—Tu padre es un gran hombre.
Adel levanta los ojos. Quien se había inclinado para susurrarle estas palabras al oído era Malalai, la maestra, una rolliza mujer de mediana edad. Llevaba sobre los hombros un chal violeta con cuentas bordadas y le sonreía con los ojos cerrados.
—Y tú eres un muchacho afortunado.
—Lo sé —contestó él, también en susurros.
«Bien», repuso ella, articulando la palabra en silencio.
Estaban al pie de los escalones de entrada de la nueva escuela para niñas de la aldea, una construcción rectangular, pintada de verde claro, con cubierta plana y amplios ventanales, mientras el padre de Adel, su baba yan, pronunciaba una breve oración seguida de un encendido discurso. Ante él, al sol abrasador del mediodía, se había congregado un gran número de niños, adultos y ancianos con los ojos entornados, un centenar de vecinos, aproximadamente, de la pequeña aldea de Shadbagh-e-Nau, «Nueva Shadbagh».
—Afganistán es la madre de todos nosotros —proclamó el padre de Adel, alzando un grueso índice al cielo. Su anillo de ágata refulgió al sol—. Pero es una madre enferma, y lleva mucho tiempo sufriendo. Es cierto que una madre necesita a sus hijos para recuperarse, sí, pero también necesita a sus hijas, ¡tanto o más que a aquéllos!
Sus palabras arrancaron una sonora salva de aplausos, vivas y gritos de aprobación. Adel escrutó los rostros de la multitud. Parecían embelesados mirando a su padre, a baba yan, que con sus hirsutas cejas negras y su poblada barba se erguía como una montaña por encima de ellos, tan alto y fornido que parecía cubrir la puerta de la escuela que tenía a su espalda.
Su padre retomó la palabra, y la mirada de Adel se cruzó con la de Kabir, uno de los dos guardaespaldas de baba yan, que permanecía impasible al lado de éste, kalashnikov en mano. Adel vio la multitud reflejada en sus gafas de sol de aviador. Kabir era corto de estatura, delgado, casi frágil, y siempre llevaba trajes de colores llamativos —lavanda, turquesa, naranja—, pero baba yan decía que era un halcón, y que subestimar a Kabir era un error que se pagaba caro.
—Y por eso os digo, jóvenes hijas de Afganistán —concluyó baba yan, abriendo los largos y robustos brazos en un amplio gesto de bienvenida—, que tenéis un deber solemne. El deber de aprender, de aplicaros, de sobresalir en los estudios, de llenar de orgullo no sólo a vuestros padres, sino también a la madre que todos compartimos. Su futuro está en vuestras manos, no en las mías. Os pido que no penséis en esta escuela como un regalo que os hago yo. Es tan sólo un edificio que alberga el verdadero regalo, que no es otro que vosotras. ¡Vosotras sois el regalo, jóvenes hermanas, un regalo que no es sólo para mí o para la comunidad de Shadbagh-e-Nau, sino, por encima de todo, para Afganistán! Que Dios os bendiga.
Hubo una nueva salva de aplausos. Varias personas gritaron «¡Que Dios te bendiga, comandante sahib!». Baba yan alzó el puño en el aire, sonriendo abiertamente, y Adel se sintió tan orgulloso de su padre que casi se le saltaron las lágrimas.
La maestra, Malalai, le dio unas tijeras a baba yan. Alguien había tendido una cinta roja a la entrada de la escuela. La multitud se había ido acercando poco a poco para ver mejor la ceremonia, pero Kabir les ordenó por señas que retrocedieran y empujó a un par de hombres de un manotazo en el pecho. Aquí y allá, varias manos sobresalieron entre aquel mar de gente empuñando teléfonos móviles para inmortalizar en vídeo el momento en que se cortaba la cinta. Baba yan cogió las tijeras, hizo una pausa, se volvió hacia Adel y dijo:
—Ten, hijo. Haz tú los honores.
Y le ofreció las tijeras.
—¿Yo? —preguntó el chico, sin salir de su asombro.
—Adelante —lo animó baba yan, guiñándole un ojo.
Adel cortó la cinta. Hubo un largo aplauso. Adel oyó los disparos de varias cámaras fotográficas, las voces que gritaban «Alá-u-akbar!».
Entonces baba yan se apostó junto a la puerta mientras las alumnas se colocaban en fila india y entraban en la escuela de una en una. Eran muchachas de entre ocho y quince años, todas tocadas con pañuelos blancos y ataviadas con los uniformes de fina raya blanca y gris que baba yan les había regalado. Adel las observó mientras cada una de ellas se presentaba tímidamente al entrar. Baba yan les sonreía con gesto afectuoso, les daba palmaditas en la cabeza y les dedicaba alguna palabra de ánimo.
—Te deseo suerte, bibi Mariam. Estudia mucho, bibi Homaira. Haz que nos sintamos orgullosos de ti, bibi Ilham.
Más tarde, junto al todoterreno negro, Adel permaneció cerca de su padre, que había empezado a sudar a causa del calor, y vio cómo estrechaba la mano a los lugareños. Baba yan acariciaba una cuenta de su rosario con la mano libre mientras los escuchaba con paciencia, inclinándose un poco hacia delante con el cejo fruncido, asintiendo, atento a cada persona, hombre o mujer, que se le acercaba para dar las gracias, ofrecer sus oraciones, presentar sus respetos. Muchos de ellos aprovechaban la ocasión para pedirle algún favor. Una madre cuyo hijo enfermo debía acudir a un cirujano en Kabul, un hombre que solicitaba un préstamo para emprender un negocio de reparación de calzado, un mecánico que necesitaba un nuevo juego de herramientas.
—Comandante sahib, si fuera usted tan amable...
—No tengo a nadie más a quien recurrir, comandante sahib.
Adel nunca había oído a nadie excepto los familiares directos dirigirse a baba yan de otro modo que no fuera «comandante sahib», por más que los rusos se hubiesen retirado hacía mucho y baba yan llevara por lo menos una década sin disparar un arma. En casa, las fotos enmarcadas de sus tiempos de yihadista llenaban las paredes del salón. Adel tenía grabada en la mente cada una de aquellas imágenes: su padre apoyado contra el guardabarros de un viejo y polvoriento todoterreno, agachado en la torreta de un carro de combate calcinado, con una cartuchera cruzada sobre el pecho, posando orgulloso con sus hombres junto a un helicóptero que habían derribado. En otra salía rezando con chaleco y bandolera, con la frente apoyada en el suelo del desierto. En aquellos tiempos estaba mucho más delgado, y en aquellas fotos nunca había más telón de fondo que montañas y arena.
Los rusos habían herido a baba jan dos veces en combate. Éste le había enseñado sus cicatrices, una justo por debajo de la caja torácica, en el costado izquierdo, que según decía le había costado el bazo, y otra a escasos milímetros del ombligo. Pero se consideraba un hombre afortunado, dadas las circunstancias. Tenía amigos que habían perdido brazos, piernas, ojos, amigos con el rostro quemado. Lo habían hecho por su patria, afirmaba baba yan, y también por Dios. En eso consistía la yihad, decía. En el sacrificio. Sacrificabas las extremidades, la vista, incluso la vida, y lo hacías de buen grado. La yihad también te otorgaba ciertos derechos y privilegios, decía, porque Dios se encarga de que los más sacrificados reciban su justa recompensa.
«En esta vida y en la otra», recalcaba baba yan, señalando con el grueso índice, primero hacia abajo, luego hacia arriba.
Al ver aquellas fotos, Adel deseaba haber estado allí para luchar en la yihad junto a su padre y vivir aquellos tiempos aventureros. Le gustaba imaginarse a sí mismo y a baba yan disparando juntos a los helicópteros rusos, volando carros de combate, esquivando las balas, viviendo en las montañas y durmiendo en cuevas. Padre e hijo, héroes de guerra.
Había también una gran fotografía enmarcada en la que baba yan aparecía sonriente al lado del presidente Karzai en Arg, el palacio presidencial de Kabul. Ésta era más reciente, tomada en el transcurso de una breve ceremonia en la que baba yan había sido premiado por su labor humanitaria en Shadbagh-e-Nau. Se había ganado el galardón con creces. La nueva escuela para niñas era tan sólo su último proyecto. Adel sabía que en el pasado era habitual que las mujeres de la aldea murieran dando a luz, pero eso había dejado de ocurrir porque su padre había abierto una gran clínica en la que trabajaban dos médicos y tres comadronas cuyos sueldos pagaba de su propio bolsillo. En ella, todos los habitantes de la aldea recibían atención médica gratuita, y ningún niño de Shadbagh-e-Nau se quedaba sin vacunas. Además, baba yan había enviado a varias cuadrillas en busca de manantiales por todas las poblaciones y les había ordenado excavar pozos. Fue él quien hizo finalmente posible el suministro regular de corriente eléctrica a Shadbagh-e-Nau. Por lo menos una docena de negocios habían empezado gracias a sus préstamos, que, según le había revelado Kabir, rara vez eran devueltos.
Lo que Adel le había dicho a su maestra era cierto. Sabía lo afortunado que era por tener como padre a semejante hombre.
Justo cuando la ronda de apretones de manos llegaba a su fin, Adel vio a un hombre enjuto y menudo acercándose a su padre. Lucía gafas redondas de montura fina, barba corta de pelo entrecano, y tenía unos dientecillos ennegrecidos como puntas de cerilla quemadas. Lo seguía un chico más o menos de la edad de Adel; los dedos gordos de los pies le asomaban por las zapatillas a través de sendos agujeros. Su pelo era una maraña apelmazada y llevaba unos vaqueros acartonados de mugre, que además le iban cortos. En cambio, la camiseta le llegaba casi hasta las rodillas.
Kabir se plantó entre el anciano y baba yan.
—Ya te he dicho que no es buen momento —dijo.
—Sólo quiero hablar un segundo con el comandante —repuso el hombre.
Baba yan cogió a Adel del brazo y lo guió con delicadeza hasta el asiento trasero del todoterreno.
—Vámonos, hijo. Tu madre te está esperando.
Baba yan se acomodó al lado de Adel y cerró la puerta.
Dentro, mientras la ventanilla de cristal ahumado se cerraba, Adel vio que Kabir le decía al anciano algo que no alcanzó a escuchar. Luego el guardaespaldas rodeó el todoterreno por delante, se sentó al volante y dejó el kalashnikov en el asiento contiguo antes de arrancar.
—¿Qué quería? —preguntó Adel.
—Nada importante —contestó Kabir.
Enfilaron la carretera. Algunos chicos que habían asistido a la inauguración corretearon tras el vehículo hasta que éste ganó velocidad y los dejó atrás. Kabir los llevó por la vía principal, atestada de gente, que seccionaba en dos la aldea de Shadbagh-e-Nau, haciendo sonar el claxon una y otra vez mientras maniobraba con dificultad entre la muchedumbre. Todos se apartaban a su paso, y algunos saludaban con la mano. Adel vio las aceras repletas de gente a ambos lados de la calle, y su mirada se posó fugazmente en una sucesión de estampas familiares: las reses colgadas de ganchos en las carnicerías, los herreros que hacían girar las ruedas de madera o bombeaban aire con el fuelle, los mercaderes que ahuyentaban a manotazos las moscas que se posaban en sus uvas y cerezas, un barbero apostado en la acera, en su silla de mimbre, afilando la navaja. Dejaron atrás tiendas de té, puestos de kebab, un taller de coches y una mezquita, hasta que Kabir viró hacia la gran plaza pública de la aldea, en cuyo centro se alzaban una fuente azul y la estatua de casi tres metros de altura, realizada en piedra negra, de un gallardo muyahidín tocado con turbante que portaba un lanzagranadas al hombro. Baba yan se la había encargado personalmente a un escultor de Kabul.
Al norte de la arteria principal se encontraba la zona residencial de la población, unas pocas manzanas compuestas en su mayoría por estrechas calles sin asfaltar y casuchas de cubierta plana pintadas de blanco, amarillo o azul. Algunas tenían antenas parabólicas en el tejado. De las ventanas colgaban banderas de Afganistán. Baba yan le había explicado a Adel que la mayoría de viviendas y comercios de Shadbagh-e-Nau se habían levantado a lo largo de los últimos quince años, y que él había intervenido de uno u otro modo en la construcción de muchos de esos edificios. Buena parte de sus habitantes lo consideraban el fundador de Shadbagh-e-Nau, y Adel sabía que los ancianos del pueblo habían propuesto bautizar la aldea en su honor, pero su padre se había negado.
Desde allí, la carretera principal se extendía hacia el norte a lo largo de tres kilómetros hasta Shadbagh-e-Kohna, la antigua Shadbagh. Adel nunca había visto la aldea tal como había sido décadas atrás, pues cuando baba yan lo había trasladado allí desde Kabul junto con su madre no quedaba apenas rastro de ella. Todas las casas habían desaparecido. La única reliquia del pasado era un viejo y ruinoso molino de viento. En Shadbagh-e-Kohna, Kabir torció a la izquierda desde la carretera y enfiló un amplio camino sin asfaltar. Medio kilómetro más allá se alzaban los gruesos muros de casi cuatro metros de altura de la residencia donde vivían Adel y sus padres, el único edificio que quedaba en pie en Shadbagh-e-Kohna, sin contar el molino de viento. Mientras el todoterreno avanzaba a trompicones por el camino de tierra, Adel avistó los muros blancos, coronados en todo su perímetro por una espiral de alambre de espino.
Un vigilante uniformado que montaba guardia día y noche en el exterior de la residencia los recibió con un saludo militar y abrió la verja. Kabir la franqueó al volante del todoterreno y tomó el sendero de grava que subía hacia la casa cercada de muros.
Era un edificio de tres plantas, rosa fucsia y verde turquesa, con imponentes columnas, aleros rematados en punta y vidrios espejados que centelleaban al sol. Tenía balaustradas, una galería porticada con mosaicos irisados y amplios balcones con sinuosas barandillas de hierro forjado. Disponían de nueve dormitorios y siete cuartos de baño, y a veces, cuando Adel y baba yan jugaban al escondite, aquél deambulaba durante una hora o más hasta dar con su padre. Todas las encimeras de los cuartos de baño y la cocina estaban hechas de granito y mármol verde. Últimamente, para regocijo de Adel, baba yan hablaba de construir una piscina en el sótano.
Kabir detuvo el todoterreno en el paseo circular, frente al majestuoso portón de la casa, y apagó el motor.
—¿Nos concedes un minuto? —dijo baba yan.
Kabir asintió en silencio y se apeó del coche. Adel lo vio subir los escalones de mármol hasta la entrada y llamar al timbre. Fue Azmaray, el otro guardaespaldas, un tipo bajo, fornido y huraño, quien salió a abrir. Los dos hombres intercambiaron unas palabras y luego se quedaron en los escalones, fumando un pitillo.
—¿De verdad tienes que irte? —preguntó Adel.
Su padre iba a partir hacia el sur al día siguiente, para supervisar las plantaciones de Helmand y reunirse con los trabajadores de la fábrica de algodón que había mandado construir allí. Estaría fuera dos semanas, un intervalo de tiempo que a Adel se le antojaba eterno.
Baba yan se volvió hacia él. Ocupaba más de la mitad del asiento, y a su lado el muchacho parecía diminuto.
—Ojalá no tuviera que hacerlo, hijo.
Adel asintió.
—Hoy me he sentido orgulloso de ti, de ser tu hijo.
Baba yan descansó el peso de su gran mano en la rodilla del chico.
—Gracias, Adel. Me alegro de que así sea. Pero si te llevo conmigo es para que aprendas, para que entiendas que es importante que los más afortunados, la gente como nosotros, sepamos estar a la altura de nuestras responsabilidades.
—Ya, pero me gustaría que no tuvieras que pasar tanto tiempo fuera de casa.
—A mí también me gustaría, hijo. A mí también. Pero no me voy hasta mañana. Esta noche estaré en casa.
Adel asintió, bajando los ojos hasta las manos.
—Escucha —empezó su padre con dulzura—. La gente de esta aldea me necesita, necesita mi ayuda para tener un techo bajo el que vivir, un trabajo con el que ganarse el pan. Kabul tiene sus propios problemas, no puede acudir en su auxilio. Si no lo hago yo, nadie lo hará. Y entonces toda esa gente sufriría.
—Lo sé —murmuró Adel.
Baba yan le apretó la rodilla con suavidad.
—Echas de menos Kabul, lo sé, y a tus amigos. Ha sido un cambio difícil para tu madre y para ti. Y también sé que siempre estoy de viaje o reunido y que toda esa gente me absorbe buena parte del tiempo, pero... Mírame, hijo.
Adel levantó los ojos hasta encontrar los de baba yan, que lo miraban con afecto, enmarcados por las hirsutas cejas.
—Nada en el mundo me importa más que tú, Adel. Eres mi hijo. Renunciaría a todo esto por ti sin pensármelo dos veces. Daría la vida por ti, hijo.
Adel asintió con los ojos humedecidos. A veces, cuando baba yan hablaba de ese modo, sentía que se le formaba un nudo en la garganta que se iba estrechando hasta dejarlo casi sin aliento.
—¿Lo entiendes?
—Sí, baba yan.
—¿Me crees?
—Sí.
—Bien. Entonces dale un beso a tu padre.
Adel echó los brazos al cuello de baba yan, y él lo abrazó con fuerza, sin prisa. Adel recordó que, de pequeño, cuando entraba en la habitación de su padre a media noche y le tocaba el hombro, todavía temblando a causa de alguna pesadilla, éste apartaba las mantas y lo dejaba colarse en su cama, y luego lo estrechaba entre sus brazos y le besaba la coronilla hasta que Adel dejaba de temblar y volvía a dormirse.
—A lo mejor te traigo algún regalito de Helmand —dijo baba yan.
—No hace falta —repuso Adel con voz apagada.
Ya tenía más juguetes de los que podía desear, y no había regalo en el mundo que pudiera compensar la ausencia de su padre.
Unas horas después, en mitad de la escalera, Adel observaba a hurtadillas la escena que tenía lugar abajo. Habían llamado al timbre y Kabir había abierto la puerta. Ahora estaba apoyado contra la jamba con los brazos cruzados, impidiendo el paso del visitante. Adel advirtió que era el anciano de antes, en la escuela, el de las gafas y los dientes como cerillas quemadas. El chico de las zapatillas agujereadas también estaba allí, a su lado.
—¿Adónde ha ido? —preguntó el hombre.
—A atender unos negocios —repuso Kabir—, en el sur.
—Creía que se iba mañana.
Kabir se encogió de hombros.
—¿Cuánto tiempo pasará fuera?
—Dos meses, quizá tres. Quién sabe.
—No es eso lo que he oído decir.
—Estás poniendo a prueba mi paciencia, viejo —repuso Kabir descruzando los brazos.
—Lo esperaré.
—No, aquí no.
—Ahí fuera, en la carretera, quiero decir.
Kabir cambió el peso de un pie al otro, impaciente.
—Como quieras. Pero el comandante es un hombre muy ocupado. Es imposible saber cuándo estará de vuelta.
El viejo asintió con la cabeza y se alejó, seguido por el niño.
Kabir cerró la puerta.
Adel apartó la cortina de la ventana del salón y observó al anciano y el niño recorrer el sendero sin asfaltar que conectaba el recinto con la carretera.
—Le has mentido —le dijo a Kabir.
—En parte me pagan para eso. Para proteger a tu padre de los buitres.
—Pero ¿qué quería? ¿Un empleo?
—Algo así.
Kabir fue hasta el sofá y se quitó los zapatos. Alzó la vista hacia el niño y le guiñó un ojo. A Adel le caía bien aquel guardaespaldas, mucho mejor que Azmaray, que era antipático y casi nunca le dirigía la palabra. Kabir jugaba a las cartas con él y lo invitaba a ver películas, pues era un gran aficionado al cine. Tenía una colección de DVD comprados en el mercado negro, y veía diez o doce cada semana, no le importaba si eran iraníes, francesas, americanas o, por supuesto, de Bollywood. Y a veces, si su madre no estaba en la habitación y Adel prometía no contárselo a su padre, Kabir vaciaba el cargador de su kalashnikov y le dejaba empuñarlo, como un muyahidín. En ese momento el arma estaba apoyada contra la pared junto a la puerta de entrada.
Kabir se tendió en el sofá y apoyó los pies en el brazo. Se puso a hojear un periódico.
—Parecían inofensivos —dijo Adel soltando la cortina, y se volvió hacia el guardaespaldas, cuya frente veía asomar del periódico.
—Vaya, quizá debería haberlos invitado a un té —murmuró Kabir—, y servirles un poco de pastel.
—No te burles.
—Todos parecen inofensivos.
—¿Va a ayudarlos baba yan?
—Probablemente —repuso Kabir con un suspiro—. Tu padre es como un río para su pueblo. —Bajó el periódico y sonrió—. ¿De dónde es esa frase? Venga, Adel. La vimos el mes pasado.
Adel se encogió de hombros. Empezó a subir la escalera.
—¡Lawrence! —exclamó Kabir desde el sofá—. Lawrence de Arabia. Anthony Quinn. —Y justo cuando el chico llegaba al último peldaño, añadió—: Son buitres, Adel. No te dejes engañar. A tu padre lo desplumarían si pudieran.
Una mañana, un par de días después de que baba yan se hubiese marchado a Helmand, Adel subió al dormitorio de sus padres, donde retumbaba una música machacona. Entró y encontró a su madre, Aria, en shorts y camiseta delante del gigantesco televisor de pantalla plana, imitando los movimientos de un trío de sudorosas mujeres rubias que saltaban, se ponían en cuclillas, daban patadas y puñetazos al aire. Ella lo vio por el gran espejo del tocador.
—¿Te apuntas? —preguntó jadeante por encima de la música estruendosa.
—Prefiero sentarme —respondió él.
Se dejó caer en la alfombra y observó a su madre moverse de aquí para allá por la habitación saltando como una rana.
La madre de Adel tenía manos y pies delicados, nariz pequeña y respingona y un bonito rostro, como los que salían en las películas de Bollywood de Kabir. Era esbelta, ágil y joven; sólo tenía catorce años cuando se casó con baba yan. Adel tenía otra madre mayor que ella y tres hermanastros mayores, pero baba yan los había instalado en el este, en Jalalabad, y Adel sólo los veía una vez al mes, cuando baba yan lo llevaba de visita. A diferencia de su madre y su madrastra, que se tenían antipatía, Adel se entendía bien con sus hermanastros. Cuando iba a Jalalabad, lo llevaban a los parques, a los bazares, al cine y a torneos de buzkashi. Jugaban con él a Resident Evil y mataban juntos a los zombis en Call of Duty, y siempre lo incluían en su equipo en los partidos de fútbol del barrio. A Adel le habría encantado que vivieran cerca.
Observó a su madre tenderse boca arriba y subir y bajar las piernas rectas con una pelota de plástico azul entre los tobillos.
La verdad era que, en Shadbagh, Adel se moría de aburrimiento. No había hecho un solo amigo en los dos años que llevaban viviendo allí. No podía ir al pueblo en bicicleta; solo no, desde luego, con la oleada de secuestros que había por toda la zona, aunque sí hacía alguna escapada breve, pero sin alejarse del perímetro del recinto. No tenía compañeros de clase porque baba yan no lo dejaba asistir a la escuela del pueblo —por motivos de seguridad, según él—, de modo que todas las mañanas acudía un profesor particular a la casa a darle clases. Adel pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o jugando solo a la pelota, o viendo películas con Kabir, casi siempre las mismas, una y otra vez. Recorría con apatía los pasillos amplios y de techos altos y los grandes salones vacíos de su enorme casa, o se sentaba a mirar por la ventana de su habitación en el piso de arriba. Vivía en una mansión, pero en un mundo en miniatura. Había días que se aburría tanto que se subía por las paredes.
Sabía que su madre se sentía terriblemente sola. Aria trataba de seguir rutinas para llenar sus días: ejercicio por las mañanas, una ducha y luego el desayuno; después lectura y jardinería, y por las tardes, culebrones indios en la televisión. Cuando baba yan estaba fuera, cosa que ocurría a menudo, su madre andaba por la casa con un chándal gris y zapatillas de deporte, sin maquillar y con el pelo recogido en un moño. Rara vez abría siquiera el joyero donde guardaba los anillos, collares y pendientes que baba yan le traía de Dubái. A veces pasaba horas y horas hablando con su familia de Kabul. Sólo cuando su hermana y sus padres acudían unos días de visita, cada dos o tres meses, Adel veía animada a su madre. Se ponía un vestido largo y estampado, se calzaba zapatos de tacón, se maquillaba. Le brillaban los ojos y se la oía reír por toda la casa. Adel vislumbraba entonces a la persona que quizá había sido antes.
Cuando baba yan no estaba, Adel y su madre trataban de consolarse mutuamente. Intentaban completar rompecabezas, jugaban al golf y al tenis en la Wii de Adel. Pero el pasatiempo favorito del niño con su madre era construir casas con palillos. Ella esbozaba un plano en tres dimensiones de la casa en una hoja de papel, con su galería y su tejado a dos aguas, las escaleras y las paredes divisorias de las distintas habitaciones. Primero construían los cimientos, y después las escaleras y paredes interiores; se entretenían durante horas, aplicando pegamento a los palillos y poniendo a secar las diferentes secciones. Su madre le contó que cuando era joven, antes de casarse con su padre, soñaba con ser arquitecta.
Fue una de esas veces, mientras construían un rascacielos, cuando Aria le contó a Adel la historia de cómo se habían casado ella y baba yan.
—De hecho, se suponía que iba a casarse con mi hermana mayor, ¿sabes?
—¿Con la tía Nargis?
—Sí. Fue en Kabul. La vio un día en la calle y con eso le bastó. Tenía que casarse con ella. Al día siguiente se plantó en nuestra casa, con cinco de sus hombres. Prácticamente se invitaron a entrar, y todos llevaban botas.
Negó con la cabeza y rió, como si baba yan hubiese hecho algo gracioso, pero su risa no fue la misma de cuando algo le hacía verdadera gracia.
—Tendrías que haber visto las caras de tus abuelos.
Baba yan, sus hombres y los padres de Aria se sentaron en la sala. Ella estaba en la cocina preparando té mientras ellos hablaban. Había un problema, le contó a Adel, porque su hermana ya estaba comprometida con un primo que vivía en Ámsterdam y estudiaba Ingeniería. Los padres dijeron que cómo iban a romper el compromiso.
—Y entonces entro yo, con té y pastas dulces en una bandeja. Les lleno las tazas y dejo las pastas sobre la mesa. Y tu padre me mira, y cuando me doy la vuelta para irme, dice: «Es posible que tenga razón, señor. Romper un compromiso no está bien. Pero si me dice que esta hija suya también está prometida, no tendré más remedio que pensar que no le caigo bien.» Y se echó a reír. Fue así como nos casamos.
Levantó el tubo de pegamento.
—¿Él te gustaba? —preguntó el niño.
Su madre se encogió levemente de hombros.
—La verdad, me daba más miedo que otra cosa.
—Pero ahora te gusta, ¿no? Lo amas.
—Pues claro que sí. Vaya pregunta.
—No lamentas haberte casado con él, ¿verdad?
Ella dejó el pegamento y tardó unos segundos en contestar.
—Mira qué vida llevamos, Adel —dijo despacio—. Mira lo que tienes alrededor. ¿Qué hay que lamentar? —Sonrió y le tiró suavemente de la oreja—. Además, de otro modo no te habría tenido a ti.
Ahora, la madre de Adel apagó el televisor y se quedó sentada en el suelo, tratando de recobrar el aliento y enjugándose el cuello con una toalla.
—¿Qué tal si haces algo por tu cuenta esta mañana? —dijo—. Cuando acabe voy a darme una ducha y comer algo, y estaba pensando en llamar a tus abuelos. Llevo un par de días sin hablar con ellos. —Y empezó con los estiramientos de espalda.
Adel soltó un suspiro y se puso en pie.
En su habitación, un piso más abajo y en un ala distinta de la casa, cogió la pelota de fútbol y se puso una camiseta de Zidane que baba yan le había regalado unos meses atrás, por su duodécimo cumpleaños. Bajó la escalera y encontró a Kabir durmiendo la siesta con un periódico desplegado sobre el pecho. Cogió una lata de zumo de manzana de la nevera y salió.
Recorrió el sendero de grava hasta la entrada principal del recinto. La garita de vigilancia, donde solía haber un guardia armado, estaba desierta. Adel se sabía los horarios de las rondas de los guardias. Abrió con cautela la verja, salió y la cerró. Casi de inmediato, tuvo la sensación de que respiraba mejor a ese lado de la verja. En ciertos días el recinto se parecía demasiado a una prisión.
Anduvo a la amplia sombra del muro hacia la parte trasera, alejándose de la carretera. Ahí detrás estaban los huertos de árboles frutales de baba yan, que lo llenaban de orgullo. Varias hectáreas de largas hileras paralelas de perales y manzanos, albaricoqueros, cerezos, higueras y nísperos. Cuando Adel daba largos paseos con su padre por esos huertos, baba yan solía subirlo a hombros para que arrancara un par de manzanas maduras. Entre el recinto y los huertos había un claro, casi desierto a excepción de un cobertizo donde los jardineros guardaban sus herramientas. Allí estaba también el tocón del que había sido, como se podía ver, un árbol antiquísimo y gigantesco. Baba yan había contado una vez sus anillos con Adel y concluido que, probablemente, aquel árbol había visto pasar el ejército de Gengis Kan. Negando con la cabeza con tristeza, había añadido que quien lo hubiese talado no era más que un necio.
Hacía un día caluroso, con el sol refulgiendo en un cielo tan impecablemente azul como los que Adel dibujaba con lápices de colores de pequeño. Dejó la lata de zumo en el tocón y se puso a mantener la pelota en el aire a base de leves toques con el empeine. Su marca personal era sesenta y ocho veces sin que la pelota cayese al suelo. Había conseguido ese récord en primavera, y ya estaban a mediados de verano y aún trataba de mejorarlo. Iba por veintiocho cuando se dio cuenta de que alguien lo observaba. Era el niño, el que iba con aquel anciano que había intentado acercarse a baba yan en la ceremonia de inauguración de la escuela. Estaba en cuclillas a la sombra del cobertizo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Adel, tratando de parecer tan fiero como Kabir cuando hablaba con extraños.
—Buscaba un poco de sombra —contestó el niño—. No te chives.
—No deberías estar aquí.
—Tú tampoco.
—¿Cómo?
El niño soltó una risita.
—No importa. —Estiró los brazos y se incorporó.
Adel trató de ver si tenía los bolsillos llenos. Quizá había ido a robar fruta. El niño se le acercó y levantó la pelota con el pie, le dio un par de rápidos toques y se la pasó a Adel de tacón. Adel la cogió y se la puso bajo el brazo.
—Donde vuestro gorila nos ha hecho esperar, en la carretera, no hay sombra. Y tampoco hay una jodida nube en el cielo.
Adel sintió el impulso de salir en defensa de Kabir.
—No es ningún gorila.
—Pues se ha asegurado de que viéramos bien su kalashnikov, te lo digo yo. —Miró a Adel con una sonrisa indolente. Escupió en el suelo a sus pies—. Bueno, ya veo que eres un admirador del rey del cabezazo.
Adel tardó unos instantes en comprender de quién hablaba.
—No puedes juzgarlo por un solo error —dijo—. Era el mejor. Como mediocampista era un mago.
—Los he visto mejores.
—No me digas, ¿como quién?
—Maradona, por ejemplo.
—¿Maradona? —repitió Adel escandalizado. Había discutido antes sobre ese tema, con uno de sus hermanastros en Jalalabad—. ¡Maradona era un tramposo! La mano de Dios, ¿te acuerdas?
—Todo el mundo hace trampa y todo el mundo miente.
El chico bostezó y se alejó unos pasos. Era igual de alto que Adel, quizá una pizca más, y debían de tener la misma edad. Pero andaba como si fuera mayor, sin prisa y dándose aires, como si ya lo hubiese visto todo y nada lo sorprendiera.
—Me llamo Adel.
—Y yo Gholam.
Volvió y se dieron un apretón de manos. Gholam lo hizo con firmeza, con una palma seca y callosa.
—¿Cuántos años tienes?
Gholam se encogió de hombros.
—Yo diría que trece. Aunque a estas alturas podría tener catorce.
—¿Ni siquiera sabes cuándo cumples años?
Gholam sonrió de oreja a oreja.
—Seguro que tú sí. Apuesto a que llevas la cuenta de los días que faltan y todo.
—No, qué va —repuso Adel a la defensiva—. Me refiero a que no llevo la cuenta.
—Tengo que irme. Mi padre está esperando ahí solo.
—Creía que era tu abuelo.
—Pues te equivocabas.
—¿Jugamos a chutar a portería? —propuso Adel.
—¿Quieres decir una tanda de penaltis?
—Sí, cinco cada uno. Gana el que marque más.
Gholam volvió a escupir, miró de reojo hacia la carretera y de nuevo a Adel. Éste se fijó en que tenía una barbilla demasiado pequeña, un diente de más montado sobre los otros y uno roto y cariado. Una cicatriz corta y estrecha le partía la ceja izquierda. Y no olía muy bien. Pero, aparte los viajes mensuales a Jalalabad, Adel llevaba casi dos años sin mantener una conversación, y mucho menos jugar, con un niño de su edad. Supuso que se llevaría una decepción, pero Gholam se encogió de hombros y repuso:
—A la mierda, ¿por qué no? Pero pido chutar primero.
Como portería utilizaron dos piedras colocadas a ocho pasos una de otra. Gholam lanzó sus cinco penaltis. Marcó uno, envió fuera dos y Adel paró los dos restantes. Y aún era peor portero que chutador. Adel marcó cuatro penaltis engañándolo para que se lanzara en la dirección contraria, y el disparo que falló se fue desviado.
—Qué cabrón —resolló Gholam doblado por la cintura, con las palmas en las rodillas.
—¿Quieres la revancha? —Adel intentaba no regodearse, pero le costaba. Estaba contentísimo.
Gholam aceptó, y el resultado fue aún más desigual. Volvió a marcar un solo tanto, y en esta ocasión Adel le metió los cinco.
—Se acabó, estoy hecho polvo —se rindió el niño, levantando las manos.
Fue hasta el tocón y se sentó en él con un gemido de cansancio. Adel sujetó la pelota contra el pecho y se sentó a su lado.
—Supongo que esto no ayuda mucho —añadió Gholam sacando un paquete de tabaco del bolsillo de los vaqueros.
Sólo le quedaba un pitillo. Lo encendió con una cerilla y le dio una buena calada; luego se lo ofreció a Adel. Éste tuvo la tentación de aceptarlo, aunque fuera por impresionar a Gholam, pero al final rehusó, temiendo que Kabir o su madre lo pescaran apestando a tabaco.
—Qué prudente —comentó Gholam echando la cabeza hacia atrás.
Hablaron un rato sobre fútbol y, para sorpresa de Adel, resultó que Gholam sabía bastante del tema. Intercambiaron historias sobre sus partidos y goles favoritos. Cada uno ofreció su propia lista de los cinco mejores jugadores; prácticamente coincidían, excepto en que Gholam incluía a Ronaldo el brasileño y Adel a Ronaldo el portugués. Naturalmente, acabaron hablando de la final del Mundial de 2006 y el doloroso recuerdo, para Adel, del incidente del cabezazo. Gholam explicó que había visto el partido entero entre la multitud que se agolpaba ante una tienda de televisores no muy lejos del campamento.
—¿El campamento?
—El sitio donde me crié, en Pakistán.
Le contó a Adel que era la primera vez que pisaba Afganistán. Había pasado toda su vida en Pakistán, en el campamento de refugiados de Jalozai, donde había nacido. Jalozai era como una ciudad, un enorme laberinto de tiendas y chozas de adobe y chamizos a base de plástico y planchas de aluminio, con una maraña de estrechas callejas alfombradas de porquería y excrementos. Era una ciudad en el vientre de una ciudad mayor incluso. Él y sus hermanos se habían criado en el campamento; él era el mayor, le sacaba tres años al siguiente. Había vivido en una casucha de adobe con sus hermanos, su madre, su padre, que se llamaba Iqbal, y su abuela paterna, Parwana. Él y sus hermanos habían aprendido a andar y hablar en aquel campamento. Había ido a la escuela allí. Había jugado con palos y ruedas de bicicleta oxidadas en las sucias callejas, correteando con otros niños refugiados hasta que se ponía el sol y su abuela lo llamaba de vuelta a casa.
—Aquello me gustaba —dijo—. Tenía amigos y conocía a todo el mundo. Y nos iba bien. Tengo un tío en Estados Unidos, el hermanastro de mi padre. Tío Abdulá. Nunca lo he visto, pero nos mandaba dinero todos los meses. Y eso ayudaba; ayudaba un montón.
—¿Por qué te fuiste?
—Por obligación. Los pakistaníes cerraron el campamento. Dijeron que el sitio de los afganos estaba en Afganistán. Y entonces dejó de llegar el dinero de mi tío. Así que mi padre dijo que volveríamos a casa para empezar de cero, ahora que los talibanes habían huido al lado pakistaní de la frontera. Dijo que en Pakistán éramos huéspedes que nos habíamos quedado demasiado tiempo y ya no éramos bienvenidos. Yo me deprimí un montón. Este sitio —añadió con un ademán— es una tierra extranjera para mí. Y los niños del campamento, los que habían estado en Afganistán, nunca dijeron nada bueno sobre este país.
Adel tuvo ganas de decirle que lo entendía muy bien. Quiso decirle cuánto echaba de menos Kabul, a sus amigos y a sus hermanastros de Jalalabad. Pero temió que pudiera burlarse de él, de modo que se limitó a comentar:
—Bueno, esto es bastante aburrido, desde luego.
Gholam rió.
—No creo que se refirieran a eso.
Adel tuvo la vaga impresión de que lo habían regañado.
Gholam dio una calada y exhaló una ristra de anillos. Los observaron alejarse flotando y desintegrarse.
—Mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí: «Ya veréis, muchachos, cuando respiréis el aire de Shadbagh y probéis el agua.» Él nació y se crió aquí. «Nunca habéis probado un agua tan fresca y dulce como ésa.» Siempre estaba hablándonos de Shadbagh, que cuando él vivía aquí supongo que no era más que una pequeña aldea. Nos decía que hay una clase de vid que sólo crece en Shadbagh, en ningún otro lugar del mundo. Cualquiera hubiese dicho que estaba describiendo el paraíso.
Adel le preguntó dónde vivía ahora. Gholam arrojó la colilla lejos y miró al cielo con los ojos entornados.
—¿Sabes ese campo que hay junto al molino?
—Sí. —Adel esperó, pero el chico no dijo nada más—. ¿Vives en un campo?
—Por el momento. En una tienda de campaña.
—¿No tenéis familia aquí?
—No. O se murieron o se marcharon. Bueno, mi padre sí que tiene un tío, en Kabul. O lo tenía. Quién sabe si sigue vivo. Era el hermano de mi abuela, trabajaba para una familia rica de allí. Pero me parece que Nabi y mi abuela llevan décadas sin hablarse, cincuenta años o más, creo. Es como si no se conocieran. Supongo que, si de verdad tuviese que hacerlo, mi padre acudiría a él. Pero quiere intentar salir adelante solo. Aquí. Éste es su hogar.
Se quedaron un rato callados, sentados en el tocón y observando estremecerse las hojas de los frutales bajo las bocanadas de viento cálido. Adel pensó en Gholam y su familia pasando las noches en una tienda de campaña, con escorpiones y serpientes acechando alrededor.
No supo muy bien por qué acabó contándole la razón de que sus padres y él se hubieran trasladado a ese lugar desde Kabul. O más bien, no supo decidir entre los varios motivos para contárselo. Quizá lo hizo para que Gholam no se llevase la impresión de que, como vivía en una casa grande, no tenía ninguna preocupación en la vida. O por aventajarlo, como si estuvieran en un patio de colegio. Quizá quería su compasión, o incluso reducir el abismo que los separaba. No lo sabía. Quizá fue por todas esas razones. Y tampoco sabía por qué le parecía importante caerle bien a Gholam; sólo comprendía vagamente que había una razón más complicada que el mero hecho de sentirse solo y desear un amigo.
—Vinimos a Shadbagh porque alguien trató de matarnos en Kabul —soltó—. Un tipo en moto paró un día ante nuestra casa y la acribilló a balazos. No lo atraparon. Afortunadamente nadie salió herido.
No sabía qué reacción esperaba, pero sí lo sorprendió que Gholam no tuviese ninguna. Seguía alzando la vista con los ojos entornados.
—Sí, ya lo sabía.
—¿Lo sabías?
—Tu padre se mete el dedo en la nariz y la gente se entera.
Adel lo observó arrugar el paquete de tabaco vacío y metérselo en el bolsillo de los vaqueros.
—Y está claro que tu padre tiene enemigos —añadió Gholam, y soltó un suspiro.
Adel lo sabía. Baba yan le había explicado que varios hombres que lucharon junto a él contra los soviéticos en los años ochenta se habían vuelto poderosos y corruptos. Decía que habían perdido el norte. Y como él no estaba dispuesto a tomar parte en sus planes criminales, trataban de desautorizarlo, de manchar su nombre difundiendo rumores falsos e injuriosos contra él. Por eso baba yan siempre intentaba proteger a Adel: no permitía que hubiera periódicos en la casa, ni que Adel viera las noticias en la televisión o navegara por internet.
Gholam se inclinó más hacia él.
—Y tengo entendido que está hecho todo un granjero —comentó.
Adel se encogió de hombros.
—Ya lo ves. Solamente tiene unas cuantas hectáreas de frutales. Bueno, y también los campos de algodón en Helmand, para la fábrica.
Gholam lo miró a los ojos y esbozó una lenta sonrisa, dejando a la vista el diente cariado.
—Conque algodón. Qué inocente. No sé qué decirte.
Adel no entendió de qué hablaba. Se levantó e hizo botar la pelota.
—Pues di que quieres otra revancha.
—Quiero otra revancha.
—Vamos allá.
—Vale, pero esta vez te apuesto a que no marcas ni uno.
Ahora fue Adel quien sonrió.
—Qué te apuestas.
—Está clarísimo: la camiseta de Zidane.
—¿Y si gano yo? O cuando gane, más bien.
—Yo que tú no me preocuparía de algo tan improbable —repuso Gholam.
Fue una encerrona en toda regla. Gholam se lanzó a derecha e izquierda y paró todos los penaltis de Adel. Éste se quitó la camiseta, sintiéndose estúpido por dejarse engañar de aquella manera y por perder la que era probablemente su posesión más preciada. Le tendió la camiseta a Gholam. Se sintió al borde de las lágrimas y luchó por contenerlas, alarmado.
Gholam tuvo al menos el detalle de no ponérsela en su presencia. Cuando ya se iba, le dijo sonriente por encima del hombro:
—No es verdad que tu padre vaya a estar fuera tres meses, ¿no?
—Mañana quiero jugar otra vez para recuperarla —respondió Adel—. Me refiero a la camiseta.
—Lo pensaré.
Gholam se alejó hacia la carretera. A medio camino se detuvo, sacó la arrugada cajetilla de tabaco del bolsillo y la arrojó por encima del muro de la casa de Adel.
Durante la semana siguiente, Adel salió todos los días del recinto con la pelota bajo el brazo. Las dos primeras veces consiguió calcular sus escapadas para no coincidir con el guardia armado que hacía la ronda del perímetro. Pero el guardia lo pilló a la tercera y se negó a dejarlo salir. Adel entró otra vez en la casa y volvió con un iPod y un reloj. A partir de entonces, el guardia le permitió entrar y salir siempre y cuando no fuera más allá de los huertos de frutales. En cuanto a su madre y Kabir, apenas reparaban en sus ausencias de un par de horas. Era una de las ventajas de vivir en una casa tan grande.
Adel jugaba solo en la parte de atrás del recinto, junto al claro del viejo tocón, confiando en que apareciera Gholam. Lanzaba asiduas miradas al sendero sin asfaltar que llevaba a la carretera mientras daba toquecitos a la pelota, se sentaba en el tocón a contemplar un caza cruzando raudo el cielo o arrojaba piedrecitas con indolencia. Al cabo de un rato, cogía la pelota y volvía arrastrando los pies al recinto.
Un día apareció por fin Gholam, cargado con una bolsa.
—¿Dónde estabas?
—Trabajando.
Y le contó que durante unos días los habían contratado, a él y su padre, para hacer ladrillos. El trabajo de Gholam consistía en preparar la argamasa. Llevaba cubos de agua de aquí para allá y arrastraba sacos de cemento y arena que pesaban más que él. Le explicó cómo mezclaba el mortero en la carretilla, ligándolo con agua con la ayuda de una azada, removiéndolo y añadiendo agua y arena hasta que adquiría una consistencia lisa y sin grumos. Entonces empujaba la carretilla hasta los albañiles, la descargaba y luego volvía sobre sus pasos para preparar otra tanda. Extendió las palmas para que Adel viera las ampollas.
—Toma ya —soltó Adel, sabiendo que decía una tontería, pero no se le ocurrió otro comentario.
Lo más parecido a trabajar que había hecho en toda su vida había sido ayudar al jardinero a plantar unos arbolillos en el jardín de su casa en Kabul, una tarde de hacía tres años.
—Te he traído una sorpresa —dijo Gholam.
Hurgó en la bolsa y le lanzó la camiseta de Zidane.
—No lo entiendo —repuso un sorprendido Adel, aunque sintió a la vez una prudente alegría.
—El otro día en la ciudad vi a un niño que la llevaba puesta —dijo Gholam, indicándole con un ademán que le diera la pelota.
Cuando Adel se la pasó, la mantuvo en el aire con toquecitos del empeine mientras hablaba.
—Increíble, ¿no? Pues voy y le digo: «Eh, esa camiseta que llevas es de un amigo mío», y el tío me mira raro. Para no enrollarme mucho, digamos que lo resolvimos en un callejón. ¡Y al acabar me estaba suplicando que me quedara con la camiseta! —Atrapó la pelota en el aire, escupió y sonrió de oreja a oreja—. Vale, también es posible que se la hubiese vendido un par de días antes.
—Pero eso no está bien. Si se la vendiste, era suya.
—¿Qué pasa, ya no la quieres? ¿Con lo que me costó recuperarla? La pelea no fue desigual del todo, ¿sabes? Consiguió darme un par de guantazos decentes.
—Aun así... —musitó Adel.
—Además, te engañé para quitártela, y me sentía un poco mal. Ahora ya has recuperado tu camiseta, y yo... —Se señaló los pies, y Adel vio que llevaba unas zapatillas de deporte nuevas, azules y blancas.
—¿Está bien el otro chico?
—Sobrevivirá. Bueno, ¿vamos a quedarnos aquí discutiendo o vamos a jugar?
—¿Está tu padre contigo?
—Hoy no. Está en los juzgados, en Kabul. Venga, vamos.
Jugaron un rato a pasarse la pelota. Luego dieron un paseo; Adel no cumplió la promesa que le había hecho al guardia y llevó a Gholam a los huertos. Cogieron nísperos de los árboles y se tomaron unas latas frías de Fanta que Adel se había llevado de la cocina sin que nadie lo viera.
En adelante, se encontraban allí casi a diario. Jugaban a la pelota, se perseguían entre las hileras de árboles frutales. Charlaban sobre deportes y películas, y cuando no tenían nada que decirse, sencillamente se sentaban a contemplar la población de Shadbagh-e-Nau, las suaves colinas en la distancia y, más allá, la brumosa cadena de montañas.
Adel se despertaba ahora cada día deseando ver a Gholam recorrer a hurtadillas el sendero, oír su voz fuerte y confiada. Se distraía durante las clases de la mañana; se desconcentraba pensando a qué jugarían, qué historias se contarían. Le preocupaba perder a Gholam. Le preocupaba que su padre, Iqbal, encontrara trabajo fijo en la ciudad, o un sitio donde vivir, y Gholam se marchara a otro lugar, a otra parte del país. Adel había tratado de prepararse para esa posibilidad, de endurecerse para la inevitable despedida.
Un día, cuando estábamos sentados en el tocón del árbol, Gholam quiso saber:
—¿Has estado alguna vez con una chica?
—¿Quieres decir si...?
—Sí, eso.
Adel sintió calor en las orejas. Contempló brevemente la posibilidad de mentir, pero supo que Gholam le vería el plumero.
—¿Tú sí? —musitó.
Gholam encendió un pitillo y le ofreció uno. Esta vez, tras mirar por encima del hombro para asegurarse de que el guardia no asomara en la esquina o que Kabir no hubiese decidido salir, Adel lo aceptó. Dio una calada y prorrumpió al instante en un prolongado acceso de tos. Gholam esbozó una sonrisita y le dio unas palmadas en la espalda.
—Bueno, ¿sí o no? —insistió al cabo Adel, respirando con dificultad y los ojos llorosos.
—Cuando estábamos en el campamento —respondió Gholam con tono de confidencia—, un chico mayor que yo me llevó a un burdel de Peshawar.
Y le contó la historia. Una habitación pequeña y sucia, de cortinas naranja y paredes desconchadas, una desnuda bombilla colgada del techo, una rata escurridiza. El traqueteo de los rickshaws y el rumor de los coches en la calle. Una muchacha sentada en el colchón, acabándose un plato de biryani, mirándolo inexpresiva mientras masticaba. Incluso a aquella luz mortecina, Gholam advirtió que tenía un bonito rostro y que era apenas mayor que él. Rebañó los últimos granos de arroz con un pedazo de naan, apartó el plato y se limpió los dedos en los pantalones al tiempo que se los bajaba.
Adel escuchaba cautivado, fascinado. Nunca había tenido un amigo como Gholam; sabía más del mundo incluso que sus hermanastros, que le llevaban unos años. Y en cuanto a los amigos que había tenido antes, en Kabul, eran todos hijos de tecnócratas, funcionarios y ministros. Sus vidas eran variaciones de la del propio Adel. En cambio, la existencia de Gholam estaba llena de problemas, de imprevistos y privaciones, pero también de aventuras; una vida diametralmente opuesta a la de Adel aunque se desarrollara a un tiro de piedra de la suya. Cuando escuchaba las historias de Gholam, su propia vida le resultaba aún más aburrida.
—¿Y qué? ¿Lo hiciste o no? —quiso saber—. ¿Se la...? Ya sabes... ¿se la metiste?
—Si te parece nos tomamos una taza de chai y hablamos de la poesía de Rumi. ¿Tú qué crees?
Adel se ruborizó.
—¿Cómo fue?
Pero Gholam ya había cambiado de tema. Sus conversaciones solían ser así. Gholam se lanzaba con entusiasmo a contar una historia, y cuando tenía a Adel enganchado, perdía el interés y pasaba a otra cosa, dejándolo en ascuas. Y ahora, en lugar de acabar con el relato que había empezado, comentó:
—Mi abuela dice que su marido, mi abuelo Sabur, le contó una historia sobre este árbol. Fue mucho antes de que lo cortara, claro. Fue cuando los dos eran pequeños. Le contó que, si tenías un deseo, debías arrodillarte delante del árbol y decírselo en susurros, y si el árbol estaba dispuesto a concedértelo, arrojaba exactamente diez hojas sobre tu cabeza.
—Nunca había oído esa historia —repuso Adel.
—Pues claro que no la habías oído.
Adel cayó entonces en la cuenta de lo que había dicho Gholam.
—Un momento: ¿tu abuelo cortó nuestro árbol?
Gholam volvió la mirada hacia él.
—¿Vuestro? Este árbol no es vuestro.
Adel parpadeó.
—¿Qué quieres decir?
Gholam pareció taladrarlo con la mirada. Por primera vez, Adel no captó un ápice de la vivacidad habitual de su amigo, ni de su sonrisita burlona o traviesa. Su cara había adoptado una expresión seria y sorprendentemente adulta.
—Este árbol era de mi familia. Esta tierra era de mi familia. Ha sido nuestra durante generaciones. Tu padre construyó su mansión en nuestra tierra cuando estábamos en Pakistán, durante la guerra. —Señaló los frutales—. ¿Ves esos huertos? Pues ahí tenía la gente sus casas. Pero tu padre las mandó derribar con una excavadora. Y lo mismo hizo con la casa donde nació y se crió mi padre.
Adel volvió a parpadear.
—Se adueñó de nuestra tierra y construyó esa... —con una mueca de desdén, indicó el recinto con el pulgar—, esa cosa.
Con el estómago un poco revuelto y el corazón palpitante, Adel dijo:
—Creía que éramos amigos. ¿Por qué dices esas mentiras tan horribles?
—¿Te acuerdas de cuando te engañé para quitarte la camiseta? —replicó Gholam con las mejillas arreboladas—. Casi te echaste a llorar. No lo niegues, te vi. Y fue por una camiseta. ¡Una camiseta! Imagina cómo se sintió mi familia, tras el largo viaje desde Pakistán, cuando bajaron del autobús y se encontraron esa cosa en su tierra. Y luego vino ese gorila vuestro del traje morado y nos echó del sitio que nos pertenece.
—¡Mi padre no es un ladrón! —exclamó Adel—. Pregunta a cualquiera en Shadbagh-e-Nau, pregúntales qué ha hecho él por este pueblo.
Pensó en cómo recibía baba yan a la gente en la mezquita, sentado en el suelo con una taza de té ante sí y el rosario en la mano. Una solemne fila de gente iba desde su cojín hasta la puerta de entrada: hombres con las manos embarradas, mujeres desdentadas, jóvenes viudas con niños; todos necesitados, todos esperando turno para pedirle un favor, un empleo, un pequeño préstamo para reparar un tejado o una acequia o comprar leche en polvo. Y su padre asentía y los escuchaba con paciencia infinita, como si cada persona en la cola le importase tanto como un miembro de su familia.
—No me digas. Entonces explícame cómo puede ser que mi padre tenga la escritura de propiedad —repuso Gholam—. Se la dio al juez cuando fue al juzgado.
—Estoy seguro de que si tu padre habla con baba...
—Tu baba se niega a hablar con él. No piensa reconocer lo que ha hecho. Cuando nos ve, pasa de largo con su coche como si fuéramos perros vagabundos.
—No sois perros —contestó Adel, esforzándose para que no le temblara la voz—. Sois buitres. Ya me lo dijo Kabir. Debería haberme dado cuenta.
Gholam se levantó, se alejó un par de pasos y se detuvo.
—Pues ahora ya lo sabes —dijo—. No tengo nada contra ti. No eres más que un crío ignorante. Pero la próxima vez que tu baba se vaya a Helmand, pídele que te lleve a esa fábrica suya. Así verás qué cultiva allí. Te daré una pista: no es algodón.
Aquella noche, antes de cenar, Adel se dio un baño de agua caliente con espuma. Del piso de abajo le llegaba el sonido de la televisión; Kabir estaba viendo una vieja película de piratas. La ira que había sentido toda la tarde estaba remitiendo, y empezaba a pensar que había sido demasiado duro con Gholam. Baba yan le había dicho en cierta ocasión que los pobres a veces hablaban mal de los ricos, no importaba cuánto hiciese uno por ellos. Lo hacían sobre todo porque estaban descontentos con sus propias vidas. No podía evitarse; incluso era algo natural. «Y no debemos culparlos, Adel», añadió.
Adel no era tan ingenuo como para ignorar que el mundo era un lugar básicamente injusto; sólo tenía que mirar por la ventana de su habitación. Pero imaginaba que, a la gente como Gholam, reconocer que el mundo era así no les servía de consuelo. Quizá la gente como Gholam necesitaba un culpable, un objetivo de carne y hueso, alguien a quien poder acusar de ser el causante de sus desgracias, alguien a quien condenar y culpar, a quien tener rabia. Y quizá baba yan tenía razón y la respuesta adecuada era comprenderlos, evitar juzgarlos e incluso responderles con generosidad. Observando las burbujas de jabón que estallaban en la superficie del agua, Adel pensó que su padre construía escuelas y clínicas cuando le constaba que en el pueblo había gente que difundía cotilleos maliciosos sobre él.
Mientras se estaba secando, su madre asomó la cabeza por la puerta del baño.
—¿Bajas a cenar?
—No tengo hambre.
—Vaya.
La madre entró y cogió una toalla del estante.
—Ven, siéntate. Deja que te seque el pelo.
—Sé hacerlo solo.
Ella se le acercó por detrás, estudiándolo a través del espejo.
—¿Va todo bien, Adel?
Él se encogió de hombros. La madre le puso entonces una mano en el hombro, como si esperase que Adel frotara la mejilla contra ella, pero no lo hizo.
—Mamá, ¿has visto alguna vez la fábrica de baba yan?
Notó que su madre se quedaba inmóvil.
—Claro que sí, y tú también.
—No me refiero a fotografías. ¿La has visto de cerca? ¿Has estado allí?
—¿Cómo iba a ir? —repuso su madre ladeando la cabeza en el espejo—. Helmand es un sitio peligroso. Tu padre nunca me pondría en peligro, y a ti tampoco.
Adel asintió con la cabeza.
Del piso de abajo llegaba el estruendo de los cañonazos y los gritos de guerra de los piratas.
Al cabo de tres días, Gholam volvió a aparecer. Se acercó con paso enérgico a Adel y se detuvo.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Adel—. Tengo una cosa para ti.
Cogió del tocón el abrigo que había llevado consigo todos los días desde que discutieron. Era de piel marrón chocolate, con suave forro de lana de borreguito y una capucha que podía quitarse mediante una cremallera. Se lo tendió a Gholam.
—Sólo me lo he puesto un par de veces. Me va un poco grande, debería quedarte bien.
Gholam ni se movió.
—Ayer cogimos un autobús hasta Kabul para ir al juzgado —se limitó a decir—. Adivina qué nos dijo el juez. Tenía malas noticias para nosotros. Hubo un pequeño incendio y la escritura de propiedad de mi padre ardió en él. Ya no está, no existe.
Adel bajó lentamente la mano que sujetaba el abrigo.
—Y cuando nos decía que no podía hacer nada sin los papeles, ¿a que no sabes qué llevaba en la muñeca? Pues un reloj de oro nuevecito que mi padre no le vio la otra vez.
Adel parpadeó.
Gholam bajó la vista hasta el abrigo. Su mirada fue penetrante, hiriente, con toda la intención de provocar vergüenza. Y lo consiguió. Adel se encogió, y el abrigo que sostenía dejó de ser una ofrenda de paz para convertirse en un soborno.
Gholam se dio la vuelta y echó a andar de vuelta a la carretera con paso enérgico.
La velada del día de su regreso, baba yan celebró una fiesta en la casa. Adel estaba sentado junto a su padre en la cabecera del enorme mantel que se había desplegado en el suelo para la cena. A veces, baba yan prefería sentarse en el suelo y comer con las manos, en especial cuando lo hacía con amigos de la época de la yihad. «Me recuerda a mis tiempos de cavernícola», bromeaba. Las mujeres cenaban en la mesa del comedor, con cubiertos, presididas por la madre de Adel. A éste le llegaba el eco de su cháchara a través de las paredes de mármol. Una de ellas, una mujer de anchas caderas y largo cabello teñido de rojo, se había comprometido con un amigo de baba yan. Antes de la cena, le había enseñado a la madre de Adel fotografías en su cámara digital de la tienda para novias que habían visitado en Dubái.
Después de cenar, cuando tomaban el té, baba yan contó la historia de cómo su unidad había tendido una emboscada a una columna soviética para impedirle el acceso a un valle en el norte. Todos escucharon con atención.
—Cuando los tuvimos a tiro —contó baba yan mientras le acariciaba el pelo a Adel con gesto ausente—, abrimos fuego. Le dimos al vehículo que abría la marcha, y luego a varios jeeps. Pensé que retrocederían, o que tratarían de abrirse camino. Pero lo que hicieron los muy cabrones fue detenerse, apearse y abrir fuego contra nosotros. Increíble, ¿verdad?
Un murmullo recorrió la habitación. Muchos negaban con la cabeza. Adel sabía que al menos la mitad de los hombres presentes eran antiguos muyahidines.
—Los superábamos en número, quizá los triplicábamos, pero ellos tenían armas pesadas, ¡y al cabo de poco eran ellos quienes nos atacaban! Disparaban contra nuestras posiciones en los huertos. No tardamos en dispersarnos para ponernos a salvo. Yo huía junto a otro tipo, un tal Mohammad no sé qué. Corríamos codo con codo a través de un campo de vides, no de las que se sujetan con espalderas y alambre, sino de las que se dejan crecer en el suelo. Las balas silbaban por todas partes y nos esforzábamos por salvar el pellejo, hasta que de pronto tropezamos y caímos los dos. Tardé un segundo en volver a estar en pie, pero el tal Mohammad ya no estaba a mi lado. Miré alrededor y grité: ¡Levanta el culo de una vez, pedazo de burro!
Baba yan hizo una pausa para darle más dramatismo a la cosa. Se llevó un puño a los labios para contener la risa.
—Y entonces el tipo se levantó de entre unas vides y echó a correr como alma que lleva el diablo, y no vais a creerlo, pero ¡el muy chiflado iba cargado con racimos de uva! ¡Un montón bajo cada brazo!
Todos estallaron en carcajadas, incluso Adel. Su padre le frotó la espalda y lo atrajo hacia sí. Alguien empezó a contar otra historia y baba yan cogió el cigarrillo que tenía junto al plato. Pero no llegó a encenderlo, porque de pronto un cristal se hizo añicos en algún lugar de la casa.
Se oyó gritar a las mujeres en el comedor. Algo metálico, un tenedor o un cuchillo, golpeó ruidosamente contra el mármol. Los hombres se pusieron en pie. Azmaray y Kabir irrumpieron en la habitación empuñando las pistolas.
—Ha sido en la entrada —informó Kabir, y al punto volvió a romperse un cristal.
—Espere aquí, comandante sahib. Iremos a echar un vistazo —intervino Azmaray.
—Y un cuerno —gruñó baba yan abriéndose paso—. No pienso quedarme encogido de miedo bajo mi propio techo.
Echó a andar hacia el vestíbulo seguido por Azmaray, Kabir Adel y los invitados. Por el camino, Adel vio a Kabir coger el atizador de hierro que utilizaban en invierno para avivar el fuego en la estufa. Y también vio a su madre corriendo hacia ellos pálida y cariacontecida. Cuando llegaron al vestíbulo, una piedra entró por la ventana y se estrelló contra el suelo entre añicos de cristal. La mujer pelirroja, la futura novia, se puso a dar alaridos. Fuera, alguien gritaba.
—¿Cómo demonios han burlado al guardia? —preguntó alguien detrás de Adel.
—¡Comandante sahib, no! —exclamó Kabir, pero el padre de Adel ya había abierto la puerta principal.
Fuera empezaba a oscurecer, pero estaban en verano y el cielo aún tenía un resplandor amarillo pálido. En la distancia, Adel vio luces aquí y allá; la gente de Shadbagh-e-Nau se disponía a cenar con sus familias. Las montañas en el horizonte se habían sumido en sombras, y la noche no tardaría en invadir todos los recovecos. Pero el manto de oscuridad no era aún suficiente para ocultar al anciano que vio Adel, al pie de la escalinata de entrada, con una piedra en cada mano.
—Llévatelo arriba —le dijo baba yan por encima del hombro a Aria—. ¡Ahora mismo!
La madre de Adel le rodeó los hombros y lo hizo subir las escaleras y recorrer el pasillo hasta el dormitorio principal que compartía con baba yan. Cerró la puerta con llave, corrió las cortinas y encendió el televisor. Condujo a Adel hasta la cama y se sentó a su lado. En la pantalla, dos árabes vestidos con kurtas y gorritos de punto arreglaban un enorme camión.
—¿Qué va a hacerle baba a ese hombre? —quiso saber Adel. No podía parar de temblar—. Mamá, ¿qué va a hacerle?
Alzó la vista hacia su madre y vio que una sombra le nublaba fugazmente el rostro, y de pronto supo con absoluta certeza que no iba a poder creer lo que ella iba a decirle.
—Va a hablar con él —respondió con voz temblorosa—. Va a razonar con quien sea que esté ahí fuera. Eso hace tu padre. Razona con la gente.
Adel, cabizbajo, empezó a sollozar.
—¿Qué va a hacer, mamá? ¿Qué va a hacerle a ese hombre?
Ella le repitió lo mismo una y otra vez, que no pasaría nada, que todo iría bien, que no iban a hacerle daño a nadie. Pero cuanto más lo decía, más lloraba Adel, hasta que acabó tan agotado que cayó dormido en el regazo de su madre.
«Ex comandante sale ileso de un atentado criminal.»
Adel leyó el artículo en el estudio de su padre, en el ordenador. Según el periódico, el ataque había sido «sanguinario» y el asaltante era un antiguo refugiado a quien se le sospechaban «vínculos con los talibanes». A medio artículo se citaba a su padre diciendo que había temido por la seguridad de su familia. «En especial por la de mi inocente hijito», fueron sus palabras. El artículo no revelaba el nombre del asaltante ni información sobre lo que le había ocurrido.
Adel apagó el ordenador. Se suponía que no debía utilizarlo, y además tenía prohibido entrar en el estudio de su padre. Un mes antes no se habría atrevido a hacer ninguna de las dos cosas. Volvió arrastrando los pies a su habitación, se tendió en la cama e hizo rebotar una y otra vez una vieja pelota de tenis contra la pared. Toc, toc, toc. Al poco rato, su madre asomó la cabeza y le pidió que parara, pero, aunque insistió, Adel no paró. Ella se quedó allí un momento y luego se fue.
Toc, toc, toc.
En apariencia, nada había cambiado. Un recuento por escrito de las actividades diarias de Adel habría revelado una vuelta a su ritmo habitual. Se levantaba a la hora de siempre, se lavaba, desayunaba con sus padres, recibía las clases de su profesor particular. Después comía y se pasaba la tarde tumbado viendo películas con Kabir, o entreteniéndose con videojuegos.
Pero todo era distinto. Quizá Gholam había entreabierto una puerta para él, pero era baba yan quien lo había empujado a cruzarla. En la mente del niño habían empezado a moverse engranajes antes inactivos. Le daba la sensación de haber adquirido, de la noche a la mañana, un sexto sentido que le permitía percibir cosas que antes no veía, cosas que llevaba años teniendo en las narices. Advertía, por ejemplo, que su madre tenía secretos. Cuando la miraba, prácticamente los veía reflejados en su cara. Veía los esfuerzos que hacía por ocultarle a él todo lo que sabía, todo lo que guardaba en su interior a buen recaudo, como ellos dos en aquella gran casa. Por primera vez, Adel veía la casa de su padre como una monstruosidad, una afrenta, un monumento a la injusticia, tal como, en privado, la veían los demás. En las ansias de la gente por complacer a su padre veía la intimidación y el temor sobre los que se sostenían el respeto y la deferencia. Pensaba que, de saberlo, Gholam se sentiría orgulloso de él. Por primera vez, Adel era plenamente consciente de las verdaderas fuerzas que habían gobernado siempre su vida.
Y también era consciente de los principios en conflicto que una persona alberga en su interior. Y no sólo su padre, su madre, o Kabir; también él mismo.
Ese último descubrimiento fue, en cierto sentido, el más sorprendente. La revelación de lo hecho por su padre —primero en nombre de la yihad y después de lo que él llamaba la justa recompensa del sacrificio— había tenido en él un impacto tremendo. Al menos durante unos días. Desde la noche de las pedradas en las ventanas, le dolía el estómago cada vez que su padre entraba en la habitación. Si lo encontraba hablando exaltado por el móvil o lo oía canturrear en la bañera, sentía un escalofrío y la garganta se le secaba. Si su padre le daba un beso de buenas noches, su reacción instintiva era rehuirlo. Tenía pesadillas. Soñaba que alguien recibía una paliza entre los árboles frutales de los huertos, el destello de un atizador de hierro subiendo y bajando, golpeando un cuerpo. Despertaba de esos sueños con un alarido atascado en el pecho. Lo sorprendían accesos de llanto en los momentos más inoportunos.
Y sin embargo...
Estaba ocurriendo algo más. Aquella nueva conciencia no se desvaneció y lentamente encontró compañía. Ahora era consciente de algo más, de otra parte de su ser que no desplazaba a la de antes sino que reclamaba espacio a su lado. Se sentía despertar a otra parte de sí, más problemática. La parte que, con el tiempo, aceptaría gradualmente, casi imperceptiblemente, esa nueva identidad que ahora le producía el mismo picor que un jersey de lana mojado. Adel veía que probablemente acabaría por aceptar las cosas, como había hecho su madre. Al principio se había enfadado con ella, pero ahora estaba más dispuesto a perdonarla. Quizá había aceptado porque le tenía miedo a su marido. O a cambio de la vida de lujo que llevaba. O, como Adel sospechaba, sobre todo por la misma razón por la que lo haría él: porque debía hacerlo. ¿Qué otra opción tenía? Adel no podía huir de su vida, no más que Gholam de la suya. La gente aprendía a vivir con las cosas más inimaginables. Y eso mismo haría él. Su vida era así. Su padre era así y su madre era así. Y él era así, aunque acabase de descubrirlo.
Adel sabía que no podría volver a querer a su padre como antes, cuando dormía acurrucado entre sus fuertes brazos, feliz. Eso era inconcebible ahora. Pero aprendería a quererlo de nuevo, aunque fuera de un modo distinto, más confuso y complicado. Casi tenía la sensación de haber dado un salto gigantesco desde la infancia. No tardaría en aterrizar convertido en un adulto. Y cuando lo hiciera no habría vuelta atrás, porque ser adulto se parecía a lo que su padre había dicho una vez sobre ser un héroe de guerra. Una vez llegabas a serlo, lo eras hasta la muerte.
Tendido en la cama por las noches, Adel pensaba que un día, quizá el siguiente, o el otro, o la próxima semana, saldría de la casa y se encaminaría al campo junto al molino, donde le había dicho Gholam que estaba acampada su familia. Seguramente lo encontraría desierto. Se detendría a un lado de la carretera e imaginaría a Gholam, su madre, sus hermanos y su abuela; a toda la familia en una fila desastrada, arrastrando polvorientos hatillos con sus escasas posesiones, avanzando penosamente por los arcenes de carreteras, atravesando campos en busca de algún sitio donde acampar. Gholam era ahora el cabeza de familia. Tendría que trabajar. Pasaría su juventud limpiando canales, cavando acequias, haciendo ladrillos y cosechando en campos. Se convertiría gradualmente en uno de esos hombres encorvados y de rostro curtido que Adel veía siempre tras un arado.
Adel pensó que se quedaría un rato allí, en el campo, contemplando las colinas y montañas que se alzaban más allá de la nueva Shadbagh. Y pensó que entonces sacaría del bolsillo lo que había encontrado un día mientras paseaba por los huertos de frutales: la mitad izquierda de unas gafas partidas por el puente, con la lente astillada como una telaraña y la patilla salpicada de sangre seca. Arrojaría el trozo de gafa en una zanja. Y cuando se diera la vuelta para emprender el camino de regreso a casa, pensó que principalmente sentiría alivio.