6 Febrero de 1974

Nota del editor,


Parallaxe, n.º 84, p. 5, invierno de 1974

Queridos lectores:

Hace cinco años, cuando iniciamos la publicación de números trimestrales que incluían entrevistas a poetas poco conocidos, no podíamos haber previsto que se volverían tan populares. Muchos de ustedes pidieron más entregas, y fueron de hecho sus cartas entusiastas las que allanaron el camino para que esos números se convirtieran en una tradición anual en Parallaxe. Esas semblanzas se han convertido ahora también en favoritas de nuestros colaboradores habituales. Han conducido al descubrimiento, o redescubrimiento, de algunos poetas muy valiosos y a un reconocimiento, aunque tardío, de su obra.

Sin embargo, una sombra de tristeza viene a empañar este número. Nuestro poeta protagonista del trimestre es Nila Wahdati, una poetisa afgana a quien Étienne Boustouler entrevistó el pasado invierno en Courbevoie, cerca de París. Tengo la certeza de que coincidirán conmigo en que madame Wahdati le ofreció al señor Boustouler una de las entrevistas más reveladoras y sorprendentemente francas que se han publicado nunca. Fue con enorme tristeza como nos enteramos de su prematura muerte, no mucho después de que se llevara a cabo esa entrevista. La comunidad de los poetas la echará de menos. Deja una hija.


La coincidencia es asombrosa. La puerta del ascensor se abre con un tintineo en el momento preciso, exacto, en que empieza a sonar el teléfono. Pari lo oye sonar en el apartamento de Julien, que está al principio del estrecho pasillo apenas iluminado y es el más cercano al ascensor. Sabe intuitivamente quién llama. Y Julien también, por la expresión de su cara.

Julien, ya dentro del ascensor, dice:

—Déjalo sonar.

Detrás de él está la rubicunda y estirada vecina de arriba. Mira a Pari con mal talante e impaciencia. Julien la llama la chèvre, por los pelillos como de chivo que tiene en la barbilla.

—Venga, Pari —dice él—. Ya vamos tarde.

Julien ha reservado mesa para las siete en un nuevo restaurante en el XVI arrondissement, que tiene ya cierta fama por su poulet braisé, su sole cardinale y su hígado de ternera al vinagre de jerez. Han quedado con Christian y Aurelie, viejos amigos de Julien de la universidad, de sus tiempos de estudiante, no de profesor. Se supone que han de encontrarse para el aperitivo a las seis y media, y ya son las seis y cuarto. Aún tienen que caminar hasta la estación del metro, ir hasta la parada de Muette y luego recorrer las seis manzanas que la separan del restaurante.

El teléfono sigue sonando.

La mujer cabra tose.

—¿Pari? —insiste Julien, con tono más firme.

—Probablemente es maman —dice Pari.

—Sí, ya me lo imagino.

Por absurdo que parezca, Pari piensa que maman, con su eterno don para el dramatismo, ha elegido ese instante específico para llamar, para acorralarla y hacerle tomar esa decisión: entrar en el ascensor con Julien o contestar la llamada.

—Igual es importante.

Julien suelta un suspiro.

Cuando la puerta del ascensor se cierra tras él, se apoya contra la pared del pasillo. Hunde las manos en los bolsillos de la trenca y por un instante parece un personaje de una novela policíaca de Melville.

—Sólo será un segundo —dice Pari.

Julien le lanza una mirada escéptica.

El apartamento de Julien es pequeño. En seis zancadas, Pari ha cruzado el recibidor, pasado de largo la cocina y ya está sentada en el borde de la cama tendiendo la mano hacia el teléfono que hay sobre la única mesita de noche que les cabe. Sin embargo, la vista es espectacular. Ahora llueve, pero en un día despejado, por la ventana que mira al este se ve la mayor parte de los arrondissements XIX y XX.

Oui, allô? —pregunta.

Contesta una voz de hombre.

Bonsoir. ¿Es usted mademoiselle Pari Wahdati?

—¿De parte de quién?

—¿Es usted la hija de madame Nila Wahdati?

—Sí.

—Soy el doctor Delaunay. Llamo por su madre.

Pari cierra los ojos. Antes del temor habitual experimenta una breve punzada de culpa. Ya ha recibido esa clase de llamadas, demasiadas para llevar la cuenta; en realidad, desde que era una adolescente, e incluso antes: en cierta ocasión, en quinto curso, estaba en pleno examen de geografía cuando el profesor tuvo que interrumpirla, hacerla salir al pasillo, y explicarle en susurros qué había ocurrido. Las llamadas le resultan familiares, pero la repetición no ha supuesto despreocupación por su parte. Con cada llamada piensa «Esta vez sí, se acabó», y con cada llamada cuelga y corre junto a su madre. Con su jerga de economista, Julien le ha dicho que si pone fin a la oferta de atención es muy posible que la demanda cese también.

—Ha sufrido un accidente —dice el doctor Delaunay.

Pari se acerca a la ventana y escucha la explicación del médico. Enrosca y desenrosca el cable del teléfono en torno a un dedo mientras él describe la visita de su madre al hospital, el corte en la frente, los puntos de sutura, la vacuna antitetánica, la cura que ha de llevar a cabo con agua oxigenada, antibióticos por vía tópica y vendas. Pari recuerda de pronto aquella vez, cuando tenía diez años, que había llegado a casa del colegio y se había encontrado veinticinco francos y una nota manuscrita en la mesa de la cocina: «Me he ido a Alsacia con Marc, supongo que te acuerdas de él. Volveré en un par de días. Sé buena chica. (¡No te acuestes tarde!) Je t’aime. Maman.» Pari se había quedado de pie en la cocina, temblando y con los ojos húmedos, diciéndose que no era tan grave, que dos días no era tanto tiempo.

El médico le ha preguntado algo.

—¿Perdone?

—Le decía que si va a venir a recogerla usted, mademoiselle. La herida no es grave, pero comprenderá que es mejor que no se vaya sola a casa. También podemos pedirle un taxi.

—No. No hace falta. Estaré ahí dentro de media hora.

Se sienta en la cama. Julien va a enfadarse, y probablemente se sentirá avergonzado ante Christian y Aurelie, cuyas opiniones parecen importarle mucho. Pari no tiene ganas de salir al pasillo y enfrentarse a Julien. Y tampoco de ir hasta Courbevoie y enfrentarse a su madre. Preferiría tenderse y quedarse dormida escuchando cómo el viento arroja perdigones de lluvia contra la ventana.

Enciende un pitillo, y cuando Julien entra en la habitación a su espalda y pregunta «No vienes, ¿verdad?», no contesta.


Fragmento de «El ruiseñor afgano», entrevista

a Nila Wahdati, por Étienne Boustouler,

Parallaxe, n.º 84, p. 33, invierno de 1974

E.B.: Tengo entendido que en realidad es usted mitad afgana y mitad francesa.

N.W.: Mi madre era francesa, sí. Parisina.

E.B.: Pero conoció a su padre en Kabul. Usted nació allí.

N.W.: Sí. Se conocieron allí en 1927. En una cena formal en el palacio real. Mi madre acompañaba a su padre, mi abuelo, a quien habían enviado a Kabul para asesorar al rey Amanulá sobre sus reformas. ¿Ha oído hablar de él, del rey Amanulá?

Estamos en la sala de estar del apartamento de Nila Wahdati en el trigésimo piso de un edificio residencial en la población de Courbevoie, al noroeste de París. La habitación es pequeña, está poco iluminada y cuenta con pocos elementos decorativos: un sofá de color azafrán, una mesita, dos altas librerías. La poetisa está sentada de espaldas a la ventana, que ha abierto para ventilar el humo de los cigarrillos que fuma sin parar.

Nila Wahdati declara tener cuarenta y cuatro años. Es una mujer increíblemente atractiva; quizá ha dejado atrás la cúspide de su belleza, pero no muy atrás. Pómulos altos y regios, cutis bonito, cintura estrecha. Tiene unos ojos inteligentes y provocadores, y una mirada penetrante que te pone a prueba y te juzga, y al mismo tiempo te hace sentir que juega contigo, siempre cautivándote. Sospecho que esa mirada sigue siendo un arma de seducción temible. No lleva maquillaje salvo el pintalabios, que se le ha corrido levemente. Un pañuelo de colores le cubre la frente, y viste una blusa morada desvaída y vaqueros, sin zapatos ni calcetines. Aunque sólo son las once de la mañana, bebe un chardonnay que se sirve de una botella sin enfriar. Me ha ofrecido amablemente una copa, que yo he rechazado.

N.W: Fue el mejor rey que han tenido nunca.

El comentario me parece interesante por su forma de expresarlo.

E.B.: ¿Que han tenido? ¿No se considera afgana?

N.W.: Digamos que me he divorciado de mi mitad más problemática.

E.B.: Siento curiosidad por el motivo.

N.W.: Si hubiera tenido éxito, me refiero al rey Amanulá, es posible que le hubiera dado una respuesta diferente.

Le pido que se explique.

N.W.: Verá, resulta que el rey se despertó una mañana y declaró su intención de convertir el país, entre gritos y protestas si hacía falta, en una nación más moderna y progresista. ¡Por Dios! Para empezar, nadie volvería a llevar velo, anunció. ¡Imagínese, monsieur Boustouler, una mujer en Afganistán arrestada por llevar un burka! Cuando su esposa, la reina Soraya, apareció en público con el rostro descubierto... Oh la la. Los pulmones de los ulemas se inflaron de suficientes suspiros para hacer volar mil Hindenburgs. ¡Y se acabó la poligamia! Eso, comprenda usted, en un país donde los reyes tenían legiones de concubinas y nunca llegaban a ver siquiera a la mayoría de los hijos que tan frívolamente engendraban. A partir de ahora, declaró, ningún hombre podrá obligaros a contraer matrimonio. Y se acabó lo de ponerles precio a las novias, valientes mujeres de Afganistán, y el matrimonio con niñas, y aún hay más: todas iréis a la escuela.

E.B.: De modo que era un visionario.

N.W.: O un imbécil. Siempre me ha parecido que la línea que los separa es peligrosamente fina.

E.B.: ¿Qué le ocurrió?

N.W.: La respuesta es tan irritante como predecible, monsieur Boustouler. Pues la yihad, por supuesto. Los ulemas, los jefes tribales, declararon la yihad contra él. ¡Imagínese mil puños clamando al cielo! El rey había hecho moverse la tierra, pero estaba rodeado por un océano de fanáticos, y ya sabrá usted qué pasa cuando el lecho del océano se estremece, monsieur Boustouler. Un tsunami de rebelión barbada arremetió contra el pobre rey y se lo llevó, haciendo inútiles aspavientos, para escupirlo en las costas de la India, luego en Italia y por último en Suiza, donde salió arrastrándose del barro y murió convertido en un viejo desilusionado en el exilio.

E.B.: ¿Y el país que emergió? Supongo que a usted no le gustó demasiado.

N.W.: Y lo mismo pasó a la inversa.

E.B.: De ahí su traslado a Francia en 1955.

N.W.: Me trasladé a Francia porque quería salvar a mi hija de cierta clase de vida.

E.B.: ¿A qué clase de vida se refiere?

N.W.: No quería verla convertida, en contra de su voluntad y su naturaleza, en una de esas tristes y diligentes mujeres a quienes les espera toda una vida de callada servidumbre, siempre temerosas de hacer, decir o aparentar lo que no deben. Mujeres que gozan de la admiración de algunos en Occidente, aquí en Francia por ejemplo, convertidas en heroínas por las duras vidas que llevan, admiradas desde lejos y por quienes no soportarían ni un solo día en su lugar. Mujeres que tienen que sofocar sus deseos y renunciar a sus sueños y que sin embargo, y esto es lo peor, monsieur Boustouler, cuando las ves, sonríen y fingen no abrigar el menor recelo, como si llevaran vidas envidiables. Pero si uno las mira bien, ve la expresión de desamparo, la desesperación que desmiente su aparente buen humor. Es patético, monsieur Boustouler. Yo no quería eso para mi hija.

E.B.: Supongo que ella comprende todo eso, ¿no?

Enciende otro cigarrillo.

N.W.: Bueno, los hijos nunca acaban de ser como uno esperaba, monsieur Boustouler.


En Urgencias, una enfermera malhumorada le indica a Pari que espere en el mostrador de admisiones, cerca de un perchero con ruedas lleno de tablillas y gráficos. A Pari le causa asombro que haya gente que invierta voluntariamente toda la juventud en formarse para una profesión que los hace acabar en sitios como ése. No consigue entenderlo. Detesta los hospitales. Odia ver a la gente en su peor momento, el repugnante olor, las camillas chirriantes, los pasillos con sus cuadros anodinos, los incesantes anuncios por megafonía.

El doctor Delaunay resulta ser más joven de lo que esperaba, de nariz y labios finos y rubio pelo rizado. La conduce fuera de Urgencias a través de la puerta de doble batiente que da al vestíbulo principal.

—Su madre ha llegado bastante ebria —le dice en tono confidencial—. No parece sorprendida.

—No lo estoy.

—Tampoco lo estaban varios miembros del personal de enfermería. Me dicen que prácticamente tiene cuenta aquí. Yo soy nuevo, nunca había tenido el placer de atenderla.

—¿Ha montado algún numerito?

—Digamos que estaba de malas pulgas —contesta él—, y se puso un poco melodramática, debería añadir.

Intercambian una breve sonrisa.

—¿Se recuperará?

—A corto plazo, sí —dice el doctor Delaunay—. Pero debo recomendar, y con insistencia, que beba menos. Esta vez ha tenido suerte, pero quién sabe qué pasará la próxima...

Pari asiente con la cabeza.

—¿Dónde está?

El médico la conduce de vuelta a la sala de Urgencias y dobla la esquina.

—Cama número tres. Pasaré dentro de poco con instrucciones para el alta.

Pari le da las gracias y va al encuentro de su madre.

Salut, maman.

Maman esboza una sonrisa cansada. Tiene el pelo alborotado y lleva calcetines de colores distintos. Le han vendado la frente y en el brazo izquierdo tiene una vía conectada a un gotero de líquido incoloro. Lleva una bata de hospital, del revés, y no se la ha atado bien. Se le ha abierto un poco por delante, y Pari ve una pequeña parte de la gruesa y oscura cicatriz vertical de la cesárea. Hace unos años le preguntó a su madre por qué no tenía la cicatriz horizontal habitual, y ella contestó que en su momento los médicos le habían dado una explicación técnica que ya no recordaba. «Lo importante —dijo— es que consiguieron sacarte.»

—Te he fastidiado la cena —murmura ahora.

—Con los accidentes ya se sabe. He venido para llevarte a casa.

—Podría dormir una semana entera. —Se le cierran los ojos, aunque sigue hablando, arrastrando las palabras—. Estaba sentada viendo la televisión. Tenía hambre, y he ido a la cocina a buscar un poco de pan con mermelada. Entonces he resbalado, no sé muy bien cómo ni con qué, pero al caer me he dado en la cabeza con el tirador del horno. Es posible que haya perdido el conocimiento un par de minutos. Siéntate, Pari. Me pones nerviosa ahí de pie.

Pari se sienta.

—El médico ha dicho que habías bebido.

Maman entreabre un ojo. Su afición a frecuentar a los médicos sólo se ve superada por lo mucho que le desagradan.

—¿Ese niñato? ¿Eso ha dicho? Le petit salaud. ¿Qué sabe él? Aún le huele el aliento a la teta de su madre.

—Siempre te lo tomas a broma, cada vez que saco el tema.

—Estoy cansada, Pari. Puedes regañarme en otro momento. La picota no va a ir a ningún sitio.

Se queda dormida, ahora sí. Empieza a roncar de forma muy desagradable, como sólo hace después de una borrachera.

Pari se sienta en el taburete junto a la cama para esperar al doctor Delaunay, e imagina a Julien sentado a una mesa con iluminación tenue, con la carta en la mano, explicándoles esa nueva crisis a Christian y Aurelie ante elegantes copas de burdeos. Se ha ofrecido a acompañarla al hospital, aunque con escaso entusiasmo, por pura formalidad. De todas maneras, no habría sido buena idea que lo hiciera. El doctor Delaunay habría visto entonces un comportamiento melodramático de verdad... Aun así, aunque Julien no hubiese podido ir con ella, desearía al menos que no hubiese salido a cenar sin ella. Todavía está un poco perpleja por su actitud. Podría haber elegido otra noche, cambiado la reserva. Pero Julien ha ido. Y no ha sido sólo un acto irreflexivo. No. Ha habido cierta mala intención en su gesto, algo deliberado, agresivo. Desde hace algún tiempo ella es consciente de que Julien tiene la capacidad de ser así. Últimamente se pregunta si además le gusta.

Fue en una sala de Urgencias no muy distinta de ésta donde maman conoció a Julien. Pasó hace poco más de diez años, en 1963, cuando Pari tenía catorce. Él había acompañado a un colega aquejado de migraña. Maman la había llevado a ella, que era la paciente en esa ocasión, porque se había hecho un esguince en el tobillo durante la clase de gimnasia en el colegio. Pari estaba tendida en una camilla cuando Julien entró empujando su silla y entabló conversación con maman. Pari no recuerda ahora qué se dijeron. Sí se acuerda de que Julien preguntó: «¿Paris, como la ciudad?» Y de que maman respondió lo de siempre: «No, sin la ese. En farsi significa “hada”.»

Aquella misma semana quedaron para cenar, una noche lluviosa, en un pequeño bistro cerca del boulevard Saint-Germain. Previamente, en casa, maman había protagonizado una larga escena de indecisión sobre qué ponerse, para decidirse al fin por un vestido azul pastel de cintura ceñida, guantes largos y zapatos puntiagudos con tacón de aguja. Y a pesar de todo, ya en el ascensor, le había dicho a Pari: «No queda demasiado Jackie Kennedy, ¿verdad? ¿Qué te parece?»

Antes de cenar fumaron cigarrillos, los tres, y maman y Julien bebieron jarras de cerveza helada. Luego Julien pidió una segunda ronda, y una tercera. Julien, con camisa blanca, corbata y una americana a cuadros, tenía los modales medidos y corteses de un hombre distinguido. Sonreía con soltura y reía sin esfuerzo. Tenía las sienes ligeramente salpicadas de gris, algo que Pari no había advertido a la luz mortecina de la sala de Urgencias, y calculó que rondaría la edad de su madre. Estaba muy al corriente de los temas de actualidad y pasó un rato hablando del veto de De Gaulle a la entrada de Inglaterra en el Mercado Común, y para sorpresa de Pari, casi consiguió volverlo interesante. Sólo reveló que había empezado a dar clases de Economía en la Sorbona cuando maman le preguntó a qué se dedicaba.

—¿Eres profesor? Vaya, cuánto glamour.

—Qué va —repuso él—. Deberías asistir a una clase. Te quitaría rápidamente esa idea de la cabeza.

—Quizá lo haga.

Pari advirtió que maman ya estaba achispada.

—Igual me cuelo un día de éstos, para verte en acción.

—¿En acción? Recuerda que doy clases de Teoría Económica, Nila. Si vienes, te encontrarás con que mis alumnos me consideran un imbécil.

—Lo dudo, la verdad.

Pari pensó lo mismo. Supuso que buena parte de las alumnas de Julien deseaban acostarse con él. Durante toda la cena intentó que no la pillaran mirándolo. Tenía una cara que parecía salida de una vieja película de cine negro, una cara hecha para filmarla en blanco y negro, con las sombras paralelas de una persiana proyectándose en ella y el humo de un cigarrillo elevándose en espiral a su lado. Un mechón de cabello con forma de paréntesis se las apañaba siempre para caerle sobre la frente con bastante encanto, demasiado quizá. Quizá pendía realmente ahí de modo no premeditado, pero Pari se fijó en que él nunca se molestaba en apartarlo.

Julien se interesó por la pequeña librería de la que maman era propietaria y directora. Estaba en la otra orilla del Sena, cruzado el Pont d’Arcole.

—¿Tienes libros sobre jazz?

Bah oui —repuso maman.

Fuera la lluvia arreciaba y el bistro se tornó más bullicioso. El camarero les sirvió hojaldres de queso y brochetas de jamón, y siguió una extensa conversación entre maman y Julien sobre Bud Powell, Sonny Stitt, Dizzy Gillespie y el favorito de Julien, Charlie Parker. Maman le dijo que a ella le gustaba más el estilo West Coast de Chet Baker y Miles Davis, ¿había escuchado Julien Kind of Blue? A Pari la sorprendió que a maman le gustara tanto el jazz y que estuviera familiarizada con tantos músicos. Pari sintió, y no por vez primera, una admiración infantil por maman mezclada con la inquietante sensación de que en realidad no la conocía del todo. Lo que no la sorprendió fue la seducción sin esfuerzo que maman estaba llevando a cabo con Julien. Estaba en su elemento. No le costaba nada atraer la atención de los hombres. Los dejaba anonadados.

Pari la observó proferir murmullos juguetones, soltar risitas ante las bromas de Julien, ladear la cabeza mientras enroscaba un mechón de cabello. Volvió a maravillarse de que fuera tan joven y guapa; maman sólo era veinte años mayor que ella. Tenía un cabello oscuro y largo, pecho generoso, ojos preciosos y un rostro que cohibía por su lustre de facciones clásicas, regias. Y a Pari aún la asombraba más lo poco que se parecía ella a su madre con sus ojos claros y solemnes, la larga nariz, la sonrisa de dientes separados y los pechos pequeños. Si estaba dotada de alguna hermosura, era más modesta y prosaica. Estar con su madre siempre le recordaba que su propia belleza se había tejido con una hebra más corriente. A veces era la propia maman quien se lo recordaba, aunque siempre lo ocultara en un caballo troyano de cumplidos.

—Tienes suerte, Pari —solía decirle—. No tendrás que luchar tanto para que los hombres te tomen en serio. A ti te prestarán atención. Demasiada belleza enreda las cosas. —Pari se reía—. No, escúchame. No estoy diciendo que hable por experiencia. Por supuesto que no. Sólo es una observación.

—Estás diciendo que no soy guapa.

—Estoy diciendo que más te vale no serlo. Además, eres mona, y con eso basta y sobra, je t’assure, ma chérie. Es mejor, incluso.

Pari creía que tampoco se parecía mucho a su padre. Había sido un hombre alto, de cara seria, labios finos, mentón puntiagudo y frente alta. Pari tenía varias fotografías suyas en su habitación, de su infancia en la casa de Kabul. Había caído enfermo en 1955, que fue cuando maman y ella se mudaron a París, y había muerto poco después. A veces, Pari se encontraba contemplando una de esas viejas fotos, en especial una en blanco y negro de ellos dos, padre e hija, de pie ante un viejo coche americano. Él estaba apoyado en el parachoques con ella en brazos, y ambos sonreían. Recordaba una ocasión en que él había dibujado jirafas y monos de cola larga para ella en el lateral de un armario. La había dejado pintar uno de los monos, sosteniéndole la mano, guiando con paciencia sus pinceladas.

Ver el rostro de su padre en esas fotografías despertaba una vieja sensación en Pari, una sensación que experimentaba desde hacía tanto tiempo como podía recordar: la de que en su vida había una ausencia, de algo o de alguien, que era fundamental para su propia existencia. A veces era una sensación vaga, como un mensaje enviado a través de una enorme distancia y por caminos envueltos en sombra, una señal débil en el dial de una radio, remota, trémula. Otras veces sentía esa ausencia con tanta claridad, tan íntima y cercana, que el corazón le daba un vuelco. Le ocurrió una vez en la Provenza, dos años antes, cuando vio un roble gigantesco ante la puerta de una granja. Y otra vez en el jardín de las Tullerías, cuando vio a una joven madre arrastrar a su hijo en un pequeño carretón Radio Flyer rojo. Pari no lo entendía. En cierta ocasión había leído una historia sobre un turco de mediana edad que había padecido una repentina y profunda depresión cuando su hermano gemelo, cuya existencia desconocía, había sufrido un infarto fatal durante una excursión en canoa por la selva amazónica. Era la forma más cercana que había tenido nadie de expresar lo que ella sentía.

Una vez, le había hablado de ello a maman.

«Bueno, no es ningún misterio, mon amour —había respondido maman—. Echas de menos a tu padre. Ha desaparecido de tu vida. Es natural que te sientas así. Por supuesto que es eso. Ven aquí, dale un beso a maman

La respuesta de su madre había sido perfectamente razonable, pero insatisfactoria. Pari creía en efecto que se sentiría más completa si su padre siguiera vivo, si estuviera allí con ella. Pero también recordaba haber tenido esa sensación de pequeña, cuando vivía con sus padres en la gran casa de Kabul.

Poco después de que hubiesen acabado de cenar, maman se excusó y fue al cuarto de baño del bistro, y Pari se quedó unos minutos a solas con Julien. Hablaron sobre una película que Pari había visto la semana anterior, con Jeanne Moreau en el papel de una jugadora, y también sobre la escuela y sobre música. Cuando ella hablaba, Julien apoyaba los codos en la mesa y se inclinaba un poco hacia delante, escuchándola con vivo interés, frunciendo el cejo y sonriendo a la vez y sin apartar la vista de ella un instante. Sólo lo hace para impresionar, se dijo Pari, está fingiendo. Un número bien ensayado, un papel que representaba con las mujeres, y que había decidido usar ahora para jugar con ella un rato y divertirse a sus expensas. Sin embargo, bajo aquella implacable mirada suya, ella no había podido evitar que se le acelerara el pulso y tensara el vientre. Se encontró hablando en un ridículo tono artificial y sofisticado que no se parecía en nada a su forma normal de hablar. Era consciente de estar haciéndolo pero no podía parar.

Julien le contó que había estado casado una vez, brevemente.

—¿De verdad?

—Hace unos años. Cuando tenía treinta. En aquella época vivía en Lyon.

Se había casado con una mujer mayor que él. La cosa no había durado porque ella era muy posesiva. Julien no había revelado eso antes, cuando maman estaba en la mesa.

—Fue una relación física, en realidad —añadió—. C’était complètement sexuel. Ella quería poseerme.

Dijo eso mirándola y esbozando una sonrisita subversiva; quizá sabía que se había saltado un poco las normas y juzgaba con cautela su reacción. Pari encendió un cigarrillo y mostró perfecto dominio de sí, como Bardot, como si los hombres le dijeran esa clase de cosas constantemente, pero por dentro estaba temblando. Supo que en aquella mesa acababa de cometerse un diminuto acto de traición. Algo un poco ilícito, no del todo inofensivo, pero también innegablemente emocionante. Cuando maman volvió, con el pelo recién cepillado y el pintalabios retocado, aquel furtivo momento compartido se esfumó y Pari sintió un breve rencor hacia su madre por haberse entrometido. Y al punto la abrumó el remordimiento.

Volvió a verlo alrededor de una semana después. Era por la mañana y ella se encaminaba a la habitación de maman con un tazón de café. Lo encontró sentado en el borde de la cama de maman, dándole cuerda a su reloj de pulsera. No sabía que él hubiese pasado la noche allí. Lo vio desde el pasillo, por la puerta entreabierta. Se quedó allí plantada, con el tazón en la mano y la boca completamente seca, y lo observó: la piel impecable de su espalda, el vientre ligeramente abultado, la oscuridad entre sus piernas medio oculta por las sábanas arrugadas. Él se puso el reloj, tendió la mano para coger un cigarrillo de la mesita de noche, lo encendió y entonces, como quien no quiere la cosa, volvió la mirada hacia ella. Como si hubiese sabido todo el rato que estaba allí. Le sonrió sin separar los labios. Entonces maman dijo algo desde la ducha y Pari se volvió en redondo. Fue un milagro que no se escaldara con el café.

Maman y Julien fueron amantes durante unos seis meses. Iban mucho al cine, y a visitar museos, y a pequeñas galerías de arte que exponían obras de pintores medio desconocidos y con nombres extranjeros que luchaban por abrirse camino. Un fin de semana fueron a la playa de Arcachon, cerca de Burdeos, y regresaron con los rostros bronceados y una caja de vino tinto. Julien la llevaba a actos de la facultad y maman lo invitaba a las lecturas de autores en la librería. Pari los acompañaba al principio —Julien le pedía que lo hiciera, y parecía complacer a maman— pero no tardó en buscar excusas para quedarse en casa. No quería ir, no podía hacerlo. Le resultaba insoportable. Decía que estaba demasiado cansada, o que no se encontraba bien. Decía que se iba a casa de su amiga Collette a estudiar. Amiga suya desde segundo curso, Collette era una chica enjuta y nerviosa de cabello largo y lacio y nariz aguileña. Le gustaba sorprender a la gente y decir cosas estrambóticas y escandalosas.

—Apuesto a que él se lleva una desilusión —dijo Collette un día— cuando tú no sales por ahí con ellos.

—Bueno, pues si es así, no lo demuestra.

—¿Y cómo quieres que lo demuestre? ¿Qué iba a pensar tu madre?

—¿A qué te refieres? —preguntó Pari, aunque lo sabía, por supuesto; lo sabía, pero quería oírselo decir.

—¿Que a qué me refiero? —El tono de Collette era malicioso, excitado—. Pues a que está con ella para llegar hasta ti. Es a ti a quien desea.

—Eso es asqueroso —repuso Pari con un estremecimiento.

—O a lo mejor os quiere poseer a las dos. A lo mejor le gusta acostarse con varias a la vez. Y si es ése el caso, igual te pido que intercedas por mí.

—Eres repulsiva, Collette.

A veces, cuando maman y Julien habían salido, Pari se desnudaba en el recibidor y se contemplaba en el espejo. Encontraba defectos en su cuerpo. Era demasiado larguirucho, se decía; demasiado alto y sin formas, demasiado... utilitario. No había heredado ninguna de las cautivadoras curvas de su madre. A veces iba así, desnuda, hasta la habitación de su madre y se tendía en la cama donde sabía que ella y Julien hacían el amor. Se quedaba allí con los ojos cerrados y el corazón palpitante, regodeándose en su propia temeridad, con una especie de hormigueo extendiéndosele por el pecho, el vientre y más abajo.

Acabó, por supuesto. Lo de maman y Julien. Pari se sintió aliviada, pero no sorprendida. Al final, a maman los hombres siempre le fallaban. Siempre quedaban en un puesto desastroso, muy por debajo del ideal que ella se fijaba con ellos. Lo que empezaba con exuberancia y pasión acababa siempre con tensas acusaciones y palabras rencorosas, con ira y ataques de llanto y lanzamiento de utensilios de cocina. En desmoronamiento. En melodrama. Maman era incapaz de iniciar o poner fin a una relación sin excesos.

Entonces venía el previsible período en que maman le cogía de pronto el gusto a la soledad. Se quedaba en la cama con un viejo abrigo sobre el pijama, una presencia cansina, compungida y adusta en el apartamento. Pari sabía que más valía dejarla sola. Sus intentos de consolarla o hacerle compañía no eran bienvenidos. Aquel humor tan hosco duraba semanas. Con Julien, fue considerablemente más largo.

—Ah, merde! —exclama ahora maman.

Está sentada en la cama, todavía con la bata de hospital. La enfermera le está quitando la vía del brazo y el doctor Delaunay le ha dado a Pari los papeles del alta.

—¿Qué pasa?

—Acabo de acordarme. Dentro de un par de días me hacen una entrevista.

—¿Una entrevista?

—Es un artículo para una revista de poesía.

—Qué bien, maman.

—Acompañarán la entrevista con una foto. —Se señala los puntos en la frente.

—Estoy segura de que encontrarás alguna forma elegante de ocultarlos.

Maman exhala un suspiro y mira hacia otro lado. Cuando la enfermera acaba de quitarle la aguja, esboza una mueca y le ladra a la pobre mujer algo poco amable que no merece.


Fragmento de «El ruiseñor afgano»,

entrevista a Nila Wahdati, por Étienne Boustouler,


Parallaxe, n.º 84, p. 36, invierno de 1974

Echo otro vistazo al piso y en un estante de la librería me llama la atención una fotografía enmarcada. En ella se ve a una niña en cuclillas sobre un paisaje agreste, absorta en la tarea de coger algo, alguna clase de baya. Lleva un abrigo de color amarillo vivo abotonado hasta el cuello que contrasta con el gris plomizo del cielo encapotado. Al fondo se divisa una casa de labranza de piedra con los postigos cerrados y el tejado maltrecho. Le pregunto por la niña.

N.W.: Es mi hija, Pari. Como la ciudad pero sin la ese. Significa «hada». Esa foto se tomó en un viaje a Normandía que hicimos las dos. En 1957, creo. Debía de tener ocho años.

E.B.: ¿Vive en París?

N.W.: Estudia Matemáticas en la Sorbona.

E.B.: Estará usted orgullosa.

Nila Wahdati sonríe y se encoge de hombros.

E.B.: Me sorprende un poco que su hija se haya decantado por esa carrera, habiéndose volcado usted en el arte.

N.W.: No sé de dónde ha sacado esa habilidad. Todas esas fórmulas y teorías incomprensibles... Supongo que a ella no le resultan incomprensibles. Yo apenas sé multiplicar.

E.B.: Tal vez se trate de una forma de rebelión. Algo sabe usted sobre eso de rebelarse, si no me equivoco.

N.W.: Sí, pero yo lo hice como está mandado. Fumaba, bebía y tenía muchos amantes. ¿Cómo vas a rebelarte con las matemáticas?

Se ríe.

N.W.: Además, mi hija sería la típica rebelde sin causa. Le he dado plena libertad. Siempre ha tenido todo lo que ha deseado. Nunca le ha faltado de nada. Ahora está viviendo con alguien, un hombre bastante mayor que ella. Encantador como él solo, culto, divertido. Un narcisista redomado, por supuesto. Con un ego descomunal.

E.B.: No aprueba usted la relación.

N.W.: Que la apruebe o no carece de importancia. Estamos en Francia, monsieur Boustouler, no en Afganistán. La vida de los jóvenes no depende de la aprobación parental.

E.B.: ¿Debo entender que su hija no conserva ningún vínculo con Afganistán?

N.W.: Tenía seis años cuando nos fuimos. Apenas recuerda el tiempo que pasó allí.

E.B.: A diferencia de usted, claro está.

Le pido que me hable de sus primeros años de vida.

Se excusa y abandona la habitación unos instantes. Al volver, me tiende una vieja y apergaminada foto en blanco y negro. En ella aparece un hombre de gesto severo y complexión robusta, con gafas y pelo reluciente, peinado con impecable raya. Está sentado a un escritorio, leyendo un libro. Viste un traje con solapas en pico, chaleco cruzado, camisa blanca de cuello alto y pajarita.

N.W.: Mi padre, en 1929. El año que nací yo.

E.B.: Todo un caballero.

N.W.: Pertenecía a la aristocracia pastún de Kabul. Era un hombre muy cultivado, de modales exquisitos y afable en el trato, como correspondía. Un gran narrador de historias, también. Al menos en público.

E.B.: ¿Y en privado?

N.W.: ¿Usted qué diría, monsieur Boustouler?

Cojo la foto y vuelvo a observarla.

E.B.: Distante, diría yo. Serio. Inescrutable. Intransigente.

N.W.: Insisto en que se tome una copa conmigo. No me gusta, o mejor dicho, detesto beber a solas.

Nila Wahdati me sirve una copa de chardonnay a la que doy un sorbo por mera cortesía.

N.W.: Tenía las manos frías, mi padre. Hiciera el tiempo que hiciera. Siempre las tenía frías. Y siempre se ponía traje, hiciera el tiempo que hiciera. Hecho a medida, con los pliegues perfectamente planchados. Y un fedora, también, y zapatos tipo Oxford, por supuesto, de dos tonos. Era un hombre apuesto, supongo, aunque ligeramente envarado. Había en él —esto sólo lo comprendí mucho más tarde— algo un poco ridículo, artificial, europeizante, incluyendo, faltaría más, los partidos semanales de bolos sobre hierba o de polo y la codiciada esposa francesa, todo ello merecedor de la efusiva aprobación del joven y liberal monarca.

Nila Wahdati se muerde las uñas y guarda un breve silencio. Aprovecho para dar la vuelta a la cinta de la grabadora.

N.W.: Mi padre dormía en su propia habitación, y mi madre y yo en otra. Comía fuera casi todos los días, con los ministros y consejeros del rey. O bien se iba a montar a caballo, o a jugar al polo, o a cazar. La caza era su gran pasión.

E.B.: Es decir que no lo veía usted muy a menudo. Era una figura ausente.

N.W.: No del todo. Ponía empeño en pasar unos minutos conmigo cada dos días. Venía a mi habitación y se sentaba en la cama, y ésa era la señal de que podía encaramarme a su regazo. Me balanceaba en sus rodillas durante un rato, sin que ninguno de los dos dijera gran cosa, hasta que él preguntaba: «¿Qué hacemos ahora, Nila?» A veces me dejaba coger el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera para volver a doblarlo. Huelga decir que me limitaba a embutirlo en el bolsillo hecho un gurruño, y entonces él fingía una expresión de asombro que a mí me resultaba de lo más cómica, y el juego se repetía hasta que él se cansaba, lo que no tardaba en ocurrir. Entonces me acariciaba el pelo con sus manos destempladas y decía: «Papá tiene que irse ya, cervatillo. Vete a jugar.»

Nila Wahdati devuelve la foto a su sitio. Al regresar, coge un nuevo paquete de tabaco de un cajón y enciende un cigarrillo.

N.W.: Así me llamaba, para mi regocijo. Solía dar saltos por el jardín —teníamos un jardín inmenso—, canturreando «¡Soy el cervatillo de papá, soy el cervatillo de papá!». Sólo mucho más tarde comprendí cuán siniestro era mi apodo.

E.B.: ¿Perdón?

Nila Wahdati sonríe.

N.W.: Mi padre cazaba ciervos, monsieur Boustouler.


Podrían haber vuelto caminando al piso de maman, que queda a tan sólo unas manzanas de distancia, pero la lluvia cae ahora con furia. En el taxi, maman va hecha un ovillo en el asiento de atrás, tapada con la gabardina de Pari, mirando por la ventanilla sin decir palabra. En ese momento Pari la ve mayor, mucho más de lo que corresponde a sus cuarenta y cuatro años. Avejentada, frágil y consumida.

Hace bastante que Pari no entra en el piso de maman. Cuando gira la llave en la cerradura y abre la puerta, lo primero que ve es la encimera de la cocina atestada de copas sucias, bolsas abiertas de patatas fritas y paquetes abiertos de pasta seca, platos con restos de alimentos irreconocibles, fosilizados. Sobre la mesa, una bolsa de papel repleta de botellas de vino vacías se sostiene en precario equilibro. Pari ve hojas de diario en el suelo, una de las cuales ha absorbido la sangre derramada horas antes, y sobre ésta un solitario calcetín de lana rosa. Se alarma al ver cómo vive su madre. Y también se siente culpable, lo que, conociendo a maman, bien podría tratarse de un efecto buscado. En cuanto lo piensa, se reprocha haberlo hecho. Es la clase de cosa que pensaría Julien. «Quiere que te sientas mal.» Se lo ha dicho en varias ocasiones a lo largo del último año. «Quiere que te sientas mal.» Cuando lo dijo por primera vez, Pari se sintió aliviada, comprendida. Le estaba agradecida por haber puesto palabras a algo que ella no podía o no quería verbalizar. Creyó haber encontrado un aliado. Pero ahora lo duda. Detecta en las palabras de él un destello de crueldad. Una inquietante ausencia de amabilidad.

En el suelo del dormitorio se amontonan las prendas de vestir, los discos, los libros y más diarios. Sobre el alféizar descansa un vaso con agua amarillenta, teñida por las colillas que flotan en su interior. Pari aparta libros y viejas revistas de la cama y ayuda a maman a meterse bajo las mantas.

Ésta busca su mirada al tiempo que se lleva el dorso de una mano a la frente vendada. La pose hace que parezca una actriz de cine mudo a punto de desmayarse.

—¿Estarás bien, maman?

—No creo —responde. No parece que lo diga por llamar la atención. Lo hace con desapego, en tono hastiado. Suena cansada, sincera y rotunda.

—Me estás asustando, maman.

—¿Vas a irte ya?

—¿Quieres que me quede?

—Sí.

—Entonces me quedo.

—Apaga la luz.

—¿Maman?

—Sí.

—¿Estás tomando la medicación? ¿Has dejado las pastillas? Creo que las has dejado y me preocupa.

—Basta de monsergas y apaga la luz.

Pari obedece. Se sienta en el borde de la cama y espera que su madre se duerma. Luego va a la cocina y emprende la ímproba tarea de recoger y limpiar. Se pone un par de guantes y empieza por los platos. Lava vasos que hieden a leche agria, cuencos con un poso de cereales amazacotados, platos con comida recubierta de aterciopeladas manchas de moho verde. Recuerda la primera vez que fregó los platos en el piso de Julien, al día siguiente de su primera noche juntos. Julien había hecho tortillas para desayunar. Recuerda cómo disfrutó con aquella sencilla escena hogareña, ella lavando platos en la cocina mientras él ponía una canción de Jane Birkin en el tocadiscos.

Había vuelto a coincidir con él el año anterior, 1973, por primera vez en casi una década. Se habían visto por casualidad en una marcha de protesta delante de la embajada canadiense, una manifestación estudiantil contra la matanza de focas. Pari no quería ir, y además tenía que acabar un trabajo sobre las funciones meromorfas, pero Collette había insistido. A la sazón compartían piso, un arreglo con el que ambas se sentían cada vez más a disgusto. Collette había empezado a fumar hierba. Se ponía ridículas cintas en el pelo y holgadas túnicas magenta con pájaros y margaritas bordados. Metía en casa a chicos de pelo largo y aspecto desaliñado que engullían la comida de Pari y martirizaban la guitarra. Collette siempre estaba en la calle coreando alguna consigna a voz en grito, denunciando el racismo, la crueldad hacia los animales, la esclavitud, los ensayos nucleares de los franceses en el Pacífico. Siempre había un intenso trajín en el piso, un incesante ir y venir de gente a la que Pari no conocía de nada. Y cuando las dos compañeras de piso se quedaban a solas, Pari notaba una nueva tensión entre ambas, cierto desdén por parte de Collette, una tácita forma de censura.

—Mienten —afirmó Collette con vehemencia—. Dicen que utilizan métodos humanitarios. ¡Humanitarios! ¿Has visto cómo les abren el cráneo a garrotazos? ¿Has visto esos picos? Las mayoría de esos pobres animales ni siquiera ha muerto todavía cuando les clavan los ganchos y los izan a bordo. Los despellejan vivos, Pari. ¡Vivos!

El modo en que Collette pronunció estas últimas palabras, recalcándolas, hizo que Pari sintiera ganas de excusarse. No habría sabido decir por qué, pero sí sabía que en los últimos tiempos apenas podía respirar en compañía de Collette, entre sus reproches y su batería de denuncias.

Sólo una treintena de estudiantes habían acudido a la manifestación. Corría el rumor de que Brigitte Bardot en persona iba a hacer acto de presencia, pero al final resultó no ser más que eso, un rumor. Collette estaba decepcionada por la escasa repercusión de la convocatoria. Entabló una acalorada discusión con un joven delgado, paliducho y con gafas llamado Eric que, según dedujo Pari, era el encargado de organizar la marcha. Pobre Eric. Pari se compadeció de él. Todavía furibunda, Collette encabezó la marcha. Pari la seguía a regañadientes desde la retaguardia, junto a una chica de pecho liso que voceaba consignas con una especie de euforia nerviosa. Pari no despegaba los ojos del asfalto y hacía lo posible por no llamar la atención.

En una esquina, alguien le dio unos golpecitos en el hombro.

—Diría que te mueres por ser rescatada.

Julien llevaba una chaqueta de tweed encima del jersey, vaqueros y bufanda de lana. Tenía el pelo más largo y había envejecido con elegancia, de un modo que algunas mujeres de su edad podrían considerar injusto y exasperante. Seguía siendo delgado y atlético pese a las patas de gallo, las sienes más encanecidas y un leve hastío en la mirada.

—Así es —reconoció ella.

Se besaron en la mejilla, y cuando él le preguntó si le apetecía ir a tomar un café, Pari aceptó.

—Tu amiga parece enfadada. Mejor dicho, furibunda.

Pari miró hacia atrás y vio a Collette junto a Eric, todavía gritando y agitando el puño, pero también, por absurdo que fuera, mirándolos a ambos con ira homicida. Pari reprimió una carcajada que habría producido daños irreparables, se encogió de hombros a modo de disculpa y se escabulló.

Entraron en un pequeño café y se sentaron junto a la ventana. Julien pidió café y un milhojas de crema para cada uno. Pari vio cómo se dirigía al camarero con el cordial aplomo que tan bien recordaba y notó el mismo aleteo en el estómago que sentía siendo poco más que una niña, cuando él iba a recoger a maman. De pronto se avergonzó de sus uñas roídas, el rostro sin maquillar, el pelo rizado que le colgaba sin gracia a ambos lados de la cara, y deseó habérselo secado después de la ducha, pero llegaban tarde y Collette la esperaba dando vueltas por el piso como una fiera enjaulada.

—No te hacía de las que salen a la calle a protestar —observó Julien, encendiéndole un cigarrillo.

—Y no lo soy. He venido más por culpa que por convicción.

—¿Culpa? ¿Te refieres a las focas?

—A Collette.

—Ah. Entiendo. ¿Sabes?, tu amiga me da un poquito de miedo.

—Nos pasa a todos.

Rieron al unísono. Julien alargó la mano y le tocó la bufanda, pero luego la apartó.

—Decir que estás hecha una mujer sería una obviedad, así que no lo haré. Pero sí te diré que estás radiante, Pari.

Ella se cogió la solapa de la gabardina.

—¿Con mi disfraz de inspector Clouseau, quieres decir?

Collette le había dicho que era un hábito estúpido, el de las bromitas autodestructivas con las que Pari intentaba disimular su inseguridad ante los hombres por los que se sentía atraída. Sobre todo cuando le hacían algún cumplido. No era la primera vez, y mucho menos la última, que envidiaba a maman por su naturalidad y su confianza en sí misma.

—Y ahora me dirás que de casta le viene al galgo —aventuró.

Ah, non. Por favor. Demasiado evidente. Como sabes, piropear a una mujer es todo un arte.

—No, no lo sé. Pero estoy segura de que tú sí.

El camarero sirvió los hojaldres y el café. Pari se centró en observar las manos de éste mientras disponía las tazas y platos sobre la mesa. Notó sus propias manos sudorosas. Sólo había tenido cuatro amantes en su vida, una cifra modesta, lo sabía, y más si se comparaba con maman a su edad, o incluso con Collette. Era demasiado observadora, demasiado sensible, demasiado complaciente y adaptable, y en general mucho más estable y menos exigente que cualquiera de las dos. Pero éstas no eran las cualidades que volvían locos a los hombres. Y no había querido a ninguno de sus cuatro amantes, por más que a uno le mintiera diciéndole lo contrario. Sin embargo, en secreto, por debajo de todas y cada una de esas relaciones, había mantenido vivo el recuerdo de Julien y su hermoso rostro que parecía poseer luz propia.

Mientras comían, él le habló de su trabajo. Comentó que había dejado de dar clases tiempo atrás. Durante unos años, había trabajado en sostenibilidad de la deuda para el FMI. Según dijo, lo mejor de la experiencia había sido la oportunidad de viajar.

—¿Adónde?

—A Jordania, a Iraq... Luego me tomé un par de años sabáticos para escribir un libro sobre las economías sumergidas.

—¿Te lo han publicado?

—Eso dicen. —Sonrió—. Ahora trabajo para una empresa privada de consultoría, aquí en París.

—Yo también quiero viajar —dijo Pari—. Collette no para de decir que deberíamos ir a Afganistán.

—Sospecho por qué lo dice.

—Pues he estado dándole vueltas. A lo de volver allí, quiero decir. Lo del hachís me da igual, pero sí que me gustaría recorrer el país, conocer el lugar donde nací. Tal vez buscar la casa donde viví con mis padres.

—No sabía que tuvieras esa inquietud.

—Me pica la curiosidad. Al fin y al cabo, apenas me acuerdo de nada.

—Me suena que una vez me hablaste de un cocinero que teníais allí.

Pari se sintió secretamente halagada. Que Julien recordara algo que ella le había comentado tanto tiempo atrás indicaba que había pensado en ella durante los años transcurridos desde entonces. Pari debió de ocupar sus pensamientos más de una vez.

—Sí. Se llamaba Nabi. También era el chófer. Conducía el coche de mi padre, un gran automóvil americano azul con el techo de color canela. Recuerdo que tenía una cabeza de águila sobre el capó.

Más tarde, Julien le preguntó por los estudios y ella le contó que había decidido centrarse en las variables complejas. Él la escuchó con una atención que maman jamás le había dedicado; a ella todo aquello parecía resultarle soporífero y no comprendía la pasión de Pari por los números. Era incapaz de fingir siquiera un atisbo de interés. Hacía bromas desenfadadas con las que parecía reírse de su propia ignorancia: «Oh, la la —decía, sonriendo—, ¡mi cabeza, mi cabeza! ¡Da vueltas como una peonza! Te propongo un trato, Pari: yo iré por un té y tú mientras tanto vuelves a la tierra, d’accord?» Se reía y Pari le seguía la corriente, pero percibía cierto tono incisivo, una especie de reproche latente en las palabras de su madre, la sugerencia de que aquella erudición se le antojaba esotérica y su empeño en cultivarla una frivolidad. ¡Una frivolidad! Desde luego tenía su gracia viniendo de una poetisa, aunque Pari jamás se lo habría echado en cara.

Julien le preguntó qué era lo que tanto la fascinaba de las matemáticas, y ella contestó que le resultaban reconfortantes.

—A mí «sobrecogedor» me habría parecido un adjetivo más adecuado —repuso él.

—Eso también.

Pari dijo que hallaba cierto consuelo en lo inmutable de las verdades matemáticas, en su ausencia de arbitrariedad y ambigüedad. En el hecho de saber que, si bien las respuestas quizá se resistieran, era posible encontrarlas. Allí estaban, esperando entre los garabatos de tiza.

—A diferencia de lo que pasa en la vida, quieres decir —observó él—. Ahí las preguntas o bien no tienen respuesta o más vale no saberlas.

—¿Tan transparente soy? —Pari soltó una risita y escondió la cara tras la servilleta—. Parezco una tonta.

—En absoluto —repuso él, apartando la servilleta—. En absoluto.

—Como una de tus alumnas. Seguro que te recuerdo a tus alumnas.

Julien le hizo más preguntas, gracias a las cuales Pari descubrió que poseía conocimientos básicos sobre la teoría analítica de números y estaba familiarizado, al menos de pasada, con Gauss y Bernhard Riemann. La charla se prolongó hasta la noche. Tomaron café y después cerveza, que dio paso al vino. Y luego, cuando era imposible seguir posponiéndolo, Julien se inclinó un poco hacia delante y preguntó en tono educado, de compromiso:

—Dime, ¿qué tal está Nila?

Pari infló las mejillas y soltó el aire lentamente.

Julien asintió con gesto cómplice.

—Puede que pierda la librería —reveló Pari.

—Lamento oírlo.

—Hace años que el negocio va de mal en peor. Es posible que se vea obligada a echar el cierre. Jamás lo reconocerá, pero sería un golpe duro de encajar. Le costaría reponerse.

—¿Sigue escribiendo?

—No desde hace algún tiempo.

Julien no tardó en cambiar de tema, para alivio de Pari. No quería hablar de maman, su afición al alcohol y lo mucho que le costaba que se tomara las pastillas. Recordaba las miradas incómodas cada vez que ellos dos se quedaban a solas mientras maman se vestía en la habitación de al lado. Recordaba a Julien mirándola, a sí misma sin saber qué decir. Maman debió de intuirlo. Quizá ésa había sido la razón por la que había roto con él. De ser así, Pari tenía el presentimiento de que lo había hecho más como amante celosa que como madre protectora.

Pocas semanas después, Julien le pidió a Pari que se fuera a vivir con él. Tenía un pequeño piso en la orilla izquierda del Sena, en el VII arrondissement. Pari accedió, pues ahora la quisquillosa hostilidad de Collette hacía irrespirable el ambiente en el piso que compartían.

Pari recuerda el primer domingo que pasó con Julien en su piso. Se habían recostado en el sofá, acoplados el uno al otro. Pari estaba sumida en un plácido duermevela y Julien, que había apoyado las largas piernas en la mesa de centro, tomaba un té mientras leía un artículo de opinión en el diario. En el tocadiscos sonaba Jacques Brel. De vez en cuando, Pari desplazaba la cabeza sobre su pecho y Julien se inclinaba para darle un suave beso en el párpado, la oreja, la nariz.

—Tenemos que decírselo a maman.

Pari notó cómo Julien se tensaba. Él dobló el diario, se quitó las gafas de lectura y las dejó en el brazo del sofá.

—Tiene que saberlo —añadió.

—Supongo.

—¿Sólo lo supones?

—No, tienes razón, por supuesto. Deberías llamarla. Pero ten cuidado. No le pidas permiso ni busques su aprobación, porque no te dará ni lo uno ni lo otro. Sólo díselo. Y asegúrate de hacerle entender que no se trata de una negociación.

—Es fácil decirlo.

—Bueno, quizá. Aun así, recuerdo que Nila es una mujer rencorosa. Siento decirlo, pero ésa fue la causa de que lo nuestro se acabara. Es terriblemente rencorosa. Por eso sé que no te lo pondrá fácil.

Pari soltó un suspiro y cerró los ojos. Sólo de pensarlo se le encogía el estómago.

Julien le acarició la espalda.

—No seas pejiguera.

Pari la llamó al día siguiente. Maman ya lo sabía.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Collette.

«Claro», pensó Pari.

—Iba a decírtelo.

—Sé que ibas a hacerlo. Que estás haciéndolo. No se puede ocultar algo así.

—¿Estás enfadada?

—¿Acaso importa?

Pari estaba junto a la ventana. Con el dedo, recorrió distraídamente el borde azul de la vieja y desconchada taza de café de Julien. Cerró los ojos.

—No, maman. No importa.

—Bueno, ojalá pudiera decir que eso no me ha dolido.

—No era mi intención.

—Eso es muy discutible.

—¿Por qué iba a querer hacerte daño, maman?

Nila soltó una carcajada hueca, desagradable.

—A veces te miro y no me veo en ti. Por supuesto que no. Supongo que no es de extrañar, al fin y al cabo. No sé qué clase de persona eres, Pari. No sé quién eres, ni de lo que eres capaz, lo que llevas en la sangre. Eres una extraña para mí.

—No entiendo qué quieres decir —repuso Pari.

Pero su madre ya había colgado.


Fragmento de «El ruiseñor afgano», entrevista


a Nila Wahdati, por Étienne Boustouler,


Parallaxe, n.º 84, p. 38, invierno de 1974

E.B.: ¿Aprendió usted francés aquí?

N.W.: Mi madre me lo enseñó en Kabul, cuando era pequeña. Sólo me hablaba en francés. Me daba clase todos los días. Su partida supuso un duro golpe para mí.

E.B.: ¿Regresó a Francia?

N.W.: Sí. Mis padres se divorciaron en 1939, cuando yo tenía diez años. Era la única hija que tenía mi padre. Dejarme marchar con ella hubiese sido impensable, así que yo me quedé y ella se fue a París, a vivir con su hermana Agnes. Mi padre trató de compensar la pérdida que había supuesto para mí manteniéndome ocupada con una institutriz, clases de equitación, de arte. Pero nada puede sustituir a una madre.

E.B.: ¿Qué fue de ella?

N.W.: Ah, murió. Cuando los nazis entraron en París. No la mataron, aunque sí a su hermana Agnes. Mi madre murió de neumonía. Mi padre no me lo dijo hasta que los aliados liberaron París, pero para entonces yo ya lo sabía. Sencillamente lo sabía.

E.B.: Debió de ser terrible.

N.W.: Fue un golpe tremendo. Quería mucho a mi madre. Había planeado irme a vivir con ella a Francia después de la guerra.

E.B.: Doy por sentado, entonces, que no se llevaba bien con su padre.

N.W.: Manteníamos una relación tensa. Empezamos a discutir. Bastante a menudo, lo que era toda una novedad para él. No estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, y mucho menos una mujer. Nos peleábamos por mi vestuario, por lo que decía, por cómo o a quién se lo decía, por los lugares a los que iba. Yo me había vuelto descarada y atrevida, y él aún más austero y ascético en lo emocional. Nos habíamos convertido en adversarios naturales.

Ríe entre dientes y se ciñe el pañuelo que lleva anudado en la nuca.

N.W.: Y entonces me dio por enamorarme. A menudo, de un modo desesperado y, para consternación de mi padre, de los hombres inapropiados. El hijo de un ama de llaves, un funcionario de medio pelo que gestionaba algunos asuntos suyos. Arrebatos de juventud, simples caprichos todos ellos, condenados al fracaso desde el primer momento. Quedaba a escondidas, me escapaba de casa para acudir a mis citas, y por supuesto alguien acababa informando a mi padre que me había visto en tal o cual calle. Le decían que estaba tonteando. Siempre lo decían así, que estaba tonteando. O bien que me estaba exhibiendo. Mi padre enviaba entonces una partida de rescate para que me llevara de vuelta a casa. No me dejaba salir de mi habitación durante días. Me decía desde el otro lado de la puerta: «Me humillas. ¿Por qué me humillas así? ¿Qué voy a hacer contigo?» Y a veces contestaba a su propia pregunta con el cinturón, o bien con el puño. Me perseguía por toda la habitación. Supongo que creía que podría someterme por la fuerza. En aquella época yo escribía mucho. Largos y escabrosos poemas cargados de pasión adolescente. También bastante melodramáticos e histriónicos, me temo. Pájaros enjaulados, amantes encadenados y cosas por el estilo. No puedo decir que esté orgullosa de ellos.

Intuyo que la falsa modestia no es lo suyo, y por tanto me veo obligado a suponer que se trata de una valoración sincera de esos poemas de juventud. De ser así, es sumamente implacable consigo misma. Lo cierto es que sus escritos de ese período son deslumbrantes, incluso en su versión traducida, y más teniendo en cuenta que los escribió a una edad tan temprana. Son conmovedores, desbordantes de emoción, profundidad, riqueza de imágenes y elocuencia. Hablan con suma delicadeza de la soledad y de una indecible pena. Cuentan sus desilusiones, las cimas y abismos del amor juvenil en todo su esplendor, en lo que encierra de promesa y yugo. Y a menudo se percibe en ellos una marcada claustrofobia, un horizonte menguante, y siempre, la sensación de lidiar contra la tiranía de las circunstancias, a menudo representada por una siniestra figura masculina, jamás nombrada, que planea como una amenaza. Una alusión no del todo velada a su padre, podría deducirse. Se lo comento.

E.B.: Y en esos poemas rompe con el ritmo, la rima y la métrica que, según tengo entendido, son consustanciales a la poesía persa clásica. Recurre al flujo libre de imágenes. Exalta detalles triviales, elegidos al azar. Fue algo bastante innovador, por lo que tengo entendido. ¿Sería justo decir que, de haber nacido usted en un país más rico —Irán, pongamos por caso—, es probable que la consideraran una precursora de la poesía moderna?

Nila Wahdati sonríe con ironía.

N.W.: Figúrese.

E.B.: Aun así, me sorprende bastante lo que ha dicho antes, que no se siente orgullosa de esos poemas. ¿Le complace alguna de sus obras?

N.W.: Una pregunta espinosa. Supongo que podría contestar afirmativamente si pudiera mantenerlas al margen del proceso creativo en sí.

E.B.: Se refiere a separar el fin de los medios.

N.W.: Contemplo el proceso creativo como una empresa necesariamente vil. Si hurga usted en las entrañas de una obra literaria exquisita, monsieur Boustouler, encontrará toda clase de bajezas. Crear significa saquear vidas ajenas, convirtiendo a sus protagonistas en partícipes del todo involuntarios. Te apropias de sus deseos, te embolsas sus defectos, los despojas de sus sueños, de su sufrimiento. Tomas lo que no te pertenece. Lo haces de un modo consciente.

E.B.: Y a usted se le daba de maravilla.

N.W.: No lo hacía en nombre de ningún ideal artístico noble y elevado, sino porque no tenía más remedio. Era un impulso al que sencillamente no podía resistirme. De no haberme rendido a él, me habría vuelto loca. Me pregunta usted si peco de orgullosa. Me resulta difícil alardear de algo a sabiendas de que lo obtuve por medios moralmente cuestionables. La decisión de alabar o no mi obra se la dejo a los demás.

Nila Wahdati apura la copa de vino y vuelve a llenarla con lo que queda en la botella.

N.W.: Lo que sí puedo asegurarle, en cambio, es que nadie alababa mis poemas en Kabul. Nadie me consideraba precursora de nada, como no fuera del mal gusto, el libertinaje y la inmoralidad. Empezando por mi padre. Decía que mis escritos eran las digresiones de una puta. Ése era exactamente el término que empleaba. Decía que había empañado irremediablemente el buen nombre de su familia. Que lo había traicionado. Me preguntaba una y otra vez por qué me resultaba tan difícil ser una mujer respetable.

E.B.: ¿Y usted qué le contestaba?

N.W.: Le decía que me importaba un bledo que me considerara respetable o no. Que no tenía intención de ponerme yo misma la soga al cuello.

E.B.: Supongo que eso lo disgustaba más aún.

N.W.: Naturalmente.

Dudo si decir lo siguiente.

E.B.: Pero entiendo la ira de su padre.

Nila Wahdati arquea una ceja.

N.W.: ¿De veras?

E.B.: Él era un patriarca, al fin y al cabo, y usted suponía un desafío directo a todo lo que conocía, lo que más apreciaba. Al luchar usted, tanto en su vida como en su obra, por abrir nuevos horizontes a la mujer, por el derecho a opinar sobre su propia condición, a alcanzar su legítima identidad, ponía en tela de juicio el monopolio que los hombres como él detentaban desde hacía siglos. Decía usted lo indecible. Podría afirmarse que encabezó una pequeña revolución femenina unipersonal.

N.W.: Y yo que me he pasado todo este tiempo convencida de que escribía sobre sexo.

E.B.: Bueno, eso también está incluido, ¿no?

Hojeo mis notas y menciono algunos de sus poemas abiertamente eróticos. «Espinos», «De no ser por la espera», «La almohada». De paso confieso que no se cuentan entre mis preferidos. Señalo que carecen de sutileza y ambigüedad. Suenan como creados con el único propósito de consternar y escandalizar. Se me antojan polémicas y airadas críticas a los roles de género que imperaban en la sociedad afgana.

N.W.: No es de extrañar que suenen airadas, porque yo lo estaba. Me enfurecía la idea de que había que protegerme del sexo. De que había que protegerme de mi propio cuerpo. Porque era una mujer, y las mujeres, por si no lo sabe, son seres inmaduros emocional, moral e intelectualmente. Carecen de autocontrol, ¿comprende usted?, son vulnerables a la tentación carnal. Criaturas hipersexuadas a las que hay que refrenar, pues de lo contrario se meterían en la cama con todos los Ahmads y Mahmuds que se cruzaran en su camino.

E.B.: Pero, y perdóneme la osadía, eso fue justo lo que hizo usted, ¿no?

N.W.: Sólo como forma de protesta contra esa misma idea.

Nila Wahdati posee una risa maravillosa, rebosante de malicia, ingenio e inteligencia. Me pregunta si quiero almorzar. Me cuenta que su hija le ha llenado la nevera hace poco y se dispone a preparar lo que resulta ser un delicioso sándwich de jamón. Uno solo. Para sí misma, descorcha otra botella de vino y enciende otro cigarrillo. Luego toma asiento.

N.W.: ¿Está usted de acuerdo conmigo en que, por el bien de esta charla, deberíamos mantener un tono cordial, monsieur Boustouler?

Le contesto que sí.

N.W.: Entonces hágame dos favores. Cómase el sándwich y deje de mirar mi copa.

Huelga decir que su comentario corta de raíz cualquier impulso que pudiera tener de preguntarle por su afición a la bebida.

E.B.: ¿Qué pasó después?

N.W.: En 1948, cuando tenía casi diecinueve años, caí enferma. Era grave, dejémoslo ahí. Mi padre me llevó a Delhi para recibir tratamiento. Se quedó conmigo seis semanas, mientras los médicos se ocupaban de mí. Me dijeron que podría haber muerto. Tal vez hubiese sido lo mejor. La muerte puede ser justo el empujón que necesita la carrera de un joven poeta. Cuando regresamos a casa, me había convertido en un ser frágil y retraído. No tenía ánimos para escribir. No había comida, conversación ni forma alguna de entretenimiento que despertara mi interés. No soportaba las visitas. Sólo quería correr las cortinas y pasarme el día durmiendo. Eso era justo lo que hacía, la mayoría de las veces. Hasta que al final me cansé de estar en la cama y poco a poco empecé a recuperar mis rutinas diarias, y me refiero a los hábitos mínimos e indispensables que todo ser humano necesita para asegurar sus funciones vitales y aparentar cierto grado de civilización. Pero me sentía disminuida. Como si una parte vital de mí misma se hubiese quedado en la India.

E.B.: Su padre estaría preocupado...

N.W.: Todo lo contrario. Aquello lo animó. Creía que el hecho de haberme enfrentado a mi propia mortalidad había servido para sacudirme de golpe la inmadurez y la rebeldía adolescente. No comprendía que me sentía perdida. He leído, monsieur Boustouler, que, si eres víctima de una avalancha, cuando estás sepultado bajo la nieve pierdes por completo el sentido de la orientación; sientes el impulso de abrirte paso hacia la superficie, pero si te equivocas de dirección, lo único que consigues es cavar tu propia sepultura. Así me sentía yo, desorientada, sumida en la confusión, sin norte. Profundamente deprimida, también. En semejante estado, una es vulnerable. Lo que seguramente explica que al año siguiente, 1949, cuando Suleimán Wahdati vino a pedir mi mano, dijera que sí.

E.B.: Tenía usted veinte años.

N.W.: A diferencia de él.

Nila Wahdati me ofrece otro sándwich, que rehúso, y una taza de café que sí acepto. Mientras pone el agua al fuego, me pregunta si estoy casado. Le contesto que no, y que dudo que llegue a estarlo nunca. Se vuelve a medias, me observa unos instantes y luego sonríe.

N.W.: Ah. Por lo general acierto.

E.B.: ¡Sorpresa!

N.W.: Tal vez sea por la conmoción cerebral.

Señala el pañuelo que lleva en la cabeza.

N.W.: Esto de aquí no es una concesión a la moda. Hace un par de días resbalé, caí y me abrí la frente. Aun así, debería haberlo intuido. Lo suyo, quiero decir. Sé por experiencia que los hombres que comprenden bien a las mujeres, como usted, rara vez parecen dispuestos a tener nada que ver con ellas.

Me sirve el café, enciende un cigarrillo y se sienta.

N.W.: Tengo una teoría sobre el matrimonio, monsieur Boustouler. Y es que, casi siempre, en cuestión de dos semanas uno sabe si va a funcionar o no. Es asombroso que tanta gente siga encadenada al otro durante años, décadas incluso, en un prologando y mutuo estado de autoengaño y falsas esperanzas cuando en realidad conocen la respuesta desde esas primeras semanas. Yo ni siquiera necesité tanto tiempo. Mi marido era un hombre decente. Pero también distante, insulso y demasiado serio. Además, estaba enamorado del chófer.

E.B.: Ah. Eso debió de ser un golpe duro.

N.W.: Bueno, digamos que era la gota que colmaba el vaso.

Nila Wahdati esboza una sonrisa amarga.

N.W.: Más que nada, me daba lástima. No podía haber nacido en peor tiempo o lugar. Murió de un infarto cerebral cuando nuestra hija tenía seis años. Entonces podía haberme quedado en Kabul. Tenía la casa y la fortuna de mi marido, además de un jardinero y el mencionado chófer. Habría llevado una vida cómoda. Pero hice las maletas y me vine a Francia con Pari.

E.B.: Lo que, como ha dicho antes, hizo por su bien.

N.W.: Todo lo que he hecho, monsieur Boustouler, lo he hecho por mi hija. Aunque ella no lo entienda ni sepa apreciarlo en su justa medida. Puede llegar a ser desconsiderada hasta límites insospechados, esta hija mía. Si sólo supiera... Si supiera la clase de vida que le hubiese tocado vivir de no ser por mí...

E.B.: ¿Ha supuesto su hija una decepción para usted?

N.W.: Monsieur Boustouler, he llegado a creer que es mi castigo.


Un día de 1975, Pari llega a su nuevo piso y encuentra un pequeño paquete sobre la cama. Ha pasado un año desde la noche que recogió a su madre en una habitación de Urgencias, y nueve meses desde que dejó a Julien. Ahora vive con una estudiante de Enfermería llamada Zahia, una joven argelina de pelo castaño rizado y ojos verdes. Es una chica resuelta, de temperamento alegre y desenfadado, y la convivencia ha sido fácil, aunque Zahia acaba de prometerse con su novio, Sami, y se irá a vivir con él cuando termine el semestre.

Hay una nota doblada junto al paquete. «Ha llegado esto para ti. Voy a pasar la noche en casa de Sami. Nos vemos mañana. Je t’embrasse. Zahia.»

Pari rasga el envoltorio del paquete. Dentro hay una revista y, sujeta con un clip, otra nota manuscrita con una caligrafía familiar, de una elegancia casi femenina. «Esto fue enviado a Nila, y luego remitido a la pareja que vive en el antiguo piso de Collette, que me lo hizo llegar a mí. Deberías actualizar tu dirección de correo. Allá tú si decides leerlo. Me temo que ninguno de nosotros sale muy bien parado. Julien.»

Pari deja caer la revista en la cama y se prepara una ensalada de espinacas y un poco de cuscús. Se pone el pijama y come delante de la tele, un pequeño aparato en blanco y negro de alquiler. Mira distraídamente las imágenes de los refugiados survietnamitas evacuados en avión a su llegada a Guam. Piensa en Collette, que se había manifestado en las calles contra la intervención estadounidense en Vietnam, que había llevado una corona de dalias y margaritas al funeral de maman, que la había abrazado y besado a ella, Pari, que había recitado con exquisita sensibilidad uno de los poemas de Nila.

Julien no había acudido al sepelio. Había llamado para decir, sin demasiada convicción, que no le gustaban los funerales. Que le parecían deprimentes.

«A quién no», había contestado Pari.

«Creo que será mejor que me mantenga al margen.»

«Haz lo que quieras —había dicho Pari, mientras pensaba—, pero tu ausencia no te absolverá. Como tampoco mi presencia me absolverá a mí. De lo irresponsables que fuimos. Y lo desconsiderados. Dios mío». Pari había colgado sabiendo que su aventura con Julien había supuesto el empujón final para maman. Había colgado sabiendo que, hasta el último de sus días, la culpa, los terribles remordimientos, se le echarían encima en cualquier momento, pillándola desprevenida y causándole un dolor atroz. Tendría que acostumbrarse a combatirlos, ahora y siempre. Sería como tener un grifo que goteara sin cesar en algún rincón de su mente.

Después de cenar, se da un baño y repasa los apuntes para un examen. Ve un poco más la tele, lava y seca los platos, barre el suelo de la cocina. Pero de nada sirve. No puede dejar de pensar en ello. La revista descansa sobre la cama, llamándola como un zumbido de baja frecuencia.

Después, se pone la gabardina encima del pijama y sale a dar un paseo por el boulevard de la Chapelle, unas pocas manzanas al sur del piso. Sopla un aire gélido y la lluvia azota la acera y los escaparates, pero el piso no puede contener su agitación en ese momento. Necesita el aire frío y húmedo, los espacios abiertos.

De pequeña, recuerda Pari, era toda preguntas. «¿Tengo primos en Kabul, maman? ¿Tengo tías y tíos? ¿Y abuelos, tengo un grandpère y una grandmaman? ¿Cómo es que nunca vienen a vernos? ¿Podemos mandarles una carta? ¿Podemos ir a visitarlos, por favor?»

La mayor parte de las preguntas giraban en torno a su padre. «¿Cuál era su color preferido, maman?», «Dime, maman, ¿era un buen nadador?», «¿Sabía muchos chistes?». Lo recuerda correteando tras ella por la habitación, haciéndola rodar sobre una alfombra, haciéndole cosquillas en las plantas de los pies y la barriga. Recuerda el olor de su jabón de lavanda, el brillo de la ancha frente, los dedos largos. Los gemelos ovalados de lapislázuli, el pliegue de los pantalones. Alcanza a ver las motas de polvo que levantaban los dos saltando sobre la alfombra.

Lo que Pari siempre había esperado de su madre era el factor aglutinador que le permitiera unir los jirones sueltos, inconexos, de sus recuerdos para convertirlos en una suerte de relato coherente. Pero maman nunca decía gran cosa. Siempre retenía detalles de la vida de Pari, y de la que ambas habían compartido en Kabul. La mantenía al margen de su pasado común, hasta que al final Pari dejó de preguntar.

Y ahora resultaba que maman le había contado a un periodista, a ese tal Étienne Boustouler, más acerca de sí misma y de su vida de lo que nunca reveló a su propia hija.

O quizá no.

Pari ha leído la entrevista tres veces antes de salir a la calle. Y ahora no sabe qué pensar, qué creer. Mucho de todo eso le suena a falso. Una parte podría interpretarse incluso como una parodia. Un escabroso melodrama de bellezas encarceladas y romances condenados al fracaso y un ambiente opresivo, todo ello narrado de modo vívido y trepidante.

Pari se dirige al oeste, hacia Pigalle, caminando a paso ligero, con las manos en los bolsillos de la gabardina. El cielo se oscurece rápidamente y el chaparrón que le fustiga el rostro, ahora más intenso y regular, repiquetea en las ventanas y desdibuja los faros de los coches. Pari no recuerda haber visto nunca a ese hombre, a su abuelo, el padre de maman, a no ser en la fotografía en que sale leyendo sentado al escritorio, pero duda de que fuera el villano de bigotes retorcidos que maman describe en la entrevista. Pari cree poder leer entre líneas. Tiene su propia teoría. En su versión de la historia, él aparece como un hombre preocupado, y con razón, por el bienestar de una hija profundamente desgraciada y autodestructiva que no puede evitar poner patas arriba su propia vida. Un hombre que, pese a encajar incontables humillaciones y ataques a su dignidad, no abandona a su hija, la acompaña a la India cuando cae enferma, permanece seis semanas a su lado. Por cierto, ¿qué tenía exactamente maman? ¿Qué le hicieron en la India?, se pregunta Pari, pensando en la cicatriz vertical de su vientre. Se lo había preguntado a Zahia y ésta le había dicho que la incisión de la cesárea era horizontal.

Y luego estaba lo que maman había revelado al entrevistador acerca de su marido, el padre de Pari. ¿Sería una calumnia? ¿Sería verdad que estaba enamorado de Nabi, el chófer? Y si era cierto, ¿por qué desvelar algo así ahora, después de todo ese tiempo, salvo para confundir, humillar y quizá hacer daño? Y en tal caso, ¿a quién?

En lo tocante a su persona, no la sorprendía que maman se refiriera a ella en términos poco halagüeños —no después de lo de Julien—, como tampoco la sorprendió la versión selectiva, aséptica, que daba de su propia experiencia como madre.

¿Mentiras?

Y sin embargo...

Maman era una escritora de gran talento. Pari ha leído cada palabra de las que escribió en francés y también cada poema de los que tradujo del farsi. La fuerza y la belleza de su escritura son innegables. Sin embargo, si la versión de su vida que dio en la entrevista era falsa, ¿de dónde salían los pensamientos e imágenes que poblaban su obra? ¿Dónde estaba el manantial del que brotaban todas aquellas palabras sinceras, hermosas, brutales y tristes? ¿O era sólo una embaucadora con un don? ¿Una prestidigitadora que, usando la pluma a modo de varita mágica, era capaz de conmover a sus lectores evocando emociones que jamás había experimentado en carne propia? ¿Era eso posible, siquiera?

Pari no lo sabe. No lo sabe. Y quizá fuera ése el verdadero objetivo de maman, hacer temblar el suelo bajo sus pies. Desestabilizarla y tumbarla, convertirla en una extraña para sí misma, sembrar la duda en su mente, poner en entredicho todo aquello que Pari creía saber acerca de su existencia, hacer que se sintiera perdida como si vagara por el desierto de noche, sumida en la oscuridad y la ignorancia, en pos de una verdad esquiva, un único y diminuto destello de luz que titilaba a lo lejos, ahora visible, ahora no, alejándose sin remedio.

A lo mejor, piensa Pari, ha sido su modo de vengarse. No sólo por lo de Julien, sino también por la decepción que Pari siempre fue para ella. Su hija, en la que quizá había depositado la esperanza de poner fin a la bebida, a los hombres, a los años derrochados buscando la felicidad con desesperada avidez. A todas las quimeras que había perseguido y abandonado. Cada nuevo revés dejaba a maman más maltrecha, más perdida, y convertía la felicidad en algo más ilusorio. «¿Qué fui yo, maman? —se pregunta Pari—. ¿Qué esperabas que fuera mientras crecía en tu seno, suponiendo incluso que fuera concebida en él? ¿Una semilla de esperanza? ¿Un billete para zarpar, para dejar atrás las tinieblas? ¿Un parche para ese agujero que tenías en el corazón? Si así fue, no era suficiente. Ni por asomo. Yo no era un bálsamo para tu dolor, sino otro callejón sin salida, otra carga, y no debiste de tardar en percatarte de ello. Debiste verlo venir. Pero ¿qué ibas a hacer? No podías ir a la casa de empeños y venderme.»

Quizá aquella entrevista fue su forma de tener la última palabra.

Pari se guarece de la lluvia bajo el toldo de una brasserie que queda a escasas manzanas del hospital en el que Zahia hace una parte de las prácticas. Enciende un cigarrillo. Debería llamar a Collette, piensa. No han vuelto a hablar más que un par de veces desde el funeral. De niñas, solían llenarse la boca de chicles, que mascaban hasta que les dolían las mandíbulas y, sentadas ante el espejo del tocador de maman, se peinaban la una a la otra y se recogían el pelo. Pari ve a una anciana al otro lado de la calle. Lleva una capellina de plástico en la cabeza y avanza con dificultad por la acera, seguida por un pequeño terrier color canela. No es la primera vez que ocurre: una nubecilla se desgaja de la niebla colectiva de los recuerdos de Pari y, poco a poco, va tomando la forma de un perro. No un perrito de juguete como el de la anciana, sino un animal grande y feroz, de pelaje lanudo y sucio, con la cola y las orejas cortadas. No sabe con seguridad si se trata de un recuerdo real, el fantasma de un recuerdo o ninguna de ambas cosas. En cierta ocasión le preguntó a maman si tenían un perro en Kabul, a lo que ésta contestó: «Sabes que no me gustan los perros. Carecen de autoestima. Les das patadas y siguen queriéndote. Es deprimente.»

Maman dijo algo más.

«No me veo en ti. No sé quién eres.»

Pari arroja el cigarrillo al suelo. Decide llamar a Collette. Planea quedar con ella en algún sitio para tomar un té. Preguntarle qué tal le va. Con quién está saliendo. Ir de escaparates, como solían hacer.

Averiguar si su vieja amiga sigue dispuesta a hacer ese viaje a Afganistán.


Y, en efecto, Pari queda con Collette. Se dan cita en un conocido bar de ambientación marroquí, con tapicerías violeta y cojines naranja esparcidos por doquier y un músico de pelo ensortijado tocando el laúd árabe sobre un pequeño escenario. Collette no ha venido sola. Ha traído consigo a un joven llamado Eric Lacombe que enseña arte dramático a los estudiantes de séptimo y octavo curso en un liceo del XVIII arrondissement. Éste le comenta a Pari que en realidad se conocen desde hace unos años, pues habían coincidido en una protesta estudiantil contra la matanza de focas. En un primer momento Pari no lo sitúa, pero luego recuerda que fue con quien Collette montó en cólera por el escaso seguimiento de la manifestación, fue su pecho el que aporreó con los puños. Se sientan en el suelo, sobre mullidos cojines color azafrán, y piden algo de beber. Al principio, Pari tiene la impresión de que Collette y Eric son pareja, pero ésta se deshace en halagos hacia él, y Pari no tarda en comprender que está ejerciendo de celestina. La incomodidad que por lo general se apoderaría de ella en semejante trance halla su fiel reflejo en —y se ve mitigada por— la considerable desazón del propio Eric. A Pari le parece divertido, entrañable incluso, que se ruborice una y otra vez y niegue con la cabeza, como disculpándose, muerto de vergüenza. Mientras comen pan con paté de olivas, Pari lo mira de reojo. No puede decirse que sea guapo. Lleva el pelo, lacio y sin vida, recogido en la nuca con una goma elástica. Tiene manos pequeñas y tez pálida, nariz demasiado afilada, frente demasiado protuberante, barbilla casi inexistente, pero cuando sonríe se le ilumina la mirada y tiene la costumbre de rematar cada frase con una sonrisa expectante, como un alegre e invisible signo de interrogación. Y si bien su rostro no cautiva a Pari como el de Julien, sus facciones son mucho más amables, la manifestación externa de la reservada paciencia, la consideración y la inquebrantable integridad de Eric, como ella no tardará en descubrir.

Se casan un gélido día primaveral de 1977, pocos meses después de que Jimmy Carter jure el cargo de presidente al otro lado del océano. Contrariando los deseos de sus padres, Eric insiste en celebrar una pequeña ceremonia civil, a la que sólo asisten ellos dos y Collette, en calidad de testigo. Eric sostiene que una boda por todo lo alto es una extravagancia que no pueden permitirse. Su padre, que es un acaudalado banquero, se ofrece a costearla. Al fin y al cabo, Eric es su único hijo. Se lo ofrece como un regalo, y luego como un préstamo. Pero Eric se niega a aceptarlo, y aunque nunca llega a decirlo, Pari sabe que lo hace para ahorrarle la incomodidad de una ceremonia en la que estaría sola, sin ningún pariente sentado en los bancos de la iglesia, sin nadie que la acompañara hasta el altar, nadie que derramara una lágrima de felicidad por ella.

Cuando Pari le habla de su intención de viajar a Afganistán, Eric lo entiende, de un modo que a ella se le antoja impensable si Julien estuviera en su lugar. Y también de un modo que ella misma se resistía a reconocer para sus adentros.

—Crees que eres adoptada —dice.

—¿Vendrás conmigo?

Deciden viajar ese verano, cuando Eric acabe las clases y Pari pueda hacer un breve paréntesis en su tesis doctoral. Eric los inscribe a ambos a clases de farsi con un profesor particular que ha localizado a través de la madre de un alumno suyo. Pari se lo encuentra a menudo en el sofá, con los auriculares puestos, el reproductor de casetes sobre el pecho, los ojos cerrados para poder concentrarse mientras farfulla con fuerte acento «gracias», «hola» o «encantado de conocerlo» en farsi.

Escasas semanas antes del verano, justo cuando Eric empieza a buscar billetes de avión y alojamiento, Pari descubre que está embarazada.

—Aun así podemos ir —dice Eric—. Aun así deberíamos ir.

Es Pari la que desecha la idea.

—Sería una temeridad —sostiene.

Para entonces, la pareja vive en un estudio en el que la calefacción no siempre funciona y las cañerías gotean, sin aire acondicionado y con un surtido de muebles rescatados de la basura.

—Esto no es lugar para un bebé —sentencia Pari.

Eric trabaja horas extra dando clases de piano, disciplina a la que se había dedicado brevemente hasta que decidió volcarse en el teatro, y para cuando llega Isabelle —un dulce bebé de piel clara y ojos melosos— se han mudado a un pequeño piso de dos habitaciones cerca de los Jardines del Luxemburgo gracias a la ayuda económica del padre de Eric, que esta vez sí aceptan, a condición de que sea un préstamo.

Pari se toma tres meses de descanso tras el parto. Pasa los días con Isabelle. Cuando está con ella, se siente ingrávida. Nota que todo su ser se ilumina cada vez que la pequeña la busca con la mirada. Cuando Eric llega a casa del liceo, por la noche, lo primero que hace nada más soltar el abrigo y la cartera junto a la puerta es dejarse caer en el sofá y extender los brazos hacia la niña, agitando los dedos.

—Dámela, Pari. Dámela.

Mientras él juega con Isabelle, haciéndola botar sobre su pecho, Pari va poniéndolo al corriente de las pequeñas novedades del día, como la cantidad de leche que ha tomado Isabelle, las siestas que se ha echado, los programas que han visto juntas en la tele, los animados juegos a que han jugado, cada nuevo ruidito que ha hecho. Eric no se cansa de escucharla.

Han pospuesto el viaje a Afganistán. Lo cierto es que Pari ya no siente la necesidad urgente de buscar respuestas y raíces, gracias a la presencia de Eric en su vida, que la reconforta y le aporta estabilidad. Y gracias también a Isabelle, que ha venido a consolidar el suelo que pisa, por más que siga surcado de baches y zonas oscuras, tantos como secretos maman se negó a revelarle, tantos como preguntas dejó sin contestar. Siguen estando ahí, pero Pari ya no anhela conocer las respuestas como antes.

Y la vieja sensación que siempre la ha acompañado, de que su vida está marcada por la ausencia de algo o alguien vital, ha ido desvaneciéndose. Aún la nota de tarde en tarde, a veces con una intensidad que la desconcierta, pero con menos frecuencia que en el pasado. Pari nunca se ha sentido tan colmada, ni tan felizmente anclada al mundo.

En 1981, cuando Isabelle tiene tres años, Pari, a la sazón embarazada de Alain, tiene que viajar a Múnich para asistir a un congreso. Va a presentar un trabajo del que es coautora sobre la aplicación de las formas modulares más allá de la teoría de los números, más concretamente en el campo de la topología y la física teórica. La presentación goza de buena acogida, y al finalizar la jornada Pari y unos pocos colegas se reúnen en un ruidoso bar para tomar cerveza y comer pretzels y salchichas. Regresa al hotel antes de la medianoche y se mete en la cama sin cambiarse ni lavarse la cara. El teléfono la despierta a las dos y media de la madrugada. Es Eric, desde París.

—Es Isabelle —dice—. Tiene fiebre, y de repente se le han hinchado las encías y se le han puesto rojas. Sangran profusamente al menor roce. Apenas le puedo ver los dientes. Pari, no sé qué hacer. He leído en alguna parte que puede ser...

Pari quiere que se calle. Quiere decirle que cierre la boca, que no soporta oírlo, pero es demasiado tarde. Oye las palabras «leucemia infantil», o quizá haya dicho «linfoma», para el caso lo mismo da. Se sienta en el borde de la cama y allí se queda, petrificada, con la sangre latiéndole en las sienes, empapada en sudor. Está furiosa con Eric por haber sembrado una idea tan pavorosa en su mente, a las tantas de la madrugada, cuando está a setecientos kilómetros de distancia y no puede hacer nada. Está furiosa consigo misma por su propia estupidez. ¿Cómo se le ocurrió exponerse de ese modo, voluntariamente, a toda una vida de desvelos y angustias? Fue una locura. Pura demencia. Es absurdo creer que, pese a todos los augurios, un mundo sobre el que no ejerces el menor control se abstendrá de arrebatarte lo único que no soportarías perder. Creer que el mundo no te destruirá es una insensatez, una fe ciega sin ningún fundamento. «No tengo valor para esto.» Y llega a decirlo con un hilo de voz: «No tengo valor para esto.» En ese momento no se le ocurre nada más temerario o irracional que la decisión de tener un hijo.

Y una parte de sí misma —«Que Dios me ampare», piensa, «que Dios me perdone»—, una parte de sí misma está furiosa con Isabelle por hacerle algo así, por hacerla sufrir de ese modo.

—Eric. Eric. Écoute-moi. Volveré a llamarte. Ahora tengo que colgar.

Vuelca el contenido de su bolso sobre la cama y busca la libretita granate con los números de teléfono. Hace una llamada a Lyon. Collette se ha ido a vivir allí con Didier, su marido, y ha abierto una pequeña agencia de viajes. Didier está estudiando para médico, y es él quien se pone al teléfono.

—Recuerdas que estudio Psiquiatría, ¿verdad, Pari? —le advierte.

—Lo sé, lo sé. Pero he pensado que...

Didier le hace algunas preguntas. ¿Ha perdido peso la niña? ¿Sudoración nocturna, hematomas sin justificación aparente, fatiga, fiebre crónica?

Al finalizar el interrogatorio, concluye que Eric debería llevarla al médico por la mañana, pero que, si mal no recuerda de sus estudios de medicina general, podría tratarse de gingivoestomatitis aguda.

Pari aferra el auricular con tanta fuerza que le duele la muñeca.

—Por favor, Didier —dice, esforzándose por no perder la paciencia.

—Oh, lo siento. Lo que quiero decir es que parecen los primeros síntomas de un herpes labial, una calentura.

—Una calentura.

Y entonces él añade las palabras más maravillosas que Pari ha oído en su vida:

—Creo que se pondrá bien.

Pari sólo ha coincidido con Didier en dos ocasiones, una antes y otra después de su boda con Collette, pero en ese instante lo quiere con toda su alma. Así se lo dice, llorando al teléfono, le dice varias veces que lo quiere, mientras él se ríe y le desea buenas noches. Luego llama a Eric, que al día siguiente llevará a Isabelle a ver al doctor Perrin. Después, con un zumbido en los oídos, se tumba en la cama y contempla la luz de las farolas que se cuela por los postigos de madera verde mate. Se acuerda de cuando la ingresaron en el hospital por una neumonía, tenía entonces ocho años, y de cómo maman se negó a marcharse a casa, cómo insistió en dormir en una silla junto a su cama, y siente una nueva, inesperada y tardía afinidad con su madre. La ha echado de menos muchas veces a lo largo de los últimos años. En su boda, por supuesto, y también cuando nació Isabelle y en incontables momentos aislados, pero nunca tanto como esa terrible y maravillosa noche, en esa habitación de hotel de Múnich.

Al día siguiente, de vuelta en París, le dice a Eric que no deberían tener más hijos después de Alain. Hacerlo sólo serviría para aumentar sus probabilidades de acabar con el corazón hecho añicos.

En 1985, cuando Isabelle tiene siete años, Alain cuatro y el pequeño Thierry dos, Pari acepta una invitación para dar clases en una importante universidad de París. Durante un tiempo, se ve sometida a las consabidas rencillas y mezquindades del mundo académico, lo que no es de extrañar, puesto que, a sus treinta y seis años, es la profesora más joven del departamento y una de las dos únicas mujeres que forman parte del mismo. Pari capea el temporal de un modo muy distinto a como imagina que lo hubiese hecho maman. Rehúye los enfrentamientos directos, no presenta ninguna queja, no regala los oídos ni da coba a nadie. Siempre habrá el escéptico de turno, pero para cuando cae el muro de Berlín, también los obstáculos de su vida académica se han desmoronado y, poco a poco, ha sabido ganarse a la mayoría de los compañeros gracias a su sensatez y su desarmante don de gentes. Hace amistades en su departamento y también en otros, acude a los actos organizados por la universidad, participa en las campañas de recaudación de fondos, de tarde en tarde se va a tomar una copa con los colegas o asiste a alguna que otra fiesta. Eric la acompaña en esas veladas. Su insistencia en ponerse siempre la misma corbata de lana y la misma chaqueta de pana con coderas se ha convertido en una especie de broma privada entre ambos. Eric se pasea por la sala atestada de gente, probando los hors d’oeuvres y tomando sorbos de vino con aire de jovial perplejidad, y en más de una ocasión Pari ha tenido que acudir a rescatarlo antes de que opine sobre las 3-variedades o las aproximaciones diofánticas ante un grupo de matemáticos.

Antes o después, en esas fiestas alguien acaba preguntándole a Pari qué opina sobre el desarrollo de los acontecimientos en Afganistán. Cierta noche, un catedrático invitado que atiende al nombre de Chatelard y lleva alguna copa de más le pregunta qué cree que pasará en Afganistán tras la marcha de los soviéticos.

—¿Hallará su pueblo la paz, madame professeur?

—No sabría contestarle —responde Pari—. En realidad, lo único que tengo de afgana es el apellido.

Non mais, quand même —insiste el profesor—, aun así, se habrá formado usted alguna opinión al respecto.

Pari sonríe, intentando mantener a raya la sensación de no estar a la altura de las circunstancias que siempre le produce esa clase de preguntas.

—Sólo por lo que he leído en Le Monde. Al igual que usted.

—Pero se crió usted allí, non?

—Vine cuando era muy pequeña. ¿Ha visto a mi marido? Es el de la chaqueta con coderas.

Lo que dice es cierto. Pari sigue las noticias, se informa del desarrollo de la guerra por los diarios, sabe que Occidente facilita armas a los muyahidines, pero Afganistán se ha ido desdibujando en su mente. Tiene con qué mantenerse ocupada en su casa, que ahora es una hermosa vivienda de cuatro habitaciones en Guyancourt, a unos veinte kilómetros del centro de París. La casa se alza sobre una pequeña colina, cerca de un parque con senderos y estanques. Además de dar clases, Eric ha empezado a trabajar como dramaturgo. Una de sus obras, una desenfadada farsa política, se llevará a escena en otoño, en un pequeño teatro parisino, cerca del ayuntamiento, y ya le han encargado que escriba otra.

Isabelle se ha convertido en una adolescente tímida, pero inteligente y considerada. Escribe un diario y lee una novela a la semana. Le gusta Sinéad O’Connor. Tiene dedos largos, hermosos, y está aprendiendo a tocar el violonchelo. En unas semanas, interpretará la Chanson triste de Chaikovski en un recital. Al principio se resistía a tocar el violonchelo, y Pari se había apuntado a un par de clases con ella como muestra de solidaridad, lo que había resultado innecesario e inasumible a la vez. Innecesario porque Isabelle no había tardado en encariñarse con el instrumento, e inasumible porque tocar el violonchelo le agravaba el dolor articular. Desde hace un año, Pari se despierta por las mañanas con una rigidez en las manos y muñecas que no cede hasta que pasa media hora, a veces una hora entera. Eric había desistido de presionarla para que fuera al médico, pero ahora insiste.

—Sólo tienes cuarenta y tres años, Pari —dice—. Esto no es normal.

Pari ha pedido hora con el especialista.

Alain, su segundo hijo, es un pilluelo encantador. Está obsesionado con las artes marciales. Nació prematuro y sigue siendo pequeño para un niño de diez años, pero lo que le falta en estatura lo compensa con creces a fuerza de voluntad y agallas. Sus adversarios siempre se dejan engañar por su complexión menuda y sus piernecillas delgadas. Lo subestiman. Por la noche, en la cama, Pari y Eric han comentado a menudo el asombro que les produce su enorme tesón y su imparable energía. Pari no sufre por Isabelle ni por Alain.

Es Thierry el que la preocupa. Thierry, que quizá a un nivel oscuro, primordial, intuye que su llegada al mundo no fue buscada, esperada ni deseada. Thierry es propenso a los silencios hirientes y las miradas esquinadas, a escurrir el bulto siempre que su madre le pide algo. La desafía sin más motivo, cree Pari, que el hecho mismo de desafiarla. Hay días en que un nubarrón parece cernirse sobre él. Pari lo sabe. Casi puede verlo. Se arremolina y crece, hasta que al final estalla en forma de monumental pataleta con profusión de lágrimas y aspavientos, que asusta a Pari y deja a Eric parpadeando de incredulidad, con un amargo rictus en los labios. Pari presiente que la inquietud por Thierry, al igual que el dolor articular, la acompañará de por vida.

Pari se pregunta qué clase de abuela hubiese sido maman, sobre todo con Thierry. Intuye que habría sabido ayudarla con él. Tal vez hubiese visto algo de sí misma en el menor de sus nietos, aunque no fuera sangre de su propia sangre, por supuesto, Pari está segura de eso desde hace algún tiempo. Los niños han oído hablar de maman. Isabelle se muestra particularmente curiosa al respecto. Ha leído muchos de sus poemas. Ojalá la hubiese conocido, dice. Cree que fue una mujer fascinante.

—Seguro que habríamos sido buenas amigas, ella y yo. ¿No crees? Habríamos leído los mismos libros. Yo habría tocado el violonchelo para ella.

—Le habría encantado —dice Pari—. De eso estoy segura.

No les ha contado a sus hijos lo del suicidio. Puede que algún día se enteren, es probable que así sea. Pero no por ella. Se niega a sembrar en su mente la idea de que un padre es capaz de abandonar a sus hijos, de decirles «No tengo bastante contigo». Pari siempre ha tenido bastante con Eric y los niños. Y siempre será así.

En el verano de 1994, Pari, Eric y los niños van a Mallorca. Es Collette quien les organiza las vacaciones a través de su agencia de viajes, ahora un próspero negocio. Collette y Didier se reúnen con ellos en la isla, y pasan dos semanas juntos en una casa a pie de playa. Collette y Didier no tienen hijos, no a causa de ningún impedimento fisiológico, sino sencillamente porque no quieren. Para Pari, las vacaciones llegan en un buen momento. Tiene el reuma bajo control. Toma una dosis semanal de metotrexato, que tolera bien. Por suerte, últimamente no ha tenido que recurrir a los esteroides ni sufrir el insomnio que provocan.

—Por no hablar del sobrepeso —le cuenta a Collette—. ¡Y más sabiendo que tendría que meterme en un bañador al llegar a España! —añade entre risas—. Ah, la vanidad...

Pasan los días visitando la isla, recorriendo la escarpada costa noroeste por la Serra de Tramuntana, deteniéndose a pasear entre olivos y pinares. Comen porcella y un delicioso plato de lubina, y un guiso de berenjena y calabacín conocido como tumbet. Thierry se niega a probarlo, y en cada nuevo restaurante Pari tiene que pedirle al cocinero que le prepare un plato de espagueti con salsa de tomate a secas, sin carne ni queso. Una noche, a petición de Isabelle, que ha descubierto la ópera recientemente, asisten a una producción de la Tosca, de Giacomo Puccini. Para sobrevivir a tan dura prueba, Collette y Pari se pasan disimuladamente una petaca de vodka barato. Mediado el segundo acto, están borrachas como cubas y no pueden evitar que se les escape la risa, como dos colegialas, ante los gestos histriónicos del actor que interpreta a Scarpia.

Un día, Pari, Collette, Isabelle y Thierry preparan un picnic y se van a la playa. Didier, Alain y Eric han salido por la mañana para hacer una excursión a la bahía de Sóller. De camino a la playa, entran en una tienda para comprarle a Isabelle un traje de baño del que se ha encaprichado. Al entrar en el establecimiento, Pari mira de reojo su propio reflejo en el cristal del escaparate. Por lo general, sobre todo desde hace algún tiempo, cuando se planta delante de un espejo se desencadena un proceso mental automático que la prepara para saludar a la versión avejentada de sí misma. Se lo pone más fácil, amortigua el golpe. Pero en esta ocasión se ha pillado desprevenida, vulnerable a la realidad no distorsionada por el autoengaño. Ve a una mujer de mediana edad ataviada con un anodino blusón y un pareo que no acaba de ocultar los pliegues de piel flácida que le cuelgan por encima de las rótulas. El sol le resalta las canas, y pese a la raya en los ojos y al pintalabios, que endurece el contorno de la boca, su rostro ha pasado a engrosar la lista de objetos en los que no se detienen las miradas, como ocurriría con un letrero o un buzón. El momento es fugaz, apenas dura lo bastante para que se le altere el pulso, pero lo suficiente para que su ser ilusorio se enfrente a la mujer real que le devuelve la mirada desde el escaparate. Resulta un poco demoledor. En esto consiste hacerse mayor, piensa, mientras sigue a Isabelle al interior de la tienda, en esos fogonazos despiadados y aleatorios que te pillan con la guardia baja.

Más tarde, cuando vuelven de la playa a la casa de alquiler, descubren que los hombres se les han adelantado.

—Papá se está haciendo mayor —sentencia Alain.

A su espalda, Eric, que remueve una jarra de sangría, pone los ojos en blanco y se encoge de hombros con una sonrisa.

—Ya me veía llevándote a cuestas, papá.

—Dame un añito. Volveremos el año que viene y te echaré una carrera alrededor de la isla, mon pote.

Pero nunca vuelven a Mallorca. Una semana después de su regreso a París, Eric sufre un ataque al corazón. Sucede mientras está trabajando, dándole indicaciones a un tramoyista. Sobrevive, pero tendrá dos infartos más a lo largo de los siguientes tres años, el último de los cuales resultará fatal. Y así, a la edad de cuarenta y ocho años, Pari se queda viuda, tal como le sucedió a maman.


Un día, a principios de la primavera de 2010, Pari recibe una llamada de larga distancia. No se trata de algo inesperado. De hecho, lleva toda la mañana preparándose para ese momento. Se ha asegurado de tener el piso para ella sola, aunque haya tenido que pedirle a Isabelle que se marchara antes de lo habitual. Su marido, Albert, y ella viven justo por encima de Île Saint-Denis, a sólo unas manzanas del apartamento de Pari. Isabelle va a verla por las mañanas, día sí, día no, a lo largo de la semana, después de dejar a los niños en la escuela. Le lleva una baguette, algo de fruta fresca. Pari aún no se ha visto confinada a la silla de ruedas, pero es algo para lo que va mentalizándose. Aunque la enfermedad la ha obligado a jubilarse anticipadamente el año anterior, sigue siendo muy capaz de ir al mercado por su cuenta, de dar un paseo diario. Son las manos, esas manos feas y sarmentosas, lo que más le falla, esas manos que en los peores días parecen tener esquirlas de cristal cascabeleando en torno a las articulaciones. Pari se pone guantes siempre que sale, para mantener las manos calientes, pero sobre todo para no tener que enseñar los nudillos huesudos, los dedos combados por lo que su médico llama «deformidad en cuello de cisne», el meñique izquierdo siempre flexionado.

«Ah, la vanidad...», le dice a Collette.

Esa mañana, Isabelle le ha traído unos higos, varias pastillas de jabón, pasta de dientes y un tupper repleto de crema de castañas. Albert está pensando en sugerirla como nuevo entrante a los propietarios del restaurante en el que trabaja como segundo jefe de cocina. Mientras vacía las bolsas, Isabelle le habla del encargo que acaba de conseguir. Últimamente se dedica a componer partituras musicales para programas televisivos y anuncios, y espera poder hacerlo para el cine en un futuro cercano. Dice que empezará a componer la música de una miniserie que se está rodando en Madrid.

—¿Y vas a ir? —le pregunta Pari—, ¿a Madrid?

Non. No tienen presupuesto. No pueden pagarme los gastos de desplazamiento.

—Qué lástima. Podrías haberte alojado en casa de Alain.

—¿Te lo imaginas, maman? Pobre Alain. Apenas tiene sitio para estirar las piernas.

Alain es asesor financiero. Vive en un diminuto piso de Madrid con su mujer, que se llama Ana, y sus cuatro hijos. Suele enviarle fotos y breves vídeos de los niños a Pari por correo electrónico.

Pari le pregunta a Isabelle si tiene noticias de Thierry, a lo que ésta responde que no. Thierry está en África, en la zona oriental del Chad, donde trabaja en un campo de refugiados de Darfur. Pari lo sabe porque Thierry mantiene contacto esporádico con Isabelle. Es la única con la que habla, y es a través de ella como se entera a grandes rasgos de lo que sucede en la vida del menor de sus hijos, como por ejemplo que ha pasado algún tiempo en Vietnam o que estuvo brevemente casado con una vietnamita cuando tenía veinte años.

Isabelle pone agua al fuego y saca dos tazas del armario.

—Esta mañana no, Isabelle. De hecho, debo pedirte que te marches.

Isabelle la mira con expresión dolida, y Pari se reprocha por no haber tenido más tacto. Su primogénita siempre ha sido muy sensible.

—Lo que quiero decir es que estoy esperando una llamada y necesito un poco de intimidad.

—¿Una llamada, de quién?

—Te lo contaré más tarde.

Isabelle se cruza de brazos y sonríe.

—¿Te has echado un amante, maman?

—Un amante. ¿Acaso estás ciega? ¿Cuánto hace que no me miras?

—Pero si estás como una rosa.

—Tienes que irte. Te lo explicaré más tarde, te lo prometo.

D’accord, d’accord. —Isabelle se cuelga el bolso al hombro, coge el abrigo y las llaves—. Pero que sepas que me tienes intrigada.

El hombre que llama a las nueve treinta de la mañana se llama Markos Varvaris. Se puso en contacto con Pari a través de su cuenta de Facebook y le envió el siguiente mensaje, escrito en inglés: «¿Es usted la hija de la poetisa Nila Wahdati? Si es así, me gustaría mucho hablar con usted acerca de algo que creo será de su interés.» Pari buscó su nombre en la red y descubrió que era un cirujano plástico que trabajaba para una organización sin ánimo de lucro en Kabul. Ahora, por teléfono, Varvaris la saluda en farsi y sigue hablando en dicha lengua hasta que Pari se ve obligada a interrumpirlo.

—Monsieur Varvaris, lo siento, pero ¿podríamos hablar en inglés?

—Ah, por supuesto. Le pido perdón. Daba por sentado que... Aunque, claro está, es lógico, se marchó usted siendo muy joven, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Yo he aprendido el farsi aquí. Mal que bien, me las arreglo para comunicarme. Vivo en Kabul desde 2002, poco después de que se marcharan los talibanes. Tiempos esperanzadores, aquellos, sí, todo el mundo volcado en la reconstrucción, la democracia y demás. Ahora todo ha cambiado, naturalmente, estamos a las puertas de unas elecciones generales, pero todo ha cambiado. Me temo que sí.

Pari escucha pacientemente mientras Markos Varvaris encadena largos circunloquios para comentar el reto que suponen las elecciones en Afganistán, que en su opinión ganará Karzai, las inquietantes incursiones de los talibanes en el norte, la creciente influencia islamista en los medios de comunicación, sin olvidar alguna que otra alusión a la superpoblación de Kabul y al precio de la vivienda, hasta que por fin regresa al principio y dice:

—Vivo en esta casa desde hace varios años. Tengo entendido que usted también vivió en ella.

—¿Cómo dice?

—Esta casa perteneció a sus padres. O eso me han dicho, en todo caso.

—Perdón, pero ¿quién se lo ha dicho?

—Su actual propietario. Se llama Nabi. Mejor dicho, se llamaba Nabi. Murió recientemente, por desgracia. ¿Se acuerda usted de él?

El nombre evoca en la memoria de Pari el rostro de un hombre joven, apuesto, con patillas y una mata de pelo negro y abundante, peinado hacia atrás.

—Sí. De nombre, más que nada. Era el cocinero, y también el chófer.

—Desempeñaba ambas funciones, sí. Vivió aquí, en esta casa, desde 1947. Sesenta y tres años. Resulta casi increíble, ¿verdad? Pero, como le decía, ya no está entre nosotros. Murió el mes pasado. Lo tenía en gran estima. Como todos.

—Entiendo.

—Nabi me entregó una nota —prosigue Markos Varvaris— que sólo debía leer tras su muerte. Cuando falleció, pedí a un compañero afgano que me la tradujera al inglés. En realidad es más una carta que una nota, una carta excepcional, debo añadir. En ella, Nabi revela algunas cosas. Por eso me permití buscarla, señora, porque algunas de esas cosas le conciernen de forma directa, y también porque en ella Nabi me pide explícitamente que la localice y se la entregue. Nos ha costado un poco, pero al final hemos podido localizarla, gracias a la red —remata Markos Varvaris con una breve risita.

Una parte de Pari quiere colgar. La intuición le dice que, sea cual sea la revelación que ese anciano, esa persona de su pasado más remoto, ha garabateado sobre un papel en la otra punta del mundo, sólo puede ser verdad. Hace mucho tiempo que sabe que maman le mintió acerca de su infancia. Pero, por más que esa mentira hubiese hecho temblar el suelo bajo sus pies, lo que Pari ha sembrado desde entonces en ese mismo suelo es ahora tan verdadero, sólido e inquebrantable como un roble gigante. Eric, sus hijos, sus nietos, su carrera, Collette. Así que, ¿de qué sirve, después de todo este tiempo? ¿De qué sirve? Quizá lo mejor sea colgar.

Pero no lo hace. Con el pulso acelerado, las palmas de las manos sudorosas, pregunta:

—¿Qué... qué dice en esa nota... en esa carta?

—Bueno, para empezar, sostiene que es su tío.

—¿Mi tío?

—El hermano de su madrastra, para ser exactos. Pero hay más. Dice muchas otras cosas.

—Monsieur Varvaris, ¿la tiene usted consigo? La nota, quiero decir. La carta, o su traducción. ¿La lleva usted encima?

—Sí, así es.

—¿Sería tan amable de leérmela?

—¿Quiere decir ahora mismo?

—Si dispone usted de tiempo. Puedo llamarle yo, para hacerme cargo del coste.

—No, no es necesario. Pero ¿está segura?

Oui —afirma Pari—. Estoy segura, monsieur Varvaris.

Markos Varvaris accede a su petición. Lee la carta de cabo a rabo, lo que le lleva un buen rato. Cuando termina, Pari le da las gracias y le dice que pronto se pondrá en contacto con él.

Después de colgar, se prepara una taza de café y se asoma a la ventana, desde la que se extiende ante sus ojos un paisaje familiar: la angosta calle adoquinada, la farmacia de más arriba, el puesto de falafels de la esquina, la brasserie regentada por una familia vasca.

Le tiemblan las manos. Le ocurre algo desconcertante. Algo realmente asombroso que, en su mente, se traduce en la imagen de un hacha golpeando el suelo y haciendo que de pronto empiece a manar petróleo, negro y untuoso, a borbotones. Eso es lo que le sucede, que los recuerdos sacudidos emergen de las profundidades. Mira por la ventana, en dirección a la brasserie, pero lo que ve no es el camarero flacucho bajo el toldo, con su delantal negro anudado a la cintura, tendiendo un mantel sobre una mesa, sino un pequeño carretón rojo con una rueda que chirría, avanzando a trompicones bajo un cielo de nubes que se despliegan como alas, deslizándose sobre las crestas de las montañas y los barrancos resecos, ciñendo el contorno ondulante de las colinas de tono ocre que se desvanecen en la distancia. Ve huertos cuajados de árboles frutales cuyo follaje se mece en la brisa, hileras de viñas que se extienden entre casitas de cubierta plana. Ve tendederos y mujeres agachadas junto a un arroyo, y las cuerdas de las que cuelga un columpio que chirría bajo un árbol centenario, y un gran perro que huye de las trastadas de los niños de la aldea, y un hombre de nariz aguileña que cava una zanja con la camisa sudorosa pegada a la espalda, y una mujer con velo inclinada sobre el fuego.

Pero también ve algo más —y ese algo la atrae por encima de todo—, algo que se sitúa al filo de su campo visual, que apenas alcanza a vislumbrar, una sombra esquiva. Una silueta. Suave y dura a la vez. La suavidad de una mano que sostiene la suya. La dureza de unas rodillas en las que una vez posó la mejilla. Busca su rostro pero se le escapa, se desvanece cada vez que se vuelve en su dirección. Pari siente que un abismo se abre en su interior. Ha habido en su vida, a lo largo de toda su vida, una gran ausencia. De algún modo, siempre lo ha sabido.

—Hermano —dice sin percatarse de que está hablando. Y llorando.

Un verso en farsi, el estribillo de una canción, acude de pronto a sus labios.

Era un hada pequeñita y triste,


y una noche el viento se la llevó.

Hay otro verso, quizá anterior, está segura, pero también se le escapa.

Pari se sienta. Se ve obligada a hacerlo. No cree que las piernas puedan sostenerla. Espera a que se haga el café, piensa que cuando esté listo se tomará una taza, y luego tal vez fumará un cigarrillo, y después irá a la sala de estar y llamará a Collette a Lyon, y le preguntará a su vieja amiga si puede organizarle un viaje a Kabul.

Pero por ahora Pari sólo se sienta. Cierra los ojos mientras la cafetera empieza a borbotear, y tras sus párpados cerrados descubre colinas de suave contorno, un cielo azul que parece alzarse hasta el infinito, el sol poniéndose detrás de un molino de viento, y siempre, siempre, el perfil brumoso de las montañas que se persiguen sobre el horizonte hasta perderse de vista.

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