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En el nombre de Alá el Más Benévolo, el Más Misericordioso, sé que ya no estaré cuando lea esta carta, señor Markos, pues se la entregué con la exigencia de que no la abriera hasta después de mi muerte. Permítame que haga constar ahora el gran placer que ha supuesto conocerlo durante los últimos siete años, señor Markos. Mientras escribo estas palabras, pienso con afecto en nuestro ritual anual de plantar tomates en el jardín, en sus visitas matutinas a mi pequeña vivienda para tomar té y charlar, en nuestro improvisado intercambio de clases de farsi e inglés. Le agradezco su amistad y su consideración, así como el trabajo que ha asumido en este país, y confío en que extenderá mi agradecimiento a sus amables colegas, en especial a mi amiga la señora Amra Ademovic, quien tanta capacidad de compasión tiene, y a su encantadora hija Roshi.

Debería decir que no es usted el único destinatario de esta carta, señor Markos, sino que hay otra persona a quien espero que se la haga llegar, como le explicaré más adelante. Perdóneme entonces si repito una serie de cosas que probablemente ya sabrá. Las incluyo por necesidad, por el bien de esa persona. Como verá, esta carta contiene ciertas confesiones, señor Markos, pero hay asimismo cuestiones prácticas que me han llevado a escribirla. Me temo que para ellas voy a necesitar su ayuda, amigo mío.

He pensado largo y tendido dónde empezar esta historia. No es tarea fácil para un hombre que debe de rondar los ochenta y cinco. Mi edad exacta es un misterio para mí, como les sucede a tantos afganos de mi generación, pero tengo bastante fe en mis cálculos porque recuerdo claramente una pelea a puñetazos con mi amigo Sabur, quien más tarde sería mi cuñado, el día que nos enteramos de que habían matado a tiros al sha Nadir, y de que su hijo, el joven Zahir, había ascendido al trono. Eso fue en 1933. Supongo que podría empezar ahí. O en cualquier otro punto. Una historia es como un tren en movimiento: no importa dónde lo abordes, tarde o temprano llegarás a tu destino. Pero supongo que debo empezarla con lo mismo que le pone fin. Sí, me parece razonable que el marco de esta historia sea Nila Wahdati.


La conocí en 1949, el año en que se casó con el señor Wahdati. En aquel momento yo llevaba ya dos años trabajando para Suleimán Wahdati. Me había mudado de Shadbagh, mi aldea natal, a Kabul en 1946; había pasado primero un año trabajando en otra casa del mismo vecindario. Las circunstancias de mi partida de Shadbagh no son motivo de orgullo para mí, señor Markos. Considérelo mi primera confesión, pues, si le digo que me agobiaba la vida que llevaba en la aldea con mis hermanas, una de ellas inválida. Lo que voy a decir no me absuelve, señor Markos, pero era joven, ansiaba conocer mundo, estaba lleno de sueños, por modestos e imprecisos que fueran, y veía cómo se consumía poco a poco mi juventud, cómo se truncaban más y más mis posibilidades. De modo que me fui, en principio para contribuir a la manutención de mis hermanas, es verdad, pero también con la intención de escapar.

Puesto que trabajaba las veinticuatro horas para el señor Wahdati, vivía en su residencia. En aquellos tiempos, la casa no estaba ni mucho menos en el lamentable estado en que usted la encontró a su llegada a Kabul en 2002, señor Markos. Era un sitio precioso, magnífico. En aquellos tiempos la casa era de un blanco reluciente, parecía cubierta de diamantes. Desde la verja se accedía a un amplio sendero asfaltado. Las puertas de entrada daban a un vestíbulo de altos techos y decorado con grandes jarrones de cerámica y un espejo circular enmarcado en nogal tallado, precisamente el sitio donde colgó usted un tiempo aquella vieja fotografía de su amiga de la infancia en una playa. El suelo de mármol del salón despedía un brillo intenso y estaba cubierto por una alfombra de Turkmenistán rojo oscuro. La alfombra ya no está, como también han desaparecido los sofás de cuero, la mesita de café artesanal, el ajedrez de lapislázuli, la alta vitrina de caoba. Han sobrevivido muy pocos de aquellos magníficos muebles, y me temo que no están en tan buenas condiciones como antaño.

La primera vez que entré en la cocina embaldosada en piedra me quedé boquiabierto. Me pareció suficientemente grande para alimentar a toda mi aldea de Shadbagh. Tenía a mi disposición un horno con seis fogones, una nevera, una tostadora y montones de cacerolas, sartenes, cuchillos y toda clase de artilugios domésticos. Los cuartos de baño, los cuatro que había, eran de baldosas de mármol de intrincada talla y tenían lavabos de porcelana. ¿Y sabe esos agujeros cuadrados en la encimera de su lavabo del piso de arriba, señor Markos? Pues hubo un tiempo en que estaban cubiertos de lapislázuli.

Y luego estaba el jardín de atrás. Tiene que sentarse un día en su despacho del piso de arriba, señor Markos, y tratar de imaginar cómo era antes ese jardín. Se accedía a él a través de una galería con forma de media luna, bordeada por una barandilla cubierta de parras. La hierba, verde y exuberante, estaba salpicada de arriates de flores con jazmines, rosas mosqueta, geranios, tulipanes, y rodeada por dos hileras de árboles frutales. Uno podía tenderse bajo un cerezo, señor Markos, cerrar los ojos y escuchar los silbidos de la brisa entre las hojas, y pensar que en toda la tierra no había un lugar mejor donde vivir.

Mis propias dependencias consistían en una casucha al fondo del jardín. Tenía una ventana, paredes blancas y espacio suficiente para satisfacer las escasas necesidades de un joven soltero. Había una cama, un escritorio y una silla, y sitio para extender mi estera de rezar cinco veces al día. Era muy conveniente para mí, y lo sigue siendo. Cocinaba para el señor Wahdati; había aprendido a hacerlo observando a mi difunta madre, y después a un anciano cocinero uzbeko que trabajaba en una casa en Kabul y a quien le había hecho de pinche durante un año. Yo era además el chófer del señor Wahdati, y estaba encantado de serlo. Mi patrón era propietario de un Chevrolet de mediados de los cuarenta, azul con techo de color canela, asientos de vinilo azul claro y llantas cromadas, un coche precioso que atraía miradas por doquier. Me permitía llevarlo porque yo había demostrado ser un conductor prudente y diestro; además, él era de esa extraña clase de hombres que no disfrutan al volante de un coche.

Por favor, no piense que alardeo, señor Markos, cuando digo que era un buen criado. Mediante una observación cuidadosa, me había familiarizado con los gustos y manías del señor Wahdati, con sus rarezas y antojos. Había llegado a conocer muy bien sus hábitos y rituales. Por ejemplo, todas las mañanas después del desayuno le gustaba salir a dar un paseo. Sin embargo, no le gustaba pasear solo, y esperaba por tanto que yo lo acompañara. Acataba ese deseo suyo, por supuesto, pero no le veía mucho sentido a mi presencia. Apenas me dirigía la palabra en el transcurso de esos paseos, y parecía siempre sumido en sus pensamientos. Caminaba con paso enérgico, con las manos unidas a la espalda, y saludaba con la cabeza a los transeúntes, y los tacones de sus bien lustrados mocasines de piel repiqueteaban contra la acera. Y como daba grandes zancadas con sus largas piernas, yo siempre me rezagaba y me veía obligado a apretar el paso para alcanzarlo. La mayor parte del resto del día se recluía en su estudio del piso de arriba, donde leía o jugaba al ajedrez contra sí mismo. Le encantaba dibujar, y aunque no puedo dar fe de su talento porque nunca me enseñó sus obras, lo encontraba con frecuencia en el estudio, junto a la ventana, o en la galería, haciendo esbozos con el carboncillo en el cuaderno, con el cejo fruncido por la concentración.

Cada pocos días lo llevaba con el coche a puntos diversos de la ciudad. Una vez a la semana iba a ver a su madre. También había reuniones familiares, y aunque el señor Wahdati evitaba muchas de ellas, sí asistía en ocasiones como funerales, cumpleaños y bodas, y entonces yo lo llevaba. También lo llevaba una vez al mes a una tienda de material de dibujo, donde se reaprovisionaba de pasteles, carboncillos, gomas, sacapuntas y cuadernos de bocetos. En ocasiones le gustaba instalarse simplemente en el asiento de atrás y dar paseos en coche. «¿Adónde vamos, sahib?», preguntaba yo, él se encogía de hombros y yo añadía: «Muy bien, sahib», arrancaba y allá íbamos. Me dedicaba entonces a recorrer la ciudad durante horas, sin destino u objetivo concretos, de un barrio al siguiente, por la ribera del río Kabul hasta Bala Hissar, y a veces hasta el palacio de Darulaman. Algunos días dejábamos atrás Kabul para dirigirnos al lago Ghargha, donde aparcaba cerca de la orilla. Apagaba el motor, y el señor Wahdati permanecía completamente inmóvil en el asiento de atrás, sin dirigirme la palabra, contento al parecer con bajar la ventanilla y observar los pájaros que volaban de árbol en árbol y el sol que incidía en el lago y se convertía en una miríada de motitas brillantes meciéndose en el agua. Yo lo miraba por el espejo retrovisor, y me parecía la persona más sola sobre la faz de la tierra.

Una vez al mes, en un gesto muy generoso, el señor Wahdati me dejaba el coche para ir a Shadbagh, mi aldea natal, a visitar a mi hermana Parwana y su marido, Sabur. Siempre que entraba en la aldea al volante, me recibían hordas de críos que chillaban y correteaban alrededor dando palmadas en el guardabarros y golpecitos en las ventanillas. Algunos granujillas hasta intentaban encaramarse al techo, así que tenía que espantarlos, no fueran a rayar la pintura o abollar el parachoques.

«Mírate, Nabi —me decía Sabur—. Eres una celebridad.»

Como sus hijos, Abdulá y Pari, habían perdido a su madre natural (Parwana era su madrastra), yo siempre trataba de mostrarme atento con ellos, en especial con el chico, que parecía necesitarlo más. Le ofrecía llevarlo de paseo en el coche, aunque siempre insistía en traer consigo a su hermanita, a quien sujetaba con fuerza en el regazo mientras dábamos vueltas alrededor de Shadbagh. Lo dejaba encender los limpiaparabrisas y tocar la bocina, y le enseñé cómo cambiar las luces de cortas a largas.

Cuando pasaba todo el alboroto por el coche, tomaba el té con mi hermana y Sabur, y les hablaba de mi vida en Kabul. Tenía buen cuidado de no decir demasiado sobre el señor Wahdati. La verdad es que le tenía afecto, porque me trataba bien, y hablar de él a sus espaldas me parecía una traición. De haber sido un empleado menos discreto, les habría contado que Suleimán Wahdati era una criatura desconcertante, un hombre aparentemente satisfecho con vivir el resto de sus días de la fortuna que había heredado, un hombre sin profesión, sin pasiones evidentes, y que por lo visto no tenía el deseo de dejar huella alguna en este mundo. Les habría dicho que llevaba una vida que carecía de objetivo o dirección, igual que los trayectos sin destino que hacíamos en el coche. La suya era una vida vivida desde el asiento de atrás, una vida borrosa que pasaba ante la ventanilla. Una vida indiferente.

Eso les habría dicho, pero no lo hice. Y menos mal que no lo hice, porque me habría equivocado de medio a medio.


Un día, el señor Wahdati salió al jardín vestido con un bonito traje de raya diplomática que no le había visto antes, y me pidió que lo llevara a un barrio acomodado de la ciudad. Cuando llegamos, me indicó que aparcara en la calle ante una preciosa mansión de altos muros. Lo observé llamar al timbre y entrar cuando un criado le abrió. La casa era enorme, mayor que la del señor Wahdati, más bonita incluso. Altos y esbeltos cipreses adornaban el sendero, así como un abigarrado despliegue de arbustos con flores que no reconocí. El jardín de atrás era al menos dos veces más grande que el del señor Wahdati, y los muros eran suficientemente altos para que un hombre de pie en los hombros de otro siguiera sin ver apenas nada. Advertí que me hallaba ante una riqueza de otra magnitud.

Hacía un día precioso de principios de verano y el cielo estaba radiante de sol. Había bajado las ventanillas y corría un aire cálido. Aunque el trabajo de un chófer consiste en conducir, en realidad se pasa la mayor parte del tiempo esperando. Esperando ante las tiendas, con el motor en marcha; esperando ante una sala de fiestas, escuchando el sonido amortiguado de la música. Aquel día, para pasar el tiempo, hice unos cuantos solitarios. Cuando me cansé de las cartas, bajé y anduve un poco de aquí para allá. Volví a sentarme al volante, pensando en echar una siestecita antes de que volviera el señor Wahdati.

Entonces se abrió la puerta de la verja y salió una joven de cabello negro. Llevaba gafas de sol y un vestido de manga corta de color mandarina por encima de las rodillas. Iba con las piernas desnudas y los pies descalzos. No supe si había advertido mi presencia, allí sentado en el coche; si lo había hecho, no dio muestras de ello. Apoyó un talón contra el muro que tenía detrás, y, al hacerlo, se le subió un poco el dobladillo del vestido, revelando parte del muslo. Sentí un ardor en las mejillas que se me extendió hasta la nuca.

Permítame hacer otra confesión en este punto, señor Markos, una de naturaleza en cierto modo desagradable y que deja poco espacio para la elegancia. En aquellos tiempos yo rondaba los treinta; era un hombre joven en el punto álgido del deseo de compañía femenina. A diferencia de muchos de los hombres con los que crecí en mi aldea —jóvenes que nunca habían visto el muslo desnudo de una mujer adulta y que se casaban en parte por la licencia para disfrutar al fin de semejante visión—, yo tenía cierta experiencia. En Kabul había encontrado, y en ocasiones visitado, establecimientos donde las necesidades de un hombre joven podían satisfacerse con discreción y comodidad. Menciono esto sólo para señalar que ninguna fulana con la que tuve trato podría compararse jamás con la hermosa y elegante criatura que acababa de salir de aquella mansión.

Apoyada contra el muro, encendió un cigarrillo y fumó sin prisa y con cautivadora elegancia, sosteniéndolo entre dos dedos y ahuecando la mano cada vez que se lo llevaba a los labios. La observé con absoluta fascinación. La forma en que la mano se doblaba por la fina muñeca me recordó una ilustración que había visto en cierta ocasión en un reluciente libro de poemas: una mujer de largas pestañas y ondulante cabello oscuro yacía con su amante en un jardín y le ofrecía una copa de vino con sus pálidos y delicados dedos. En cierto momento, algo calle arriba atrajo la atención de la mujer en la dirección opuesta, y aproveché la breve oportunidad para peinarme con los dedos el cabello, que empezaba a apelmazarse por el calor. Cuando se volvió de nuevo, me quedé inmóvil otra vez. Ella dio unas caladas más, apagó el pitillo contra el muro y volvió a entrar con paso tranquilo.

Por fin pude respirar.

Aquella noche, el señor Wahdati me llamó al salón y me dijo: «Tengo una noticia que darte, Nabi. Voy a casarme.»

Por lo visto, yo había sobrestimado su afición a la soledad.

La noticia del compromiso se difundió con rapidez. Y los rumores también. Me enteré de ellos a través de otros empleados que entraban y salían de la casa del señor Wahdati. De ellos, el que tenía menos pelos en la lengua era Zahid, un jardinero que acudía tres veces a la semana para el mantenimiento del césped y para podar árboles y arbustos, un tipo desagradable con la repulsiva costumbre de chasquear la lengua después de cada frase, una lengua con la que difundía rumores con la misma ligereza con la que arrojaba puñados de fertilizante. Formaba parte de un grupo de trabajadores de toda la vida que, como yo, prestaban sus servicios en el barrio como cocineros, jardineros y recaderos. Un par de noches por semana, al acabar la jornada, venían a mi cobertizo a tomar un té después de la cena. No recuerdo cómo dio comienzo ese ritual, pero una vez iniciado no pude impedirlo, pues no quería parecer grosero y poco hospitalario o, peor incluso, dar la impresión de que me creía superior a los de mi propia clase.

Una noche, mientras tomábamos el té, Zahid nos contó a los demás que la familia del señor Wahdati no veía con buenos ojos el matrimonio, a causa del mal carácter de la futura esposa. Dijo que todo Kabul sabía que carecía de nang y namus, de honor, y que pese a tener sólo veinte años ya había «rodado por toda la ciudad», como el coche del señor Wahdati. Y lo peor, según dijo, era que no sólo no intentaba negar esas acusaciones, sino que escribía poemas sobre ellas. Un murmullo de desaprobación recorrió la habitación. Uno de los hombres comentó que, en su aldea, le habrían cortado el cuello.

En ese momento me levanté y les dije que ya había oído suficiente. Les reproché que cotillearan como un hatajo de viejas costureras, y les recordé que sin personas como el señor Wahdati la gente como nosotros estaría de vuelta en sus aldeas recogiendo estiércol. «¿Dónde está vuestra lealtad, vuestro respeto?», los increpé.

Hubo un breve silencio durante el cual me pareció que había causado cierta impresión en los muy zopencos, pero entonces prorrumpieron en carcajadas. Zahid me dijo que era un lameculos, y que quizá la futura señora de la casa escribiría un poema y lo llamaría «Oda a Nabi, el lamedor de muchos culos». Salí furibundo del cobertizo seguido por un coro de risas.

Pero no llegué muy lejos. Sus cotilleos me repugnaban y fascinaban a un tiempo. Y pese a mi demostración de rectitud, pese a mi defensa del decoro y la discreción, me quedé donde pudiera oírlos. No quería perderme un solo detalle escabroso.

El compromiso duró sólo unos días y culminó, no en una fastuosa ceremonia con cantantes y bailarines y júbilo general, sino en la breve visita de un ulema y un testigo y en dos firmas garabateadas en un papel. Hecho lo cual, menos de dos semanas después de que yo la hubiese visto por primera vez, la señora Wahdati se instaló en la casa.


Permítame una breve pausa en este punto, señor Markos, para señalar que a partir de ahora me referiré a la esposa del señor Wahdati por su nombre, Nila. No hace falta decir que es una libertad que no se me permitía entonces, y que no me habría tomado ni aunque me la hubiesen ofrecido. Yo la llamaba bibi sahib, con la deferencia que se esperaba de mí. Pero en esta carta prescindiré de la etiqueta y me referiré a ella del modo en que siempre pensaba en ella.

Veamos. Desde el principio supe que aquél no era un matrimonio feliz. Muy rara vez era testigo del intercambio de miradas tiernas o palabras de afecto en la pareja. Aunque vivían en la misma casa, eran dos personas cuyos caminos parecían cruzarse sólo muy de vez en cuando.

Por las mañanas, le servía al señor Wahdati su desayuno habitual: pan tostado, media taza de nueces, té verde con un poco de cardamomo y sin azúcar, y un huevo pasado por agua; le gustaba con la clara cuajada y la yema líquida, y mis fracasos iniciales en el dominio de esa particular consistencia me habían supuesto una fuente de considerable ansiedad. Mientras yo acompañaba al señor Wahdati en su habitual paseo matutino, Nila se quedaba durmiendo, con frecuencia hasta mediodía o incluso más tarde. Cuando por fin se levantaba, yo estaba casi a punto de servirle el almuerzo al señor Wahdati.

Me pasaba la mañana, mientras me ocupaba de mis quehaceres, ansiando que llegara el momento en que Nila abriera la puerta mosquitera que comunicaba el salón con la galería. Me distraía imaginando qué aspecto tendría ese día en particular. ¿Llevaría el pelo recogido en un moño en la nuca, me preguntaba, o suelto y cayéndole en cascada sobre los hombros? ¿Se habría puesto las gafas de sol? ¿Se habría calzado unas sandalias? ¿Se habría decidido por la bata de seda azul con cinturón o por la magenta con grandes botones?

Cuando por fin hacía su aparición, me buscaba una ocupación en el jardín —fingía que hacía falta sacarle brillo al capó del coche o regar una mata de rosa mosqueta— y me dedicaba a observarla ininterrumpidamente. La observaba cuando se subía las gafas para frotarse los ojos, o cuando se quitaba la goma de pelo y echaba la cabeza atrás para dejar sueltos los rizos oscuros y brillantes, y la observaba cuando se sentaba con la barbilla apoyada en las rodillas y contemplaba el jardín dando lánguidas caladas a un cigarrillo, o cuando cruzaba las piernas y mecía un pie, un gesto que me sugería aburrimiento o inquietud o quizá travesuras irresponsables y a duras penas contenidas.

En ocasiones, el señor Wahdati estaba a su lado, pero no sucedía muy a menudo. Él pasaba casi todos los días como había hecho antes, leyendo en el estudio del piso de arriba, haciendo sus bocetos, sin que su rutina cotidiana se hubiese alterado gran cosa por el hecho de haberse casado. Nila escribía casi todos los días, ya fuera en el salón o en el soportal; tenía un lápiz, hojas de papel cayéndole del regazo, y siempre los pitillos. Por las noches, cuando les servía la cena, ambos miraban su plato de arroz en obstinado silencio, un silencio que sólo quebraban los murmullos de agradecimiento y el tintineo de los cubiertos en la porcelana.

Un par de veces por semana tenía que llevar en el coche a Nila, cuando le hacía falta tabaco, una caja nueva de lápices, otro cuaderno o maquillaje. Si yo sabía de antemano que iba a llevarla, ponía buen cuidado en peinarme y cepillarme los dientes. Me lavaba la cara, me frotaba los dedos con limón para quitarles el olor a cebolla, me sacudía el polvo del traje y sacaba brillo a los zapatos. El traje, de color aceituna, era en realidad heredado del señor Wahdati, y yo rogaba que no se lo hubiera contado a Nila; aunque sospechaba que sí lo habría hecho, no por malicia sino porque a menudo la gente de la posición del señor Wahdati no se da cuenta de que esas cosas triviales pueden provocar vergüenza en un hombre como yo. En ocasiones hasta me ponía la gorra de borreguillo que había pertenecido a mi difunto padre. Me plantaba ante el espejo, ladeándola así y asá sobre la cabeza, tan absorto en mi intención de aparecer presentable ante Nila que, si una avispa se me hubiese posado en la nariz, habría tenido que picarme para revelar su presencia.

Una vez en camino, si me era posible daba pequeños rodeos para llegar a nuestro destino, con la intención de prolongar el viaje un minuto —o quizá dos, pero no más, no fuera ella a abrigar sospechas— y pasar por tanto más tiempo con ella. Conducía con ambas manos sujetando el volante y los ojos fijos en la calzada. Ponía en práctica un rígido autocontrol y no la miraba por el retrovisor, a no ser que ella se dirigiera a mí. Me conformaba con su mera presencia en el asiento de atrás, con deleitarme en sus aromas, a jabón caro, crema, perfume, chicle y tabaco. La mayoría de días, bastaba con eso para ponerme el ánimo por las nubes.

Fue en el coche donde mantuvimos nuestra primera conversación. La primera conversación de verdad, quiero decir, sin contar los cientos de veces que me había pedido que le trajera esto o me llevara aquello. La llevaba a una farmacia en busca de unos medicamentos, y me preguntó:

—¿Cómo es tu aldea, Nabi? No recuerdo cómo se llamaba.

—Shadbagh, bibi sahib.

—Eso, Shadbagh. ¿Cómo es? Cuéntamelo.

—No hay mucho que contar, bibi sahib. Es una aldea como cualquier otra.

—Pero tiene que haber algo que la distinga, digo yo.

Permanecí aparentemente tranquilo, pero por dentro me sentía frenético, desesperado por dar con algo, con alguna rareza ingeniosa que pudiera resultarle interesante, que pudiera divertirla. ¿Qué podía decir alguien como yo, un aldeano, un hombre insignificante con una vida insignificante, que lograra fascinar a una mujer como ella?

—Las uvas son excelentes —solté, y al punto sentí ganas de abofetearme. ¿Cómo que las uvas?

—No me digas —repuso ella llanamente.

—Sí, son muy dulces.

—Ah.

Yo estaba experimentando una verdadera agonía. Empezaba a notar el sudor en las axilas.

—Hay una clase de uva en particular —expliqué, de pronto con la boca seca—. Dicen que crece sólo en Shadbagh. Es muy delicada, muy frágil. Si uno intenta cultivarla en otro sitio, aunque sea en la aldea de al lado, se marchita y muere. Se echa a perder. La gente de Shadbagh dice que muere de tristeza, pero no es verdad, por supuesto. Tiene que ver con la clase de terreno y agua. Pero eso dicen, bibi sahib, que es de tristeza.

—Eso que cuentas es precioso, Nabi.

Eché una rápida ojeada al retrovisor y comprobé que Nila miraba por la ventanilla del lado del pasajero, pero también advertí, para mi gran alivio, que las comisuras de sus labios esbozaban una leve sonrisa. Eso me alentó, y me oí decir:

—¿Puedo contarle otra historia, bibi sahib?

—Claro que sí. —Se oyó el chasquido del mechero y el humo flotó hacia mí desde atrás.

—Bueno, pues en Shadbagh tenemos un ulema. Todas las aldeas tienen uno, claro. El nuestro se llama Shekib y conoce montones de historias. No puedo decirle cuántas sabe. Pero siempre nos ha dicho una cosa: que si le miras las palmas a un musulmán, no importa en qué parte del mundo, verás algo asombroso. Todos tienen las mismas líneas. ¿Y qué significa eso? Pues significa que las líneas de la mano izquierda de un musulmán forman el número arábigo ochenta y uno, y las de la mano derecha el número dieciocho. Réstele dieciocho a ochenta y uno, y ¿cuánto da? Pues sesenta y tres. La edad del Profeta cuando murió, que la paz sea con Él.

Me llegó una risita.

—Pues resulta que, un día, un viajero que iba de paso se sentó a compartir una comida con el ulema Shekib, como dicta la costumbre. El viajero oyó esa historia, pensó un rato y luego dijo: «Pero ulema sahib, con el debido respeto, en cierta ocasión me encontré con un judío, y le juro que sus palmas tenían la mismas líneas. ¿Cómo explica eso?» Y el ulema contestó: «Entonces ese judío era en el fondo de su alma un musulmán.»

La súbita carcajada de Nila me dejó hechizado durante el resto de aquel día. Que Dios me perdone la blasfemia, pero fue como si hubiese descendido sobre mí del mismísimo Cielo, del jardín de los justos, como dice el libro, donde los ríos fluyen y los frutos y la sombra son perpetuos.

Comprenda, señor Markos, que no era sólo su belleza lo que me tenía embelesado, aunque podría haber bastado con ella. Jamás en mi vida había conocido a una joven como Nila. Todo lo que hacía —su forma de hablar, de caminar, de vestirse, de sonreír— era una novedad para mí. Nila desmentía cualquier concepto que hubiese tenido nunca sobre cómo debía comportarse una mujer, un rasgo que le acarrearía la tenaz desaprobación de la gente como Zahid —y sin duda la de Sabur también, y la de todos los hombres de mi aldea, y hasta de las mujeres—, pero que para mí no hacía sino contribuir a su atractivo y su misterio, ya tremendos.

Y así, su risa resonaba aún en mis oídos cuando me ocupé de mis tareas aquel día, y después, cuando los otros trabajadores acudieron a tomar el té, sonreí y ahogué sus risitas con el dulce tintineo de la risa de Nila, y me produjo orgullo que mi ingeniosa historia le hubiese proporcionado un breve período de gracia en su matrimonio. Era una mujer extraordinaria, y aquella noche me fui a la cama con la sensación de que quizá yo también era más que ordinario. He ahí el efecto que ella ejercía en mí.


Al poco charlábamos a diario, Nila y yo, por lo general a media mañana, cuando ella se tomaba un café en la galería. Yo me dejaba caer por allí con la excusa de atender alguna que otra tarea, y al poco ya estaba hablando con ella, apoyado en una pala o preparándome una taza de té verde. Me sentía honrado por el hecho de que me hubiera elegido a mí. Al fin y al cabo, no era el único sirviente de la casa; ya he mencionado a Zahid, esa alimaña sin escrúpulos, y luego estaba una mujer hazara de quijada prominente que venía dos veces por semana a hacer la colada. Pero era a mí a quien Nila buscaba. Llegué a convencerme de que era el único ser en el mundo, incluido su marido, cuya compañía aliviaba su soledad. Por lo general era ella quien llevaba el peso de la conversación, algo que no me molestaba en absoluto. Me contentaba con ser la vasija en que ella vertía sus recuerdos. Me habló, por ejemplo, de una cacería en Jalalabad a la que había acompañado a su padre, y cómo durante semanas habían poblado sus pesadillas cadáveres de ciervos de mirada vidriosa. Me contó que de niña había viajado a Francia con su madre, antes de la Segunda Guerra Mundial. Para llegar hasta allí había tomado un tren y un barco. Me describió cómo había sentido el traqueteo de las ruedas del tren en las costillas, y recordaba perfectamente las cortinas colgadas de los ganchos y los compartimentos separados, así como la rítmica sucesión de resuellos y silbidos del motor a vapor. Me habló de las seis semanas que había pasado en la India el año anterior, con su padre, en las que había estado muy enferma.

A ratos, cuando se volvía para sacudir la ceniza del cigarrillo en un platito, yo aprovechaba para mirar de soslayo las uñas rojas de sus pies, el brillo dorado de las pantorrillas afeitadas, el pronunciado empeine y, siempre, los senos turgentes y perfectamente redondeados. Me maravillaba que en este mundo hubiese hombres que habían tocado y besado aquellos senos mientras le hacían el amor. ¿Qué más se le podía pedir a la vida después de algo así? ¿Adónde se iba un hombre después de haber alcanzado la cima del mundo? Sólo con gran esfuerzo lograba apartar los ojos y posarlos en algún lugar seguro cuando ella se volvía de nuevo hacia mí.

A medida que fui ganándome su confianza empezó a revelarme, durante esas charlas matutinas, algunos reproches dirigidos al señor Wahdati. Un día me dijo que su marido le parecía un hombre distante y a menudo altanero.

—Ha sido muy generoso conmigo —señalé.

Ella desechó mi comentario con un ademán.

—Por favor, Nabi, no es necesario.

Bajé los ojos con recato. Lo que ella había dicho no era del todo falso. El señor Wahdati tenía, por ejemplo, el hábito de corregir mi forma de hablar con un aire de superioridad que podía interpretarse, quizá acertadamente, como arrogancia. A veces yo entraba en la habitación, depositaba ante él una bandeja de dulces, rellenaba su taza de té, recogía las migas de la mesa, todo sin que me prestara más atención de la que hubiese dedicado a una mosca que se colara por la puerta mosquitera, reduciéndome a un ser insignificante sin alzar la vista siquiera. En conjunto, sin embargo, se trataba de una falta menor, pues sabía de ciertas personas —vecinos del barrio para los que había trabajado, incluso— que azotaban a sus sirvientes con varas y cinturones.

—No sabe divertirse, ni tiene espíritu aventurero —dijo, removiendo el café con desgana—. Suleimán es un viejo amargado atrapado en el cuerpo de un hombre joven.

Esa súbita franqueza me dejó un poco desconcertado.

—Es verdad que el señor Wahdati disfruta como nadie de la soledad —observé, decantándome por una diplomática prudencia.

—Tal vez debiera irse a vivir con su madre. ¿Tú qué opinas, Nabi? Harían buena pareja, te lo aseguro.

La madre del señor Wahdati era una mujer corpulenta y pretenciosa que vivía en otra parte de la ciudad con el consabido elenco de sirvientes y sus dos adorados perros, a los que prodigaba toda clase de atenciones y situaba no ya al mismo nivel que los sirvientes, sino muy por encima de éstos. Esas espantosas criaturillas pelonas se asustaban por todo, siempre al borde de la histeria y dispuestas a soltar sus agudos ladridos de lo más irritantes. Yo los detestaba, pues en cuanto entraba en la casa se empeñaban tontamente en trepar por mis piernas.

Me constaba que, cada vez que llevaba a Nila y al señor Wahdati a casa de la anciana, se generaba un ambiente tenso en el asiento trasero del coche, y por el gesto ceñudo y dolido de Nila deducía que habían discutido. Recuerdo que, cuando mis padres se enzarzaban en una pelea, no se detenían hasta que uno de los dos resultaba claramente victorioso. Era su modo de mantener a raya las palabras destempladas, de sellarlas con un veredicto, de impedir que se colaran en la cotidianidad del día siguiente. No era el caso de los Wahdati. Más que terminar, sus peleas se disolvían como lo haría una gota de tinta en un cuenco de agua, dejando tras de sí una mancha residual que se resistía a desaparecer.

No hacía falta poseer un intelecto privilegiado para comprender que la anciana no aprobaba aquella unión, y que Nila lo sabía.

Durante nuestras conversaciones, una pregunta surgía una y otra vez en mi mente: ¿por qué se había casado Nila con el señor Wahdati? Pero yo no tenía valor para preguntárselo. Semejante intromisión me resultaba impensable por naturaleza. Únicamente podía suponer que para algunas personas, sobre todo mujeres, el matrimonio —aun tratándose de un matrimonio infeliz como el suyo— suponía huir de una desdicha todavía más grande.

Un día, en el otoño de 1950, Nila me mandó llamar.

—Quiero que me lleves a Shadbagh —dijo.

Deseaba conocer a mi familia, mis raíces. Dijo que yo llevaba un año sirviéndole la comida y paseándola por Kabul, y sin embargo apenas sabía nada de mí. Su petición me produjo desconcierto, por no decir asombro, pues no era habitual que alguien de su posición solicitara viajar hasta un lugar apartado para conocer a la familia de un sirviente. Me sentí no menos halagado por el hecho de que se interesara a tal punto por mi persona, y también algo ansioso, pues intuía la incomodidad y —lo confieso— la vergüenza que sentiría cuando le enseñara la miseria en la que había crecido.

Nos pusimos en camino una mañana gris. Nila llevaba zapatos de tacón y un vestido de tirantes color melocotón, pero no me pareció adecuado recomendarle un cambio de indumentaria. Durante el viaje, me preguntó acerca de la aldea, mis conocidos, mi hermana y Sabur, los hijos de ambos.

—Dime cómo se llaman.

—Bueno —empecé—, está Abdulá, que tiene casi nueve años. Su madre murió el año pasado, así que es el hijastro de mi hermana Parwana. Y su hermanita, Pari, está a punto de cumplir dos años. Parwana dio a luz a un niño el invierno pasado, le pusieron Omar, pero murió con dos semanas de vida.

—¿Qué ocurrió?

—El invierno, bibi sahib. Baja a las aldeas una vez al año y se lleva a uno o dos niños. Lo único que puedes hacer es cruzar los dedos para que pase de largo por tu puerta.

—Dios mío... —musitó.

—La buena noticia —añadí— es que mi hermana vuelve a estar embarazada.

A nuestra llegada a la aldea nos recibió el habitual corro de chiquillos descalzos. Se agolparon en torno al coche hasta que Nila bajó por la puerta de atrás. Entonces los niños enmudecieron y se echaron atrás, temerosos quizá de que los regañara. Pero Nila hizo gala de una gran paciencia y amabilidad. Se agachó y les sonrió, habló con cada uno de ellos, les estrechó la mano, les acarició las mejillas sucias y les alborotó el pelo enmarañado. Para mi bochorno, los aldeanos se congregaron delante de sus casas para observarla. Allí estaba Baitulá, un amigo mío de la infancia, asomado al alero del tejado con sus hermanos, cual bandada de cuervos, todos mascando tabaco naswar. Y allí estaba su padre, el ulema Shekib en persona, a la sombra de un muro, en compañía de tres hombres de barba blanca, desgranando sus sartas de cuentas con aire impasible, al tiempo que clavaban su mirada atemporal en Nila y sus brazos desnudos con gesto contrariado.

Se la presenté a Sabur y nos abrimos paso hasta la casita de adobe en que éste vivía con Parwana, seguidos por un enjambre de curiosos. En la puerta, Nila insistió en descalzarse, por más que Sabur le dijera que no hacía falta. Cuando entramos en la estancia, vi a Parwana en un rincón, muda y tensa, hecha un ovillo. Saludó a Nila en un tono apenas más audible que un susurro.

Sabur se volvió hacia Abdulá arqueando las cejas.

—Trae un poco de té, hijo.

—Oh, no, por favor —objetó Nila, sentándose en el suelo, al lado de Parwana—. No hace falta.

Pero Abdulá ya se había escabullido a la estancia contigua, que hacía las veces de cocina y dormitorio de ambos hermanos. Clavado en el dintel de la puerta, un plástico empañado por la suciedad separaba la estancia de aquella en la que nos habíamos reunido. Yo jugueteaba con las llaves del coche, deseando haber podido avisar a mi hermana de la visita, darle la oportunidad de asearse un poco. Las paredes de adobe resquebrajado estaban negras de hollín, una capa de polvo cubría el colchón raído sobre el que se había sentado Nila, y la única ventana que había en la habitación estaba moteada de moscas muertas.

—Qué hermosa es esta alfombra —comentó Nila en tono alegre, acariciando el tapiz rojo intenso en que se repetía el motivo de una huella de elefante. Era el único objeto de algún valor que poseían Sabur y Parwana, y que se verían obligados a vender aquel mismo invierno.

—Pertenecía a mi padre —observó Sabur.

—¿Es una alfombra turcomana?

—Sí.

—Me encanta la lana de oveja que usan. Qué primor de artesanía.

Sabur asintió en silencio. No miró a Nila una sola vez, ni siquiera cuando se dirigió a ella.

La cortina de plástico se agitó y Abdulá regresó portando una bandeja con tazas de té que depositó en el suelo, delante de la invitada. Le sirvió una taza y se sentó frente a ella con las piernas cruzadas. Nila intentó mantener una conversación con el chico, formulándole preguntas sencillas a las que mi sobrino se limitó a contestar asintiendo con la cabeza rasurada, farfullando una o dos palabras, sosteniéndole la mirada con sus ojos color avellana, el gesto reservado. Yo me propuse hablar con el chico más tarde y llamarle la atención por sus modales. Lo haría de un modo amistoso, pues me caía bien, era serio y responsable por naturaleza.

—¿De cuánto tiempo estás? —le preguntó Nila a Parwana.

Sin levantar la cabeza, mi hermana contestó que su hijo nacería en invierno.

—Eres afortunada por estar esperando un bebé —dijo Nila—. Y por tener un hijastro tan educado. —Sonrió a Abdulá, que no se inmutó.

Parwana masculló algo que podría haber sido un «gracias».

—Y también tenéis una niña pequeña, si mal no recuerdo, ¿verdad? —añadió Nila—. ¿Pari, se llama?

—Está durmiendo —fue la lacónica respuesta de Abdulá.

—Ah. He oído decir que es encantadora.

—Ve a despertar a tu hermana —ordenó Sabur.

Abdulá vaciló, mirando a su padre primero, luego a Nila, hasta que finalmente se levantó a regañadientes para ir en busca de Pari.

Si tuviera el menor deseo, incluso en esta hora tardía, de buscar alguna clase de absolución, le diría que el vínculo que unía a Pari y Abdulá era el habitual entre hermanos. Pero no era así. Sabe Dios por qué se habían elegido el uno al otro. Era un misterio. Nunca en mi vida he visto semejante afinidad entre dos seres. A decir verdad, Abdulá era tan hermano de Pari como padre. Cuando ella era un bebé y se despertaba llorando por la noche, era él quien se levantaba de su jergón para pasearla. Fue él quien asumió la tarea de cambiarle la ropa sucia, acunarla hasta que volviera a dormirse, arroparla contra el frío. Tenía una paciencia infinita con ella. La llevaba consigo a todas partes, presumiendo de su hermana como si fuera el tesoro más codiciado sobre la faz de la tierra.

Cuando entró en la habitación con Pari, todavía amodorrada, Nila pidió cogerla en brazos. Abdulá se la entregó con una mirada de aguda desconfianza, como si alguna alarma instintiva se hubiese disparado en su interior.

—Oh, qué mona es... —se maravilló Nila, y su torpe balanceo delató la nula experiencia que tenía en el trato con niños.

Pari la miró con gesto confuso, se volvió hacia Abdulá y rompió a llorar. Éste se apresuró a cogerla de manos de Nila.

—¡Qué ojazos tiene! —exclamó ésta—. ¡Y esos mofletes! ¿A que es una monada, Nabi?

—Sí que lo es, bibi sahib —convine.

—Y además le han puesto un nombre perfecto: Pari. Es realmente hermosa como un hada.

En el camino de vuelta a Kabul, Nila se dejó caer en el asiento trasero con la cabeza apoyada en el cristal. Guardó un largo silencio, hasta que de pronto empezó a llorar.

Yo detuve el coche a un lado de la carretera.

No dijo nada durante un buen rato. Los hombros se le agitaban al sollozar con el rostro escondido entre las manos, hasta que finalmente se sonó con un pañuelo.

—Gracias, Nabi —dijo entonces.

—¿Por qué, bibi sahib?

—Por haberme traído hasta aquí. Ha sido un privilegio conocer a tu familia.

—El privilegio es de ellos. Y mío. Es un honor para todos nosotros.

—Los hijos de tu hermana son preciosos.

Se quitó las gafas de sol y se enjugó los ojos con el pañuelo.

Dudé unos instantes. Había decidido guardar silencio, pero ella acababa de llorar en mi presencia, y la intimidad del momento pedía unas palabras amables.

—Pronto tendrá sus propios hijos, bibi sahib —le dije en voz queda—, inshalá, ya lo verá.

—Lo dudo. Ni siquiera Dios puede concederme ese deseo.

—Claro que puede, bibi sahib. ¡Con lo joven que es usted! Seguro que tendrá un hijo.

—No lo entiendes —repuso en tono fatigado. Nunca la había visto tan exhausta, tan despojada de energía—. No tengo nada. Me lo sacaron todo en la India. Estoy vacía por dentro.

No se me ocurrió nada que decir. Hubiese dado cualquier cosa por poder sentarme junto a ella en el asiento trasero y rodearla con mis brazos, consolarla con mis besos. Sin pensar en lo que hacía, tendí la mano hacia atrás y tomé la suya. Pensé que la retiraría, pero uno de sus dedos asió mi mano con gratitud y nos quedamos así en silencio, sin mirarnos el uno al otro, sino a la vasta llanura amarilla que nos rodeaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, surcada de acequias resecas, erizada de piedras y arbustos entre los que asomaba algún indicio de vida. Con la mano de Nila en la mía, contemplé las colinas y los postes del tendido eléctrico. Mis ojos siguieron la estela de un pesado camión de mercancías que avanzaba a lo lejos, levantando a su paso una nube de polvo, y de buen grado me hubiese quedado allí hasta que se hiciera de noche.

—Llévame a casa —dijo ella al fin, desasiendo la mano—. Quiero acostarme pronto.

—Sí, bibi sahib.

Me aclaré la garganta y accioné la palanca de cambios con un leve temblor en la mano.


Fue a su habitación y no salió en varios días. No era la primera vez. En ocasiones, acercaba una silla a la ventana del dormitorio de la planta superior y allí se quedaba, fumando, meneando un pie, asomada a la ventana con la mirada perdida. No despegaba los labios. No se quitaba el camisón. No se bañaba, no se peinaba ni se lavaba los dientes. Esta vez tampoco probaba bocado, y ese cambio en particular suscitó una inusitada alarma en el ánimo del señor Wahdati.

Al cuarto día, alguien llamó a la puerta. Salí a abrir a un hombre alto de edad avanzada que llevaba un traje perfectamente planchado y unos mocasines relucientes. Había en él algo imponente, intimidatorio incluso, ya que, más que estar de pie, se erguía sobre mí, me miraba como si no existiera y sostenía el bastón bruñido con ambas manos, como si fuera un cetro. Antes de que pronunciara una sola palabra, supe que era un hombre acostumbrado a que lo obedecieran.

—Tengo entendido que mi hija no se encuentra bien —dijo.

Así que era su padre. Nunca lo había visto hasta ese día.

—Sí, sahib. Me temo que así es —contesté.

—En ese caso, apártate, joven —dijo, adelantándome con brusquedad.

Fui al jardín, donde me entretuve cortando un leño para alimentar los fogones. Desde allí veía con claridad la ventana de la habitación de Nila, en la que se enmarcaba la figura de su padre, inclinándose hacia delante, acercando su rostro al de ella, posando una mano en su hombro. Ella se volvió con el gesto desencajado, como sobresaltada por el súbito estruendo de un petardo o una puerta que se cierra de golpe por efecto de la corriente o una ráfaga de viento.

Esa noche, Nila comió.

Unos días más tarde, me mandó llamar otra vez y me anunció que iba a dar una fiesta. Cuando el señor Wahdati vivía solo, rara vez se celebraban fiestas en la casa, si es que alguna hubo. En cambio, desde que Nila se había instalado con él, las organizaba dos o tres veces al mes. La víspera de la fiesta, me daba instrucciones detalladas acerca de los aperitivos y los platos que debía preparar, y yo iba al mercado para comprar todas las vituallas. Entre éstas, tenían un peso especial las bebidas alcohólicas, que nunca hasta entonces había tenido que buscar, pues el señor Wahdati era abstemio, aunque sus motivos nada tenían que ver con la religión; sencillamente le desagradaban sus efectos. Nila, sin embargo, estaba familiarizada con ciertos establecimientos, «farmacias», los llamaba en broma, donde por el equivalente al doble de mi salario era posible comprar a hurtadillas una botella de «medicina». Era una tarea que yo desempeñaba con sentimientos encontrados, pues no me gustaba ser el que le servía el pecado en bandeja. Pero, como siempre, complacer a Nila estaba por encima de todo lo demás.

Debe usted comprender, señor Markos, que cuando dábamos una fiesta en Shadbagh, ya fuera con motivo de una boda o una circuncisión, las celebraciones tenían lugar en dos casas separadas, una para las mujeres, otra para nosotros los hombres. En las fiestas de Nila, en cambio, hombres y mujeres se mezclaban sin el menor reparo. Al igual que ella, la mayor parte de las invitadas llevaban vestidos que dejaban a la vista sus brazos desnudos y también buena parte de las piernas. Fumaban y bebían como ellos, en copas mediadas de bebidas incoloras o de tonalidades rojas o cobrizas, y contaban chistes y se reían a carcajadas y tocaban sin amago de pudor los brazos de hombres que, según me constaba, estaban casados con alguna otra dama presente en la fiesta. Yo pasaba sosteniendo pequeñas fuentes con bolani y lola kabob, cruzando de punta a punta la estancia repleta de humo, yendo de un grupo de invitados a otro mientras sonaba el tocadiscos. La música no era afgana, sino algo a lo que Nila llamaba jazz, una clase de música que, según supe décadas después, también usted aprecia, señor Markos. A mis oídos, aquel tintineo aleatorio del piano y el extraño gemido de las trompetas sonaba como un galimatías disonante. Pero a Nila le encantaba, y en numerosas ocasiones la oí exhortando a sus invitados a que no dejaran de escuchar esta o aquella grabación. Se pasaba toda la noche copa en mano y bebía lo suyo, sin apenas probar en cambio los platos que yo servía.

El señor Wahdati no se esforzaba demasiado en entretener a sus invitados. Hacía acto de presencia y poco más. Se apostaba en un rincón con gesto ausente y allí permanecía toda la velada, agitando un vaso de soda y respondiendo con una sonrisa cortés, sin despegar los labios, cada vez que alguien intentaba entablar conversación con él. Y, como de costumbre, se excusaba en cuanto los invitados empezaban a pedirle a Nila que recitara sus poemas.

Ésa era mi parte favorita de la noche, con diferencia. Cuando empezaba el recital, siempre buscaba algún pretexto que me permitiera estar cerca de ella. Allí me quedaba, sin mover un solo músculo, con un paño colgado del antebrazo, intentando no perderme detalle. Los poemas de Nila no se parecían a ninguno de los que yo había oído en mi infancia y juventud. Como bien sabe, los afganos amamos nuestra poesía, y hasta los más humildes sabemos recitar de memoria versos de Hafez, Khayyam o Saadi. ¿Recuerda usted, señor Markos, cuando me dijo el año pasado lo mucho que apreciaba a los afganos? Al preguntarle yo por qué, usted se echó a reír y contestó: «Porque hasta las pintadas reproducen versos de Rumi.»

Pero los poemas de Nila desafiaban la tradición. No obedecían a las reglas de la métrica ni respetaban la rima. Tampoco versaban sobre los temas habituales, como los árboles, las flores en primavera o el canto del bulbul. Nila escribía sobre el amor, y no me refiero a los anhelos místicos de Rumi o Hafez, sino al amor carnal. Escribía sobre amantes que susurraban entre almohadas, que se acariciaban mutuamente. Escribía sobre el placer. Yo jamás había oído esa clase de lenguaje en labios de una mujer. Me quedaba paralizado mientras su voz ligeramente ronca se iba desvaneciendo, alejándose hacia el vestíbulo, con los ojos cerrados y las orejas en llamas, imaginando que leía sólo para mí, que nosotros éramos los amantes del poema, hasta que alguien pedía té o huevos fritos y el hechizo se rompía. Entonces Nila pronunciaba mi nombre y yo acudía presto.

Esa noche, el poema elegido me pilló por sorpresa. Hablaba de un hombre y su esposa, que vivían en una aldea y lloraban la muerte del hijo que el invierno les había arrebatado nada más nacer. Los invitados se quedaron arrobados con el poema, a juzgar por cómo asentían, por los murmullos de aprobación que recorrieron la sala y por el caluroso aplauso que le brindaron a Nila cuando ésta levantó los ojos del papel. Sin embargo, tras la sorpresa inicial, yo me sentí decepcionado al comprobar que la desgracia de mi hermana se había usado para entretener, y no pude evitar sentir que se había cometido alguna clase de vaga traición.

Un par de días después de la fiesta, Nila anunció que necesitaba un bolso nuevo. El señor Wahdati estaba leyendo el diario sentado a la mesa donde yo le había servido el almuerzo, una sopa de lentejas y pan.

—¿Necesitas algo, Suleimán? —preguntó Nila.

—No, aziz. Gracias —contestó él.

Rara vez lo oía dirigirse a su esposa con otra palabra que no fuera aziz, que significa «querida» o «cariño», y sin embargo nunca la pareja parecía tan alejada entre sí como cuando la pronunciaba, y nunca ese apelativo sonaba tan acartonado como cuando brotaba de los labios del señor Wahdati.

De camino a la tienda, Nila dijo que quería recoger a una amiga y me indicó cómo llegar a su casa. Aparqué en la calle y la vi alejarse hasta una casa de dos plantas con las paredes pintadas de un llamativo color rosa. En un primer momento dejé el motor en marcha, pero cuando habían pasado cinco minutos sin que hubiese regresado, lo apagué. Menos mal que lo hice, porque transcurrieron dos horas hasta que vi su delgada silueta avanzando con paso majestuoso en dirección al coche. Bajé para abrirle la puerta y cuando subió percibí, por debajo de su propio y familiar perfume, una segunda fragancia que evocaba vagamente el cedro y quizá el jengibre, un aroma que reconocí por haberlo olido en la fiesta, dos noches atrás.

—No he visto ninguno que me guste —dijo Nila desde el asiento de atrás, mientras se retocaba el pintalabios.

Entonces vio mi gesto de perplejidad en el espejo retrovisor. Apartó el pintalabios y me dedicó una caída de ojos.

—Me has llevado a dos tiendas distintas, pero no he encontrado ningún bolso que me guste.

Me sostuvo la mirada, a la espera. Comprendí que me había confiado un secreto. Estaba poniendo a prueba mi lealtad, pidiendo que tomara partido.

—Creo que a lo mejor fueron tres, las tiendas —repuse débilmente.

Ella sonrió.

Parfois je pense que tu est mon seul ami, Nabi.

Parpadeé, confuso.

—He dicho que a veces creo que eres mi único amigo.

Me dedicó una sonrisa radiante, pero yo tenía el corazón encogido.

En lo quedaba de día me entregué a mis tareas a un ritmo muy inferior al habitual y con la mitad del brío que solía dedicarles. Cuando los hombres vinieron a tomar el té esa noche uno de ellos cantó para nosotros, pero su canto no logró animarme. Me sentía como si fuera yo el cornudo. Y me convencí de que la fascinación que aquella mujer ejercía sobre mí se había desvanecido al fin.

Pero al día siguiente me desperté y allí estaba, llenando mis aposentos una vez más, desde el suelo hasta el techo, filtrándose por las paredes, saturando el aire que respiraba, como el vaho. Era inútil, señor Markos.


No sabría precisar el instante en que la idea empezó a cobrar forma.

Tal vez ocurriera una ventosa mañana otoñal, mientras le servía el té a Nila. Me había inclinado sobre la mesa para cortarle una rebanada de pastel roat cuando la radio apoyada en el alféizar anunció que el invierno de 1952 se preveía más riguroso aún que el anterior. O tal vez ocurriera antes, el día que la llevé hasta la casa pintada de rosa chillón, o antes incluso, el día que le cogí la mano en el coche mientras lloraba.

Sea como sea, en cuanto la idea germinó en mi mente, no hubo manera de expurgarla.

Déjeme decirle, señor Markos, que siempre actué con la conciencia tranquila, convencido de que mi propuesta nacía de la buena fe y con los mejores propósitos. De que, pese al sufrimiento que generaría a corto plazo, a la larga beneficiaría a todos los implicados. Pero también tenía otros motivos menos honorables, más egoístas, entre los que pesaba de un modo especial el deseo de ofrecerle a Nila algo que ningún otro hombre —ni su marido, ni el propietario de aquella gran casa de color rosa— podría darle.

En primer lugar hablé con Sabur. En mi descargo he de decir que, de haber creído que aceptaría mi dinero, de buena gana se lo hubiese dado como parte del trato. Sabía que lo necesitaba, me había hablado de su dificultad para encontrar trabajo. Le habría pedido al señor Wahdati que me avanzara la paga para que mi cuñado pudiera sacar adelante a su familia durante el invierno. Pero, al igual que muchos de mis compatriotas, Sabur adolecía de orgullo, un mal tan nefasto como invencible. Jamás habría aceptado mi dinero. Al casarse con Parwana, incluso había puesto fin a las pequeñas remesas que yo le enviaba hasta entonces. Era un hombre, y como tal se encargaría de atender a las necesidades de su familia. Y habría de morir haciéndolo antes de cumplir los cuarenta. Cayó fulminado un día mientras cosechaba remolacha azucarera en una plantación cercana a Baghlan. Oí decir que murió empuñando la hoz con las manos ensangrentadas y llenas de ampollas.

Yo no he sido padre, y por tanto no voy a fingir que comprendo las angustiosas deliberaciones que condujeron a la decisión de Sabur. Tampoco estaba al tanto de lo que se dijeron los Wahdati en torno a esta cuestión. Al revelarle la idea a Nila, sólo le pedí que, cuando se lo comentara a su marido, diera a entender que la idea había sido suya, no mía. Sabía que él se resistiría. Jamás había vislumbrado en el señor Wahdati el menor atisbo de instinto paternal. De hecho, había llegado a preguntarme si la esterilidad de Nila no habría influido en su decisión de casarse con ella. Fuera como fuese, procuraba mantenerme al margen de la tensión que se respiraba entre ambos. Al acostarme por la noche, sólo veía las lágrimas que habían brotado de los ojos de Nila cuando se lo había dicho, y cómo había tomado mis manos entre las suyas y me había mirado con infinita gratitud y —estaba seguro— algo muy parecido al amor. Sólo pensaba en que le había ofrecido algo que hombres mucho mejor situados que yo no podrían ofrecerle. Sólo pensaba en cómo me había entregado a ella en cuerpo y alma, y de lo feliz que eso me hacía. Y pensaba, y confiaba —tonto de mí— en que quizá empezara a verme como algo más que su fiel sirviente.

Cuando por fin el señor Wahdati dio su brazo a torcer —lo que no me extrañó, pues Nila era una mujer imponente—, informé de ello a Sabur y me ofrecí a llevarlos a él y la niña hasta Kabul. Nunca he llegado a comprender por qué decidió hacer el viaje a pie desde Shadbagh. Ni por qué consintió que Abdulá los acompañara. Quizá se aferraba al poco tiempo que le quedaba con su hija. Quizá buscó una forma de penitencia en las penalidades del viaje. O quizá, como muestra de orgullo, se negó a subirse al coche del hombre que había comprado a su hija. Pero el día señalado allí estaban los tres, cubiertos de polvo, esperándome cerca de la mezquita, tal como habíamos acordado. Mientras los llevaba en coche hasta la casa de los Wahdati, intenté mostrarme dicharachero por el bien de los niños, ajenos a su destino y a la terrible escena que los aguardaba.

No tendría demasiado sentido, señor Markos, reproducir aquí con pelos y señales la escena que se produjo a continuación, tal como me temía. Pero, tantos años después, aún se me encoge el corazón cuando el recuerdo se empeña en aflorar de nuevo. ¿Cómo no se me iba a encoger? Fui yo quien cogió a aquellos dos niños indefensos, entre los que había germinado un amor de lo más puro y elemental, y los separó al uno del otro. Jamás olvidaré el tumulto que se desató de repente. Recuerdo a Pari colgada de mi hombro, presa del pánico, pataleando y chillando «¡Abolá, Abolá!» mientras yo me la llevaba. A Abdulá llamando a su hermana a gritos, enfrentándose a su padre, que le impedía el paso. A Nila con los ojos desorbitados, tapándose la boca con ambas manos, quizá para enmudecer su propio grito. Aquella escena me pesa en la conciencia. Tanto tiempo después, señor Markos, me sigue pesando.


Pari tenía a la sazón casi cuatro años, pero pese a su tierna edad había determinados hábitos en su vida que convenía erradicar. Así, por ejemplo, le enseñaron que no debía llamarme tío Nabi, sino Nabi a secas, y cuando se equivocaba la corregían cariñosamente una y otra vez, yo el primero, hasta que llegó a convencerse de que no nos unía ningún parentesco. Me convertí para ella en Nabi el cocinero y Nabi el chófer. Nila se convirtió en «maman» y el señor Wahdati en «papa». Nila se propuso enseñarle francés, que era la lengua de su madre.

La gélida acogida del señor Wahdati no duró demasiado. Para su propia sorpresa, las desoladas lágrimas de la pequeña, su añoranza, lo desarmaron por completo. Pari no tardó en acompañarnos en nuestros paseos matutinos. El señor Wahdati la acomodaba en una sillita de paseo que se encargaba de empujar por la calle. A veces la sentaba en su regazo al volante del coche y sonreía con benevolencia mientras Pari hacía sonar el claxon. Contrató a un carpintero para que construyera una cama nido con tres cajones, un baúl de madera de arce para los juguetes y un pequeño armario. Hizo que pintaran de amarillo todos los muebles de la habitación de la niña, pues había descubierto que era su color preferido. Y un buen día lo encontré sentado delante del armario, pintando con gran habilidad jirafas y monos de larga cola en las puertas bajo la atenta mirada de Pari. No se me ocurre mejor manera de hacerle entender hasta qué punto mi patrón era un hombre reservado, señor Markos, que explicándole que en todos aquellos años, y pese a que lo había visto dibujando en incontables ocasiones, hasta entonces nunca se me había permitido contemplar una de sus creaciones.

Uno de los efectos de la llegada de Pari fue que, por primera vez, los Wahdati parecían una familia de verdad. Unidos por el afecto hacia la pequeña, Nila y su marido comían ahora siempre juntos. Acompañaban a Pari a un parque cercano y se sentaban en un banco para verla jugar, complacidos. Cuando les servía el té por la noche, después de haber recogido la mesa, a menudo encontraba a uno de los dos con la niña recostada en su regazo, leyéndole un cuento. Cada día que pasaba, Pari se acordaba un poco menos de su vida en Shadbagh y de las personas que la habían poblado.

No acerté a prever la segunda consecuencia de la llegada de Pari, que no fue otra que relegarme a un segundo plano. No me juzgue con demasiada dureza, señor Markos, y recuerde que era un hombre joven, pero reconozco que me había hecho ilusiones, por vanas que fueran. Al fin y al cabo, yo era el instrumento a través del cual Nila había sido madre. Había descubierto la fuente de su desdicha y le había ofrecido un antídoto. ¿Acaso creía que eso me convertiría en su amante? Quisiera poder decir que no era tan insensato, señor Markos, pero sería faltar a la verdad. Sospecho que, en el fondo, lo que todos esperamos, contra todo pronóstico, es que nos suceda algo extraordinario.

Lo que no había imaginado era que mi presencia se diluiría de un modo tan evidente. Ahora Pari consumía todo el tiempo de Nila, entre lecciones, juegos, siestas, paseos y más juegos. Nuestras charlas diarias se veían aplazadas una y otra vez. Cuando estaban jugando las dos con los bloques de construcción o completando un rompecabezas, Nila apenas se percataba de que le había llevado una taza de café, o que seguía estando en la habitación, a la espera de una palabra suya. Cuando por fin lograba hablar con ella, parecía distraída, siempre deseosa de poner fin a la conversación. En el coche, viajaba con gesto ausente. Me avergüenza confesarlo, pero aquello hizo que sintiera una punzada de rencor hacia mi sobrina.

Como parte del acuerdo con los Wahdati, la familia de Pari no podía visitarla. No les estaba permitida ninguna forma de contacto con la niña. Un día, poco después de que Pari se instalara en casa de los Wahdati, fui a Shadbagh a llevar unos pequeños regalos para Abdulá y el hijo de mi hermana, Iqbal, que para entonces ya caminaba.

—Has entregado los regalos —me espetó Sabur sin ambages—. Es hora de que te vayas.

Le dije que no entendía por qué me recibía con tanta frialdad y me trataba de un modo tan hostil.

—Sí que lo entiendes —replicó—. Y no hace falta que sigas viniendo a vernos.

Tenía razón. Sí que lo entendía. La relación entre nosotros se había enfriado. Mi visita había generado incomodidad, tensión, incluso hostilidad. Ya no podíamos sentarnos juntos, compartir un té y charlar sobre el tiempo o la vendimia. Sabur y yo fingíamos una normalidad que había dejado de existir. Al margen de mis motivos, yo era al fin y al cabo el instrumento de la ruptura de su familia. Sabur no quería volver a verme, y lo entendía. Suspendí mis visitas mensuales. Nunca más vi a ninguno de ellos.


Fue a principios de la primavera de 1955, señor Markos, cuando las vidas de quienes vivíamos en la casa cambiaron para siempre. Recuerdo que llovía. No era la clase de aguacero torrencial que hace croar las ranas, sino una llovizna indecisa que había ido y venido a lo largo de toda la mañana. Lo recuerdo porque el jardinero, Zahid, estaba allí, tan vago como siempre, apoyado en un rastrillo y diciendo que, si el tiempo seguía así, más le valía recoger los aperos. Yo estaba a punto de retirarme a mi casucha, aunque sólo fuera para no tener que oír sus sandeces, cuando oí a Nila llamándome a gritos desde la casa.

Crucé el jardín a la carrera. Su voz llegaba desde arriba, parecía que del dormitorio principal.

La encontré en un rincón, con la espalda contra la pared, tapándose la boca con una mano.

—¡Le pasa algo! —dijo sin retirar la mano.

El señor Wahdati estaba sentado en la cama, en camiseta interior, haciendo extraños sonidos guturales. Tenía el rostro pálido y demacrado, el pelo alborotado. Intentaba una y otra vez hacer algún movimiento con la mano derecha, en vano, y advertí con horror que le colgaba un hilo de baba por la comisura de los labios.

—¡Nabi! ¡Haz algo!

Pari, que para entonces tenía seis años, había entrado en la habitación. Se acercó presurosa a la cabecera de la cama del señor Wahdati y le tiró de la camiseta interior:

—¿Papá? ¿Papá?

Él la miró con ojos desorbitados, boqueando como un pez fuera del agua. La niña gritó.

Yo la cogí rápidamente y se la acerqué a Nila. Le dije que se la llevara a otra habitación, que no debía ver a su padre en semejante estado. Nila parpadeó repetidamente, como si saliera de un trance. Me miró a mí, luego a Pari, y finalmente alargó los brazos hacia la niña. No cesaba de preguntarme qué le pasaba a su marido. No cesaba de decirme que tenía que hacer algo.

Me asomé a la ventana y llamé al inútil de Zahid, que por una vez en su vida hizo algo de provecho. Me ayudó a ponerle unos pantalones de pijama al señor Wahdati, y entre los dos lo sacamos de la cama, lo llevamos escaleras abajo y lo acomodamos en el asiento de atrás del coche. Nila se subió a su lado. Le dije a Zahid que se quedara en la casa y cuidara de Pari. El jardinero amagó una protesta, así que le di una bofetada en la sien con todas mis fuerzas. Le dije que era un zopenco y que hiciera lo que se le ordenaba.

Entonces arranqué dando marcha atrás y nos fuimos a toda velocidad.

Transcurrieron dos semanas enteras hasta que pudimos llevar al señor Wahdati de vuelta a casa. Y entonces se desató el caos. Los familiares empezaron a llegar en hordas. Yo me pasaba buena parte de la jornada preparando té y comida para agasajar a algún tío, primo o anciana tía. El timbre de la puerta no paraba de sonar en todo el día, los zapatos de tacón repiqueteaban en el suelo de mármol del salón y los murmullos resonaban en el vestíbulo a medida que las visitas iban llegando una tras otra. Apenas había visto alguna vez a la mayoría de aquellas personas, y sabía que se presentaban allí más en señal de respeto por la distinguida madre del señor Wahdati que para ver al hombre enfermo y reservado con el que apenas los unía un vago parentesco. Ella, la madre, también vino a verlo, claro está, sin los perros, afortunadamente. Irrumpió en la casa sosteniendo un pañuelo en cada mano con los que se iba enjugando los ojos enrojecidos y la nariz. Se plantó junto a la cabecera de su hijo, llorando como una magdalena. Iba vestida de negro, lo que me consternó, como si ya lo diera por muerto.

Y así era en parte, pues la persona a la que todos conocíamos había dejado de existir. La mitad de su rostro era ahora una máscara sin vida. Apenas podía mover las piernas. Le quedaba algo de movilidad en el brazo izquierdo, pero el derecho no era más que flácida carne. Hablaba mediante gruñidos roncos y gemidos que nadie acertaba a descifrar.

El médico nos dijo que el señor Wahdati experimentaba las emociones igual que antes del infarto cerebral, y comprendía cuanto sucedía a su alrededor, pero de momento no podía actuar en consecuencia.

Sin embargo, eso no era del todo cierto. De hecho, al cabo de una semana poco más o menos, se las arregló para manifestar sin sombra de duda lo que opinaba de las visitas, incluida su madre. El señor Wahdati era, incluso en tales circunstancias, un ser esencialmente solitario. Y de nada le servían la compasión, el aire cariacontecido y las miradas apenadas de toda aquella gente al contemplar el triste espectáculo en que se había convertido. Cuando entraban en la habitación, blandía la mano izquierda con gesto airado, como si quisiera ahuyentarlos. Cuando le hablaban, volvía el rostro hacia otro lado. Si se sentaban a su lado, cerraba los dedos en torno a la sábana, gruñía y se golpeaba el costado con el puño hasta que se marchaban. Tampoco Pari se libraba de su rechazo, aunque lo manifestara de un modo mucho más sutil. La niña se ponía a jugar a las muñecas junto a la cabecera de su padre, y él me miraba con ojos suplicantes, anegados en lágrimas, la barbilla temblorosa, hasta que yo la sacaba de la habitación. El señor Wahdati no intentaba comunicarse con ella, pues sabía que su habla embrollada la ponía nerviosa.

Para Nila, el gran éxodo de las visitas supuso un alivio. Cuando los invitados llenaban cada rincón de la casa, se retiraba con Pari a la habitación de la niña, en el piso de arriba, mal que le pesara a su suegra, que sin duda —¿y quién podría culparla, en realidad?— esperaba que permaneciera junto a su hijo, cuando menos para guardar las apariencias. Por descontado, a Nila la traían sin cuidado las apariencias o lo que dijeran de ella. Que no era poco. «¿Qué clase de esposa es ésta?», oí clamar a la suegra más de una vez. Se quejaba a todo el que quisiera escucharla de la crueldad de Nila, decía que era una mujer desalmada. ¿Dónde estaba, ahora que su marido la necesitaba? ¿Qué clase de esposa abandonaba a su fiel marido, que tanto la quería?

Algo de razón tenía la anciana, claro está. Indudablemente era yo quien pasaba más tiempo a la cabecera del señor Wahdati, quien le daba las medicinas y saludaba a las visitas. Era conmigo con quien el médico hablaba más a menudo, y por tanto era a mí, y no a Nila, a quien todos preguntaban por el estado del señor Wahdati.

El fin de las visitas le ahorró una molestia a Nila, pero trajo consigo otra. Mientras había permanecido atrincherada tras la puerta de la habitación de Pari, había estado a salvo no sólo de su desabrida suegra, sino también del despojo humano en que se había convertido su esposo. Ahora que la casa había quedado desierta, se enfrentaba a unos deberes maritales para los que no podía haber persona menos predispuesta.

No podía hacerlo.

Y no lo hacía.

No digo que fuera cruel o insensible. He vivido muchos años, señor Markos, y si algo he aprendido es que debemos mostrarnos humildes y generosos al juzgar las pasiones y anhelos ajenos. Sí diré, en cambio, que un día entré en la habitación del señor Wahdati y encontré a Nila sollozando, postrada sobre el vientre de éste, con una cuchara todavía en la mano mientras el puré de lentejas daal se derramaba por su mentón hasta el babero que llevaba anudado al cuello.

—Deje que lo haga yo, bibi sahib —le dije con dulzura.

Cogí la cuchara de su mano, limpié la boca del señor Wahdati y me dispuse a darle de comer, pero él soltó un gemido, cerró los ojos con fuerza y volvió el rostro.

Poco después de ese incidente me encontré cargando un par de maletas escaleras abajo y entregándoselas a un chófer que las colocó en el maletero del coche, cuyo motor había dejado al ralentí. Luego ayudé a Pari, que llevaba puesto su abrigo amarillo preferido, a subir al asiento de atrás.

—Nabi, ¿vendrás con papá a visitarnos a París, como ha dicho mamá? —preguntó, dedicándome una sonrisa desdentada.

Le aseguré que lo haría en cuanto su padre estuviera mejor. Besé el dorso de sus manitas.

Bibi Pari, le deseo suerte y felicidad —dije.

Me crucé con Nila cuando ella ya estaba bajando los escalones de la entrada, con los ojos hinchados y el maquillaje corrido. Venía de la habitación del señor Wahdati, donde se había despedido de él.

Le pregunté cómo estaba.

—Aliviado, creo. —Y añadió—: Pero no me hago ilusiones. —Cerró la cremallera del bolso y se lo colgó en bandolera—. No le digas a nadie adónde vamos. Será lo mejor.

Le prometí que no lo haría.

Me dijo que me escribiría pronto. Luego me miró a los ojos, y creí ver en ellos verdadero afecto. Me acarició el rostro con la palma de la mano.

—Me alegro de que te quedes con él, Nabi.

Entonces se acercó y me abrazó, pegando su mejilla a la mía. Aspiré el olor de su pelo, su perfume.

—Eres tú, Nabi —me susurró al oído—. Siempre has sido tú. ¿No lo sabías?

No lo entendí. Y ella se apartó antes de que pudiera preguntárselo. Cabizbaja, se alejó rápidamente por el camino de acceso con los tacones de las botas repicando en el asfalto. Se subió al asiento trasero del taxi, al lado de Pari, se volvió para mirarme una sola vez y apoyó la palma de la mano en la ventanilla. Aquella mano blanca sobre el cristal fue lo último que vi de ella mientras el coche arrancaba.

La vi marchar y esperé a que el taxi torciera al final de la calle para cerrar la verja. Entonces me apoyé en ella y rompí a llorar como un niño.


Pese a los deseos del señor Wahdati, seguimos recibiendo alguna que otra visita, por lo menos durante un tiempo. Al final, sólo su madre venía a verlo, aproximadamente una vez a la semana. Chasqueaba los dedos para que le acercara una silla, y en cuanto se dejaba caer en ésta, junto a la cabecera de su hijo, emprendía un soliloquio de reproches contra su desaparecida nuera. Una ramera. Una mentirosa. Una borracha. Una cobarde que había huido sabía Dios adónde cuando su esposo más la necesitaba. El señor Wahdati soportaba esas diatribas en silencio, mirando impasible más allá de la silueta de su madre, hacia la ventana. Luego venía una interminable retahíla de dimes y diretes, en su mayoría tan banales que era un suplicio escucharlos. Que si una prima había discutido con su hermana porque había tenido la desfachatez de comprar exactamente la misma mesa de centro. Que si fulanito había tenido un pinchazo mientras volvía a casa desde Paghman el viernes anterior. Que si menganita lucía nuevo peinado. Y así, uno tras otro. A veces, el señor Wahdati emitía un gruñido y su madre se volvía hacia mí.

—Tú. ¿Qué ha dicho? —Siempre se dirigía a mí de esa forma, con palabras bruscas y cortantes.

A fuerza de pasar tantas horas a su lado, poco a poco había aprendido a descifrar aquel galimatías. Me acercaba a su cara, y en lo que otros tomaban como una ininteligible sucesión de gemidos y balbuceos, yo lo oía pidiendo agua, la cuña, que le dieran la vuelta. Me había convertido en su intérprete de facto.

—Dice su hijo que le gustaría dormir un poco.

La anciana soltaba un suspiro y concluía que mejor así, pues de todos modos tenía que marcharse. Se inclinaba hacia delante, lo besaba en la frente y prometía volver pronto. Después de acompañarla hasta la calle, donde la esperaba su chófer, yo regresaba a la habitación del señor Wahdati, me sentaba en un banco al lado de su cama y disfrutábamos juntos del silencio. A veces buscaba mi mirada, meneaba la cabeza y sonreía con la boca torcida.

El trabajo para el que me habían contratado se había visto notablemente reducido —sólo me sentaba al volante para ir a comprar víveres una o dos veces a la semana—, por lo que no me parecía lógico pagar a otros sirvientes para que hicieran tareas que yo podía asumir. Se lo comenté al señor Wahdati, que me pidió con un ademán que me acercara más.

—Acabarás rendido.

—No, sahib. Será un placer.

Me preguntó si estaba seguro, y le dije que sí.

Se le humedecieron los ojos y sus dedos se cerraron débilmente en torno a mi muñeca. Había sido el hombre más estoico que he conocido nunca, pero desde que había sufrido el infarto cerebral hasta las cosas más triviales lo afligían sobremanera y lo conmovían hasta las lágrimas.

—Nabi, escucha.

—Sí, sahib.

—Coge dinero cada mes, el que quieras.

Le dije que no había ninguna necesidad de hablar de eso.

—Sabes dónde guardo el dinero.

—Debe usted descansar, sahib.

—Me da igual cuánto saques.

Le dije que estaba pensando en preparar un potaje de legumbres para el almuerzo.

—¿Qué me dice, le apetece un shorwa? Ahora que lo pienso, a mí tampoco me vendría mal.

Por esas fechas puse fin a las reuniones nocturnas con los demás sirvientes. Ya no me importaba lo que pensaran de mí; no consentiría que entraran en casa del señor Wahdati para divertirse a su costa. Así, tuve el inmenso placer de despedir a Zahid. También prescindí de los servicios de la mujer hazara que venía a hacer la colada. A partir de entonces, me encargué yo de lavar la ropa y tenderla. Cuidaba de los árboles, podaba los setos, cortaba el césped, sembraba flores y verduras. También me ocupaba del mantenimiento de la casa: sustituía las cañerías oxidadas, arreglaba los grifos que goteaban, pulía el suelo, limpiaba los cristales, sacudía el polvo de las cortinas, lavaba las alfombras.

Un día subí arriba, a la habitación del señor Wahdati, para quitar las telarañas de las molduras aprovechando que él dormía. Era verano y hacía un calor seco, sofocante. Había destapado del todo al señor Wahdati y le había remangado las perneras del pijama. Las ventanas estaban abiertas de par en par y el ventilador del techo giraba con un chirrido, pero de poco servía. El calor era insoslayable.

En la habitación había un armario bastante voluminoso que me había propuesto limpiar hacía tiempo, y ese día decidí ponerme manos a la obra. Abrí las puertas y empecé por los trajes, que fui desempolvando de uno en uno, por más que fuera muy improbable que el señor Wahdati volviera a llevar ninguna de aquellas prendas. Había pilas de libros sobre las que se había ido depositando el polvo, y que también limpié. Pasé un paño por los zapatos y los dispuse todos en perfecta hilera. Encontré una gran caja de cartón casi oculta bajo los dobladillos de varios abrigos largos. La saqué del armario y la abrí. Estaba repleta de los viejos cuadernos de dibujo del señor Wahdati, apilados uno sobre otro, convertidos en tristes reliquias de su vida pasada.

Cogí el primer cuaderno de la pila y lo abrí al azar. Casi me fallan las piernas. Lo hojeé todo. Lo dejé en la caja y abrí otro, y luego otro más, y así hasta llegar al último. Las páginas iban pasando ante mis ojos, acariciándome el rostro con su leve soplo, y en todas y cada una de ellas se repetía el mismo tema, dibujado al carboncillo. Allí estaba yo, secando el guardabarros delantero del coche, visto desde la ventana de la habitación de arriba. Allí estaba yo, apoyado en una pala cerca de la galería. Salía en todas aquellas páginas, anudándome los cordones de los zapatos, echando una cabezada, cortando leña, sirviendo el té, rezando, regando los setos. Allí estaba el coche, aparcado a orillas del lago Ghargha, y yo sentado al volante, la ventanilla bajada, un brazo colgado por fuera de la puerta, una figura apenas esbozada en el asiento trasero, los pájaros volando en círculos sobre nosotros.

«Eres tú, Nabi.»

«Siempre has sido tú.»

«¿No lo sabías?»

Miré al señor Wahdati. Dormía profundamente, tumbado de lado. Volví a dejar los cuadernos tal como estaban en la caja de cartón, la cerré y la guardé en su sitio, bajo los abrigos. Luego me fui de la habitación, cerrando la puerta despacio para no despertarlo. Enfilé el pasillo en penumbra y bajé las escaleras. Me visualicé caminando sin detenerme. Saliendo a la canícula de aquel día de verano, deshaciendo el camino de entrada, abriendo la verja, echando a andar calle abajo, doblando la esquina y siguiendo adelante sin volver la vista atrás.

¿Cómo iba a quedarme después de aquello?, me preguntaba. No me sentía asqueado ni halagado por mi hallazgo, señor Markos, pero sí perplejo. Traté de imaginar cómo serían las cosas en adelante, si me quedaba pese a saber lo que sabía. Aquello, lo que había descubierto en la caja, lo empañaba todo. Era imposible huir de algo así, ni pasarlo por alto. Sin embargo, ¿cómo iba a marcharme, estando él tan desvalido? No podía hacerlo, no sin antes buscar a alguien capaz de asumir mis tareas. Por lo menos le debía eso al señor Wahdati, pues siempre se había portado bien conmigo. Yo, en cambio, había maquinado a sus espaldas para ganarme el favor de su esposa.

Fui al comedor y me senté a la mesa de cristal. No sabría decirle cuánto tiempo estuve allí inmóvil, señor Markos, sólo que en algún momento lo oí moverse en el piso de arriba, y al parpadear me di cuenta de que la luz había cambiado, y entonces me levanté y puse a hervir agua para el té.


Un día subí a su habitación y le dije que tenía una sorpresa para él. Estábamos a finales de los años cincuenta, mucho antes de que la televisión llegara a Kabul. En aquella época pasábamos el rato jugando a las cartas y, desde hacía algún tiempo, al ajedrez, que él me había enseñado y para el que yo había resultado poseer cierto talento natural. También dedicábamos una cantidad de tiempo nada desdeñable a mis clases de lectura. Él se había revelado un maestro paciente. Cerraba los ojos mientras me oía leer y negaba suavemente con la cabeza cuando me equivocaba. «Otra vez», decía. Para entonces, su habla había mejorado de forma considerable. «Léelo otra vez, Nabi.» Gracias al ulema Shekib, yo sabía leer y escribir de forma rudimentaria cuando él me había contratado en 1947, pero fue a través de las enseñanzas de Suleimán que avancé de veras en el dominio de la lectura, y por consiguiente de la escritura. Él lo hacía para ayudarme, sin duda, pero también por su propio interés, ya que ahora podía pedirme que le leyera los libros que le gustaban. Él también podía leer por su cuenta, claro está, pero sólo a ratos, pues se cansaba con facilidad.

Mientras yo me dedicaba a mis tareas y no podía hacerle compañía, no tenía mucho con lo que entretenerse. Escuchaba música. A menudo debía conformarse con mirar por la ventana y contemplar los pájaros posados en los árboles, el cielo y las nubes, oír las voces de los niños que jugaban en la calle, los pregones de los vendedores de fruta que tiraban de sus burros al grito de «¡Cerezas! ¡Cerezas frescas!».

Cuando le anuncié la sorpresa preguntó de qué se trataba, y entonces deslicé una mano por debajo de su nuca. Le dije que primero había que ir abajo. En aquellos tiempos no me costaba cargarlo, pues era joven y ágil. Lo levanté sin esfuerzo y lo llevé hasta el salón de la planta baja, donde lo acomodé en el sofá con delicadeza.

—¿Y bien? —preguntó.

Salí al vestíbulo y regresé al salón empujando la silla de ruedas. Llevaba más de un año tratando de convencerlo para que se comprara una, a lo que él se negaba en redondo, hasta que había decidido tomar la iniciativa y se la había comprado de todos modos. En cuanto la vio, Suleimán empezó a negar con la cabeza.

—¿Es por los vecinos? —le pregunté—. ¿Te avergüenza lo que pueda decir la gente?

Me ordenó que lo llevara arriba.

—Pues a mí me importa un rábano lo que digan o piensen los vecinos —repuse—. Así que lo que haremos hoy es salir a pasear. Hace un día precioso y nos vamos a dar una vuelta, y no se hable más. Porque si no salimos de esta casa acabaré volviéndome loco, ¿y qué sería de ti si me volviera loco de verdad, eh? Y, francamente, Suleimán, deja ya de lloriquear. Pareces una vieja.

Ahora lloraba y reía al mismo tiempo, y seguía diciendo que no una y otra vez, incluso cuando lo cogí en volandas, lo senté en la silla de ruedas, lo tapé con una manta y salí con él por la puerta principal.

Llegados a este punto, debo decir que en un primer momento busqué de veras a alguien que me sustituyese. No se lo comuniqué a Suleimán, sin embargo; me pareció oportuno no darle la noticia hasta haber encontrado a la persona adecuada. Varias vinieron a interesarse por el puesto. Yo solía hablar con ellos fuera de la casa, para no levantar las sospechas de Suleimán. Pero la búsqueda se reveló mucho más compleja de lo que había previsto. Algunos candidatos eran a todas luces de la misma pasta que Zahid, y a ésos —los veía venir de lejos, pues no en vano llevaba toda una vida tratando con los de su calaña— los despachaba sin contemplaciones. Otros no daban la talla en la cocina —como he mencionado ya, Suleimán era bastante quisquilloso con la comida—, o bien no sabían conducir. Muchos de ellos tampoco sabían leer, lo que suponía un grave impedimento, pues Suleimán se había acostumbrado a que le leyera todos los días al caer la tarde. Algunos me parecían impacientes, otro reparo importante en lo que respectaba al cuidado de Suleimán, que podía resultar exasperante y, a ratos, se mostraba caprichoso como un niño. De otros, la intuición me decía que carecían del temperamento necesario para asumir aquella ardua tarea.

Así que, tres años después, seguía en la casa, tratando de convencerme de que me iría en cuanto me hubiese asegurado de que el destino de Suleimán quedaba en buenas manos. Tres años después aún era yo quien le lavaba el cuerpo con un paño humedecido día sí, día no, quien le cortaba el pelo, lo afeitaba o le cortaba las uñas. Era yo quien le daba de comer y lo ayudaba a colocarse la cuña y lo limpiaba del mismo modo que se limpia a un bebé, y lavaba los pañales sucios que le ponía con imperdibles. En ese tiempo, fuimos desarrollando un lenguaje tácito basado en la familiaridad y la rutina e, inevitablemente, nuestra relación se fue tiñendo de una informalidad impensable en otros tiempos.

Así pues, en cuanto logré que aceptara la silla de ruedas, retomamos el antiguo ritual de los paseos matutinos. Yo lo sacaba de la casa y empujaba la silla calle abajo, y por el camino saludábamos a los vecinos con los que nos íbamos cruzando. Uno de ellos era el señor Bashiri, un joven recién licenciado en la Universidad de Kabul que trabajaba para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Junto con su hermano y las esposas de ambos se habían instalado en una gran vivienda de dos plantas tres números más allá, en la acera de enfrente. A veces nos lo encontrábamos mientras arrancaba el motor del coche por la mañana, antes de irse a trabajar, y siempre me detenía a saludarlo. A menudo llevaba a Suleimán hasta el parque de Shar-e-Nau, donde nos sentábamos a la sombra de los olmos y contemplábamos el ajetreo del tráfico: los taxistas aporreando el claxon, los timbres de las bicicletas, los rebuznos de los burros, los peatones que se cruzaban con temeridad suicida delante de los autobuses. Suleimán y yo nos convertimos en una presencia habitual en las calles del barrio, en el parque, y a menudo nos parábamos a intercambiar algún comentario cordial con revisteros y carniceros, o unas palabras amables con el joven policía que dirigía el tráfico. También dábamos conversación a los taxistas, apoyados en el coche a la espera de clientes.

A veces lo acomodaba en el asiento de atrás del Chevrolet, metía la silla de ruedas en el maletero y nos íbamos en el viejo coche hasta Paghman, donde siempre encontraba un apacible prado verde y un riachuelo que fluía, alegre y cantarín, a la sombra de los árboles. Después del almuerzo, Suleimán probaba suerte con los lápices, pero era una lucha, pues el infarto había afectado su mano hábil, la diestra. Aun así, valiéndose de la izquierda era capaz de recrear árboles, colinas y campos de flores silvestres con más talento del que yo tendría jamás pese a conservar intactas mis facultades. Cuando se cansaba, se quedaba dormido y dejaba caer el lápiz. Entonces yo le cubría las piernas con una manta y me tumbaba en la hierba junto a la silla de ruedas. Oía la brisa meciendo los árboles y contemplaba el cielo, los jirones de nubes que planeaban en lo alto.

Antes o después, mis pensamientos me llevaban hasta Nila, de la que ahora me separaba todo un continente. Evocaba el suave brillo de su pelo, su forma de mecer el pie, de aplastar las colillas con el tacón de la sandalia. Pensaba en la curva de su espalda, en la turgencia de sus pechos. Anhelaba estar cerca de ella, dejarme envolver por su olor, notar el palpitar de mi corazón siempre que me tocaba la mano. Había prometido escribirme, y aunque habían pasado años y seguramente ni se acordaba de mí, no puedo negar que sentía una punzada de ansiedad cada vez que llegaba el correo.

Recuerdo un día que habíamos ido hasta Paghman. Yo estaba sentado en la hierba, estudiando el tablero de ajedrez. Corría el año 1968, la madre de Suleimán había muerto meses atrás, y aquél fue también el año en que tanto el señor Bashiri como su hermano fueron padres por primera vez, de sendos varones a los que habían llamado, respectivamente, Idris y Timur. A menudo veía a los jóvenes primos en sendos cochecitos cuando sus madres los sacaban de paseo por el barrio. Ese día, Suleimán y yo habíamos empezado una partida de ajedrez que había quedado suspendida al vencerle el sueño. Yo intentaba hallar el modo de recuperarme tras su agresiva jugada inicial cuando me preguntó:

—Dime, Nabi, ¿cuántos años tienes?

—Bueno, más de cuarenta —contesté—. Eso lo sé seguro.

—He pensado que deberías casarte, antes de que pierdas tu atractivo. Ya empiezas a tener canas.

Nos sonreímos. Le dije que mi hermana Parwana solía decirme lo mismo. Me preguntó si recordaba el día que me había contratado, veinte años atrás, en 1947.

Lo recordaba, por supuesto. Llevaba algún tiempo trabajando a disgusto como ayudante de cocina en una casa cercana a la residencia del señor Wahdati. Cuando oí decir que necesitaba un cocinero —el suyo se había marchado tras casarse—, me presenté en su casa una tarde y llamé al timbre de la puerta.

—Como cocinero eras una auténtica nulidad —dijo Suleimán—. Ahora haces maravillas, Nabi, pero aquella primera comida... ¡santo cielo! Y la primera vez que me llevaste en coche pensé que me daría un infarto. —Hizo una pausa y rió entre dientes, sorprendido por su propio e involuntario chiste.

Eso me pilló completamente desprevenido, señor Markos. A decir verdad, me sentó como un mazazo, pues en todos aquellos años, Suleimán nunca se había quejado de mi pericia como cocinero o conductor.

—¿Y por qué me contrataste? —pregunté.

Se volvió hacia mí.

—Porque en cuanto entraste por la puerta me dije que nunca había visto nada tan hermoso.

Bajé los ojos al tablero de ajedrez.

—Supe, nada más conocerte, que tú y yo no éramos iguales, que lo que yo deseaba era imposible. Pero me quedaban nuestros paseos matutinos, las excursiones en coche, y no diré que tuviera suficiente con eso, pero era mejor que perderte. Aprendí a conformarme con tu cercanía. —Hizo una pausa, y añadió—: Creo que tú tampoco eres del todo ajeno a ese sentimiento, Nabi. Sé que no lo eres.

Yo no podía sostenerle la mirada.

—Necesito decirte, aunque sólo sea una vez, que te quiero desde hace mucho, muchísimo tiempo, Nabi. Por favor, no te enfades.

Negué con la cabeza. Durante varios minutos, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Lo que él había dicho se quedó flotando en el aire, el sufrimiento de toda una vida reprimida, la felicidad nunca alcanzada.

—Y si te lo digo ahora —continuó— es para que entiendas por qué quiero que te marches. Ve y búscate una esposa. Funda tu propia familia, Nabi, como todos los demás. Todavía estás a tiempo.

—Bueno —dije al fin, intentando aliviar la tensión con un comentario jocoso—, puede que lo haga un día de éstos. Y entonces te arrepentirás, al igual que el pobre desgraciado que tenga que lavarte los pañales.

—Todo te lo tomas a guasa.

Me fijé en un escarabajo que cruzaba con paso ligero una hoja verde grisáceo.

—No te quedes por mí. Eso es lo que trato de decirte, Nabi. No te quedes por mí.

—Eso es lo que tú crees.

—Te empeñas en tomártelo a broma —repuso en tono fatigado.

No quise replicar, aunque me había malinterpretado. Esa vez no lo decía en broma. Si seguía a su lado ya no era por él. Al principio, sí. En un primer momento me había quedado porque Suleimán me necesitaba, porque dependía de mí por completo. En el pasado había huido de alguien que me necesitaba, y los remordimientos me los llevaré conmigo a la tumba; no podía volver a hacerlo. Pero poco a poco, de un modo imperceptible, las razones por las que posponía mi partida habían ido cambiando. No sabría decirle cuándo ni cómo se produjo el cambio, señor Markos, sólo que ahora me quedaba por propia voluntad. Suleimán había dicho que debería casarme, pero lo cierto es que, al reflexionar sobre mi vida, me di cuenta de que ya tenía todo aquello que uno suele buscar en el matrimonio: comodidad material, compañía y un hogar en el que siempre era bienvenido, en el que me amaban y necesitaban. En cuanto a los impulsos físicos propios de todo hombre —que aún tenía, por supuesto, aunque menos frecuentes y apremiantes con el paso de los años—, podía seguir satisfaciéndolos como he explicado con anterioridad. En lo tocante a los hijos, si bien siempre me habían gustado los niños, nunca había experimentado la llamada del instinto paternal.

—Si prefieres ser como la mula y no casarte —dijo Suleimán—, debo pedirte algo. Pero a condición de que aceptes de antemano.

Le dije que no podía pedirme eso.

—Y sin embargo, te lo pido.

Le sostuve la mirada.

—Siempre puedes negarte —dijo.

Me conocía bien. Me sonrió con la boca torcida. Yo se lo prometí y él formuló su petición.


¿Qué puedo decirle, señor Markos, de los años que siguieron? Conoce usted de sobra la historia reciente de este desdichado país. No hace falta que reviva para usted aquellos tiempos funestos. La sola idea me resulta abrumadora, y además el sufrimiento de nuestras gentes ha quedado ya bastante documentado por plumas mucho más sabias y elocuentes que la mía.

Lo resumiré en una sola palabra: guerra. Mejor dicho, guerras. No una ni dos, sino muchas guerras, grandes y pequeñas, justas e injustas, guerras protagonizadas por supuestos héroes y villanos cuyos roles eran intercambiables, y en las que cada nuevo héroe venía a confirmar que más vale malo conocido que bueno por conocer. Los nombres iban cambiando, al igual que los rostros, y a todos maldigo por siempre jamás por los bombardeos, los misiles, las minas terrestres, los francotiradores, las contiendas mezquinas, las matanzas, las violaciones y los saqueos. Pero basta ya. La tarea es tan ingrata como inabarcable. Ya me tocó vivir aquellos tiempos, y no tengo intención de revivirlos en estas páginas más allá de lo estrictamente necesario. Lo único bueno que saqué de aquellos años fue cierto sentimiento de consuelo respecto a la pequeña Pari, que hoy debe de ser toda una mujer. Aliviaba mi conciencia el hecho de saberla a salvo, lejos de aquella barbarie.

Como usted bien sabe, señor Markos, en realidad los años ochenta no fueron tan terribles para los habitantes de Kabul, puesto que la mayor parte de los combates tenían lugar en las zonas rurales. Aun así fue una época de éxodo, y muchas familias del vecindario hicieron las maletas y abandonaron el país rumbo a Pakistán o Irán, con la esperanza de poder establecerse en algún lugar de Occidente. Recuerdo como si fuera ayer el día que el señor Bashiri vino a despedirse de nosotros. Le estreché la mano y le deseé lo mejor. También me despedí de su hijo Idris, que a sus catorce años era un chico alto y desgarbado con el pelo largo y una sombra de vello cobrizo sobre el labio superior. Le dije que echaría mucho de menos verlos a él y a su primo Timur remontando cometas o jugando al fútbol en la calle. Quizá recuerde usted el día, muchos años más tarde, en que volvimos a coincidir con los dos primos, señor Markos, convertidos para entonces en hombres hechos y derechos, en una fiesta que dio usted en la primavera de 2003.

Fue en los años noventa cuando los combates llegaron finalmente a las calles de la ciudad. Kabul cayó presa de hombres que parecían haber salido del vientre de sus madres rodando kalashnikov en ristre, vándalos todos ellos, ladrones armados hasta los dientes que se arrogaban cargos altisonantes. Cuando los misiles empezaron a surcar el cielo, Suleimán se encerró en casa y se negó a marcharse. Rechazaba tozudamente cualquier información sobre lo que estaba ocurriendo más allá de aquellas cuatro paredes. Desconectó el televisor. Arrinconó la radio. Los diarios no tenían ninguna utilidad para él. Me pidió que no llevara a casa ninguna noticia de la guerra. Apenas sabía quién luchaba contra quién, ni qué bando iba ganando o perdiendo, como si albergara la esperanza de que, haciendo caso omiso de la guerra, ésta fuera a devolverle el favor.

Huelga decir que no fue así. La calle en que vivíamos, y que en tiempos había sido un remanso de tranquilidad, orden y limpieza, se convirtió en un campo de batalla. Había mellas de balazos en todas las casas. Los misiles pasaban silbando por encima de nuestras cabezas. Las granadas propulsadas caían a uno y otro lado de la calle, abriendo cráteres en el asfalto. Por la noche, las balas trazadoras surcaban el cielo con sus destellos rojiblancos hasta la llegada del alba. A veces disfrutábamos de una breve tregua, unas pocas horas de silencio, que rompían las súbitas explosiones, las ráfagas de disparos que se cruzaban en todas direcciones, los gritos de la gente en la calle.

Fue durante aquellos años, señor Markos, cuando la casa sufrió buena parte de los daños que vio usted con sus propios ojos cuando la visitó por primera vez en 2002. Cierto es que parte de esa decadencia se debía al paso del tiempo y al abandono en que se hallaba sumida. Para entonces, yo era un hombre mayor y ya no tenía fuerzas para cuidar de ella como en el pasado. Los árboles habían muerto tras varios años sin dar fruto, el césped había amarilleado y las flores se habían marchitado. Pero la guerra fue despiadada con aquella casa que en tiempos había sido tan hermosa. Las explosiones de las granadas hicieron añicos los cristales de las ventanas. Un misil redujo a escombros el muro del jardín orientado al este, así como buena parte de la galería donde Nila y yo habíamos charlado tantas veces. Otra granada dañó el tejado. Había agujeros de bala en las paredes.

Y luego vinieron los saqueos, señor Markos. Los milicianos irrumpían en la casa a su antojo y se apropiaban de cuanto les venía en gana. Se llevaron casi todos los muebles, las pinturas, las alfombras turcomanas, las esculturas, los candelabros de plata, los jarrones de cristal. Sacaron a golpe de cincel los azulejos de lapislázuli que embellecían las encimeras de los cuartos de baño. Una mañana me despertó un alboroto en el vestíbulo y encontré a un grupo de milicianos uzbekos arrancando la alfombra de la escalera con unos cuchillos de hoja curva. Me mantuve al margen, mirándolos. ¿Qué podía hacer? Otro anciano con una bala entre las cejas no les hubiera pesado en la conciencia.

Al igual que la casa, también Suleimán y yo acusábamos el paso de los años. A mí me fallaba la vista y las rodillas empezaron a dolerme casi a diario. Perdóneme la vulgaridad, señor Markos, pero el mero acto de orinar se convirtió en una prueba de resistencia. Como era de esperar, la decadencia golpeó a Suleimán con más fuerza que a mí. Se fue consumiendo hasta quedar reducido a un ser raquítico y de una fragilidad extrema. Había estado a punto de morir en dos ocasiones, la primera de las cuales coincidió con el momento álgido de los combates entre las facciones enfrentadas de Ahmad Sah Masud y Gulbuddin Hekmatyar, cuando los cadáveres yacían durante días en las calles sin que nadie los recogiera. Entonces tuvo una pulmonía que le sobrevino, según el médico, por aspirar su propia saliva. Pese a la escasez tanto de médicos como de medicinas, me las arreglé para proporcionarle los cuidados que necesitaba a fin de arrancarlo de las garras de una muerte casi segura.

Quizá debido a la reclusión forzosa y a la cercanía física, en aquellos tiempos discutíamos a menudo, Suleimán y yo. Discutíamos como lo hacen las parejas casadas, terca y acaloradamente, por naderías.

—Esta semana ya has hecho alubias.

—No es cierto.

—Sí que lo es. ¡El lunes!

Discutíamos por el número de partidas de ajedrez que habíamos jugado la víspera, o porque yo me empeñaba en dejar su vaso de agua sobre el alféizar de la ventana, donde le daba el sol.

—¿Por qué no me has pedido la cuña, Suleimán?

—¡Lo he hecho, cientos de veces!

—¿De qué me estás acusando, de estar sordo o de ser vago?

—No te molestes en elegir, ¡te acuso de ambas cosas!

—No sé cómo te atreves a llamarme vago, teniendo en cuenta que te pasas el día en la cama.

Y así podíamos seguir durante horas.

Cuando iba a darle de comer volvía la cara, negándose a probar bocado, hasta que me marchaba dando un portazo. Reconozco que a veces me vengaba haciéndolo sufrir. Me iba de casa. Cuando me preguntaba a voz en grito adónde iba, no le contestaba. Fingía marcharme para siempre. Por descontado, sólo iba a dar una vuelta a la manzana y a fumarme un pitillo —un hábito, el de fumar, que adquirí en mis años maduros—, aunque únicamente lo hacía cuando estaba enfadado. Podía pasar varias horas fuera, y si me había hecho perder los estribos no volvía hasta el anochecer. Pero siempre volvía. Entraba en su habitación sin pronunciar palabra, le daba la vuelta en la cama y le ahuecaba la almohada. En tales ocasiones evitábamos mirarnos a los ojos y ninguno de los dos despegaba los labios, a la espera de que el otro se ofreciera a hacer las paces.

Nuestras discusiones acabaron con la llegada de los talibanes, esos jóvenes de rostro anguloso, látigo en mano, barba cerrada y ojos perfilados con kohl. Su crueldad y sus excesos también han quedado sobradamente documentados, y una vez más no veo motivo para enumerárselos, señor Markos. Debo decir que los años en los que gobernaron Kabul supusieron para mí —ironías de la vida— una suerte de indulto personal. El objeto de su desdén y su fanatismo eran sobre todo los jóvenes, y en especial las pobres mujeres. Yo no era más que un anciano. Mi principal concesión a su régimen consistió en dejarme crecer la barba, lo que, a decir verdad, me ahorraba la meticulosa tarea del afeitado diario.

—No hay duda, Nabi —susurró Suleimán desde la cama—, has perdido tu atractivo. Pareces un profeta.

Por la calle, los talibanes pasaban junto a mí como si fuera una vaca que pastara. Yo contribuía a ello componiendo un gesto sumiso, bovino, con el que evitaba llamar la atención. Me estremezco sólo de pensar por quién habrían tomado a Nila y qué le habrían hecho. A veces, cuando la evocaba en mi memoria, riendo en una fiesta con una copa de champán en la mano, los brazos desnudos, las piernas largas y esbeltas, tenía la sensación de que era producto de mi imaginación. Como si nunca hubiese existido. Como si nada de todo aquello hubiese sido real, no sólo ella, sino tampoco yo, y Pari, y un Suleimán joven y sano, e incluso el tiempo y la casa en la que todos habíamos vivido.

Y luego, una mañana del año 2000, entré en la habitación de Suleimán con una bandeja de té y pan recién horneado, y enseguida supe que algo iba mal. Respiraba con dificultad. De pronto, su parálisis facial parecía más acentuada, y cuando intentó hablar lo que brotó de sus labios fue un sonido áspero y apenas más audible que un susurro.

—Voy en busca de un médico —le dije—. Tú espera. Te pondrás bien, como siempre.

Me disponía a marcharme, pero él me retuvo meneando la cabeza con vehemencia. Con los dedos de la mano izquierda, me hizo señas de que me acercara.

Me incliné hacia él y acerqué el oído a sus labios.

Intentó decirme algo una y otra vez, pero no acerté a descifrar una sola palabra.

—Lo siento, Suleimán —le dije—. Deja que vaya por el médico. No tardaré.

Volvió a negar con la cabeza, esta vez despacio, y las lágrimas empezaron a manar de sus ojos empañados por las cataratas. Abrió y cerró la boca sin producir sonido alguno. Señaló la mesilla de noche con la cabeza. Le pregunté si había allí algo que necesitara. Cerró los ojos y asintió.

Abrí el cajón superior. En su interior no había más que pastillas, sus gafas de leer, un viejo frasco de colonia, un bloc de notas, carboncillos que había dejado de usar años atrás. Estaba a punto de preguntarle qué se suponía que debía buscar cuando lo encontré debajo del bloc. Un sobre con mi nombre garabateado en el dorso. Reconocí la torpe caligrafía de Suleimán. Dentro había una hoja en la que había escrito un solo párrafo. Lo leí.

Miré a Suleimán, sus sienes hundidas, sus afiladas mejillas, sus ojos apagados.

Volvió a pedirme por señas que me acercara, y lo hice. Noté en el rostro su hálito frío, su respiración jadeante y entrecortada. Lo oí chasquear la lengua en la boca reseca mientras trataba de serenarse. No sé con qué fuerzas, acaso las últimas, se las arregló para susurrar algo a mi oído.

Me quedé sin aliento. Sólo con gran esfuerzo logré deshacer el nudo que se había formado en mi garganta, impidiéndome hablar.

—No. Te lo ruego, Suleimán.

«Me lo prometiste.»

—Todavía no. Vas a ponerte bien. Ya lo verás. Lo superaremos, como siempre hemos hecho.

«Me lo prometiste.»

¿Cuánto tiempo pasé allí sentado junto a él? ¿Cuántas veces intenté hacerle cambiar de idea? No sabría decírselo, señor Markos. Sí recuerdo que al final me levanté, rodeé la cama y me acosté a su lado. Volví su cuerpo para que quedara hacia mí. Era leve como un sueño. Le di un beso en sus labios secos y agrietados. Coloqué una almohada entre su rostro y mi pecho, y llevé la mano hasta su nuca. Lo estreché contra mí en un largo y fuerte abrazo.

De lo que ocurrió después, sólo recuerdo sus pupilas dilatadas.

Me acerqué a la ventana y me senté. La taza de té de Suleimán seguía en la bandeja, a mis pies. Recuerdo que era una mañana soleada. Los comercios no tardarían en abrir sus puertas, si es que no lo habían hecho ya. Los niños se encaminaban a la escuela. La polvareda empezaba a levantarse. Un perro correteaba calle arriba con aire indolente, escoltado por una oscura nube de mosquitos que revoloteaban en torno a su cabeza. Vi pasar una motocicleta con dos jóvenes. El que iba sentado a horcajadas detrás del conductor cargaba sobre un hombro una pantalla de ordenador, y sobre el otro, una sandía.

Apoyé la frente en el cristal tibio.


La nota que encontré en la mesilla de noche de Suleiman era un testamento por el cual me dejaba cuanto poseía. La casa, el dinero, sus pertenencias personales, incluso el coche, pese a hallarse en un estado ruinoso desde hacía mucho. Su carcasa seguía varada en el patio trasero, sobre los neumáticos desinflados, reducida a una triste y herrumbrosa mole.

Durante algún tiempo estuve completamente perdido, sin saber qué hacer. A lo largo de más de medio siglo había cuidado de Suleimán. Sus necesidades, su compañía, habían moldeado mi existencia cotidiana. Ahora era libre de hacer lo que quisiera, pero esa libertad se me antojaba ilusoria, pues me habían arrebatado aquello que más deseaba. Se supone que debemos trazarnos una meta en la vida y vivirla. Pero a veces, sólo después de haber vivido se percata uno de que su vida tenía una meta, una que seguramente nunca se le había pasado por la cabeza. Y ahora que yo había alcanzado mi meta me sentía perdido y sin rumbo.

Descubrí que no podía seguir durmiendo en la casa. A duras penas podía permanecer allí. Ahora que Suleimán no estaba, se me hacía inmensa. Y cada rincón, cada recoveco y rendija evocaban viejos recuerdos. Así que me instalé de nuevo en mi antigua casucha, al fondo del jardín. Llamé a unos operarios y les pagué para que la dotaran de corriente eléctrica; de ese modo tendría luz para leer y un ventilador para refrescarme en verano. En lo referente al espacio, no necesitaba demasiado. Mis pertenencias se reducían a poco más que una cama, algunas prendas de ropa y la caja que contenía los dibujos de Suleimán. Sé que esto le parecerá extraño, señor Markos. Sí, la casa y cuanto había en ella me pertenecían ahora por derecho, pero yo no me sentía realmente dueño de nada de todo aquello, y sabía que eso no iba a cambiar.

Leía bastante, libros que sacaba del viejo estudio de Suleimán y que devolvía al terminarlos. Planté unos tomates, algo de menta. Salía a pasear por el barrio, pero a menudo empezaban a dolerme las rodillas cuando aún no había recorrido dos manzanas y me veía obligado a dar media vuelta. A veces sacaba una silla al jardín y me quedaba allí sentado, sin hacer nada. Pero yo no era como Suleimán. No me gustaba la soledad.

Y entonces, un día del año 2002, llamó usted al timbre.

Para entonces, la Alianza del Norte había derrotado a los talibanes y los americanos habían llegado a Afganistán. Miles de cooperantes acudían a Kabul desde todos los rincones del mundo para ayudar a construir hospitales y escuelas, reparar carreteras y sistemas de riego, brindando así cobijo, pan y trabajo a sus habitantes.

El traductor que lo acompañaba era un joven afgano que llevaba una chaqueta de un intenso color morado y gafas de sol. Preguntó por el amo de la casa, y cuando dije que lo tenían delante, usted y él intercambiaron una mirada fugaz.

—No; me refiero al dueño —repuso con una sonrisita suficiente.

Los invité a ambos a tomar el té.

La conversación que entablamos a continuación, mientras tomábamos té verde en lo que quedaba de la galería, se desarrolló en farsi. Como sabe, en los once años transcurridos desde entonces he aprendido algo de inglés, en buena medida gracias a su orientación y generosidad. Por medio del traductor, usted me hizo saber que era natural de la isla griega de Tinos, cirujano de profesión, y que formaba parte de un equipo médico que había viajado a Kabul para operar a niños que habían sufrido daños en la cara. Mencionó que sus colegas y usted estaban buscando una residencia, una casa de huéspedes, como se dice ahora.

Me preguntó cuánto le cobraría por el alquiler de la casa.

—Nada —contesté.

Aún recuerdo cómo parpadeó, desconcertado, cuando el joven de la chaqueta morada le tradujo la respuesta. Repitió la pregunta, acaso creyendo que no la había entendido bien.

El traductor se deslizó hasta el borde de la silla y se inclinó hacia delante para hablarme en tono confidencial. Me preguntó si había perdido la cordura, si tenía la menor idea de la cantidad de dinero que su equipo estaba dispuesto a pagarme o de los alquileres que se estaban pidiendo en Kabul. Me aseguró que aquella casa era una mina de oro.

Yo le dije que se quitara las gafas de sol cuando hablara con una persona mayor. Luego le ordené que hiciera su trabajo, que consistía en traducir, no en dar consejos, y volviéndome hacia usted referí, de entre mis muchas razones, la única que no me importaba mencionar:

—Ha abandonado usted su tierra —dije—, sus amigos, su familia, y ha venido aquí, a esta ciudad dejada de la mano de Dios, para ayudar a mi país y a mis compatriotas. ¿Cómo iba a aprovecharme de usted?

El joven traductor, al que nunca volví a ver en su compañía, se llevó las manos a la cabeza y se echó a reír, tal era su consternación. Este país ha cambiado. No siempre ha sido así, señor Markos.

A veces, por la noche, desde la penumbra y la intimidad de mis aposentos, veo luces encendidas en la casa. Los veo a usted y sus amigos —sobre todo la valiente señorita Amra Ademovic, a la que admiro enormemente por su gran corazón— en la galería o en el jardín, comiendo, fumando o bebiendo vino. También oigo su música, que a veces reconozco como jazz y me recuerda a Nila.

Ya no vive, eso lo sé seguro. Me enteré por la señorita Amra. Le había hablado de los Wahdati y le había comentado que Nila era poetisa. El año pasado encontró en internet una revista francesa que había editado en formato digital una antología de sus mejores artículos de los últimos cuarenta años. Había uno sobre Nila. Según el artículo, había muerto en 1974. Pensé en todos los años que había esperado en vano recibir una carta de una mujer que llevaba muerta mucho tiempo. No me sorprendió del todo enterarme de que se había quitado la vida. Ahora sé que algunas personas sienten la desgracia como otros aman: de un modo íntimo, intenso y sin remedio.

Permítame que ponga fin a estas líneas, señor Markos.

Mi hora se acerca. Cada día que pasa me noto más débil. Ya no me queda mucho. Doy gracias a Dios por ello. También se las doy a usted, señor Markos, no sólo por su amistad, por venir a verme todos los días, sentarse a tomar el té y compartir conmigo las nuevas que le envían desde Tinos su madre o Thalia, su amiga de la infancia, sino también por compadecerse de mi pueblo y por la inestimable ayuda que presta a los niños afganos.

Le agradezco asimismo las obras de reparación de la casa que ha emprendido. He pasado en ella la mayor parte de mi vida, es mi hogar, y estoy seguro de que pronto exhalaré mi último suspiro entre sus muros. He asistido con gran pena y consternación a su larga decadencia, y me ha supuesto una alegría inmensa verla pintada de nuevo, el muro del jardín reparado, los cristales de las ventanas reemplazados, y la galería, en la que tantas horas felices pasé, reconstruida. Gracias, amigo mío, por los árboles que ha plantado y las flores que brotan de nuevo en el jardín. Si he contribuido de algún modo a facilitar los servicios que presta usted a las gentes de esta ciudad, lo que ha tenido la bondad de hacer por esta casa es recompensa más que suficiente.

No obstante, y a riesgo de abusar de su generosidad, me tomaré la libertad de pedirle dos favores, uno para mí, otro para una tercera persona. Mi primera petición es que me entierre en el cementerio de Ashuqan-Arefan, en Kabul. No me cabe duda de que lo conoce. Entrando por la puerta principal, camine hacia el norte y enseguida verá la tumba de Suleimán Wahdati. Quiero que me entierre en una parcela cercana. Es lo único que pido en mi nombre.

La segunda petición es que intente usted encontrar a mi sobrina Pari una vez que yo haya muerto. Si aún vive, tal vez no le resulte difícil dar con ella; eso de internet es una herramienta fabulosa. Como puede comprobar, en el interior del sobre, junto con esta carta, se halla mi testamento; a ella le dejo en herencia la casa, el dinero y mis escasas pertenencias. Le ruego que le entregue ambas cosas, la carta y el testamento. Y por favor, dígale, dígale que no alcanzo a imaginar el sinfín de consecuencias que desencadenaron mis actos. Dígale que mi único consuelo ha sido la esperanza. La esperanza de que quizá, esté donde esté, haya encontrado toda la paz, la alegría, el amor y la felicidad que es posible hallar en este mundo.

Le doy las gracias, señor Markos. Que Dios lo proteja.

Su fiel amigo,

Nabi

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