El olor le llega a Parwana antes de que aparte la colcha y lo vea. Ha manchado las nalgas de Masuma y sus muslos, y también las sábanas, el colchón y el cubrecama. Masuma alza la vista hacia ella, una tímida mirada que implora perdón y refleja vergüenza; sigue sintiendo vergüenza después de tanto tiempo, de todos estos años.
—Lo siento —susurra.
Parwana tiene ganas de gritar, pero se obliga a esbozar una trémula sonrisa. En momentos como ése tiene que hacer tremendos esfuerzos para recordar, para no perder de vista una verdad inquebrantable: esto es obra suya, este desastre; nada de lo que le sucede es injusto o excesivo. Esto es lo que merece. Deja escapar un suspiro mientras observa las sábanas manchadas, temiendo el trabajo que la espera.
—Vamos a limpiarte un poco —dice.
Masuma se echa a llorar sin emitir sonido alguno, sin alterar siquiera su expresión. Sólo son lágrimas que brotan y resbalan.
Fuera, al frío de primera hora, Parwana enciende un fuego en el hoyo para asar. Cuando prende, llena un cubo de agua en el pozo de Shadbagh y lo pone a calentar. Acerca las palmas de las manos al fuego. Desde ahí se ve el molino y la mezquita de la aldea donde el ulema Shekib les había enseñado a leer de pequeñas, a Masuma y a ella, y también la casa del ulema, al pie de una suave ladera. Más tarde, cuando el sol esté más alto, su tejado semejará un perfecto cuadrado rojo recortado contra el polvo, por los tomates que su mujer habrá puesto a secar al sol. Parwana alza la vista hacia las estrellas matutinas, que palidecen y se desvanecen parpadeando con indiferencia. Recobra la calma.
Dentro, acuesta a Masuma boca abajo. Empapa un trapo en el agua, le lava las nalgas y le limpia la suciedad de la espalda y las flácidas piernas.
—¿Por qué calientas el agua, Parwana? —dice Masuma contra la almohada—. ¿Para qué te molestas? No hace falta, no voy a notar la diferencia.
—Es posible. Pero yo sí —responde, y esboza una mueca por el hedor—. Y ahora para de hablar y déjame acabar.
A partir de ahí, la jornada de Parwana se desarrolla como siempre, como ha sido durante cuatro años desde la muerte de sus padres. Da de comer a las gallinas. Corta leña y trae agua del pozo. Prepara masa y hornea el pan en el tandur anexo a su casa de adobe. Barre el suelo. Por la tarde, en cuclillas en la ribera del río junto a otras mujeres de la aldea, lava la ropa sobre las rocas. Después, como es viernes, visita las tumbas de sus padres en el cementerio y reza una breve plegaria por cada uno de ellos. Y durante todo el día, entre tarea y tarea, encuentra tiempo para mover a Masuma, de un costado al otro, metiéndole una almohada bajo una nalga cada vez.
Ese día, ve dos veces a Sabur.
Lo encuentra agachado ante su casita de adobe, avivando un fuego en el hoyo de asar, con los ojos entornados para protegerlos del humo y con su chico, Abdulá, a su lado. Más tarde, lo ve hablando con otros hombres, hombres que, como él, tienen ahora familias propias, pero que eran antaño los niños de la aldea con quienes Sabur se peleaba, remontaba cometas, perseguía perros, jugaba al escondite. Últimamente Sabur lleva encima una carga, un halo de tragedia: una esposa muerta y dos críos sin madre, uno de ellos un bebé. Ahora habla con voz cansina, apenas audible. Se mueve por la aldea con paso apesadumbrado, como una versión extenuada y encogida de sí mismo.
Parwana lo observa de lejos, con un anhelo casi agobiante. Trata de apartar la vista cuando pasa por su lado. Y si por casualidad sus miradas se encuentran, él se limita a hacerle un gesto con la cabeza, y entonces ella se sonroja intensamente.
Esa noche, cuando Parwana se acuesta por fin, apenas puede levantar los brazos. La cabeza le da vueltas de puro agotamiento. Permanece tendida en el catre, a la espera de que llegue el sueño.
—Parwana —oye en la oscuridad.
—Dime.
—¿Te acuerdas de aquella vez cuando montamos juntas en la bicicleta?
—Ajá.
—¡Qué rápido íbamos! Cuesta abajo, con los perros persiguiéndonos.
—Sí, me acuerdo.
—Las dos chillábamos. Y cuando chocamos contra aquella piedra... —Parwana casi oye sonreír a su hermana—. Cómo se enfadó mamá con nosotras. Y Nabi también. Le destrozamos la bicicleta.
Parwana cierra los ojos.
—¿Parwana?
—Dime.
—¿Puedes dormir conmigo esta noche?
Parwana aparta la colcha de una patada, cruza la habitación hasta Masuma y se desliza a su lado bajo la manta. Masuma apoya la mejilla en su hombro, con un brazo sobre el pecho de su hermana, y susurra:
—Mereces algo mejor que yo.
—No empieces otra vez —musita Parwana. Juguetea con el pelo de Masuma, con caricias largas y pacientes, como a ella le gusta.
Charlan un rato en voz baja de cosas banales, intrascendentes, calentándose mutuamente el rostro con el aliento. Para Parwana, son instantes relativamente felices. Le recuerdan a cuando eran pequeñas y se arrebujaban bajo la manta con las narices tocándose, reían por lo bajo y se susurraban secretos y cotilleos. Masuma no tarda en dormirse, chasquea la lengua en medio de algún sueño. Parwana contempla por la ventana un cielo negro como el betún. Su mente divaga entre fragmentos de pensamientos, y se centra por fin en una imagen vista en cierta ocasión en una vieja revista: una pareja de hermanos siameses unidos por el torso, con expresión adusta. Dos criaturas ensambladas de forma inextricable, con la sangre formándose en la médula de una para correr por las venas de la otra, un vínculo permanente. Parwana siente una opresión, una desesperanza como una mano crispándose dentro del pecho. Respira hondo e intenta centrarse una vez más en Sabur. Su mente vaga hacia los rumores que ha oído en la aldea: que anda buscando una nueva esposa. Se obliga a no visualizar su rostro. Corta de raíz tan ridícula idea.
Parwana fue una sorpresa.
Masuma había nacido ya y se retorcía en silencio en brazos de la partera, cuando su madre soltó un grito y por segunda vez la coronilla de una cabeza se abrió paso. La llegada de Masuma transcurrió sin complicaciones. La partera diría después que nació por sí sola, qué angelito. El parto de Parwana fue prolongado, atroz para la madre, peligroso para el bebé. La partera tuvo que liberar a Parwana del cordón que le rodeaba el cuello, como presa de un asesino ataque de ansiedad por la separación. En sus peores momentos, cuando no puede evitar dejarse llevar por un torrente de odio hacia sí misma, Parwana piensa que quizá el cordón sabía lo que se hacía. Quizá sabía cuál era la mejor de las dos mitades.
Masuma comía como debía, dormía cuando tocaba. Sólo lloraba si tenía hambre o necesitaba que la cambiaran. Era juguetona y fácil de contentar, y siempre estaba de buen humor; era un hatillo de risitas y gorjeos de felicidad. Le gustaba chupar su sonajero.
Qué bebé tan fácil, decía la gente.
Parwana era una tirana. Toda la fuerza de su carácter recayó en su madre. El padre, apabullado ante el histrionismo de la criatura, cogió al hermano mayor de las mellizas, Nabi, y huyó a casa de su propio hermano. La noche era una tortura de proporciones épicas para la madre de las niñas, con sólo breves momentos de descanso. Se pasaba horas enteras paseando a Parwana. La mecía y le cantaba. Se estremecía cuando Parwana se le aferraba al pecho irritado e hinchado y succionaba como si quisiera extraerle la leche de los mismísimos huesos. Pero amamantarla no suponía un antídoto: incluso una vez ahíta, Parwana seguía berreando, indiferente a las súplicas de su madre.
Masuma observaba desde su rincón con expresión pensativa e impotente, como si los apuros de su madre le provocaran lástima.
—Nabi nunca fue así —le dijo un día la madre al padre.
—Cada bebé es distinto.
—Pues éste me está matando.
—Pasará, ya lo verás —repuso él—. Como pasa el mal tiempo.
Y en efecto pasó. Quizá habían sido cólicos, o alguna otra dolencia leve. Pero era demasiado tarde. Parwana ya había dejado su huella.
Una tarde, a finales de verano, cuando las mellizas tenían diez meses, los aldeanos se congregaron en Shadbagh para celebrar una boda. Las mujeres se ocuparon de servir en bandejas pirámides de esponjoso arroz blanco moteadas con azafrán, cortaron pan y distribuyeron platos de berenjena frita con yogur y menta seca. Nabi jugaba fuera con unos niños. Su madre estaba sentada con las vecinas en una alfombra extendida bajo el enorme roble de la aldea. De vez en cuando dirigía una mirada a sus hijas, que dormían una junto a la otra a su sombra.
Después de la comida, a la hora del té, las mellizas se despertaron de la siesta y enseguida alguien cogió en brazos a Masuma. Primos, tías y tíos se la pasaron alegremente unos a otros. Daba brincos en un regazo aquí y en una rodilla allá. Muchas manos le hicieron cosquillas en la suave barriguita. Muchas narices se frotaron contra la suya. Hubo risas cuando cogió la barba del ulema Shekib, juguetona. Se maravillaron ante su comportamiento tranquilo y sociable. La izaron y admiraron el rubor rosáceo de sus mejillas, sus ojos azul zafiro, la elegante curva de su frente, presagios de la impresionante belleza que la caracterizaría al cabo de unos años.
Parwana se quedó en el regazo de su madre. Mientras Masuma llevaba a cabo su actuación, su hermana observaba en silencio con cierta perplejidad, el único miembro del rendido público que no entendía a qué venía tanto alboroto. De vez en cuando su madre bajaba la vista hacia ella y le apretaba suavemente un piececito, casi a modo de disculpa. Cuando alguien comentó que a Masuma le estaban saliendo dos dientes nuevos, la madre dijo en voz baja que a Parwana le estaban saliendo tres. Pero nadie le prestó atención.
Cuando las niñas tenían nueve años, la familia se reunió al anochecer en la casa de Sabur para celebrar el iftar, que ponía fin al ayuno tras el Ramadán. Los adultos se sentaron en cojines distribuidos por toda la habitación y charlaron animadamente. Té, buenos deseos y cotilleos circularon en igual medida. Los ancianos pasaban las cuentas de sus rosarios. Parwana, sentada en silencio, se alegraba de respirar el mismo aire que Sabur, de estar cerca de aquellos ojos oscuros como los de un búho. En el transcurso de la velada le dirigió miradas furtivas. Lo pescó en el acto de morder un terrón de azúcar, o de frotarse la suave pendiente de su frente, o de reírse con ganas de algo que acababa de decir un anciano tío. Y si él la pillaba mirándolo, como sucedió un par de veces, Parwana apartaba rápidamente la vista, rígida de vergüenza. Empezaban a temblarle las rodillas. Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.
Parwana pensó entonces en el cuaderno que tenía escondido en casa, entre sus cosas. Sabur siempre estaba inventando historias, relatos poblados de yinns, hadas, demonios y divs; los niños del pueblo se reunían a menudo en torno a él y escuchaban en concentrado silencio cómo urdía fábulas para ellos. Y unos seis meses antes, Parwana había oído por casualidad cómo Sabur le contaba a Nabi que algún día pondría por escrito esas historias. Poco después, Parwana acudió con su madre a un bazar en otra población, y allí, en un puesto de libros de segunda mano, vio un precioso cuaderno, con impecables páginas pautadas y tapas de piel marrón oscuro y bordes repujados. Consciente de que su madre no podría comprárselo, Parwana aprovechó un instante en que el tendero no miraba para metérselo rápidamente bajo el jersey.
Pero en los seis meses transcurridos desde entonces, todavía no había reunido el valor suficiente para darle el cuaderno a Sabur. Temía que se riera de ella, o que captara la intención de aquel regalo y lo rechazara. En cambio, cada noche, cuando estaba tendida en su catre, acariciaba el cuaderno bajo la manta, repasando con los dedos los grabados en la piel. «Mañana —se prometía todas las noches—. Mañana me acercaré a él y se lo daré.»
Aquella noche, tras el iftar, todos los niños salieron a jugar. Parwana, Masuma y Sabur se turnaron en el columpio que el padre de éste había colgado de una gruesa rama del gran roble. Le llegó el turno a Parwana, pero Sabur se olvidó de empujarla porque estaba ocupado en contar otra historia. Esta vez trataba sobre el enorme roble. Al parecer, tenía poderes mágicos: si deseabas algo, contó, tenías que arrodillarte ante él y pedírselo en susurros; si el árbol decidía concedértelo, arrojaba exactamente diez hojas sobre tu cabeza.
Cuando el columpio ya se mecía tan despacio que iba a pararse, Parwana se volvió para pedirle a Sabur que le diese impulso, pero las palabras no salieron de su garganta: Sabur y Masuma se estaban sonriendo mutuamente mientras él sostenía el cuaderno en las manos. Su cuaderno.
—Lo encontré en casa —le explicó más tarde Masuma—. ¿Era tuyo? Vale, te lo pagaré, te lo prometo. No te importa, ¿verdad? Es que pensé que era perfecto para él. Para sus historias. ¿Has visto la cara que ha puesto? ¿La has visto, Parwana?
Parwana dijo que no, que no le importaba, pero estaba deshecha. No podía olvidar cómo se habían sonreído su hermana y Sabur, la mirada que habían intercambiado. Parwana podría haber sido invisible o haberse esfumado como un genio de alguna historia de Sabur, tan cruelmente habían ignorado su presencia. Eso la abatió de forma terrible. Esa noche, en su catre, lloró quedamente.
Para cuando su hermana y ella cumplieron los once, Parwana había llegado a comprender de manera precoz la extraña conducta de los chicos ante las chicas que secretamente les gustaban. Lo veía de manera especial cuando ellas volvían andando a casa de la escuela. La escuela era en realidad la habitación de atrás de la mezquita de la aldea, donde, además de instruirlos en el Corán, el ulema Shekib enseñaba a leer y escribir y a memorizar poemas a los niños de la aldea. El padre de las niñas les contó que Shadbagh era afortunada por tener como malik a un hombre tan sabio. De vuelta de esas clases, las mellizas se encontraban a menudo a un grupo de chicos sentados en un murete. Al pasar, a veces las hacían objeto de sus burlas, y otras les arrojaban guijarros. Parwana solía gritarles y responder a sus guijarros con piedras, mientras que Masuma la asía del codo y le decía con sensatez que caminara más deprisa, que no les diera el gusto de enfadarse. Pero ella no lo comprendía. Parwana no se enfadaba porque le arrojaran guijarros, sino porque se los arrojaban sólo a Masuma. Parwana sabía que los chicos se burlaban haciendo aspavientos, y cuanto mayores eran los aspavientos, más intenso era su deseo. Advertía la forma en que sus miradas parecían rebotar en ella para concentrarse en Masuma con un anhelo casi desesperado. Sabía que, pese a sus bromas groseras y sus sonrisas lascivas, le tenían terror a Masuma.
Entonces, un día, uno de ellos no arrojó un guijarro sino una piedra que rodó hasta detenerse ante los pies de las hermanas. Cuando Masuma la recogió, los chicos se dieron codazos y rieron por lo bajo. Un papel sujeto por una goma elástica envolvía la piedra. Cuando estuvieron a una distancia segura, Masuma lo extendió. Ambas leyeron la nota.
Te juro que desde que vi tu rostro
el mundo entero es farsa y fantasía,
el jardín no sabe qué es hoja y qué es flor,
las pobres aves no distinguen entre alpiste y cepo.
Un poema de Rumi, de los que aprendían con el ulema Shekib.
—Cada vez son más refinados —comentó Masuma con una risita.
Debajo del poema, el chico había escrito: «Quiero casarme contigo.» Y más abajo: «Tengo un primo para tu hermana, serán la pareja perfecta. Pueden pastar juntos en el campo de mi tío.»
Masuma rompió la nota en dos.
—Ni caso, Parwana —dijo—. Son unos imbéciles.
—Unos idiotas —coincidió ésta.
Le costó un esfuerzo tremendo esbozar una sonrisa. La nota ya era mala, pero lo que le dolió de verdad fue la reacción de Masuma. El chico no había dirigido explícitamente la nota a una de ellas, pero su hermana había supuesto con toda tranquilidad que el poema era para ella y el primo para Parwana. Por primera vez, ésta se vio a través de los ojos de su hermana. Vio qué concepto tenía de ella: el mismo que los demás. Y le dolió terriblemente.
—Además —añadió Masuma sonriendo y encogiéndose de hombros—, ya me gusta un chico.
Ha llegado Nabi para su visita mensual. Su éxito ya es legendario en la familia, quizá en la aldea entera, por su trabajo en Kabul, por sus visitas a Shadbagh en el reluciente coche azul de su patrón, con la brillante águila que adorna el capó. Todos salen a contemplar su llegada, entre los gritos de los niños que corren junto al vehículo.
—¿Qué tal van las cosas? —pregunta.
Están los tres en la cabaña, tomando té y almendras. Parwana se dice que Nabi es muy guapo, con esos pómulos bien cincelados, los ojos color avellana, las patillas y el espeso pelo negro peinado hacia atrás. Lleva el traje color aceituna de costumbre, que parece quedarle una talla grande. Parwana sabe que Nabi se siente orgulloso de ese traje, por cómo anda siempre tirándose de las mangas, alisándose las solapas, pellizcando la raya de los pantalones, aunque nunca ha conseguido erradicar el tufillo que desprende a cebolla quemada.
—Bueno, ayer tuvimos aquí a la reina Homaira, que vino a tomar un té con galletas —bromea Masuma—. Alabó nuestro exquisito gusto en la decoración.
Sonríe a su hermano, mostrando los dientes amarillentos, y Nabi ríe con la vista fija en la taza. Antes de encontrar trabajo en Kabul, Nabi ayudaba a Parwana a cuidar de su hermana. Al menos lo intentó durante un tiempo, pero no podía, aquello lo superaba. Kabul fue su vía de escape. Parwana envidia a su hermano, pero no se lo recrimina, aunque él mismo sí lo haga: ella sabe que hay algo más que penitencia en el dinero que Nabi le trae todos los meses.
Masuma se ha cepillado el pelo y se ha perfilado los ojos con kohl, como siempre que las visita Nabi. Parwana sabe que en parte lo hace por él, pero más por el hecho de que Nabi sea su conexión con Kabul. Tal como lo ve Masuma, él la vincula con el glamour y el lujo, con una ciudad de coches y luces, de restaurantes elegantes y palacios reales, no importa hasta qué punto sea remoto ese vínculo. Parwana recuerda que, tiempo atrás, su hermana siempre decía que era una chica de ciudad atrapada en una aldea.
—Y bien, ¿qué me dices de ti, hermano? ¿Te has conseguido ya una esposa? —pregunta Masuma con tono juguetón.
Él hace un ademán despectivo y se ríe, igual que cuando sus padres le formulaban la misma pregunta.
—Bueno, ¿y cuándo vas a volver a pasearme por Kabul? —prosigue Masuma.
Nabi las había llevado a Kabul una vez, el año anterior. Las recogió en Shadbagh y recorrieron la ciudad en el coche. Les enseñó las mezquitas, los barrios comerciales, los cines, los restaurantes. Le señaló a Masuma la cúpula del palacio de Bagh-e-Bala en su colina sobre la ciudad. En los jardines de Babur, sacó a Masuma del asiento delantero para llevarla en brazos hasta la tumba del emperador de los mogoles. Allí rezaron los tres juntos en la mezquita de Shahjahani, y después, a orillas de un estanque de azulejos azules, dieron cuenta de la comida que Nabi había llevado. Probablemente fue el día más feliz de la vida de Masuma desde el accidente, y Parwana le quedó muy agradecida a su hermano mayor.
—Pronto, inshalá —responde Nabi dando golpecitos con un dedo contra la taza.
—¿Puedes acomodarme ese cojín bajo las rodillas, Nabi?... Ah, mucho mejor, gracias. —Masuma suspira—. Kabul me encantó. Si pudiera, saldría para allá mañana mismo a primera hora.
—Algún día lo harás, pronto —dice Nabi.
—¿Qué, caminar?
—No —balbuce él—, quería decir... —Y sonríe cuando ve que Masuma se ha echado a reír.
Fuera, Nabi le da el dinero a Parwana; luego apoya un hombro contra la pared y enciende un cigarrillo. Masuma está dentro, durmiendo la siesta.
—Antes he visto a Sabur —comenta Nabi mirándose un dedo—. Qué terrible lo que le ha pasado. Me ha dicho el nombre del bebé, pero se me ha olvidado.
—Pari —dice Parwana.
Su hermano asiente con la cabeza.
—No se lo he preguntado, pero me ha dicho que tiene intención de volver a casarse.
Ella aparta la mirada, tratando de aparentar que no le importa, pero el corazón le palpita en los oídos, un repentino sudor le perla la piel.
—Como te decía, no se lo he preguntado. Ha sido él quien ha sacado el tema. Me ha llevado aparte para hacerme esa confidencia.
Parwana sospecha que su hermano lo sabe, sabe lo que ella siente por Sabur desde hace tantos años. Masuma es su hermana melliza, pero siempre ha sido Nabi quien mejor la ha comprendido. No obstante, no ve por qué ha de molestarse en darle ahora esa noticia. ¿De qué sirve? Lo que Sabur necesita ahora es una mujer sin cargas ni compromisos, una mujer libre para dedicarse a él, a su hijo, a su hija recién nacida. A Parwana ya se le ha acabado el tiempo. Se le ha agotado. Como su vida.
—Estoy segura de que encontrará a alguien —dice.
Nabi asiente con la cabeza.
—Volveré el mes que viene. —Aplasta el cigarrillo con el zapato y se marcha.
Cuando Parwana vuelve a entrar en la cabaña, la sorprende encontrarse a Masuma despierta.
—Creía que dormías.
La mirada de Masuma se dirige lentamente hacia la ventana; parpadea despacio, con gesto de cansancio.
Cuando las niñas tenían trece años, a veces iban a los abarrotados bazares de las poblaciones cercanas por encargo de su madre. El olor a tierra recién regada se elevaba de las calles sin asfaltar. Las dos hermanas recorrían el bazar, pasando ante puestos donde vendían narguiles, chales de seda, cazos de cobre, viejos relojes. Había pollos colgados por las patas, que giraban lentamente sobre piezas de cordero y ternera.
En cada pasillo, Parwana veía las miradas de interés de los hombres cuando pasaba Masuma. Advertía sus esfuerzos por comportarse como si tal cosa, pero no conseguían apartar los ojos de ella. Si Masuma los miraba, parecían sentirse privilegiados, menudos idiotas. Imaginaban que habían compartido un instante con ella. Masuma interrumpía conversaciones a media frase y a los fumadores en medio de una calada; provocaba que temblaran rodillas, que el té se derramara de las tazas.
Había días en que todo aquello resultaba excesivo para Masuma, como si la avergonzara un poco, y le decía a Parwana que prefería quedarse en casa, que nadie la mirara. Entonces, a Parwana le parecía que su hermana, en el fondo, comprendía que su belleza era un arma. Una pistola cargada y apuntando a su propia cabeza. No obstante, la mayoría de los días esas atenciones parecían gustarle y disfrutaba de ese poder suyo de desbaratar los pensamientos de un hombre con una fugaz pero estratégica sonrisa, de hacer que las lenguas tropezaran con las palabras.
Una belleza como la suya hacía que casi doliese mirarla.
Y luego venía Parwana, arrastrando los pies, con su pecho plano y su cutis cetrino. Con su cabello crespo, su cara llena y tristona, sus gruesas muñecas y sus hombros masculinos. Una sombra patética que se debatía entre la envidia y la emoción de que la vieran con Masuma, de compartir la atención, como una mala hierba que aprovechase el agua destinada a un lirio río abajo.
Toda la vida, Parwana había tenido buen cuidado de no contemplarse en un espejo junto a su hermana. Ver su rostro junto al de Masuma, ver con tanta claridad lo que se le había negado, la privaba de cualquier esperanza. Pero, en público, la mirada de cada extraño era un espejo. No había huida posible.
Saca a Masuma de la casa. Se sientan las dos en el charpai que ha puesto Parwana fuera. Amontona cojines para que su hermana pueda apoyar cómodamente la espalda contra la pared. Es una noche silenciosa salvo por los chirridos de los grillos, y oscura, iluminada tan sólo por unos cuantos faroles que brillan aún en las ventanas y por el resplandor blanquecino de los tres cuartos de luna.
Parwana llena de agua la base del narguile. Coge dos diminutas porciones de opio y un pellizco de tabaco y lo pone todo en la cazuela de la pipa. Enciende el carbón en el cenicero metálico y le tiende el narguile a su hermana. Masuma da una buena chupada a la boquilla, se reclina contra los cojines y pregunta si puede apoyar las piernas en el regazo de Parwana. Ésta se inclina y levanta las piernas inertes para ponerlas sobre las suyas.
Cuando fuma, el rostro de Masuma se relaja. Se le cierran los párpados. La cabeza se le inclina hacia un lado, vacilante, y su voz se vuelve pastosa y distante. Una sombra de sonrisa asoma en las comisuras de sus labios, una sonrisa enigmática, indolente, más displicente que satisfecha. Cuando Masuma está así, se dicen bien poco. Parwana escucha la brisa, el agua que burbujea en el narguile. Contempla las estrellas y el humo que se dispersa sobre ella. El silencio resulta agradable, y ninguna de las dos siente la necesidad acuciante de llenarlo con palabras innecesarias.
Hasta que Masuma dice:
—¿Harás una cosa por mí?
Parwana la mira.
—Quiero que me lleves a Kabul. —Masuma exhala despacio, y el humo se arremolina y describe formas amorfas con cada parpadeo.
—¿Hablas en serio?
—Quiero ver el palacio de Darulaman. La última vez no tuvimos ocasión de hacerlo. Y quizá volver a visitar la tumba de Babur.
Parwana se inclina con la intención de descifrar la expresión de Masuma. Busca algún indicio de picardía, pero a la luz de la luna sólo capta el brillo tranquilo de sus ojos, que no parpadean.
—Son dos días de camino. Probablemente tres.
—Imagínate la cara de sorpresa de Nabi cuando aparezcamos ante su puerta.
—Ni siquiera sabemos dónde vive.
Masuma hace un ademán desganado.
—Nos ha dicho en qué barrio está. Llamamos a unas cuantas puertas y preguntamos. No es tan complicado.
—¿Cómo vamos a llegar hasta allí en tu estado, Masuma?
Masuma se quita de los labios la boquilla del narguile.
—Hoy ha venido el ulema Shekib, cuando estabas trabajando, y hemos hablado. Le he contado que nos íbamos unos días a Kabul. Tú y yo solas. Y al final me ha dado su bendición. Y su mula, de paso. Así que ya ves, está todo organizado.
—Estás loca —dice Parwana.
—Bueno, es lo que quiero. Es mi deseo.
Parwana vuelve a apoyarse contra la pared, negando con la cabeza. Su mirada se eleva hacia la oscuridad jaspeada de nubes.
—Me estoy muriendo de aburrimiento, Parwana.
Parwana suelta un profundo suspiro y mira a su hermana, que se lleva la boquilla a los labios.
—Por favor. No me digas que no.
Cuando las hermanas tenían diecisiete años, una mañana estaban sentadas en una rama en lo alto del roble, con los pies colgando.
—¡Sabur va a pedírmelo! —dijo Masuma de pronto con excitados susurros.
—¿A pedirte qué? —quiso saber Parwana sin comprenderla, al menos no de inmediato.
—Bueno, no va a hacerlo él, por supuesto. —Masuma rió tapándose la boca—. Claro que no. Será su padre quien lo haga.
Parwana lo entendió. Se le cayó el alma a los pies.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con los labios entumecidos.
Masuma empezó a parlotear, con las palabras manando de ella a un ritmo frenético, pero ella apenas la oía. Estaba imaginando la boda de su hermana con Sabur. Niños con ropa nueva, seguidos por músicos con flautas shanai y tambores dohol, cargados con cestos de alheña rebosantes de flores. Sabur abriendo el puño de Masuma, dejando la alheña en su palma y atándole la mano con cinta blanca. Imaginó las oraciones, la bendición de la unión. Las ofrendas y regalos. Los imaginó mirándose bajo un velo bordado con hilo de oro, dándose mutuamente una cucharada de sorbete dulce y malida.
Y ella, Parwana, estaría allí, entre los invitados, viendo todo aquello. Se esperaría que sonriera, que aplaudiera, que fuera feliz, aunque su corazón estuviese deshecho.
Una ráfaga de viento atravesó el árbol e hizo que las ramas se agitaran y las hojas susurraran. Parwana tuvo que afianzarse.
Masuma se había callado. Sonreía y se mordía el labio.
—Has preguntado que cómo sé que va a pedir mi mano. Te lo contaré. No, mejor te lo enseñaré.
Se dio la vuelta y hurgó en su bolsillo.
Y entonces vino la parte de la que Masuma nada sabía. Mientras su hermana miraba hacia otro lado y rebuscaba en su bolsillo, Parwana se aferró a la rama, levantó el trasero y se dejó caer. La rama se estremeció. Masuma soltó un gritito y perdió el equilibrio. Hizo aspavientos con los brazos y se inclinó hacia delante. Parwana observó cómo se movían sus propias manos. Lo que hicieron no fue exactamente empujarla, pero sí hubo contacto entre la espalda de Masuma y sus dedos y una brevísima y sutil intención de empujar. Pero al cabo de apenas un instante, Parwana estaba tratando de sujetar a su hermana del dobladillo de la blusa y Masuma gritaba su nombre, presa del pánico, y Parwana el de ella. Parwana aferró la blusa, y durante un segundo pareció que lograría salvarla. Pero entonces la tela se rasgó y se le escurrió de la mano.
Masuma se precipitó al vacío. La caída pareció eterna. Su torso chocó contra las ramas en el descenso, asustando a los pájaros y arrancando hojas, y su cuerpo giró y rebotó, partiendo ramas pequeñas, hasta que, con un crujido audible y espantoso, la parte baja de su espalda dio contra una rama baja y gruesa, la misma de la que pendía el columpio. Masuma se dobló hacia atrás, prácticamente en dos.
Unos minutos después, se había formado un círculo en torno a ella. Nabi y el padre de las niñas gritaban su nombre, tratando de despertarla. Los rostros la contemplaban desde arriba. Alguien le cogió la mano. Todavía apretaba con fuerza el puño. Cuando le abrieron los dedos, encontraron exactamente diez hojitas arrugadas en la palma.
Masuma dice con voz levemente temblorosa:
—Tienes que hacerlo ahora. Si esperas a la mañana, no tendrás valor.
En torno a ellas, más allá del tenue resplandor del fuego que Parwana ha encendido con arbustos y matojos de aspecto quebradizo, se extiende el desolado e interminable paraje de arena y montañas envuelto en la oscuridad. Durante casi dos días han viajado a través de matorrales en dirección a Kabul, Parwana caminando junto a la mula, Masuma sujeta a la silla, cogidas de la mano. Han recorrido con dificultad escarpados senderos que trazaban tortuosas curvas y desniveles a través de las rocosas montañas, con el terreno a sus pies salpicado de matojos ocre y marrón rojizo, y hendido por largas y estrechas grietas en todas direcciones.
Parwana se halla ahora en pie junto al fuego, mirando a Masuma, un montículo horizontal al otro lado de las llamas, bajo la manta.
—¿Y qué pasa con Kabul? —pregunta Parwana, aunque ahora sabe que eso no era más que una artimaña.
—Vamos, se supone que la lista eres tú.
—No puedes pedirme que haga esto.
—Estoy cansada, Parwana. Esto que llevo no es vida. Mi existencia es un castigo para las dos.
—Volvamos y ya está —dice su hermana, que empieza a sentir un nudo en la garganta—. No puedo hacerlo. No puedo dejarte marchar.
—No lo estás haciendo. —Masuma se ha echado a llorar—. Soy yo quien te deja marchar. Te estoy liberando.
Parwana piensa en una noche de mucho tiempo atrás, su hermana en el columpio y ella empujándola. Cuando Masuma estiraba las piernas e inclinaba la cabeza hacia atrás cada vez que el columpio alcanzaba lo más alto, ella observaba los largos mechones de su cabello, que ondeaban como sábanas en la cuerda de tender. Se acuerda de todas las muñequitas que habían hecho juntas con farfollas de maíz y a las que confeccionaban trajes de novia con trapos viejos.
—Dime una cosa, hermana.
Parwana parpadea para contener las lágrimas que le nublan la visión y se limpia la nariz con el dorso de la mano.
—Ese chico suyo, Abdulá. Y la pequeñita, Pari. ¿Crees que podrías quererlos como si fuesen tuyos?
—Masuma.
—¿Podrías?
—Podría intentarlo —responde Parwana.
—Bien. Entonces cásate con Sabur. Cuida de sus hijos. Ten hijos propios.
—Él te amaba a ti. A mí no me ama.
—Lo hará, con el tiempo.
—Todo esto es obra mía —dice Parwana—. Yo tengo la culpa de todo.
—No sé qué quieres decir, y no quiero saberlo. Ahora mismo, esto es lo único que quiero. La gente lo comprenderá, Parwana. El ulema Shekib se lo habrá contado. Les dirá que me dio su bendición para hacer lo que voy a hacer.
Parwana levanta la cara hacia el oscuro cielo.
—Sé feliz, Parwana; por favor, sé feliz. Hazlo por mí.
Su hermana se siente a punto de contarlo todo, de decirle a Masuma cuán equivocada está, qué poco conoce a la hermana con quien compartió el vientre materno; de contarle que, desde hace años, su vida no ha sido más que una larga disculpa que no ha pronunciado. Pero ¿con qué fin? ¿Su propio alivio, una vez más a expensas de Masuma? Se muerde la lengua. Ya le ha causado suficiente dolor a su hermana.
—Ahora quiero fumar —dice Masuma.
Parwana empieza a protestar, pero la otra la interrumpe.
—Ha llegado el momento —insiste, más tajante ahora.
De la bolsa colgada del extremo de la silla, Parwana saca el narguile. Con manos temblorosas, empieza a preparar la mezcla habitual en la cazuela de la pipa.
—Más —dice Masuma—. Pon mucho más.
Sorbiendo por la nariz, con las mejillas húmedas, Parwana añade otro pellizco, y otro, y otro más. Enciende el carbón y coloca el narguile cerca de su hermana.
—Y ahora —dice Masuma con el resplandor naranja de las llamas derramándose en sus mejillas y ojos—, si de verdad me quieres, Parwana, si de verdad has sido mi fiel hermana, márchate. Nada de besos, nada de despedidas. No me obligues a suplicártelo.
Parwana empieza a decir algo, pero Masuma emite una especie de gemido ahogado y vuelve la cabeza.
Parwana se pone lentamente en pie. Se acerca a la mula y ciñe la silla de montar. Coge las riendas del animal. De pronto se da cuenta de que quizá no sabrá vivir sin Masuma. No está segura de poder hacerlo. ¿Cómo va a soportar los días, cuando la ausencia de su hermana parece una carga mucho más pesada de lo que lo ha sido nunca su presencia? ¿Cómo aprenderá a caminar por los bordes del enorme agujero que va a dejar Masuma?
«Ten valor», casi la oye decir.
Tira de las riendas, hace dar la vuelta a la mula y empieza a andar.
Camina hendiendo la oscuridad, con un fresco viento nocturno azotándole la cara. Sólo mira atrás una vez, más tarde. A través de la humedad de sus ojos, la hoguera es una minúscula manchita amarilla, distante y tenue. Imagina a su hermana melliza allí tendida junto al fuego, sola en la oscuridad. El fuego no tardará en apagarse, y Masuma tendrá frío. Su reacción instintiva es volver para taparla con una manta y tenderse a su lado.
Se obliga a contenerse y echa a andar una vez más.
Y es entonces cuando oye algo. Un sonido distante, amortiguado, como un gemido. Parwana se detiene en seco. Ladea la cabeza y vuelve a oírlo. El corazón se le dispara en el pecho. Temerosa, se pregunta si será Masuma llamándola porque ha cambiado de opinión. Quizá no es más que un chacal o un zorro del desierto, que aúlla en algún lugar en la oscuridad. No está segura. Piensa que puede tratarse del viento.
«No me dejes, hermana. Vuelve.»
La única manera de saberlo con seguridad es volver por donde ha venido, y Parwana empieza a hacer precisamente eso: se da la vuelta y camina unos pasos en dirección a Masuma. Entonces se detiene. Masuma tiene razón. Si vuelve ahora, cuando salga el sol no será capaz de hacerlo. Se echará atrás y acabará por quedarse. Se quedará para siempre. Ésta es su única oportunidad.
Cierra los ojos. El viento le bate el pañuelo contra la cara.
Nadie debe saberlo. Nadie lo sabrá. Será su secreto, un secreto que sólo compartirá con las montañas. La cuestión es si será capaz de vivir con ese secreto, y Parwana cree saber la respuesta. Ha vivido con secretos toda su vida.
Vuelve a oír el gemido en la distancia.
«Todo el mundo te quería, Masuma.»
«Y a mí nadie.»
«¿Y por qué, hermana? ¿Qué había hecho yo?»
Parwana permanece inmóvil largo rato en la oscuridad.
Por fin toma una decisión. Se da la vuelta, agacha la cabeza y camina hacia un horizonte que no ve. Después, ya no vuelve a mirar atrás. Sabe que si lo hace se ablandará. Perderá la determinación que le quede, porque verá una vieja bicicleta descendiendo a toda velocidad por una ladera, dando brincos en las piedras y la gravilla, con el metal sacudiéndoles el trasero a las dos, levantando nubes de polvo con cada súbito derrape. Ella va sentada en la barra y Masuma en el sillín; es Masuma quien traza las cerradas curvas a toda velocidad, inclinando vertiginosamente la bicicleta. Pero Parwana no tiene miedo. Sabe que su hermana no va a hacerla salir despedida sobre el manillar, sabe que no le hará daño. El mundo se funde en un borroso remolino de emoción y el viento les silba en los oídos, y Parwana mira a su hermana por encima del hombro, y su hermana la mira a ella y las dos ríen mientras los perros vagabundos corren tras ellas.
Parwana continúa hacia su nueva vida. Camina y camina, con la oscuridad envolviéndola igual que el vientre de una madre, y cuando se disipa, cuando alza la mirada en la bruma del alba y hacia el este ve una franja de luz pálida que incide en un peñasco, tiene la sensación de que vuelve a nacer.