OCTAVA PARTE. Yule

1


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y media de la mañana


Por fin nieva. Ha nevado todo el día. Del cielo invernal caen copos de nieve grandes y gordos, como los de los cuentos de hadas. La nieve lo cambia todo, dice Zozie; la magia comienza a funcionar y, a medida que nieva, cambia las tiendas y las casas, convirtiendo los parquímetros en centinelas blancos. La nieve se ve gris en contraste con el cielo luminoso y, poco a poco, París desaparece: cada acumulación de hollín, cada botella abandonada, bolsa de chips, caca de perro y envoltura de caramelo es reclamada y se renueva bajo la nieve.

Está claro que no es cierto. De todas maneras, lo parece, como si esta noche las cosas pudiesen cambiar realmente y todo se enderezara en lugar de quedar tapado, lo mismo que la cobertura de un pastel barato.

Hoy abrimos la última puerta de la casa de Adviento. Al otro lado se despliega la escena del nacimiento: la madre, el padre y el niño en el pesebre…, bueno, ya no es precisamente un niño, sino una cría sentada, sonriente y con un mono amarillo al lado. A Rosette le encanta (a mí también), pero me compadezco de mi muñeco de pinza, que no está en la habitación, mientras los tres celebran en solitario.

Reconozco que es una tontería y que no debería sentirme mal. Tú eliges a tu familia, suele decir mamá, y da igual que Roux no sea mi verdadero padre y que Rosette solo sea mi hermanastra o tal vez ni siquiera eso…

Hoy me he ocupado de mi disfraz. Me vestiré de Caperucita Roja, ya que lo único que necesito es una capa roja… con capucha, por supuesto. Zozie me ayudó a prepararlo con un retal de una tienda benéfica y la vieja máquina de coser de madame Poussin. Está bastante bien a pesar de que lo hemos cosido en casa; también tengo una cesta adornada con cintas rojas. Rosette se disfrazará de simio con el peto marrón, al que hemos añadido una cola.

– Zozie, ¿de qué te disfrazarás? -pregunté por enésima vez.

Zozie sonrió.

– Ya lo verás. De lo contrario, fastidiarás la sorpresa.

2


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, tres de la tarde


La calma antes de la tormenta, en este caso, antes del Huracán. Es lo que siento ahora. Rosette está arriba, durmiendo la siesta, y en la calle la nieve lo cubre todo con su soterrada voracidad. Nieva implacablemente y los sonidos se amortiguan, los olores quedan anulados, el cielo pierde luminosidad…

La nieve comienza a cuajar en la colina. Está claro que no hay coches que frenen su avance. Los transeúntes aferran sus sombreros y bufandas para protegerse de la copiosa nevada y las campanas de Saint-Pierre-de-Montmartre suenan asordinadas y muy lejanas, como si estuviesen bajo el influjo de un maleficio.

Prácticamente no he visto a Zozie en todo el día. Inmersa en los planes para la fiesta de esta noche, entre el obrador, los disfraces y los clientes apenas he tenido tiempo de medir a mi adversaria, que continúa en su cuarto y no revela el menor detalle. Me pregunto cuándo llevará a cabo su jugada.

La voz de mi madre, la narradora, dice que será esta noche durante la cena, como en el relato de la hija de la viuda. Estoy desconcertada porque, hasta ahora, no la he visto hacer preparativos ni cocinar. ¿Es posible que me haya equivocado? ¿Zozie intenta engañarme y obligarme a mostrar un juego que, como bien sabe, afectará mi reputación? ¿Cabe la posibilidad de que haya decidido no hacer nada mientras yo, confiada, hago caer sobre mi cabeza a las Benévolas?

Desde el viernes por la noche no ha habido conflicto abierto entre nosotras, aunque ahora percibo sus miradas burlonas y los guiños disimulados que me dirige cuando nadie la ve. Sigue tan alegre y hermosa como de costumbre y no ha dejado de pavonearse con sus zapatos extravagantes, pero la verdad es que ahora me parece una parodia de sí misma: demasiado astuta más allá de ese encanto llamativo, disfruta de la partida como si estuviese harta, igual que una puta vieja disfrazada de monja. Tal vez es ese disfrute lo que más me ofende, esa interpretación ante un palco con una sola espectadora. Está claro que ella no se juega nada, pero yo arriesgo la vida.

Echo las cartas por última vez.

El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.

El Colgado, la Torre…

La Torre se desploma. Las piedras ruedan desde el remate y caen hacia la oscuridad. Desde el parapeto diminutas figuras se arrojan al vacío sin dejar de gesticular. Una luce un vestido rojo…, ¿o se trata de una capa con una pequeña caperuza?

No miro la última carta. La he visto demasiadas veces. Mi madre, siempre optimista, le atribuyó diversas interpretaciones, pero para mí solamente tiene un significado.

La Muerte sonríe desde el dibujo grabado en madera: celosa, envidiosa, con los ojos huecos y hambrienta; la insaciable Muerte, la implacable Muerte, la Muerte, la deuda que tenemos con los dioses. En la plaza se ha formado una gruesa capa de nieve y, pese a que comienza a oscurecer, el suelo está peculiarmente luminoso, como si calle y cielo hubiesen cambiado de sitio. No se parece en nada a la bonita nieve de libro ilustrado de la casa de Adviento, aunque a Anouk le encanta y constantemente busca excusas para controlar lo que ocurre fuera. En este momento ha salido y veo su figura luminosa, que contrasta con la blancura funesta. Desde donde estoy parece muy pequeña: una niñita perdida en el bosque. Por supuesto que se trata de algo absurdo, aquí no hay bosque. Es uno de los motivos por los que elegí este sitio. Claro que todo cambia cuando nieva y la magia reaparece por su cuenta. Entonces los lobos invernales descienden furtivamente por las calles y los callejones de la colina de Montmartre…

3


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, cuatro y media de la tarde


Jean-Loup vino esta tarde. Por la mañana telefoneó para decir que traería algunas fotos que tomó el otro día. Las revela en su casa, al menos las de blanco y negro, y tiene cientos de copias clasificadas, etiquetadas y encarpetadas. Habló con tono entusiasmado y jadeante, como si hubiese algo especial que desea mostrarme.

Pensé que quizá había ido al cementerio y finalmente había conseguido una imagen de las luces espectrales de las que siempre habla.

Las fotos que trajo no eran del cementerio, la colina, el nacimiento, las luces navideñas ni del Papá Noel con el puro. Se trataba de imágenes de Zozie: las digitales que había tomado en la chocolatería y varias nuevas, en blanco y negro, algunas hechas fuera del local y otras de Zozie en medio del gentío mientras cruzaba la plaza rumbo al funicular o hacía cola a la puerta de la panadería de la rue de Trois Frères.

– ¿Qué es esto? -pregunté-. Ya sabes que no le gusta…

– Annie, mira las fotos -me interrumpió.

Yo no quería verlas. La única vez que discutimos fue por sus ridículas fotos. No estaba dispuesta a que volviéramos a pelearnos. Además, ¿por qué las había tomado? Pensé que sin duda había tenido algún motivo.

– Por favor -insistió Jean-Loup-. Solo quiero que las veas. Te prometo que las tiraré si decides que no tienen nada de extraño.

Al mirar esa treintena de fotos me sentí muy incómoda. La idea de que Jean-Loup hubiese espiado y acechado a Zozie ya era bastante mala pero, por si eso fuera poco, en las fotos había algo, algo que empeoraba más la situación.

Todas correspondían a Zozie. Se veía la falda con las campanillas en el bajo y las impresionantes botas con ocho centímetros de plataforma. Su pelo era el de siempre, lo mismo que la bisutería y la bolsa de rafia con la que hace la compra.

Sin embargo, su cara…

– Has manipulado las fotos -declaré y, por encima de la mesa, las empujé hacia Jean-Loup.

– Annie, te prometo que no. Te aseguro que el resto del carrete salió bien. Es algo que hace ella. ¿Tienes otra explicación?

Yo tampoco sabía cómo interpretarlo. Algunas personas salen bien en las fotos; se las llama «fotogénicas» y resulta evidente que Zozie no lo era. Otras se defienden y la verdad es que no sé si existe una palabra que las defina, pero Zozie tampoco correspondía a esta categoría. La totalidad de las fotos eran espantosas, su boca había adquirido una forma extraña, su mirada ponía los pelos de punta y una especie de mancha, como un halo deforme, rodeaba su cabeza.

– Por lo visto no es fotogénica. ¿Qué tiene de malo? No todo el mundo sale favorecido.

– Hay algo más -aseguró Jean-Loup-. Mira esto.

Sacó un recorte de periódico doblado, el artículo de uno de los diarios parisinos en los que aparecía la foto borrosa de una cara de mujer. Según el artículo, respondía al nombre de Françoise Lavery. Esa foto era igual a las de Zozie, con los ojos diminutos, la boca retorcida y hasta la mancha extraña.

– ¿Qué pretendes demostrar? -pregunté. Al fin y al cabo, no era más que una imagen ampliada y con mucho grano, como casi todas las que publica la prensa. Se trataba de una mujer de edad indefinible, con peinado sencillo y gafitas bajo el flequillo largo. No tenía nada que ver con Zozie, si exceptuamos la mancha y la boca torcida. Me encogí de hombros-. Podría ser cualquiera.

– Pero es ella -puntualizó Jean-Loup-. Por mucho que cueste creerlo, es así.

Me pareció una ridiculez. El recorte de prensa tampoco tenía mucho sentido. Se refería a una profesora de París que había desaparecido el año anterior. Lo que pretendo es afirmar que Zozie jamás fue profesora, ¿no? ¿Jean-Loup intenta decir que Zozie es un fantasma?

Ni siquiera él estaba seguro.

– Aparecen noticias sobre estas cosas -comentó mi amigo y, con gran cuidado, guardó el recorte en el sobre-. Creo que lo llaman «suplantación de identidad».

– Lo que tú digas.

– Ríete si quieres, pero pasa algo raro. Lo noto cuando está cerca. Esta noche traeré la cámara. Quiero hacer primeros planos y ver si así consigo alguna prueba…

– Tú y tus fantasmas.

Empecé a mosquearme. Jean-Loup solo tiene un año más que yo. ¿Quién se piensa que es? Si supiera la mitad de lo que yo sé sobre Ehecatl, el Uno Jaguar y el Huracán, probablemente le daría un ataque o algo parecido. Si conociera la existencia de Pantoufle, supiese que Rosette y yo invocamos al Viento del Cambio o se enterara de lo que ocurrió en Les Laveuses, probablemente se volvería loco.

Por eso hice algo que tal vez no debía. No quería volver a discutir con Jean-Loup y sabía que ocurriría si seguíamos hablando. Sigilosamente tracé con los dedos la señal del Uno Mono, el timador, y desde mi espalda se la lancé como si de un guijarro se tratase.

Jean-Loup frunció el ceño y se llevó la mano a la cabeza.

– ¿Qué te pasa? -pregunté.

– No lo sé. Acabo de sentir…, tengo la sensación de haberme quedado en blanco. ¿De qué hablábamos?

Jean-Loup me gusta, me gusta mucho y no quiero que le pase nada malo, pero es lo que Zozie denomina «gente corriente» en oposición a la «gente como nosotras». La gente corriente cumple las normas y la gente como nosotras las crea. Hay demasiadas cosas que no puedo contarle a Jean-Loup, cosas que no entendería. En cambio, a Zozie se lo digo todo y me conoce mejor que nadie.

En cuanto Jean-Loup se fue, quemé en la chimenea de mi habitación el recorte y las fotos que se había olvidado y vi que los copos de ceniza se volvían blancos y se posaban como la nieve.

Listo, ya no queda nada. Ahora me siento mejor. No es que sospeche de Zozie pero, con la boca torcida y los ojillos de mirada malvada, ese rostro me causó inquietud. No es posible que la haya visto antes, ¿verdad? ¿Nos hemos cruzado en la chocolatería, en la calle o tal vez en el autobús? Para no hablar del nombre de Françoise Lavery. ¿Lo he oído en otra parte? Es un nombre bastante corriente, pero me gustaría saber por qué me recuerda a…

¿Un ratón?

4


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, cinco y veinte de la tarde


Debo reconocer que ese niño nunca me gustó. Solo fue un instrumento útil para apartarla de la influencia de su madre y volverla más receptiva a la mía. Ahora ese chico ha traspasado los límites, ha intentado socavarme, por lo que temo que habrá que prescindir de él.

Lo vi en sus colores cuando estaba a punto de abandonar el local. Había estado arriba con Anouk, escuchando música, jugando o a lo que sea que se dedican estos días, y me saludó amablemente mientras recogía el anorak del perchero colgado detrás de la puerta.

Algunas personas son más fáciles de interpretar que otras y, pese a toda su astucia Jean-Loup Rimbault solo tiene doce años. Noté algo demasiado ingenuo en su sonrisa, algo que había detectado en más de una ocasión en mi época de profesora Françoise. Me refiero a la sonrisa de un niño que sabe demasiado y que cree que puede salirse con la suya. ¿Qué contenía la carpeta de papel que acababa de dejar en el dormitorio de Anouk? ¿Tal vez…, tal vez fotografías?

– ¿Vendrás esta noche a la fiesta?

Jean-Loup movió afirmativamente la cabeza.

– Por supuesto. El local está de fábula.

No hay duda de que hoy Vianne no ha parado. Del techo penden constelaciones de estrellas plateadas y ramas con velas a punto para ser encendidas. Como aquí no hay mesa de comedor, ha juntado las pequeñas para hacer una larga y las ha tapado con los tres manteles que corresponde: el verde, el blanco y el rojo. De la puerta cuelga una guirnalda de acebo y el aroma a cedro y a pino recién talado impregna el aire como si de un bosque se tratase.

Los trece postres navideños tradicionales están repartidos por la chocolatería en platos de cristal, semejan un tesoro pirata y se los ve brillantes y lustrosos con tonos topacio y dorado: turrón negro para el diablo, turrón blanco para los ángeles, clementinas, uvas, higos, almendras, miel, dátiles, manzanas, peras, carne de membrillo, bizcochitos de harina de almendras salpicados de uvas pasas y piel confitada y una hogaza preparada con aceite de oliva y dividida en doce trozos, como una rueda…

Para no hablar del chocolate: el tronco de Yule que se enfría en la cocina, los bombones de turrón, los de piña y las trufas de chocolate apiladas sobre el mostrador en medio de una aromática espolvoreada de cacao en polvo.

– Prueba -propongo, y le ofrezco una trufa.

Jean-Loup acepta el bombón con actitud soñadora. El aroma es intenso y terroso, como el de los hongos que se recogen con la luna llena. A decir verdad, es posible que contengan algún hongo, ya que mis especialidades están cargadas de cosas misteriosas, pero en este caso es el cacao en polvo el que ha sido hábilmente manipulado para quitar del medio a ese crío molesto y, por añadidura, el signo del Huracán dibujado con cacao en la parte de abajo del mostrador será más que suficiente para resolver el problema.

– Nos veremos en la fiesta -asegura Jean-Loup.

No creo que nos veamos. Es indudable que mi pequeña Nanou te echará de menos, aunque no por mucho tiempo. Muy pronto el Huracán descenderá sobre Le Rocher de Montmartre y, cuando suceda…

Bueno, ¿quién sabe? ¿Acaso saberlo no desvelaría la sorpresa y la echaría a perder?

5


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, seis de la tarde


Finalmente la chocolatería ha cerrado y, salvo el letrero que cuelga en la puerta, nada indica que en su interior hay actividad.

¡ESTA NOCHE, A LAS SIETE Y MEDIA, FIESTA DE NAVIDAD!, reza el letrero en medio de un dibujo de estrellas y monos.

SE RECOMIENDA ASISTIR CON TRAJE DE DISFRAZ.

Todavía no he visto el disfraz de Zozie. Me figuro que es fabuloso, pero no me ha contado de qué se trata. Después de contemplar la nieve durante casi una hora, la impaciencia me dominó y fui a su cuarto a ver qué hacía.

Cuando entré me llevé una sorpresa mayúscula: ya no era su cuarto. Había quitado cuanto colgaba de las paredes, la bata china no estaba en la parte de atrás de la puerta y los adornos de la pantalla de la lámpara habían desaparecido. Hasta sus zapatos se habían esfumado de la repisa de la chimenea, y supongo que fue entonces cuando caí realmente en la cuenta de lo que pasaba.

Me percaté al ver que sus fabulosos zapatos ya no estaban.

Sobre la cama había una pequeña maleta de piel que, a juzgar por su aspecto, estaba muy viajada. Zozie se disponía a cerrarla y cuando entré me miró. Supe lo que diría sin necesidad de preguntárselo.

– Ay, cariño, pensaba decírtelo, de verdad que iba a decírtelo, pero no quería arruinarte la fiesta.

Fui incapaz de creerle.

– ¿Te vas esta noche?

– En algún momento tenía que hacerlo -repuso con gran sensatez-. Además, a partir de esta noche ya no tendrá demasiada importancia.

– ¿Por qué?

Zozie se encogió de hombros.

– ¿No invocaste al Viento del Cambio? ¿No querías que tú, Roux, Yanne y Rosette formaseis una familia?

– ¡Eso no significa que tengas que irte!

Lanzó un zapato hacia la maleta.

– Ya sabes que las cosas no funcionan así. Nanou, siempre hay un desenlace, no puede ser de otra manera.

– ¡Pero si tú también eres de la familia!

Negó con la cabeza.

– No saldría bien por Yanne. Está totalmente en contra de mí y quizá tiene razón. Cuando estoy presente nada rueda con facilidad.

– ¡No es justo! ¿Adónde irás?

Zozie apartó la mirada de la maleta y sonrió.

– Dondequiera que el viento me lleve -repuso.

6


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, siete de la tarde


La madre de Jean-Loup acaba de telefonear para decir que, de repente, su hijo ha enfermado y no vendrá. Como es lógico, Anouk se ha llevado un chasco y está preocupada por su amigo, pero el entusiasmo de la fiesta es demasiado intenso como para que la decepción dure.

Con la capa y la caperuza rojas se parece más que nunca a una chuchería navideña mientras salta de aquí para allá en pleno frenesí de actividad.

– ¿Ya han llegado? -pregunta incesantemente, a pesar de que en las invitaciones dice a las siete y media y de que el reloj de la iglesia acaba de dar la hora-. ¿Ves a alguien fuera?

A decir verdad, la nieve es tan espesa que apenas veo la farola al otro lado de la plaza. Anouk no deja de aplastar la cara contra el escaparate y se convierte en un fantasma de sí misma en el cristal.

– ¡Zozie! -grita-. ¿Estás lista? -Se produce la respuesta asordinada de Zozie, que ha pasado arriba las dos últimas horas. Anouk pregunta-: ¿Puedo subir?

– Todavía no. Ya te dije que se trata de una sorpresa.

Esta noche hay algo alocado en Anouk: cierta animación formada por una cuarta parte de alegría y tres de delirio. Ora parece una cría de nueve años, ora es casi adulta, perturbadora y está preciosa con la capa roja y el pelo como nubes de tormenta alrededor de la cara.

– Tómatelo con calma -aconsejo-. Terminarás agotada.

Me abraza impulsivamente, tal como hacía de pequeña y, antes de que pueda hacer lo mismo, se ha ido, salta inquieta de un plato a otro, de una copa a otra, reacomoda las hojas de acebo, la hiedra, los posavelas, las servilletas atadas con cuerda roja, los almohadones multicolores de las sillas y el cuenco de cristal tallado, comprado en una tienda benéfica y lleno de ponche de vino tinto color granate, especiado con nuez moscada y canela, aderezado con limón y un chorro de coñac y decorado con una naranja traspasada de clavos de olor que flota sobre las profundidades carmesíes.

Por contraposición, Rosette está extraordinariamente serena. Con su traje de mono, lo observa todo con los ojos muy abiertos y está fascinada por la casa de Adviento, con el belén en el que está representada, con la nieve que cae iluminada por un halo y con el grupo de monos (insiste en que el mono es un animal navideño) que sustituye al buey y al asno de siempre.

– ¿Crees que vendrá?

Evidentemente, Anouk se refiere a Roux. Me lo ha preguntado infinidad de veces y me duele pensar en la desilusión que sufrirá si no hace acto de presencia. Al fin y al cabo, ¿por qué vendría? ¿Hay algo que justifique que siga en París? Anouk está segura de que continúa aquí, lo que me lleva a preguntarme si lo ha visto; esa idea me hace sentir peligrosamente delirante, como si el hecho de ser Anouk fuese contagioso y la nevada en Yule no fuera un fenómeno meteorológico casual, sino un acontecimiento mágico, capaz de borrar el pasado…

– ¿Quieres que venga? -pregunta Anouk.

Pienso en el rostro de Roux, en su olor a aceite de motor y a pachulí, en el modo en el que inclina la cabeza cuando se concentra, en el tatuaje de la rata, en su lenta sonrisa. Hace demasiado tiempo que lo deseo. También he luchado con él…, he luchado por su retraimiento, su desprecio hacia las convenciones, su terca negativa a conformarse…

Pienso en los años transcurridos desde que huimos de Lansquenet, pasando por Les Laveuses, París y el boulevard de la Chapelle, con el letrero de neón y la mezquita cercana, para llegar a la place de Faux-Monnayeurs y la chocolatería, buscando inútilmente una parada en la que encajar, cambiar y ser como los demás.

Durante esos viajes, en las habitaciones de los hoteles y de las pensiones, en los pueblos y las ciudades, a lo largo de esos años de anhelo y miedo, ¿de quién huí realmente? ¿Del Hombre Negro, de las Benévolas, de mi madre, de mí misma?

– Sí, Nou, quiero que venga.

Pronunciar esas palabras produce un gran alivio. Pese a todas las racionalizaciones, por fin lo reconozco. Tras haber intentado encontrar, si no el amor, al menos una mínima satisfacción con Thierry, y haber fracasado, reconozco para mis adentros que existen cuestiones imposibles de racionalizar, que en el amor no se trata de elegir, que a veces no puedes escapar del viento…

Está claro que Roux jamás creyó que me asentaría. Siempre sostuvo que me engañaba a mí misma y en su serena arrogancia esperaba que algún día yo reconocería mi derrota. Quiero que venga. De todos modos, no huiré…, no me iré aunque Zozie derribe el local y la vivienda sobre mi cabeza. Esta vez, cueste lo que cueste, nos quedamos.

– ¡Ha llegado alguien!

Resuenan las campanillas, pero la figura que atraviesa la puerta con peluca rizada resulta excesivamente voluminosa como para ser Roux.

– ¡Cuidado a todos! ¡Transporto una gran carga!

– ¡Nico! -chilla Anouk y se echa en brazos de la figura corpulenta que viste levita, botas hasta la rodilla y joyas que avergonzarían a un rey. Nico tiene los brazos llenos de regalos, que deposita a los pies del árbol de Navidad y, aunque sé que el local no es muy grande, lo cierto es que parece llenarlo con su descomunal alegría-. ¿Quién eres?

– Enrique IV, está clarísimo -replica Nico con aires de grandeza-. Soy el monarca culinario de Francia. Un momento… -Calla y olisquea el aire-. Algo huele bien, mejor dicho, realmente bien. Annie, ¿qué se cuece?

– Bueno, muchas cosas.

Tras él, Alice franquea la puerta vestida de hada, incluidos el tutu y las alas centelleantes, aunque hay que reconocer que las hadas tradicionales no suelen ponerse botas tan grandes. Está sonrosada, ríe satisfecha y, pese a que todavía está delgada, da la sensación de que su rostro ha perdido parte de su dureza, lo que la vuelve más bonita y menos frágil.

– ¿Dónde está la dama de los zapatos? -pregunta Nico.

– No ha terminado de arreglarse -responde Anouk, coge a Nico de la mano y lo arrastra hasta la mesa cargada de manjares-. Ven, sírvete algo de beber, hay de todo. -Sumerge el cucharón en el ponche-. No te vuelvas loco con los macarrones, hemos preparado suficientes como para alimentar a un ejército.

A continuación se presenta madame Luzeron. Demasiado solemne como para disfrazarse, pero festiva con un conjunto de jersey y chaqueta de color azul claro, deposita sus regalos bajo el árbol y acepta un vaso de ponche de manos de Anouk y una sonrisa de Rosette, que juega en el suelo con el perro de madera que le regaló para su cumpleaños.

Las campanillas vuelven a tintinear y allí está Laurent Pinson, con los zapatos brillantes y heriditas del afeitado en la cara; luego llegan Richard y Mathurin; Jean-Louis y Paupaul, el primero con el chaleco amarillo más llamativo que he visto en mi vida; madame Pinot, que se ha disfrazado de monja y la señora de aspecto ansioso que regaló una muñeca a Rosette (supongo que la invitó Zozie). De pronto somos un montón de gente, bebidas, risas, canapés y dulces. Vigilo el obrador con un ojo mientras Anouk me sustituye como anfitriona, Alice mordisquea un bizcochito de harina de almendras, Laurent coge un puñado de almendras y se las guarda en el bolsillo, Nico vuelve a preguntar por Zozie y yo me pregunto cuándo llevará a cabo su jugada.

Tac, tac, tac, resuenan sus tacones escaleras abajo.

– Lamento haberme retrasado -se disculpa y sonríe.

Durante unos segundos se produce el reflujo; se impone el silencio cuando entra fresca como una rosa y radiante con su vestido rojo: todos vemos que se ha cortado el pelo a la altura de los hombros, exactamente como lo llevo yo; se lo ha puesto detrás de las orejas, igual que yo, lleva el mismo flequillo recto que yo y ese pequeño remolino en la nuca, imposible de dominar…

Madame abraza a Zozie cuando llega al final de la escalera. Pienso que tengo que averiguar su nombre, pero de momento no puedo apartar la mirada de Zozie, que camina hasta el centro del local en medio de las risas y los aplausos de los invitados.

– ¿De qué te has disfrazado? -pregunta Anouk.

Es a mí a quien Zozie se dirige con esa sonrisa sagaz que solo yo detecto:

– Vamos, Yanne, ¿no te causa gracia? ¿No te has dado cuenta? He venido de ti.

7


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, ocho y media de la noche


Ya sabéis que hay personas imposibles de satisfacer. De todos modos, valió la pena por su expresión; por esa palidez repentina, compungida y afligida, por el escalofrío que recorre su cuerpo al verse a sí misma bajando la escalera.

Debo reconocer que se trata de un buen trabajo. El vestido, el peinado, las joyas; todo, salvo los zapatos, reproducido con sobrecogedora perfección y lucido con un atisbo de sonrisa.

– Vaya, parecéis mellizas o gemelas -comenta Nico el Gordo con pueril deleite sirviéndose más macarrones.

Laurent se contorsiona con nerviosismo, como si lo hubiesen pillado en medio de una fantasía particular. Está claro que nos distinguen; con los encantos puedes hacer muchas cosas, pero la transformación total solo es materia de los cuentos de hadas; por otro lado, sorprende la facilidad con la que adopto el papel.

Anouk no pasa por alto lo paradójico de la situación. Su entusiasmo ha alcanzado proporciones casi maníacas mientras entra y sale de la chocolatería, según dice para ver la nieve, pero ella y yo sabemos que está pendiente de Roux; supongo que las súbitas llamaradas iridiscentes de sus colores no nacen del placer, sino de una energía frenética que debe descargar porque, de lo contrario, corre el riesgo de consumirse como un farolillo de papel.

Roux no está. Mejor dicho, todavía no se ha presentado, aunque sí que ha llegado el momento de que Vianne sirva la cena.

Comienza a hacerlo a regañadientes. Todavía es temprano y aún cabe la posibilidad de que Roux venga. Su lugar se encuentra en la cabecera de la mesa y, si alguien pregunta, Vianne dirá que es el sitio reservado para honrar a los que ya no están, tradición secular que se hace eco del Día de los Muertos, algo muy adecuado para la celebración de la velada.

De primero tomamos una sopa de cebolla tan ahumada y olorosa como las hojas en otoño, con trocitos de pan frito, gruyere rallado y una espolvoreada de pimentón por encima. Mientras sirve, Vianne me observa y tal vez espera que de la nada saque un plato todavía más perfecto que hará sombra a sus esfuerzos.

Me limito a comer, a charlar y a sonreír; felicito a la cocinera y el tintineo de la vajilla se le sube a la cabeza, por lo que se siente ligeramente embotada, como si no las tuviera todas consigo. El pulque es un brebaje misterioso y el ponche contiene generosas cantidades, cortesía de la casa, en honor de la gozosa ocasión. Si acaso como consuelo, Vianne sirve más ponche y el perfume de los clavos la hace sentir como si la enterrasen viva, el sabor se asemeja al de las guindillas aderezadas con fuego y se pregunta: ¿terminará alguna vez?

El segundo plato se compone de delicadísimo foie gras, untado sobre tostadas finas y acompañado de carne de membrillo e higos. El contraste es lo que da encanto al plato, lo mismo que el chasquido del chocolate bien templado; el foie gras se deshace lentamente en la boca, suave como una trufa de praliné, y se sirve con una copa de Sauternes muy frío que Anouk rechaza y que Rosette bebe en un vaso minúsculo, del tamaño de un dedal, lo que le provoca una rara y radiante sonrisa a la vez que, con impaciencia, expresa mediante signos que quiere más.

El tercer plato consta de salmón cocido en papillotte, servido entero y con salsa bearnesa. Alice se lamenta de que está casi llena.

pero Nico le da bocaditos escogidos de su plato y se burla de su escaso apetito.

Por fin llega el plato principal: la oca, asada lentamente al horno para que la grasa se derrita y se separe de la piel, lo que la deja crujiente y casi caramelizada, mientras que la carne acaba tan tierna que se separa de los huesos como una media de seda de la pierna de una mujer. La acompaña con patatas y castañas asadas en la grasa dorada.

Nico emite un sonido que es mitad lujuria y otro tanto risa.

– Creo que acabo de morir y he ido al cielo de las calorías -comenta y ataca con deleite una pierna de oca-. Debo reconocer que no he probado nada tan delicioso desde la muerte de mi madre. ¡Felicitaciones a la cocinera! Si no estuviera perdidamente enamorado de este insecto palo, te garantizo que me casaría contigo sin pensármelo dos veces… -Menea el tenedor alegremente y con tanta exuberancia que está a punto de clavárselo en el ojo a madame Luzeron, que aparta la cara justo a tiempo.

Vianne sonríe. Seguramente el ponche comienza a surtir efecto y se ha ruborizado por el éxito obtenido.

– Gracias -responde poniéndose en pie-. Me siento muy contenta de que hoy estéis aquí y quiero agradeceros la ayuda que nos habéis prestado.

Pienso que es una reacción encantadora y me pregunto qué han hecho exactamente.

– Quiero agradecer vuestra fidelidad, apoyo y amistad en el momento en el que más los necesitábamos. -Vuelve a sonreír y tal vez comienza a hacerse cargo de las sustancias químicas que circulan libremente por sus venas, que la han vuelto locuaz, extrañamente imprudente y casi temeraria, como una Vianne mucho más joven de otra vida casi olvidada-. Tuve lo que suele definirse como una infancia inestable. Eso significa que nunca me asenté. Fuera donde fuese, no me sentía aceptada. Siempre tuve la sensación de ser forastera. He logrado estar cuatro años aquí y se lo debo a personas como vosotros.

¡Qué aburrimiento, qué aburrimiento! Se aproxima un discurso interminable.

Me sirvo un vaso de ponche y busco la mirada de mi pequeña Anouk. Noto que está un pelín inquieta, tal vez por la ausencia de Jean-Loup. El pobre debe de estar muy enfermo. Suponen que se debió a algo que comió. Con un corazón tan delicado como el suyo todo resulta peligroso: un resfriado, una ráfaga de viento, un ensalmo, incluso…

¿Es posible que Anouk se sienta culpable?

Por favor, Anouk, descarta esa idea. ¿Por qué te sientes responsable? Como si no estuvieras lo bastante atenta a cada negativa. Querida, debo decir que veo tus colores y la forma en la que contemplaste mi pequeño belén, con el círculo mágico del trío que se encuentra bajo la luz de las estrellas eléctricas.

Hablando de todo un poco, falta alguien. Llega tarde, como era de esperar, pero se acerca deprisa, serpentea por las callejuelas de la colina sigiloso como un zorro alrededor del gallinero. Su lugar en la cabecera de la mesa permanece vacío y allí continúan los platos y las copas.

Vianne se tacha de tonta. Anouk empieza a sospechar que tantos planes e invocaciones no han servido, que la nieve no cambiará nada y que aquí no hay nada que la retenga.

A medida que la cena toca a su fin, todavía queda tiempo para los tintos del Gers, los p'tits cendrés recubiertos de ceniza de roble, los quesos frescos sin pasteurizar, los secos y los maduros, el Buzet añejo, la carne de membrillo, las nueces, las almendras frescas y la miel.

En ese momento Vianne presenta los trece postres y el tronco de Yule, grueso como el brazo de un forzudo y blindado con una capa de dos centímetros y medio de chocolate. Todos los que pensaron que ya no podían más, Alice incluida, encuentran un hueco para un trozo de tronco (en el caso de Nico, son dos o tres huecos) y, como el ponche se ha terminado, Vianne descorcha una botella de champán y brindamos.

¡Por los ausentes!

8


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, diez y media de la noche


Rosette está casi dormida. Se ha portado muy bien durante la cena; ha comido con los dedos, pero limpiamente, sin babear demasiado, y ha hablado mucho (por signos, claro) con Alice, que está sentada junto a su trona.

Adora las alas de hada de Alice, lo que es bueno porque esta le ha traído un par de regalos, que ha dejado al pie del árbol de Navidad. Rosette es demasiado pequeña para esperar a la medianoche, en realidad ya debería estar en la cama, por lo que decidimos que abra los regalos. Desenvolvió el paquete con las alas de hada, que son moradas, plateadas y geniales, y se olvidó del resto de los regalos; si he de ser sincera, espero que Alice me haya hecho el mismo obsequio, lo cual parece probable dada la forma del paquete. Rosette se ha convertido en mono volador, algo que le parece muy gracioso; gatea por el suelo con las alas moradas y el disfraz de mono y, con una galleta de chocolate en la mano, sonríe a Nico desde debajo de la mesa.

Se ha hecho tarde y empiezo a estar cansada. ¿Dónde está Roux? ¿Por qué no ha venido? Soy incapaz de pensar en otro asunto, ni siquiera en la comida o en los regalos. Me siento demasiado nerviosa. Tengo la sensación de que mi corazón se ha convertido en un juguete de cuerda y da vueltas descontrolado. Cierro los ojos unos instantes y percibo el aroma del café y del chocolate caliente con especias, que tanto le gusta a mamá, y el sonido de los platos que retiran de la mesa.

Vendrá, pienso. Tiene que venir.

Ya es muy tarde y no está aquí. ¿He hecho algo mal? ¿Me equivoqué con las velas, el azúcar, el círculo y la sangre? ¿Con el oro y el incienso? ¿Con la nieve?

Veamos, ¿por qué no ha llegado todavía?

No quiero llorar. Es Nochebuena, pero no tendría que discurrir así. ¿Se trata del desenlace del que habló Zozie? Había que deshacerse de Thierry pero… ¿a qué precio?

Oigo las campanillas y abro los ojos. Hay alguien en el umbral. Durante unos segundos lo veo con toda claridad, vestido de negro de la cabeza a los pies y con la melena pelirroja suelta…

Vuelvo a mirarlo y no es Roux. El que está en la puerta es Jean-Loup y supongo que la mujer pelirroja que se encuentra a su lado es su madre. Su expresión es arisca e incómoda, pero Jean-Loup parece encontrarse bien, tal vez un poco pálido, como de costumbre.

Abandono la silla de un salto.

– ¡Has logrado venir! ¡Hurra! ¿Te sientes bien?

– Nunca me he sentido mejor -replica sonriente-. ¿No crees que sería la persona más imperfecta del mundo si, después de todo lo que has trabajado, me perdiera tu fiesta?

La madre de Jean-Loup intenta esbozar una sonrisa y toma la palabra:

– No quiero molestar, pero Jean-Loup insistió en que…

– Le damos la bienvenida -la interrumpo.

Mientras mamá y yo vamos al obrador en busca de un par de sillas, Jean-Loup se mete la mano en el bolsillo y saca algo. Parece un regalo envuelto en papel dorado y es pequeño, más o menos del tamaño de un praliné. Se lo entrega a Zozie y explica:

– Parece que, después de todo, no son mis preferidos.

Zozie está de espaldas a mí, por lo que no veo su expresión ni el contenido del paquete. Seguramente Jean-Loup decidió dar una oportunidad a Zozie y siento un alivio tan grande que estoy a punto de echarme a llorar. Todo empieza a rodar. Solo falta que Roux vuelva y que Zozie decida quedarse…

En ese momento se da la vuelta y le veo la cara, que no tiene nada que ver con la de Zozie. Debe de ser una mala pasada de la luz, ya que durante un instante parecía enfadada… ¿He dicho enfadada? Pues no, estaba furiosa…, con los ojos como rendijas, la boca llena de dientes y los dedos apretando con tanta fuerza el paquete entreabierto que el chocolate gotea como la sangre…

Bien, como ya he dicho, se hace tarde. Deben de ser mis ojos los que me juegan una mala pasada, ya que una fracción de segundo después vuelve a ser la de siempre, sonríe de oreja a oreja, está estupenda con el vestido rojo y los tacones de terciopelo del mismo color y estoy en un tris de preguntar a Jean-Loup qué contenía el pequeño paquete cuando las campanillas vuelven a tintinear y entra alguien, una figura alta, que viste de rojo y blanco, con gorro de piel y una enorme barba postiza.

– ¡Roux! -grito y doy un brinco.

Roux se quita la barba postiza y veo que sonríe.

Rosette está casi a sus pies. Roux la coge y la balancea en el aire.

– ¡Un monito! -exclama Roux-. Es mi preferido. ¡Y, por si eso fuera poco, un mono volador!

Lo abrazo y comento:

– Creí que ya no venías.

– Pues aquí estoy.

Se impone el silencio. Roux sigue de pie, con Rosette en brazos. El local está lleno, aunque daría igual que no hubiese nadie y, pese a que parece bastante tranquilo, por la forma en la que mira a mamá sospecho que…

Observo a mamá a través del Espejo Humeante. Se lo toma con calma, pero sus colores son intensos. Mamá avanza un paso y dice:

– Te guardamos el sitio.

Roux la mira.

– ¿Estás segura?

Mamá asiente.

Todos lo observan y durante unos segundos sospecho que está a punto de decir algo, ya que a Roux no le gusta ser el centro de atención; en realidad, se siente incómodo cuando está rodeado de gente…

Mamá da otro paso y lo besa tiernamente en los labios. Roux deposita a Rosette en el suelo y abre los brazos.

No hace falta el Espejo Humeante para darse cuenta. Es imposible pasar por alto ese beso, la forma en que encajan como piezas de un rompecabezas o la luz que enciende la mirada de mamá cuando coge a Roux de la mano y se vuelve para sonreír a todos.

Vamos, la apremio con mi voz espectral. Comunícalo. Dilo, dilo de una vez.

Mamá me mira fugazmente y sé que, de alguna manera, ha captado mi mensaje. Pasea la vista por nuestro círculo de amigos, ve que la madre de Jean-Loup sigue de pie, con cara de limón exprimido, y titubea. Todos están pendientes de mamá… Sé qué piensa, es evidente. Aguarda la mirada fulminante, la misma que hemos visto tantas veces, la que parece decir «tú no tienes nada que hacer aquí, no eres de los nuestros, eres distinta…».

Alrededor de la mesa nadie habla. Arrebolados y bien alimentados, todos la contemplan en silencio, salvo Jean-Loup y su madre, que nos ha clavado la mirada como si fuésemos una guarida de lobos. Nico el Gordo coge de la mano a Alice, con sus alas de hada; madame Luzeron está ridícula con el conjunto de jersey y chaqueta y el collar de perlas; madame Pinot luce su disfraz de monja y, con el pelo suelto, parece veinte años más joven; a Laurent le brillan los ojos; Richard, Mathurin, Jean-Louis y Paupaul fuman y nadie, absolutamente nadie, la fulmina con la mirada.

Entonces es su rostro el que cambia. Se suaviza como si se hubiese quitado un peso de encima. Por primera vez desde que nació Rosette se parece realmente a Vianne Rocher, a la misma Vianne que voló hasta Lansquenet y jamás se preocupó por la opinión de los demás.

Zozie esboza una ligera sonrisa.

Jean-Loup aferra la mano de su madre y la obliga a sentarse.

Laurent entreabre los labios.

Madame Pinot se pone como una fresa.

Mamá declara:

– Queridos, quiero que conozcáis a alguien. Se trata de Roux, el padre de Rosette.

9


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once menos veinte de la noche


Oigo el suspiro colectivo; algo que, en otras circunstancias, habría sido de desaprobación, pero en este caso, tras los alimentos y el vino, suavizado por la celebración y por el desacostumbrado encanto de la nieve, parece la exclamación que acompaña una muestra espectacular de fuegos artificiales.

Roux se muestra cauteloso, aunque finalmente sonríe, acepta la copa de champán que le ofrece madame Luzeron y la levanta para brindar con todos.

Me siguió al obrador cuando la charla se reanudó. Rosette lo persiguió a gatas, con su disfraz de mono, y ahora recuerdo lo fascinada que quedó la primera vez que Roux entró en la chocolatería, como si hasta ella lo hubiese reconocido.

Roux se agachó y le acarició los cabellos. El parecido entre ambos es tiernamente conmovedor, como los recuerdos y el tiempo perdido. Hay tantas cosas que no ha visto: la primera vez que Rosette levantó la cabeza, su primera sonrisa, los dibujos de animales, el baile de la cuchara que tanto encolerizó a Thierry. Por su expresión ya sé que jamás le recriminará que sea distinta, que Rosette nunca lo avergonzará, que ni se le ocurrirá compararla con nadie ni pedirle que sea más que ella misma.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -quiso saber Roux.

Dudé antes de responder. ¿Qué verdad debía contarle? ¿Que tuve demasiado miedo, que fui demasiado orgullosa o demasiado terca para cambiar? ¿Que, al igual que Thierry, me enamoré de una fantasía que, cuando por fin estuvo a mi alcance, demostró que no era oro sino, lisa y llanamente, un manojo de paja?

– Quería que nos asentáramos y que nos convirtiésemos en gente corriente.

– ¿Has dicho corriente?

Le conté el resto. Le hablé de nuestra huida de pueblo en pueblo, de la alianza falsa, del cambio de nombre, del fin de la magia y de Thierry; también de la búsqueda de la aceptación al precio que fuera, incluso el de mi sombra, incluso el de mi alma.

Roux permaneció un rato en silencio y luego rió suave y guturalmente.

– ¿Lo has hecho a cambio de una chocolatería?

Negué con la cabeza.

– Ya no, se acabó.

Roux siempre insistió en que me esforzaba en exceso y me preocupaba demasiado…, pero ahora veo que no me preocupé lo suficiente por las cosas que de verdad me importan. Al fin y al cabo, una chocolatería no es más que arena y mortero, piedra y cristal. No tiene corazón ni más vida que la que nos arrebata. Y una vez que se la hemos dado…

Roux cogió en brazos a Rosette, que no se retorció como suele hacer cuando un desconocido se acerca a ella, sino que lanzó un silencioso cacareo de deleite e hizo signos con ambas manos.

– ¿Qué ha dicho?

– Dice que pareces un mono -respondí y reí-. Te aseguro que, viniendo de Rosette, es todo un cumplido.

Roux sonrió y nos abrazó. Permanecimos entrelazados unos segundos, con Rosette colgada de su cuello, el suave murmullo de las risas en el local y el aroma a chocolate.

En ese momento el silencio se impone en la chocolatería, resuenan las campanillas, la puerta se abre de par en par y a través de la abertura diviso otra figura de rojo y con la cabeza cubierta; una figura más alta, más corpulenta y tan conocida pese a la barba postiza que no me hace falta ver que en la mano lleva un puro.

Thierry entra en medio del silencio y tropieza al caminar, lo que apunta a que ha bebido.

Traspasa a Roux con una mirada malévola y pregunta:

– ¿Quién es ella?

– ¿Quién? -repite Roux.

Thierry cruza el local de tres zancadas; a su paso golpea el árbol de Navidad, por lo que los regalos se desparraman por el suelo, y con su rostro de barba blanca apunta a Roux.

– Lo sabes perfectamente. Me refiero a tu cómplice, a la que te ayudó a cobrar el cheque con el que te pagué, la misma que el banco grabó a través del circuito de televisión y que, al decir de todos, este año ha desplumado a más de un mamón en París.

– Ni tengo cómplices ni jamás cobré tu cheque -puntualiza Roux.

En ese instante noto algo en su expresión, veo que cae en la cuenta de algo, pero ya es demasiado tarde.

Thierry lo sujeta del brazo. Están muy cerca, semejan imágenes de un espejo distorsionado, Thierry con la mirada desaforada y Roux muy pálido.

– La policía lo sabe todo sobre ella -afirma Thierry-. Nunca había estado tan cerca de pillarla. Cambia de nombre, ¿no? Trabaja sola, pero esta vez ha cometido un error porque se lió con un perdedor como tú. ¿Quién es? -Habla a gritos y está tan rojo como Papá Noel. Clava en Roux su mirada ebria e insiste-: ¿Quién demonios es Vianne Rocher?

10


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once menos cinco de la noche


Vaya, ¿acaso no se trata de la pregunta del millón?

Thierry está borracho. Lo noto en el acto. Apesta a cerveza y a puro, olores que se adhieren a su disfraz de Papá Noel y a esa barba de algodón ridículamente festiva. Debajo del disfraz sus colores son lúgubres y amenazadores, pero me doy cuenta de que se halla en un estado lamentable.

Frente a él, Vianne se ha puesto blanca como una estatua de hielo, con los labios entreabiertos y la mirada llameante. Menea la cabeza con impotente negación. Sabe que Roux no la delatará. Anouk se ha quedado sin habla y ha sufrido dos golpes: el primero, la conmovedora escena familiar que ha vislumbrado al otro lado de la puerta del obrador y, el segundo, esa desagradable intervención cuando por fin todo parecía perfecto.

– ¿Vianne Rocher? -pregunta Vianne y su voz suena hueca.

– Ni más ni menos -confirma Thierry-. También se la conoce como Françoise Lavery, Mercedes Desmoines o Emma Windsor, por mencionar unos pocos nombres.

Veo que, detrás de su madre, Anouk se horroriza. Alguno de esos nombres ha evocado algo. ¿Tiene importancia? Lo dudo mucho. En realidad, creo que he ganado la partida.

Thierry le clava su típica mirada calculadora.

– Él te llama Vianne. -Es evidente que se refiere a Roux. Vianne niega con la cabeza en silencio-. ¿Quieres decir que nunca has oído ese nombre?

Vuelve a negar con la cabeza y a continuación…

Su expresión demuestra que ha reparado en la trampa, ve lo limpiamente que ha sido manipulada para llegar a este punto y comprende que su única posibilidad radica en negarse a sí misma por tercera vez.

Nadie se fija en madame, que está tras ellos. Reservada durante la cena festiva, básicamente solo ha hablado con Anouk, pero ahora contempla a Thierry con una expresión de descarnado y simple pavor. Veamos, está claro que he preparado a madame, que mediante delicadas indirectas, encantos sutiles y química de la de toda la vida la he conducido hasta ese instante de revelación y ahora solo es necesario un único nombre para que la piñata se abra como una castaña sobre las llamas.

Vianne Rochen Bien, ese es el pie para mi entrada. Sonrío, me incorporo y tengo tiempo para un último y festivo trago de champán antes de que las miradas esperanzadas, temerosas, furiosas y adoradoras converjan sobre mí cuando por fin reclamo el premio.

Sin dejar de sonreír, pregunto:

– ¿Vianne Rocher? Soy yo.

11


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once de la noche


Debió de encontrar los papeles que guardo en la caja de mi madre. A partir de ahí es sencillo abrir una cuenta a mi nombre, solicitar un pasaporte y un carnet de conducir nuevos, todo lo que necesita para convertirse en Vianne Rocher. Ahora incluso se parece a mí; con Roux como cebo, también le resultó fácil utilizar mi identidad robada de tal manera que en algún momento nos incriminará…

Ah, ahora sí que veo la trampa. Como siempre sucede con esta clase de historias, comprendo demasiado tarde lo que de verdad quiere: obligarme a descubrir las cartas, tenderme una trampa para que revele mi juego, hacerme volar como una hojita al viento mientras un nuevo grupo de Furias me pisa los talones.

¿Y qué es un nombre?, me pregunto. ¿Acaso no puedo elegir otro? ¿No puedo cambiarlo, como ya he hecho tantas veces, poner al descubierto el farol de Zozie y obligarla a irse?

Thierry la mira azorado.

– ¿Tú?

Zozie se encoge de hombros.

– ¿Te sorprende?

Los demás la miran pasmados.

– ¿Fuiste tú la que robó el dinero, la que cobró los cheques?

Muy pálida, Anouk permanece tras ella.

– No me lo puedo creer -declara Nico.

Madame Luzeron menea la cabeza.

– Pero si Zozie es amiga nuestra -interviene la pequeña Alice, y se ruboriza mucho tras pronunciar el corto discurso-. Le debemos tanto…

Jean-Louis la interrumpe:

– Reconozco una impostora nada más verlo y puedo jurar que Zozie no lo es.

Jean-Loup toma la palabra:

– Pues es cierto. La prensa publicó su foto. Es muy hábil para cambiar de cara, pero yo sabía que era ella. Mis fotos…

Zozie le dirige una mirada mordaz.

– Claro que es cierto, todo es cierto. He tenido más nombres que los que soy capaz de enumerar. Siempre he vivido al día. Nunca he tenido un hogar como debe ser, una familia, un negocio o cualquiera de las cosas con las que cuenta Yanne.

Me lanza una sonrisa que semeja una estrella fugaz y no puedo hablar ni moverme, he quedado tan cautivada como los demás. La fascinación es tan intensa que casi tengo el convencimiento de que me han drogado; mi cabeza parece un avispero y los colores se desplazan por la chocolatería y la hacen girar como un tiovivo.

Roux extiende el brazo y me sujeta. Aparentemente es el único que no comparte el sentimiento generalizado de consternación. Apenas reparo en que madame Rimbault, la madre de Jean-Loup, me ha clavado la mirada. Por debajo del pelo teñido, su rostro se ha demudado de desaprobación. Es evidente que desea irse, pero también está hipnotizada, atrapada por la explicación de Zozie.

Zozie sonríe y prosigue:

– Digamos que soy una aventurera. Siempre he vivido de mi ingenio, de las apuestas, de robar, de mendigar y del fraude. No conozco nada más. Nunca tuve amigos ni un lugar que me gustase lo suficiente como para quedarme. -Hace una pausa y percibo el encanto en el aire, puro incienso y polvo centelleante, y sé que los convencerá y los hará girar sobre la punta de su dedo meñique-. Aquí he encontrado un hogar. He descubierto personas a las que les caigo bien, que me quieren por ser quien soy. Supuse que podría reinventarme, pero las viejas costumbres tardan en desaparecer. Thierry lo lamento y me comprometo a devolverte el dinero.

A medida que las voces suben de tono confundidas, afligidas y titubeantes, la discreta madame se encara con Thierry. Madame, cuyo nombre no conozco, ha palidecido a causa de algo que apenas es capaz de expresar y en su rostro rígido sus ojos semejan ágatas.

– Monsieur, ¿cuánto le debe? -pregunta madame-. Me ocuparé personalmente de pagarlo, incluidos los intereses.

Incrédulo, Thierry le clava la mirada e inquiere:

– ¿Por qué?

Madame se yergue en toda su altura, que no es mucha, ya que al lado de Thierry parece una codorniz frente a un oso.

– No me cabe la menor duda de que tiene derecho a protestar -responde con su tono nasal típicamente parisino-, pero tengo sobradas razones para suponer que, quienquiera que sea, Vianne Rocher es asunto mío mucho más que suyo.

– ¿Por qué? -repite Thierry.

– Porque soy su madre.

12


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y cinco de la noche


El silencio que la ha contenido en su gélido capullo se quiebra con un grito. Vianne, que ya no está pálida sino enrojecida por el pulque y la confusión, se dispone a afrontar a madame en el pequeño semicírculo que se ha formado a su alrededor.

Sobre sus cabezas cuelga una rama de muérdago y experimento el deseo desaforado, salvaje e incontenible de correr hasta donde está y besarla en la boca. Al igual que los demás, es muy fácil de manipular y ahora casi saboreo el premio, lo noto en el ritmo de mi sangre, lo oigo como la rompiente en una playa lejana y su sabor es tan dulce, como el del chocolate…

La señal del Uno Jaguar posee muchas propiedades. Como es obvio, la verdadera invisibilidad es imposible, salvo en los cuentos de hadas, pero podemos timar al ojo y al cerebro como no es posible engañar a las cámaras y a la película. Mientras centran su atención en madame, es bastante fácil alejarme de puntillas, sin pasar desapercibida del todo, y recoger la maleta que con tanto esmero he preparado.

Como sabía que ocurriría, Anouk me siguió.

– ¿Por qué lo has dicho? -espetó-. ¿Por qué dijiste que eres Vianne Rocher?

Me encogí de hombros.

– ¿Acaso tengo algo que perder? Anouk, me cambio de nombre como de chaqueta. Nunca permanezco mucho tiempo en el mismo sitio. Eso es lo que nos diferencia. Yo jamás podría vivir así. No podría ser respetable. Me da igual lo que piensen de mí, pero tu madre tiene mucho que perder. Me refiero a Roux, a Rosette y a la chocolatería, por supuesto…

– ¿Y qué pasa con esa mujer?

La puse al corriente de la triste historia: la niña en el coche y el dije del gatito. Resulta que Vianne jamás se lo contó. No puedo decir que rae sorprenda.

– Si sabía quién era, ¿por qué no se ocupó de buscarla y encontrarla? -preguntó Anouk.

– Tal vez tuvo miedo o quizá se sintió más unida a su madre adoptiva. Nanou, tú eliges a tu familia. ¿No es lo que tu madre dice siempre? También es probable que… -Me inventé una pausa.

– ¿Qué? Sigue.

– Las personas como nosotras somos distintas. Nanou, tenemos que estar juntas, tenemos que elegir a nuestra familia. -Acoté maliciosamente-: Al fin y al cabo, si es capaz de mentirte sobre ese tema, ¿estás segura de que tú no fuiste robada?

Dejé que Anouk reflexionase. En el local, madame hablaba y su voz subía y bajaba con los ritmos de la narradora innata. Es algo que comparte con su hija, pero no es el momento de divagar. Tengo la maleta, el abrigo y los documentos. Como siempre, viajo ligera de equipaje. Saco del bolsillo el regalo para Anouk: un paquetito envuelto en papel rojo.

– Zozie, no quiero que te vayas.

– Nanou, te aseguro que no tengo elección.

El regalo brilla entre los dobleces del papel de seda rojo. Se trata de una pulsera: una delgada tira de plata, lustrosa y nueva. Contrasta con el único dije que de ella cuelga: un minúsculo gato de plata ennegrecida.

Anouk sabe qué significa y se le escapa un sollozo.

– Zozie, no…

– Lo siento mucho, Anouk.

Cruzo velozmente el obrador vacío. Los platos y las copas están ordenadamente apilados junto a los restos de la comilona. Sobre el hornillo está a punto de hervir un cazo con chocolate caliente y el vapor que despide es la única señal de vida.

Pruébame, saboréame, implora.

Se trata de un encanto modesto, de un hechizo cotidiano al que Anouk se ha opuesto durante los últimos cuatro años pero, de todas maneras, más vale jugar sobre seguro, así que apago el fuego mientras me dirijo hacia la puerta trasera.

En una mano llevo la maleta y con la otra, como si arrojara al aire un puñado de telarañas, trazo la señal de Mictecacihuatl. La Muerte y un regalo, la seducción esencial, mucho más poderosa que el chocolate.

Me vuelvo y sonrío. Una vez fuera la oscuridad me tragará. El viento nocturno coquetea con mi vestido rojo. Mis zapatos escarlatas parecen sangre sobre la nieve.

– Nanou, todos elegimos -afirmo-. Yanne o Vianne. Annie o Anouk. El Viento del Cambio o el Huracán. No siempre resulta fácil ser como nosotras. Si prefieres el camino fácil, será mejor que te quedes aquí, pero si lo que te apetece es volar con el viento…

Parece dudar unos instantes, pero yo ya sé que he ganado.

Gané en el momento en el que adopté tu nombre y, a la vez, la invocación del Viento del Cambio. Verás, Vianne, nunca tuve la intención de quedarme. Nunca quise tu chocolatería. Ni se me pasó por la cabeza tener arte y parte en la penosa vida que has creado.

Gracias a sus dotes, Anouk es de un valor incalculable. Tan joven, con tanto talento y, sobre todo, tan fácil de manipular. Nanou, mañana podríamos estar en Nueva York, Londres, Moscú, Venecia e incluso en México. Allí hay muchas conquistas que esperan a Vianne Rocher y a su hija Anouk y seremos fabulosas, las recorreremos como el viento de diciembre.

Anouk me mira hipnotizada. Todo tiene tanto sentido que se pregunta por qué no lo vio antes. Se trata de un intercambio justo: una vida por otra.

¿Acaso ahora no soy tu madre? ¿No soy mejor que la de la vida real y el doble de divertida? ¿Para qué necesitas a Yanne Charbonneau? ¿A quién necesitas?

– ¿Y Rosette? -protesta Anouk.

– Rosette ya tiene una familia.

Tarda unos segundos en elaborarlo. Pues sí, Rosette tendrá una familia. Rosette no necesita elegir. Rosette tiene a Yanne. Rosette tiene a Roux.

Otro sollozo escapa del pecho de Anouk.

Por favor…

– Vamos, Nanou, es lo que quieres: magia, aventuras, la vida al límite…

Avanza un paso y vuelve a dudar.

– ¿Prometes que nunca me mentirás?

– Nunca te he mentido ni te mentiré.

Otra pausa y el persistente aroma del chocolate caliente de Vianne tironea de mí y con su voz humeante, quejumbrosa y agonizante dice pruébame, saboréame.

Vianne, ¿es lo único que puedes hacer?

Tengo la impresión de que Anouk sigue dudando.

Mira mi pulsera y los dijes de plata: el ataúd, los zapatos, la mazorca, el colibrí, la serpiente, la calavera, el mono, el ratón…

Anouk frunce el ceño como si intentase recordar algo que tiene en la punta de la lengua. Se le llenan los ojos de lágrimas al mirar el cazo de cobre que se enfría sobre el hornillo.

Pruébame, saboréame. La última y triste bocanada de perfume se desvanece como un fantasma de la infancia en el aire.

Pruébame, saboréame. Una rodilla despellejada, la palma de una mano pequeña y húmeda con chocolate en polvo adherido a la línea de la vida y la del corazón.

Pruébame, saboréame. El recuerdo de ambas tumbadas en la cama, con un libro ilustrado en el medio y Anouk riendo desaforadamente de algo que le ha dicho…

Una vez más hago la señal de Mictecacihuatl, la anciana Señora de la Muerte, la Devoradora de Corazones, que es como fuegos artificiales negros en su camino. Se hace tarde; madame no tardará en concluir su narración y nos echarán en falta.

Anouk parece desconcertada y observa el hornillo como si estuviera en plena ensoñación. Ahora detecto la causa a través del Espejo Humeante: una pequeña figura gris que se encuentra junto al cazo, un manchón que podría corresponder a los bigotes, una cola…

– Ya está bien -digo-. ¿Vienes o no?

13


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y cinco de la noche


– Vivía en la misma escalera que Jeanne Rocher. -Su voz denotó las típicas vocales tajantes de los parisinos nativos; fueron como tacones de aguja que golpearon las palabras-. Tenía pocos años más que yo y se ganaba la vida tirando el tarot y ayudando a dejar de fumar. Una vez, poco antes de que secuestraran a mi hija, la consulté. Me dijo que yo había pensado en dar a la pequeña en adopción. La acusé de mentirosa. De todas maneras, era cierto… -Continuó con expresión desolada-:Yo vivía en un estudio de Neuilly-Plaisance, a media hora del centro de París. Tenía un Dos caballos destartalado, un par de trabajos de camarera en cafeterías del barrio y alguna que otra limosna del padre de Sylviane; ya había comprendido que ese hombre nunca dejaría a su esposa. Tenía veintiún años y mi vida era un desastre. La niña consumía lo poco que ganaba y ya no sabía qué hacer. No se trataba de que no la quisiera…

La imagen del dije del gato pasa fugazmente por mi mente. Hay algo conmovedor en el dije de plata con la cinta roja de la suerte. ¿Zozie también lo robó? Es posible. Quizá así engañó a madame Caillou, cuyo rostro rígido se ha suavizado con la evocación de la pérdida.

– Quince días después desapareció. La dejé dos minutos, eso fue todo… Seguramente Jeanne Rocher me vigilaba y aguardaba el momento oportuno. Cuando se me ocurrió buscarla ya había liado el petate y se había largado; además, no tenía pruebas. De todas maneras, siempre me pregunté… -Se volvió hacia mí con expresión entusiasmada-. Finalmente conocí a tu amiga Zozie, con su pequeña, y entonces supe…, supe que…

Miré a la desconocida que se encontraba frente a mí. Era una mujer corriente que rondaba los cincuenta años, aunque parecía mayor a causa de los labios gruesos y las cejas perfiladas; una mujer con la que tal vez me había cruzado miles de veces en la calle sin que se me ocurriese que existía parentesco alguno entre nosotras y que ahora mostraba una expresión terriblemente esperanzada. Me dije que esa era la trampa, que lo sabía como también sabía que mi nombre no es mi alma.

Pero no puedo, no puedo permitir que crea que…

– Por favor, madame -la interrumpí y sonreí-. Alguien le ha hecho una broma cruel. Zozie no es su hija. Da igual lo que haya dicho, no es su hija. En cuanto a Vianne Rocher… -Hice una pausa. Roux continuó impertérrito, pero su mano estrechó la mía y la apretó con fuerza. Thierry no me quitaba ojo de encima. En ese instante supe que no tenía elección. Sé que un hombre que no tiene sombra no es un hombre de verdad y que la mujer que renuncia a su nombre…-. Recuerdo un elefante de felpa roja y una manta con flores. Creo que era rosa. Y un oso cuyos ojos eran botones negros. También un pequeño dije de plata de un gato, atado con cinta roja. -Madame me observaba y sus ojos brillaron bajo las cejas perfiladas-. Durante años viajaron conmigo. El elefante acabó siendo rosa. Lo desgasté hasta el relleno y no permití que lo tirasen. Fueron los únicos juguetes que realmente tuve y los llevaba en la mochila, con la cabeza afuera, para que respirasen. -Guardé silencio y la respiración de madame chirrió en su garganta-. Me enseñó a leer la palma de la mano… y también el tarot, las hojas de té y las runas. Arriba tengo su baraja, guardada en una caja. No la uso mucho y sé que no es una prueba, pero es lo único que me queda de ella. -Madame me había clavado la mirada y entreabierto los labios, con la boca convertida en una mueca a causa de una emoción demasiado compleja como para identificarla-. Dijo que usted no se habría ocupado de mí ni sabido lo que había que hacer. De todas maneras, guardó el dije con su baraja del tarot y los recortes de periódico. Creo que pensaba decírmelo antes de morir, pero entonces no le habría creído…, entonces no quería creerle.

– Yo cantaba siempre una canción, mejor dicho, una nana. ¿La recuerdas?

Hice una pausa. Entonces tenía dieciocho meses. ¿Era posible que recordase semejante detalle?

Súbitamente lo supe: se trataba de la nana que siempre entonábamos para alejar el viento cambiante, de la canción que aplaca a las Benévolas:

V'là l'bon vent, v'là l'joli vent, v'là l'bon vent, ma mie m'appelle. V'là l'bon vent, v'là l'joli vent, v'là l'bon vent, ma mie m'attend…

Madame abrió la boca y gimió, dejó escapar un grito desgarrado y esperanzador que cortó el aire como el batir de alas.

– Era esa, ya lo creo que era esa… -La voz le falló sin poderlo evitar y cayó hacia mí, con los brazos abiertos como un crío a punto de ahogarse.

La sujeté, ya que de lo contrario habría caído, y noté que olía a violetas secas, a ropa que hace demasiado que no se usa, a naftalina, a dentífrico, a maquillaje y a polvo; ese aroma era tan distinto al archiconocido sándalo de mi madre que me costó contener el llanto.

– 'Viane -musitó-. Mi 'Viane.

La estreché de la misma forma que había abrazado a mi madre en los días y las semanas que precedieron a su muerte; pronuncié palabras tranquilizadoras que no oyó pero que la serenaron y al final se echó a llorar, dejó escapar los sollozos largos y agotados de alguien que ha visto más de lo que sus ojos son capaces de soportar, que ha sufrido más de lo que su corazón puede resistir.

Esperé pacientemente a que las lágrimas cesaran. Un minuto después los sonidos desgarradores que brotaron de su pecho se convirtieron en una sucesión de temblores y su rostro, arrasado por el llanto, se volvió para mirar a los invitados. Durante largo rato nadie se movió. Algunas cosas son excesivas y, en su descarnada pena, esa mujer los llevó a apartarse como los niños se alejan de un animal salvaje que agoniza en la carretera.

Nadie le ofreció un pañuelo.

Nadie la miró a los ojos.

Nadie habló.

Me llevé una sorpresa mayúscula cuando madame Luzeron se puso en pie y habló con su tono como cristal tallado:

– Pobrecita, sé perfectamente cómo se siente.

– ¿Lo sabe? -Los ojos de madame se habían convertido en un mosaico de lágrimas.

– Desde luego, perdí a mi hijo. -Apoyó la mano en el hombro de madame y la condujo hacia uno de los butacones-. Ha sufrido una conmoción. Tómese una copa de champán. Mi difunto marido solía decir que el champán es básicamente medicinal.

Madame esbozó una trémula sonrisa.

– Es usted muy amable, madame…

– Llámame Héloïse. ¿Y usted es…?

– Michèle.

De modo que ese es el nombre de mi madre: Michèle.

Al menos seguiré siendo 'Viane, pensé y comencé a temblar tanto que estuve a punto de desplomarme.

– ¿Estás bien? -preguntó un preocupado Nico. Asentí e intenté esbozar una sonrisa-. Me parece que un poco de medicina no te vendría nada mal -añadió, y me sirvió una copa de coñac.

Nico parecía sinceramente preocupado y tan incongruente con la peluca y la levita de seda de Enrique IV que me puse a llorar. Reconozco que fue absurdo y durante un rato olvidé la escena que el relato de Michèle había interrumpido.

Thierry no la había olvidado. Seguramente estaba bebido, pero no tanto como para olvidar los motivos por los que había seguido a Roux hasta la chocolatería. Se había presentado en pos de Vianne Rocher y finalmente la había encontrado, tal vez no como la imaginaba, sino aquí y en compañía del enemigo.

– De modo que tú eres Vianne Rocher. -Su tono fue categórico y sus ojos parecieron alfileres en medio del traje rojo.

Moví afirmativamente la cabeza.

– Lo fui, pero no soy la persona que cobró los cheques…

Thierry me interrumpió.

– Eso me da igual. Lo que importa es que me mentiste. Te has atrevido a mentirme. -Meneó la cabeza colérico, pero en su ademán hubo algo lastimero, como si le costase creer que, por enésima vez, la vida no había estado a la altura de sus rigurosos niveles de perfección-. Estaba dispuesto a casarme contigo. -Arrastró la voz a causa de la lástima que experimentó por sí mismo-. Te habría dado un hogar, os habría proporcionado un hogar a tus hijas y a ti. Son hijas de otro hombre. Una de tus niñas…, bueno, basta mirarla. -Echó un vistazo a Rosette, disfrazada de mono, y el rictus de siempre demudó sus facciones-. Mírala -insistió-. Es prácticamente un animal. Gatea y no sabe hablar. A pesar de todo, me habría ocupado de ella…, habría puesto a trabajar en su caso a los mejores especialistas de Europa. Yanne, lo habría hecho por ti, porque te quiero.

– ¿La quieres? -intervino Roux.

Todos se volvieron para mirarlo.

Estaba apoyado en el marco de la puerta del obrador, con las manos en los bolsillos y la mirada encendida. Se había bajado la cremallera del disfraz de Papá Noel e iba de negro; sus colores me recordaron tanto al flautista del tarot que de repente me costó respirar. Tomó la palabra con tono impetuoso y áspero; Roux, que detesta la congregación de gente, que evita las escenas siempre que puede y que jamás, absolutamente nunca pronuncia un discurso, se lanzó a hablar:

– ¿Has dicho que la quieres? -insistió-. Ni siquiera la conoces. Sus bombones preferidos son los de harina de almendras y su color favorito es el rojo vivo. Su aroma predilecto es el de la mimosa. Nada como un pez, le disgustan los zapatos negros y adora el mar. Tiene una cicatriz en la cadera izquierda, de los tiempos en los que se cayó de un tren de mercancías polaco. Detesta su pelo rizado, a pesar de que es una maravilla. Le gustan los Beatles y no los Stones. En el pasado robaba las cartas de los restaurantes porque no podía darse el lujo de comer en ellos. Es la mejor madre que conozco… -Roux hizo una pausa-. No necesita tu caridad. En cuanto a Rosette… -La cogió en brazos y la abrazó de modo que sus caras casi se tocaron-. Rosette no es un caso, sino una niña perfecta.

Thierry quedó momentáneamente desconcertado, pero no tardó en comprender. Su rostro se ensombreció y paseó la mirada de Roux a Rosette y de Rosette a Roux. La verdad es innegable: es posible que la cara de Rosette sea menos angulosa y su pelo unos tonos más claro, pero tiene los ojos de Roux, su boca irónica y en ese instante no existió la menor confusión…

Thierry se dio media vuelta, movimiento armónico que quedó ligeramente fastidiado porque golpeó la mesa con la cadera, a raíz de lo cual una copa de champán cayó al suelo, se rompió y se dispersó por las baldosas cual una explosión de diamantes de mentira. Cuando madame Luzeron la recogió…

– ¡Vaya, qué suerte! -exclamó Nico-. Habría jurado que oí cómo estallaba.

Madame me miró sorprendida.

– Supongo que ha sido un golpe de suerte.

Ha ocurrido lo mismo que con el platillo azul, el de cristal de Murano que se me cayó aquel día, pero ahora he dejado de tener miedo. Contemplé a Rosette en brazos de su padre y no sentí consternación, miedo o angustia, sino un orgullo abrumador.

– Bueno, Yanne, será mejor que disfrutes mientras puedas. -Thierry se había detenido junto a la puerta y con el disfraz rojo resultaba imponente-. A partir de ahora te aviso que tienes que irte. Tal como está pactado, dispones de un trimestre, después de lo cual clausuraré el local. -Me miró con malicioso regocijo-. ¿Qué pasa? ¿Supusiste que, después de todo lo que ha ocurrido, te quedarías? Por si no lo recuerdas, soy el dueño del local y tengo planes que no te incluyen. Diviértete con tu chocolatería. En Pascua no quedará nada.

Bueno, no es la primera vez que alguien dice algo así. Cuando salió y dio un portazo, no sentí miedo, sino un nuevo y asombroso arrebato de orgullo. Había ocurrido lo peor y habíamos sobrevivido. El viento cambiante había ganado otra vez, pero en esta ocasión no experimenté sensación de derrota. Sentí que deliraba y que estaba en condiciones de enfrentarme personalmente a las Furias.

De pronto se me ocurrió algo terrible. Me puse bruscamente de pie y paseé la mirada por la chocolatería. La conversación se había reanudado, al principio despacio, pero poco a poco cobró impulso. Madanie Luzeron sirvió champán, Nico se puso a charlar con Michèle y Paupaul coqueteó con madame Pinot. Por lo que entendí, había consenso en que Thierry estaba borracho, sus amenazas no eran más que pura cháchara y a la semana siguiente todo estaría olvidado, ya que la chocolatería formaba parte de Montmartre y no podía desaparecer, de la misma forma que Le P'tit Pinson…

Faltaba alguien: Zozie se había ido.

Tampoco había huellas de Anouk.

14


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y cuarto de la noche


Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que vi a Pantoufle. Casi había olvidado lo que representa tenerlo cerca, que me mire con sus ojos como arándanos, que se siente en mi regazo o en mi almohada a última hora de la noche, por si me asusto con el Hombre Negro. Claro que Zozie ya está en la puerta y tenemos que alcanzar el Viento del Cambio.

Llamo a Pantoufle con mi voz espectral. No puedo irme sin él. Pero no se mueve, sigue sentado junto a la cocina, mueve los bigotes y pone su cara más graciosa; por lo que recuerdo, nunca lo había visto con tanta claridad, ya que hasta el último pelo de su bigote queda perfilado por la luz. También percibo el olor que procede del pequeño cazo…

Solo es chocolate, me digo.

Por alguna razón huele distinto, como el chocolate que bebía de pequeña: cremoso, caliente, con virutas de chocolate, canela y una cucharilla de azúcar que servía para revolverlo.

– Ya está bien, ¿vienes o no? -pregunta Zozie.

Llamo nuevamente a Pantoufle, pero no me hace caso. Claro que quiero ir, ver esos lugares de los que habló, cabalgar con el viento y ser fabulosa, pero Pantoufle sigue sentado junto al cazo de cobre y no sé por qué, pero no le puedo volver la espalda.

Sé que solo se trata de un amigo imaginario y que aquí está Zozie, real y viva, pero hay algo que debo recordar, una historia que mamá solía contar sobre un chico que renunció a su sombra.

– Vamos, Anouk.

Su voz suena tajante. El viento que entra en el obrador es frío y hay nieve en el umbral y en sus zapatos. En el local suena un ruido repentino, huelo a chocolate y oigo que mamá me llama.

Zozie me coge de la mano e intenta arrastrarme a través de la puerta abierta. Noto que mis zapatos se deslizan por la nieve y el frío de la noche se cuela por debajo de la capa.

¡Pantoufle!, lo llamo por última vez.

Al final viene a mí, oscuro en medio de la nieve. Durante un segundo no contemplo el rostro de Zozie a través del Espejo Humeante, sino a través de la sombra de Pantoufle, y es la cara de una desconocida que nada tiene que ver con Zozie, ya que está retorcida y doblada como un trozo de chatarra y es vieja, viejísima, como la tatarabuela más vieja del mundo; en lugar del vestido rojo, como el de mamá, viste una falda de corazones humanos y sus zapatos son de pura sangre en la nieve amontonada.

Grito e intento apartarme.

Me agarra con la señal del Uno Jaguar y oigo que me dice que todo saldrá bien, que no tenga miedo, que me ha elegido, que me quiere, que me necesita, que nadie lo comprende…

Sé que no puedo detenerla. Tengo que ir. He llegado demasiado lejos; comparada con la suya, mi magia no sirve de nada, pero el olor del chocolate sigue siendo intenso, como el del bosque después de la lluvia; de sopetón veo algo más y en mi mente se forma una imagen imprecisa. Veo una chiquilla de pocos años, más pequeña que yo. Está en una tienda y delante tiene una caja negra, como el dije del ataúd que cuelga de la pulsera de Zozie.

¡Anouk!

Detecto la voz de mamá, pero ahora no puedo verla porque está demasiado lejos. Zozie me arrastra hacia la oscuridad y mis pies la siguen en medio de la nieve. La cría está a punto de abrir la caja, que contiene algo terrible, y si supiera cómo tal vez se lo impediría…

Estamos enfrente de la chocolatería. Nos encontramos en la esquina de la place de Faux-Monnayeurs y miramos la calle adoquinada. Hay una farola que ilumina la nieve y nuestras sombras se extienden hasta los umbrales. Con el rabillo del ojo diviso a mamá, que mira hacia la plaza. Da la impresión de que se encuentra a cien kilómetros, pero la verdad es que no está muy lejos. También avisto a Roux, a Rosette, a Jean-Loup y a Nico; de alguna manera sus caras están muy lejanas, como si las viera con un telescopio…

Se abre la puerta y mamá sale.

Oigo muy lejos la voz de Nico, que pregunta: «¿Qué demonios ha sido eso?».

Tras ellos, el murmullo de voces se funde con una maraña de estática.

El viento arrecia. Se trata del Huracán… y es imposible que mamá luche con ese viento, aunque veo que lo intenta. Parece muy tranquila. Casi sonríe. Me pregunto cómo es posible que hayamos pensado que se parece a Zozie…

Zozie dirige a mamá su sonrisa caníbal y pregunta:

– ¿Por fin has tenido una ráfaga de inspiración? Vianne, es demasiado tarde. He ganado la partida.

– No has ganado nada -puntualiza mamá-. Los de tu calaña nunca ganan. Podéis pensar que triunfáis, pero vuestra victoria siempre es pírrica.

Zozie esboza una mueca de contrariedad.

– ¿Por qué estás tan segura? La niña me siguió por decisión propia.

Mamá no le hace el más mínimo caso.

– Anouk, ven aquí.

Estoy anclada en el suelo, bajo la luz helada. Quiero ir, pero hay algo más, una voz susurrante que, como un anzuelo gélido clavado en mi corazón, me empuja en dirección contraria.

Es demasiado tarde. Ya has elegido. El Huracán no se irá

– Por favor, Zozie, quiero ir a casa.

¿A casa? ¿A qué casa te refieres? Nanou, los asesinos no tienen casa. Los asesinos cabalgan con el Huracán…

– Yo no soy una asesina.

¿Estás segura? ¿Estás segura de que no lo eres?

Su risa suena como la tiza en la pizarra.

– ¡Suéltame! -grito.

Zozie vuelve a reír. Sus ojos parecen ascuas, su boca semeja un alambre y me sorprendo de haber pensado que era fabulosa. Huele a cangrejo muerto y a gasolina. Sus manos son como racimos de huesos y su pelo parece algas en vías de putrefacción. Su voz es la noche, su voz es el viento y percibo lo hambrienta que está y lo mucho que desea tragarme entera.

En ese momento mamá toma la palabra. Parece muy tranquila, pero sus colores se asemejan a los de la aurora boreal, son más intensos que los Champs Elysées y chasquea los dedos ante Zozie con un ademán que conozco perfectamente.

¡Fuera, fuera, lárgate!

Zozie esboza una sonrisa compasiva. La sarta de corazones que rodea su cintura se agita y se mueve como la falda de una animadora deportiva.

¡Fuera, fuera, lárgate! Mamá vuelve a hacer la señal de los cuernos y esta vez vislumbro una diminuta luz que cruza la plaza en dirección a Zozie y que parece una chispa escapada de una hoguera.

Zozie vuelve a sonreír.

– ¿Es todo lo que puedes hacer? ¿Solo recuerdas la magia hogareña y los ensalmos que hasta un niño es capaz de aprender? Vianne, cómo has desperdiciado tus habilidades. ¡Y pensar que podrías haber cabalgado con el viento, como nosotras! Claro que algunas personas son demasiado viejas para cambiar y tienen miedo de ser libres. -Zozie da un paso hacia mamá y cambia nuevamente. Se trata de un encanto, está claro, pero se la ve hermosa y no puedo dejar de contemplarla. El collar de corazones ha desaparecido y solo luce una falda con eslabones de algo que parece jade y un montón de joyas de oro. Su piel tiene el tono de la crema del café moca, su boca semeja una granada abierta, sonríe a mamá y añade-:Vianne, ¿qué tal si nos acompañas? Todavía no es demasiado tarde. Las tres juntas… seríamos imparables, más fuertes que las Benévolas, incluso que el Huracán. Vianne, seremos fabulosas e irresistibles. Venderemos seducciones y dulces sueños, no solo aquí, sino en todas partes. Con tus bombones montaremos un negocio internacional y sucursales por todo el mundo. Vianne, todos te querrían, cambiarías la vida de millones…

Mamá vacila. ¡Fuera, fuera, lárgate! Ya no pone empeño en lo que hace y la chispilla se apaga antes de llegar a la mitad de la plaza. Da un paso hacia Zozie… Solo está a cuatro metros, sus colores se han embotado y da la sensación de que se ha sumido en una especie de trance…

Quiero decirle que es un engaño, que la magia de Zozie se parece a un huevo de Pascua barato, puro papel brillante por fuera, pero cuando lo abres no hay nada; entonces recuerdo lo que me mostró Pantoufle: la cría, la tienda, la caja negra, la bisabuela sonriente como un lobo disfrazado…

De pronto recupero la voz y grito con todas mis fuerzas, sin saber qué significan las palabras, pero consciente de que son poderosas, de que se trata de palabras con las que elaborar un conjuro y detener el viento invernal.

– ¡Zozie! -chillo. Cuando me mira pregunto-: ¿Qué había en la piñata negra?

15


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y veinticinco de la noche


El hechizo se rompió. Zozie se detuvo y me clavó la mirada. Se acercó a mí y pegó su cara a la mía. Percibí el olor a cangrejo muerto, pero no parpadeé ni aparté la cabeza.

– ¿Te atreves a preguntármelo? -espetó.

Mirarla resultó casi insoportable. Había cambiado su rostro y volvía a ser temible: una giganta con la boca como una caverna llena de dientes cubiertos de musgo. La pulsera de plata que llevaba en la muñeca parecía un brazalete de calaveras y su falda de corazones chorreaba sangre, dejaba caer una lluvia de sangre sobre la nieve. Era espantosa, pero estaba asustada y, tras ella, mamá era testigo de lo que ocurría y esbozaba una sonrisa peculiar, como si, de alguna manera, comprendiese mucho más que yo.

Me dirigió una levísima inclinación de cabeza.

Repetí las palabras mágicas:

– ¿Qué había en la piñata negra?

Zozie lanzó una especie de gruñido ronco.

– Nanou, creía que éramos amigas. -Repentinamente volvió a ser Zozie, la Zozie de siempre con los zapatos de caramelo, la falda escarlata, el pelo con la mecha rosa y los collares multicolores y tintineantes. Me pareció tan real y conocida que se me estrujó el corazón al verla tan triste. Le temblaba la mano que había apoyado en mi hombro y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando susurró-: Por favor…, ay, Nanou, te lo ruego, no me obligues a decirlo.

Mi madre se encontraba a menos de dos metros. Tras ella, en la plaza, estaban Jean-Loup, Roux, Nico, madame Luzeron y Alice; sus colores parecían los fuegos artificiales del catorce de julio: dorados, verdes, plateados y rojos.

A través de la puerta abierta noté un súbito olor a chocolate y pensé en el cazo de cobre al fuego, en la forma en la que el vapor se había deslizado hacia mí como dedos espectralmente suplicantes y en la voz que casi había creído oír, la de mi madre, que decía: Pruébame, saboréame…

Pensé en todas las veces que me había ofrecido chocolate caliente y lo había rechazado. No lo rechacé porque me disgusta, sino debido a que estaba enfadada porque había cambiado, a que la responsabilizaba de lo que nos había ocurrido y a que quería desquitarme, demostrarle que soy distinta…

Zozie no tiene la culpa, pensé. Zozie no es más que el espejo que nos muestra lo que queremos ver: nuestras esperanzas, nuestros odios, nuestras vanidades. Cuando lo miras de verdad, el espejo no es más que un trozo de cristal…

Por tercera vez pregunté con mi voz más diáfana:

– ¿Qué había en la piñata negra?

16


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y media de la noche


Ahora lo veo perfectamente, como las ilustraciones de la baraja del tarot: la tienda en penumbras, las calaveras en los estantes, la cría, la tatarabuela con expresión de horrorosa voracidad en su rostro antiguo.

Sé que Anouk también lo ve. Ahora hasta Zozie lo percibe y su cara no cesa de cambiar, va de vieja a joven, de Zozie a la Reina de Corazones, con la boca retorcida de desdén, pasando por la indecisión, hasta llegar al miedo descarnado. Ahora solo tiene nueve años, es una chiquilla con vestido de fiesta y una pulsera de plata en la muñeca.

– ¿Quieres saberlo? ¿De verdad quieres saber qué contenía? -pregunta.

17


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y media de la noche


Anouk, ¿de verdad quieres saber qué contenía?

¿Quieres que te diga lo que vi?

En realidad, lo que quieres preguntar es qué esperaba. ¿Caramelos o tal vez piruletas, calaveras de chocolate o collares de dientes de azúcar, la mercancía de relumbrón del Día de los Muertos, a punto de salir de la piñata negra como una lluvia de papelillos oscuros?

¿O quizá otra cosa, una revelación oculta, una vislumbre de Dios, el indicio del más allá o la seguridad, tal vez, de que los muertos siguen aquí y están invitados a nuestra mesa, durmientes inquietos o custodios de un misterio fundamental que un día nos será transmitido?

¿Acaso no es lo que todos queremos? ¿No nos gusta pensar que Jesucristo resucitó entre los muertos, que los ángeles nos protegen, que el pescado en viernes a veces es sagrado y en otros casos pecado mortal? ¿Qué importa que caiga un gorrión o una o dos torres e incluso toda una raza, aniquilada en nombre de alguna deidad engañosa, apenas distinguible de toda la serie de Dioses Monoteístas Verdaderos? Señor, ¡qué tontos son estos mortales!, lo más gracioso es que todos somos tontos, incluso para los dioses propiamente dichos, ya que, pese a los millones de personas exterminadas en su nombre, pese a los rezos, los sacrificios, las guerras y las revelaciones, prácticamente nadie se acuerda de los antiguos (Tlaloc, Coatlicue, Quetzacóatl y hasta la voraz y vieja Mictecacihuatl), cuyos templos se han convertido en «patrimonio de la humanidad». Han derribado sus piedras, sus pirámides están cubiertas de maleza y se han perdido en el tiempo como la sangre en la tierra.

Anouk, ¿qué nos importa si dentro de un siglo el Sacré-Coeur es una mezquita, una sinagoga o cualquier otra cosa? Para entonces todos seremos polvo, salvo Aquel que siempre ha sido, el que construye pirámides, erige templos, crea mártires, compone música sublime, rechaza la lógica, alaba a los humildes, recibe las almas en el paraíso, dicta cómo hay que vestir, aplasta a los infieles, pinta la Capilla Sixtina, impulsa a los jóvenes a morir por la causa, mediante mando a distancia hace volar por los aires a los miembros de las bandas, promete mucho y da poco, no teme a nadie y nunca muere, dado que el miedo a la Muerte es mucho mayor que el honor, la bondad, la fidelidad o el amor.

Bueno, volvamos a tu pregunta. ¿Qué era lo que querías saber?

Ah, sí, la piñata negra.

¿Crees que en ella encontré la respuesta?

Lo siento, cariño. Replantéatelo.

Anouk, ¿quieres saber qué vi?

Nada, eso vi, una nada grande y gorda.

Ni respuestas, certidumbres, desenlaces ni verdades. Solo aire, una única bocanada de aire maloliente que emanó de la piñata negra como el aliento matinal después de un sueño de mil años.

– Anouk, lo peor de todo es la nada. No hay significado ni mensaje, demonios ni dioses. Morimos y no hay nada, absolutamente nada.

Me observa con sus ojos oscuros y dice:

– Te equivocas. Hay algo.

– ¿Qué? ¿Realmente crees que hay algo? Replantéatelo. ¿La chocolatería? Para Pascua, Thierry os habrá echado. Como todos los engreídos, es vengativo. Dentro de cuatro meses vosotras tres estaréis como al principio, sin un céntimo y en la calle. ¿Crees que tendrás a Vianne? No la tendrás y lo sabes. Le falta valor para ser ella misma y, más aún, para ser tu madre. ¿Crees que tendrás a Roux? No te fíes. Es el más mentiroso de todos. Anouk, pídele que te muestre el barco. Dile que quieres ver su precioso barco…

La estoy perdiendo y ahora lo sé. Me contempla sin temor en la mirada, en la que hay algo que no consigo descifrar.

¿Compasión? Claro que no, no se atrevería.

– Zozie, tiene que ser muy solitario.

– ¿Qué es lo solitario? -espeté.

– Ser tú misma.

Lancé un mudo aullido de cólera. Es el grito de caza del Uno Jaguar, de Tezcatlipoca Negro en su aspecto más terrible. La niña ni se inmutó, simplemente sonrió y me cogió de la mano.

– Has coleccionado todos esos corazones, pero no tienes el tuyo. ¿Para eso me quieres, para dejar de estar sola?

La miré y enmudecí de indignación. ¿El flautista se lleva a los niños por cariño? ¿El Lobo Feroz seduce a Caperucita por una equivocada necesidad de compañía? Niña tonta, soy la Comedora de Corazones, el Miedo a la Muerte y la Bruja Mala; soy el más tétrico de los cuentos de hadas y no te atrevas a compadecerte de mí.

La empujé. No quiso irse. Volvió a coger mi mano y de repente, no me preguntéis por qué, comencé a sentir miedo.

Si os apetece, consideradlo una advertencia o un ataque desencadenado por el entusiasmo, el champán y el exceso de pulque. De pronto me cubrí de sudor frío, se me cerró el pecho y mi respiración se tornó jadeante. El pulque es una bebida imprevisible; en algunas personas produce un conciencia agudizada y visiones que pueden ser intensas, aunque también suele derivar hacia el delirio, lo que arrastra al bebedor a cometer actos irreflexivos y a revelar de sí mismo más de lo que es seguro en el caso de alguien como yo.

En ese momento comprendí la verdad: en mi impaciencia por conseguir a la niña me equivoqué, mostré mi verdadero rostro y esa súbita intimidad fue inquietante, inexpresable y me desgarró como si fuera un perro famélico.

– ¡Suéltame!

Anouk se limitó a sonreír.

El verdadero pánico se apoderó de mí y la empujé con todas mis fuerzas. Trastabilló, cayó de espaldas en la nieve e incluso entonces sentí que intentaba acercarse a mí con esa mirada de compasión…

Hay momentos en los que hasta los mejores tenemos que tomar la decisión de que se acabó y largarnos. Me digo que aparecerán otros y nuevas ciudades, nuevos desafíos, nuevos dones, pero hoy no conseguiré a nadie.

Menos aún a mí misma.

Corro casi ciegamente en medio de la nieve, resbalo en los adoquines, me vuelvo temeraria en mi desesperación por huir, me pierdo con el viento de la colina que se eleva sobre París como un suspiro de humo negro y se dirige quién sabe dónde.

18


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, doce menos veinticinco de la noche


Preparé chocolate caliente. Es lo que suelo hacer en momentos de tensión y la extraña escena que tuvo lugar en el exterior del local nos afectó prácticamente a todos. Debió de ser la luz, apuntó Nico, la extraña lux que crea la nieve, un exceso de alcohol o algo que comimos…

Dejé que creyera que era por eso y los demás también se lo tragaron mientras yo acompañaba a una temblorosa Anouk hasta el calor del local y llenaba su taza de chocolate caliente.

– Ten cuidado, Nanou, está muy caliente -advertí.

Han pasado cuatro años desde la última vez que probó mi chocolate, pero esta vez lo bebió sin rechistar. Arropada con una manta, estaba medio dormida y no supo explicar lo que había visto durante los pocos minutos que pasó en la nieve, la desaparición de Zozie ni la extraña sensación que al final experimenté de que sus voces llegaban desde muy lejos.

Nico encontró algo en la calle.

– Mirad, amigos, ha perdido un zapato. -Se sacudió la nieve de las botas y dejó el zapato sobre la mesa.

– ¡Caramba! ¡Chocolate! ¡Excelente! -exclamó, y se llenó la taza.

Anouk cogió el zapato, de exquisito terciopelo rojo, tacón finísimo, puntera abierta y lleno de encantos y dijes cosidos, digno de una aventurera que se ha fugado.

Pruébame, dice.

Pruébame, saboréame.

Anouk frunce el ceño un instante y deja caer el zapato al suelo antes de preguntar:

– Nico, ¿no sabes que poner los zapatos sobre la mesa trae mala suerte?

Me cubro la boca con la mano para disimular la sonrisa.

– Es casi medianoche -preciso-. ¿Estás preparada para abrir los regalos?

Me llevo una gran sorpresa porque Roux niega con la cabeza.

– Casi lo había olvidado. Se hace tarde, pero si nos damos prisa llegaremos a tiempo.

– ¿A tiempo para qué?

– Es una sorpresa -responde Roux.

– ¿Mejor que los regalos? -quiere saber Anouk.

Roux sonríe.

– Tendrás que verla con tus propios ojos.

19


Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, medianoche


El port de l'Arsenal está a diez minutos andando desde la place de la Bastille. Cogimos el último metro que salía de Pigalle y llegamos poco antes de las doce. Las nubes prácticamente habían desaparecido y vi fragmentos de cielo estrellado entre paréntesis de tonos naranja y dorado. Un tenue olor a humo impregnaba el aire y en medio de la sobrecogedora luminiscencia de la nieve caída, las pálidas agujas de Notre-Dame resultaban apenas visibles a media distancia.

– ¿Qué hacemos aquí? -pregunté.

Roux sonrió y se llevó el dedo a los labios. Llevaba en brazos a Rosette, que estaba muy despejada y lo miraba todo con el desmesurado interés de una cría cuya hora de acostarse ha pasado hace rato y disfruta de cada instante. Anouk también parecía despierta, si bien su rostro denotaba cierta tensión que me llevó a suponer que lo sucedido en la place des Faux-Monnayeurs no estaba del todo superado. Casi todos nuestros invitados se habían quedado en Montmartre y Michèle nos acompañaba, casi temerosa de seguirnos, como si alguien pudiese pensar que no tenía derecho a estar allí. De vez en cuando me tocaba el brazo como por casualidad o acariciaba los cabellos de Rosette y se miraba las manos, como si esperase ver algo (tal vez una marca o una mancha) que le demostrara que lo que ocurría era real.

– ¿Quieres coger a Rosette?

Michèle permaneció en silencio y negó con la cabeza. No la había oído hablar desde el momento en el que le dije quién era. Treinta años de pena y anhelo han dado a su rostro el aspecto de algo que ha sido doblado y arrugado con demasiada frecuencia; sonreír le resulta raro y prueba a hacerlo como si se tratase de una prenda que está casi segura de que no le quedará bien.

– Intentan prepararte para una pérdida, pero no se les ocurre hacerlo para lo contrario.

Asentí.

– Tienes razón, pero nos arreglaremos.

Sonrió. Su sonrisa fue mejor que la anterior y dio un brillo fugaz a su mirada.

– Me parece que tienes razón -afirmó cogiéndome del bracete-. Sospecho que es hereditario.

En ese momento estallaron los primeros fuegos artificiales organizados por el ayuntamiento y un crisantemo se abrió encima del río. Hubo otro más lejos… y otro… y otro más, que trazaron un gracioso arco de orilla a orilla del Sena y formaron arabescos verdes y dorados.

– Es medianoche. Feliz Navidad -dijo Roux.

Los fuegos artificiales apenas se oyeron, ya que quedaron amortiguados por la distancia y la nieve. Duraron casi diez minutos más: telarañas, ramos de cohetes, estrellas fugaces y bucles de fuego azules, plateados, rojos y rosados, que se llamaron y se hicieron señas desde Notre-Dame hasta la place de la Concorde.

Michèle los contempló con expresión tranquila e iluminada por algo más que esos fuegos. Rosette se expresó desesperadamente por señas y cacareó de alegría mientras Anouk los miraba con solemne deleite.

– Es el mejor regalo que he recibido en mi vida -afirmó Anouk.

– Y eso no es todo -aseguró Roux-. Seguidme.

Caminamos por el boulevard de la Bastille hacia el port de l'Arsenal, donde embarcaciones de todos los tamaños y medidas están amarradas a salvo del oleaje y las turbulencias del Sena.

Ella dijo que no tienes barco. -Fue la primera vez que Anouk mencionó a Zozie desde lo ocurrido en Le Rocher de Montmartre.

Roux sonrió.

– Ahora lo verás con tus propios ojos -acotó, y señaló el pont Morland.

Anouk se puso de puntillas, abrió desorbitadamente los ojos y preguntó con impaciencia:

– ¿Cuál es?

– ¿Cuál dirías tú? -replicó Roux.

En el Arsenal entran barcos impresionantes, atracan naves de hasta veinticinco metros y esta solo tiene la mitad. Desde aquí veo que es vieja, armada para ser cómoda más que veloz, de forma chapada a la antigua, menos aerodinámica que sus vecinas y con el casco de madera maciza en lugar de moderna fibra de vidrio.

También hay que decir que el barco de Roux destaca en el acto. Incluso desde cierta distancia hay algo en su forma, en el casco pintado de vivos colores, en las macetas apiñadas en la popa, en el techo de cristal a través del cual se contemplan las estrellas…

– ¿Ese es tu barco? -pregunta Anouk.

– ¿Te gusta? Todavía hay algo más. Esperad aquí -pide Roux y vemos que baja corriendo la escalera en dirección al barco amarrado junto al puente.

Desaparece unos segundos. Se ve el parpadeo de la llama de una cerilla. Se divisa una luz. Se enciende una vela. La llama se mueve y el barco cobra vida a medida que enciende las velas repartidas por la cubierta, el techo, las bordas y los antepechos de proa a popa. Docenas, tal vez centenares de velas brillan en frascos de mermelada, platillos, botes y tiestos hasta que el barco de Roux acaba iluminado como un pastel de cumpleaños y por fin vemos lo que hasta entonces se nos escapó: la toldilla, la ventana, el letrero en el techo…

Roux hace señas desaforadamente para que nos acerquemos. En lugar de echar a correr, Anouk me coge de la mano y noto que tiembla. No me sorprende ver a Pantoufle en medio de las sombras, a nuestros pies, y me parece detectar algo más, una cosa rabilarga y que imita con picardía cada uno de sus pasos.

– ¿Os gusta? -quiere saber Roux.

Durante unos segundos, por sí mismas las velas son suficientes: un pequeño milagro reflejado en mil puntitos de luz de una orilla a otra de la apacible vía navegable. Los ojos de Rosette no ven otra cosa y Anouk, que las mira cogida de mi mano, deja escapar un suspiro prolongado y lánguido.

– Es hermoso -declara Michèle.

¡Vaya si lo es! Claro que también hay algo más…

– Se trata de una chocolatería, ¿no?

Obviamente, veo que lo es. Desde el letrero (todavía vacío) que cuelga encima de la puerta hasta el ventanuco bordeado de lamparillas veo lo que pretende ser. Soy incapaz de imaginar el tiempo que le llevó crear ese pequeño milagro: el tiempo, el esfuerzo y el cariño que semejante proyecto exige.

Roux me observa con las manos en los bolsillos y su mirada denota cierta ansiedad.

– Cuando lo compré era una ruina -explica-. Lo reparé y lo arreglé. Desde entonces no hago más que trabajar en él. Lo compré hace casi cuatro años y siempre pensé que un día…

Mis labios lo obligan a callar en mitad de la frase. Roux huele a pintura y a humo de pólvora. A nuestro alrededor arden las velas, bajo la nieve París es una ciudad luminosa, los últimos fuegos artificiales oficiosos se apagan más allá de la place de la Bastille y…

– ¡Caray¡ Vosotros dos, buscaos un camarote -dice Anouk.

Nos hemos quedado sin aliento para responder.


Está tranquilo bajo el pont Morland y, tumbados, contemplamos cómo se consumen las velas. Michèle duerme en una litera y Rosette y Anouk comparten otra; las niñas están tapadas con la capa roja de Anouk y Pantoufle y Bam montan guardia por si tienen pesadillas.

Por encima de nuestras cabezas, el techo de cristal de nuestro camarote nos permite contemplar el amplio cielo salpicado de estrellas. A lo lejos, el sonido del tráfico en la place de la Bastille casi se parece al de la rompiente en una playa solitaria.

Sé que no es más que magia barata. Jeanne Rocher no habría estado de acuerdo, pero se trata de nuestra magia, la mía y la de Roux, que sabe a chocolate y a champán; por último nos desnudamos y yacemos entrelazados bajo un manto de estrellas.

Sobre el agua suena la música y se trata de una canción que casi reconozco.


V'là l'bon vent, v'là l'joli vent…


No hay ni un soplo de viento.

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