ulema Shekib mojaría el dedo en un cuenco de agua azucarada y dejaría que el bebé lo chupara. Sacaría entonces la piedra negra y brillante y la navaja de doble filo, y levantaría el paño que cubría el abdomen del niño. Un ritual corriente. La vida seguía su curso en Shadbagh.
Abdulá hizo girar la pluma en la mano.
«Nada de llantos —había dicho Padre—. No llores. No pienso tolerarlo.»
Y no hubo llantos. En la aldea, nadie preguntaba por Pari. Nadie mencionaba siquiera su nombre. A Abdulá lo dejaba perplejo que hubiera desaparecido por completo de sus vidas.
Sólo en Shuja veía Abdulá un reflejo de su propio dolor. El perro aparecía todos los días ante su puerta. Parwana le lanzaba piedras. Padre lo amenazaba con un palo. Pero el animal seguía en sus trece. Todas las noches oían sus gañidos lastimeros, y todas las mañanas lo encontraban tendido ante la entrada, con el morro entre las patas delanteras, parpadeando ante sus agresores con ojos melancólicos en los que no había la menor acusación. Hizo lo mismo durante semanas, hasta que una mañana Abdulá lo vio renquear en dirección a las montañas, cabizbajo. Nadie en Shadbagh había vuelto a verlo desde entonces.
Abdulá se guardó en el bolsillo la pluma amarilla y echó a andar hacia el molino.
A veces pillaba desprevenido a Padre y advertía las distintas y confusas emociones que le ensombrecían el rostro. Le parecía que Padre había menguado, que lo habían despojado de algo esencial. Vagaba lentamente por la casa, o se sentaba al calor de la nueva estufa de hierro fundido, con el pequeño Iqbal en el regazo, y contemplaba las llamas sin verlas. Ahora arrastraba las palabras de una forma que Abdulá no recordaba, como si fueran de plomo. Se sumía en largos silencios con el rostro inexpresivo. Ya no contaba historias; desde su regreso de Kabul con Abdulá no había vuelto a contar ninguna. Quizá, se decía el niño, Padre también había vendido su musa a los Wahdati.
Ya no estaba.
Se había esfumado.
Sin dejar rastro.
Sin explicación.
Sólo hubo unas palabras por parte de Parwana: «Tenía que ser ella. Lo siento, Abdulá. Tenía que ser ella.»
El dedo cortado para salvar la mano.
Se arrodilló detrás del molino, al pie de la deteriorada torre de piedra. Se quitó los guantes y cavó con las manos. Pensó en las pobladas cejas de su hermanita, en su frente amplia y abombada, en su sonrisa desdentada. Oyó mentalmente su risa cristalina reverberando en la casa, como pasaba tantas veces. Pensó en la pelea que había estallado cuando volvieron del bazar. En Pari presa del pánico, chillando. En el tío Nabi llevándosela a toda prisa. Abdulá cavó hasta que sus dedos palparon metal. Entonces hincó las manos y sacó la lata de té. Sacudió la fría tierra de la tapa.
Últimamente pensaba mucho en la historia que les había contado Padre la víspera del viaje a Kabul, la del viejo campesino Baba Ayub y el div. Si se hallaba en un sitio donde Pari había estado antaño, percibía su ausencia como un olor que brotaba de la tierra. Entonces le flaqueaban las rodillas y se le encogía el corazón, y ansiaba un trago de la poción mágica que el div le había dado a Baba Ayub, para poder olvidar él también.
Pero le resultaba imposible olvidar. Allá adonde fuese, Pari surgía espontáneamente en un extremo de su campo visual. Era como el polvo que se le pegaba a la camisa. Estaba presente en los silencios que tan frecuentes se habían vuelto en la casa, silencios que surgían entre las palabras, unas veces fríos y huecos, otras preñados de cosas no dichas, como una nube cargada de lluvia que nunca cayera. Algunas noches Abdulá soñaba que estaba de nuevo en el desierto, solo, rodeado por las montañas, y veía en la distancia un único y diminuto destello de luz intermitente, una y otra vez. Como un mensaje.
Abrió la lata de té. Estaban todas ahí, las plumas de Pari: de gallos, patos, palomas, y también la del pavo real. Dejó la pluma amarilla en la caja. Algún día, se dijo.
Eso esperaba.
Sus días en Shadbagh estaban contados, como los de Shuja. Sabía que era así. Allí ya no quedaba nada para él. No tenía un hogar. Esperaría a que pasara el invierno, a que diera comienzo el deshielo de primavera, y entonces una mañana se levantaría antes del amanecer y se marcharía. Elegiría una dirección y echaría a andar. Llegaría tan lejos de Shadbagh como lo llevaran sus pies. Y si algún día, mientras atravesaba un campo extenso y despejado, la desesperación se apoderaba de él, se detendría en seco, cerraría los ojos y pensaría en la pluma de halcón que Pari había encontrado en el desierto. Imaginaría la pluma soltándose del ave, allá arriba en las nubes, a cientos de metros del mundo, revoloteando y girando en las corrientes de aire, arrastrada por fuertes ráfagas de viento a lo largo de kilómetros y kilómetros de desierto y montañas, para aterrizar por fin, entre todos los sitios posibles, por increíble que pareciera, al pie de aquel preciso peñasco, para que su hermana la encontrara. Que esas cosas pudieran suceder lo dejaría maravillado. Y aunque la sensatez le dijera que en realidad no era así, se sentiría reconfortado y esperanzado, abriría los ojos y echaría a andar.