8 Otoño de 2010

Por la noche, cuando llego a casa de la clínica, encuentro un mensaje de Thalia en el contestador de mi habitación. Lo escucho mientras me quito los zapatos y me siento al escritorio. Me cuenta que tiene un resfriado, que sin duda le ha contagiado mamá, y luego me pregunta cómo estoy, cómo me va el trabajo en Kabul. Al final, justo antes de colgar, añade: «Odie anda quejándose todo el día de que no la llamas. Pero a ti no va a decírtelo, claro. De modo que lo hago yo. Markos, por el amor de Dios, llama a tu madre, idiota.»

Sonrío.

Thalia.

Tengo una fotografía suya sobre el escritorio, la que le saqué hace mucho tiempo en la playa de Tinos, sentada en una roca de espaldas a la cámara. Aunque la he enmarcado, si uno se fija bien, todavía se ve una zona marrón oscuro en la esquina inferior derecha, cortesía de una chica italiana chiflada que trató de prenderle fuego hace muchos años.

Enciendo el portátil para teclear las notas postoperatorias del día anterior. Mi habitación está arriba —uno de los tres dormitorios en la primera planta de esta casa en la que he vivido desde mi llegada a Kabul en 2002— y el escritorio se halla ante la ventana que da al jardín de abajo. Tengo vistas de los nísperos que plantamos hace unos años mi antiguo casero, Nabi, y yo. También veo la antigua vivienda de Nabi junto al muro trasero, ahora repintada. Cuando él falleció, se la ofrecí a un joven holandés que echa una mano a institutos de secundaria en asuntos informáticos. Y a la derecha está el Chevrolet de los años cuarenta de Suleimán Wahdati, que lleva décadas sin moverse, con un manto de óxido como musgo en una roca, y cubierto ahora por la fina película de la sorprendentemente temprana nevada de ayer, la primera del año. A la muerte de Nabi, consideré hacer que se lo llevaran a uno de los vertederos de Kabul, pero me faltó valor. Me pareció una parte demasiado esencial del pasado de la casa, de su historia.

Acabo con las notas y consulto el reloj. Ya son las nueve y media. Las ocho en Grecia.

«Llama a tu madre, idiota.»

Si voy a llamarla esta noche, no puedo postergarlo más. Recuerdo que Thalia me comentó en un e-mail que mamá se acostaba cada vez más pronto. Inspiro profundamente y me armo de valor. Levanto el auricular y marco el número.


Conocí a Thalia en el verano de 1967, cuando yo tenía doce años. Ella y su madre, Madaline, vinieron a Tinos a visitarnos. Mi madre, Odelia, dijo que hacía años, quince para ser exactos, que su amiga Madaline y ella no se veían. Madaline había dejado la isla a los diecisiete para irse a Atenas y convertirse, durante un tiempo al menos, en una actriz de modesta fama.

—No me sorprendió enterarme de que se dedicaba a actuar —me contó mamá—, con lo guapa que era. Todo el mundo se quedaba siempre prendado de Madaline. Lo verás por ti mismo cuando la conozcas.

Le pregunté por qué nunca la había mencionado.

—¿No lo he hecho? ¿Estás seguro?

—Sí, lo estoy.

—Pues habría jurado que sí. —Y añadió—: Tienes que ser considerado con su hija Thalia, tuvo un accidente. La mordió un perro. Tiene una cicatriz.

No quiso decir más, y la conocía lo suficiente para no insistir. Pero aquella revelación me intrigó, mucho más que el pasado de Madaline en el cine y los escenarios, y la sospecha de que la cicatriz tenía que ser significativa y visible para que la niña mereciera consideración especial avivó mi curiosidad. Con morboso interés, ardí en deseos de ver aquella cicatriz.

—Madaline y yo nos conocimos en misa, de pequeñas —explicó mamá.

Desde el principio fueron amigas inseparables. En clase se cogían de la mano bajo el pupitre, o en el patio, en la iglesia o cuando paseaban por los campos de cebada. Juraron que serían siempre como hermanas. Se prometieron que vivirían cerca, que incluso después de haberse casado serían vecinas, y que si el marido de una insistía en mudarse a otro sitio, pedirían el divorcio. Recuerdo que mamá esbozó una sonrisa burlona al contármelo, como para distanciarse de aquella euforia y aquellas tonterías de juventud, aquellas promesas precipitadas y ansiosas. Pero capté un matiz de pena en su expresión, una sombra de una desilusión que su considerable orgullo no le permitía admitir.

Madaline estaba casada con un hombre rico bastante mayor que ella, un tal Andreas Gianakos, que años atrás había producido su segunda película, que resultó ser la última. Ahora él estaba en el negocio de la construcción y tenía una importante empresa en Atenas. Madaline y el señor Gianakos se habían peleado hacía poco. Mamá no me facilitó toda esa información; lo supe gracias a la lectura clandestina, precipitada y parcial de la carta que Madaline le mandó a mamá para hacerle saber que tenía previsto visitarnos. «No sabes lo harta que estoy de Andreas y sus amigos derechistas y toda su música marcial. Mantengo la boca cerrada todo el tiempo. No digo ni mu cuando ponen por las nubes a esos gorilas militares que han convertido nuestra democracia en una farsa. Si expreso una sola palabra de desacuerdo, estoy segura de que me tacharán de anarcocomunista, y entonces ni la influencia de Andreas me salvará del calabozo. Quizá ni siquiera se molestaría en utilizarla, me refiero a su influencia. A veces me parece que ésa es precisamente su intención, provocarme hasta que yo misma me ponga en evidencia. Ay, mi querida Odie, cuánto te echo de menos, cómo añoro tu compañía...»

El día que estaba prevista la llegada de nuestras invitadas, mamá se levantó temprano para ordenar un poco. Vivíamos en una pequeña casa en la ladera de una colina. Como muchas casas en Tinos, era de piedra encalada y techo plano con azulejos rojos en forma de rombo. El pequeño dormitorio del piso de arriba que mamá y yo compartíamos no tenía puerta, pues se accedía a él directamente desde la angosta escalera, pero sí una ventana que daba a una estrecha terraza con barandilla de hierro forjado desde la que se veían los tejados de otras casas, los olivos, las cabras, las tortuosas callejas y, por supuesto, el mar Egeo, azul y tranquilo por las mañanas y salpicado de blanco en las tardes de verano, cuando soplaban los vientos meltemi del norte.

Cuando hubo acabado con la limpieza, mamá se puso su único atuendo supuestamente elegante, el que llevaba cada 15 de agosto, el día de la Dormición, en la iglesia Panagía Evangelistria, cuando los peregrinos acudían a Tinos de todas partes del Mediterráneo para rezar ante el famoso icono. Hay una fotografía de mi madre con ese atuendo: el vestido largo y soso, de un tono dorado oscuro y cuello redondo, el jersey blanco encogido, las medias y los zapatos negros de tacón. Mamá parece la típica viuda severa de rostro adusto, cejas pobladas y nariz respingona, muy rígida y con actitud hoscamente piadosa, como si también fuese una peregrina. Yo también salgo en la foto, muy tieso junto a mi madre, llegándole a la cadera. Llevo pantalón corto, camisa blanca y calcetines largos también blancos. Se ve, por mi cara de pocos amigos, que me han dicho que permanezca bien derecho, que no sonría, y se nota que me han lavado la cara a conciencia y peinado el pelo con agua, contra mi voluntad y con mucho revuelo. Se advierte una corriente de resentimiento entre nosotros. Se nota en lo rígidos que estamos los dos, con los cuerpos apenas en contacto.

O quizá los demás no lo capten, pero yo sí, cada vez que veo esa fotografía; la última fue hace dos años. No puedo evitar advertir el recelo, la impaciencia, el esfuerzo. No puedo evitar ver a dos personas juntas por pura obligación genética, condenadas ya a provocar el desconcierto y la decepción de la otra, destinadas a desafiarse mutuamente.

Desde la ventana del dormitorio, vi a mamá salir hacia el puerto de Tinos, donde atracaba el ferry. Con una bufanda al cuello, caminaba como si embistiera el día azul y soleado. Era una mujer menuda, de huesos pequeños y cuerpo de niña, pero si la veías venir, más te valía apartarte de su camino. La recuerdo llevándome al colegio todas las mañanas; ahora está jubilada, pero era maestra. Cuando caminábamos, nunca me cogía de la mano. Las otras madres sí llevaban a sus hijos de la mano, pero ella no. Decía que tenía que tratarme como a cualquier otro alumno. Ella iba delante, ciñéndose el cuello del jersey, y yo trataba de seguirle el paso con la fiambrera en la mano, a veces corriendo para alcanzarla. En la clase, siempre me sentaba al fondo. Recuerdo a mi madre en la pizarra, y cómo podía dejar clavado a un alumno que se portase mal con una sola mirada furibunda, como una piedra lanzada con una honda con puntería quirúrgica. Era capaz de dejarte seco con una simple expresión sombría o un súbito silencio.

Mamá creía en la lealtad por encima de todo, aunque fuera a costa de la abnegación. Especialmente a costa de la abnegación. También creía que lo mejor era decir siempre la verdad, sin tapujos ni aspavientos, y cuanto más desagradable fuera esa verdad, antes tenías que confesarla. No tenía paciencia para la debilidad de carácter. Era, y es, una mujer que no sabe de disculpas, una mujer sumamente voluntariosa, alguien con quien no convenía pelearse, aunque la verdad es que nunca he entendido, ni siquiera ahora, si ese temperamento suyo era un don divino o si lo adoptó por pura necesidad, teniendo en cuenta que su marido murió apenas un año después de que se casaran y tuvo que criarme sola.

Volví a quedarme dormido cuando mamá se fue. Desperté sobresaltado al oír una resonante voz de mujer. Me incorporé en la cama y ahí estaba, toda pintalabios y polvos, perfume y curvas esbeltas, un anuncio de compañía aérea que me sonreía a través del fino velo de un casquete. Se había plantado en el centro de la habitación, con su vestido minifalda verde neón y una maleta de piel a sus pies, con su cabello caoba y sus largas piernas. Me sonreía con expresión radiante y hablaba con alegría y aplomo.

—¡De modo que tú eres el pequeño Markos! ¡Odie no me dijo que fueras tan guapo! Ah, y veo algo suyo en ti, en los ojos... Sí, creo que tenéis los mismos ojos, seguro que os lo han dicho ya. Qué ganas tenía de conocerte. Tu madre y yo éramos como... ah, pero seguro que Odie te lo ha contado, así que ya imaginarás lo emocionada que me siento al veros a los dos, al conocerte, Markos. ¡Markos Varvaris! Bueno, yo soy Madaline Gianakos, y debo decir que estoy encantada.

Se quitó un guante de satén que le llegaba hasta el codo, de esos que yo sólo había visto llevar a damas elegantes en las revistas cuando salían de fiesta, fumaban en la escalinata de la ópera o bajaban con ayuda de un caballero de una limusina negra, con el rostro iluminado por los flashes. Tuvo que tironear de cada dedo hasta conseguir quitárselo, y entonces se dobló levemente por la cintura y me tendió la mano.

—Encantada —dijo. Su mano suave estaba fría, a pesar del guante—. Y ésta es mi hija, Thalia. Cariño, saluda a Markos Varvaris.

La niña estaba en el umbral de la habitación, junto a mi madre, y me miraba con rostro inexpresivo; era desgarbada y paliducha, de cabello lacio. Aparte de eso, no recuerdo ningún detalle más. No sé decir de qué color era el vestido que llevaba aquel día, si es que llevaba vestido, ni qué clase de zapatos, ni si se había puesto calcetines, reloj, collar, anillo o pendientes. No sé decirlo porque, si uno estuviera en un restaurante y de pronto alguien se desnudara, se subiera de un salto a la mesa y empezara a hacer malabarismos con las cucharas de postre, no sólo se quedaría mirándolo, sino que sólo sería capaz de ver eso. La máscara que cubría la mitad inferior del rostro de aquella niña era así: eliminaba la posibilidad de mirar cualquier otra cosa.

—Thalia, saluda, cariño. No seas maleducada.

Me pareció advertir una leve inclinación de la cabeza.

—Hola —respondí con la lengua como papel de lija.

Hubo una onda expansiva en el aire. Una corriente. Me sentí asaltado por algo que era emoción y temor, algo que brotaba y se enroscaba en mi interior. La miraba fijamente, consciente de ello, pero no podía parar, no podía apartar la mirada de aquella máscara de tejido azul celeste, de las dos cintas paralelas que la ceñían a la nuca, del estrecho corte horizontal sobre la boca. Supe en aquel instante que no soportaría ver qué ocultaba la máscara. Y también que me moría de ganas de verlo. Mi vida no podría seguir su curso natural, su ritmo, hasta que viera por mí mismo qué era tan terrible, tan espantoso, para que fuera necesario protegernos a mí y a los demás de ello.

No me pasó por la cabeza la otra posibilidad, la de que la máscara estuviera destinada a proteger a Thalia de nosotros; al menos no se me ocurrió en aquel vertiginoso primer encuentro.

Madre e hija se quedaron arriba deshaciendo las maletas mientras mamá rebozaba filetes de lenguado en la cocina para la cena. Me pidió que preparara una taza de elliniko para Madaline, y eso hice; y también que se la subiera, y eso hice, en una bandeja y con un platito de pastelli.

Han pasado varias décadas, y todavía me recorre una oleada de vergüenza, como un líquido caliente y pegajoso, cuando me acuerdo de lo que ocurrió entonces. Ahora soy capaz de ver la escena como si fuera una fotografía, congelada. Madaline fuma ante la ventana, contemplando el mar con unas gafas de sol, de pie con una mano en la cadera y los tobillos cruzados. Su casquete está sobre el tocador. Sobre éste hay un espejo en el que se ve a Thalia, sentada en la cama de espaldas a mí. Está inclinada haciendo algo, quizá desabrochándose los zapatos, y advierto que se ha quitado la máscara. Está a su lado sobre la cama. Un escalofrío me recorre la espalda y de pronto me tiemblan las manos, y eso hace que la taza de porcelana tintinee en el platillo, y a su vez que Madaline se vuelva hacia mí y Thalia alce la mirada. La veo reflejada en el espejo.

La bandeja se me escurre entre las manos. La porcelana se hace añicos, el café se derrama y la bandeja cae con estrépito escaleras abajo. Y de pronto se ha desatado el caos: yo, a gatas en el suelo, vomito sobre los fragmentos de porcelana, Madaline repite «Vaya por Dios» y mamá se precipita escaleras arriba exclamando «¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho, Markos?».

«La mordió un perro —me había dicho mamá como advertencia—. Tiene una cicatriz.» El perro no había mordido la cara de Thalia; se la había comido. Y es posible que hubiese palabras para describir lo que vi reflejado en el espejo aquel día, pero «cicatriz» no era una de ellas.

Recuerdo que mamá me agarró de los hombros, me incorporó y me dio la vuelta en redondo, diciendo «Pero ¿a ti qué te pasa?». Y recuerdo que alzó la vista y miró más allá de mi cabeza. Se quedó helada. Se quedó sin habla. Palideció. Sus manos resbalaron de mis hombros. Y entonces fui testigo de algo absolutamente extraordinario, algo que habría creído tan imposible como que el rey Constantino apareciese ante nuestra puerta vestido de payaso: una única lágrima formándose en la comisura del ojo derecho de mi madre.


—Bueno, y ¿cómo era? —quiere saber mamá.

—¿Quién?

—¿Cómo quién? La francesa. La sobrina de tu casero, la profesora de París.

Me cambio el auricular a la otra oreja. Me sorprende que se acuerde. Toda la vida me ha parecido que las palabras que le digo se desvanecen en el espacio sin que las oiga, como si hubiera estática entre nosotros, un problema de conexión. A veces, cuando la llamo desde Kabul como ahora, tengo la sensación de que ha dejado silenciosamente el auricular y se ha ido, de que le hablo a un vacío en otro continente, pese a que siento su presencia en la línea y la oigo respirar a mi oído. Otras veces le estoy contando algo que he visto en la clínica, por ejemplo, un niño ensangrentado en brazos de su padre y con metralla en las mejillas y una oreja arrancada de cuajo, una víctima más de jugar en la calle equivocada a la hora equivocada del día equivocado, y entonces de repente oigo un sonoro golpetazo y la voz de mamá súbitamente distante y amortiguada, el eco de unas pisadas y el ruido de algo que se arrastra por el suelo. Así que me interrumpo y espero a que vuelva, y cuando lo hace, siempre casi sin aliento, me explica cosas como: «Le he dicho que estaba bien de pie, se lo he dicho claramente; le he dicho: “Thalia, quiero estar de pie ante la ventana y contemplar el agua mientras hablo con Markos”, pero ella me ha respondido: “Vas a cansarte, Odie, tienes que sentarte”, y antes de que me dé cuenta, está arrastrando la butaca, esa grandota de piel que compró el año pasado, la está arrastrando hasta la ventana. Madre mía, qué fuerte es esta chica. Tú no has visto la butaca, claro.» Entonces suelta un suspiro de fingida exasperación y me pide que continúe con mi historia, pero ya no tengo ganas de hacerlo. El efecto general es que me siento regañado, y es más, que me lo merezco; hace que me sienta culpable de palabras que no he pronunciado, de ofensas de las que no me ha acusado. Y aunque prosiga con mi historia, incluso a mí mismo me parece banal, sin punto de comparación con la escena de mamá y Thalia con la butaca.

—¿Cómo se llamaba? —dice ahora mamá—. Pari no sé qué, ¿verdad?

Le he hablado de Nabi, a quien consideraba un buen amigo, sólo en líneas generales. Sabe que en su testamento le dejó la casa de Kabul a su sobrina, Pari, que se crió en Francia. Pero no le he hablado de Nila Wahdati, de su huida a París tras el infarto cerebral de su marido, de las décadas que Nabi pasó cuidando de Suleimán. En esa historia hay demasiados paralelismos que pueden resultar contraproducentes. Sería como leer en voz alta tu propia condena.

—Pari, sí. Era simpática —digo—. Y cariñosa. Sobre todo para tratarse de una profesora de universidad.

—¿Qué era, química? No me acuerdo bien.

—Matemática —contesto, cerrando la tapa del portátil.

Ha empezado a caer otra nevada ligera, copos diminutos que flotan en la oscuridad y chocan contra mi ventana.

Le hablo sobre la visita de Pari Wahdati a finales de este verano. Una mujer encantadora, desde luego. Dulce, delgada, el cabello gris recogido en un moño, un cuello largo con venas azules bien visibles a ambos lados, una cálida sonrisa de dientes separados. Se la veía un poco frágil y aparentaba más edad de la que tenía. Víctima de una artritis reumatoide severa. En especial en las manos, muy nudosas; aún podía utilizarlas, pero el día en que dejaría de hacerlo estaba cada vez más cerca, y ella lo sabía. Me recordó a mamá, que también su día se acercaba inexorablemente.

Pari Wahdati se quedó una semana conmigo en la casa de Kabul. A su llegada de París la acompañé en un recorrido guiado por la casa. La había visto por última vez en 1955, y pareció sorprenderse por la viveza con que recordaba la distribución general; por ejemplo, se acordaba de los dos peldaños entre la sala de estar y el comedor, donde solía sentarse a leer a media mañana bajo un rayo de sol. La impresionó que la casa fuera mucho más pequeña que en sus recuerdos. Cuando la conduje al piso de arriba, supo cuál había sido su habitación, aunque ahora la ocupa un colega alemán que trabaja para el Programa Mundial de Alimentos. Contuvo el aliento al ver el pequeño armario en un rincón de la habitación, una de las pocas reliquias supervivientes de su infancia; yo lo recordaba de la nota que me dejó Nabi antes de su muerte. Se agachó para pasar las yemas de los dedos por la desconchada pintura amarilla y las jirafas y monos desvaídos de las puertas. Cuando volvió a mirarme, advertí que habían aflorado lágrimas a sus ojos, y entonces me preguntó, tímidamente y con tono de disculpa, si sería posible que se lo mandara a París. Me ofreció pagar por otro que lo sustituyera. Era lo único que quería de la casa. Le dije que sería un placer.

Al final, aparte del armario, que le envié unos días después de su marcha, Pari Wahadati volvió a Francia sin otra cosa que los cuadernos de bocetos de Suleimán Wahdati, la carta de Nabi y unos cuantos poemas de su madre, Nila, que Nabi había conservado. Sólo me pidió otra cosa durante su estancia, y fue que le consiguiera un transporte para llevarla a Shadbagh, pues quería visitar su aldea natal, donde confiaba en encontrar a su hermanastro Iqbal.

—Supongo que pondrá en venta la casa —comenta mamá—, ahora que es suya.

—Me dijo que podía quedarme todo el tiempo que quisiera —contesto.

—¿Sin pagar alquiler?

—Ajá.

Casi puedo verla apretar los labios con escepticismo. Es una isleña y sospecha de todos los que no lo son, sus actos de aparente buena voluntad le inspiran recelo. De niño, ésa era una de las razones de que supiese que algún día me marcharía de Tinos, cuando tuviese la oportunidad. Oír hablar a la gente de esa manera me sacaba de quicio.

—¿Cómo te va con el palomar? —pregunto para cambiar de tema.

—Tuve que abandonarlo. Me agotaba.

Hace seis meses, en Atenas, un neurólogo diagnosticó la enfermedad de mamá; yo había insistido en que se visitara con uno después de que Thalia me contara que tenía tics y temblores y que se le caían las cosas todo el rato. Fue Thalia quien la llevó. Desde entonces, mamá ha estado desquiciada. Lo sé por los correos electrónicos que me manda Thalia. Andaba pintando la casa, arreglando escapes de agua, convenciendo a Thalia de que la ayudara a hacer un armario nuevo para el piso de arriba, y hasta cambiando las tejas rotas del tejado, aunque Thalia ha puesto fin a todo eso, gracias a Dios. Luego vino el palomar. Imagino a mamá arremangada, martillo en mano y la espalda empapada en sudor, poniendo clavos y lijando tablas de madera. Tratando de ganarles la carrera a sus propias neuronas en declive. Sacándoles hasta la última gota de jugo mientras pueda.

—¿Cuándo vienes a casa? —quiere saber.

—Dentro de poco. —Ésa fue mi respuesta el año pasado, cuando me hizo la misma pregunta. Ya han pasado dos años desde mi última visita a Tinos.

Hay un breve silencio.

—No esperes demasiado. Quiero verte antes de que me pongan el pulmón de acero. —Ríe.

Es una antigua costumbre suya, encarar la mala suerte con bromas y payasadas, ese desdén hacia cualquier muestra de autocompasión, por pequeña que sea. Tiene el efecto paradójico —y calculado, como bien sé— de disminuir y aumentar a un tiempo la desgracia en cuestión.

—Ven por Navidad, si puedes —dice—. Antes del cuatro de enero, en cualquier caso. Thalia dice que ese día va a haber un eclipse solar en Grecia. Lo ha leído en internet. Podríamos verlo juntos.

—Lo intentaré, mamá.


Era como despertarte un día y descubrir que un animal salvaje se te ha metido en casa. Ningún lugar me parecía seguro. Estaba en todas partes, merodeando, acechando, siempre llevándose un pañuelo a la mejilla para enjugar la saliva que le manaba sin cesar de la boca. Las reducidas dimensiones de nuestra casa me hacían imposible escapar de su presencia. Por encima de todo me horrorizaba la hora de comer, cuando me veía obligado a contemplar el espectáculo de Thalia levantándose el extremo inferior de la máscara para llevarse la cuchara a la boca. Se me revolvía el estómago de verla, de oírla. Comía con mucho escándalo, sin poder evitar que trozos de comida medio masticados se le escaparan de la boca y aterrizaran con un sonido blando y húmedo en el plato, la mesa o incluso el suelo. No tenía más remedio que beber todos los líquidos, incluso la sopa, con una cañita, de las que su madre siempre guardaba un buen puñado en el bolso. Sorbía el caldo con profusión de ruidos, pese a lo cual siempre acababa manchándole la máscara y escapándosele por la comisura de la boca hacia el cuello. La primera vez pedí permiso para levantarme de la mesa, lo que me valió una mirada fulminante de mamá, así que me propuse mantener los ojos apartados de Thalia y hacer oídos sordos, pero no era fácil. Entraba en la cocina y allí estaba ella, muy quieta mientras Madaline le esparcía pomada en la mejilla para prevenir rozaduras. Empecé a llevar la cuenta de los días que faltaban para que pasaran las cuatro semanas que, según mamá, Madaline y Thalia se quedarían con nosotros.

Deseaba que Madaline hubiese venido sola. Con ella no tenía ningún problema. Nos sentábamos los cuatro en el pequeño patio cuadrado al que daba la puerta principal y Madaline tomaba café y fumaba un cigarrillo tras otro bajo el olivo, cuya sombra perfilaba las aristas de su rostro, tocada con un casquete de paja dorado que debería quedarle ridículo, y que sin duda lo hubiese quedado en cualquier otro mortal; mamá, sin ir más lejos. Pero Madaline era una de esas personas que rezuman elegancia sin proponérselo, como si fuera un rasgo genético, como la habilidad de enrollar la lengua longitudinalmente. Con Madaline la conversación jamás decaía; desgranaba anécdotas como quien respira. Una mañana nos habló de sus viajes, a Ankara, por ejemplo, donde había recorrido la orilla del Enguri Su y tomado té verde con un chorrito de raki, o la ocasión en que el señor Gianakos y ella habían visitado Kenia y paseado a lomos de un elefante entre acacias espinosas, y hasta se habían sentado a comer gachas de maíz y arroz de coco con los aldeanos.

Las historias de Madaline me despertaron una antigua inquietud, un impulso que siempre había tenido de lanzarme a recorrer mundo, de llevar una vida intrépida. Comparada con la suya, mi existencia en Tinos resultaba abrumadoramente anodina. Veía mi propio futuro como un interminable y desolado páramo, por lo que pasé la mayor parte de mi niñez en la isla luchando por mantenerme a flote, sintiéndome como un doble de mí mismo, una suerte de apoderado, como si mi verdadero ser habitara en otro lugar, a la espera de reunirse algún día con su otro yo, más difuso, menos sólido. Me sentía abandonado. Un exiliado en mi propio hogar.

Madaline dijo que en Ankara había ido a un lugar llamado parque Kugulu, donde había visto a los cisnes deslizándose sobre la superficie resplandeciente del agua.

—Ya empiezo a desbarrar —dijo entre risas.

—No, de eso nada —replicó mamá.

—Es un viejo hábito. Hablo por los codos, siempre lo he hecho. ¿Recuerdas cuántos disgustos nos llevamos por mi culpa, por estar de cháchara en clase? Tú nunca te portabas mal, Odie. Eras tan responsable y estudiosa...

—Tus anécdotas son interesantes. Llevas una vida interesante.

Madaline puso los ojos en blanco.

—Bueno, ya conoces la maldición china.

—¿Y a ti, te gustó África? —le preguntó mamá a Thalia.

Ésta se llevó el pañuelo a la mejilla y no contestó. Yo me alegré de que no lo hiciera. Hablaba de un modo muy extraño, una peculiar mezcla de ceceo y gargarismo que poseía una cualidad líquida.

—Verás, a Thalia no le gusta viajar —contestó Madaline en su lugar, aplastando el cigarrillo. Lo dijo como si fuera una verdad irrefutable. No hacía falta mirar a Thalia en busca de una señal de asentimiento o discrepancia—. Sencillamente no es lo suyo.

—Tampoco lo mío —repuso mamá, volviéndose de nuevo hacia Thalia—. Me gusta estar en casa. Supongo que nunca he tenido una razón de peso para salir de Tinos.

—Ni yo para quedarme —replicó Madaline—. Aparte de ti, claro está. —Tocó la muñeca de mamá—. ¿Sabes cuál era mi gran temor cuando me fui? ¿Mi mayor preocupación? Pues cómo seguir adelante sin Odie. Te lo juro. Me aterraba la idea.

—Por lo visto, te las has arreglado muy bien —repuso mamá despacio, apartando con esfuerzo los ojos de Thalia.

—Tú no lo entiendes —señaló Madaline, y me di cuenta de que se refería a mí, porque me miraba directamente—. Si no fuera por tu madre, no sé qué habría sido de mí. Ella me salvó.

—Ahora sí que estás desbarrando —dijo mamá.

Thalia miró hacia arriba, entornando los ojos. En el cielo, un avión señalaba su trayectoria en silencio con una larga y única estela blanca.

—Fue de mi padre de quien Odie me salvó —añadió Madaline. No estaba seguro de que siguiera hablándome a mí—. Era uno de esos hombres que ya nacen malvados. Tenía ojos saltones, el cuello corto y grueso con un oscuro lunar en la nuca. Y puños. Dos puños como piedras. Llegaba a casa y no tenía ni que mover un dedo; me bastaba con el sonido de sus botas en el pasillo, el tintineo de las llaves, su voz tarareando alguna melodía. Cuando se enfadaba, resoplaba por la nariz y cerraba los ojos con fuerza, como enfrascado en sus pensamientos, y luego se frotaba la cara y decía «Vamos a ver, niña, vamos a ver», y yo sabía que iba a estallar la tormenta, que iba a estallar y nada podría impedirlo. Nadie podría ayudarme. A veces, sólo de verlo frotándose la cara o bufando por encima del bigote, se me emborronaba la visión.

»Desde entonces he conocido a unos cuantos hombres como él, mal que me pese. Y lo que he aprendido de ellos es que, en cuanto hurgas un poco, compruebas que todos son iguales, a grandes rasgos. Unos más refinados que otros, por descontado, y los hay que poseen algún encanto o que incluso lo derrochan, lo que puede llamar a engaño. Pero en el fondo no son más que niños desdichados que se debaten en su propia ira. Se sienten víctimas de una injusticia. Creen que nadie valora sus méritos, que nadie los ha querido lo bastante. Por supuesto, esperan que tú sí los quieras. Desean que los abracen, que los mezan, que los reconforten, pero concederles todo eso es un error. No pueden aceptarlo. No pueden aceptar aquello que más necesitan. Terminan odiándote por ello. Y nunca se acaba, porque no pueden odiarte lo suficiente, nunca se acaba, el sufrimiento, las disculpas, las promesas siempre rotas, la desdicha que todo lo impregna. Mi primer marido era así.

Yo no salía de mi asombro. Nadie se había expresado jamás con tal sinceridad en mi presencia, y mucho menos mamá. No conocía a nadie que expusiera sus miserias de ese modo, sin asomo de pudor. La franqueza de Madaline me produjo una mezcla de vergüenza ajena y admiración.

Cuando mencionó a su primer marido, me percaté de que, por primera vez desde que la conocía, una sombra se había posado sobre su rostro, el fugaz indicio de algo oscuro y doloroso, una herida abierta que no concordaba con la risa vital, las bromas y el holgado vestido color calabaza con estampado floral. Recuerdo haber pensado qué buena actriz debía de ser, para disimular la pena y el desengaño bajo semejante barniz de alegría. Como si de una máscara se tratara, pensé, íntimamente complacido con tan lúcida asociación.

Más tarde, a medida que me fui haciendo mayor, dejé de tenerlo tan claro. Al recordar la escena, creía percibir cierta afectación en la pausa que Madaline había hecho al mencionar a su primer marido, en cómo había bajado los ojos, en su voz entrecortada, el leve temblor de los labios, igual que creía percibirla en su imparable energía, sus ocurrencias, su desbordante y arrolladora simpatía, la sutileza con que envolvía incluso los desaires, atenuados por un tranquilizador guiño y una carcajada. Quizá se tratara en ambos casos de una afectación premeditada, o quizá no lo fuera en ninguno de los dos. Llegó un momento en que me sentía incapaz de distinguir lo que era real de lo que era actuación, lo que al menos me hacía pensar en ella como una actriz infinitamente más interesante.

—¿Cuántas veces vine corriendo a tu casa, Odie? —dijo Madaline. De nuevo la sonrisa, la risa torrencial—. Pobres, tus padres. Pero esta casa era mi refugio. Mi santuario. Es verdad. Una pequeña isla dentro de otra.

—Siempre has sido bienvenida —apuntó mamá.

—Fue tu madre la que puso fin a las palizas, Markos. ¿Te lo ha contado alguna vez?

Contesté que no.

—No puedo decir que me sorprenda. Así es Odelia Varvaris.

Mamá doblaba el volante del delantal y volvía a alisarlo sobre el regazo con gesto absorto.

—Una noche llegué aquí con la lengua sangrando, un mechón de pelo arrancado de cuajo, el oído todavía zumbándome a causa de un golpe. Esa vez me había zurrado de lo lindo. ¡Me dejó hecha un cisco! Un verdadero cisco... —A juzgar por su tono, Madaline bien podría haber estado hablando de una comida espléndida o una buena novela—. Tu madre no me pregunta nada porque lo sabe, cómo no va a saberlo. Se queda mirándome un buen rato, mientras yo sigo allí plantada, temblando, y luego dice, lo recuerdo como si fuera ayer: «Bueno, hasta aquí hemos llegado.» Y añade «Vamos a hacerle una visita a tu padre, Maddie», y yo empiezo a suplicarle que no lo haga. Temía que nos matara a las dos, pero ya sabes cómo se pone tu madre a veces.

Dije que sí, lo sabía, y mamá me miró de soslayo.

—Se negaba a escucharme. Tendrías que haber visto su mirada. Seguro que sabes a qué me refiero. Y entonces se echó a la calle, pero no sin antes coger la escopeta de caza de tu abuelo. Y todo el rato, de camino a mi casa, yo intento detenerla, convencerla de que no me había hecho tanto daño. Pero no me escuchaba. Llegamos a mi casa y allí está mi padre, en la puerta, y entonces Odie empuña la escopeta, le planta la boca del cañón en la barbilla y le suelta: «Como vuelvas a hacerlo, vendré y te meteré una bala en la cara.»

»Mi padre parpadea y se queda mudo. No logra articular palabra. Y ahora viene lo mejor, Markos. Miro hacia abajo y veo un pequeño cerco, un charco de... bueno, supongo que ya te lo imaginas, un pequeño cerco que se va expandiendo en el suelo, entre sus pies descalzos.

Madaline se apartó el pelo de la cara y dijo, al tiempo que volvía a encender el mechero:

—Y ésta, querido, es una historia verídica.

No hacía falta que lo dijera. Sabía que lo era. Reconocí en ella la inquebrantable determinación de mamá, su lealtad pura y simple, sin fisuras. El impulso, la necesidad de combatir las injusticias, de alzarse en defensa de los oprimidos. Y sabía que era cierto por el rezongo que emitió sin despegar los labios al escuchar el último apunte de Madaline. No lo aprobaba. Seguramente le parecía de mal gusto, y no sólo por motivos obvios. En su opinión, hasta quienes habían sido unos miserables en vida merecían un mínimo respeto después de muertos. Y más tratándose de familia.

Mamá se removió en la silla y dijo:

—Y si no te gusta viajar, Thalia, ¿qué te gusta?

Todas las miradas convergieron en la joven. Madaline llevaba mucho rato hablando, y recuerdo haber pensado, en el patio moteado por el sol que se colaba entre el follaje, que era tal su capacidad para llamar la atención, para atraerlo todo hacia su centro como un torbellino, que la presencia de Thalia había pasado completamente inadvertida. También sopesé la posibilidad de que hubiesen adoptado esa dinámica por pura necesidad, el numerito de la hija retraída que se veía eclipsada por una madre egocéntrica y sedienta de protagonismo. De que el narcisismo de Madaline respondiera quizá a un acto de bondad, a un instinto de protección maternal.

Thalia farfulló algo.

—¿Perdona? —dijo mamá.

—Levanta la voz, cariño —sugirió Madaline.

Thalia se aclaró la garganta con un sonido ronco, gutural.

—La ciencia.

Por primera vez, me fijé en el color de sus ojos, verdes como un prado virgen, en la intensa tonalidad de su pelo oscuro, y me percaté de que había heredado el cutis inmaculado de su madre. Me pregunté si habría sido mona alguna vez, o incluso guapa como Madaline.

—Háblales del reloj de sol, cariño —propuso Madaline.

Thalia se encogió de hombros.

—Thalia construyó un reloj de sol —explicó Madaline—. En el patio trasero. El verano pasado. Sin que nadie la ayudara. Ni Andreas, ni mucho menos yo —añadió con una carcajada.

—¿Ecuatorial u horizontal? —preguntó mamá.

Advertí un destello de sorpresa en los ojos de Thalia. Un momentáneo desconcierto. Como cuando alguien pasea por una ajetreada calle de una ciudad extranjera y capta de pronto algún retazo de conversación en su propia lengua.

—Horizontal —contestó con su extraña voz líquida.

—¿Qué usaste como estilo?

Los ojos de Thalia se posaron en mamá.

—Corté una postal.

Aquélla fue la primera vez que intuí lo bien que podrían llevarse las dos.

—De pequeña, se dedicaba a desmontarlo todo —explicó Madaline—. Le gustaban los juguetes mecánicos, cosas que tuvieran engranajes internos. Pero no para jugar con ellos, ¿verdad que no, cariño? No, lo que hacía era destrozarlos, todos aquellos juguetes carísimos, los abría en cuanto se los regalábamos. Yo me ponía hecha una furia, pero Andreas, justo es reconocerlo, me decía que la dejara, que lo que hacía era propio de una mente curiosa.

—Si te apetece, podríamos construir uno juntas —sugirió mamá—. Un reloj de sol, quiero decir.

—Ya sé cómo hacerlo.

—Esos modales, cariño —le reconvino Madaline, extendiendo y luego doblando una pierna, como si hiciera estiramientos antes de ensayar un número de baile—. La tía Odie sólo intenta ser amable.

—Quizá otra cosa, entonces —insistió mamá—. Podemos construir algo distinto.

—¡Ah, por cierto! —exclamó Madaline con un grito ahogado, exhalando el humo del cigarrillo precipitadamente—. No puedo creer que aún no te lo haya dicho, Odie. Tengo que darte una noticia. A ver si lo adivinas.

Mamá se encogió de hombros.

—¡Voy a retomar mi carrera de actriz! ¡En el cine! Me han ofrecido un papel protagonista en una superproducción. ¿Te lo puedes creer?

—Felicidades —respondió mamá sin mostrar demasiado entusiasmo.

—Me he traído el guión. Dejaré que lo leas, Odie, pero temo que no te guste. ¿Crees que hago mal? Me hundiría por completo, no me importa que lo sepas. Nunca lo superaría. Empezamos a rodar en otoño.


A la mañana siguiente, después del desayuno, mamá me dijo en un aparte:

—A ver, ¿qué te pasa? ¿Qué mosca te ha picado?

Le dije que no sabía de qué me hablaba.

—Deja ya de hacerte el tonto. No te pega —replicó.

Tenía una forma de mirarme, entornando los ojos y ladeando la cabeza de un modo apenas perceptible, que aún hoy me desarma.

—No puedo hacerlo, mamá. No me obligues a hacerlo.

—¿Y por qué no, si puede saberse?

Las palabras brotaron de mis labios antes de que pudiera evitarlo:

—Porque es un monstruo.

La boca de mamá se hizo pequeña. Me miró no con ira, sino con profundo desaliento, como si la hubiese dejado sin gota de sangre. Había algo irrevocable en su mirada. Resignación. Como un escultor que al fin deja caer el mazo y el cincel, desistiendo de tallar un bloque de piedra recalcitrante que nunca adquirirá la forma imaginada.

—Es una persona a la que le ha pasado algo terrible. Repite lo que has dicho. Me gustaría oírte. Dilo y verás lo que te pasa.

Un poco más tarde allí estábamos, Thalia y yo, enfilando un camino adoquinado y flanqueado por muros de piedra. Yo tomaba la precaución de ir unos pasos por delante de ella, para que los transeúntes —o, no lo quisiera Dios, algún compañero de la escuela— no dieran por sentado que íbamos juntos, aunque lo harían de todos modos, claro está. Saltaba a la vista. Esperaba que la distancia que nos separaba diera al menos a entender que la acompañaba obligado y a regañadientes. Para mi alivio, ella no se esforzó en darme alcance. Nos cruzamos con granjeros de piel curtida y expresión fatigada que volvían del mercado. Los burros avanzaban a paso cansino, y sus cascos traqueteaban en el camino de tierra bajo el peso de las alforjas de mimbre, cargadas con las mercancías que sus amos no habían podido vender. Yo conocía a la mayoría de ellos, pero avanzaba con la cabeza gacha y evitaba mirarlos a la cara.

Llevé a Thalia hasta la playa. Elegí una cala rocosa a la que iba a veces, a sabiendas de que no estaría tan concurrida como algunas de las otras playas, la de Agios Romanos, por ejemplo. Me recogí los pantalones, salté de escollo en escollo y me detuve en uno cercano al rompiente, allí donde las olas azotaban las rocas y se replegaban. Me quité los zapatos y hundí los pies en un pequeño charco que se había formado entre los escollos. Un cangrejo ermitaño se escabulló a toda prisa. Vislumbré a Thalia hacia mi derecha, acomodándose en lo alto de una roca cercana.

Nos quedamos allí un buen rato, sin decir palabra, viendo cómo el oleaje embestía las rocas. Una ráfaga de aire frío me azotó las orejas y me roció el rostro de agua salada. Un pelícano planeaba con las alas extendidas sobre el mar azul turquesa. Había dos mujeres, una al lado de la otra, con el agua hasta las rodillas y las faldas recogidas. Hacia poniente se veía la isla, el blanco que dominaba las casas y los molinos de viento, el verde de los campos de cebada, el marrón apagado de las montañas escarpadas en las que todos los años rebrotaban los manantiales. Mi padre había muerto en una de esas montañas. Trabajaba en una cantera de mármol verde, y un día, cuando yo llevaba seis meses en el vientre de mamá, resbaló de lo alto de un precipicio y cayó desde unos treinta metros. Mamá me dijo que había olvidado sujetar el arnés de seguridad.

—Deberías dejarlo —me dijo Thalia.

Yo me entretenía arrojando guijarros a un viejo cubo de estaño galvanizado y su voz me sobresaltó. Erré el tiro.

—¿A ti qué más te da?

—Me refiero a hacerte la víctima. Si por mí fuera, yo tampoco estaría aquí.

El viento le hacía ondear el pelo y se sujetaba la máscara sobre el rostro. Me pregunté si viviría a diario con ese temor, de que una ráfaga de viento se la arrancara de cuajo y tuviera que salir corriendo tras ella, expuesta a las miradas. No dije nada. Lancé otro guijarro y volví a fallar.

—Eres un imbécil —me espetó.

Al cabo de un rato se levantó y yo fingí quedarme. Luego, volviéndome a medias, vi que se alejaba de la orilla, de vuelta a la carretera, así que me puse los zapatos y la seguí hasta casa.

Cuando llegamos, mamá estaba picando okras en la cocina con Madaline sentada cerca, haciéndose la manicura y fumando un cigarrillo cuya ceniza iba depositando en un platito. Me estremecí, poco menos que horrorizado, al ver que el platito en cuestión pertenecía a la vajilla de porcelana que mamá había heredado de su abuela. Aquella vajilla era el único objeto de cierto valor que poseía mi madre, y apenas la sacaba de su estante, el más alto, casi tocando el techo.

Madaline se soplaba las uñas entre calada y calada mientras hablaba de Pattakos, Papadopoulos y Makarezos, los tres coroneles que habían orquestado un golpe militar —el golpe de los coroneles, como se conocía entonces— unos meses atrás en Atenas. Iba diciendo que conocía a un dramaturgo, «un encanto de hombre» en sus palabras, al que habían metido en la cárcel acusado de subversivo y comunista.

—¡Lo que es absurdo, por supuesto! Sencillamente absurdo. ¿Sabes qué les hacen a los presos, los de la ESA, para conseguir que hablen? —Había bajado el tono, como si pudiera haber policías militares agazapados en la casa—. Les meten una manguera por detrás y abren el grifo a toda potencia. Es cierto, Odie. Te lo juro. O empapan harapos en las cosas más asquerosas que puedas imaginar, desechos humanos, ya me entiendes, y se los meten en la boca.

—Es horrible —repuso mamá inexpresivamente.

Me pregunté si estaría empezando a cansarse de Madaline. El torrente de ampulosas opiniones políticas, la crónica de las fiestas a las que había acudido con su esposo, los poetas e intelectuales y músicos con los que había brindado, copa de champán en mano, la lista de viajes insensatos e innecesarios que había hecho al extranjero. Sus peroratas sobre la amenaza nuclear, la sobrepoblación y la contaminación. Mamá le seguía la corriente, escuchaba aquellas parrafadas con un gesto entre irónico y desconcertado, pero yo sabía que para sus adentros la juzgaba con dureza. Seguramente creía que Madaline sólo buscaba exhibirse. Seguramente sentía vergüenza ajena.

Eso es lo que empaña, lo que contamina la bondad de mamá, así como sus rescates y actos de valentía: el endeudamiento que los acompaña y ensombrece. Las contrapartidas, las obligaciones que impone a los demás. Su forma de usar esos actos como moneda de cambio para obtener lealtad y aprobación. Ahora entiendo por qué se marchó Madaline, tantos años atrás. La misma cuerda que te salva de la inundación puede convertirse en la soga que te ciñe el cuello. Al final, todo el mundo acaba defraudando a mamá, empezando por mí. Nadie puede saldar su deuda con ella, no como ella espera que se haga. Su premio de consolación es la triste satisfacción de sentirse superior, libre de dictar sentencia desde el pedestal de la ventaja estratégica, puesto que siempre es ella la que ha dado más de lo que ha recibido.

Es algo que me apena, por cuanto revela las propias carencias de mamá, la angustia, el temor a la soledad, el pánico a sentirse apartada, abandonada. ¿Y qué no dirá de mí, el hecho de poseer esta información sobre mi madre, de saber exactamente lo que necesita y sin embargo habérselo negado de forma sistemática y deliberada, asegurándome de poner entre ambos un océano, un continente, a ser posible las dos cosas, desde hace casi tres décadas?

—Los de la junta no tienen el menor sentido de la ironía —iba diciendo Madaline—. Aplastar al pueblo de ese modo, ¡nada menos que en Grecia, la cuna de la democracia! ¡Ah, aquí estáis! ¿Qué tal ha ido? ¿Qué habéis estado tramando?

—Hemos jugado en la playa —contestó Thalia.

—¿Y ha sido divertido? ¿Os lo habéis pasado bien?

—Nos lo hemos pasado en grande —repuso ella.

Mamá posaba su mirada escéptica alternadamente en Thalia y en mí, pero Madaline sonreía encantada y aplaudía en silencio.

—¡Estupendo! Ahora que ya no tengo que preocuparme por que os llevéis bien, Odie y yo podemos pasar algún rato juntas. ¿Qué me dices, Odie? ¡Aún tenemos mucho de lo que ponernos al día!

Mamá sonrió con gesto animoso y cogió un repollo.


A partir de entonces, Thalia y yo tuvimos que apañarnos solos. Se suponía que debíamos explorar la isla, jugar en la playa, divertirnos como se espera que lo hagan los niños. Mamá nos preparaba un bocadillo a cada uno y salíamos juntos después de desayunar.

A menudo, en cuanto nos perdían de vista, seguíamos caminos distintos. Ya en la playa, yo me daba un chapuzón, o me tumbaba en una roca con el torso al aire, mientras Thalia se dedicaba a recoger conchas marinas o intentaba jugar a cabrillas, aunque era imposible con tantas olas. Recorríamos los senderos, los caminos de tierra que serpenteaban entre los viñedos y los campos de cebada, sumido cada cual en sus pensamientos, pendiente cada cual de su propia sombra. Deambulábamos, más que otra cosa. Por entonces no había nada parecido a una industria turística en Tinos. Era una isla dedicada a la agricultura cuyos habitantes vivían de sus vacas y cabras, de los olivares y campos de trigo. Vencidos por el aburrimiento, acabábamos almorzando en cualquier rincón, sin despegar los labios, a la sombra de un árbol o molino de viento, contemplando entre bocados los barrancos, los matorrales, las montañas, el mar.

Un día me alejé en dirección al pueblo. Vivíamos en la costa sudoeste de la isla, y la capital, Tinos, quedaba sólo unos kilómetros más al sur. Allí había un abigarrado bazar, propiedad de un viudo con gesto huraño llamado señor Roussos. En el escaparate de su tienda era posible encontrar cualquier cosa, desde una máquina de escribir de los años cuarenta hasta un par de recias botas de cuero o un gorila de latón, así como veletas, un viejo macetero, cirios gigantes, crucifijos y, por supuesto, copias del icono de la Panagía Evangelistria que se conservaba en la iglesia local. El señor Roussos era aficionado a la fotografía y tenía un improvisado cuarto oscuro en la trastienda. Todos los años en agosto, cuando los peregrinos llegaban a Tinos para visitar el icono, les vendía carretes de película y se encargaba de revelar sus fotos.

Cerca de un mes antes yo había visto una cámara en el escaparate, sobre su desgastada funda de cuero rojizo. Me dejaba caer por allí cada pocos días sólo para contemplarla y me imaginaba en la India, con la funda de cuero colgada al hombro, sacando fotos de los arrozales y las plantaciones de té que había visto en la National Geographic. Aspiraba a cubrir la ruta inca. A lomos de un camello, a pie o en una vieja y polvorienta camioneta, me enfrentaría al calor hasta llegar al pie de la Gran Esfinge y las pirámides, que también captaría con mi cámara, y luego vería mis instantáneas publicadas en revistas de terso papel satinado. Eso fue lo que me llevó hasta el escaparate del señor Roussos aquella mañana, aunque la tienda no abriría en todo el día, y allí me planté, con la frente pegada al cristal, entregado a mis ensoñaciones.

—¿De qué tipo es?

Me aparté un poco y vi el reflejo de Thalia en el escaparate. Se secó la mejilla izquierda con el pañuelo.

—La cámara, digo.

Me encogí de hombros.

—Parece una Argus C3 —comentó.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque es la treinta y cinco milímetros más vendida del mundo desde hace tres décadas —replicó con cierto retintín—. Aunque nunca lo dirías por su aspecto. Mira que es fea... Parece un ladrillo. ¿Así que quieres ser fotógrafo?... Ya sabes, cuando seas mayor. Eso dice tu madre.

—¿Te lo ha dicho ella? —Me di la vuelta.

—¿Sí o no?

Me encogí de hombros. Me daba vergüenza que mamá hubiese hablado del tema con Thalia. Me preguntaba cómo lo habría dicho. Sabía sacar de su arsenal de palabras un modo aparentemente sesudo de burlarse de todo aquello que le parecía frívolo o grandilocuente. Era capaz de ridiculizar las aspiraciones de cualquiera ante sus propias narices. «Markos quiere ver mundo y captarlo todo con su objetivo.»

Thalia se sentó en la acera y se estiró la falda por encima de las rodillas. Hacía calor y el sol mordía la piel como si tuviera dientes. No se veía un alma, a excepción de una pareja de ancianos que avanzaba calle arriba con dificultad. El hombre, Demis no sé qué más, llevaba una gorra gris y una chaqueta de tweed marrón que parecía demasiado gruesa para esa época del año. En su rostro había un gesto de eterna estupefacción, como ocurre a veces con los ancianos, como si fueran incapaces de sobreponerse a la monstruosa sorpresa que es la vejez. No fue hasta años después, ya en la facultad de Medicina, cuando sospeché que aquel hombre tenía Parkinson. Los ancianos nos saludaron al pasar, y yo les devolví el saludo. Me percaté de que se fijaban en Thalia, de que aflojaban el paso brevemente y luego seguían adelante.

—¿Tienes cámara? —preguntó ella.

—No.

—¿Alguna vez has sacado una foto?

—No.

—Y quieres ser fotógrafo.

—¿Tan raro te parece?

—Un poco.

—Y si dijera que quiero ser policía, ¿también te parecería extraño? ¿Sólo porque nunca he esposado a nadie?

Supe, por cómo se le suavizó la mirada, que si pudiera estaría sonriendo.

—Eres bastante listo para ser un idiota —repuso—. Te daré un consejo: ni se te ocurra mencionar la cámara delante de mi madre, o te la comprará. Se desvive por complacer. —Se secó la mejilla con el pañuelo—. Pero dudo que Odelia lo aprobara. Supongo que eso ya lo sabes.

Me sentí impresionado, y también un poco incómodo, por lo mucho que Thalia parecía haber captado en tan poco tiempo. Quizá fuera por la máscara, pensé, que le otorgaba la ventaja de ver sin ser vista, la libertad de observar a placer, de estudiar y escudriñar.

—Seguramente te obligaría a devolverla.

Solté un suspiro. Tenía razón. Mamá nunca aceptaría una reparación tan fácil, y menos habiendo dinero de por medio.

Thalia se levantó y se sacudió el polvo del trasero.

—Dime una cosa: ¿tienes una caja en casa?


Madaline tomaba una copa de vino en la cocina con mamá mientras Thalia y yo estábamos arriba, pintando una caja de zapatos con rotuladores negros. La caja pertenecía a Madaline y contenía un par de flamantes zapatos de tacón verde lima, todavía envueltos en papel de seda.

—¿Dónde demonios pensaba ponérselos? —pregunté.

Oía a Madaline abajo, hablando de un curso de arte dramático cuyo profesor le había pedido, a modo de ejercicio, que se metiera en la piel de un lagarto inmóvil sobre una piedra. En cuanto lo dijo, resonó una carcajada de regocijo, la suya.

Cuando terminamos de darle la segunda capa, Thalia dijo que deberíamos darle otra más, para asegurarnos de no haber dejado ningún resquicio sin pintar. El negro debía ser homogéneo y cubrir la caja por completo.

—Una cámara no es más que eso —dijo—, una caja negra con un agujero para dejar pasar la luz y algo que la absorba. Dame la aguja.

Le tendí una de las agujas de costura de mamá. Me mostraba escéptico, por no decir incrédulo, respecto a las posibilidades de aquella cámara casera. Dudaba incluso que sirviera para algo. ¿Qué se podía esperar de una caja de zapatos y una aguja?

Pero Thalia había abrazado el proyecto con tal fe y seguridad en sí misma que me sentí obligado a no desechar la posibilidad de que funcionara contra todo pronóstico. Me hizo pensar que ella sabía cosas que yo ignoraba.

—He hecho unos cálculos —dijo, al tiempo que perforaba cuidadosamente la caja—. Sin una lente, no podemos hacer el agujero en la cara más pequeña de la caja, porque es demasiado larga. Pero de ancho nos viene perfecta. La clave está en hacer un orificio de la medida adecuada. He calculado medio milímetro aproximado... Ya está. Ahora necesitamos un obturador.

En el piso de abajo, la voz de Madaline se había convertido en un susurro apremiante. No alcanzaba a oír lo que decía, pero me percaté de que hablaba más despacio que antes, esmerándose en la vocalización de cada palabra, y la imaginé inclinada hacia delante, con los codos en las rodillas, sosteniendo la mirada de mamá sin pestañear. A lo largo de los años he tenido ocasión de familiarizarme de un modo íntimo con ese tono. Cuando alguien habla así, lo más probable es que esté reconociendo, confesando o revelando alguna calamidad. Es el sello distintivo de los militares que se encargan de notificar las bajas a los familiares, de los abogados que desgranan ante su cliente las bondades de un acuerdo extrajudicial, de los maridos infieles, de los policías a las tres de la madrugada. ¿Cuántas veces lo habré empleado yo mismo aquí, en los hospitales de Kabul? ¿Cuántas veces he conducido a familias enteras hasta una habitación tranquila, les he pedido que tomen asiento y he sacado una silla para mí mismo, pensando que daría cualquier cosa por no mantener aquella conversación, haciendo acopio de valor para darles la noticia en ese mismo tono?

—Está hablando de Andreas —reveló Thalia sin inmutarse—. Apuesto a que sí. Tuvieron una gran pelea. Pásame la cinta y esas tijeras de ahí.

—¿Cómo es él? Además de rico, quiero decir.

—¿Quién, Andreas? Es un buen tipo. Viaja mucho. Cuando está en casa, siempre tenemos invitados. Gente importante, ministros, generales, ya sabes. Se sirven copas frente a la chimenea y se pasan toda la noche hablando, sobre todo de negocios y política. Yo los oigo desde mi habitación. Se supone que debo quedarme arriba cuando Andreas tiene compañía. No me dejan bajar. Pero me compra cosas. Paga a un profesor particular para que venga a darme clases a casa. Y me trata bastante bien.

Con cinta adhesiva fijó sobre el agujerito un trozo rectangular de cartón también pintado de negro.

Abajo reinaba ahora el silencio. Imaginé la escena. Madaline llorando sin emitir sonido alguno, jugueteando con un pañuelo como si fuera un trozo de plastilina, el gesto ausente. Mamá sin servir de mucha ayuda, contemplándola con frialdad y un rictus sombrío, como si algo agrio se le estuviera derritiendo bajo la lengua. Mamá no soporta que nadie llore en su presencia. Apenas puede mirar los ojos hinchados, los rostros suplicantes, desencajados. Considera el llanto una señal de debilidad, una estridente forma de llamar la atención que se niega a tolerar. Es incapaz de consolar a nadie. Ya de niño, me di cuenta de que no era su fuerte. Las penas hay que llevarlas por dentro, eso opina, y no hacer alarde de ellas. En cierta ocasión, cuando era pequeño, le pregunté si había llorado al morir mi padre.

—En el funeral, me refiero, en el funeral.

—No, no lo hice.

—¿Porque no estabas triste?

—Porque no era asunto de nadie si lo estaba o no.

—¿Llorarías si me muriera yo, mamá?

—Esperemos no tener que averiguarlo —había contestado.

Thalia cogió la caja de papel fotográfico y dijo:

—Trae la linterna.

Nos metimos en el armario ropero de mamá, tomando la precaución de cerrar la puerta y tapar las rendijas con toallas para impedir que la luz se colara. Una vez a oscuras, Thalia me pidió que encendiera la linterna, envuelta en varias capas de celofán rojo. Lo único que alcanzaba a ver de ella en aquel tenue resplandor rojizo eran sus esbeltos dedos mientras cortaba una hoja de papel fotográfico y la pegaba con cinta adhesiva a la cara interna de la caja, opuesta a la del agujero. Habíamos comprado el papel la víspera, en el bazar del señor Roussos. Al acercarnos al mostrador, éste había mirado a Thalia por encima de las gafas y había dicho «No vendréis a atracarme, ¿verdad?». Ella le había apuntado con el índice y había levantado el pulgar como si fuera el percutor.

Thalia cerró la tapa de la caja de zapatos y cubrió el orificio con el obturador. En la oscuridad, dijo:

—Mañana harás la primera foto de tu carrera.

No habría sabido decir si se burlaba de mí o no.


Nos decantamos por la playa. Dejamos la caja de zapatos sobre una roca lisa y la sujetamos con una cuerda; Thalia dijo que no podíamos permitirnos el menor movimiento cuando abriéramos el obturador. Luego se puso a mi lado y miró por encima de la caja como si lo hiciera a través de un visor.

—Es una toma perfecta —dijo.

—Casi. Necesitamos un sujeto.

Me miró, comprendió lo que insinuaba y contestó:

—Ni hablar. No pienso hacerlo.

Nos enzarzamos en un tira y afloja hasta que finalmente aceptó, a condición de que no se le viera la cara. Se quitó los zapatos, se encaramó a unos escollos cercanos y caminó sobre las rocas como un funámbulo, con los brazos extendidos a modo de vara. Entonces se sentó en un escollo, mirando hacia occidente, en dirección a Siros y Kitnos. Se sacudió la melena para que el pelo le cubriera las cintas que sujetaban la máscara por detrás. Me miró por encima del hombro.

—¡Acuérdate de contar hasta ciento veinte! —me advirtió a voz en grito.

Luego se volvió de nuevo hacia el mar.

Yo me agaché y miré por encima de la caja, hacia la espalda de Thalia, la constelación de rocas a su alrededor, los jirones de algas enmarañadas entre éstas, como serpientes muertas, el pequeño remolcador que cabeceaba a lo lejos, el oleaje que embestía la accidentada orilla para luego batirse en retirada. Levanté el obturador de cartón y empecé a contar.

«Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco...»

Estamos tumbados en la cama. En la pantalla del televisor, un par de acordeonistas se retan, pero Gianna los ha enmudecido. El sol de mediodía entra a tijeretazos por las persianas y dibuja rayas sobre los restos de la pizza Margarita que hemos pedido para almorzar del menú del servicio de habitaciones. Nos la ha servido un hombre alto, enjuto, con el pelo impecablemente alisado y peinado hacia atrás, de chaqueta blanca y corbata negra. Sobre el carrito descansaba una copa de champán con una rosa roja. El hombre ha levantado la campana semiesférica que cubría la fuente con un amplio y teatral ademán, como un mago que acabara de sacar un conejo de la chistera.

Esparcidas en torno a nosotros, entre las sábanas revueltas, están las fotos que le he enseñado a Gianna, instantáneas de mis viajes a lo largo del último año y medio. Belfast, Montevideo, Tánger, Marsella, Lima, Teherán. Le enseño las fotos de la comuna a la que me uní brevemente en Copenhague, donde conviví con un grupo de beatniks daneses, con sus camisetas hechas jirones y sus gorros de lana, que habían fundado una comunidad autogestionada en una antigua base militar.

—¿Dónde estás tú? —pregunta Gianna—. No sales en las fotos.

—Me gusta más estar al otro lado del objetivo —digo.

Es cierto. He tomado cientos de fotos, pero no aparezco en ninguna. Siempre pido doble copia cuando llevo los carretes a revelar. Una me la quedo yo, la otra se la envío a Thalia por correo.

Gianna me pregunta cómo me costeo los viajes y le explico que gracias al dinero de una herencia, lo que no es del todo falso, aunque la herencia no es mía, sino de Thalia. A diferencia de Madaline, que por motivos obvios ni siquiera constaba en el testamento, Thalia sí heredó el dinero de Andreas y me regaló la mitad de la herencia. Se supone que iba a emplearla para pagar mis estudios universitarios.

«Ocho. Nueve. Diez...»

Gianna se apoya en los codos y se estira por encima de mí en la cama, rozándome la piel con sus pechos pequeños, para alcanzar el paquete de tabaco. Enciende un cigarrillo. La había conocido la víspera, en la piazza di Spagna. Estaba sentado en los escalones de piedra que unen la plaza con la iglesia construida sobre la colina. Ella se acercó y me dijo algo en italiano. Se parecía a muchas de las chicas guapas y aparentemente ociosas que había visto paseándose en torno a las iglesias y plazas de Roma. Fumaban, hablaban en voz alta y se reían mucho. Negué con la cabeza y dije «lo siento» en inglés. Ella sonrió, musitó un «ah...» y luego añadió en un inglés macarrónico: «¿Fuego? Cigarrillo.» Volví a negar con la cabeza y le contesté, en un inglés no menos macarrónico, que no fumaba. Ella me dedicó una amplia sonrisa. Tenía una mirada alegre, vivaracha. El sol del mediodía dibujaba un halo en torno al óvalo de su rostro.

Me quedé traspuesto y me desperté con los golpecitos que me daba Gianna en el costado.

—La tua ragazza? —pregunta. Ha encontrado la foto de Thalia en la playa, la que le había sacado años atrás con nuestra cámara casera—. ¿Tu novia?

—No —contesto.

—¿Tu hermana?

—No.

La tua cugina? ¿Tu prima, sí?

Niego en silencio.

Observa la foto de nuevo, dando rápidas caladas al cigarrillo.

—¡No! —dice con brusquedad, airada, para mi sorpresa—. Questa è la tua ragazza! Tu novia. Ya lo creo que sí, ¡eres un mentiroso! —Y entonces, ante mi mirada atónita, enciende el mechero y prende fuego a la foto.

«Catorce. Quince. Dieciséis. Diecisiete...»

Estamos a medio camino de la parada del autobús cuando me doy cuenta de que he perdido la foto. Les digo que tengo que volver atrás. No me queda otra. Tengo que volver. Alfonso, un huaso de complexión nervuda y carácter hermético que nos acompaña como guía informal por tierras chilenas, mira a Gary con gesto inquisitivo. Gary es estadounidense. Es el macho alfa del trío. Tiene el pelo rubio pajizo y marcas de acné en las mejillas. No hay más que verle la cara para saber que ha vivido en condiciones extremas. Ahora mismo está de un humor de perros, agravado por el hambre, la privación de alcohol y el desagradable sarpullido que le ha salido en la pantorrilla por haberse rozado con una rama de litre la víspera. Los había conocido a ambos en un concurrido bar de Santiago donde, tras la sexta ronda de piscolas, Alfonso había sugerido que nos fuéramos de excursión a la cascada del Salto de Apoquindo, donde su padre solía llevarlo de pequeño. Habíamos emprendido la caminata al día siguiente y pasado la noche acampados en las inmediaciones del salto de agua. Habíamos fumado porros mientras el agua nos atronaba los oídos, bajo un cielo inmenso cuajado de estrellas. Ahora deshacíamos a duras penas lo andado hasta San Carlos de Apoquindo para coger el autobús de vuelta.

Gary aparta la ancha ala del sombrero y se enjuga la frente con un pañuelo.

—Son tres horas más de camino, Markos —apunta.

—Tres horas, ¿comprendes? —insiste Alfonso, en español.

—Lo sé.

—¿Y aun así vas a volver?

—Sí.

—¿Por una foto? —inquiere Alfonso.

Asiento en silencio. No se lo explico porque no lo entenderían. Ni yo mismo estoy seguro de entenderlo.

—Sabes que te perderás —me advierte Gary.

—Seguramente.

—Entonces te deseo suerte, amigo —responde, tendiéndome la mano.

—Es un griego loco —sentencia Alfonso.

Me río. No es la primera vez que me llaman griego loco. Nos estrechamos la mano. Gary se ciñe las correas de la mochila y ambos reanudan la marcha por el camino que serpentea entre los pliegues de la montaña. Gary dice adiós con la mano sin mirar atrás justo antes de tomar una curva cerrada. Yo vuelvo por donde hemos venido. Hacerlo me lleva no tres sino cuatro horas, porque, tal como había predicho Gary, me pierdo. Para cuando llego al campamento, estoy agotado. Busco la foto por todas partes, en vano. Hurgo a patadas debajo de los arbustos, entre las piedras, con una creciente sensación de pánico. Y de pronto, justo cuando me dispongo a resignarme y aceptar lo impensable, vislumbro un destello blanco entre la maleza, sobre una suave pendiente. Encuentro la foto atrapada en la maraña de una zarza. La libero y le sacudo el polvo con los ojos arrasados en lágrimas, tal es mi alivio.

«Veintitrés. Veinticuatro. Veinticinco...»

En Caracas duermo bajo un puente. En Bruselas me hospedo en un albergue juvenil. A veces decido tirar la casa por la ventana y paso la noche en un buen hotel, me doy largas duchas calientes, me afeito, me siento a comer en albornoz. Veo la tele en color. Las ciudades, las carreteras, los campos, la gente a la que conozco por el camino, todo ello empieza a desdibujarse. Me digo que estoy buscando algo, pero tengo la sensación creciente de vagar sin rumbo, a la espera de que me ocurra algo, algo que lo cambiará todo, algo que vendría a ser la culminación de toda una vida.

«Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Treinta y seis...»

Mi cuarto día en la India. Avanzo a trompicones por un camino de tierra, entre reses extraviadas, mientras el mundo entero se tambalea bajo mis pies. Llevo todo el día vomitando. Tengo la piel amarilla como un sari, y la sensación de que unas manos invisibles me la arrancan a tiras. Cuando ya no puedo dar un paso más, me dejo caer al borde del camino. Al otro lado, un anciano remueve algo en una gran olla metálica. Junto a él descansa la jaula de un loro azul y rojo. Un vendedor ambulante pasa por delante de mí empujando una carretilla repleta de botellas vacías verdosas. Eso es lo último que recuerdo.

«Cuarenta y uno. Cuarenta y dos...»

Me despierto en una estancia de grandes dimensiones. Se respira un aire viciado a causa del calor y de algo parecido al olor del melón putrefacto. Estoy tendido en una cama individual con armazón de acero y un somier duro, sin resortes, del que sólo me separa un colchón no más grueso que un libro de bolsillo. La habitación se halla repleta de camas como la mía. Veo brazos descarnados colgando a los lados, piernas oscuras y delgadas como palillos que asoman bajo sábanas sucias, bocas abiertas y desdentadas. Ventiladores de techo inmóviles. Paredes manchadas de moho. A mi lado hay una ventana por la que entra un aire tórrido y bochornoso, y la luz del sol que me hiere los ojos. El enfermero, un fornido musulmán de gesto ceñudo que atiende al nombre de Gul, dice que quizá me muera de hepatitis.

«Cincuenta y cinco. Cincuenta y seis. Cincuenta y siete...»

Pido mi mochila.

—¿Qué mochila? —responde Gul con indiferencia.

Todas mis cosas han desaparecido. La ropa, el dinero, la cámara.

—Eso de ahí es lo único que dejó el ladrón —dice Gul en su inglés embrollado, señalando el alféizar.

Es la foto. La cojo. Thalia, su pelo ondeando en la brisa, las olas rompiendo y espumeando en torno, sus pies desnudos sobre la roca, el inmenso Egeo ante sí. Se me forma un nudo en la garganta. No quiero morir allí, entre extraños, tan lejos de ella. Encajo la foto en el resquicio que hay entre el cristal y el marco de la ventana.

«Sesenta y seis. Sesenta y siete. Sesenta y ocho...»

El chico de la cama de al lado tiene el rostro de un anciano: demacrado, consumido, desahuciado. Un tumor del tamaño de una pelota abulta su vientre. Siempre que un enfermero lo toca ahí, cierra los ojos con fuerza y abre la boca en un gemido mudo, desesperado. Uno de los enfermeros intenta darle unos comprimidos, pero el chico vuelve la cabeza a uno y otro lado, y de su garganta brota un sonido áspero, como de madera raspada. Finalmente, el enfermero le abre la boca a la fuerza y lo obliga a tragar los comprimidos. Cuando éste se marcha, el chico vuelve la cabeza despacio hacia mí. Nuestras miradas se cruzan, salvando el espacio que separa su cama de la mía. Una pequeña lágrima brota de uno de sus ojos y resbala por la mejilla.

«Setenta y cinco. Setenta y seis. Setenta y siete...»

El sufrimiento, la desesperación de este sitio, es como una ola que se derrama desde cada una de las camas, se estrella contra las paredes mohosas y vuelve a precipitarse sobre ti. Puedes ahogarte en ella. Paso mucho tiempo durmiendo. Cuando estoy despierto me pica todo. Tomo las pastillas que me dan, y que me hacen dormir de nuevo. O bien contemplo el ajetreo de la calle, la luz del sol que se desliza sobre los entoldados de los bazares y las teterías de los callejones. Veo a los niños jugando a las canicas en aceras que se deshacen en alcantarillas embarradas, a las ancianas sentadas en los portales, a los vendedores ambulantes ataviados con dhotis, en cuclillas en sus esteras, rallando coco o pregonando sus guirnaldas de caléndulas. Alguien suelta un alarido ensordecedor desde el otro extremo de la habitación. Me dejo vencer por el sueño.

«Ochenta y tres. Ochenta y cuatro. Ochenta y cinco...»

Averiguo que el chico se llama Manaar, un nombre que significa «luz guiadora». Su madre era una prostituta, su padre un ladrón. Vivía con sus tíos, que le pegaban. Nadie sabe exactamente qué lo está matando, pero sí que se muere. Nadie lo visita, y cuando al fin se muera, dentro de una semana, un mes, dos a lo sumo, nadie vendrá a reclamar su cadáver. Nadie llorará su muerte. Nadie lo recordará. Morirá tal como vivió, abandonado a su suerte. Mientras duerme, me sorprendo mirándolo, contemplando sus sienes hundidas, la cabeza demasiado grande para los hombros, la cicatriz oscura del labio inferior, allí donde, según me informó Gul, el chulo de su madre tenía la costumbre de apagar el cigarrillo. Intento hablarle, primero en inglés y luego en mi rudimentario urdu, pero el chico se limita a parpadear con gesto cansado. A veces junto las manos y dibujo sombras de animales en la pared para arrancarle una sonrisa.

«Ochenta y siete. Ochenta y ocho. Ochenta y nueve...»

Un día, Manaar señala algo al otro lado de la ventana. Levanto la cabeza siguiendo su dedo pero no veo nada excepto un jirón de cielo azul entre las nubes, los niños que juegan calle abajo con el agua que mana a borbotones de una bomba, un autobús que pasa arrojando una vaharada de humo. Entonces me doy cuenta de que señala la foto de Thalia. La saco de la ventana y se la tiendo. Se la acerca al rostro, cogiéndola por la esquina quemada, y se queda mirándola largo rato. Me pregunto si será el mar lo que tanto lo atrae. Me pregunto si habrá probado alguna vez el agua salada, o si habrá experimentado el vértigo de ver cómo las olas retroceden a sus pies. A lo mejor, aunque no pueda distinguir su rostro, intuye cierta afinidad con Thalia, alguien que sabe qué es el dolor. Manaar hace amago de devolverme la foto, pero niego con la cabeza. «Quédatela», le digo. Una sombra de recelo cruza su rostro. Sonrío. Y no puedo estar seguro, pero juraría que me devuelve la sonrisa.

«Noventa y dos. Noventa y tres. Noventa y cuatro...»

Supero la hepatitis. Por extraño que parezca, no sabría decir si Gul se siente complacido o decepcionado por haberse equivocado conmigo. Pero sí sé que lo he sorprendido al preguntarle si puedo quedarme a trabajar como voluntario. Ladea la cabeza, frunce el cejo. Al final me veo obligado a hablar con una de las enfermeras jefe.

«Noventa y siete. Noventa y ocho. Noventa y nueve...»

Las duchas huelen a orina y azufre. Todas las mañanas cargo a Manaar hasta allí, sosteniendo en brazos su cuerpo desnudo, tomando la precaución de no zarandearlo. Había visto a uno de los voluntarios llevándolo colgado al hombro, como si fuera un saco de arroz. Lo deposito con suavidad en el banco y dejo que recupere el aliento. Lavo su cuerpo menudo y frágil con agua tibia. Manaar siempre espera en silencio, con paciencia, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha. Es como un anciano temeroso y huesudo. Paso la esponja enjabonada por su caja torácica, los nudos de la columna vertebral, los omóplatos que sobresalen como aletas de tiburón. Lo llevo de vuelta a la cama, le doy las pastillas. Los masajes en los pies y las pantorrillas lo tranquilizan, así que se los doy, sin prisa. Cuando se duerme, siempre lo hace con la foto de Thalia bajo la almohada.

«Ciento uno. Ciento dos...»

Salgo a dar largos paseos sin rumbo por la ciudad, sólo para escapar del hospital, del aliento colectivo de los enfermos y los moribundos. A la luz de atardeceres polvorientos, recorro calles flanqueadas por paredes cubiertas de grafitis, dejo atrás tenderetes de plancha de zinc arracimados, me cruzo con niñas que cargan en la cabeza cestas llenas de estiércol y mujeres tiznadas de hollín que hierven harapos en inmensas cubas de aluminio. Pienso en Manaar mientras deambulo por un dédalo de callejones angostos, Manaar que espera la muerte en esa habitación llena de seres rotos como él. Pienso en Thalia, sentada en aquella roca, mirando el mar. Noto que algo tira de mí desde lo más profundo de mi ser, que me arrastra como la resaca del oleaje. Quiero entregarme, dejarme arrastrar por ese sentimiento. Quiero soltar amarras, salir de mí mismo, dejarlo todo atrás, tal como la serpiente se desprende de su piel.

No digo que Manaar lo cambiara todo. No fue así. Sigo dando tumbos por el mundo durante un año más, hasta que al fin me veo sentado a la mesa esquinera de una biblioteca de Atenas, ante un impreso de matriculación de la facultad de Medicina. Entre Manaar y ese impreso median las dos semanas que pasé en Damasco, de las que apenas guardo más recuerdo que los rostros sonrientes de dos mujeres con ojos perfilados con una gruesa raya negra y un diente de oro cada una. O los tres meses en El Cairo, en el sótano de un destartalado bloque de pisos cuyo casero, adicto al hachís, había sido dentista en otra vida. Gasto el dinero de Thalia cogiendo autobuses en Islandia, siguiendo a una banda punk en Múnich. En 1977 me lesiono un codo en una manifestación antinuclear en Bilbao.

Pero en los momentos de tranquilidad, en esos largos trayectos en la parte de atrás de un autobús o la plataforma de un camión, mi mente siempre regresa a Manaar. Pensar en él, en la agonía de sus últimos días y en mi propia impotencia ante su sufrimiento, hace que cuanto he hecho hasta ahora, cuanto aspiro a hacer, se me antoje tan insustancial como las pequeñas promesas que uno se hace a sí mismo justo antes de dormirse y que al despertar ha olvidado por completo.

«Ciento diecinueve. Ciento veinte.»

Dejo caer el obturador.


Una noche, hacia el final del verano, me enteré de que Madaline se marcharía a Atenas y dejaría a Thalia con nosotros, por lo menos durante unos días.

—Sólo serán unas semanas —dijo.

Estábamos cenando los cuatro, una crema de alubias blancas que mamá y Madaline habían preparado juntas. Miré fugazmente a Thalia, sentada al otro lado de la mesa, para comprobar si era el único sorprendido por la noticia. Así era, al parecer. Thalia siguió llevándose cucharadas a la boca con toda tranquilidad, apenas levantando la máscara con cada una. Para entonces, su forma de hablar y comer ya no me molestaban, o por lo menos no más que ver comer a una anciana con la dentadura postiza mal ajustada, como habría de ocurrir años más tarde con mamá.

Madaline dijo que recogería a Thalia en cuanto terminara de rodar la película, que según comentó debería estar lista antes de Navidad.

—Mejor todavía: os llevaré a todos a Atenas —anunció en su habitual tono dicharachero—. ¡Y asistiremos juntos al estreno! ¿No crees que sería maravilloso, Markos? Nosotros cuatro, de punta en blanco, entrando en el cine con la cabeza bien alta, triunfantes...

Le dije que sí, por más que me costara imaginar a mamá con vestido de fiesta, o entrando triunfante en ningún sitio.

Madaline nos aseguró que todo saldría bien, que Thalia podría reanudar sus estudios en cuanto empezara el curso escolar, al cabo de un par de semanas, con mamá, claro está, allí en casa. Dijo que nos mandaría postales y cartas y fotos del plató. Dijo más cosas, pero apenas la escuché. Sentía un alivio tan grande que rayaba en el vértigo. Había temido el final del verano. Era como un nudo en la garganta que se iba estrechando cada vez más día a día, mientras me preparaba para la inminente despedida. Ahora me despertaba todas las mañanas impaciente por ver a Thalia en el desayuno, por oír el extraño sonido de su voz. Sin apenas probar bocado, salíamos a trepar a los árboles, a perseguirnos por los campos de cebada, abriéndonos paso entre las mieses y soltando gritos de guerra mientras las lagartijas se dispersaban a nuestros pies. Escondíamos tesoros de mentira en cuevas, buscábamos los rincones de la isla en los que el eco resonaba más fuerte y claro. Sacábamos fotos de los molinos de viento y los palomares con nuestra cámara casera y luego se las llevábamos al señor Roussos, que las revelaba. Hasta nos dejaba entrar en su cuarto oscuro y nos hablaba de las distintas soluciones reveladoras, los fijadores, los baños de paro.

La noche que Madaline anunció su partida, mamá y ella compartieron en la cocina una botella de vino, que Madaline consumió en su mayor parte, mientras Thalia y yo estábamos arriba, echando una partida de tavli. Le había tocado empezar y ya había colocado la mitad de las fichas en su lado del tablero.

—Tiene un amante —anunció Thalia al tiempo que lanzaba el dado.

—¿Quién? —pregunté con brusquedad.

—Quién, dice. ¿Tú qué crees?

En el transcurso del verano, había aprendido a interpretar las expresiones de Thalia a través de sus ojos, y ahora me miraba como si estuviera parado en medio de la playa preguntando dónde estaba el agua. Intenté sobreponerme lo mejor que pude.

—Ya sé quién —repuse con las mejillas ardiendo—. Me refiero a quién es su... ya sabes. —Era un chico de doce años. Palabras como «amante» no formaban parte de mi vocabulario.

—¿No lo adivinas? El director.

—Iba a decírtelo.

—Elias. Es un caso. Lleva el pelo todo engominado como en los años veinte. Y un bigotito fino. Debe de pensar que le da un aire libertino. Es ridículo. Se cree un gran artista, por supuesto. Y mi madre también lo cree. Deberías verla cuando está con él, tan tímida y sumisa, como si tuviera que besar el suelo que pisa y colmarlo de atenciones porque es un genio. No entiendo cómo no se da cuenta.

—¿Va a casarse con él la tía Madaline?

Thalia se encogió de hombros.

—Mi madre tiene un gusto pésimo para los hombres. Pésimo. —Cogió el dado y pareció reflexionar sobre sus palabras—. Excepto en el caso de Andreas, supongo. Él es bueno. Bastante bueno. Pero acabará dejándolo, claro. Siempre se enamora de los cabrones.

—Como tu padre, quieres decir.

Thalia frunció ligeramente el cejo.

—Mi padre era un completo extraño al que conoció de camino a Ámsterdam, en una estación de tren durante una tormenta. Pasaron una tarde juntos. No tengo ni idea de quién es. Y ella tampoco.

—Recuerdo que dijo algo acerca de su primer marido. Que le daba a la botella. Di por sentado que era tu padre.

—No, ése era Dorian —repuso—. Otra perla. —Colocó otra ficha en sus casillas del tablero—. Le pegaba. Podía pasar de mostrarse simpático y agradable a montar en cólera en un abrir y cerrar de ojos. Era como el tiempo. ¿Sabes cuando cambia de repente? Pues él era igual. Se pasaba la mayor parte del día bebiendo, tirado en casa sin hacer nada de provecho. El alcohol lo volvía muy despistado. Dejaba el grifo abierto, por ejemplo, y provocaba una inundación. Recuerdo que una vez olvidó apagar el fuego y casi se quema toda la casa.

Thalia levantó una pequeña torre con una pila de fichas. Durante un rato se dedicó a enderezarla en silencio.

—Lo único que Dorian quería en esta vida era a Apollo. Todos los chicos del barrio le tenían miedo, a Apollo, me refiero. Y eso que casi ninguno lo había visto, sólo lo habían oído ladrar. Pero con eso tenían bastante. Normalmente Dorian lo dejaba al fondo del patio, encadenado. Le daba de comer grandes trozos de cordero.

Thalia no me contó nada más, pese a lo cual imaginé la escena sin dificultad. Dorian inconsciente, el perro olvidado, vagando suelto por el patio. Una puerta mosquitera abierta.

—¿Cuántos años tenías? —pregunté con un hilo de voz.

—Cinco.

Entonces le hice la pregunta que me rondaba desde que había empezado el verano.

—¿Y no hay nada que... quiero decir, no pueden...?

Ella apartó la mirada.

—Por favor, no preguntes —repuso en tono grave, con lo que intuí un profundo dolor—. Me aburre hablar de eso.

—Lo siento —dije.

—Te lo contaré algún día.

Y lo hizo, más adelante. La operación chapucera, la terrible infección postoperatoria que derivó en septicemia, hizo que sus riñones dejaran de funcionar, causó fallo hepático y devoró el segundo injerto de tejido, obligando a los cirujanos a retirar no sólo la piel injertada, sino buena parte de lo que le quedaba de mejilla izquierda y también de mandíbula. Las complicaciones la mantuvieron en el hospital casi tres meses. Estuvo a punto de morir. Debería haber muerto. Después de aquello, no consintió que volvieran a tocarla.

—Thalia —le dije—, también siento lo que pasó el día que te conocí.

Ella levantó los ojos, que habían recuperado su habitual brillo travieso.

—Haces bien en sentirlo. Pero ya lo sabía, antes incluso de que vomitaras por todo el suelo.

—¿Qué sabías?

—Que eras un idiota.


Madaline se marchó dos días antes de que empezaran las clases. Llevaba un ajustado vestido de tirantes amarillo pastel que ceñía su esbelta figura, gafas de sol con montura de carey y un pañuelo de seda blanco anudado para que no se le alborotara el pelo. Iba vestida como si le preocupara que alguna parte de sí misma pudiera desgajarse, como si intentara mantenerse entera en el sentido más literal de la palabra. En el puerto de Tinos, nos abrazó a todos. A Thalia la que más, pegando los labios a su coronilla en un largo y sostenido beso, sin quitarse las gafas de sol.

—Abrázame —la oí susurrar.

Thalia hizo lo que pedía su madre con ademán rígido.

Cuando el transbordador zarpó con una sacudida y un ronco bocinazo, dejando atrás una estela de agua revuelta, pensé que Madaline se colocaría en la popa para decirnos adiós y lanzarnos besos. Pero se dirigió rápidamente hacia la proa y tomó asiento sin mirar atrás.

Cuando llegamos a casa, mamá nos pidió que nos sentáramos. Se plantó delante y dijo:

—Thalia, quiero que sepas que no tienes por qué seguir usando esa cosa en esta casa. No lo hagas por mí. Ni por él. Hazlo sólo si a ti te apetece. No tengo nada más que decir al respecto.

Fue entonces cuando comprendí, con súbita claridad, lo que mamá ya sabía. Que era Madaline la que necesitaba la máscara, era ella la que sentía vergüenza.

Durante mucho rato, Thalia no movió un solo músculo, no dijo una sola palabra. Luego, despacio, alzó las manos y desanudó las cintas que le sujetaban la máscara sobre la nuca. Se la quitó. La miré a la cara y sentí el involuntario impulso de retroceder, igual que haría ante un súbito estrépito. Pero no lo hice. No aparté la mirada. Y me propuse no pestañear.

Mamá anunció que yo también seguiría mis estudios desde casa hasta que Madaline regresara, para que Thalia no tuviera que quedarse sola. Nos daba clase por la tarde, después de cenar, y nos ponía deberes que hacíamos por la mañana, mientras ella estaba en la escuela. El plan parecía factible, al menos en teoría.

Pero no tardamos en comprobar que estudiar en casa, sobre todo cuando mamá no estaba, era tarea casi imposible. Había corrido la voz de que Thalia tenía el rostro desfigurado, y la gente no paraba de llamar a la puerta, espoleada por la curiosidad. Cualquiera diría que de pronto se habían agotado la harina, los ajos, incluso la sal, en toda la isla, y que nuestra casa era el único lugar para abastecerse de todo ello. Apenas se esforzaban en disimular su propósito. En cuanto abría la puerta, escudriñaban el espacio a mi espalda, alargaban el cuello, se ponían de puntillas. La mayoría de aquellas personas ni siquiera eran vecinos nuestros. Recorrían kilómetros por una taza de azúcar. Yo nunca los invitaba a pasar, huelga decirlo. Me brindaba cierta satisfacción cerrarles la puerta en las narices. Pero también me hacía sentir descorazonado, abatido, consciente de que si me quedaba allí, mi existencia se vería tocada de un modo irreversible por aquella gente. Al final, también yo acabaría convirtiéndome en uno de ellos.

Los chicos eran peores, mucho más atrevidos. Todos los días sorprendía a alguno merodeando por fuera de la casa, o trepando al muro. Estábamos estudiando y de pronto Thalia me daba un toquecito en el hombro con el lápiz y señalaba con la barbilla, y al volver la cabeza veía un rostro, a veces varios, asomados a la ventana. Las cosas llegaron a tal punto que nos vimos obligados a refugiarnos arriba y correr las cortinas. Un día, al abrir la puerta, vi a un chico de la escuela, Petros, y tres de sus amigos. Me ofreció un puñado de monedas a cambio de que le dejara echar un vistazo. Le dije que no, que dónde se creía que estaba, ¿en un circo?

Al final, tuve que contárselo a mamá. En cuanto lo hice, un intenso rubor tiñó su rostro y apretó la mandíbula.

Al día siguiente, encontramos nuestros libros y dos sándwiches sobre la mesa. Thalia lo entendió antes que yo, y se plegó como una hoja seca. Sus protestas empezaron cuando llegó el momento de marcharnos.

—No, tía Odie.

—Dame la mano.

—No, por favor.

—Venga, dámela.

—No quiero ir.

—Vamos a llegar tarde.

—No me obligues a ir, tía Odie.

Mamá asió las manos de Thalia, la hizo incorporarse, acercó el rostro al suyo y la miró fijamente, de un modo que yo conocía bien. No había nada en el mundo que pudiera detenerla.

—Thalia —dijo, arreglándoselas para sonar dulce y firme a la vez—, no me avergüenzo de ti.

Salimos a la calle, los tres, mamá con los labios fruncidos, abriéndose paso con férrea resolución, como si avanzara contra un viento huracanado, con pasitos rápidos y cortos. La imaginé caminando del mismo modo hacia la casa del padre de Madaline, tiempo atrás, escopeta en ristre.

La gente nos miraba con los ojos como platos, asombrada al vernos pasar por los sinuosos senderos. Muchos se detenían a observar sin asomo de pudor. Algunos hasta señalaban con el dedo. Yo intentaba no mirarlos. Eran un borrón de rostros desencajados y bocas abiertas en la periferia de mi campo de visión.

En el patio de la escuela, los niños se apartaron para abrirnos paso. Oí a una niña chillar. Mamá avanzó entre ellos con arrolladora determinación, casi arrastrando a Thalia tras de sí, abriéndose paso a empujones hasta un rincón donde había un banco. Se subió a él, ayudó a Thalia a subir a su lado y luego hizo sonar el silbato tres veces. Se hizo el silencio en el patio.

—¡Os presento a Thalia Gianakos! —anunció mamá a voz en grito—. De hoy en adelante... —Hizo una pausa—. Quienquiera que esté llorando que cierre el pico ahora mismo o le daré verdaderos motivos para llorar. Bien, de hoy en adelante, Thalia estudiará en esta escuela. Espero de todos vosotros que la tratéis con respeto y consideración. Si me entero de que alguien se burla de ella, buscaré al responsable y haré que se arrepienta. Sabéis que lo haré. No tengo nada más que decir al respecto.

Se bajó del banco y, asiendo la mano de Thalia, se dirigió a clase.

A partir de ese día, Thalia no volvió a ponerse la máscara, ni en público ni en casa.


Ese año, un par de semanas antes de la Navidad, llegó una carta de Madaline. El rodaje se estaba demorando más de lo previsto. El director de fotografía —ella había escrito «D. F.» y Thalia hubo de explicarnos el significado de las siglas— se había caído de un andamio en el plató y se había roto el brazo en tres puntos. Y además, las condiciones climatológicas habían complicado el rodaje en exteriores.

«Así que ahora mismo va todo a cámara lenta, como dicen por aquí, lo que no sería malo del todo, ya que así tenemos tiempo para pulir algunos fallos del guión, si no fuera porque me impedirá volver a veros tan pronto como quisiera. No os imagináis cuánto lo siento, queridos. Os echo mucho de menos a todos, especialmente a ti, Thalia, amor mío. No me queda más remedio que contar los días que faltan hasta finales de la primavera, cuando el rodaje haya concluido y podamos estar juntos de nuevo. Os llevo a los tres en el corazón cada minuto de cada día que pasa.»

—No va a volver —concluyó Thalia, tajante, devolviéndole la carta a mamá.

—¡Claro que va a volver! —repuse, sin salir de mi asombro.

Me volví hacia mamá, a la espera de que dijera algo, de que por lo menos articulara alguna palabra de ánimo. Pero mamá dobló la carta, la dejó sobre la mesa y se fue a poner agua al fuego para hacer café sin decir esta boca es mía, y recuerdo haber pensado que era una falta de consideración por su parte abstenerse de consolar a Thalia, por más que creyera que Madaline no iba a volver. Pero yo no sabía, todavía no, que ellas ya se entendían la una a la otra, tal vez mejor de lo que yo las entendía a ninguna de las dos. Mamá respetaba demasiado a Thalia para tratarla con paños calientes. No la insultaría con falsas esperanzas.

La primavera llegó en toda su verde y exuberante gloria, y se marchó. De Madaline nos llegó una postal y lo que parecía una carta escrita a vuelapluma en la que nos informaba de nuevos contratiempos en el rodaje, esta vez relacionados con la financiación de la película, cuyos mecenas amenazaban con descolgarse del proyecto a causa de las sucesivas demoras. En esa carta, a diferencia de la primera, Madaline no ponía fecha a su regreso.

Una tarde cálida, a principios del verano —corría 1968—, Thalia y yo fuimos a la playa con una chica llamada Dori. Para entonces, Thalia llevaba un año viviendo con nosotros en Tinos y su rostro desfigurado ya no daba pie a murmuraciones ni era el blanco de todas las miradas. Seguía suscitando curiosidad, y siempre lo haría, pero hasta eso iba menguando. Ahora tenía sus propias amigas, incluida Dori, que ya no se asustaban de su aspecto, con las que almorzaba, cotilleaba, jugaba al salir de clase o estudiaba. Se había convertido, contra todo pronóstico, en una chica casi normal y corriente, y tuve que reconocer mi admiración por la forma en que los isleños la habían aceptado como una más.

Esa tarde teníamos pensado darnos un chapuzón, pero el agua aún estaba demasiado fría y acabamos tumbados en las rocas, dormitando. Cuando Thalia y yo llegamos a casa, encontramos a mamá en la cocina, pelando zanahorias. Había una carta intacta sobre la mesa.

—Es de tu padrastro —anunció mamá.

Thalia cogió la carta y se fue arriba. Tardó un buen rato en volver a bajar. Dejó caer el papel sobre la mesa, se sentó, cogió un cuchillo y una zanahoria.

—Quiere que vuelva a casa.

—Entiendo —dijo mamá. Me pareció percibir un levísimo temblor en su voz.

—Bueno, no exactamente a casa. Dice que se ha puesto en contacto con un internado en Inglaterra. Podría matricularme de cara al otoño. Dice que se encargaría de costearlo.

—¿Y qué pasa con tía Madaline? —pregunté.

—Se ha marchado. Con Elias. Se han fugado.

—¿Y qué hay de la película?

Mamá y Thalia cruzaron una mirada y luego volvieron los ojos hacia mí al mismo tiempo. Entonces comprendí lo que ambas habían sabido desde el principio.


Una mañana de 2002, más de treinta años después, sobre las fechas en que me dispongo a mudarme de Atenas a Kabul, me topo en el diario con la necrológica de Madaline. Al parecer se apellidaba Kouris en el momento de su muerte, pero reconozco en ese rostro anciano una sonrisa familiar, la mirada vivaracha y más de un vestigio de su belleza juvenil. La sucinta nota a pie de foto dice que había hecho una breve carrera como actriz en su juventud, antes de fundar su propia compañía teatral a principios de los años ochenta. Dicha compañía había cosechado las alabanzas de la crítica por varias producciones, entre las que destacaban Largo viaje hacia la noche, de Eugene O’Neill, que permaneció varias temporadas en cartel a mediados de los noventa, La gaviota, de Chéjov, y Compromisos, de Dimitrios Bogris. La nota señala asimismo que Madaline era famosa en la comunidad artística ateniense por su ingenio, sus obras benéficas, su elegancia natural, sus magníficas fiestas y su decidida apuesta por las nuevas voces de la dramaturgia. La necrológica dice que murió tras una larga lucha contra el enfisema pulmonar, pero no precisa si deja marido o hijos. Mi perplejidad va en aumento al descubrir que vivió en Atenas más de dos décadas, apenas a seis manzanas de mi propio domicilio de Kolonaki.

Aparto el diario. No sin sorpresa, siento una punzada de irritación hacia esta mujer, ahora muerta, a la que no veo desde hace más de tres décadas. Un sentimiento de rechazo ante la revelación de lo que la vida le tenía reservado. Siempre había supuesto que llevaría una existencia convulsa, a merced de sus propios caprichos, que sobrellevaría años duros de mala suerte, de tropezones, caídas, lamentos y desesperación, de amoríos desatinados. Siempre había imaginado que se buscaría su propia ruina, que probablemente se daría a la bebida hasta sucumbir a la clase de muerte que la gente suele llamar trágica. Una parte de mí hasta estaba dispuesta a creer que lo había sabido desde el principio, que había dejado a Thalia con nosotros para ahorrarle ese mal trago, para evitar infligir a su hija las calamidades a las que se sabía abocada. Pero ahora veo a Madaline tal como mamá debió de verla siempre. Madaline, la fría estratega que se sienta cual cartógrafo a trazar con toda serenidad el mapa de su propio futuro, tomando la precaución de dejar fuera de sus fronteras a esa hija que representaba un lastre para ella. Y había triunfado por todo lo alto, por lo menos según la necrológica y su escueto resumen de una existencia comedida y cabal, una vida rica en reconocimientos, logros, distinción.

Soy incapaz de aceptarlo. Su éxito, que se saliera con la suya. Es indignante. ¿Dónde había quedado el peaje, el castigo merecido?

Y sin embargo, mientras doblo el diario, noto el escozor de una duda incipiente. El vago presentimiento de que he juzgado a Madaline con excesiva dureza, de que en el fondo no éramos tan distintos, ella y yo. ¿Acaso no ansiábamos ambos huir, reinventarnos, forjarnos una nueva identidad? ¿No habíamos acabado soltando amarras, cortando las cuerdas que nos anclaban al pasado? En cuanto lo pienso, me río ante la sola idea, me digo que no nos parecemos en absoluto, por más que intuya que mi ira bien podría ser la máscara bajo la que se oculta la envidia que me produce saber que ella salió bastante mejor parada de todo ello que yo.

Tiro el diario. Si Thalia se entera, no será por mí.


Mamá barrió las peladuras de zanahoria con el cuchillo y las recogió en un cuenco. No soportaba tirar comida. Las usaría para preparar un tarro de mermelada.

—Bueno, tienes una gran decisión que tomar, Thalia —dijo.

Cuál no sería mi sorpresa cuando Thalia se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Tú qué harías, Markos?

—Ah, te diré lo que haría él —terció mamá.

—Me marcharía —contesté a Thalia pero mirando a mamá, dándome el gusto de hacerme pasar por el hijo díscolo que veía en mí.

Además era cierto, claro. No podía creer que Thalia dudara siquiera. Yo habría aceptado con los ojos cerrados. Estudiar en una escuela privada. En Londres, nada menos.

—Deberías pensártelo —comentó mamá.

—Ya lo he hecho —repuso Thalia, vacilante. Y con un nuevo titubeo, mientras levantaba la vista para mirar a mamá a los ojos, añadió—: Pero no depende de mí.

Mamá dejó el cuchillo en la mesa. Oí una leve bocanada de aire. ¿Acaso lo había estado reteniendo, de puro temor, de angustia? Si era así, su rostro impertérrito no delató la menor señal de alivio.

—La respuesta es sí. Por supuesto.

Thalia alargó la mano por encima de la mesa y tocó la muñeca de mamá.

—Gracias, tía Odie.

—Lo diré una sola vez —intervine—. Creo que cometes un error. Que ambas cometéis un error.

Ambas se volvieron hacia mí.

—¿Quieres que me marche, Markos? —preguntó Thalia.

—Sí —contesté—. Te echaría mucho de menos, y lo sabes. Pero no puedes renunciar a estudiar en una escuela privada. Luego podrías ir a la universidad. Podrías ser científica, investigadora, inventora, profesora universitaria. ¿No es eso lo que quieres? Eres la persona más inteligente que conozco. Puedes llegar a ser lo que te propongas.

—No, Markos. No puedo. —Lo dijo en un tono tajante y definitivo que no admitía réplica.

Tenía razón, por supuesto.

Muchos años más tarde, cuando empecé las prácticas de cirugía estética, comprendí algo que se me había escapado aquel día en la cocina, cuando intenté convencer a Thalia de que cambiara Tinos por un internado londinense. Comprendí que el mundo no ve el interior de las personas, y que poco importan las esperanzas, penas y sueños que albergamos bajo una máscara de piel y hueso. Es así de sencillo, cruel y absurdo. Mis pacientes lo sabían. Veían cuanto eran, serían o podían aspirar a ser, supeditado a la simetría de su estructura ósea, al espacio entre los ojos, la longitud del mentón, la proyección de la nariz, la idoneidad del ángulo nasofrontal.

La belleza es un inmenso e inmerecido regalo que se reparte al azar, sin ton ni son.

Y así, elegí mi especialidad para resarcir a personas como Thalia, para rectificar con cada corte de bisturí una injusticia arbitraria, para rebelarme modestamente contra un orden universal que se me antojaba vergonzoso, en el que una mordedura de perro podía arrebatarle el futuro a una niña, convertirla en una paria, en objeto de desdén.

Por lo menos eso me dije a mí mismo. Supongo que tenía otros motivos para elegir la cirugía estética. El dinero, sin ir más lejos, el prestigio, la consideración social. Dar por sentado que la elegí única y exclusivamente por Thalia sería simplificar demasiado las cosas, por grata que resulte la idea, buscar un orden y un equilibrio excesivos. Si algo he aprendido en Kabul es que el comportamiento humano es caótico, imprevisible y ajeno a la conveniencia de las simetrías. Pero me brinda cierto consuelo la idea de un patrón, de un esbozo de mi vida que va cobrando forma, como una fotografía en un cuarto oscuro, una historia que se va desvelando poco a poco y viene a confirmar todo lo bueno que siempre he deseado ver en mí mismo. Ese relato me sostiene.

Pasé la mitad de mis prácticas en Atenas estirando párpados, recortando papadas, corrigiendo narices mal concebidas y borrando arrugas. Pasé la otra mitad haciendo lo que de veras quería, que era viajar por todo el mundo, desde América Central hasta el África subsahariana, pasando por el Sudeste Asiático y Oriente Próximo, y trabajar con niños, operando labios leporinos y paladares hendidos, extirpando tumores faciales, reparando heridas en el rostro. Mi trabajo en Atenas no era tan gratificante, ni mucho menos, pero me proporcionaba un buen sueldo y el privilegio de poder ausentarme durante semanas o meses para dedicarme a mi labor como cooperante.

Luego, a principios de 2002, me llamó al despacho una conocida, una enfermera bosnia llamada Amra Ademovic. Nos habíamos conocido en un congreso celebrado en Londres pocos años antes, y habíamos tenido una grata aventura de fin de semana que habíamos decidido de mutuo acuerdo no llevar más allá, aunque seguíamos en contacto y nos veíamos de vez en cuando en algún acto social. Me contó que estaba trabajando para una organización sin ánimo de lucro en Kabul, y que buscaban a un cirujano plástico para operar a los niños afganos, corregir labios leporinos, reparar daños causados por la metralla y las balas, esa clase de cosas. No me lo pensé dos veces. Llegué a finales de la primavera de 2002 con la intención de quedarme tres meses. Nunca regresé.


Thalia viene a recogerme al puerto. Luce una bufanda de lana verde y un grueso abrigo rosa sobre una rebeca y unos vaqueros. Lleva el pelo largo, suelto sobre los hombros y peinado con raya en medio. Es ese rasgo, el del pelo canoso, y no su rostro mutilado, lo que me sobresalta y desconcierta cuando la veo. No es que me sorprenda; le habían salido las primeras canas a los treinta y pocos, y a finales de la década siguiente ya tenía el pelo completamente blanco. Sé que yo también he cambiado —el vientre que se empeña en sobresalir, las no menos tenaces entradas de las sienes—, pero la decadencia del propio cuerpo es algo progresivo, casi tan imperceptible como implacable. Ver a Thalia con el pelo blanco me asalta siempre como la prueba de su constante, inevitable paso a la vejez, y por extensión, del mío.

—Vas a tener frío —dice, ciñéndose la bufanda en torno al cuello.

Estamos en enero, a media mañana, y el cielo se ve gris y encapotado. Una brisa destemplada agita con un murmullo las hojas marchitas de los árboles.

—Si quieres saber qué es el frío, vente a Kabul —respondo, al tiempo que cojo mi maleta.

—Tú verás, doctor. ¿Vamos en autobús o a pie? Tú eliges.

—Vayamos caminando.

Nos dirigimos al norte. Cruzamos la aldea de Tinos. Dejamos atrás los veleros y yates fondeados en la dársena. Los quioscos que venden postales y camisetas. La gente que toma café con parsimonia en mesitas redondas, por fuera de los bares, mientras echa una partida de ajedrez o lee el diario. Los camareros que preparan las mesas para el almuerzo. Dentro de una o dos horas, empezará a flotar en el aire el olor a pescado asado.

Thalia se lanza a hablar animadamente sobre una nueva urbanización de casas encaladas que están levantando al sur de la isla, con vistas a Míkonos y al Egeo, destinada sobre todo a los turistas o los acaudalados veraneantes que desde los noventa visitan Tinos cada año. Dice que las casas dispondrán de piscina y gimnasio.

Lleva años escribiéndome mensajes de correo electrónico en los que me informa de todos los cambios que han ido alterando la fisonomía de la isla. Los hoteles a pie de playa con antenas parabólicas y acceso a internet rudimentario, las discotecas, bares y tabernas, los restaurantes y comercios al servicio del turismo, los taxis, autobuses, las hordas, las extranjeras que toman el sol en topless. Los campesinos ya no se desplazan en burro sino en camioneta, por lo menos los que se quedaron. La mayoría partió tiempo atrás, aunque algunos están regresando para pasar aquí sus años de jubilación.

—Nada de todo esto le hace demasiada gracia a Odie —comenta Thalia, refiriéndose a los cambios.

También me ha escrito sobre eso, el recelo de los isleños hacia los recién llegados y las transformaciones que traen consigo.

—A ti no parece importarte —comento.

—De nada sirve luchar contra lo inevitable —señala. Y añade—: Odie suele decir que no le extraña mi actitud, porque no he nacido aquí. —Thalia remata la frase con una sonora y campechana carcajada—. Después de cuarenta y cuatro años viviendo en Tinos, creía que me había ganado el título de autóctona, pero ya ves.

Thalia también ha cambiado. Aun con el abrigo puesto, noto que se le han ensanchado las caderas, que está más rolliza, aunque no por ello se ha reblandecido; sus carnes son recias. Además, desprende un aire de cordial desafío, lo noto en el tono socarrón con que comenta algunas cosas de las que hago y que, sospecho, se le antojan patochadas. El brillo que ilumina su mirada, esta nueva risa vigorosa, las mejillas rozagantes, todo ello me da la sensación de hallarme ante la esposa de un granjero. Una mujer con los pies en la tierra, cuya enérgica simpatía no acaba de ocultar un poso de dureza y una autoridad que sería imprudente cuestionar.

—¿Cómo va el negocio? —pregunto—. ¿Sigues trabajando?

—Hago alguna que otra chapuza. Ya sabes cómo están las cosas.

Ambos movemos la cabeza en un gesto de desaliento. Desde Kabul, había seguido las noticias de los sucesivos planes de austeridad. Había visto en la CNN a jóvenes griegos enmascarados arrojando piedras a la policía frente al Parlamento, y a los antidisturbios disparándoles gas lacrimógeno y blandiendo sus porras.

Thalia no posee un negocio en el sentido estricto de la palabra. Antes de la era digital, se dedicaba sobre todo a las reparaciones domésticas. Iba allí donde la llamaban y soldaba el transistor averiado de una tele, o sustituía el condensador de señal de un viejo aparato de radio. Le pedían que reparara termostatos de nevera, que sellara la fuga de una cañería. Sus clientes le pagaban lo que buenamente podían, y si no podían pagarle, ella hacía la reparación de todos modos. «En realidad no necesito el dinero —me decía—. Lo hago por diversión. Aún disfruto como una niña abriendo cosas y averiguando cómo funcionan por dentro.» Hoy en día, Thalia es como una empresa unipersonal de informática. Todo lo que sabe lo ha aprendido por sus propios medios. Cobra tarifas simbólicas por localizar y corregir los fallos de los PC, cambiar la configuración IP, arreglar los programas que se cuelgan o se ralentizan, así como los fallos de actualización y arranque. Más de una vez la he llamado desde Kabul, al borde de la desesperación, porque se me había colgado mi IBM.

Cuando llegamos a casa de mi madre, nos quedamos fuera un momento, en el patio, junto al viejo olivo. Veo el resultado de la reciente actividad febril de mamá: las paredes recién pintadas, el palomar a medio acabar, un martillo y una caja de clavos abierta sobre un tablón de madera.

—¿Cómo está? —pregunto.

—Tan quisquillosa como siempre. Por eso mandé instalar esa cosa. —Señala la antena parabólica del tejado—. Vemos culebrones extranjeros. Los árabes son los mejores, o los peores, según se mire. Intentamos descifrar el argumento. Así consigo que no se ensañe conmigo. —Más que entrar, Thalia se precipita hacia dentro—. Bienvenido a casa. Te prepararé algo de comer.


Se me hace raro estar de nuevo en esta casa. Veo unos pocos objetos que no me resultan familiares, como el sillón de cuero gris de la sala y una mesita de mimbre blanca junto a la tele. Pero todo lo demás sigue prácticamente donde solía. La mesa de la cocina, ahora cubierta por un hule con estampado de berenjenas y peras; las sillas de bambú de respaldo recto; la vieja lámpara de aceite con su funda de mimbre y la chimenea de borde festoneado tiznada por el humo; la foto en la que salgo con mamá —yo con una camisa blanca, ella con su vestido bueno—, aún colgada encima de la repisa de la chimenea del salón; la vajilla de porcelana de la abuela, en la última balda, como siempre.

Sin embargo, en cuanto suelto la maleta, tengo la sensación de que hay un vacío enorme en medio de todo. Las décadas de vida que mi madre ha pasado aquí con Thalia son para mí inmensos espacios en blanco. He estado ausente. Ausente de todas las comidas que Thalia y mamá han compartido en torno a esta mesa, de las discusiones, los momentos de aburrimiento, las risas, las enfermedades, el largo rosario de sencillos rituales que conforman toda una vida. Entro en la casa de mi infancia y me siento un poco perdido, como si leyera el final de una novela empezada y abandonada tiempo atrás.

—¿Te apetecen unos huevos? —ofrece Thalia, al tiempo que se pone un delantal estampado.

Vierte aceite en una sartén y se mueve en la cocina con la soltura de quien está en su casa.

—Claro. ¿Dónde está mamá?

—Durmiendo. Ha pasado mala noche.

—Iré a echarle un vistazo.

Thalia saca un batidor del cajón.

—Como la despiertes, doctor, te las verás conmigo.

Subo de puntillas la escalera que conduce al dormitorio. La habitación está a oscuras. Un único, largo y delgado haz de luz se cuela entre las cortinas cerradas y hiende la cama de mamá. Se respira un aire viciado, enfermizo. No es exactamente un olor, sino más bien una presencia física. Todos los médicos lo reconocen. La enfermedad impregna una habitación como si de vapor se tratara. Me detengo un momento en el umbral y dejo que los ojos se acostumbren a la penumbra, rota por un rectángulo de luz colorida y cambiante que descansa sobre el tocador, en lo que deduzco es el lado de la cama que ocupa Thalia, el mismo que ocupaba yo. La luz procede de uno de esos marcos fotográficos digitales. Una extensión de arrozales y casas de madera con tejados grises se desvanece para dar paso a un concurrido bazar con cabras desolladas que cuelgan de ganchos de carnicero, y luego se ve a un hombre de piel oscura agachado a la orilla de un río de aguas turbias, cepillándose los dientes con el dedo.

Cojo una silla y me siento a la cabecera de mamá. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, la miro y no puedo evitar que se me encoja el corazón. Me sobresalta lo mucho que ha menguado mi madre. El pijama de estampado floral cuelga en torno a sus hombros estrechos, por encima de su pecho aplanado. No me gusta verla durmiendo así, con la boca abierta y las comisuras hacia abajo, como si tuviera una pesadilla. No me gusta comprobar que la dentadura se le ha movido mientras duerme. Un leve aleteo agita sus párpados. Me quedo allí un rato. Me pregunto qué esperaba encontrar, y oigo el tictac del reloj de pared, el tintineo metálico de la espumadera en la sartén allá abajo. Hago inventario de los detalles banales de la vida de mamá que llenan la habitación. El televisor de pantalla plana acoplado a la pared, el ordenador en un rincón, el sudoku inacabado sobre la mesilla de noche, la página señalada con las gafas de lectura, el mando de la tele, la ampolla de colirio, un tubo de crema de cortisona, otro de adhesivo dental, un frasquito de comprimidos, y en el suelo un par de zapatillas afelpadas color perla. En otro tiempo, jamás se las habría puesto. Junto a éstas, hay una bolsa abierta de pañales braga. No puedo relacionar estas cosas con mi madre. Las rechazo. Se me antojan las pertenencias de un desconocido. Alguien indolente, inofensivo, alguien con quien es imposible enfadarse.

Al otro lado de la cama, la imagen del marco digital vuelve a cambiar. Observo unas cuantas de aquellas instantáneas. Y de pronto caigo. Reconozco esas fotos. Las hice yo. Son de cuando me dedicaba a... ¿cómo decirlo? A ver mundo, supongo. Thalia. Había conservado las copias, durante todos estos años. El afecto me embarga, dulce como la miel. Ella ha sido mi verdadera hermana, mi verdadero Manaar, todo este tiempo.

La oigo llamándome desde abajo.

Me levanto sin hacer ruido. Me dispongo a salir cuando algo atrapa mi atención. Algo enmarcado y colgado en la pared, por debajo del reloj. No acierto a distinguirlo en la oscuridad. Abro el móvil y echo un vistazo a la luz de su resplandor plateado. Es un artículo de Associated Press sobre la organización sin ánimo de lucro con la que colaboro en Kabul. Recuerdo esa entrevista. El periodista era un tipo agradable, un estadounidense de ascendencia coreana aquejado de un leve tartamudeo. Habíamos compartido un plato de qabuli, arroz integral con carne de cordero y uvas pasas, típico de Afganistán. En el centro del artículo hay una fotografía de grupo en la que salgo con algunos niños y Nabi al fondo, con ademán rígido, las manos a la espalda y el aire entre aprensivo, tímido y circunspecto con que los afganos suelen posar para las fotos. Amra también está allí, con Roshi, su hija adoptada. Todos los niños sonríen a la cámara.

—Markos.

Cierro la solapa del móvil y bajo al piso inferior.

Thalia me sirve un vaso de leche y un humeante plato de huevos revueltos sobre un lecho de tomates.

—Tranquilo, ya le he echado azúcar a la leche.

—Te has acordado.

Thalia toma asiento sin quitarse el delantal. Apoya los codos en la mesa y me observa comer, secándose la mejilla izquierda de vez en cuando con un pañuelo. Recuerdo todas las ocasiones en que intenté convencerla para que me dejara operarla. Le dije que las técnicas quirúrgicas han avanzado mucho desde los años sesenta, y que estaba seguro de poder, si no reparar del todo su desfiguramiento, al menos sí lograr una mejoría significativa. Siempre se negó en redondo, para mi inmensa perplejidad. «Así soy yo», me dijo. Una respuesta insulsa, insatisfactoria, pensé entonces. ¿Qué significaba, siquiera? No lo entendí. Me cruzaron la mente pensamientos poco caritativos, de presidiarios condenados a cadena perpetua que temían salir de la cárcel, aterrados ante la sola idea de que les concedieran la libertad condicional y tuvieran que enfrentarse al cambio, a una nueva vida más allá de las alambradas y las torres de vigilancia.

La oferta que le hice entonces sigue en pie. Sé que no la aceptará, pero ahora entiendo por qué. Tenía razón. Así es ella, en efecto. No puedo aspirar a ponerme en su lugar y comprender lo que debió suponer para ella ver ese rostro reflejado en el espejo día tras día, evaluar su espantosa desfiguración y reunir la voluntad necesaria para aceptarla. La inmensa energía que debió de costarle, el esfuerzo, la paciencia. Una aceptación que habría ido tomando forma poco a poco, a lo largo de los años, como la pared rocosa de un acantilado, esculpida por el embate de las olas. El perro tardó minutos en darle su rostro, y a ella le llevó toda una vida forjarse una nueva identidad en torno a ese mismo rostro. No me dejaría deshacerlo todo a golpe de bisturí. Sería como abrir una nueva herida sobre la antigua.

Ataco los huevos porque sé que eso la complacerá, aunque en realidad no tengo apetito.

—Qué buenos están, Thalia.

—¿Listo para el gran espectáculo?

—¿A qué te refieres?

Alarga el brazo hacia atrás y abre un cajón de la encimera. Saca unas gafas de sol con lentes rectangulares. Tardo unos instantes en caer, pero de pronto me acuerdo. El eclipse.

—Ah, claro.

—Al principio creía que nos limitaríamos a verlo por un agujerito —comenta—. Pero luego Odie me contó que ibas a venir y pensé: bueno, hagámoslo a lo grande.

Hablamos un poco sobre el eclipse solar que supuestamente tendrá lugar al día siguiente. Thalia dice que empezará por la mañana y se habrá completado hacia el mediodía. Ha estado consultando los partes meteorológicos y ha comprobado con alivio que no se espera nubosidad sobre la isla. Me pregunta si quiero más huevos, le digo que sí, y entonces me habla de un nuevo cibercafé que han abierto donde estaba la casa de empeños del señor Roussos.

—He visto las fotos —comento—. Arriba. Y el artículo.

Thalia recoge mis migas de pan de la mesa con la palma de la mano y las arroja al fregadero sin volverse a mirar siquiera.

—Bah, eso fue fácil. Bueno, me refiero a escanearlas y cargarlas en el ordenador. Lo difícil fue organizarlas por países. Tuve que ponerme a averiguar de dónde era cada una, porque nunca mandas ninguna nota, sólo las fotos, y ella había dejado muy claro que las quería separadas por países. Tenía que ser así. Insistió en ello.

—¿Quién?

Thalia suelta un suspiro.

—Quién, dice. Pues Odie. ¿Quién si no?

—¿Fue idea suya?

—Sí, igual que lo del artículo. Fue ella quien lo encontró en la red.

—¿Mamá me buscó en la red? —pregunto.

—No tendría que haberle enseñado a navegar. Ahora no hay quien la pare. —Thalia se ríe entre dientes—. Todos los días comprueba si hay algo nuevo sobre ti. Es cierto. Te has buscado una acosadora cibernética, Markos Varvaris.


Mamá baja a primera hora de la tarde. Lleva puesto un albornoz azul oscuro y las zapatillas afelpadas que ya he empezado a detestar. Da la impresión de haberse peinado. Me alivia ver que parece moverse con normalidad mientras baja los escalones y me recibe con los brazos abiertos, sonriendo con gesto soñoliento.

Nos sentamos a la mesa a tomar un café.

—¿Dónde está Thalia? —pregunta, soplando su taza.

—Ha salido a comprar un par de cosillas para mañana. ¿Eso de ahí es tuyo? —pregunto, señalando un bastón apoyado contra la pared, detrás del sillón nuevo. No lo había visto al llegar.

—Ah, apenas lo uso. Sólo los días malos. Y para salir a dar largos paseos. Más que nada para estar tranquila —añade, restándole importancia, y así me entero de que depende bastante más del bastón de lo que quiere darme a entender—. Eres tú quien me preocupa. Las noticias que llegan de ese país horrible. Thalia no quiere que las escuche. Dice que me ponen muy nerviosa.

—No negaré que hay incidentes aislados, pero por lo general la gente va a lo suyo y no se mete en líos. Además, tomo mis precauciones, mamá. —Por supuesto, me abstengo de comentarle que han tiroteado la casa de huéspedes al otro lado de la calle, ni la reciente oleada de ataques a los cooperantes extranjeros, ni que cuando digo que tomo mis precauciones me refiero a que me he acostumbrado a llevar encima una 9 mm siempre que voy en coche por la ciudad, cosa que para empezar no debería hacer.

Mamá bebe un sorbo de café y se estremece levemente. No intenta sonsacarme. No estoy seguro de que eso sea buena señal. No sabría decir si ha perdido el hilo y se ha quedado ensimismada, como suelen hacer los ancianos, o si se trata de una estrategia para no acorralarme, evitando así que le mienta o le revele cosas que sólo la disgustarían.

—Te echamos de menos en Navidad —dice.

—Me fue imposible escaparme, mamá.

Asiente.

—Ahora estás aquí. Eso es lo que cuenta.

Tomo un sorbo de café. Cuando era pequeño, mamá y yo desayunábamos sentados a esta mesa todas las mañanas, en silencio, de un modo casi solemne, antes de salir juntos hacia la escuela. Qué poco nos hablábamos.

—¿Sabes, mamá?, yo también me preocupo por ti.

—Pues no tienes por qué. Sé cuidar de mí misma.

Un destello de su viejo orgullo desafiante, como una tenue luz que parpadea en la niebla.

—Sí, pero ¿hasta cuándo?

—Hasta que no pueda hacerlo.

—¿Y cuando eso ocurra? ¿Qué pasará entonces?

No trato de desafiarla. Se lo pregunto porque ignoro la respuesta. Ignoro cuál será mi propio papel, o si tendré siquiera un papel que desempeñar.

Me mira a los ojos, impertérrita. Luego vierte otra cucharadita de azúcar en su café, que remueve despacio.

—Es curioso, Markos, pero la gente por lo general tiene una idea muy equivocada de sí misma. Creen que viven en función de lo que desean, cuando en el fondo lo que los guía es aquello que temen. Aquello que no desean.

—No te sigo, mamá.

—Bueno, mírate a ti, por ejemplo. El hecho de que te marcharas de aquí. La clase de vida que te has buscado. Tenías miedo de verte atrapado en esta isla. Conmigo. Tenías miedo de que te retuviera. O mira a Thalia. Se quedó porque no quería seguir siendo el blanco de todas las miradas.

La observo mientras saborea el café y le añade otra cucharadita de azúcar. Recuerdo lo insignificante que me sentía de pequeño cuando intentaba llevarle la contraria. Hablaba de un modo que no dejaba lugar para la réplica; me avasallaba con la verdad, enunciada desde el primer momento de un modo llano y sin rodeos. Me derrotaba antes incluso de que pudiera abrir la boca. Siempre me parecía injusto.

—¿Y qué hay de ti, mamá? —le pregunto—. ¿Qué es lo que temes, lo que no deseas?

—Ser una carga.

—No lo serás.

—De eso puedes estar seguro, Markos.

La inquietud me invade al oír esta réplica críptica. Me cruza la mente la carta que Nabi me dio en Kabul, su confesión póstuma. El pacto que Suleimán Wahdati había hecho con él. No puedo sino preguntarme si mamá ha sellado un pacto similar con Thalia, si la ha elegido a ella para rescatarla cuando llegue el momento. Sé que Thalia podría hacerlo. Ahora es fuerte. Ella la salvaría.

Mamá escruta mi rostro.

—Tú tienes tu vida, tu trabajo, Markos —dice en un tono menos severo, corrigiendo el rumbo de la conversación, como si hubiese percibido mi inquietud. La dentadura postiza, los pañales, las zapatillas afelpadas, todo ello me ha llevado a subestimarla. Aún tiene todas las de ganar. Siempre las tendrá—. No quiero ser un lastre para ti.

Por fin una mentira, esto último que dice, aunque es una mentira piadosa. No sería yo el que se vería lastrado. Ambos lo sabemos. Yo estoy ausente, a miles de kilómetros de aquí. La carga de trabajo desagradable, pesado, recaería sobre Thalia. Pero mamá me incluye a mí también, me concede algo que no me he ganado, ni intentado ganar siquiera.

—No lo serías —replico débilmente.

Sonríe.

—Hablando de tu trabajo, supongo que sabes que no lo aprobaba precisamente, cuando decidiste marcharte a ese país.

—Algo sospechaba, sí.

—No entendí por qué te ibas. Por qué renunciabas a todo, el dinero, la consulta, la casa en Atenas, todo aquello por lo que habías trabajado, para esconderte en ese polvorín.

—Tenía mis razones.

—Lo sé. —Se lleva la taza a los labios y vuelve a bajarla sin haber bebido—. Esto no se me da nada bien —añade despacio, casi con timidez—, pero lo que trato de decirte es que me has salido bueno. Has hecho que me sienta orgullosa de ti, Markos.

Me miro las manos. Sus palabras calan muy hondo. Me ha pillado desprevenido. No estaba preparado para oír esto, ni para el brillo que relucía en su mirada cuando lo ha dicho. No sé qué se supone que debo contestar.

—Gracias, mamá —acierto a balbucir.

No puedo decir nada más, y nos quedamos un rato en silencio. Casi se palpa la incomodidad en el aire, así como la súbita conciencia compartida de todo el tiempo perdido, las oportunidades derrochadas.

—Hace tiempo que quiero preguntarte algo —dice mamá.

—¿El qué?

—James Parkinson. George Huntington. Robert Graves. John Down. Y ahora mi amigo Lou Gehrig. ¿Cómo se las han arreglado los hombres para acaparar hasta los nombres de las enfermedades?

Parpadeo, desconcertado. Mi madre me imita y luego se echa a reír y yo también, aunque por dentro me desmorone.


A la mañana siguiente nos tumbamos fuera, en unas hamacas. Mamá lleva una gruesa bufanda y una parka gris, y se ha tapado las piernas con una manta de forro polar para protegerlas del riguroso frío. Tomamos café y mordisqueamos trocitos del dulce de membrillo con canela que Thalia ha comprado para la ocasión. Llevamos puestas nuestras gafas especiales para observar el eclipse y miramos al cielo. Al sol le falta un pequeño bocado en el cuadrante norte, lo que hace que se parezca un poco al logotipo del portátil de Apple que Thalia abre de vez en cuando para anotar sus observaciones en un foro de internet. Los vecinos de la calle se han acomodado en las aceras y las azoteas para contemplar el espectáculo. Algunos se han ido con toda la familia hasta la otra punta de la isla, donde la Sociedad Astronómica Helénica ha instalado telescopios.

—¿A qué hora se supone que es el eclipse total? —pregunto.

—Sobre las diez y media —contesta Thalia. Se levanta las gafas y consulta el reloj—. Dentro de una hora, más o menos.

Se frota las manos de entusiasmo, escribe algo en el ordenador.

Las observo a las dos, a mamá con sus gafas de sol, las manos surcadas de venas azules cruzadas sobre el pecho, a Thalia aporreando el teclado sin piedad, con mechones de pelo blanco asomándole por debajo de la gorra de lana.

«Me has salido bueno.»

La noche anterior, acostado en el sofá, había pensado en las palabras de mamá y mis pensamientos me habían llevado hasta Madaline. De niño, solía ponerme nervioso por todas las cosas que mamá no hacía, a diferencia de las otras madres. Cogerme de la mano para ir por la calle. Darme un beso de buenas noches, sentarme en su regazo, leerme cuentos antes de dormir. Todo eso es verdad. Pero a lo largo de todos estos años no he sabido ver una verdad más grande aún, que ha pasado inadvertida, sin el menor reconocimiento, enterrada bajo una pila de agravios: mi madre jamás me abandonaría. Ésa era su gran dádiva, la incuestionable certeza de que nunca me haría lo que Madaline le había hecho a Thalia. Era mi madre y no me abandonaría nunca. Yo lo había aceptado sin más, lo había dado por sentado. Nunca se lo había agradecido, tal como no daba gracias al sol por brillar sobre mi cabeza.

—¡Mirad! —exclama Thalia.

De pronto, pequeñas hoces de luz resplandeciente se han materializado por doquier, en el suelo, en las paredes, en nuestras ropas. Es el sol con forma de medialuna, que refulge entre las hojas del olivo. Descubro una cabrilleando en la superficie de mi café. Otra juguetea con los cordones de mis zapatos.

—Enséñame las manos, Odie —pide Thalia—, deprisa.

Mamá abre las manos y vuelve las palmas hacia arriba. Thalia saca del bolsillo un vidrio cuadrado y lo sostiene por encima de las manos de mamá. De pronto, un sinfín de pequeños arcoíris bailotean sobre la piel apergaminada de las manos, y ella reprime un grito.

—¡Fíjate, Markos! —dice mamá, sonriendo sin reservas, exultante como una colegiala. Nunca la había visto sonreír de un modo tan puro, tan cándido.

Nos quedamos los tres contemplando los pequeños, trémulos arcoíris en las manos de mi madre, y siento una tristeza, y también un viejo dolor, que me atenazan la garganta como dos garras.

«Me has salido bueno... Has hecho que me sienta orgullosa de ti, Markos.»

Tengo cuarenta y cinco años. Llevo toda la vida esperando oír esas palabras. ¿Será demasiado tarde para todo esto, para nosotros? ¿Habremos desaprovechado demasiadas oportunidades, durante demasiado tiempo, mamá y yo? Una parte de mí cree que es mejor seguir como hasta ahora, comportarnos como si no supiéramos lo poco que nos hemos entendido siempre. Es menos doloroso de ese modo. Quizá sea mejor que esta ofrenda tardía. Este frágil, tembloroso atisbo de cómo podían haber sido las cosas entre nosotros. Lo único que nos traerá es pesar, y me pregunto de qué sirve. No va a devolvernos nada. Lo que hemos perdido es irrecuperable.

Sin embargo, cuando mi madre dice «¿Verdad que es precioso, Markos?», yo le contesto «Sí que lo es, mamá, es precioso», y mientras algo en mi interior empieza a resquebrajarse, a abrirse de par en par, alargo la mano y tomo la suya en la mía.

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