Cuando era niña, mi padre y yo teníamos un ritual nocturno. Después de rezar mis veintiún bismalá, él me metía en la cama, me arropaba, se sentaba a mi lado y me quitaba los malos sueños de la cabeza pellizcándolos entre el índice y el pulgar. Sus dedos iban de mi frente a mis sienes, para luego buscar con paciencia detrás de las orejas y en la nuca, y con cada pesadilla que me arrancaba chasqueaba los labios, haciendo el ruido de una botella al descorcharse. Metía los malos sueños, uno por uno, en un saco invisible en su regazo y ataba su cordel con fuerza. Entonces hurgaba en el aire en busca de sueños felices con que reemplazar los que había quitado. Yo lo observaba ladear un poco la cabeza, con el cejo fruncido y los ojos moviéndose de aquí para allá como si tratara de oír una música distante, y contenía el aliento, esperando el instante en que esbozaría una sonrisa, canturrearía «Ah, aquí hay uno» y ahuecaría las manos para dejar que el sueño le aterrizara en las palmas como un pétalo que caía caracoleando de un árbol. Y entonces, muy suavemente, pues mi padre decía que todas las cosas buenas de la vida son frágiles y se quiebran con facilidad, alzaba las manos y me frotaba la frente con las palmas para meterme la felicidad en la cabeza.
—¿Qué voy a soñar esta noche, baba? —quería saber yo.
—Ah, esta noche... Verás, esta noche es especial —contestaba siempre antes de contármelo.
Inventaba una historia sobre la marcha. En uno de los sueños que me dio, me convertía en la pintora más famosa del mundo. En otro, era la reina de una isla encantada y tenía un trono volador. Incluso me regaló uno sobre mi postre favorito, la gelatina. Blandía mi varita mágica y tenía el poder de convertir cualquier cosa en gelatina: un autobús del colegio, el Empire State, el océano Pacífico entero; más de una vez salvé al planeta de su destrucción agitando mi varita ante un meteorito a punto de estrellarse. Mi padre, que casi nunca hablaba del suyo, decía que había heredado de él su talento para contar historias. De niño, a veces su padre lo hacía sentarse —si estaba de humor, lo que no pasaba a menudo— y le contaba historias plagadas de yinns, hadas y divs.
Algunas noches, baba y yo intercambiábamos papeles. Él cerraba los ojos y yo le deslizaba las manos por la cara, empezando por la frente y bajando por las rasposas mejillas sin afeitar hasta los ásperos pelos del bigote.
—A ver, ¿qué voy a soñar esta noche? —susurraba, cogiéndome las manos.
Y sonreía, porque ya sabía qué sueño iba a darle yo. Era siempre el mismo: el sueño en que aparecían él y su hermanita tendidos bajo un manzano en flor a punto de dormir la siesta. Con el sol calentándoles las mejillas y derramando su luz en las hojas, la hierba y las flores.
Era hija única y muchas veces me sentía sola; después de tenerme, mis padres, que se habían conocido en Pakistán cuando ambos rondaban los cuarenta, habían decidido no tentar al destino por segunda vez. Recuerdo que miraba con envidia a los niños del barrio y de la escuela; me refiero a los que tenían hermanos pequeños. A veces me dejaba perpleja cómo algunos de ellos se trataban unos a otros, ajenos a la suerte que tenían. Se comportaban como perros callejeros. Se daban pellizcos, golpes, empujones; se hacían todas las trastadas imaginables, y burlándose, además. No se dirigían la palabra. Yo, que me había pasado media infancia deseando un hermanito, no conseguía entenderlo. Lo que de verdad habría querido tener era una hermana gemela, alguien que hubiese llorado y dormido a mi lado en la cuna, que hubiese mamado conmigo del pecho de mi madre. Alguien que me quisiera de forma incondicional y absoluta, y en cuyo rostro me viera siempre reflejada.
Y así, la hermanita de baba, Pari, era mi compañera secreta, invisible para todos menos para mí. Era mi hermana, la que siempre había deseado que mis padres me dieran. La veía en el espejo del baño cuando nos lavábamos los dientes codo con codo por las mañanas. Nos vestíamos juntas. Me seguía al colegio y se sentaba a mi lado en la clase; cuando yo miraba al frente, a la pizarra, con el rabillo del ojo veía su cabello y la blancura de su perfil. A la hora del recreo la llevaba conmigo al patio, y sentía su presencia detrás de mí cuando me deslizaba por el tobogán o me encaramaba a las barras. Después de la escuela, si me sentaba a la mesa de la cocina a dibujar, ella hacía garabatos pacientemente a mi lado, o miraba por la ventana hasta que yo acabara, y entonces corríamos fuera a saltar a la comba, con nuestras sombras gemelas dando brincos sobre el cemento.
Nadie sabía que jugaba con Pari. Ni siquiera mi padre. Ella era mi secreto.
A veces, cuando no había nadie cerca, comíamos uvas y charlábamos sobre qué juguetes y dibujos animados nos gustaban, qué niños del colegio no, qué maestros nos parecían mezquinos, qué cereales estaban más ricos. Las dos teníamos el mismo color favorito (el amarillo), el mismo helado favorito (de cereza), la misma serie de televisión preferida (Alf), y de mayores ambas queríamos ser artistas. Claro, imaginaba que éramos exactas porque éramos gemelas. A veces llegaba a verla, a verla de verdad, justo en el límite de mi campo visual. Siempre que intentaba dibujarla, le ponía unos ojos verde claro y un poco desiguales como los míos, el mismo cabello oscuro y rizado, las mismas cejas largas y rectas que casi se juntaban. Si alguien preguntaba, decía que era mi autorretrato.
La historia de cómo mi padre había perdido a su hermana era tan familiar para mí como las que mi madre me había contado sobre el Profeta; estas últimas tuve que volver a aprenderlas cuando mis padres me apuntaron a las sesiones dominicales en una mezquita en Hayward. Aun así, pese a lo bien que la conocía, todas las noches pedía que me volviesen a contar la historia de Pari, atraída por su campo gravitatorio. Quizá el simple motivo era que llevábamos el mismo nombre. Quizá ésa era la razón de que sintiera un vínculo entre ambas, un vínculo tenue y envuelto en misterio, y sin embargo real. Pero había algo más. La sentía dentro de mí, como si lo que le había ocurrido hubiese dejado también una huella en mi alma. Sentía que estábamos unidas en algún orden invisible, de un modo que yo no acababa de entender, vinculadas por algo más que nuestros nombres, por algo más que los lazos familiares, como si fuéramos dos piezas de un rompecabezas.
Tenía la certeza de que, si escuchaba su historia con la suficiente atención, me revelaría algo sobre mí.
—¿Crees que tu padre se sintió triste por tener que venderla?
—Hay gente que sabe ocultar muy bien su tristeza, Pari. Él era así. Cuando lo mirabas, no sabías qué sentía. Era un hombre duro. Pero creo que sí, que en el fondo estaba triste.
—¿Y tú? ¿Estás triste?
Mi padre sonreía y decía:
—¿Por qué voy a estarlo, si te tengo a ti?
Pero incluso a esa edad yo advertía su tristeza. Era como una marca de nacimiento en su rostro.
Siempre que hablábamos de eso, en mi mente se repetía la misma escena. Soñaba que ahorraba cuanto podía, sin gastarme un solo dólar en caramelos o pegatinas, y cuando mi hucha, que no era un cerdito sino una sirena sentada en una roca, estaba llena, la rompía, cogía todo el dinero y me marchaba en busca de la hermanita de mi padre, estuviera donde estuviese, y cuando la encontraba, la compraba otra vez y me la llevaba a casa, con baba. Hacía feliz a mi padre. Era lo que más deseaba en el mundo, ser yo quien borrara su tristeza.
—¿Y qué voy a soñar esta noche? —preguntaba baba.
—Ya lo sabes.
Volvía a sonreír.
—Sí, ya lo sé.
—¿Baba?
—Mmm.
—¿Era una buena hermana?
—Era perfecta.
Entonces me daba un beso en la mejilla y me arropaba bien. En la puerta, justo antes de apagar la luz, se detenía un momento.
—Era perfecta —repetía, y añadía—: Igual que tú.
Yo esperaba siempre a que hubiese cerrado la puerta para levantarme, coger otra almohada y ponerla al lado de la mía. Y todas las noches me dormía sintiendo latir dos corazones en mi pecho.
Miro la hora en el acceso a la autopista, en Old Oakland Road. Ya son las doce y media. Tardaré al menos cuarenta minutos en llegar al aeropuerto de San Francisco, contando con que no haya atascos u obras en la 101. Lo bueno es que se trata de un vuelo internacional, de modo que ella aún tendrá que pasar la aduana; eso me concederá un poco de tiempo. Me desplazo al carril de la izquierda y acelero para poner el Lexus a más de ciento veinte.
Me viene a la cabeza una conversación que tuve con baba hará cosa de un mes, y que fue un pequeño milagro. Fue una pasajera burbuja de normalidad, como una diminuta bolsa de aire en el frío y oscuro lecho del océano. Yo llegaba tarde a llevarle el almuerzo, y baba volvió la cabeza hacia mí desde su silla abatible y comentó, con suave tono de crítica, que estaba genéticamente programada para ser impuntual.
—Como tu madre, que Dios la tenga en su gloria. —Y, como si quisiera tranquilizarme, añadió—: También es verdad que todo el mundo ha de tener algún defecto.
—¿Así que éste es el defecto que me tenía reservado Dios? —pregunté, dejándole el plato de arroz y judías en el regazo—. ¿Ser una tardona?
—Y debería añadir que lo hizo con muy pocas ganas. —Tendió las manos para coger las mías—. Porque estuvo cerca, muy cerca, de hacerte perfecta.
—Bueno, pues si quieres, te confiaré encantada unos cuantos defectos más.
—Tienes algunos escondidos, ¿eh?
—Los tengo a montones. Te los revelaré cuando seas un viejo desamparado.
—Ya soy un viejo desamparado.
—Vaya, conque quieres que te compadezca.
Toqueteo la radio, cambiando de una emisora en la que parlotean a una de country, luego una de jazz, y de nuevo a otra en la que hablan. La apago. Estoy impaciente, nerviosa. Cojo el móvil del asiento del pasajero. Llamo a casa y dejo el móvil abierto en el regazo.
—¿Sí?
—Salaam, baba. Soy yo.
—¿Pari?
—Sí, baba. ¿Qué tal Héctor y tú, va todo bien?
—Sí. Es un joven estupendo. Ha preparado unos huevos, y nos los hemos comido con tostadas. ¿Dónde estás?
—Estoy conduciendo.
—¿Vas al restaurante? Hoy no te toca trabajar, ¿no?
—No; voy de camino al aeropuerto, baba. He de recoger a alguien.
—Vale, le pediré a tu madre que prepare algo de comer. Puede traerse algo del restaurante.
—Muy bien, baba.
Para mi alivio, no vuelve a mencionarla. Pero hay días en que no para de hacerlo. «¿Por qué no me dices dónde está, Pari? ¿La están operando? ¡No me mientas! ¿Por qué todo el mundo me dice mentiras? ¿Se ha ido? ¿Está en Afganistán? ¡Entonces yo también voy! Me voy a Kabul, no puedes impedírmelo.» Esas escenas vienen y van, con baba caminando de aquí para allá, angustiado, y yo contándole una mentira tras otra, y luego tratando de distraerlo con su colección de catálogos de bricolaje o con algo en la televisión. Unas veces funciona, pero otras se muestra inmune a mis trucos. Se preocupa tanto que acaba llorando, histérico. Se da palmadas en la cabeza y se mece en la silla, sollozando y con las piernas temblorosas, y entonces tengo que darle una pastilla de Ativan. Espero a que se le nublen los ojos, y luego me dejo caer en el sofá, exhausta y sin aliento, también al borde de las lágrimas. Miro hacia la puerta principal y al espacio abierto más allá, y anhelo cruzarlo y seguir caminando, sin parar, y entonces baba gime en sueños y doy un respingo, sintiéndome culpable.
—Baba, ¿puedo hablar con Héctor?
Oigo cómo cambia de manos el auricular. Me llega el sonido de fondo de las quejas del público de un concurso televisivo, y luego aplausos.
—Qué tal, chica.
Héctor Juárez vive enfrente. Somos vecinos desde hace muchos años, y ya hace varios que somos amigos. Viene a casa un par de veces a la semana, y los dos tomamos comida rápida y vemos telebasura hasta bien entrada la noche, casi siempre reality shows. Masticamos pizza fría y negamos con la cabeza con morbosa fascinación ante las payasadas y los berrinches en la pantalla. Héctor era marine y estuvo destinado en el sur de Afganistán. Hace un par de años resultó gravemente herido en un ataque con un AEI, un artefacto explosivo improvisado. Cuando por fin volvió a casa del hospital de veteranos, todos los vecinos hicieron acto de presencia. Sus padres habían colgado en el jardín un letrero donde se leía «Bienvenido a casa, Héctor», con globos y montones de flores. Cuando el coche en el que llegaba se detuvo ante la casa, todo el mundo irrumpió en aplausos. Varias vecinas habían preparado pasteles. La gente le dio las gracias por servir al país. Le dijeron: «Ahora tienes que ser fuerte, y que Dios te bendiga.» El padre de Héctor, César, vino a casa unos días después, y él y yo instalamos una rampa para sillas de ruedas igual que la que había instalado en su casa, por donde se accedía hasta la puerta principal con su bandera americana colgando encima. Recuerdo que cuando los dos trabajábamos en la rampa sentí la necesidad de disculparme por lo que le había ocurrido a Héctor en la patria de mi padre.
—Hola, Héctor, llamo para saber qué tal va todo.
—Por aquí todo bien. Hemos comido, y luego hemos visto El precio justo. Ahora nos estamos relajando un poco con La ruleta de la suerte, y luego nos toca Todo queda en casa.
—Uf. Vaya, lo siento.
—Nada, mija. Lo estamos pasando bien. ¿Verdad que sí, Abe?
—Pues gracias por prepararle huevos.
Héctor baja la voz.
—Han sido tortitas. ¿Y sabes qué? Le han encantado. Se ha comido cuatro.
—Te debo una.
—Eh, me encanta tu nuevo cuadro, chica. Ya sabes, el del niño con el sombrero raro. Abe me lo ha enseñado, y bien orgulloso que está. Caramba, le he dicho yo, ¡cómo no vas a estar orgulloso!
Sonrío mientras cambio de carril para dejar que me adelante un coche que se ha pegado detrás de mí.
—A lo mejor ahora ya sé qué regalarte por Navidad.
—Recuérdame otra vez por qué no podemos casarnos tú y yo —bromea Héctor. Oigo a baba protestando al fondo y la carcajada de Héctor, que se aparta del auricular—. Lo digo en broma, Abe. Ten paciencia conmigo, que soy un tullido. —Y añade dirigiéndose a mí—: Tu padre acaba de enseñarme el pastún que lleva dentro.
Le recuerdo que le dé las pastillas de mediodía y cuelgo.
Es como ver la fotografía de un locutor de la radio: nunca es como lo habías imaginado al oír su voz en el coche. Para empezar, es una mujer mayor. O tirando a mayor. Ya lo sabía, por supuesto. Había hecho cálculos y estimado que tendrá más de sesenta. Pero me cuesta conciliar a esta mujer delgada de cabello cano con la niñita que he imaginado siempre, una cría de tres años de cabello oscuro y rizado y largas cejas que casi se tocan, como las mías. Y es más alta de lo que esperaba; lo advierto aunque esté sentada en un banco cerca del puesto de bocadillos, mirando alrededor con timidez, como si se hubiese perdido. Tiene hombros estrechos, complexión delicada y rostro agradable, el cabello peinado hacia atrás y sujeto con una diadema de ganchillo. Lleva unos pendientes de jade, vaqueros gastados, un jersey largo tipo túnica de color salmón, y un pañuelo amarillo rodeándole el cuello con naturalidad y elegancia europeas. En su último correo electrónico me mencionó que llevaría ese pañuelo, para que la reconociera.
Aún no me ha visto, así que la observo unos instantes entre los viajeros que empujan carritos de equipaje por la terminal y los conductores de taxis privados que sostienen letreros con los nombres de sus clientes. Con el corazón desbocado, me digo: «Es ella, realmente es ella.» Entonces nuestras miradas se encuentran y en un instante veo que me ha reconocido. Me hace un ademán.
Nos encontramos delante del banco. Sonríe, y a mí me tiemblan las rodillas. Tiene la misma sonrisa que papá, excepto por la pequeña separación entre los incisivos: un poco torcida hacia la izquierda, tan amplia que le inunda la cara y casi le cierra los ojos; y ladea sólo un ápice la cabeza, igual que él. Se levanta y me fijo en sus manos, en los dedos nudosos y doblados hacia fuera por la primera articulación y en los bultos como garbanzos en las muñecas. Se me encoge el estómago, porque parece muy doloroso.
Nos abrazamos y me besa en las mejillas. Tiene la piel suave como el fieltro. Cuando nos separamos, me pone las manos en los hombros y me aparta un poco para observar mi cara como quien admira una pintura. Tiene los ojos húmedos, radiantes de felicidad.
—Siento llegar tarde.
—No pasa nada —contesta—. ¡Por fin estoy aquí contigo! —Su acento francés es aún más marcado que por teléfono.
—Yo también me alegro de conocerte. ¿Qué tal el vuelo?
—Me he tomado una pastilla para dormir. De lo contrario habría pasado todo el rato despierta, porque me siento demasiado emocionada y feliz.
Me mira fijamente, sonriendo, como si temiera que se rompa el hechizo si aparta la mirada, hasta que la megafonía aconseja a los pasajeros que informen de cualquier equipaje sin aparente vigilancia, y su rostro se relaja un poco.
—¿Sabe algo Abdulá sobre mi llegada?
—Le he dicho que traería una invitada —contesto.
Después, en el coche, la miro a hurtadillas. Se me hace muy extraño tener a Pari Wahdati sentada en mi coche, a mi lado; parece algo extrañamente ilusorio. A ratos la veo con perfecta claridad, con su pañuelo amarillo al cuello, los rizos delicados en el nacimiento del pelo, el lunar color café bajo la oreja izquierda; pero de pronto sus facciones parecen envueltas en una especie de bruma, como si la viera a través de unas gafas empañadas. Siento una oleada de vértigo.
—¿Estás bien? —pregunta, mirándome mientras se pone el cinturón.
—Temo que vayas a desaparecer.
—¿Cómo dices?
—Es sólo que... no acabo de creer que estés aquí —explico con una risita nerviosa—, que existas de verdad.
Asiente con la cabeza, sonriendo.
—Ah, también es extraño para mí, muy extraño. ¿Sabes? Nunca había conocido a alguien que se llamara como yo.
—Yo tampoco. —Arranco el motor—. Bueno, háblame de tus hijos.
Mientras salgo del aparcamiento me cuenta cosas sobre ellos, llamándolos por su nombre como si yo los conociera de toda la vida, como si sus hijos y yo hubiésemos crecido juntos, como si hubiésemos ido de picnic, de colonias, de vacaciones de verano en familia a la costa, donde hubiéramos hecho collares de conchas y nos hubiéramos enterrado unos a otros en la arena de la playa.
Ojalá lo hubiésemos hecho.
Me cuenta que su hijo Alain —«tu primo», añade— y su mujer Ana han tenido su quinto hijo, una niña, y se han mudado a Valencia, donde han comprado una casa.
—¡Finalement dejan ese espantoso apartamento en Madrid!
A su primogénita, Isabelle, que escribe música para la televisión, acaban de encargarle que componga su primera banda sonora para una película importante. Y el marido de Isabelle, Albert, es ahora el primer chef de un restaurante parisino muy reputado.
—Tú tenías un restaurante, ¿no? —comenta—. Creo que me lo decías en tu e-mail.
—Bueno, era de mis padres. Papá siempre soñó con tener un restaurante. Yo los ayudaba a gestionarlo. Pero tuve que venderlo hace unos años, cuando mi madre murió y baba acabó... incapacitado.
—Vaya, lo siento.
—No hay nada que sentir. No se me da muy bien trabajar en un restaurante.
—Yo diría que no. Tú eres una artista.
Le había comentado de pasada que soñaba con asistir algún día a la escuela de arte; era la primera vez que hablábamos y ella me preguntó a qué me dedicaba.
—En realidad, lo que hago se llama volcar datos.
Escucha con atención mientras explico que trabajo para una firma que procesa datos para grandes empresas de la lista de Fortune 500.
—Relleno formularios para ellos. Folletos, recibos, circulares por correo electrónico, listas de clientes, esa clase de cosas. Lo básico es ser buena mecanógrafa. Y la tarifa es decente.
—Ya veo —contesta; piensa un poco y añade—: ¿Lo encuentras interesante, ese trabajo tuyo?
Estamos pasando ante Redwood City, en dirección sur. Me inclino hacia ella para señalar por su ventanilla.
—¿Ves ese edificio? ¿Ese alto con el letrero azul?
—Ajá.
—Ahí nací.
—Ah bon? —Vuelve la cabeza para seguir mirando cuando pasamos de largo—. Eres una chica con suerte.
—¿Por qué lo dices?
—Porque sabes de dónde vienes.
—Nunca le he dado muchas vueltas.
—No, claro. Pero es importante saberlo, conocer tus raíces. Saber dónde empezaste el camino como persona. Si no lo sabes, tu vida se vuelve un poco irreal. Es como un rompecabezas, vous comprenez? Como si te hubieras perdido el principio de la historia y ahora estuvieras en la mitad, tratando de entender qué pasa.
Supongo que es así como se siente baba últimamente. Su vida está llena de lagunas. Cada día es una historia desconcertante, un rompecabezas difícil de completar.
A lo largo de un par de kilómetros no decimos nada más.
—Antes preguntabas si encuentro interesante mi trabajo. Resulta que un día llegué a casa y hallé abierto el grifo de la cocina. Había cristales rotos en el suelo y un fogón encendido. Supe que ya no podía dejarlo solo. Y como no podía permitirme un cuidador a tiempo completo, me busqué un trabajo que pudiera hacer en casa. Que fuera interesante no era una prioridad.
—Y la escuela de arte puede esperar.
—Por fuerza.
Ojalá no haga ningún comentario sobre lo afortunado que es baba por tener una hija como yo, y en efecto, ella se limita a asentir con la cabeza mientras ve pasar los letreros de la autopista; siento alivio y gratitud. Hay gente, afganos sobre todo, que siempre andan diciendo que baba es un hombre con suerte, que vaya hija tiene. Hablan de mí con admiración. Me convierten en una santa, en la hija heroica que renunció a una fastuosa vida de comodidades y privilegios para quedarse en casa y cuidar de su padre. «Y primero hizo lo mismo con la madre —comentan con un tono que rebosa compasión—. Tantos años cuidándola, y vaya si no fue tremendo. Y ahora el padre. Nunca fue lo que se dice una preciosidad, pero tenía un pretendiente, un americano, el tipo de los paneles solares. Podría haberse casado con él, pero no lo hizo por sus padres. Cuántas cosas ha sacrificado por ellos. Todo el mundo debería tener una hija así.» Me felicitan por mi bondad y se maravillan de mi valentía, como se hace ante quienes se sobreponen a una deformidad física o a un defecto del habla.
Pero no me reconozco en esa versión edulcorada. Para empezar, hay mañanas en que me molesta ver a baba sentado en el borde de la cama, mirándome con sus ojos legañosos, esperando impaciente a que le ponga los calcetines en sus pies moteados y resecos; gruñe mi nombre y hace una mueca infantil, arrugando la nariz, que lo hace parecer un roedor asustado. Me desagrada que ponga esa cara. No me gusta que sea como es. Lo culpo por haber reducido los límites de mi existencia, por estar consumiendo los mejores años de mi vida. Hay días en los que sólo deseo librarme de él, de su mal genio y de que me necesite tanto. No soy ninguna santa.
Salgo de la autopista en la calle Trece. Varios kilómetros después, entro en el sendero de nuestra casa en Beaver Creek, y apago el motor.
A través de la ventanilla del coche, Pari contempla nuestra casa de una sola planta, la puerta del garaje con su pintura desconchada, los marcos color oliva de las ventanas, la vulgar pareja de leones de piedra que montan guardia a ambos lados de la puerta, y que no me he atrevido a quitar porque a baba le encantan, aunque dudo que se diera cuenta. Vivimos en esta casa desde 1989, cuando yo tenía siete años, primero de alquiler, hasta que baba se la compró al dueño en el 93. Mamá murió en esta casa, una soleada mañana de Nochebuena, en una cama de hospital que yo le había instalado en la habitación de invitados, donde pasó sus tres últimos meses. Me pidió que la trasladara a esa habitación por la vista. Decía que la animaba mucho. Tendida en la cama, con las piernas hinchadas y grisáceas, se pasaba el día mirando por la ventana el callejón sin salida, el jardín delantero bordeado por arces japoneses que ella misma había plantado años atrás, el parterre con forma de estrella, el césped dividido por un sendero de guijarros, las estribaciones de las montañas a lo lejos con el intenso tono dorado que tienen a mediodía cuando el sol les da de lleno.
—Estoy muy nerviosa —dice Pari en voz baja.
—Es normal. Han pasado cincuenta y ocho años.
Se mira las manos, entrelazadas en el regazo.
—Casi no me acuerdo de él. Y lo que recuerdo no es su cara, ni su voz. Sólo que en mi vida siempre ha faltado algo; algo bueno, algo... Ay, no lo sé. Sólo eso.
Asiento con la cabeza. Prefiero no decirle hasta qué punto la comprendo. Deseo preguntarle si había sospechado alguna vez mi existencia, pero me contengo.
Ella retuerce el pañuelo.
—¿Crees que se acuerda de mí?
—Si quieres que te sea sincera...
Sus ojos escudriñan mi rostro.
—Sí, claro.
—Pues quizá sería mejor que no se acordara.
El doctor Bashiri, el médico de toda la vida de mis padres, que va a jubilarse este año, me dijo que baba necesita orden y rutina. Las mínimas sorpresas. Que todo sea previsible.
Abro mi puerta.
—¿Te importa esperar un momento en el coche? Despediré a mi amigo, y entonces podrás ver a baba.
Se lleva una mano a los ojos, y no me quedo para ver si se echa a llorar.
Cuando tenía once años, las clases de sexto curso de mi escuela tenían prevista una excursión al acuario de la bahía de Monterrey, y pasaríamos la noche allí. Toda aquella semana, hasta el viernes en cuestión, no se habló de otra cosa en mi clase, en la biblioteca y en el patio durante el recreo: de lo bien que lo pasaríamos una vez que el acuario hubiese cerrado y pudiéramos correr en pijama entre las grandes peceras, entre peces martillo, rayas, dragones marinos y calamares. Nuestra profesora, la señora Gillespie, nos contó que habría puestos de comida en diferentes puntos del acuario y que los alumnos podríamos elegir entre sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada o macarrones con queso. «De postre habrá bizcocho de chocolate o helado de vainilla», añadió. Por la noche, los niños se meterían en los sacos de dormir a escuchar las historias que les contarían los profesores, y se dormirían con los caballitos de mar, las sardinas y los tiburones tigre deslizándose entre altas frondas de algas ondulantes. El jueves, la expectación era tanta que el aire estaba cargado de electricidad. Hasta los alborotadores habituales se portaban de maravilla y no hacían trastadas, no fueran a quedarse sin excursión al acuario.
Para mí, todo aquello se pareció un poco a ver una película emocionante sin audio. Me sentía ajena a toda la alegría, al ambiente de celebración, como me pasaba cada diciembre cuando mis compañeros de clase se iban a casa para encontrarse con arbolitos de Navidad, calcetines en la chimenea y pirámides de regalos. Le dije a la señora Gillespie que yo no iría. No pareció sorprendida. Cuando preguntó el motivo, le dije que la excursión caía el mismo día que una celebración musulmana. No sé si me creyó.
La noche de la excursión, me quedé en casa con mis padres y vimos Se ha escrito un crimen. Traté de concentrarme en la serie y no pensar en la excursión, pero me distraía todo el rato. Imaginaba a mis compañeros en pijama, empuñando linternas, con la frente contra el cristal de gigantescas peceras de lubinas y anguilas. Sentí una opresión en el pecho y cambié de postura en el sofá. Repantigado en el otro sofá, baba se metió un cacahuete en la boca y soltó una risita ante algo que decía Angela Lansbury. A su lado, sorprendí a mamá mirándome, pensativa y cariacontecida, pero cuando nuestras miradas se encontraron, se le iluminó el rostro y esbozó una sonrisa furtiva, sólo para mí, y tuve que esforzarme para corresponderle. Aquella noche soñé que estaba en la playa, con el agua hasta la cintura, una miríada de tonos verde y azul, jade, zafiro, esmeralda y turquesa se mecía suavemente contra mis caderas. A mis pies se deslizaban legiones de peces, como si el mar fuese mi acuario particular. Me acariciaban los dedos y me hacían cosquillas en las pantorrillas, un millar de destellos que pasaban raudos contra la arena blanca.
Aquel domingo, baba me tenía reservada una sorpresa. Cerró el restaurante todo el día, algo que casi nunca hacía, y me llevó en coche hasta el acuario de Monterrey. Pasó todo el camino parloteando con excitación sobre lo mucho que íbamos a divertirnos, sobre las ganas que tenía de ver los tiburones. ¿Qué podríamos comer? Al oírlo hablar, me acordé de cuando era pequeña y me llevaba a la granja para niños de Kelley Park, una de esas en que te dejan tocar los animales, y a los jardines japoneses de al lado a ver los peces koi; de cómo me enseñaba los nombres de los peces y yo me aferraba a su mano y pensaba que nunca en mi vida iba a necesitar a nadie más.
En el acuario, recorrí animosamente toda la exposición y me esforcé en responder a las preguntas de baba sobre las diferentes clases de peces. Pero había demasiada luz y demasiado ruido, y la gente se agolpaba ante las mejores peceras. No se parecía en nada a la noche de la excursión del colegio que había imaginado. Se me hizo muy cuesta arriba. Acabé agotada de tanto fingir que lo estaba pasando bien. Empezó a dolerme el estómago, y al cabo de una hora de ir de aquí para allá tuvimos que marcharnos. En el camino de vuelta, baba no paraba de dirigirme miradas ofendidas, como a punto de decirme algo. Sus ojos parecían taladrarme. Fingí dormir.
Al año siguiente, en el instituto, las chicas de mi edad llevaban sombra de ojos y brillo de labios. Iban a conciertos de los Boyz II Men y a bailes escolares, y salían en grupo para ir a las atracciones de Great America, donde chillaban como locas en las vertiginosas bajadas y los bucles de El Demonio, la montaña rusa. Mis compañeras se presentaban a pruebas para jugar al baloncesto o hacer de animadoras. La chica que se sentaba detrás de mí en la clase de español iba a entrar en el equipo de natación, y un día, cuando sonó el timbre y nos pusimos a despejar los pupitres, comentó que debería probar a entrar yo también. Ella no lo entendía. A mis padres los habría avergonzado que apareciera en traje de baño delante de la gente. Y yo tampoco deseaba hacerlo. Mi cuerpo me hacía sentir muy cohibida. Estaba delgada de cintura para arriba, pero de ahí para abajo me ensanchaba desproporcionadamente, como si la gravedad hubiese acumulado todo mi peso en la mitad inferior. Parecía hecha por un niño con uno de esos juegos de encajar partes de cuerpos para que casen entre sí, o más bien para que no casen y así todo el mundo se ría un rato. Mi madre decía que tenía huesos grandes, y que su propia madre tenía un cuerpo parecido. Al final dejó de decirlo; supongo que acabó por entender que a una chica de mi edad no le hacía gracia que la llamaran grandullona.
Intenté convencer a baba de que me dejara apuntarme al equipo de voleibol, pero él me atrajo hacia sí y me sostuvo la cabeza entre las manos. ¿Quién me acompañaría a los entrenamientos? ¿Quién me llevaría a los partidos? Ojalá pudiéramos permitirnos ese lujo, Pari, como los padres de tus amigas, pero tu madre y yo tenemos que ganarnos la vida. Me niego a volver a depender de las ayudas sociales. Sé que lo entiendes, cariño. Seguro que sí.
Por mucho que tuviera que ganarse la vida, baba sí encontraba tiempo para llevarme a clases de farsi, en Campbell. Todas las tardes de los martes, después de la escuela, me sentaba allí y, como un pez obligado a nadar contracorriente, trataba de guiar el bolígrafo en contra de los deseos de mi mano, de derecha a izquierda. Le rogué a baba que pusiera fin a las clases de farsi, pero no quiso. Dijo que con el tiempo apreciaría ese regalo que me hacía. Que si la cultura es una casa, la lengua es la llave de la puerta principal, lo que te permite acceder a todas las habitaciones. Sin ella, dijo, acabas desorientado, te conviertes en alguien sin un hogar, sin una identidad legítima.
Y luego venían los domingos, cuando me ponía un pañuelo blanco de algodón y baba me dejaba en la mezquita de Hayward, donde impartían clases sobre el Corán. Éramos diez o doce chicas afganas, y la habitación donde estudiábamos era diminuta, no tenía aire acondicionado y olía a ropa sucia. Las ventanas eran estrechas y estaban casi contra el techo, como en las celdas de las cárceles en las películas. La mujer que nos daba clase era la esposa de un tendero de Fremont. Lo que más me gustaba era que nos contara historias sobre la vida del Profeta, que me parecía interesante: su infancia en el desierto, cómo se le había aparecido el arcángel Gabriel en una cueva para ordenarle que recitara versos, que quienes se encontraban con él se quedaran impresionados por su rostro amable y luminoso. Pero la profesora se pasaba casi todo el tiempo repasando una larga lista de cosas que, como virtuosas jóvenes musulmanas, debíamos evitar, no fuera a corrompernos la cultura occidental: en primer lugar, como cabía esperar, los chicos, pero también figuraban la música rap, el beicon, el salchichón, Madonna, el alcohol, Melrose Place, bailar, los shorts, nadar en público, animar en los encuentros deportivos, las hamburguesas que no fueran halal, y un montón de cosas más. Sentada allí en el suelo, sudando y con los pies dormidos, me moría de ganas de quitarme el pañuelo de la cabeza, pero no se podía hacer eso en una mezquita, por supuesto. Alzaba la mirada hacia las ventanas, pero sólo se veían estrechas franjas de cielo. Ansiaba que llegase el momento de salir de la mezquita y recibir el aire fresco en la cara; siempre sentía liberarse algo en mi pecho, el alivio de un incómodo nudo al deshacerse.
Pero, en aquel entonces, la única vía de escape era aflojar las riendas de mi imaginación. De vez en cuando me encontraba pensando en Jeremy Warwick, de la clase de matemáticas. Jeremy tenía unos lacónicos ojos azules y un peinado afro de chico blanco. Era reservado y meditabundo. Tocaba la guitarra en un grupo que ensayaba en un garaje, y en el espectáculo anual de talentos del colegio había interpretado una estridente versión de House of the Rising Sun. En clase, yo me sentaba cuatro filas por detrás de él y un poco a la izquierda. A veces imaginaba que nos besábamos y que me sujetaba la nuca con la mano, y su cara estaba tan cerca de la mía que eclipsaba el mundo entero. Me inundaba una curiosa sensación, como si una pluma caliente me revoloteara en el vientre, en brazos y piernas. Aquello nunca podría ocurrir, por supuesto. Lo nuestro, lo de Jeremy y yo, era imposible. Si tenía la más remota sospecha de mi existencia, nunca dio la más mínima pista. Y menos mal, la verdad. De ese modo yo podía simular que la única razón por la que no podíamos estar juntos era que yo no le gustaba.
Durante el verano trabajaba en el restaurante de mis padres. De pequeña me encantaba limpiar las mesas, ayudar a poner platos y cubiertos, doblar servilletas de papel, poner una gerbera roja en un jarroncito en el centro de cada mesa. Fingía ser indispensable para el negocio familiar, que el restaurante se iría a pique si yo no estaba presente para asegurarme de que los saleros y pimenteros estuviesen llenos.
Para cuando iba al instituto, las jornadas en el Abe’s Kebab House se habían vuelto largas y calurosas. Las cosas que había en el restaurante habían perdido el encanto de cuando era niña. La vieja nevera expositora con su zumbido constante, los manteles de hule, los vasos de plástico manchado, los horribles nombres de los platos en las cartas plastificadas (Kebab Caravana, Pilaf Paso de Khyber, Pollo Ruta de la Seda), el cartel penosamente enmarcado de la niña afgana de la National Geographic, aquella de los ojazos. Como si hubieran decretado que hasta el último restaurante afgano tuviese esos ojos mirándote desde una pared. Junto a él, baba había colgado una pintura al óleo de los grandes minaretes en Herat que yo había hecho en séptimo curso. Recordaba la punzada de orgullo y la sensación de glamour que me invadió cuando la colgó por primera vez, y yo veía a los clientes comerse sus kebabs de cordero bajo mi obra de arte.
A la hora de comer, mientras mi madre y yo íbamos de aquí para allá como pelotas de ping pong, entre el humo perfumado de especias de la cocina y las mesas donde servíamos a oficinistas, policías y empleados públicos, baba se ocupaba de la caja. Con la camisa blanca manchada de grasa, el vello cano que le sobresalía del cuello abierto, los gruesos y peludos antebrazos, baba sonreía de oreja a oreja y saludaba alegremente a cada cliente que entraba. «¡Hola, señor! ¡Hola, señora! Bienvenidos al Abe’s Kebab House. Yo soy Abe. ¿Les tomo nota?» Yo sentía vergüenza ajena viendo cómo no se daba cuenta de que parecía el típico personaje secundario bobalicón de Oriente Medio de una telecomedia barata. Y luego venía el numerito, con cada plato que yo servía, de baba haciendo sonar la vieja campana de cobre. Estaba sujeta a la pared detrás de la caja, y supongo que lo de tocarla había empezado medio en broma. Ahora, cada vez que se servía una mesa se oía el tañido de la campana. Los clientes habituales se habían acostumbrado y ya casi ni lo oían, y los nuevos solían atribuirlo al excéntrico encanto del local, aunque había quejas de vez en cuando.
—Ya nunca quieres hacer sonar la campana —me dijo baba una noche.
Fue al final del segundo trimestre de mi último curso en el instituto. Estábamos en el coche delante del restaurante, después de haber cerrado, esperando a mi madre, que se había dejado dentro sus pastillas contra la acidez y había vuelto a buscarlas. La expresión de baba era sombría. Llevaba todo el día de mal humor. En el centro comercial caía una fina llovizna. Era tarde y estaba desierto, salvo por un par de coches en el autoservicio del Kentucky Fried Chicken y una camioneta con dos tipos fumando aparcada ante la tintorería.
—Era más divertido cuando se suponía que no debía hacerlo —contesté.
—Imagino que eso pasa con todo —respondió con un suspiro.
Recordé que de pequeña me encantaba que baba me cogiera por las axilas y me levantara para tocar la campana. Cuando volvía a dejarme en el suelo, estaba radiante de orgullo y felicidad.
Baba puso la calefacción del coche y cruzó los brazos.
—Baltimore queda muy lejos.
—Siempre puedes coger un avión y visitarme —contesté alegremente.
—Conque siempre puedo coger un avión, ¿eh? —repitió con cierto desdén—. Me gano la vida haciendo kebabs, Pari.
—Entonces vendré yo a verte.
Me dirigió una mirada sombría. Su melancolía era como la oscuridad que oprimía las ventanillas del coche.
Yo llevaba un mes mirando todos los días en el buzón y mi corazón se henchía de esperanza cada vez que la furgoneta de correos se detenía junto al bordillo. Entraba en casa con las cartas y cerraba los ojos, pensando que quizá había llegado el momento. Abría los ojos y trashojaba cupones de descuento, facturas y promociones. Y entonces, el martes de la semana anterior, había rasgado un sobre y encontrado las palabras que estaba esperando: «Nos complace informarle...»
Me levanté de un brinco. Grité. Sí, solté un chillido de desgarradora alegría que me llenó los ojos de lágrimas. Casi al instante apareció una imagen en mis pensamientos: velada de inauguración en una galería de arte, y yo con un atuendo sencillo, negro y elegante, rodeada por mecenas y críticos con el cejo fruncido, sonriendo y contestando a sus preguntas mientras grupitos de admiradores contemplan mis cuadros y camareros con guantes blancos deambulan sirviendo vino y ofreciendo taquitos de salmón con eneldo o puntas de espárragos envueltas en hojaldre. Experimenté una oleada de euforia, de esas que te dan ganas de abrazar a cualquier extraño y bailar con él unos pasos de vals.
—Es tu madre quien me preocupa —dijo baba.
—La llamaré cada noche, te lo prometo. Sabes que lo haré.
Baba asintió con la cabeza. Una repentina ráfaga de viento agitó las hojas de los arces junto a la entrada.
—¿Has pensado en lo que hablamos? —quiso saber.
—¿Te refieres a lo de empezar en un centro universitario aquí?
—Sólo durante un año, quizá dos. Para darle tiempo a que se acostumbre a la idea. Y luego podrías volver a solicitar el ingreso en ese otro sitio.
Me estremecí de rabia.
—Baba, esta gente ha evaluado mis resultados y mi expediente académico. Han revisado el porfolio que les envié y lo han considerado lo suficientemente bueno no sólo para aceptarme, sino para ofrecerme una beca. Es una de las mejores escuelas de bellas artes del país. No se le puede decir que no a un sitio como ése. Una oportunidad así no se presenta dos veces.
—En eso tienes razón —contestó él poniéndose derecho en el asiento. Se sopló en las manos para calentárselas—. Lo comprendo, claro que sí. Y estoy contento por ti, por supuesto.
Su lucha interna se le reflejaba en la cara. Y el miedo también. No era sólo miedo por lo que pudiese ocurrirme a casi cinco mil kilómetros de casa. También tenía miedo de perderme, de que mi ausencia lo hiciese infeliz y le destrozara el vulnerable corazón, como un doberman que se ensañara con un gatito.
De pronto pensé en su hermana. Para entonces hacía mucho que mi conexión con Pari, cuya presencia llevaba antaño en lo más hondo como un latido, se había debilitado. Rara vez pensaba en ella. Con el fugaz paso de los años se me había quedado pequeña, como mi pijama favorito y los peluches a los que antes me aferraba. Pero en ese momento volví a pensar en ella y en los lazos que nos unían. Si lo que le habían hecho a ella fue como una ola que había roto lejos de la orilla, lo que me rodeaba ahora los tobillos y se alejaba de mis pies era la resaca de esa misma ola.
Baba se aclaró la garganta y, con ojos húmedos de emoción, miró a través de la ventanilla el cielo oscuro y la luna medio oculta por las nubes.
—Todo me traerá recuerdos de ti.
El tono tierno y casi asustado de esas palabras me hizo comprender que mi padre era una persona herida, que su amor por mí era tan auténtico, tan vasto y permanente como el cielo, y que siempre pesaría sobre mis hombros. Era la clase de amor que, tarde o temprano, te acorrala y te obliga a tomar una decisión: la de liberarte o la de quedarte y soportar su rigor, aunque te oprima hasta el punto de reducirte a alguien más pequeño de como eres en realidad.
Tendí una mano desde la penumbra del asiento de atrás para tocarle la cara. Él apoyó la mejilla contra mi palma.
—¿Qué andará haciendo tu madre tanto rato? —murmuró.
—Ya está cerrando.
Me sentía agotada. Observé a mi madre correr hasta el coche. La llovizna se había convertido en un aguacero.
Un mes después, cuando faltaban dos semanas para mi supuesto vuelo a la Costa Este para visitar el campus, mi madre fue a ver al doctor Bashiri para decirle que los antiácidos no le habían aliviado el dolor de estómago. La mandó a hacerse una ecografía. Le encontraron un tumor del tamaño de una nuez en el ovario izquierdo.
—¿Baba?
Está en la butaca reclinable, hundido e inmóvil. Un chal de lana a cuadros le cubre las piernas. Se ha puesto el pantalón de chándal, la chaqueta de punto marrón que le regalé el año pasado y una camisa de franela abotonada hasta arriba. Insiste en llevar así las camisas, con el cuello abrochado, lo que le proporciona un aspecto frágil e infantil, como si se resignara a la vejez. Hoy tiene la cara un poco hinchada y unos mechones grises le caen sobre la frente. Está viendo Quién quiere ser millonario con expresión sombría y perpleja. Cuando lo llamo, su mirada sigue fija unos instantes en la pantalla y luego la alza con cara de pocos amigos. Le está saliendo un orzuelo en el párpado izquierdo. Le hace falta un afeitado.
—Baba, ¿puedo bajar el volumen de la tele un momento?
—Estoy viéndola.
—Ya lo sé, pero tienes visita.
Ayer ya le hablé de Pari Wahdati, y esta mañana otra vez. Pero no le pregunto si se acuerda. Aprendí muy pronto a no hacer eso, a no ponerlo entre la espada y la pared, porque lo hace avergonzarse y ponerse a la defensiva, y a veces hasta lo vuelve grosero.
Cojo el mando a distancia y apago el volumen, preparándome para un berrinche. La primera vez que tuvo uno creí que era una farsa, un numerito. Para mi alivio, baba no protesta; se limita a soltar un largo suspiro por la nariz.
Le hago un ademán a Pari, que espera en el pasillo ante la sala de estar. Se acerca despacio a nosotros y coloco una silla frente a baba. Está hecha un manojo de nervios y emoción. Se sienta muy tiesa, pálida y con las rodillas muy juntas, las manos enlazadas en el regazo y una sonrisa tan tensa que tiene los labios casi blancos. Su mirada está clavada en baba, como si sólo dispusiera de unos instantes y tratara de memorizar su rostro.
—Baba, ésta es la amiga de la que te hablé.
Él mira a la mujer canosa que tiene delante. Últimamente mira a la gente de una forma inquietante, sin revelar nada aunque los mire a los ojos. Se lo ve ausente, desconectado, como si pretendiera mirar a otro sitio y sus ojos se hubiesen tropezado con un desconocido.
Pari se aclara la garganta. Aun así le tiembla la voz.
—Hola, Abdulá. Me llamo Pari. No sabes cuánto me alegra verte.
Él asiente despacio. La confusión y la incertidumbre que le recorren el rostro son casi visibles, como oleadas de espasmos musculares. Su mirada va de mi cara a la de Pari. Abre la boca y esboza una sonrisita tensa, como hace cuando cree que le gastan una broma.
—Tienes un acento raro —dice por fin.
—Vive en Francia, baba —explico—. Y tienes que hablar en inglés. No entiende el farsi.
Asiente con la cabeza.
—¿O sea que vives en Londres? —le pregunta a Pari en farsi.
—Baba.
—¿Qué? —Se vuelve con brusquedad hacia mí. Entonces se da cuenta y suelta una risita culpable antes de repetir la pregunta en inglés—: ¿Vives en Londres?
—En París —contesta Pari sin apartar los ojos de él—. Vivo en un apartamento en París.
—Siempre quise llevar a mi mujer a París. Sultana, así se llamaba. Que Dios la tenga en su gloria. Siempre andaba diciendo: Abdulá, llévame a París. ¿Cuándo vas a llevarme a París?
La verdad es que a mi madre no le gustaba mucho viajar. No le veía sentido a renunciar a las comodidades y la familiaridad de su hogar a cambio del suplicio de volar y arrastrar maletas. Las aventuras culinarias no eran lo suyo: su idea de comida exótica consistía en un pollo a la naranja del restaurante chino de Taylor Street. Me sorprende un poco que baba la recuerde unas veces con asombrosa precisión —señalando por ejemplo que salaba la comida dejando caer los granos de sal de la palma, o su costumbre de interrumpir a la gente por teléfono cuando nunca lo hacía en persona— y que otras veces pueda hacerlo en cambio con tan poca exactitud. Imagino que mi madre se está desdibujando para él, que su rostro se sume en las sombras y su recuerdo disminuye con cada día que pasa, como arena que se escapa de un puño cerrado. Se está volviendo una figura fantasmal, una cáscara vacía que baba se empeña en llenar con detalles ilusorios y rasgos de personalidad inventados, como si valiese más tener recuerdos falsos que no tener ninguno.
—Bueno, es una ciudad preciosa —dice Pari.
—A lo mejor aún podré llevarla. Pero en estos momentos tiene cáncer. Uno de esos femeninos, de... ¿cómo se llamaba?
—De ovario —intervengo.
Pari asiente con la cabeza; me mira un instante, y de nuevo a baba.
—Su mayor deseo es subir a la torre Eiffel. ¿La has visto? —pregunta baba.
—¿La torre Eiffel? —Pari Wahdati suelta una risita—. Claro que sí. Todos los días. En realidad, no puedo evitarlo.
—¿Has subido? ¿Hasta arriba de todo?
—Sí, he subido. Todo es precioso allí arriba, pero me dan miedo las alturas, así que no me siento muy cómoda. Pero si hace un buen día de sol, se ve a más de sesenta kilómetros. Claro que en París no hay muchos días de sol.
Baba gruñe por lo bajo. Pari, creyendo que la anima a seguir, continúa hablando de la torre, de cuántos años se tardó en construirla, de que no se pretendía que siguiese en París después de la Exposición Universal de 1889, pero ella no sabe leer en los ojos de baba. El rostro de mi padre se ha vuelto inexpresivo. Pari no comprende que lo ha perdido, que su pensamiento ha cambiado de rumbo como una hoja a merced del viento.
Pari se inclina un poco en el asiento.
—Abdulá —prosigue—, ¿sabías que tienen que repintar la torre cada siete años?
—¿Cómo has dicho que te llamabas? —dice baba.
—Pari.
—Mi hija se llama así.
—Sí, ya lo sé.
—Os llamáis igual. Las dos os llamáis igual. Qué cosas. —Tose, y con gesto ausente hurga con el dedo un arañazo en el brazo de la butaca.
—Abdulá, ¿puedo preguntarte una cosa?
Baba se encoge de hombros.
Pari me mira como pidiéndome permiso. Asiento levemente y ella se inclina más en la silla.
—¿Por qué decidiste llamar así a tu hija?
Baba mira hacia la ventana y sigue raspando el brazo de la butaca con la uña.
—¿Lo recuerdas, Abdulá? ¿Por qué le pusiste ese nombre?
Él niega con la cabeza. Se lleva una mano al cuello de la chaqueta de punto para cerrárselo. Empieza a musitar por lo bajo sin mover apenas los labios; siempre recurre a ese murmullo rítmico cuando lo acomete la ansiedad y no sabe qué responder, cuando todo es confusión, una marea repentina de pensamientos inconexos, y espera, desesperado, a que la bruma se disipe.
—Abdulá, ¿qué es eso? —pregunta Pari.
—Nada —masculla él.
—No; estabas canturreando una canción. ¿Cuál era?
Baba se vuelve hacia mí, perdido. No lo sabe.
—Es una cancioncita infantil —intervengo—. ¿Te acuerdas, baba? Me contaste que la aprendiste de niño, que te la enseñó tu madre.
—Ya.
—¿Puedes cantarla para mí? —pide Pari con cierta ansiedad; se le ha quebrado un poco la voz—. Por favor, Abdulá, ¿me la cantas?
Él agacha la cabeza y niega lentamente.
—Adelante, baba —lo animo con suavidad, y le apoyo una mano en el huesudo hombro—. No pasa nada.
Titubeante, con voz temblorosa y aguda, baba canturrea dos versos varias veces, sin alzar la mirada.
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
—Siempre me decía que había dos versos más —le cuento a Pari—, pero que los había olvidado.
De pronto ella suelta una carcajada que es como un grito gutural, y se tapa la boca con una mano.
—Ah, mon Dieu —susurra.
Baja la mano y canturrea, en farsi:
Era un hada pequeñita y triste
Y una noche el viento se la llevó.
Baba arruga la frente. Por un instante fugaz, creo detectar un ápice de luz en sus ojos. Pero entonces se apaga, y la placidez vuelve a inundar su rostro. Niega con la cabeza.
—No, me parece que no es así.
—Ay, Abdulá —musita Pari.
Sonriendo y con lágrimas en los ojos, tiende las manos para coger las de baba. Planta un beso en el dorso de cada una y luego se las lleva a las mejillas. Él sonríe, y también se le humedecen los ojos. Pari me mira, parpadeando para contener las lágrimas de alegría, y por lo que veo cree haber roto las defensas, cree haber traído de vuelta a su hermano con su cancioncita mágica, como un genio en un cuento de hadas. Cree que ahora él la ve con claridad. Pero Pari no tardará en comprender que no es más que una reacción, que baba responde a la calidez de sus caricias y a su demostración de afecto. Sólo es instinto animal. Nada más. Lo sé con dolorosa certeza.
Unos meses antes de que el doctor Bashiri me diera el teléfono de una residencia especializada, mi madre y yo fuimos a pasar un fin de semana en un hotel de las montañas de Santa Cruz. No le gustaban los viajes largos, pero sí que las dos hiciésemos pequeñas escapadas de vez en cuando; eso fue antes de que estuviera muy enferma. Baba se quedaba a cargo del restaurante, y mi madre y yo nos íbamos con el coche hasta Bodega Bay o Sausalito, o a San Francisco, donde siempre nos alojábamos en un hotel cerca de Union Square. Nos instalábamos en la habitación y pedíamos comida al servicio de habitaciones y veíamos películas. Luego nos íbamos al muelle —mamá no podía resistirse a las trampas para turistas— y tomábamos helados y veíamos asomar los leones marinos en las aguas bajo el paseo marítimo. Echábamos monedas a los guitarristas y mimos callejeros, a los tipos con disfraces caseros de robot. Siempre hacíamos una visita al Museo de Arte Moderno y, cogiéndola del brazo, le enseñaba las obras Rivera, Kahlo, Matisse, Pollock. A veces íbamos a una sesión de tarde en algún cine, que a mi madre le encantaba; veíamos dos o tres películas seguidas y salíamos de noche con un zumbido en los oídos, los ojos enrojecidos y los dedos oliendo a palomitas.
Con mamá todo era más fácil, siempre lo fue: menos complicado, menos espinoso que con baba. Podía bajar la guardia. No tenía que estar siempre pendiente de lo que decía para no herirla. Estar a solas con ella durante esas escapadas de fin de semana era como acurrucarme en una mullida nube y dejar todos los problemas allá abajo, a kilómetros de distancia, insignificantes.
Estábamos celebrando el final de otra tanda de quimio, que resultaría ser la última. El hotel, en un sitio apartado, era precioso. Tenía un balneario, una sala de fitness, una sala de juegos con una gran pantalla de televisión y una mesa de billar. Nos alojábamos en una cabaña independiente con porche de madera y teníamos vistas a la piscina, el restaurante y bosques enteros de secuoyas que se alzaban hasta las nubes. Los árboles estaban tan cerca que cuando una ardilla ascendía rauda por el tronco se distinguían los sutiles tonos de su pelaje. La primera mañana de nuestra estancia, mamá me despertó.
—Rápido, Pari, tienes que ver esto.
Había un ciervo mordisqueando los matorrales al otro lado de la ventana.
La llevé a dar una vuelta por los jardines empujando la silla de ruedas.
—Menudo espectáculo ofrezco —se lamentó.
Aparqué la silla junto a la fuente y me senté en un banco a su lado. El sol nos calentaba la cara y observamos los colibríes que iban de flor en flor. Cuando se quedó dormida, la empujé de vuelta a la cabaña.
El domingo por la tarde tomamos té y cruasanes en la terraza del restaurante, un local con techos estucados y estanterías en las paredes, un amuleto atrapasueños indio en una pared y una chimenea de piedra auténtica. En una terraza inferior, un hombre con cara de derviche y una chica de lacio cabello rubio jugaban un aletargado partido de ping pong.
—Hay que hacer algo con estas cejas —comentó mamá.
Llevaba un grueso abrigo encima de un jersey, y la boina de lana granate que había tejido ella misma un año y medio antes, cuando, como ella decía, había dado comienzo «todo el jaleo».
—Puedo pintártelas otra vez si quieres —propuse.
—Pues entonces que queden bien espectaculares.
—¿Como las de Elizabeth Taylor en Cleopatra?
Sonrió, casi sin fuerzas.
—Por qué no. —Tomó un sorbito de té. Sonreír acentuaba las nuevas arrugas en su rostro—. Cuando conocí a Abdulá, yo vendía ropa en un puesto callejero en Peshawar. Me dijo que tenía unas cejas preciosas.
La pareja del ping pong había parado de jugar. Ahora estaban apoyados contra la barandilla y fumaban contemplando el cielo, radiante y despejado a excepción de unas nubecillas deshilachadas. La chica tenía brazos largos y flacos.
—He visto en el periódico que hoy hay una feria de artesanía en Capitola —comenté—. Si te sientes con ánimos podemos ir a echar un vistazo. Hasta podríamos cenar allí.
—Pari...
—Dime.
—Quiero contarte algo.
—Vale.
—Abdulá tiene un hermano en Pakistán —dijo mi madre—. Un hermanastro.
Me volví en redondo.
—Se llama Iqbal. Tiene hijos varones, y nietos. Vive en un campo de refugiados cerca de Peshawar.
Dejé la taza y empecé a protestar, pero mamá me interrumpió.
—Te lo estoy contando ahora, ¿no? Eso es lo que importa. Tu padre tiene sus motivos. Seguro que podrás imaginártelos si lo piensas un poco. Lo importante es que tiene un hermanastro y ha estado mandándole dinero para ayudarlo.
Me contó que baba llevaba años enviándole a ese tal Iqbal —mi tiastro, me dije con un repentino nudo en la garganta— mil dólares cada tres meses; lo hacía a través de Western Union, transfiriendo el dinero a un banco en Peshawar.
—¿Por qué me lo cuentas ahora? —quise saber.
—Porque creo que tienes que saberlo, aunque él no piense lo mismo. Además, pronto tendrás que ocuparte de la contabilidad, y entonces lo habrías descubierto.
Me di la vuelta y vi un gato que, con la cola vertical y muy tiesa, se acercaba con sigilo a la pareja del ping pong. La chica tendió una mano para tocarlo y el animal se puso tenso, pero luego se acurrucó en la barandilla y dejó que le acariciara el lomo. La cabeza me daba vueltas. Tenía familia en Afganistán.
—Aún estarás aquí mucho tiempo llevando las cuentas, mamá —dije, intentando disimular el temblor en mi voz.
Siguió un denso silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono más lento y comedido, como el que utilizaba cuando yo era pequeña y teníamos que ir a un funeral a la mezquita. Entonces se agachaba a mi lado para explicarme pacientemente que debía quitarme los zapatos en la entrada, permanecer callada durante las plegarias, no andar moviéndome o quejándome, y pasar primero por el lavabo para no tener que ir después.
—No, no estaré. Y no sigas pensando que sí. Ya es hora de que te prepares para ello.
Solté una bocanada de aire y sentí un nudo en la garganta. En algún lugar se puso en marcha una sierra mecánica y el crescendo de su chirrido contrastó con la quietud del bosque.
—Tu padre es como un niño. Le da pánico que lo abandonen. Sin ti estaría perdido, Pari, y nunca encontraría el camino de nuevo.
Me obligué a contemplar los árboles y observé cómo incidía el sol en las finas hojas y en la áspera corteza de los troncos. Me mordí la lengua con fuerza. Los ojos se me humedecieron y el sabor a cobre de la sangre me anegó la boca.
—Así que un hermano... —dije.
—Sí.
—Tengo muchas preguntas que hacerte.
—Házmelas esta noche, cuando no esté tan cansada. Te contaré todo lo que sé.
Asentí y apuré el té, ya frío. En una mesa cercana, una pareja de mediana edad intercambiaba páginas del periódico. La mujer, pelirroja y de cara agradable, nos observaba tranquilamente, paseando su mirada de mí al rostro macilento de mi madre, con su boina, las manos cubiertas de moretones, los ojos hundidos y la sonrisa cadavérica. Cuando nuestros ojos se encontraron, la mujer esbozó una leve sonrisa, como si compartiésemos un secreto, y supe que ella había pasado por algo similar.
—Bueno, mamá, ¿qué me dices de la feria? ¿Te animas?
Me miró fijamente. Sus ojos me parecieron demasiado grandes para su cara, así como la cabeza para sus hombros.
—No me vendría mal un sombrero nuevo —contestó.
Dejé la servilleta, me levanté y rodeé la mesa. Solté el freno de la silla y tiré para apartarla.
—Pari.
—¿Sí?
Echó la cabeza hacia atrás para mirarme. El sol se abrió paso entre los árboles y le moteó la cara.
—Dios te ha hecho fuerte y buena, no sé si lo sabes. Fuerte y buena.
No hay forma de explicar el funcionamiento de la mente. En este caso, por ejemplo. De los miles y miles de momentos que mi madre y yo compartimos en todos aquellos años, ése es el que brilla más, el que resuena con mayor fuerza en mi pensamiento: mi madre mirándome con la cara vuelta, con resplandecientes puntitos de luz en la piel, y diciéndome que Dios me había hecho fuerte y buena.
Cuando baba se queda dormido en la butaca reclinable, Pari le sube la cremallera de la chaqueta y lo tapa con el chal. Le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja y luego, de pie, lo observa dormir. A mí también me gusta verlo dormir, porque entonces no se nota. Con los ojos cerrados, la inexpresividad desaparece, esa mirada ausente y apagada, y baba me resulta más familiar. Cuando duerme se lo ve más alerta, más presente, como si una parte de la persona que fue se hubiese colado de nuevo en su cuerpo. Me pregunto si Pari, viéndole la cara apoyada contra la almohada, es capaz de imaginar cómo era antes, cómo reía.
Dejamos la salita y entramos en la cocina. Saco un cazo del armario y lo lleno en el fregadero.
—Quiero enseñarte unas fotos —dice Pari, emocionada.
Sentada a la mesa, hojea un álbum que ha sacado antes de la maleta.
—Me temo que el café no estará a la altura del de París —comento, mientras vierto el agua del cazo en la cafetera.
—No te preocupes, no soy una sibarita del café. —Se ha quitado el pañuelo amarillo y se ha puesto unas gafas para escudriñar las fotografías.
Cuando la cafetera empieza a borbotear, me siento a su lado.
—Ah oui. Voilà. Aquí está. —Le da la vuelta al álbum y lo empuja hacia mí. Da toquecitos sobre una foto—. En este sitio nacimos tu padre y yo. Y nuestro hermano Iqbal también.
La primera vez que me llamó de París mencionó el nombre de Iqbal, quizá para convencerme de que era quien decía ser y no mentía. Dejé que lo hiciera, pero yo ya sabía que decía la verdad. Lo supe en cuanto descolgué el auricular, cuando pronunció el nombre de mi padre en mi oído y preguntó si vivía allí. «Sí, quién lo llama», quise saber, y ella contestó: «Soy su hermana.» El corazón se me desbocó. Tanteé en busca de una silla para sentarme, y el silencio alrededor fue tan intenso que se habría oído el vuelo de una mosca. Me llevé una fuerte impresión, sí; fue uno de esos desenlaces dramáticos que rara vez ocurren en la vida real. Pero en otro plano —un plano más frágil y sin lógica alguna, un plano cuya esencia se resquebrajaría si lo plasmaba siquiera en palabras— su llamada no me sorprendió en absoluto. Como si llevara toda la vida esperando que, gracias a algún vertiginoso giro del destino, del azar o las circunstancias, o como se le quiera llamar, ella y yo nos encontráramos.
Me llevé el teléfono al jardín de atrás y me senté en una silla junto al huerto en que he seguido cultivando los pimientos morrones y las calabazas gigantes de mi madre. El sol me calentaba la nuca cuando encendí un cigarrillo con mano temblorosa.
—Ya sé quién eres —dije—. Lo he sabido toda mi vida.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio, pero tuve la impresión de que ella estaba llorando y había apartado el auricular.
Hablamos durante casi una hora. Le dije que sabía qué le había ocurrido, que de pequeña le pedía a mi padre que me contara la historia una y otra vez. Pari me dijo que ella no sospechaba nada de esa historia, y que probablemente habría muerto sin conocerla de no ser por una carta que le había dejado su tiastro Nabi antes de morir en Kabul, una carta en la que le contaba con detalle cómo había sido su infancia, entre otras cosas. Había dejado la carta en manos de un tal Markos Varvaris, un cirujano que trabajaba en Kabul, quien había buscado a Pari hasta dar con ella en Francia. En verano, Pari había volado a Kabul, donde se encontró con Markos Varvaris, y él le organizó una visita a Shadbagh.
Cerca del final de la conversación, hizo acopio de valor para decir por fin:
—Bueno, me parece que estoy preparada. ¿Puedo hablar con él?
Fue entonces cuando tuve que decírselo.
Acerco el álbum y examino la fotografía que me indica Pari. Se trata de una mansión rodeada de blancos y relucientes muros coronados por alambradas, o más bien lo que alguien de pésimo gusto considera una mansión: tres plantas en rosa, verde, amarillo y blanco, con parapetos, torretas, aleros acabados en punta, mosaicos y cristal de espejo como de rascacielos. Un monumento a la cursilería, una lamentable chapuza.
—Dios mío —musito.
—C’est affreux, non? Espantosa. Los afganos llaman a estas casas palacios del narco. Ésta es de un criminal de guerra muy conocido.
—¿Y esto es cuanto queda de Shadbagh?
—De la antigua aldea, sí. Esto y muchas hectáreas de árboles... ¿cómo decís... des vergers?
—Huertos de frutales.
—Eso. —Pasa los dedos por la foto—. Ojalá supiera dónde estaba nuestra casa, respecto a este palacio del narco, quiero decir. Me encantaría saber el sitio preciso.
Me habla del nuevo Shadbagh —un pueblo en toda regla, con escuelas, una clínica, un barrio comercial y hasta un pequeño hotel—, erigido a unos tres kilómetros del emplazamiento de la antigua aldea. Fue el pueblo donde ella y su traductor buscaron a su hermanastro. Me había enterado de todo eso en el transcurso de aquella primera y larga conversación telefónica con Pari: de que en el pueblo nadie parecía conocer a Iqbal, hasta que Pari se topó con un anciano que sí lo conocía, un antiguo amigo de la infancia de Iqbal que los había visto a él y su familia acampados en un árido campo cerca del viejo molino. Iqbal le había contado a su amigo que, cuando estaba en Pakistán, su hermano mayor, que vivía en California, le mandaba dinero.
—Le pregunté si Iqbal le había dicho el nombre de su hermano —explicó Pari a través del teléfono—, y el anciano me dijo que sí, que se llamaba Abdulá, y alors, después de eso, el resto no fue difícil. Me refiero a encontraros a tu padre y a ti.
»Le pregunté al amigo dónde estaba ahora Iqbal. Le pregunté qué le había pasado y el hombre dijo que no lo sabía. Pero parecía muy nervioso y no me miraba a los ojos. Me preocupa, Pari, que a Iqbal le haya ocurrido algo malo.
Vuelve a hojear el álbum y me enseña fotografías de sus hijos, Alain, Isabelle y Thierry; de sus nietos en fiestas de cumpleaños, con trajes de baño y posando en el borde de una piscina. De su apartamento en París, con paredes azul pastel, estores blancos en las ventanas, estanterías de libros. De su abarrotado despacho en la universidad donde daba clases de matemáticas antes de que la artritis la obligara a retirarse.
Voy volviendo páginas mientras ella me proporciona los pies de foto: su vieja amiga Collette; Albert, el marido de Isabelle; Eric, el marido de la propia Pari, que era dramaturgo y murió de un ataque al corazón en 1997. Me detengo a observar una foto de ellos dos, increíblemente jóvenes, sentados en cojines naranja en alguna clase de restaurante, ella con una blusa blanca, él con una camiseta y el cabello largo y lacio recogido en una coleta.
—Ésa es de la noche que nos conocimos —explica Pari—. Fue una especie de cita a ciegas.
—Tenía cara de buena persona.
Pari asiente.
—Sí. Cuando nos casamos, pensé que dispondríamos de mucho tiempo juntos. Treinta años por lo menos, me dije, quizá cuarenta, o cincuenta si teníamos suerte. ¿Por qué no? —Mira fijamente la fotografía, ausente un instante, y luego sonríe—. Pero el tiempo es como el encanto: nunca tienes tanto como crees. —Aparta el álbum y toma un sorbo de café—. ¿Y tú? ¿Nunca te has casado?
Me encojo de hombros y paso otra página.
—Una vez estuve en un tris.
—¿Un tris?
—Quiere decir que estuve a punto. Pero nunca llegamos a la fase del anillo.
No es cierto. Fue doloroso y turbulento. Aún ahora siento una punzada en el esternón cuando me acuerdo.
Pari agacha la cabeza.
—Lo siento, soy una grosera.
—No, no pasa nada. Encontró a una mujer más guapa y... con menos responsabilidades, supongo. Y hablando de guapas, ¿ésta quién es?
Señalo a una mujer muy atractiva, de largo cabello oscuro y ojos enormes. Sostiene un cigarrillo con cara de aburrimiento, el codo apoyado en el costado y la cabeza ladeada con gesto indiferente, pero su mirada es penetrante, desafiante.
—Es maman. Mi madre, Nila Wahdati. O quien creía que era mi madre, ya me entiendes.
—Es guapísima —comento.
—Lo era. Se suicidó en 1974.
—Lo siento.
—Non, non. No pasa nada. —Roza la fotografía con el pulgar, con gesto ausente—. Maman era una mujer elegante y con talento. Le gustaba leer y estaba muy convencida de sus ideas, y siempre andaba contándoselas a la gente. Pero en su corazón abrigaba una profunda tristeza. Fue como si me diera una pala y dijera «Pari, llena todos los agujeros que hay dentro de mí», lo hizo toda la vida.
Asiento con la cabeza. Me parece que comprendo de qué habla.
—Pero yo no podía hacer eso. Y después no quise hacerlo. Fui desconsiderada, hice cosas imprudentes. —Se apoya en el respaldo de la silla, con los hombros hundidos, y deja las blancas manos en el regazo. Reflexiona unos segundos antes de añadir—: J’aurais du être plus gentille. Debería haberme portado mejor con ella. Si haces eso, nunca lo lamentas. De vieja nunca te dirás: Ah, ojalá no me hubiese portado bien con esa persona. Nunca se piensa una cosa así. —Se la ve muy afligida, parece una colegiala indefensa. Entonces añade con cansancio—: No habría sido tan difícil. Debería haberme portado mejor, como lo haces tú.
Suelta un profundo suspiro y cierra el álbum de fotos. Tras una pausa, añade alegremente:
—Ah bon. Bueno, ahora quiero pedirte una cosa.
—Tú dirás.
—¿Me enseñas tus cuadros?
Sonreímos.
Pari se queda un mes con nosotros. Por las mañanas desayunamos juntos en la cocina. Café solo y tostadas para Pari, yogur para mí, y huevos fritos con pan para baba; de un tiempo a esta parte le gustan. Me preocupaba que comer tantos huevos le subiera el colesterol, así que en la siguiente visita se lo comenté al doctor Bashiri. Sonrió y su respuesta fue: «Yo no me preocuparía por eso.» Eso me tranquilizó, al menos un rato; poco después, cuando le abrochaba el cinturón de seguridad a baba, se me ocurrió que posiblemente el doctor había querido decir «todo eso ha quedado atrás, ya no importa».
Después de desayunar yo me retiro a mi oficina, también conocida como mi dormitorio, y Pari le hace compañía a baba mientras trabajo. A petición de Pari, he puesto por escrito la agenda de baba, con los programas de televisión que le gusta ver, las horas en que le tocan las pastillas, qué tentempiés prefiere y cuándo suele pedirlos.
—Puedes venir aquí y preguntarme esas cosas —le dije.
—No quiero molestarte —contestó—. Y quiero saber esas cosas. Quiero conocerlo.
No le digo que jamás lo conocerá como le gustaría. De todos modos, le confío unos cuantos trucos del oficio. Por ejemplo, que cuando baba empieza a ponerse muy inquieto, muchas veces consigo calmarlo, aunque no siempre y por razones que aún se me escapan, poniéndole en las manos un ejemplar de venta por catálogo o un folleto de una liquidación de muebles. Me ocupo de que nunca falten ambas cosas.
—Cuando quieras que se eche un sueñecito, pon el canal del tiempo o el del golf. Y nunca lo dejes ver programas de cocina.
—¿Por qué no?
—Lo ponen muy nervioso, vete a saber por qué.
Después de comer, los tres salimos a dar un paseo. Como baba se cansa con facilidad y Pari tiene artritis, es un paseo corto. Baba, ataviado con una vieja gorra, la chaqueta de punto y mocasines con forro de lana, camina vacilante entre Pari y yo con expresión de ansiedad y recelo. A la vuelta de la esquina hay un colegio con un campo de fútbol bastante mal cuidado, y más allá una zona de juegos infantiles adonde lo llevo muchas veces. Siempre encontramos a un par de jóvenes madres, con sillitas de paseo junto a ellas y sus críos caminando con pasitos inseguros por la hierba, y de vez en cuando vemos a un par de adolescentes que han hecho novillos, columpiándose perezosamente y fumando. Esos chicos rara vez miran a baba, y si lo hacen es con fría indiferencia o incluso cierto desprecio, como si mi padre hubiese hecho mal en permitir la vejez y la decrepitud.
Un día, interrumpo la transcripción y voy a la cocina en busca de más café. Me los encuentro a los dos viendo una película; baba en la butaca reclinable, con los mocasines asomando bajo el chal, la cabeza inclinada hacia delante, la boca entreabierta y el entrecejo fruncido, aunque no sé si está confuso o concentrado; y Pari sentada a su lado con las manos en el regazo y los pies cruzados.
—¿Y ésa quién es? —pregunta baba.
—Latika.
—¿Quién?
—Latika, la niñita de las chabolas. La que no consigue subir al tren.
—A mí no me parece pequeña.
—Ya, es que han transcurrido muchos años —explica Pari—. Ahora ya es adulta.
Un día de la semana pasada, en el campo de juegos, estábamos los tres sentados en un banco y Pari dijo:
—Abdulá, ¿te acuerdas de que cuando eras pequeño tenías una hermanita?
Al punto, baba se echó a llorar. Pari apretó la cabeza de baba contra su pecho y repitió «lo siento, lo siento» presa del pánico y enjugándole las lágrimas con las manos, pero baba siguió sollozando tan violentamente que empezó a ahogarse.
—¿Y sabes quién es ése, Abdulá? —dice ahora Pari.
Baba suelta un gruñido.
—Es Jamal. El niño del programa concurso.
—Qué va —masculla baba con aspereza.
—¿No te lo parece?
—¡Está sirviendo el té!
—Ya, pero eso ha sido una escena del pasado. ¿Cómo lo llamáis? Una escena...
—Retrospectiva —murmuro contra la taza de café.
—El concurso está pasando ahora, Abdulá, y la escena en la que servía el té era de antes.
Baba parpadea sin comprender. En la pantalla, Jamal y Salim están sentados en lo alto de un bloque de pisos de Bombay, con los pies colgando.
Pari lo observa como si de un momento a otro fuera a revelarse algo en sus ojos.
—Déjame preguntarte una cosa, Abdulá —dice—. ¿Qué harías si ganaras un millón de dólares?
Baba hace una mueca, se revuelve un poco, y luego se reclina aún más en la butaca.
—Yo sí sé qué haría —continúa Pari.
Baba la mira inexpresivo.
—Si ganara un millón de dólares, me compraría una casa en esta calle. Así tú y yo podríamos ser vecinos, y todos los días vendría a ver la televisión contigo.
Baba sonríe de oreja a oreja.
Pero, apenas unos minutos después, cuando estoy de vuelta en mi habitación con los auriculares puestos y tecleando, oigo que algo se hace añicos y a baba gritando en farsi. Me quito los auriculares y corro a la cocina. Pari está acorralada contra la pared del microondas, protegiéndose, con las manos bajo la barbilla, y baba, con los ojos desorbitados, la pincha en el hombro con el bastón. Los fragmentos de un vaso roto brillan a sus pies.
—¡Sácala de aquí! —grita baba al verme—. ¡No quiero verla en mi casa!
—¡Baba!
Pari está muy pálida y le corren lágrimas por las mejillas.
—Deja el bastón, baba, por el amor de Dios. Y no des ni un paso o te cortarás los pies.
Forcejeo con él para quitarle el bastón y lo consigo, pero no me lo pone fácil.
—¡Quiero a esta mujer fuera de aquí! ¡Es una ladrona!
—¿Qué dice? —pregunta Pari con abatimiento.
—¡Me ha robado las pastillas!
—Ésas son las suyas, baba.
Le rodeo los hombros y lo hago salir de la cocina. Cuando pasamos por delante de Pari hace ademán de volverla a atacar y tengo que sujetarlo.
—Bueno, ya está bien, baba. Y esas pastillas son suyas, no tuyas. Las toma por las manos. —De camino a la butaca reclinable cojo un ejemplar de venta por catálogo.
—No me fío de esa mujer —dice baba dejándose caer en la butaca—. Tú no te das cuenta, pero yo sí. ¡Reconozco a un ladrón cuando lo veo! —Jadea cuando me arranca el catálogo de la mano y empieza a pasar bruscamente las páginas. Entonces lo deja con un golpetazo contra el regazo y me mira enarcando las cejas—. Y es una maldita mentirosa. ¿Sabes qué me ha dicho esa mujer? ¿Sabes qué? ¡Que es mi hermana! ¡Mi hermana! Espera a que se entere Sultana.
—Vale, baba. Se lo contaremos juntos.
—Menuda chiflada.
—Se lo contaremos a mamá y luego los tres nos reiremos y haremos salir de aquí a la chiflada. Pero ahora relájate. No pasa nada, vamos.
Pongo el canal del tiempo y me siento a su lado para acariciarle el hombro hasta que deja de temblar y respira más despacio. No han pasado ni cinco minutos cuando ya está dormido.
En la cocina, Pari está sentada en el suelo, apoyada contra el lavavajillas. Parece muy afectada. Se enjuga los ojos con una servilleta de papel.
—Lo siento mucho —dice—. He sido una imprudente.
—No pasa nada.
Saco la escoba y la pala de debajo del fregadero. Hay pastillitas rosa y naranja desparramadas por el suelo entre los cristales. Las recojo una por una y luego barro los fragmentos esparcidos sobre el linóleo.
—Je suis une imbécile. Tenía tantas ganas de decírselo... Creía que si le decía la verdad a lo mejor... No sé qué estaba pensando.
Tiro los trozos de cristal a la basura. Me arrodillo, aparto el cuello de la blusa de Pari y le examino el hombro, donde baba le ha dado con el bastón.
—Te va a salir un buen moretón, y lo digo con conocimiento de causa.
Me siento en el suelo a su lado. Pari abre la mano y le dejo caer las pastillas en la palma.
—¿Se pone así a menudo?
—Tiene sus días de mal café.
—Quizá deberías ir pensando en buscar ayuda profesional, ¿no?
Exhalo un suspiro, asintiendo. Últimamente he pensado muchas veces en una inevitable mañana en la que despertaré en una casa vacía, mientras baba yace hecho un ovillo en una cama extraña, mirando con recelo la bandeja de desayuno que le ha traído un desconocido. Lo imagino desplomado sobre una mesa en alguna sala de actividades, cabeceando.
—Sí, lo sé —contesto—, pero todavía no. Quiero cuidar de él todo el tiempo que pueda.
Pari sonríe y se suena la nariz.
—Te comprendo.
No estoy segura de que lo haga. No le cuento mi otro motivo. Apenas lo admito yo misma. Y no es otro que el miedo que me da ser libre, aunque a menudo deseo serlo. Tengo miedo de lo que pueda pasarme, de qué será de mí cuando baba no esté. He vivido toda mi vida como un pez de acuario, bien protegida en mi gigantesca pecera, tras una barrera tan impenetrable como transparente. He tenido la libertad de observar el reluciente mundo del otro lado, de imaginarme en él si quería. Pero siempre he estado reprimida, constreñida por los duros e inflexibles límites de la existencia que me ha construido baba, conscientemente al principio, cuando yo era joven, y con absoluta inocencia ahora que se deteriora día a día. Creo que me he acostumbrado a estar detrás del cristal, y me asusta pensar que, cuando se rompa, me veré arrojada al vasto territorio de lo desconocido aleteando indefensa, perdida y sin aliento, boqueando.
La verdad, que rara vez admito, es que siempre he necesitado el peso de baba en las espaldas.
¿Por qué si no sacrifiqué tan fácilmente mi sueño de la escuela de bellas artes, sin apenas oponer resistencia, cuando baba me pidió que no me fuera a Baltimore? ¿Por qué si no dejé a Neal, el hombre con quien estuve comprometida hace unos años? Era propietario de una pequeña empresa de instalación de paneles solares. Tenía un rostro cuadrado y con arrugas que me gustó nada más verlo en el Abe’s Kebab House, cuando fui a tomarle nota y él levantó la vista de la carta y me sonrió. Era paciente y simpático y tenía buen carácter. Lo que le dije a Pari no es verdad. Neal no me dejó por una chica más guapa. Fui yo quien estropeó las cosas, quien hizo sabotaje. Incluso cuando me prometió convertirse al islam y aprender farsi, le encontré otros defectos, otras excusas. Al final fui presa del pánico y corrí de vuelta a los rincones y recovecos de mi vida en casa.
A mi lado, Pari empieza a levantarse. La observo alisarse el dobladillo del vestido y vuelvo a maravillarme del milagro de que esté aquí, a sólo unos centímetros de mí.
—Quiero enseñarte algo —digo.
Me levanto y voy a mi habitación. Una de las consecuencias de no marcharte nunca de casa es que nadie vacía tu antigua habitación o vende tus juguetes a los vecinos; nadie se deshace de la ropa que se te ha quedado pequeña. Sé muy bien que, para tener casi treinta años, conservo demasiadas reliquias de mi infancia, la mayoría metidas en un gran baúl a los pies de mi cama, cuya tapa levanto ahora. Dentro hay muñecas viejas, el poni rosa que venía con un cepillo para la crin, los libros ilustrados, todas las tarjetas de cumpleaños y San Valentín que les había hecho a mis padres en la escuela primaria, con judías y purpurina y estrellitas brillantes. La última vez que Neal y yo hablamos, cuando rompí con él, me dijo: «No puedo esperarte, Pari. No pienso quedarme esperando a que madures.»
Cierro la tapa y vuelvo a la sala de estar, donde Pari se ha instalado en el sofá frente a baba. Me siento a su lado.
—Toma. —Le tiendo un fajo de postales.
Coge las gafas de la mesita y quita la goma que sujeta las postales. Mira la primera con el cejo fruncido. Es una imagen de Las Vegas, del Caesar’s Palace por la noche, todo brillos y luces. Le da la vuelta y la lee en voz alta.
21 de julio de 1992
Querida Pari:
Aquí hace un calor increíble. ¡A baba le ha salido una ampolla por apoyar la mano en el capó del coche de alquiler! Mamá ha tenido que ponerle pasta de dientes. En el Caesar’s Palace hay soldados romanos con espadas, cascos y capas rojas. Baba intentaba todo el rato que mamá se hiciera una foto con ellos, pero no ha habido forma. Pero ¡yo sí me la he hecho! Te la enseñaré cuando vuelva a casa. Eso es todo de momento. Te echo de menos. Ojalá estuvieras aquí.
Pari
P. D.: Mientras te escribo me estoy comiendo un cucurucho alucinante.
Pari pasa a la siguiente postal. El castillo de los Hearst. Ahora, Pari la lee en voz baja. «¡Tenía su propio zoo! Qué chulada, ¿no? Canguros, cebras, antílopes, camellos bactrianos (¡son los de dos jorobas!).» Otra de Disneylandia, con Mickey con el sombrero de mago y blandiendo una varita. «¡Mamá gritó cuando el ahorcado cayó del techo! ¡Tendrías que haberla oído!» El lago Tahoe. La playa de La Jolla Cove. La carretera panorámica de Seventeen Mile Drive. Big Sur. El bosque de Muir. «Te echo de menos. Te habría encantado, seguro. Ojalá estuvieras aquí conmigo.»
Ojalá estuvieras aquí conmigo.
Pari se quita las gafas.
—¿Te escribías postales a ti misma?
Niego con la cabeza.
—Te las escribía a ti. —Me río—. Me da un poco de vergüenza.
Deja las postales sobre la mesita y se acerca a mí.
—Cuéntamelo.
Me miro las manos y hago girar el reloj en la muñeca.
—Imaginaba que éramos hermanas gemelas, tú y yo. Nadie podía verte, sólo yo. Te lo contaba todo. Todos mis secretos. Para mí eras real, y muy cercana. Gracias a ti me sentía menos sola. Como si fuéramos clones, o doppelgängers. ¿Conoces esa palabra?
Sus ojos sonríen.
—Sí.
—Solía imaginarnos como dos hojas que el viento arrastraba muy lejos una de otra, y sin embargo permanecíamos unidas por las profundas raíces del árbol del que habíamos caído.
—Para mí era al revés —explica Pari—. Dices que tú sentías una presencia, pero yo sólo sentía una ausencia. Un dolor vago, sin causa aparente. Como un paciente incapaz de explicarle al médico dónde le duele. Sólo sabe que algo le duele. —Me cubre la mano con la suya, y durante un rato guardamos silencio.
En la butaca, baba se mueve y suelta un gemido.
—Lo lamento tanto... —digo.
—¿Qué lamentas?
—Que os hayáis encontrado demasiado tarde.
—Pero nos hemos encontrado, ¿no? —responde ella con voz transida de emoción—. Y él es así ahora. No pasa nada. Me siento feliz. He recuperado una parte de mí que había perdido. —Me da un apretón en la mano—. Y te he encontrado a ti, Pari.
Sus palabras son como un reclamo para los anhelos de mi infancia. Recuerdo que si me sentía sola susurraba su nombre —nuestro nombre— y contenía el aliento, esperando un eco, convencida de que lo oiría algún día. Al oírla pronunciar mi nombre ahora, en este salón, tengo la sensación de que todos los años que nos separan se han plegado como un acordeón y que el tiempo se ha vuelto tan fino como una fotografía o una postal, de modo que la más luminosa reliquia de mi infancia está aquí a mi lado, cogiéndome la mano y llamándome por mi nombre. Nuestro nombre. Noto que algo encaja en su sitio con un chasquido. Un tajo abierto tiempo atrás que vuelve a cerrarse. Y siento una suave sacudida en el pecho, el latido amortiguado de otro corazón que arranca de nuevo junto al mío.
En la butaca, baba se incorpora sobre los codos. Se frota los ojos y nos mira.
—¿Qué estáis tramando, chicas?
Sonríe.
Otra cancioncilla infantil, esta vez sobre el puente de Aviñón.
Pari me la canturrea.
Sur le pont d’Avignon
l’on y danse, l’on y danse,
sur le pont d’Avignon
l’on y danse tous en rond.
—Maman me la enseñó cuando era pequeña —explica, y se ciñe más la bufanda para protegerse de una ráfaga de viento helado. Hace muchísimo frío pero el cielo está azul y brilla el sol. Sus rayos inciden sesgados en el gris metálico del Ródano y quiebran su superficie convirtiéndola en pequeños fragmentos de luz—. Todos los niños franceses conocen esta canción.
Estamos sentadas en un banco de madera de cara al agua. Mientras ella me traduce las palabras, contemplo maravillada la ciudad al otro lado del río. He descubierto hace muy poco mi propia historia, y me asombra encontrarme en un lugar que rezuma tanta, tan bien documentada y preservada. Es milagroso. En esta ciudad, todo lo es. Me admira la claridad del aire, el viento que surca el río y arroja sus aguas contra las pedregosas riberas, la luz abundante y suntuosa que parece llegar de todas partes. Desde el banco del parque, distingo las antiguas murallas que rodean el antiquísimo centro y su maraña de callejas tortuosas, la torre occidental de la catedral de Aviñón, con la estatua dorada de la Virgen María refulgiendo en la cúspide.
Pari me cuenta la historia del puente, la del joven pastor del siglo XII a quien, supuestamente, los ángeles le habían dado instrucciones de construir un puente en el río y que, como prueba de que decía la verdad, levantó una piedra gigantesca para arrojarla a las aguas. Me habla de los barqueros del Ródano, que subían al puente a venerar a su patrono san Nicolás, y de las crecidas que a lo largo de los siglos erosionaron los arcos hasta hacerlos desplomarse. Pari me cuenta todo eso con la misma enérgica inquietud de unas horas antes, cuando me ha llevado a recorrer el Palacio de los Papas: se quitaba los auriculares para señalarme un fresco o me daba leves codazos para que me fijara en un cuadro o vitral interesantes o en una bóveda de crucería.
En el exterior del palacio papal, iba hablando casi sin parar, soltándome una retahíla de santos, papas y cardenales, mientras paseábamos por la plaza de la catedral entre palomas, turistas, vendedores africanos de pulseras y relojes de imitación con vistosas túnicas, y un joven músico con gafas y sentado en un cajón de manzanas que tocaba Bohemian Rhapsody a la guitarra acústica. No la recuerdo tan locuaz en la visita que nos hizo, y me da la sensación de que es una táctica dilatoria, como si describiéramos círculos en torno a lo que quiere hacer —a lo que vamos a hacer—, y toda esta palabrería fuera también una especie de puente.
—Pero no tardarás en ver un puente de verdad —me dice—. Cuando llegue todo el mundo. Iremos todos al Pont du Gard. ¿Lo conoces? ¿No? Oh la la. C’est vraiment merveilleux. Es un acueducto que construyeron los romanos en el siglo primero, para llevar agua de Eure a Nimes. ¡Cincuenta kilómetros! Es una obra maestra de la ingeniería, Pari.
Llevo cuatro días en Francia, y dos en Aviñón. Pari y yo cogimos el TGV en un gélido y nublado París, y al bajar nos encontramos con un cielo despejado, un viento cálido y todo un coro de cigarras en cada árbol. Al llegar a la estación pasamos apuros para sacar mi equipaje del tren, y conseguí bajarme por los pelos, un instante antes de que las puertas se cerraran detrás de mí con un resoplido. Tomo nota mentalmente para contarle a baba que tres segundos más y habría acabado en Marsella.
—¿Cómo está? —me preguntó Pari en París, en el taxi del aeropuerto Charles de Gaulle a su apartamento.
—Va cuesta abajo —contesté.
Baba vive ahora en una residencia para ancianos. Cuando visité el centro por primera vez, la directora, una mujer llamada Penny, alta, delicada y con rizos pelirrojos, me enseñó las instalaciones, me dije que no estaba tan mal. Y lo dije en voz alta:
—Esto no está tan mal.
Todo estaba limpio, y los ventanales daban a un jardín donde, según Penny, celebraban una merienda todos los miércoles a las cuatro y media. El vestíbulo olía levemente a canela y pino. Los miembros del personal me parecieron atentos, pacientes y competentes; ahora los conozco a casi todos por su nombre. Había imaginado ancianas arrugadas y con pelillos en la barbilla babeando, hablando solas, pegadas a la pantalla del televisor. Pero la mayoría de los residentes que vi no eran muy viejos, y muchos ni siquiera estaban en silla de ruedas.
—Supongo que esperaba algo peor —añadí.
—¿De verdad? —repuso Penny con una risita simpática y profesional.
—Qué grosería acabo de decir, lo siento.
—No, en absoluto. Somos muy conscientes de la imagen que la mayoría de gente tiene de estos sitios. —Y entonces, con sobrio tono de cautela, miró por encima del hombro y añadió—: Por supuesto, éste es el pabellón de movilidad asistida. Por lo que me ha contado de su padre, no estoy segura de que encaje muy bien aquí. Supongo que el pabellón de la memoria sería más apropiado para él. Ya hemos llegado.
Utilizó una tarjeta magnética para entrar. Allí no olía a canela ni a pino. Se me encogieron las entrañas y mi primer instinto fue darme la vuelta y salir de allí. Penny me dio un leve apretón en el brazo. Su mirada irradiaba ternura. Me esforcé en soportar el resto del recorrido, atenazada por un tremendo sentimiento de culpa.
La víspera de mi viaje a Europa, fui a ver a baba. Crucé el vestíbulo en el pabellón de movilidad asistida y saludé con la mano a Carmen, la chica de Guatemala que contesta al teléfono. Pasé ante la sala social, abarrotada de ancianos que escuchaban a un cuarteto de cuerda formado por estudiantes de instituto con atuendo formal, ante la sala polivalente con sus ordenadores, bibliotecas y juegos de dominó, y por fin ante el tablón con su despliegue de consejos y anuncios. «¿Sabía que la soja le ayuda a reducir el colesterol?» «¡No olvide la hora de Rompecabezas y Reflexión este martes a las 11!»
Entré en la zona restringida. Al otro lado de esa puerta no celebran meriendas, ni hay bingo. Ahí nadie empieza la mañana haciendo tai chi. Fui a la habitación de baba, pero no estaba. Le habían hecho la cama, el televisor estaba apagado y sobre la mesita de noche había un vaso con dos dedos de agua. Sentí cierto alivio. Detesto verlo en la cama con una mano bajo la almohada y mirándome con esos ojos vacíos.
Lo encontré en la sala recreativa, hundido en una silla de ruedas ante el ventanal que da al jardín. Llevaba un pijama de franela y la gorra nueva. Le cubría el regazo lo que Penny llama «delantal para inquietos», que tiene cordeles para trenzar y botones para abrochar y desabrochar. Según Penny, ayuda a que los dedos se mantengan ágiles.
Le di un beso en la mejilla y acerqué una silla. Lo habían afeitado y peinado. La cara le olía a jabón.
—Bueno, mañana es el gran día —dije—. Me voy a Francia, a visitar a Pari. ¿Recuerdas que te lo conté?
Baba parpadeó. Ya antes del infarto cerebral había empezado a retraerse y se sumía en largos silencios durante los que parecía desconsolado. Pero, desde el derrame, su rostro se ha vuelto una máscara, la boca se ha congelado en una perpetua sonrisita educada y torcida que sus ojos nunca comparten. No ha dicho una sola palabra desde entonces. A veces sus labios se abren y emite un áspero sonido, algo parecido a «aaah», con una leve subida de tono al final para indicar sorpresa, como si mis palabras hubiesen provocado en él una revelación.
—Nos encontraremos en París y luego cogeremos el tren a Aviñón. Es una ciudad en el sur de Francia. En el siglo XIV vivían allí los papas. Haremos un poco de turismo. Pero lo mejor es que Pari les ha hablado a sus hijos de mi visita, y van a venir todos.
Baba seguía con su sonrisita, como hizo la semana anterior cuando Héctor vino de visita, como hizo cuando le enseñé el formulario de solicitud de ingreso para la Facultad de Bellas Artes y Humanidades de San Francisco.
—Tu sobrina Isabelle y su marido Albert tienen una casa en la Provenza, cerca de un sitio que se llama Les Baux. Lo he buscado en internet, baba. Es un pueblecito precioso. Está emplazado sobre roca caliza en los montes Alpilles. Se pueden visitar las ruinas de un castillo medieval y contemplar desde allí las llanuras y los huertos de frutales. Sacaré muchas fotos y te las enseñaré a la vuelta.
Cerca, una anciana en albornoz deslizaba de aquí para allá las piezas de un rompecabezas. En la mesa de al lado, otra mujer de sedoso cabello blanco trataba de disponer tenedores, cucharas y cuchillos de mantequilla en un cubertero. En la gran pantalla del televisor en el rincón, Ricky y Lucy se peleaban con las muñecas unidas por unas esposas.
—Aaaah —musitó baba.
—Tu sobrino Alain y su esposa Ana llegarán de España con sus cinco hijos. No sé los nombres de todos, pero pronto lo haré. Y también vendrá Thierry, tu otro sobrino e hijo de Pari. Ella está encantada porque lleva años sin verlo ni hablar con él. Thierry va a pedir un permiso en su trabajo en África para poder volar a Francia. Así que va a ser una gran reunión familiar.
Antes de irme volví a besarlo en la mejilla. Dejé la cara en contacto con la suya unos instantes, acordándome de cuando iba a buscarme al parvulario y luego íbamos los dos a Denny’s a recoger a mamá del trabajo. Nos sentábamos en un reservado, esperando a que ella acabara la jornada, y yo me comía el helado que el jefe me ponía siempre y le enseñaba a baba los dibujos que había hecho ese día. Con cuánta paciencia examinaba cada uno de ellos, asintiendo con cara de concentración.
Baba siguió esbozando su sonrisita.
—Ah, casi se me olvida.
Me incliné para llevar a cabo nuestro ritual de despedida: mis dedos fueron de sus mejillas a la arrugada frente y las sienes, y luego recorrieron el cabello cano y ralo y las costras del cuero cabelludo hasta detrás de las orejas, arrancándole malos sueños de la cabeza. Abrí el saco invisible, dejé caer en él todas las pesadillas y anudé el cordel.
—Ya está.
Baba profirió un sonido gutural.
—Felices sueños, baba. Hasta dentro de dos semanas. —Entonces me di cuenta de que nunca habíamos pasado tanto tiempo separados.
Cuando me alejaba, tuve la sensación de que él me miraba, pero al volver la cabeza vi que tenía la cabeza gacha y jugueteaba con un botón del delantal para inquietos.
Pari está hablando de la casa de Isabelle y Albert. Me ha enseñado fotografías de ella. Es una preciosa granja provenzal restaurada, de piedra, situada en lo alto del macizo de Luberon, con árboles frutales, una galería en la entrada, baldosas de terracota y vigas vistas.
—En la foto que te enseñé no se aprecia, pero tiene una vista magnífica de las montañas de Vaucluse.
—¿Y cabremos todos? Me parece mucha gente para una granja.
—Plus on est de fous, plus on rit. Como decís vosotros, cuantos más seamos...
—... mejor lo pasaremos.
—Ah voilà. C’est ça.
—¿Y los niños? ¿Dónde van a...?
—¿Pari?
Me vuelvo hacia ella.
—Dime.
Suelta un profundo suspiro.
—Ya puedes dármelo.
Asiento y me agacho para hurgar en el bolso entre mis pies.
Supongo que debería haberlo encontrado meses antes, cuando trasladé a baba a la residencia, pero para meter toda su ropa sólo necesité la primera de las tres maletas que había en el armario del recibidor. Más tarde me armé por fin de valor y vacié el dormitorio de mis padres. Arranqué el viejo empapelado y pinté las paredes. Quité la cama de matrimonio y el tocador de mi madre con su antiguo espejo ovalado, saqué de los armarios los trajes de mi padre y los vestidos y blusas de mi madre guardados en fundas de plástico. Los dejé en un montón en el garaje para hacer un par de viajes a la tienda benéfica del barrio. Trasladé mi escritorio a la habitación de mis padres, que es ahora mi despacho, y que utilizaré para estudiar cuando empiecen las clases en otoño. También vacié el baúl a los pies de mi cama. Metí en una bolsa de basura mis viejos juguetes, los vestidos de niña, las sandalias y zapatillas de deporte que se me habían quedado pequeñas. Ya no soportaba ver todas aquellas tarjetas de cumpleaños y del día del Padre o de la Madre que había hecho para ellos. No podía dormir sabiendo que estaban ahí, a mis pies. Era demasiado doloroso.
Cuando vacié por fin el armario del recibidor, al sacar las dos maletas restantes, oí moverse algo en el interior de una de ellas. Descorrí la cremallera y me encontré con un paquete envuelto en grueso papel de embalar. Tenía un sobre sujeto con cinta adhesiva, en el que ponía en inglés «Para mi hermana Pari». Reconocí de inmediato la letra de baba, la misma de mis tiempos en el Abe’s Kebab House, cuando me tocaba recoger los pedidos que él apuntaba junto a la caja.
Ahora le tiendo a Pari ese mismo paquete, todavía sin abrir.
Ella lo contempla en su regazo y acaricia las palabras garabateadas en el sobre. En la otra ribera del río empiezan a tañer las campanas. Sobre una roca que sobresale del agua, un pájaro picotea las entrañas de un pez muerto.
Pari hurga en el bolso.
—J’ai oublié mes lunettes —dice—. No he cogido las gafas.
—¿Te la leo yo?
Trata de arrancar el sobre del paquete, pero sus manos están hoy muy torpes, y al cabo de un pequeño forcejeo acaba tendiéndomelo. Despego el sobre y lo abro. Despliego la nota que contiene.
—Está escrita en farsi.
—Pero tú lo entiendes, ¿no? —dice Pari con cara de preocupación—. Puedes traducírmela.
—Sí —contesto, y siento una punzada de alegría y agradecimiento, aunque tardío, por todas las tardes de los martes que baba me había llevado a Campbell a clases de farsi.
Pienso en él, tan desmejorado y perdido, avanzando a trompicones por un desierto, dejando un rastro con todos los brillantes pedacitos que la vida le ha ido arrancando.
Sujeto la nota con fuerza para que no se la lleve el viento. Le leo a Pari las escasas frases garabateadas en ella.
—«Me dicen que debo adentrarme en unas aguas en las que no tardaré en ahogarme. Antes de que lo haga, te dejo esto en la orilla. Rezo para que lo encuentres, hermana, para que sepas qué llevaba en el corazón cuando me hundía.»
Doblo la nota, y después vuelvo a abrirla. Lleva una fecha: «Agosto de 2007.»
—Agosto de 2007 —digo—. Fue cuando le diagnosticaron la enfermedad. —Tres años antes de que yo tuviera siquiera noticias de Pari.
Pari asiente enjugándose las lágrimas con la palma. Pasa una pareja joven pedaleando en un tándem: la chica va delante, rubia, delgada y sonrosada; el chico lleva el pelo a lo rastafari y es de piel café con leche. A un par de metros de nosotras, sentada en la hierba, una adolescente con minifalda de cuero negro habla por el móvil mientras sujeta la correa de un diminuto terrier gris marengo.
Pari me tiende el paquete para que lo abra. Dentro hay una vieja lata de té. La tapa tiene la desvaída imagen de un indio con barba y larga túnica roja. Sostiene una humeante taza de té como si fuera una ofrenda. El vapor de la taza ya casi no se ve, y la mayor parte del rojo de la túnica se ha vuelto rosa. Levanto la tapa. La lata está llena de plumas, de todas las formas y colores. Las hay verdes, pequeñas y tupidas; rojizas, largas y de cañones negros; una de color melocotón, posiblemente de un ánade real, con reflejos morados; marrones con manchas oscuras en las barbas interiores, una verde de pavo real con un gran ojo en la punta.
—¿Sabes qué significan? —le pregunto a Pari.
Ella niega con la cabeza; le tiembla la barbilla. Me quita la caja de las manos para hurgar en su interior.
—No. Sólo sé que cuando Abdulá y yo nos separamos, cuando nos perdimos el uno al otro, a él le dolió mucho más que a mí. Yo tuve más suerte, porque me protegió mi corta edad. J’ai pu oublier. Al menos pude olvidar; él no. —Coge una pluma y se acaricia la muñeca, mirándola como quien espera que cobre vida y salga volando—. No sé qué significado tiene esta pluma, no conozco su historia. Pero sí sé que significa que él pensaba en mí. Todos estos años, él se acordaba de mí.
Le rodeo los hombros mientras llora quedamente. Contemplo el río, los árboles bañados de sol, el agua que fluye presurosa bajo el puente de Saint-Bénezet, el de la canción infantil. En realidad no es más que medio puente, pues sólo quedan cuatro de los arcos originales. Se interrumpe en el centro del río. Como si se hubiera tendido para reunirse con la otra mitad y se hubiera quedado corto.
Por la noche, en el hotel, permanezco despierta en la cama observando cómo se abigarran las nubes en torno a la gran luna llena que pende ante la ventana. Oigo el resonar de tacones en los adoquines. Risas y charla. Ciclomotores que pasan. Del restaurante de enfrente me llega el tintineo de las copas. Las lejanas notas de un piano surcan el aire hasta mi ventana y mis oídos.
Me doy la vuelta y observo a Pari dormir profundamente a mi lado. Se ve pálida a la luz de la luna. Veo a baba en su rostro, a un baba joven, esperanzado y feliz, como era antes, y sé que volveré a encontrarlo siempre que la mire a ella. Pari es sangre de mi sangre. Y no tardaré en conocer a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y mi sangre circula también en las venas de todos ellos. No estoy sola. Una súbita felicidad me pilla completamente desprevenida. La siento cosquillear dentro de mí, y los ojos se me llenan de lágrimas de gratitud y esperanza.
Mientras contemplo dormir a Pari, pienso en el ritual nocturno que teníamos baba y yo, en aquel juego de arrancarnos las pesadillas para sustituirlas por sueños felices. Recuerdo el sueño que le daba yo a él. Con cautela, para no despertarla, apoyo suavemente la palma de una mano en su frente. Cierro los ojos.
Es por la tarde y brilla el sol. Vuelven a ser niños, hermano y hermana, tiernos, inocentes y robustos. Están tendidos en la hierba crecida, a la sombra de un manzano rebosante de flores. Notan la hierba cálida bajo la espalda y el sol motea sus rostros a través de las flores en movimiento. Descansan uno junto al otro, soñolientos y satisfechos, él con la cabeza apoyada en una gruesa raíz, ella en el abrigo doblado que él le ha puesto como almohada. Con los párpados entornados, ella observa un mirlo posado en una rama. Una corriente de aire fresco se cuela entre las hojas.
Ella se vuelve para mirarlo, su hermano mayor, su aliado en todo, pero el rostro de él está demasiado cerca y no puede verlo entero. Sólo la frente, la línea de la nariz, la curva de las pestañas. Pero no le importa. Le basta con tenerlo muy cerca, a su lado, su hermano, mientras el sueño se apodera de ella lentamente, la envuelve en una ola de calma absoluta. Cierra los ojos. Se deja llevar, sin preocupaciones, todo es luz y claridad, en perfecta armonía.