La enfermera, que se llama Amra Ademovic, ha puesto sobre aviso a Idris y Timur. En un aparte, les ha dicho con su fuerte acento:
—Si nota vuestra reacción, por sutil que sea, ella se llevará un disgusto y yo os echaré a la calle. ¿Entendido?
Se encuentran al final de un largo pasillo en penumbra, en el ala de pacientes masculinos del hospital de Wazir Akbar Khan. Amra explicó que el único pariente que le quedaba a la chica —el único que iba a verla— era su tío, y no podría visitarla si estaba ingresada en el ala femenina. Así que la instalaron en el ala masculina, no en una habitación —se habría considerado indecente que compartiera una con hombres que no eran familia suya— sino allí, al final del pasillo, en tierra de nadie.
—Y yo que creía que los talibanes se habían ido —observa Timur.
—Es de locos, ¿verdad? —dice Amra, y suelta una risita de perplejidad.
Desde que ha vuelto a Kabul, hace una semana, Idris ha comprobado que ese tono de desenfadada exasperación es habitual entre los cooperantes extranjeros que han tenido que adaptarse a los inconvenientes y peculiaridades de la idiosincrasia afgana. Le resulta vagamente ofensivo que se permitan burlarse alegremente de su cultura, mostrarse condescendientes, por más que sus compatriotas no parezcan percatarse de ello, ni tomárselo a mal en caso contrario, por lo que seguramente él tampoco debería hacerlo.
—Pero a ti sí te dejan entrar. Tú vienes y vas —señala Timur.
Amra arquea una ceja.
—Yo no cuento. No soy afgana, así que es como si no fuera mujer. No me digas que no lo sabías.
Timur sonríe, sin darse por aludido.
—Amra... ¿Es un nombre polaco?
—Bosnio. Recordad, nada de caras raras. Esto es un hospital, no el zoo. Me lo habéis prometido —recalca con su acento eslavo.
—Sí, te lo hemos prometido —repite Timur, remedando su pronunciación.
Idris mira de reojo a la enfermera, temeroso de que tales confianzas, ciertamente imprudentes y del todo innecesarias, puedan ofenderla, pero al parecer Timur ha vuelto a salirse con la suya. A Idris le fastidia ese don de su primo, tanto como lo envidia. Timur siempre le ha parecido tosco, carente de imaginación y sutileza. Sabe que engaña a su mujer y al fisco. Es propietario de una empresa inmobiliaria en Estados Unidos y a Idris no le cabe duda de que está metido hasta el cuello en algún tipo de estafa relacionada con la concesión de hipotecas. Pero Timur es extremadamente sociable, y sus faltas siempre resultan redimidas por su buen humor, una irrefrenable simpatía y un aire inocente con el que cautiva a cuantos lo conocen. El atractivo físico también ayuda: cuerpo atlético, ojos verdes, hoyuelos al sonreír. Timur, opina Idris, es un hombre adulto que disfruta de los mismos privilegios que un niño.
—Bien —dice Amra—. Vamos allá.
Aparta la sábana que alguien ha fijado al techo a modo de improvisada cortina y los hace pasar.
La niña —Roshi, la ha llamado Amra, un diminutivo de Roshana— aparenta nueve años, a lo sumo diez. Está sentada en una cama con armazón metálico, tiene la espalda apoyada contra la pared y las rodillas flexionadas contra el pecho. Idris baja la vista al instante y reprime una exclamación. Como era de prever, Timur es incapaz de semejante alarde de contención. Chasquea la lengua y dice «oh, oh, oh» una y otra vez, en un sonoro y apenado susurro. Idris mira a Timur de soslayo y no le sorprende ver sus ojos arrasados en teatrales y temblorosas lágrimas.
La niña se remueve y emite una especie de gruñido.
—Muy bien, se acabó. Nos vamos —ordena Amra con dureza.
Fuera, en los ruinosos escalones de la entrada, la enfermera saca un paquete de Marlboro del bolsillo del uniforme azul claro. Timur, cuyas lágrimas se han desvanecido con la misma rapidez con que habían brotado, acepta un cigarrillo y enciende ambos, el de Amra y el suyo. Idris está mareado, tiene el estómago revuelto. Se nota la boca reseca. Teme vomitar y ponerse en evidencia, confirmando así la opinión que Amra tiene de él, de ambos: exiliados que vienen con los bolsillos llenos y los ojos como platos a regodearse en la desgracia ajena, ahora que los hombres del saco se han ido.
Idris esperaba que Amra los regañara, o por lo menos a Timur, pero sus palabras suenan más a flirteo que a reproche. Tal es el efecto que ejerce Timur sobre las mujeres.
—¿Y bien? —dice con coquetería—, ¿qué tienes que decir en tu defensa... Timur?
En Estados Unidos, Timur se hace llamar Tim. Se cambió el nombre tras el 11-S y sostiene que desde entonces vende casi el doble. Según le ha asegurado a Idris, esas dos letras de menos le han reportado más beneficios que ningún título universitario, en el supuesto de que hubiese ido a la universidad. Pero no lo hizo; Idris es el intelectual de la familia Bashiri. Sin embargo, desde que han llegado a Kabul, Idris lo ha oído presentarse como Timur a secas. Se trata de una duplicidad inofensiva, y podría considerarse incluso necesaria. Pero le irrita.
—Te pido disculpas por lo que ha pasado ahí dentro —dice Timur.
—Puede que te castigue.
—Tranquila, gatita.
Amra se vuelve hacia Idris.
—Así que él es un vaquero y tú... tú eres el callado, el sensible. Eres... cómo se dice... ¿el introvertido?
—Idris es médico —señala Timur.
—¿De veras? Pues te habrás quedado con los pelos de punta, después de ver este hospital.
—¿Qué le ha pasado? —pregunta Idris—. A Roshi, me refiero. ¿Quién le ha hecho eso?
El rostro de Amra se endurece. Cuando habla, lo hace en un tono de maternal determinación.
—Yo he luchado por ella. He luchado contra el gobierno, la burocracia hospitalaria, el capullo del neurocirujano. He luchado por ella una y otra vez. Y no pienso rendirme. No tiene a nadie más.
—Creía que le quedaba un tío —señala Idris.
—Otro capullo. —Sacude la ceniza del cigarrillo—. Y bien, ¿por qué habéis vuelto, chicos?
Timur toma la palabra. En términos generales, lo que dice es más o menos cierto. Que son primos, que las familias de ambos huyeron del país tras la invasión soviética, que pasaron un año en Pakistán antes de instalarse en California a principios de los ochenta. Que no habían pisado suelo afgano desde hacía veinte años. Pero luego añade que han vuelto para «recuperar sus raíces», para «tomar contacto con la realidad» y «ser testigos» de las terribles secuelas de tantos años de guerra y destrucción. Quieren volver a Estados Unidos, dice, para despertar conciencias y recabar fondos, para aportar su granito de arena.
—Queremos aportar nuestro granito de arena —dice, pronunciando la manida frase con tal convicción que Idris siente vergüenza.
Huelga decir que en su relato Timur no revela el verdadero motivo de su regreso a Kabul: han venido a reclamar la propiedad que pertenecía a sus padres, la casa en que Idris y él vivieron los primeros catorce años de su vida. El valor del inmueble se ha disparado, ahora que miles de cooperantes extranjeros llegan a Kabul y necesitan un lugar donde vivir.
Han estado ese mismo día en la casa, que ahora acoge a un variopinto y fatigado grupo de soldados de la Alianza del Norte. Cuando ya se marchaban, se han cruzado con un hombre de mediana edad que vive tres casas más allá, al otro lado de la calle, un cirujano plástico griego llamado Markos Varvaris, que los ha invitado a almorzar y se ha ofrecido para enseñarles el hospital de Wazir Akbar Khan, donde la ONG para la que trabaja tiene una delegación. También los ha invitado a una fiesta que se celebrará esa misma noche. Sólo han sabido de la existencia de la chica a su llegada al hospital, cuando han oído a dos camilleros hablar de ella en los escalones de entrada. Timur ha dado un codazo a su primo y le ha dicho:
—Hermano, tenemos que ir a echar un vistazo.
Amra parece aburrirse con el relato de Timur. Arroja la colilla al suelo y ciñe la goma elástica del moño con que se ha recogido el pelo rubio y ondulado.
—¿Qué, nos veremos en la fiesta esta noche?
El padre de Timur, tío de Idris, era quien los había mandado a Kabul. La casa familiar de los Bashiri había cambiado de manos varias veces en las dos últimas décadas de guerra. Haría falta tiempo y dinero para restablecer la legítima propiedad del inmueble. Los juzgados del país ya estaban atascados por miles de casos de disputas como aquélla. El padre de Timur les había dicho que tendrían que «maniobrar» a través de la densa y pesada burocracia afgana, un eufemismo para decir que tendrían que sobornar a los funcionarios adecuados.
—De eso me encargo yo —había dicho Timur, como si hiciera falta que lo dijera.
El padre de Idris había fallecido diez años antes, tras una larga lucha contra el cáncer. Murió en su casa, con su mujer, sus dos hijas e Idris junto a su lecho. Aquel día una multitud invadió la casa, tíos, primos, amigos y conocidos que se sentaron en los sofás y sillas del comedor, y cuando ya no quedó un solo asiento, en el suelo y la escalera. Las mujeres se reunieron en el comedor y la cocina y prepararon un termo de té tras otro. Idris, como único hijo varón, tuvo que firmar todos los papeles: para el médico que acudió a examinar a su padre y certificar el deceso, y para los educados hombres de la funeraria que llegaron con una camilla para llevarse el cuerpo.
Timur no se movió de su lado. Ayudó a Idris a contestar las llamadas telefónicas. Recibió al ingente número de personas que acudieron a presentar sus respetos. Pidió arroz y cordero al Abe’s Kebab House, un cercano restaurante afgano propiedad de un amigo de Timur, Abdulá, a quien Timur llamaba en broma tío Abe. Se ocupó de aparcar los coches de los visitantes ancianos cuando empezó a llover. Llamó a un amigo que trabajaba en la televisión afgana —a diferencia de Idris, Timur tenía buenos contactos en la comunidad afgana; según le había comentado a Idris, en la agenda de su móvil había más de trescientos nombres y números— y organizó que aquella misma noche se emitiera un comunicado televisivo.
Por la tarde, Timur llevó a Idris a la funeraria de Hayward. Para entonces llovía a cántaros y el tráfico en la autopista 680 en dirección norte era lento.
—Tenías un padre de primera, hermano. Era de los que ya no hay —dijo Timur con voz cascada mientras cogía el carril de salida del boulevard Mission. No cesaba de enjugarse las lágrimas con la palma de la mano libre.
Idris asintió con tristeza. Nunca había podido llorar en presencia de otras personas aunque tocara, como en los funerales. Lo consideraba una desventaja leve, como el daltonismo. Aun así y por irracional que fuera, sentía cierto rencor hacia Timur por quitarle protagonismo con sus idas y venidas y sus dramáticos sollozos. Como si el finado fuera su propio padre.
Los acompañaron hasta una habitación tranquila y tenuemente iluminada, con muebles grandes y pesados en tono oscuro. Los recibió un hombre de mediana edad con chaqueta negra y peinado con raya en medio. Olía a café caro. Con tono profesional, le dio el pésame a Idris y lo hizo firmar el formulario de autorización para el sepelio. Le preguntó cuántas copias desearía tener la familia del certificado de defunción. Una vez firmados todos los papeles, dejó delante de Idris, con mucho tacto, un folleto con el título de «Lista General de Precios». Idris lo abrió.
El director de la funeraria se aclaró la garganta.
—Estos precios, por supuesto, no se aplican si su padre era miembro de la mezquita afgana de Mission. Estamos asociados con ellos. Si es el caso, lo pagarían todo, los servicios completos. No tendría usted que pagar nada.
—Pues no tengo ni idea de si era miembro o no —repuso Idris. Sabía que su padre había sido un hombre religioso, pero privadamente. Rara vez asistía a la oración de los viernes.
—¿Les concedo unos minutos? Podrían llamar a la mezquita.
—No, amigo. No hace falta —intervino Timur—. No era miembro.
—¿Está seguro?
—Sí. Recuerdo haberlo hablado con él.
—Bien —contestó el director de la funeraria.
Una vez fuera, fumaron un cigarrillo junto al todoterreno. Había parado de llover.
—Un robo a mano armada —comentó Idris.
Timur escupió en un turbio charco de agua de lluvia.
—Vaya negocio que es la muerte. Hay que admitirlo. Siempre hay demanda. Joder, es mejor que vender coches.
En aquel momento, Timur era copropietario de un negocio de coches de segunda mano. Había ido de mal en peor hasta que Timur se hizo cargo de él junto con un amigo. En menos de dos años lo había convertido en una empresa rentable. Un hombre que se ha hecho a sí mismo, solía decir el padre de Idris de su sobrino. Idris, entretanto, se sacaba un salario de esclavo como internista residente, en su segundo curso de Medicina en la Universidad de California, en Davis. Su esposa desde hacía un año, Nahil, trabajaba treinta horas semanales como secretaria en un bufete de abogados mientras estudiaba para las pruebas de acceso a la facultad de Derecho.
—Esto es un préstamo —dijo Idris—. Lo entiendes, ¿no, Timur? Pienso devolvértelo.
—Tranquilo, hermano. Lo que tú digas.
No sería la primera vez ni la última que Timur acudía en ayuda de Idris. Cuando éste se casó, el regalo de boda de Timur fue un flamante Ford Explorer. Cuando Idris y Nahil compraron un apartamento en Davis, Timur fue uno de los avalistas del préstamo. En la familia, Timur era el favorito de los niños, de lejos. Si Idris tuviera que hacer alguna vez «una sola llamada», probablemente sería a Timur a quien telefonearía.
Y sin embargo...
Idris descubrió, por ejemplo, que toda la familia estaba al corriente de lo del aval del préstamo: Timur lo había ido contando. Y en la boda, Timur interrumpió la música y a la cantante para anunciar una cosa, y entonces a Idris y Nahil les entregaron las llaves del Explorer con gran ceremonia, en una bandeja de plata, ante un público encantado y en medio de los flashes de las cámaras. De ahí surgían los recelos de Idris, de tanto bombo y platillo, de la ostentación, la teatralidad sin escrúpulos, las bravuconadas. No le gustaba pensar así de su primo, pero tenía la sensación de que Timur era un hombre que redactaba sus propias notas de prensa, y sospechaba que su generosidad era un elemento más del complejo personaje que había creado para sí mismo.
Una noche, Idris y Nahil tuvieron una discusión sobre él cuando cambiaban las sábanas de la cama.
—Todo el mundo quiere caerles bien a los demás —dijo ella—. ¿Tú no?
—Vale, pero yo no pagaría por ese privilegio.
Ella le dijo que estaba siendo injusto, y desagradecido también, después de todo lo que Timur había hecho por ellos.
—No lo entiendes, Nahil. Sólo digo que es de mal gusto pegar tus buenas obras en un tablón de anuncios. Lo correcto es hacerlas sin armar revuelo, con dignidad. La generosidad es algo más que firmar cheques en público.
—Bueno —concluyó Nahil sacudiendo la sábana con brusquedad—, pues ayuda lo suyo, cariño.
—Hermano, me acuerdo de este sitio —dice Timur alzando la vista hacia la casa—. ¿Cómo se llamaba el dueño?
—Wahdati, creo —responde Idris—. Se me ha olvidado el nombre de pila. —Piensa en las incontables ocasiones en que habían jugado allí de niños, en la calle frente a esa verja, y sólo ahora, décadas después, entran por él por primera vez.
—El Señor y sus designios —murmura Timur.
Se trata de una casa corriente de dos plantas. En el barrio de Idris en San José habría concitado las iras de la comunidad de propietarios, pero según los criterios de Kabul es una propiedad de lujo, con un amplio sendero de entrada, una verja metálica y altos muros. Cuando un guardia armado los conduce al interior, Idris comprueba que, como tantas cosas en Kabul, la casa conserva vestigios de un antiguo esplendor bajo los destrozos de que ha sido objeto, y de los que hay abundantes pruebas: orificios de bala y grietas zigzagueantes en las paredes manchadas de hollín, ladrillos expuestos en amplias zonas de enlucido desprendido, arbustos resecos en el sendero, árboles pelados en el jardín, césped amarillento. Más de la mitad de la galería que da al jardín trasero ha desaparecido. Pero como ocurre también con tantas cosas en Kabul, Idris ve indicios de un lento y vacilante renacimiento. Alguien ha empezado a pintar la casa, ha plantado rosales en el jardín, ha reconstruido, aunque con cierta torpeza, un pedazo que faltaba en el muro que mira al este. Hay una escalera de mano apoyada contra un lado de la casa, lo que lleva a Idris a pensar que están reparando el tejado. Las obras para restituir la parte desaparecida de la galería parecen haber dado comienzo.
Se encuentran con Markos en el vestíbulo. Tiene cabello cano con entradas y ojos azul claro. Lleva ropa afgana de color gris y una kufiyya a cuadros blancos y negros ceñida con elegancia al cuello. Los hace pasar a una habitación ruidosa y llena de humo.
—Tengo té, vino y cerveza. ¿O preferís algo más fuerte?
—Indícame dónde y ya sirvo yo —repuso Timur.
—Vaya, me caes bien. Allí, junto al equipo de música. No hay peligro con el hielo, por cierto. Está hecho con agua embotellada.
—Gracias a Dios.
Timur se halla en su elemento en esta clase de reuniones, e Idris no puede evitar cierta admiración ante la soltura con que se comporta, los comentarios ingeniosos que hace sin esfuerzo, el encanto y la seguridad que derrocha. Lo sigue hasta el bar, donde Timur sirve copas para los dos de una botella rojo rubí.
Unos veinte invitados están sentados en cojines por toda la habitación. Una alfombra afgana rojo burdeos cubre el suelo. La decoración es sobria, de buen gusto, una muestra más de lo que Idris considera «el estilo chic de los expatriados». Un CD de Nina Simone suena a bajo volumen. Todos beben y casi todos fuman, y hablan de la nueva guerra en Iraq, de lo que supondrá para Afganistán. En un televisor en el rincón se ve el canal internacional de la CNN, sin volumen. Una imagen nocturna de Bagdad en plena operación Shock and Awe se ilumina con constantes fogonazos verdes.
Una vez se han hecho con sendos vodkas con hielo, se les une Markos con un par de jóvenes alemanes de aspecto serio que trabajan para el Programa Mundial de Alimentos. Como muchos de los cooperantes que Idris ha conocido en Kabul, le resultan ligeramente intimidantes, curtidos, muy difíciles de impresionar con nada.
—Qué casa tan bonita —le comenta a Markos.
—Pues díselo al dueño.
Markos cruza la habitación y vuelve con un anciano delgado que aún conserva una espesa mata de pelo entrecano peinado hacia atrás. Lleva una barba cuidadosamente recortada y tiene las mejillas hundidas de quienes han perdido prácticamente toda la dentadura. Viste un raído traje verde aceituna que le queda grande y que debió de estar de moda en los años cuarenta. Markos le sonríe con afecto.
—¿Nabi yan? —exclama Timur, y de pronto Idris lo reconoce también.
El anciano les devuelve la sonrisa con timidez.
—Discúlpenme, ¿nos conocemos?
—Soy Timur Bashiri —se presenta en farsi—. ¡Mi familia vivía en la misma calle que usted!
—Dios mío —musita el anciano—. ¿Timur yan? Y tú debes de ser Idris yan.
Idris asiente con la cabeza, sonriendo.
Nabi los abraza a los dos. Los besa en la mejilla, todavía sonriente, y los mira con cara de incredulidad. Idris se acuerda de Nabi empujando a su patrón, el señor Wahdati, calle arriba y calle abajo en una silla de ruedas. A veces aparcaba la silla en la acera para verlos jugar al fútbol con los niños del vecindario.
—Nabi yan vive en esta casa desde 1947 —interviene Markos rodeando los hombros del anciano con un brazo.
—¿De modo que ahora es el dueño de este sitio? —pregunta Timur.
Nabi sonríe ante su cara de sorpresa.
—Serví al señor Wahdati en esta casa desde 1947 hasta su fallecimiento en el 2000. Y tuvo la generosidad de dejarme la casa en su testamento, sí.
—No me diga que se la dejó a usted —insiste Timur con incredulidad.
Nabi asiente con la cabeza.
—Pues sí.
—¡Pues vaya pedazo de cocinero debía de ser!
—Y tú, si me permites decirlo, eras un poco pillastre.
Timur suelta una risita.
—Nunca me interesó mucho seguir el buen camino, Nabi yan. Eso se lo dejo a mi primo aquí presente.
Haciendo girar el vino en la copa, Markos le comenta a Idris:
—Nila Wahdati, la esposa del antiguo dueño, era poetisa, y de cierto renombre, por lo visto. ¿Habéis oído hablar de ella?
Idris niega con la cabeza.
—Sólo sé que cuando yo nací ya se había marchado del país.
—Vivía en París con su hija —interviene uno de los alemanes, Thomas—. Murió en 1974. Se suicidó, tengo entendido. Tenía problemas con el alcohol, o por lo menos eso leí. Hace un par de años me pasaron una traducción al alemán de sus primeros poemas, y la verdad es que me parecieron muy buenos. De contenido sorprendentemente sexual, por lo que recuerdo.
Idris asiente, volviendo a sentirse un poco fuera de lugar, en esta ocasión porque un extranjero le ha dado una lección sobre una autora afgana. Un poco más allá, oye a Timur enfrascado en una animada discusión con Nabi sobre los precios de los alquileres. En farsi, por supuesto.
—¿Tiene idea de lo que podría pedir por un sitio como éste, Nabi yan? —le pregunta al anciano.
—Sí —contesta sonriendo—. Estoy al corriente de los alquileres que se pagan en la ciudad.
—¡Podría desplumar a esta gente!
—Pues sí.
—¿Y los deja quedarse aquí gratis?
—Han venido para ayudar a nuestro país, Timur yan. Han dejado sus hogares para venir aquí. No me parece correcto desplumarlos, como tú lo llamas.
Timur emite un gemido y apura la copa.
—Pues entonces es que odia usted el dinero, viejo amigo, o es mucho mejor persona que yo.
Amra entra en la habitación con una túnica afgana azul zafiro sobre unos vaqueros descoloridos.
—¡Nabi yan! —exclama. Él parece asustarse un poco cuando lo besa en la mejilla y lo coge del brazo—. Adoro a este hombre —anuncia al grupo—, y adoro hacerle pasar vergüenza. —Repite lo dicho en farsi, para Nabi. Él asiente levemente con la cabeza y ríe, sonrojándose un poco.
—¿Y qué tal si me haces pasar vergüenza a mí también? —sugiere Timur.
Amra le da unas palmaditas en el pecho.
—Este chico es un peligro —bromea.
Markos y ella se besan al estilo afgano, tres veces en la mejilla, y luego Amra repite con los alemanes.
Markos le rodea la cintura con el brazo.
—Amra Ademovic. La mujer más trabajadora de Kabul. Más vale que no la hagáis enfadar. Además, bebiendo es capaz de tumbaros.
—Pues vamos a comprobarlo —dice Timur, volviéndose para coger un vaso de la barra que tiene detrás.
El anciano Nabi se excusa y se aleja.
Durante una hora más o menos, Idris alterna con los invitados, o eso intenta. A medida que baja el nivel en las botellas de licor, el volumen de las conversaciones aumenta. Idris oye hablar alemán, francés y algo que le parece griego. Bebe otro vodka y lo remata con una cerveza tibia. En un grupo, hace acopio del valor suficiente para contar un chiste sobre el ulema Omar que a él le contaron en farsi en California. Pero no tiene la misma gracia en inglés y lo cuenta apresuradamente. Nadie se ríe. Se aleja y escucha una conversación sobre un pub irlandés que van a abrir en Kabul. La opinión general es que no durará mucho.
Recorre la habitación con la lata de cerveza en la mano. Nunca se ha sentido cómodo en esa clase de reuniones. Trata de entretenerse inspeccionando la decoración. Hay carteles de los Budas de Bamiyán, de un torneo de buzkashi, de un puerto en una isla griega llamada Tinos; nunca ha oído hablar de Tinos. En el vestíbulo ve una fotografía enmarcada, en blanco y negro y un poco borrosa, como tomada con una cámara casera. Es de una joven de largo cabello negro, de espaldas a la cámara. Está en una playa, sentada en una roca de cara al mar. La esquina inferior izquierda de la fotografía parece quemada.
La cena consiste en pata de cordero al romero con dientes de ajo mechados, acompañada de ensalada de queso de cabra y pasta con salsa pesto. Idris se sirve un poco de ensalada y acaba sin tocarla en un rincón de la habitación. Ve a Timur sentado con dos holandesas jóvenes y atractivas. Concediendo audiencia, se dice. Los tres se ríen, y una de las chicas le toca la rodilla a su primo.
Idris coge una copa de vino y sale fuera, a la galería, donde se sienta en un banco de madera. Ya ha oscurecido y la galería sólo está iluminada por un par de bombillas que cuelgan del techo. Desde allí distingue el contorno de alguna clase de vivienda al fondo del jardín, y más allá, a la derecha, la silueta de un coche grande y antiguo, probablemente americano, a juzgar por sus curvas. Un modelo de los años cuarenta, quizá de principios de los cincuenta; no lo ve bien, y además nunca ha sido aficionado a los coches. Seguro que Timur lo sabría. Recitaría de un tirón el modelo, el año, la potencia del motor, los accesorios. Parece tener las cuatro ruedas pinchadas. Un perro del vecindario prorrumpe de pronto en ladridos entrecortados. Dentro, alguien ha puesto un CD de Leonard Cohen.
—Y aquí tenemos al callado y sensible. —Amra se sienta a su lado, con el hielo tintineando en la copa. Va descalza—. Tu primo el vaquero es el alma de la fiesta.
—No me sorprende.
—Es muy guapo. ¿Está casado?
—Y tiene tres hijos.
—Vaya por Dios. Entonces me portaré bien.
—Seguro que se lleva una desilusión si se lo dices.
—Tengo mis normas —contesta Amra con su fuerte acento—. Parece que no te caiga muy bien.
Idris le dice que Timur es lo más parecido a un hermano que tiene, y es cierto.
—Pero te avergüenzas de él.
Es verdad. Timur lo ha hecho sentirse avergonzado. Se ha comportado como el americano-afgano desagradable por excelencia. Paseándose por la ciudad desgarrada por la guerra como si fuera uno más, dando palmadas en la espalda a los vecinos y llamándolos hermano, hermana o tío, dándoles con ostentación dinero a los mendigos de lo que él llama «el fajo de las propinas», bromeando con ancianas a las que llama «madre» y convence de que le cuenten su historia para grabarla en su videocámara mientras las mira cariacontecido, fingiendo que es uno de ellos, como si hubiese estado allí todo el tiempo y no en el gimnasio Gold’s de San José trabajando los pectorales y abdominales cuando a esa gente la bombardeaban, asesinaban y violaban. Su actitud es hipócrita y de mal gusto. Y a Idris lo deja perplejo que nadie se dé cuenta.
—Lo que te ha contado no es verdad —le dice a Amra—. Hemos venido a reclamar la casa que perteneció a nuestros padres. Eso es todo. Nada más.
Amra suelta un bufido de risa.
—Como si no lo supiera. ¿Creías que me había engañado? He tenido tratos con caudillos y talibanes en este país. He visto de todo. Ya nada me impresiona. Nada ni nadie puede engañarme.
—Supongo que es verdad.
—Eres sincero —dice—. Al menos tú eres sincero.
—Sólo pienso que nosotros tenemos que respetar a esta gente, con todo lo que han pasado. Y con ese nosotros me refiero a los que son como Timur y yo. Los afortunados, los que no estábamos aquí cuando machacaban a bombazos este sitio. No somos como esta gente y no debemos fingir que lo somos. Esta gente tiene historias que contar, pero nosotros no tenemos derecho a ellas. Bueno, ya estoy divagando...
—¿Divagando?
—Digo cosas sin sentido.
—No; te comprendo —contesta ella—. Lo que dices es que sus historias son un regalo que nos hacen.
—Un regalo, eso es.
Beben más vino y hablan un rato más. Para Idris es la primera conversación de verdad que mantiene desde su llegada a Kabul, una charla sin la ironía sutil, el dejo de reproche que ha captado en los vecinos, en los funcionarios, en los empleados de los organismos de ayuda. Le pregunta a Amra por su trabajo, y ella le cuenta que ha servido en Kosovo con Naciones Unidas, en Ruanda después del genocidio, en Colombia y en Burundi. Ha trabajado con niñas prostitutas en Camboya. Lleva un año en Kabul y éste es su tercer trabajo en la ciudad, esta vez para una pequeña ONG, en el hospital y ocupándose de una clínica móvil los lunes. Casada dos veces, divorciada dos veces, sin niños. A Idris le cuesta adivinar su edad, aunque probablemente es más joven de lo que parece. Hay un tenue brillo de belleza, de una vida sexual impetuosa bajo los dientes amarillentos y las ojeras de cansancio. Dentro de cuatro, quizá cinco años, también eso habrá desaparecido, se dice Idris.
De pronto, Amra pregunta:
—¿Quieres saber qué le pasó a Roshi?
—No tienes por qué contármelo.
—¿Crees que estoy borracha?
—¿Lo estás?
—Un poco —admite—. Pero tú eres un tipo sincero. —Le da unas palmaditas en el hombro, medio en broma—. Tú quieres saberlo por los motivos adecuados. Otros afganos como tú, afganos que vienen de Occidente, parecen... ¿cómo se dice? ¿Miradores?
—Mirones.
—Eso.
—Como si fuera pornografía.
—Pero tú seguramente eres un buen tío.
—Si me lo cuentas, lo consideraré un regalo.
Así pues, se lo cuenta.
Roshi vivía con sus padres, dos hermanas y un hermanito pequeño en una aldea a un tercio del camino entre Kabul y Bagram. Un mes atrás, un viernes, acudió a visitarlos su tío, el hermano mayor de su padre. Los dos, padre y tío, llevaban casi un año peleados por la casa donde vivían Roshi y su familia; el tío pensaba que le correspondía a él por legítimo derecho, siendo como era el hermano mayor, pero el padre de ambos se la había dejado al más pequeño, su favorito. El día que el mayor acudió a visitarlos, sin embargo, todo fue bien.
—Dijo que quería poner fin a sus diferencias.
Como preparativos para la visita, la madre de Roshi había sacrificado dos pollos, dispuesto una gran fuente de arroz con pasas y comprado granadas frescas en el mercado. Cuando el tío llegó, él y el padre de Roshi se besaron en la mejilla; el padre lo abrazó con tanta fuerza que lo levantó de la alfombra. La madre lloró de alivio. La familia se sentó a comer. Todos repitieron varias veces. Se sirvieron las granadas. Después tomaron té verde y pequeños tofes. El tío se excusó y fue al retrete que había en el exterior.
Cuando volvió, empuñaba un hacha.
—De las de talar árboles —explica Amra.
El primero en caer fue el padre de Roshi.
—Roshi me contó que su padre ni se enteró de qué pasaba, no vio nada. Pero ella sí lo vio todo.
Un solo hachazo desde atrás, en la nuca. Casi lo decapitó. Luego le tocó a la madre, que trató de defenderse, pero la silenciaron varios tajos en la cara y el pecho. Para entonces los niños chillaban y corrían despavoridos. El tío les dio caza. Una de las hermanas de Roshi intentó huir hacia el pasillo, pero el tío la agarró del pelo y la derribó. La otra hermana consiguió llegar al pasillo. El tío salió tras ella y Roshi lo oyó echar abajo la puerta del dormitorio, luego los gritos y finalmente el silencio.
—Así las cosas, Roshi decide huir con su hermanito. Corren hasta la puerta principal, pero está cerrada con llave. La había cerrado el tío, por supuesto.
Se precipitaron entonces hacia el patio de atrás, presas del pánico y la desesperación, quizá olvidando que no tenía puerta, que no había salida y los muros eran demasiado altos para encaramarse a ellos. Cuando el tío salió de la casa y se abalanzó sobre ellos, Roshi vio cómo su hermanito de cinco años se arrojaba al tandur, donde su madre había horneado el pan sólo una hora antes. Lo oyó gritar entre las llamas, y entonces ella tropezó y cayó. Se volvió boca arriba justo a tiempo para ver el cielo azul y el hacha que se abatía sobre ella. Y ya no vio nada más.
Amra se interrumpe. Dentro de la casa, Leonard Cohen canta una versión en directo de Who by fire.
Aunque fuera capaz de hablar, y en ese momento no lo era, Idris no sabría qué decir. Podría haber dicho algo, dado alguna muestra de impotente indignación, si esa atrocidad hubiese sido obra de los talibanes, Al Qaeda o algún megalómano comandante muyahidín. Pero no puede culparse de ello a Hekmatyar, ni al ulema Omar, ni a Bin Laden, ni a Bush y su Guerra contra el Terror. El motivo corriente y prosaico que hay detrás de la masacre la vuelve de algún modo más terrible y deprimente. Le pasa por la cabeza la expresión «sin sentido», pero Idris la rechaza. Es lo que siempre dice la gente. «Un acto de violencia sin sentido», «Un asesinato sin sentido». Como si pudiera cometerse un asesinato sensato.
Piensa en la niña, Roshi, en el hospital, hecha un ovillo contra la pared y con los pies encogidos, en la expresión infantil de su rostro. En la hendidura de su coronilla afeitada, en la masa cerebral grande como un puño que asoma a la vista, ahí plantada como el nudo de un turbante sij.
—¿Te contó ella misma esa historia? —pregunta por fin.
Amra asiente sin vacilar.
—Se acuerda muy claramente. Todos los detalles. Puede contarte todos los detalles. Ojalá consiga olvidar, porque tiene pesadillas.
—Y el hermano, ¿qué fue de él?
—Demasiadas quemaduras.
—¿Y el tío?
Amra se encoge de hombros.
—Nos dicen que nos andemos con ojo. En mi trabajo nos aconsejan que tengamos cuidado, que seamos profesionales. Encariñarse demasiado no es buena idea. Pero Roshi y yo...
La música se interrumpe de pronto. Otro apagón. Todo queda a oscuras, salvo por la luz de la luna. Idris oye a la gente quejarse en el interior de la casa. Al cabo de un momento se encienden linternas halógenas.
—Lucho por ella —concluye Amra sin alzar la mirada—. Sin pausa.
Al día siguiente, Timur se va con los alemanes a la ciudad de Istalif, famosa por su cerámica.
—Deberías venir.
—Prefiero quedarme y leer un poco —contesta Idris.
—En San José leerás todo lo que quieras, hermano.
—Necesito descansar. Anoche bebí demasiado.
Cuando los alemanes pasan a recoger a Timur, Idris se queda un rato en la cama contemplando un cartel publicitario de los años sesenta colgado en la pared. Muestra un cuarteto de turistas rubias y sonrientes de excursión por el lago Band-e-Amir, una reliquia de su propia infancia en Kabul, antes de las guerras, antes de que todo se desintegrara. Poco después de mediodía sale a dar un paseo. Se detiene a almorzar en un pequeño restaurante, donde toma un kebab. No consigue disfrutar de la comida por culpa de todos los jóvenes y sucios rostros que se agolpan contra el cristal para observarlo comer. Es agobiante. Desde luego, aquello se le da mucho mejor a Timur que a él. Timur es capaz de convertirlo en un juego. Hace formar en fila a los niños mendigos, profiriendo silbidos como un sargento de instrucción, y saca unos billetes del fajo de las propinas. Cuando les tiende los billetes, uno por uno, entrechoca los talones y hace el saludo militar. A los críos les encanta. Lo saludan a su vez, lo llaman «Tío». A veces se le encaraman por las piernas.
Al salir del restaurante, Idris coge un taxi y pide que lo lleven al hospital.
—Pero pare primero en un bazar —añade.
Cargado con la caja, recorre el pasillo entre paredes garabateadas y con láminas de plástico por puertas; se cruza con un anciano que lleva un parche en el ojo y arrastra los pies descalzos, pasa ante habitaciones en las que hace un calor agobiante y no hay bombillas. Por todas partes flota un olor acre, a cuerpos enfermos. Al fondo del pasillo, se detiene ante la cortina y la descorre. Se le encoge el corazón cuando ve a la niña sentada en el borde de la cama. Amra está arrodillada ante ella, lavándole los dientes.
Al otro lado de la cama hay un hombre flaco y descarnado, de tez curtida, barba de chivo y pelo corto e hirsuto. Cuando Idris entra, el hombre se levanta en el acto, se lleva una palma al pecho y se inclina. Idris vuelve a sorprenderse por la facilidad con que la gente sabe al instante que es un afgano occidentalizado, por cómo el tufo a dinero y poder le proporciona privilegios injustificados en esa ciudad. El hombre se presenta como el tío de Roshi, por parte de madre.
—Has vuelto —dice Amra, y hunde el cepillo en un cuenco con agua.
—Espero que no haya problema.
—¿Por qué va a haberlo? —responde ella.
Idris se aclara la garganta.
—Salam, Roshi.
La niña mira a Amra, como pidiéndole permiso. Su voz es un susurro vacilante, agudo.
—Salam.
—Te traigo un regalo.
Idris abre la caja. Cuando saca el televisor y el aparato de vídeo, los ojos de Roshi se iluminan. Le enseña las cuatro películas que ha comprado. En la tienda, casi todo eran filmes indios, de acción o de artes marciales, con Jet Li y Jean-Claude Van Damme, y tenían todos los de Steven Seagal. Pero ha conseguido encontrar E.T., Babe, el cerdito valiente, Toy Story y El gigante de hierro. Las ha visto todas con sus hijos.
Amra le pregunta a Roshi en farsi cuál quiere ver. La niña elige El gigante de hierro.
—Ésa te encantará —aprueba Idris.
Le resulta difícil mirarla directamente. Los ojos se le van todo el rato al caos que tiene en la cabeza, el reluciente puñado de sesos, la maraña de venas y capilares.
Al fondo de ese pasillo no hay enchufes y Amra tarda un rato en encontrar un alargador, pero cuando Idris enchufa por fin el cable y aparece la imagen, Roshi sonríe. Y en su sonrisa, Idris ve qué poco sabe él del mundo a sus treinta y ocho años, de su ferocidad, de su crueldad, de su brutalidad sin límites.
Cuando Amra se disculpa y se marcha a ver otros pacientes, Idris se sienta junto a la cama de Roshi y ve la película con ella. El tío es una presencia silenciosa e inescrutable en la habitación. A media película se va la luz. Roshi se echa a llorar, y el tío se inclina en la silla y le coge la mano con torpeza. Susurra unas palabras en pastún, que Idris no entiende. Roshi hace una mueca y forcejea un poco. Idris le mira la manita, oculta bajo los dedos gruesos y de nudillos blancos del tío.
Idris se pone el abrigo.
—Volveré mañana, Roshi, y si quieres podremos ver otra película juntos. ¿Te gustaría?
Roshi se hace un ovillo bajo las sábanas. Idris mira al tío e imagina qué haría Timur con aquel hombre; a diferencia de él, Timur no tiene la capacidad de resistirse a las emociones. «Dame diez minutos a solas con él», diría.
Cuando sale, el tío lo sigue. Idris se queda de una pieza cuando lo oye decir:
—La verdadera víctima aquí soy yo, sahib. —Debe de haber visto la expresión de Idris, porque añade—: No, claro, la víctima es ella. Lo que quiero decir es que yo también lo soy. Usted ve que es así, por supuesto, porque es afgano. Pero estos extranjeros no entienden nada.
—Tengo que irme —dice Idris.
—Soy un mazdur, un simple jornalero. Gano un dólar en un buen día, sahib, quizá dos. Y tengo cinco hijos, uno de ellos ciego. Y ahora esto. —Suelta un suspiro—. A veces pienso, que Dios me perdone... me digo que quizá habría sido mejor que Alá dejase que Roshi... Bueno, ya me entiende. Habría sido lo mejor. Porque dígame, sahib, ¿qué muchacho se casaría con ella ahora? Nunca encontrará un marido. Y entonces, ¿quién va a cuidar de ella? Tendré que hacerlo yo. Tendré que ser yo, para siempre.
Idris se sabe acorralado. Saca la cartera.
—Lo que pueda darme, sahib. No para mí, por supuesto. Para Roshi.
Idris le tiende un par de billetes. El tío parpadea y levanta la vista del dinero.
—Doscien... —empieza, pero de pronto cierra la boca, como si le preocupara poner sobre aviso a Idris de que comete un error.
—Cómprele unos zapatos decentes —concluye Idris alejándose ya escaleras abajo.
—¡Que Alá le bendiga, sahib! —exclama el tío a sus espaldas—. Es usted un hombre bueno. Un hombre bueno y generoso.
Idris vuelve al día siguiente, y al otro. No tarda en convertirse en una rutina, y todos los días pasa tiempo con Roshi. Llega a conocer por su nombre a los camilleros, a los enfermeros de la planta baja, al portero, a los guardias mal alimentados y de aspecto cansado en las puertas del hospital. Intenta que sus visitas sean lo más secretas posible. En sus llamadas a casa, no le ha hablado a Nahil de Roshi. Tampoco le explica a Timur adónde va, por qué no lo acompaña en el viaje a Paghman o a reunirse con un funcionario del Ministerio del Interior. Pero Timur se entera de todas formas.
—Bien hecho —comenta—. Me parece una buena obra por tu parte. —Hace una pausa antes de añadir—: Pero ándate con cuidado.
—¿Quieres decir que deje de visitarla?
—Nos vamos dentro de una semana, hermano. Procura que no se encariñe demasiado.
Idris asiente con la cabeza. Se pregunta si Timur no estará un poco celoso de su relación con Roshi; quizá hasta le reprocha que le haya arrebatado una oportunidad espectacular de hacerse el héroe. Timur, saliendo en cámara lenta del edificio en llamas, con un bebé en los brazos. La multitud prorrumpiendo en vítores. Idris no está dispuesto a permitir que Timur se pavonee de esa forma a expensas de Roshi.
No obstante, Timur tiene razón. Al cabo de una semana se irán a casa, y Roshi ha empezado a llamarlo «tío Idris». Si llega tarde, la encuentra muy inquieta. Ella le rodea la cintura con los brazos y el alivio se le ve en la cara. Le ha dicho que sus visitas son lo que espera con mayor ilusión. A veces le aferra una mano entre las suyas mientras ven una película. Cuando está lejos de ella, Idris piensa a menudo en el vello rubio de sus brazos, en sus ojos rasgados color avellana, en sus mejillas llenas, en sus bonitos pies, en cómo apoya la barbilla en las manos cuando le lee uno de los libros para niños que ha comprado en una librería que hay cerca del Liceo Francés. A veces se ha permitido imaginar brevemente cómo sería llevársela a Estados Unidos, cómo encajaría en casa, con sus hijos, Zabi y Lemar. Ese último año, Nahil y él han hablado de la posibilidad de tener un tercer hijo.
—¿Y ahora qué? —le pregunta Amra a Idris la víspera de su marcha.
Unas horas antes, Roshi le había dado a Idris un dibujo hecho a lápiz en una hoja de gráfica clínica: dos monigotes viendo la televisión. Él le había señalado la figura del pelo largo:
—¿Ésta eres tú?
—Y éste tú, tío Idris.
—¿O sea que antes tenías el pelo largo?
—Mi hermana me lo cepillaba todas las noches. Sabía hacerlo sin pegarme tirones.
—Debía de ser una buena hermana.
—Cuando me vuelva a crecer, podrás cepillármelo tú.
—Me gustaría.
—No te vayas, tío. No me dejes.
Ahora, Idris le responde a Amra:
—La verdad es que es una niña adorable.
Y lo es. Bien educada, y humilde. Con una punzada de culpa, piensa en Zabi y Lemar, allá en San José, que reniegan hace tiempo de sus nombres afganos, que se están convirtiendo rápidamente en pequeños tiranos, en los insolentes niños americanos que Nahil y él se habían prometido no criar.
—Es una superviviente —dice Amra.
—Ya.
Amra se apoya contra la pared. Pasa una camilla empujada por dos enfermeros. En ella va un niño pequeño con un vendaje ensangrentado en la cabeza y una herida abierta en el muslo.
—Han venido otros afganos de América, o de Europa —explica Amra—. Le hicieron fotos, la filmaron en vídeo. Hicieron promesas. Luego se fueron a casa y se las enseñaron a su familia. Como si fuera un animal del zoo. Lo permití porque pensé que la ayudarían. Pero se olvidaron de ella. Nunca volví a saber de ellos. Por eso te pregunto otra vez: ¿y ahora qué?
—Esa operación que necesita... Quiero hacerla realidad.
Ella lo mira, no muy convencida.
—Colaboramos con una clínica de neurocirugía. Hablaré con mi jefa de servicio. Haremos lo necesario para que vuele a California y se someta a la operación.
—Sí, pero ¿y el dinero?
—Conseguiremos que lo financien. En el peor de los casos, lo pagaré yo.
—¿De tu propia cartera?
Idris se ríe.
—Sí, pero se dice «de tu propio bolsillo».
—Tendremos que conseguir la autorización del tío.
—Si es que vuelve a aparecer.
Al tío no le han visto el pelo desde el día que Idris le dio los doscientos dólares, ni se ha vuelto a saber de él.
Amra le sonríe. Es la primera vez que Idris hace algo así. Lanzarse de cabeza a ese compromiso tiene algo estimulante, embriagador, hasta le produce euforia. Le insufla energía y lo deja casi sin aliento. Para su gran asombro, las lágrimas le cosquillean en los ojos.
—Hvala —dice Amra—. Gracias. —Se pone de puntillas y le da un beso en la mejilla.
—Me he tirado a una de las chicas holandesas —suelta Timur—. Las de la fiesta.
Idris vuelve la cabeza. Estaba mirando por la ventanilla, maravillado por las abigarradas cumbres marrón claro del Hindu Kush, allá abajo. Mira a Timur, que viaja en el asiento del pasillo.
—La morena. Me tragué medio Viagra y la monté hasta la llamada a la oración de la mañana.
—Por Dios, ¿no vas a madurar nunca? —responde Idris, molesto porque, una vez más, Timur le cuente sus infidelidades, su mala conducta, sus travesuras infantiles.
Timur esboza una sonrisita.
—Recuerda, primo, que lo que pasa en Kabul...
—Por favor, no acabes esa frase.
Timur se ríe. Al fondo del avión parece haber una pequeña fiesta. Alguien canta en pastún, alguien toca un plato de poliestireno como si fuera una tambura.
—No puedo creer que hayamos encontrado al viejo Nabi —murmura Timur—. Madre mía.
Idris hurga en busca del somnífero que lleva por si acaso en el bolsillo de la camisa y se lo traga sin agua.
—El mes que viene pienso volver —añade Timur cruzando los brazos y cerrando los ojos—. Y probablemente harán falta un par de viajes más, pero debería bastarnos con eso.
—¿Te fías de ese tal Faruq?
—Qué va, joder. Por eso vuelvo.
Faruq es el abogado que ha contratado Timur. Su especialidad es ayudar a los afganos que han vivido en el exilio a reclamar sus propiedades perdidas en Kabul. Timur habla sobre el papeleo que va a reunir y presentar Faruq, sobre qué juez espera que lleve el caso, un primo segundo de la mujer de Faruq. Idris vuelve a inclinarse hacia la ventanilla y espera a que haga efecto la pastilla.
—¿Idris? —musita Timur.
—Dime.
—Vaya mierda hemos visto, ¿eh?
«Lo tuyo es pura perspicacia, hermanito.»
—Ajá —murmura Idris.
—Mil tragedias por kilómetro cuadrado, tío.
Idris no tarda en cabecear y ver borroso. A punto de dormirse, piensa en su despedida de Roshi: él cogiéndole la mano y diciéndole que volverían a verse muy pronto, ella sollozando suavemente, casi en silencio, contra su estómago.
De camino a casa desde el aeropuerto de San Francisco, Idris recuerda con cariño el frenético caos del tráfico de Kabul. Se le hace extraño conducir el Lexus por los ordenados carriles de la autopista 101 Sur, sin baches, con sus letreros siempre tan útiles, con todo el mundo tan educado, poniendo los intermitentes y cediendo el paso. Sonríe al acordarse de los taxistas adolescentes y temerarios en cuyas manos pusieron Timur y él sus vidas en Kabul.
En el asiento de al lado, Nahil no para de hacer preguntas. Sobre si era segura Kabul y qué tal la comida y si enfermó, sobre si hizo fotografías y vídeos de todo. Idris se esfuerza en describirle las escuelas bombardeadas, la gente que busca cobijo en edificios sin techo, el barro, los mendigos, los apagones, pero es como si intentara describir música. No consigue trasmitir su esencia, su sonido. Se le escapan los detalles más llamativos y vívidos de Kabul —el gimnasio culturista entre las ruinas, por ejemplo, con una imagen de Schwarzenegger en la ventana— y sus descripciones le parecen insípidas, genéricas, como salidas de un reportaje rutinario de una agencia de noticias.
En el asiento de atrás, los niños le siguen la corriente y prestan atención un rato, o al menos fingen hacerlo. Idris nota que se aburren. Entonces Zabi, que tiene ocho años, le pide a Nahil que ponga la película en el DVD portátil. Lemar, dos años mayor, intenta escuchar un poco más, pero Idris no tarda en oír el zumbido de un coche de carreras en la Nintendo DS.
—Pero ¿qué os pasa, niños? —los regaña Nahil—. Vuestro padre acaba de volver de Kabul. ¿No sentís curiosidad? ¿No tenéis preguntas que hacerle?
—No importa —dice Idris—. Déjalos.
Sin embargo, sí le molesta su falta de interés, su risueña ignorancia de la arbitraria lotería genética que les ha concedido sus privilegiadas vidas. De pronto se siente distanciado de su familia, incluso de Nahil, cuyas preguntas se centran sobre todo en los restaurantes y en la falta de agua corriente en las casas. Su expresión al mirarlos es ahora acusadora, como debió de serlo la de los habitantes de Kabul cuando él llegó a la ciudad.
—Estoy muerto de hambre —declara.
—¿Qué te apetece? —pregunta Nahil—. ¿Sushi, comida italiana? En Oakridge han abierto una nueva charcutería.
—¿Qué tal un poco de comida afgana? —propone él.
Se dirigen al Abe’s Kebab House, en la zona este de San José, cerca del antiguo mercadillo de Berryessa. El dueño, Abdulá, es un hombre canoso de poco más de sesenta años, con un bigote imperial y manos grandes y fuertes. Es paciente de Idris, y su mujer también. Cuando la familia entra en el restaurante, Abdulá los saluda desde la caja. El Kebab House es un pequeño negocio familiar. Sólo tiene ocho mesas, cubiertas por manteles de vinilo muchas veces pegajosos; hay menús plastificados, pósters de Afganistán en las paredes y una vieja vitrina expendedora de refrescos en un rincón. Abdulá recibe a los comensales, se ocupa de la caja, limpia. Al fondo está su esposa, Sultana; ella es la responsable de la magia. Idris la ve en la cocina, inclinada sobre algo que desprende vapor, con los ojos entornados y el cabello recogido bajo una redecilla. Le han contado a Idris que ella y Abdulá se casaron en Pakistán a finales de los setenta, tras la llegada al poder de los comunistas en su país. Les concedieron asilo en Estados Unidos en 1982, el año en que nació su hija, Pari.
Es ella quien les toma nota. Pari es simpática y atenta, tiene la tez clara de su madre y el mismo brillo de emotiva tenacidad en los ojos. Su cuerpo es extrañamente desproporcionado, esbelto y delicado de cintura para arriba, pero de anchas caderas y gruesos muslos y tobillos. Lleva una de sus habituales faldas amplias.
Idris y Nahil piden cordero con arroz integral y bolani. Los niños se deciden por kebabs de chapli, lo más parecido a una hamburguesa que encuentran en la carta. Mientras esperan, Zabi le cuenta a su padre que su equipo de fútbol ha llegado a la final. Juega de lateral derecho. El partido es el domingo. Lemar dice que él tiene un recital de guitarra el sábado.
—¿Qué tocarás? —pregunta Idris, empezando a acusar la diferencia horaria.
—Paint it black.
—Qué guay.
—No sé si has ensayado bastante —interviene Nahil con cauteloso reproche.
Lemar deja caer la servilleta de papel que estaba enrollando.
—¡Mamá! ¿Lo dices en serio? ¿No ves los deberes que tengo todos los días? ¡Tengo mucho que hacer!
A media comida, Abdulá se acerca a saludar enjugándose las manos en el delantal. Pregunta si les gusta lo que les han servido, si puede traerles algo más.
Idris le cuenta que Timur y él acaban de volver de Kabul.
—¿Qué anda haciendo Timur yan? —quiere saber Abdulá.
—Nada bueno, como de costumbre.
Abdulá sonríe. Idris sabe cuánto cariño le tiene a Timur.
—Bueno, ¿y qué tal va el negocio del kebab?
Abdulá suspira.
—Doctor Bashiri, si quisiera soltarle una maldición a alguien, le diría «Que Dios te conceda un restaurante».
Ambos ríen brevemente.
A la salida del restaurante, cuando suben al todoterreno, Lemar dice:
—Papá, ¿le da comida gratis a todo el mundo?
—Claro que no —contesta Idris.
—Entonces, ¿por qué no quiere tu dinero?
«Eso se llama amabilidad», casi se le escapa a Idris.
—Porque somos afganos, y porque yo soy su médico —dice, pero sólo es parte de la verdad. El motivo principal, supone, es que él es primo de Timur, y fue Timur quien, años atrás, le dejó el dinero a Abdulá para abrir el restaurante.
Una vez en casa, Idris se sorprende al principio al comprobar que han arrancado la moqueta del vestíbulo y el salón, que las escaleras están desnudas, con los clavos y los tablones visibles. Entonces se acuerda de que están en plena reforma, reemplazando las moquetas por madera noble, amplias tablas de cerezo de un color que, según el contratista, se llama Tetera de Cobre. Han lijado las puertas de los armarios de cocina y hay un agujero donde antes estaba el microondas. Nahil le dice que el lunes trabajará sólo media jornada porque ha quedado con la gente del parquet y Jason.
—¿Jason? —De pronto se acuerda: Jason Speer, el tipo de los sistemas de cine en casa.
—Viene a tomar medidas. Ya nos ha conseguido un altavoz de graves y un proyector con descuento. Mandará a tres operarios el miércoles, para que empiecen a trabajar.
Idris asiente con la cabeza. El cine en casa había sido idea suya, siempre lo había deseado. Pero ahora semejante idea lo avergüenza. Se siente desconectado de todo eso: de Jason Speer, de los armarios nuevos y los suelos de color Tetera de Cobre, de las zapatillas de baloncesto de ciento sesenta dólares de sus hijos, del cubrecama de chenilla en su habitación, de la energía con la que Nahil y él han luchado por esas cosas. Los frutos de su ambición le parecen frívolos ahora, no hacen sino recordarle el abismo brutal entre su vida y lo que ha visto en Kabul.
—¿Qué te pasa, cariño?
—Es la diferencia horaria —contesta Idris—. Me hace falta una siesta.
El sábado, aguanta todo el recital de guitarra, y al día siguiente la mayor parte del partido de fútbol de Zabi. Durante el segundo tiempo tiene que escabullirse al aparcamiento para dormir media hora. Afortunadamente, Zabi no se da cuenta. El domingo por la noche acuden unos cuantos vecinos a cenar. Hacen circular fotografías del viaje de Idris y aguantan educadamente la hora del vídeo sobre Kabul que Nahil insiste en ponerles contraviniendo los deseos de Idris. Durante la cena, le hacen preguntas sobre el viaje, le piden su opinión sobre la situación en Afganistán. Entre sorbo y sorbo del mojito, sus respuestas son breves.
—No consigo imaginar cómo son las cosas allí —comenta Cynthia, una profesora de Pilates del gimnasio al que va Nahil.
—Kabul es... —Idris busca las palabras adecuadas— un lugar con mil tragedias por kilómetro cuadrado.
—Tiene que haber sido todo un shock cultural, estar allí.
—Pues sí. —Idris no revela que el verdadero shock cultural lo ha experimentado al volver.
Finalmente, la conversación se centra en una reciente oleada de robos de correo en el vecindario.
Tendido en la cama esa noche, Idris pregunta:
—¿Tú crees que hace falta todo esto?
—¿Todo esto? —repite Nahil.
Él la ve reflejada en el espejo del lavabo, donde se cepilla los dientes.
—Esto. Todas estas cosas.
—No las necesitamos, si te refieres a eso —responde ella.
Escupe en el lavabo y hace gárgaras.
—¿No te parece excesivo?
—Hemos trabajado mucho, Idris. Acuérdate de las pruebas de acceso a Medicina y Derecho, de los años de facultad para los dos, de los tuyos como médico residente. Nadie nos ha regalado nada. No tenemos que pedir perdón por nada.
—Por el precio de ese sistema de cine en casa podríamos haber construido una escuela en Afganistán.
Nahil entra en el dormitorio y se sienta en la cama para quitarse las lentillas. Tiene un perfil precioso. Idris adora que su frente apenas se curve donde empieza la nariz, sus pómulos altos, su largo cuello.
—Entonces haz las dos cosas —dice su mujer; se vuelve y el colirio la hace parpadear—. No veo por qué no.
Unos años antes, Idris había descubierto que Nahil tenía apadrinado a un chico colombiano llamado Miguel. No se lo había contado, y como era ella quien se encargaba del correo y la economía de la casa, Idris había pasado años sin saberlo, hasta que un día la había visto leyendo una carta de Miguel. Una monja la había traducido del español. Incluía una fotografía de un chico alto y nervudo ante una cabaña con techo de paja y con una pelota de fútbol en las manos, sin otra cosa detrás que vacas flacuchas y montañas verdes. Nahil había empezado a mandarle dinero a Miguel cuando estudiaba Derecho. Sus cheques llevaban ya once años cruzándose con las fotos del chico y sus cartas de agradecimiento traducidas por monjas.
Nahil se quita los anillos.
—¿De qué va esto? No me digas que estar allí te ha provocado eso que llaman la culpa del superviviente.
—Es sólo que veo las cosas de manera un poco distinta.
—Vale, pues sácale partido a eso. Pero deja de mirarte el ombligo.
La diferencia horaria no lo deja dormir esa noche. Lee un poco, ve un rato una reposición de El ala oeste de la Casa Blanca y acaba en el ordenador, en la habitación de invitados que Nahil ha convertido en despacho. Ha recibido un correo electrónico de Amra, quien espera que haya llegado a casa sano y salvo y que su familia esté bien. En Kabul ha estado lloviendo «con furia», escribe, y en las calles el barro llega a los tobillos. La lluvia ha causado inundaciones y unas doscientas familias han sido evacuadas en helicóptero en Shomali, al norte de Kabul. El apoyo de la ciudad a la guerra de Bush en Iraq y el temor a represalias de Al Qaeda han provocado que se refuercen las medidas de seguridad. La última línea reza: «¿Has hablado ya con tu jefa?»
Bajo el texto de Amra hay pegado un breve párrafo de Roshi, transcrito por Amra. Dice así:
Salam, tío Idris:
Inshalá hayas llegado bien a América. Estoy segura de que tu familia se siente muy feliz de verte. Todos los días pienso en ti. Todos los días veo las películas que me compraste. Me gustan todas. Me pone triste que no estés aquí para verlas conmigo. Me encuentro bien y Amra yan me cuida mucho. Por favor, di salam a tu familia de mi parte. Inshalá nos veamos pronto en California.
Te saluda atentamente,
Roshana
Idris contesta a Amra, le da las gracias, escribe que lamenta lo de las inundaciones. Confía en que las lluvias remitan pronto. Le dice que hablará de Roshi con su jefa esa semana. Debajo, escribe:
Salam, Roshi yan:
Gracias por tu amable mensaje. Me ha hecho muy feliz tener noticias tuyas. Yo también pienso mucho en ti. Se lo he contado todo a mi familia y tienen muchas ganas de conocerte, especialmente mis hijos, Zabi yan y Lemar yan, quienes hacen muchas preguntas sobre ti. Todos estamos deseando tu llegada. Te mando todo mi cariño.
Tío Idris
Apaga el ordenador y se va a la cama.
El lunes, cuando entra en su consulta, se encuentra con una ristra de mensajes telefónicos. Las recetas desbordan la bandeja, a la espera de su aprobación. Tiene más de ciento sesenta correos electrónicos por leer y el buzón de voz está lleno. Echa un vistazo a su agenda en el ordenador y comprueba consternado que, en toda la semana, le han metido con calzador más pacientes entre hora y hora de visita. Peor incluso, esa tarde tendrá que ver a la temida señora Rasmussen, una mujer especialmente desagradable y conflictiva con síntomas indefinidos que no responden a tratamiento alguno. La mera idea de verse ante esa paciente hostil lo hace sudar. Y, por último, uno de los mensajes de voz es de su jefa de servicio, Joan Schaeffer: le cuenta que una paciente a quien él diagnosticó una neumonía justo antes del viaje a Kabul resultó padecer en realidad una insuficiencia cardíaca congestiva. El caso se analizará la semana próxima en la Evaluación de Colegas, una videoconferencia mensual que presencian todos los centros, durante la cual se utilizan errores cometidos por médicos anónimos para ilustrar cuestiones de aprendizaje. Idris sabe que lo del anonimato no funciona: al menos la mitad de los presentes en la sala sabrá quién es el médico culpable.
Empieza a dolerle la cabeza.
Esa mañana, desafortunadamente, se retrasa con las visitas. Aparece un paciente con asma y sin hora, y hace falta someterlo a tratamientos respiratorios y monitorizar el flujo sanguíneo y la saturación de oxígeno. Un ejecutivo de mediana edad a quien Idris visitó por última vez tres años antes llega con síntomas de infarto de miocardio. Idris no puede salir a almorzar hasta pasado el mediodía. En la sala de reuniones donde comen los médicos, da apresurados bocados a un sándwich de pavo reseco mientras trata de ponerse al día con las notas. Contesta a las preguntas de sus colegas, las de siempre. ¿Es segura Kabul? ¿Qué opinan los afganos de la presencia estadounidense? Sus respuestas son muy breves; tiene la cabeza en otro sitio, en la señora Rasmussen, en mensajes de voz que precisan respuesta, en recetas a las que tiene que dar el visto bueno, en los tres pacientes metidos con calzador en su agenda de esa tarde, en la Evaluación de Colegas que le espera, en los operarios que sierran, taladran y dan martillazos en su casa. Hablar de Afganistán —y lo deja perplejo que haya ocurrido tan deprisa y tan imperceptiblemente— le produce de pronto la misma sensación que hablar de una película muy emotiva e intensa vista hace poco y cuyos efectos empiezan a menguar.
La semana resulta una de las más duras de su carrera profesional. Aunque era su intención hacerlo, no encuentra tiempo para hablar con Joan Schaeffer sobre Roshi. Pasa toda la semana de un humor de perros. En casa se muestra brusco con los chicos, molesto por el ruido y los operarios que no paran de entrar y salir. Su pauta de sueño aún tiene que volver a la normalidad. Recibe dos correos más de Amra con nuevas noticias sobre las condiciones en Kabul. Rabia Balkhi, el hospital de mujeres, ha vuelto a abrir. El gabinete de Karzai permitirá que las cadenas de televisión por cable transmitan programas, desafiando a los islámicos de la línea dura, que se habían opuesto a ello. En una posdata en el segundo correo, Amra le dice que Roshi está más encerrada en sí misma desde su marcha y vuelve a preguntarle si ha hablado ya con su jefa. Idris se aleja del teclado. Vuelve a sentarse ante él más tarde, avergonzado de que la nota de Amra lo haya irritado tanto, de que se haya sentido tentado de responderle en mayúsculas: «Lo haré a su debido tiempo.»
—Espero que te haya parecido bien.
Joan Schaeffer está sentada a su escritorio con las manos unidas en el regazo. Es una mujer enérgica y alegre, de cara redonda y áspero cabello cano. Lo mira por encima de las estrechas gafas de lectura ajustadas en la nariz.
—Entiendes que la cuestión no era ponerte en entredicho, ¿verdad?
—Sí, claro —contesta Idris—. Lo entiendo.
—Y no te sientas mal. Podría pasarle a cualquiera. A veces cuesta distinguir una neumonía de una insuficiencia cardíaca en una radiografía.
—Gracias, Joan. —Se levanta para irse, pero se detiene en la puerta—. Ah, hay algo que quiero hablar contigo.
—Claro, claro. Siéntate.
Idris vuelve a sentarse. Le habla de Roshi, de su herida y la falta de medios en el hospital de Wazir Akbar Khan. Le confía el compromiso que ha contraído con Amra y Roshi. Al decirlo en voz alta, siente el peso de su promesa de una forma que no sintió en Kabul cuando estaba en el pasillo con Amra, cuando ella lo besó en la mejilla. Lo inquieta descubrir que se siente como un comprador arrepentido.
—Madre mía, Idris —dice Joan negando con la cabeza—. Qué admirable por tu parte. Pero qué espanto, pobre niña. No puedo ni imaginármelo.
—Sí, lo sé. —Idris le pregunta si el grupo médico estaría dispuesto a cubrir la operación—. O las operaciones. Tengo la sensación de que necesitará más de una.
Joan exhala un suspiro.
—Me gustaría. Pero, para serte franca, dudo que el consejo directivo lo aprobara, Idris. Lo dudo muchísimo. Ya sabes que llevamos estos últimos cinco años en números rojos. Y también habría cuestiones legales complicadas.
Joan guarda silencio, quizá esperando que Idris le replique, pero él no lo hace.
—Comprendo —dice.
—Deberías poder encontrar alguna organización humanitaria que haga esta clase de cosas, ¿no? Supondrá bastante trabajo, pero...
—Estudiaré esa posibilidad. Gracias, Joan. —Vuelve a levantarse y le sorprende sentirse menos agobiado, casi aliviado por su respuesta.
Tardan otro mes en acabar de instalarles el cine en casa, pero es una maravilla. La imagen que emite el proyector montado en el techo es muy nítida, y los movimientos en la pantalla de ciento dos pulgadas son sorprendentemente fluidos. El sonido envolvente 7.1, los ecualizadores gráficos y los paneles de absorción de sonido que han instalado en los cuatro rincones han obrado maravillas con la acústica. Ven Piratas del Caribe; los niños, encantados con la tecnología, se sientan a ambos lados de él y comen palomitas del cubo comunitario que tiene en el regazo. Los dos se duermen antes de la escena final de la interminable batalla.
—Yo los acuesto —le dice Idris a Nahil.
Se lleva a uno y luego al otro. Están creciendo, y sus delgados cuerpos se alargan con alarmante velocidad. Cuando los acuesta, cobra repentina conciencia del sufrimiento que le espera. Dentro de un año, dos como mucho, los chicos lo desplazarán. Se enamorarán de otras cosas, de otras personas, se avergonzarán de él y de Nahil. Recuerda con añoranza cuando eran pequeños e indefensos, tan absolutamente dependientes de él. Recuerda que a Zabi lo aterrorizaban las bocas de alcantarilla y daba grandes y torpes rodeos para evitarlas. Una vez, cuando estaban viendo una película antigua, Lemar le había preguntado si él ya vivía en la época en que el mundo era en blanco y negro. Ese recuerdo le arranca una sonrisa. Besa a sus hijos en la mejilla.
Se queda sentado en la oscuridad, observando cómo duerme Lemar. Piensa que ha juzgado a sus chicos con demasiada ligereza, que no ha sido justo con ellos. Y también ha sido demasiado duro consigo mismo. No es ningún criminal. Todo lo que tiene se lo ha ganado. En los noventa, cuando casi todos sus conocidos andaban de discotecas y persiguiendo mujeres, él estaba enterrado en los libros o se arrastraba por pasillos de hospital a las dos de la madrugada, renunciando a horas de sueño y ocio, a las comodidades. De los veinte a los treinta había entregado su vida a la medicina. No le debe nada a nadie. ¿Por qué ha de sentirse mal? Ésta es su familia. Ésta es su vida.
Ese último mes, Roshi se ha convertido en algo abstracto para él, como el personaje de una obra. El vínculo entre ambos se ha vuelto más débil. La inesperada intimidad que sintió en aquel hospital, tan intensa y urgente, ha ido menguando, apagándose. La experiencia ha perdido fuerza. Comprende que la intensa determinación que se apoderó de él no fue en realidad más que una ilusión, un espejismo. Fue víctima de la influencia de algo parecido a una droga. La distancia entre él y la niña se le antoja inmensa ahora, infinita e insuperable, y la promesa que le hizo le parece insensata, un error imprudente, una interpretación terriblemente mala del alcance de sus propias capacidades, de su voluntad y su forma de ser. Más vale olvidarse de ello. No es capaz de hacerlo, sencillamente. En las últimas dos semanas ha recibido tres correos más de Amra. Leyó el primero y no contestó. Los otros dos los borró sin leerlos.
En la librería hay una cola de doce o trece personas. Va del escenario improvisado hasta el expositor de revistas. Una mujer alta y de cara redonda reparte post-its amarillos a los que esperan para que anoten su nombre y el mensaje personal que quieran en la dedicatoria. En la cabeza de la cola, una dependienta ayuda a la gente a abrir los libros por la portadilla.
Idris está entre los primeros, y sostiene un ejemplar del libro en la mano. La mujer que le precede, de unos cincuenta años y cabello rubio muy corto, le pregunta:
—¿Lo ha leído?
—No.
—En nuestro club de lectura lo leeremos el mes que viene. Me toca a mí elegir.
—Ah.
La mujer frunce el entrecejo y se lleva una mano al pecho.
—Qué historia tan conmovedora, tan estimulante... Apuesto a que harán una película.
Idris le ha dicho la verdad. No ha leído el libro, y duda que lo haga nunca. No cree tener agallas para verse en esas páginas. Pero otros sí lo leerán, quizá millones de personas. Y cuando lo hagan, él quedará expuesto. Todo el mundo lo sabrá. Nahil, sus hijos, sus colegas. Se le revuelve el estómago con sólo pensarlo.
Abre otra vez el libro, pasa la página de los agradecimientos y la de la biografía del coautor, que es quien lo ha escrito en realidad. Vuelve a mirar la fotografía de la solapa. No hay rastro de la herida. Si tiene una cicatriz, y ha de tenerla, queda oculta por el pelo negro, largo y ondulado. Roshi lleva una blusa con diminutas cuentas doradas, un colgante con el nombre de Alá, pendientes de bolitas de lapislázuli. Está apoyada contra un árbol, mirando sonriente a la cámara. Idris piensa en los monigotes que le había dibujado. «No te vayas. No me dejes, tío.» No detecta en esa joven ni un solo indicio de la trémula criaturita que había conocido seis años antes tras una cortina.
Echa una ojeada a la dedicatoria.
«A los dos ángeles de mi vida: mi madre Amra y mi tío Timur. Sois mis salvadores. Os lo debo todo.»
La cola avanza. A la mujer del corto pelo rubio le firman su ejemplar. Luego se aparta, e Idris, con el corazón desbocado, da un paso adelante. Roshi alza la mirada. Lleva un chal afgano sobre una blusa de manga larga de tono calabaza y unos pequeños pendientes ovales de plata. Tiene los ojos más oscuros de lo que él recordaba y en su cuerpo han aparecido ya curvas femeninas. Lo mira sin pestañear y, aunque no da muestras de reconocerlo y esboza una sonrisa educada, hay cierta diversión distante en su expresión, algo juguetón y malicioso que revela que no se siente intimidada. Todo eso supera a Idris, y de pronto todas las palabras que tenía preparadas —incluso las había escrito y ensayado por el camino— se esfuman. No consigue decir nada. Sólo puede quedarse allí plantado, con aire vagamente ridículo.
La dependienta se aclara la garganta.
—Señor, si me da su ejemplar, se lo abriré por la portadilla y Roshi le firmará un autógrafo.
El libro. Idris baja la mirada y comprueba que lo tiene entre las manos crispadas. No ha ido hasta ahí para que se lo firmen, por supuesto. Sería mortificante y grotesco, después de todo lo ocurrido. Pero se ve tendiéndoselo a la dependienta, quien lo abre con gesto experto por la página precisa, y ve cómo la mano de Roshi garabatea algo bajo el título. Él dispone de sólo unos segundos para decir algo, no porque vaya a mitigar lo injustificable, sino porque cree que se lo debe. Pero cuando la dependienta le devuelve el libro, Idris no encuentra palabras. Ojalá tuviese un ápice del valor de Timur. Vuelve a mirar a Roshi, que ya mira más allá de él, al siguiente en la cola.
—Soy... —empieza.
—Perdone, señor, pero tenemos que pasar al siguiente —dice la dependienta.
Idris agacha la cabeza y abandona la cola.
Tiene el coche en el aparcamiento de la librería. El trayecto hasta él es el más largo de su vida. Abre la puerta y se detiene un momento antes de subir. Con unas manos que no han parado de temblar, vuelve a abrir el libro. Roshi no ha garabateado su firma. Le ha escrito dos frases, en inglés.
Cierra el libro, y los ojos también. Supone que debería sentirse aliviado, pero una parte de él desea otra cosa. Quizá que ella le hubiese puesto mala cara, que le hubiese dicho algo infantil, lleno de odio y desprecio. Un estallido de rencor. Quizá habría sido mejor algo así. Pero en cambio se lo ha quitado de encima de forma limpia y diplomática. Y le ha dejado esa nota: «No te preocupes. Tú no apareces.» Un gesto bondadoso. O quizá, para ser más exactos, un gesto caritativo. Debería sentir alivio, pero duele. Siente el impacto del golpe, como un hachazo en la cabeza.
Ve un banco cerca de allí, bajo un olmo. Va hasta él y deja el libro. Vuelve al coche y se sienta al volante, tarda un buen rato en ser capaz de darle al contacto y marcharse.