CUARTA PARTE. La Rueda de la Fortuna

1


Martes, 20 de noviembre


Ahora soy, oficialmente, la mejor amiga de Jean-Loup. Hoy Suzanne no vino, por lo que me libré de verle la cara, pero Chantal compensó su ausencia; estuvo realmente desagradable todo el día y fingió que no me miraba mientras sus amigas me clavaban la vista y cuchicheaban.

– ¿Sales con él? -preguntó Sandrine durante la clase de química. Sandrine me caía bien, al menos en parte, antes de que se sumase a Chantal y su pandilla. Los ojos se le pusieron corno canicas y percibí la impaciencia de sus colores porque no cesó de preguntarme-: ¿Ya lo has besado?

Supongo que habría respondido afirmativamente si de verdad quisiese ser popular, pero no lo necesito. Prefiero ser un monstruo a un clon. Pese a su popularidad con las chicas, Jean-Loup es casi tan monstruoso como yo por culpa de las películas, los libros y las cámaras de fotos.

– No, solo somos amigos -respondí a Sandrine.

Me miró significativamente.

– Si no quieres contármelo, no me lo digas.

Se alejó contrariada, se reunió con Chantal y todo el día se dedicó a hablar con voz baja, reír como una tonta y vigilarnos mientras Jean-Loup y yo comentábamos todos los temas imaginables y tomábamos fotos mientras nos observaban.

Sandrine, yo diría que la palabra que te define es «pueril». Como ya expliqué, solo somos amigos y a Chantal, Sandrine, Suze y los demás pueden zurcirlos…, somos fabulosos.

Cuando acabaron las clases fuimos al cementerio. Es uno de mis lugares preferidos en París y Jean-Loup dice que también lo es para él. Me refiero al cementerio de Montmartre, con las casitas, los monumentos, las capillas de techo puntiagudo, los obeliscos delgados, las calles, las plazas, los callejones y los nichos para los difuntos.

Existe una palabra específica: necrópolis, que significa ciudad de los muertos. De hecho, se trata de una urbe; me parece que los sepulcros podrían ser casas, alineados como están con las pequeñas verjas cerradas, la grava rastrillada y las jardineras en las ventanas con parteluces. No dejan de ser casitas impecables, como si se tratase de un minisuburbio destinado a los muertos. La idea me produjo, simultáneamente, escalofríos y risa, y Jean-Loup apartó la mirada del visor de la cámara y me preguntó qué me pasaba.

– Aquí se podría vivir -repuse-. Bastan un saco de dormir, una almohada, una hoguera y algunos alimentos. En cualquiera de estos monumentos puedes esconderte y nadie se enterará. Las puertas están cerradas y hace menos frío que debajo de un puente.

Jean-Loup sonrió de oreja a oreja.

– ¿Alguna vez has dormido bajo un puente?

Por supuesto que sí, una o dos veces, pero no estaba dispuesta a reconocerlo.

– No, pero tengo mucha imaginación.

– ¿No te daría miedo?

– ¿Por qué habría de asustarme?

– Por los fantasmas…

Me encogí de hombros.

– No son más que fantasmas.

Un gato salvaje asomó parsimoniosamente por uno de los estrechos senderos de piedra. Jean-Loup lo inmortalizó con la cámara. El gato bufó y se deslizó entre las tumbas. Supuse que probablemente había visto a Pantoufle; a veces los gatos y los perros se asustan al verlo, como si supieran que no debe estar presente.

– Algún día veré un fantasma. Por eso traigo la cámara -acotó Jean-Loup. Lo miré a los ojos. Tenía la mirada encendida. Cree realmente… y se preocupa, razón por la cual me cae tan bien. Detesto la gente a la que nada le importa y que discurre por la vida sin interesarse ni creer-. Realmente no te asustan los espíritus.

Bueno, cuando los has visto tan a menudo como yo, no sueles preocuparte por esas cuestiones…, aunque tampoco estaba dispuesta a confesárselo. Su madre es católica ferviente. Cree en el Espíritu Santo, en los exorcismos y en que el vino de la comunión se convierte en sangre… Venga ya, ¿acaso no es una barbaridad? Los viernes comen pescado. ¡Ay, tío! A veces pienso que soy un fantasma, un espíritu ambulante, parlante y respirador.

– Los muertos no hacen nada, por eso están aquí y por eso las portezuelas de las capillas no tienen picaporte por dentro.

– ¿Y la muerte? -quiso saber-. ¿Te asusta la muerte?

Volví a encogerme de hombros.

– Supongo que sí, como a todos.

Jean-Loup pateó una piedra y apostilló:

– No todos saben cómo es.

Despertó mi curiosidad.

– Dime, ¿cómo es?

– ¿La agonía? -Jean-Loup también se encogió de hombros-. Verás, hay un pasillo de luz y tus amigos y parientes muertos te están esperando. Todos sonríen. Al final del pasillo se ve una luz intensa, realmente intensa y… y supongo que sagrada; una luz que te habla y dice que tienes que volver a la vida, pero que no debes preocuparte, porque un día regresarás y te internarás en la luz con todos tus amigos y… -De repente dejó de hablar-. Bueno, eso es lo que opina mi madre. Es lo que le dije que vi.

Le clavé la mirada.

– ¿Qué viste?

– Nada, absolutamente nada.

Se impuso el silencio mientras Jean-Loup observaba a través del visor las avenidas del cementerio, repletas de muertos. Cuando accionó el obturador la cámara emitió un chasquido.

– ¿Acaso no sería una broma pesada que no sirviese de nada? -preguntó y apretó el obturador-. ¿Y si, después de todo, el cielo no existe? -Sonó un nuevo chasquido-. ¿Y si los muertos simplemente se están pudriendo?

Subió tanto el tono de voz que varios pájaros posados en uno de los sepulcros aletearon súbitamente y emprendieron el vuelo.

– Te dicen que lo saben todo, pero no es verdad -añadió-. Mienten, siempre mienten.

– No siempre -precisé-. Mamá no miente.

Me miró de forma peculiar, como si fuera mucho, mucho mayor que yo, y poseyese una sabiduría nacida de años de sufrimiento y decepción.

– Ya te mentirá -insistió-. Siempre mienten.

2


Martes, 20 de noviembre


Hoy Anouk trajo a su nuevo amigo. Se trata de Jean-Loup Rimbault, un chico de aspecto agradable, algo mayor que ella y con una amabilidad chapada a la antigua que lo distingue de los demás. Jean-Loup, que vive al otro lado de la colina, vino directamente del liceo y, en lugar de irse en el acto, estuvo media hora en la tienda, charlando con Anouk mientras compartían café moca y galletas.

Me alegra ver a Anouk con un amigo, pese a que el tormento que me provoca no deja de ser menos intenso por su condición de irracional. Páginas de un libro perdido… Anouk a los trece, susurra una voz silente; Anouk a los dieciséis, cual una cometa al viento… Anouk a los veinte, a los treinta e incluso más…

– Jean-Loup, ¿te apetece un bombón? Invita la casa.

Jean-Loup no es un nombre precisamente corriente. Tampoco es un muchacho corriente, ya que posee una mirada sombría y calculadora con la que se presenta ante el mundo. Por lo que sé, sus padres están divorciados, vive con su madre y ve a su padre tres veces por año. Su bombón preferido es el de chocolate amargo con almendras crujientes; en mi opinión, se trata de un gusto bastante adulto; por otro lado, es un joven curiosamente adulto y dueño de sí mismo. La costumbre de mirarlo todo a través del visor de la cámara fotográfica resulta ligeramente desconcertante; da la impresión de que intenta distanciarse del mundo exterior y buscar vina realidad más sencilla y dulce en la diminuta pantalla digital.

– ¿De qué va la foto que acabas de tomar?

Me la mostró con actitud obediente. Al principio parecía un cuadro abstracto, una maraña de colores y de formas geométricas, hasta que vi de qué se trataba: los zapatos de Zozie tomados a la altura de los ojos y deliberadamente desenfocados en medio del caleidoscopio de bombones envueltos en papel metálico.

– Me gusta -afirmé-. ¿Qué hay en ese rincón?

Daba la sensación de que algo situado fuera del encuadre había hecho sombra en la foto.

Jean-Loup se encogió de hombros.

– Tal vez alguien estaba demasiado cerca. -Apuntó con la cámara a Zozie, que se encontraba detrás del mostrador con una montaña de cintas de colores en las manos-. Me gusta.

– Prefiero que no me hagan fotos. -Aunque no levantó la cabeza, la voz de Zozie sonó tajante.

Jean-Loup se amilanó.

– Solo pretendía…

– Ya lo sé. -Zozie sonrió y el chico se tranquilizó-. No me gusta que me fotografíen. Casi nunca me veo reflejada.

Me dije que podía comprenderlo. El súbito atisbo de inseguridad, precisamente en Zozie, cuya actitud animada ante todo logra que cualquier tarea parezca sencilla, me incomodó y me pregunté si no me apoyaba demasiado en mi amiga que, al igual que el resto de los mortales, debía de tener sus propios problemas y angustias.

Si los tiene, los oculta a la perfección; aprende muy rápido y con una facilidad sorprendente. Se presenta cada mañana a las ocho, justo a la misma hora en la que Anouk sale para el liceo, y dedica la hora que transcurre antes de abrir el local a ver cómo realizo las diversas técnicas para preparar chocolate.

Sabe templar el chocolate cobertura, calibrar las diversas mezclas, medir las temperaturas y mantenerlas constantes, conseguir el mejor brillo, decorar una figura fabricada con molde o hacer virutas de chocolate con un pelador.

Mi madre habría dicho que tiene dones, si bien su verdadera habilidad atañe a los clientes. Obviamente, ya había notado su facilidad para tratar con diversas personas, la capacidad de recordar nombres, su sonrisa contagiosa y la forma en la que consigue que, por muy llena que esté la chocolatería, cada cliente se sienta especial.

He intentado agradecérselo, pero ríe como si trabajar aquí fuese un juego, una tarea que realiza para divertirse más que para ganar dinero. Me he ofrecido a pagarle un salario justo pero, de momento, lo ha rechazado, a pesar de que con el cierre de Le P'tit Pinson ha vuelto a quedarse sin trabajo.

Hoy mencioné nuevamente el tema:

– Zozie, mereces un salario adecuado, ya que ahora haces mucho más que echar una mano de vez en cuando.

Se encogió de hombros.

– En este momento no puedes darte el lujo de pagar un salario completo.

– Francamente…

– Francamente… -Zozie enarcó una ceja-. Madame Charbonneau, para variar debería dejar de preocuparse de los demás y cuidar de la número uno.

Reí al oír esas palabras.

– Zozie, eres un ángel.

– Sí, ni más ni menos. -Esbozó una sonrisa-. ¿Podemos volver a ocuparnos de los bombones?

3


Miércoles, 21 de noviembre


Es sorprendente la diferencia que marca una señal. Está claro que la mía fue, más bien, una especie de faro que iluminó las calles parisinas.

Pruébame, saboréame, examíname…

Da resultado; hoy se presentaron desconocidos y habituales y nadie se marchó con las manos vacías, sino con una caja de regalo adornada con una cinta o un bocado exquisito: un ratón de azúcar, una ciruela al coñac, un puñado de bizcochitos de harina de almendras o un kilo de trufas del chocolate más amargo que tenemos y recubiertas de cacao en polvo, cual bombas de chocolate a punto de estallar.

Todavía es pronto para cantar victoria. Necesitamos más tiempo para seducir a los lugareños, pero ya he percibido el cambio de rumbo y en Navidad los tendremos en el bolsillo.

Y pensar que al principio supuse que aquí no había nada para mí… Este local es un premio. Los atrae y si pienso en lo que podríamos cosechar, no solo en dinero, sino en anécdotas, personas, vidas…

¿He dicho «podríamos»? Por descontado, estoy dispuesta a compartir. Me refiero a nosotras tres…, cuatro si incluimos a Rosette, cada una con sus habilidades específicas. Podríamos ser extraordinarias. Ella ya lo ha hecho en Lansquenet. Tapó sus huellas, pero no fue suficiente. El nombre de Vianne Rocher y los detalles que he averiguado a través de Annie bastaron para rastrear su trayectoria. El resto fue coser y cantar: varias llamadas telefónicas y algunos ejemplares atrasados de un periódico local, fechados hace cuatro años, en uno de los cuales aparecía una foto amarilleada y con mucho grano de Vianne, que sonreía temerariamente desde la puerta de una chocolatería, mientras una pequeña con el pelo revuelto, que solo podía ser Annie, observa por debajo del brazo extendido de su madre.

La Celeste Praline… El nombre resulta muy curioso. Por mucho que ahora parezca imposible, Vianne Rocher disfrutó con algunas extravagancias. En aquellos tiempos no temía a nada, se ponía zapatos rojos y pulseras tintineantes y llevaba el pelo largo y revuelto, como las gitanas de los tebeos. No era exactamente una belleza, ya que tiene la boca demasiado grande y sus ojos no están lo bastante separados, pero cualquier bruja digna de su manual de sortilegios habría dicho que estaba pletórica de encantos…, encantos con los que modificar la trayectoria de algunas vidas, encantos con los que hechizar, curar y ocultar.

¿Qué pasó?

Vianne, las brujas no se jubilan, habilidades como las nuestras piden a gritos que las utilicemos.

La observo mientras trabaja en la trastienda y prepara trufas y bombones de licor. Desde que nos conocimos sus colores se han intensificado y, como ahora sé dónde mirar, veo magia en todo lo que hace. No parece consciente de ello, como si pudiese cegarse mediante el simple expediente de no hacer caso de lo que sucede, de la misma manera que tampoco presta atención a los tótems de sus hijas. Vianne no es tonta…, así que, ¿por qué se comporta como tal? ¿Qué hace falta para que abra los ojos?

Pasó la mañana en la trastienda y el olor de lo que horneaba llegó al local, en el que hemos instalado una chocolatera. En menos de una semana, el local ha cambiado tanto que resulta casi irreconocible. Con las huellas de las manos de las niñas, la mesa y las sillas generan un ambiente festivo. Hay algo de patio de escuela en esos colores primarios y, por mucho que acomodemos los muebles, siempre existe una leve sensación de desorden. De las paredes cuelgan cuadros: cuadrados de saris en tonos rosa vivo y amarillo limón, bordados y enmarcados. Hay dos butacones viejos y rescatados de un contenedor, con los muelles vencidos y las patas torcidas. Los he arreglado con un par de metros de felpa fucsia con estampado de leopardo y un retal de tela dorada comprado en una tienda de beneficencia.

Annie está encantada y yo también. De no ser por el tamaño del local, podría parecer una pequeña cafetería de uno de los barrios más elegantes de París…; por si eso fuera poco, hemos escogido el mejor momento posible.

Tras una desafortunada intoxicación alimentaria (no totalmente inesperada) y la visita de un inspector de Sanidad, hace dos días han clausurado Le P'tit Pinson. Por lo que he oído, Laurent tendrá que dedicar como mínimo un mes a limpiar y restaurar la cafetería antes de que autoricen la reapertura, lo que significa que su clientela navideña se resentirá.

Después de todo, el pobre Laurent se comió los bombones. Huracán funciona por vías misteriosas. De la misma manera que los pararrayos atraen las descargas eléctricas, hay quienes se las apañan para sufrir esta clase de peripecias.

Como digo yo, más para nosotras. No estamos autorizadas a servir alcohol, sino chocolate caliente, pasteles, galletas, macarrones y, por añadidura, el canto de sirena de las trufas de chocolate amargo, los bombones de licor y moca, las fresas recubiertas de chocolate, los bocaditos de nuez, los de albaricoque y frutos secos…

Hasta ahora los tenderos de la plaza han mantenido las distancias porque muestran cierta desconfianza ante nuestros cambios. Están tan habituados a pensar que la chocolatería es una trampa para turistas, un local en el que los lugareños no tienen nada que hacer, que tendré que apelar a toda mi capacidad de persuasión para que se acerquen.

Ayuda que Laurent nos haya visitado; precisamente Laurent, que detesta hasta el más mínimo cambio y que vive en un París que es producto de su imaginación, ya que solo tienen entrada los parisinos autóctonos. Al igual que el resto de los alcohólicos, es goloso. Además, ¿adónde puede ir ahora que han clausurado la cafetería? ¿Dónde tendrá público al que enumerar su interminable catálogo de quejas?

Huraño y visiblemente curioso, se presentó ayer a la hora del almuerzo. Era la primera vez que venía desde que reformamos el local, y estudió las mejoras con expresión de contrariedad. Quiso la suerte que hubiera clientes: Richard y Mathurin, que pasaron de camino a su habitual partida de petanca en el parque. Al ver a Laurent se mostraron ligeramente incómodos, y ya les vale, pues son parroquianos de toda la vida de Le P'tit Pinson.

Laurent les dirigió una mirada desdeñosa y comentó:

– Por lo visto, a alguien le va bien. ¿Qué es esto…, una puñetera cafetería o algo parecido?

Sonreí.

– ¿Te gusta?

– ¡Miu! -Laurent emitió su ruido preferido-. Cualquiera cree que puede montar una maldita cafetería. Todo el mundo se considera capaz de hacerlo.

– Jamás se me ocurriría -aseguré-. En nuestros días es difícil crear una atmósfera auténtica.

Laurent dejó escapar un bufido.

– No me vengas con esas. Calle abajo está el Café des Artistes y el encargado, te lo creas o no, es turco; para no hablar de la cafetería italiana que hay al lado, del salón de té y de los diversos Costa y Starbuck… Los jodidos yanquis creen que han inventado el café. -Me miró furibundo, como si yo tuviese antepasados en el Nuevo Mundo-. ¿Qué se ha hecho de la lealtad? -protestó-. ¿Qué ha pasado con el patriotismo francés de toda la vida?

Mathurin está bastante sordo y es posible que no lo oyese, pero estoy convencida de que Richard se hizo el tonto.

– Yanne, has sido muy amable. Será mejor que nos vayamos.

Dejaron el dinero sobre la mesa y huyeron sin volver la vista atrás, mientras Laurent se ruborizaba y abría desmesuradamente los ojos.

– Ese par de maricas viejos… -despotricó-. La cantidad de veces que entraron en mi cafetería a tomar una cerveza y a jugar a las cartas… y ahora, en cuanto las cosas se tuercen…

Le dediqué mi sonrisa más solidaria.

– Lo sé, Laurent, pero debes tener en cuenta que las chocolaterías son locales tradicionales. De hecho, me parece que históricamente preceden a las cafeterías, lo que las vuelve muy auténticas y parisinas… -Pese a que siguió farfullando, lo conduje hasta la mesa que sus parroquianos acababan de desocupar-. ¿Por qué no te sientas y bebes una taza de chocolate? Laurent, invita la casa, por descontado.

Aquello solo fue el comienzo. Laurent Pinson está de nuestra parte a cambio de una taza de chocolate y un bombón de praliné. Obviamente, no se trata de que lo necesitemos como cliente, ya que es un parásito que se llena los bolsillos con azucarillos y se queda horas con una taza de café, sino de que es el eslabón débil de nuestra reducida comunidad y, donde va Laurent, van los demás.

Esta mañana se presentó madame Pinot. En realidad, no compró nada, pero echó un buen vistazo al local y se marchó tras saborear un bombón invitación de la casa. Jean-Louis y Paupaul hicieron lo mismo; por casualidad sé que la chica que esta mañana compró trufas trabaja en la panadería de la rue des Trois Frères y hablará de la chocolatería a sus clientes.

Intentará explicar que no solo tiene que ver con el gusto: la sabrosa trufa de chocolate negro, emborrachada con ron; el lejano sabor de la guindilla, la generosa suavidad del centro del bombón y el amargor del acabado con cacao en polvo… Esas características no bastan para entender el extraño atractivo de las trufas de chocolate de Yanne Charbonneau.

Tal vez se vincula con que te hacen sentir más fuerte, tal vez más poderoso, más atento a los sabores y a los sonidos del mundo, más consciente de los colores y las texturas, más volcado en ti mismo, en lo que hay bajo la piel, en la boca, en el cuello, en la lengua sensible.

Solo uno, suelo decir.

Prueban y compran.

Compran tantos que Vianne estuvo ocupada todo el día, por lo que me tocó regentar el local y servir chocolate caliente a los que entran. Con un mínimo de buena voluntad, hay asientos para seis y es un lugar peculiarmente atractivo, tranquilo, reparador y animado a la vez, donde la gente acude a olvidar sus problemas, se sienta a beber chocolate y charla.

¿Charla? ¡Vaya si hablan! Vianne es la excepción que confirma la regla. De todas maneras, tiempo al tiempo. Digo que hay que empezar con modestia… o a lo grande, al menos en el caso de Nico el Gordo.

– ¡Hola, dama de los zapatos! ¿Qué hay para comer?

– ¿Qué prefieres? -pregunté-. Hay eremitas de rosa, cuadrados picantes, macarrones de cocoooooooooo… -alargué provocativamente la última palabra porque conozco su debilidad por el coco.

– ¡Caray! No debería.

Obviamente, es pura representación. A Nico le gusta plantear una resistencia simbólica, pero sonríe cohibido porque sabe que no ha colado.

– Prueba uno -insisto.

– Solo tomaré medio.

Está claro que los bombones rotos no cuentan, como tampoco tiene importancia una tacita de chocolate con cuatro macarrones más, el pastel de café que Vianne le ofrece o el glaseado que retira del cuenco con la espátula y devora.

– Mi madre siempre hacía de más -comentó Nico- y, cuando terminaba, yo me zampaba lo que quedaba en el cuenco. Algunas veces preparaba tanto glaseado que ni siquiera yo era capaz de acabarlo. -Repentinamente dejó de hablar.

– ¿Has dicho tu madre?

– Está muerta -replicó, y su cara de bebé se demudó.

– ¿La echas de menos?

Nico asintió.

– Supongo que sí.

– ¿Cuándo murió?

– Hace tres años. Se cayó por la escalera. Creo que tenía unos kilos de más.

– Tuvo que ser duro -comenté, esforzándome por guardar la compostura.

En el caso de Nico, unos kilos de más puede significar alrededor de ciento veinte. Su rostro adopta una expresión impávida y sus colores corresponden al espectro de verdes mates y grises plateados que relaciono con las emociones negativas. Es evidente que se considera responsable. Lo sé. Tal vez la moqueta de la escalera estaba despegada o se retrasó al volver del trabajo, se quedó diez fatales minutos más en la panadería o se sentó en un banco para ver pasar a las chicas…

– No eres el único -acoté-. Más te vale saber que a todos nos pasa lo mismo. A la muerte de mi madre me sentí culpable… -Le cogí la mano. Por debajo de la grasa sus huesos me parecieron pequeños como los de un niño-. Yo tenía dieciséis años. Siempre he pensado que fue culpa mía.

Le dediqué mi sonrisa más franca y, con tal de no reír, hice a mis espaldas la señal de los cuernos. Claro que fue lo que creí… y con sobrados motivos.

Nico se animó en el acto y preguntó:

– ¿Estás diciendo la verdad?

Moví afirmativamente la cabeza y lo oí resollar como si fuese un globo aerostático.

Me volví para disimular la sonrisa y me ocupé de los bombones que se enfriaban sobre el mostrador. Olían a inocencia, a vainilla y a niñez. Las personas como Nico casi nunca tienen amigos. Son siempre los gordos que viven con su mamá, más obesa si cabe, y que acumulan los sustitutos sobre el reposabrazos del sofá mientras su progenitura los mira comer y aprueba con ansiedad.

Nico, no estás gordo, simplemente eres de huesos grandes. Ten, Nico, por ser tan bueno…

– Creo que no debería -admitió finalmente Nico-. El médico dice que debo reducir lo que ingiero.

Enarqué una ceja.

– ¿Qué sabe ese médico? -pregunté. Nico se encogió de hombros y las ondas de grasa recorrieron sus brazos-. Te sientes bien, ¿no?

De nuevo esbozó una sonrisa tímida.

– Diría que sí. La cuestión es que…

– ¿Cuál es la cuestión?

– Bueno, verás…, las chicas. -Se ruborizó-. ¿Qué ven? Un tío grandote y entrado en carnes. Pienso que si perdiera unos cuantos kilos y me pusiese mínimamente en forma, tal vez…, ya me entiendes.

– Nico, no estás tan gordo. No es necesario que cambies. Encontrarás a una chica, ya lo verás. -Nico volvió a suspirar-. Dime, ¿qué quieres?

– Una caja de macarrones.

Anudaba el lazo cuando entró Alice. No sé para qué quiere Nico un lazo, ya que ambos somos conscientes de que abrirá la caja mucho antes de llegar a su casa pero, por algún motivo, le gusta así: con un lazo de cinta amarilla que, entre sus manazas, resulta incongruente.

– Hola, Alice -la saludé-. Siéntate, enseguida te atiendo.

Eran las cinco y Alice necesita tiempo. Mira a Nico temerosamente. A su lado parece un gigante, un gigante hambriento, pero de repente Nico ha quedado enmudecido. Contiene sus ciento veinte kilos y el rubor cubre su cara ancha.

– Nico, te presento a Alice.

– Hola -susurra la muchacha.

Lo más fácil del mundo es trazar un signo con la uña en el raso de la caja de bombones. Podría ser cualquier cosa, un accidente, y también el comienzo de algo, un recodo en el camino, la senda hacia otra existencia…

Todo cambia…

Alice vuelve a musitar algo, se mira las botas… y repara en la caja de macarrones.

– Me chiflan -reconoce Nico-. ¿Quieres?

Alice comienza a menear la cabeza y se dice que Nico parece simpático. Pese a su humanidad, hay algo en él, algo tranquilizadoramente pueril y hasta vulnerable. Cree detectar algo en su mirada, algo que la lleva a sentir que tal vez…, que quizá… la comprenda.

– Solo uno -insiste Nico.

El símbolo trazado en la tapa de la caja brilla con luz pálida; se trata de la Luna del Conejo, la del amor y la fertilidad; en lugar del habitual cuadrado de chocolate, Alice acepta tímidamente una taza de café moca cremoso, que acompaña con un macarrón. Salen al mismo tiempo, aunque no juntos, Alice con su cajita y Nico con su cajaza, y la lluvia de noviembre los moja.

Mientras los observo, Nico abre un paraguas rojo de proporciones descomunales, en el que se lee MERDE, IL PLEUT!, y resguarda a Alice. El sonido de la risa de la muchacha suena lejano e intenso, como algo recordado más que oído. Los veo caminar por la calle adoquinada: Alice salva los charcos con sus botas de siete leguas mientras Nico sostiene solemnemente ese ridículo paraguas; parecen el oso y el patito feo de un dibujo animado, animales de un cuento de hadas resquebrajado, a punto de emprender una gran aventura.

4


Jueves, 22 de noviembre


Tres llamadas perdidas de Thierry y una foto del museo de Historia Natural con un mensaje que dice: «¡Cavernícola! ¡Conecta el móvil!». Me causó gracia, pero no tanta; no comparto la pasión de Thierry por los chismes tecnológicos y, después de intentar sin éxito responder con un mensaje, guardé el móvil en el cajón del obrador.

Telefoneó más tarde. Al parecer, no podrá volver este fin de semana, aunque me asegura que vendrá el que viene. Hasta cierto punto, me siento aliviada. Así tendré tiempo de organizarme, de preparar existencias y de acostumbrarme a mi nuevo negocio, a sus ritmos y a sus clientes.

Hoy volvieron Nico y Alice. La muchacha compró una caja pequeña de fudges, una caja minúscula, de la que se comió todos, mientras que Nico adquirió un kilo de macarrones.

– Siempre me saben a poco -reconoció Nico-. Yanne, no dejes de hacerlos, ¿de acuerdo?

Me resultó imposible evitar la sonrisa ante su exuberancia. Ocuparon una mesa de la parte delantera del local; Alice pidió café moca y él, chocolate caliente con nata y nubes de caramelo; Zozie y yo permanecimos discretamente en el obrador de la trastienda, por si entraba un cliente, y Rosette cogió el cuaderno de dibujo y se dedicó a trazar monos sonrientes y de cola larga con todos los colores de la caja de lápices.

– ¡Vaya, está muy bien! -exclamó Nico cuando Rosette le entregó el dibujo de un mono gordo, de color granate, que comía un coco-. Creo que los monos te gustan, ¿no?

Nico puso cara de mono para Rosette, que cacareó de risa y suspiró. ¡Por fin! He reparado en que ríe más a menudo con Nico, conmigo, con Anouk, con Zozie… Es posible que, la próxima vez que venga Thierry, conecte con él un poco más.

Alice también rió. Rosette tiene debilidad por ella, tal vez porque es muy menuda, casi una niña con su vestido corto y estampado y el abrigo azul claro o quizá porque casi nunca habla, ni siquiera con Nico, que se expresa por los dos.

– Este mono se parece a Nico -concluyó Alice.

Con los adultos su voz suena fina y reticente, mientras que con Rosette adopta otro tono. Su timbre se vuelve intenso y cómico y Rosette reacciona con una sonrisa radiante.

Pues bien, Rosette dibujó monos para todos. El de Zozie luce mitones de color rojo en las cuatro extremidades. El de Alice es azul eléctrico, con el cuerpo minúsculo y la cola disparatadamente larga y enroscada. El mío se siente incómodo y oculta su cara peluda entre las manos. Tiene dotes, de eso no hay duda; sus dibujos son toscos, pero están peculiarmente vivos y basta con un par de trazos para transmitir expresiones faciales.

Todavía reíamos cuando madame Luzeron se presentó con su perrillo cubierto de pelusa color melocotón. Madame Luzeron viste bien, conjunto de jersey y rebeca grises, que disimulan su cintura cada vez más ancha, y abrigos bien cortados, en diversos matices de negro. Vive en una de las casonas con fachada de estuco que se alzan detrás del parque, va a misa cada día y a la peluquería día por medio, salvo los jueves, que acude al cementerio después de pasar por nuestro local. Es posible que solo tenga sesenta y cinco años, pero sus manos están deformadas por la artritis y su rostro delgado parece gredoso por culpa del cubreojeras.

– Una caja con tres trufas al ron.

Madame Luzeron jamás pide las cosas por favor. Tal vez sería demasiado burgués. Se limitó a mirar a Nico el Gordo, a Alice, las tazas vacías y los monos y levantó una ceja exageradamente depilada.

– Por lo que parece habéis…, habéis redecorado el local. -Una mínima pausa antes de que las últimas palabras sembrasen dudas sobre lo acertado de la decisión.

– ¿No le parece fabuloso? -preguntó Zozie. No está acostumbrada a las actitudes de madame, que la traspasó con una mirada que repasó la falda excesivamente larga, el pelo recogido con una rosa de plástico, las pulseras tintineantes y los zapatos de cuñas, con estampado de cerezas, que hoy combinaba con medias de rayas rosas y negras…-. Las sillas las pintamos nosotras -añadió y se dirigió a la vitrina para coger los bombones-. Nos pareció bueno adecentar la chocolatería.

Madame le dirigió la clase de sonrisa que puedes ver en el rostro de una bailarina de ballet a la que las zapatillas le aprietan.

– Ahora mismo le sirvo las trufas de ron. -Zozie siguió hablando como si no se enterase de nada-. Ya está. ¿De qué color quiere la cinta? A mí me gusta la rosa, aunque roja también quedaría bien. ¿Qué le parece?

Madame permaneció en silencio y dio la sensación de que Zozie no esperaba respuesta. Envolvió la cajita con los bombones, la adornó con la cinta y una flor de papel y dejó el paquete sobre el mostrador.

– Estas trufas parecen distintas -opinó madame y, recelosa, las estudió a través del celofán.

– Tiene razón -confirmó Zozie-. Las ha hecho Yanne con sus propias manos.

– Qué lástima -se lamentó madame-. Las de antes me gustaban.

– Éstas le gustarán más -afirmó Zozie-. Pruebe una, invita la casa.

Tendría que haberle dicho que perdía el tiempo. A menudo los urbanitas desconfían de esa clase de invitaciones. Hay quienes rechazan automáticamente esos regalos, como si no quisiesen que alguien los viera, ni siquiera aunque se trate de un bombón. Madame bufó levemente, cual una versión bien educada del «miu» de Laurent, dejó el dinero sobre el mostrador y…

Fue entonces cuando me pareció verlo: un roce casi invisible de los dedos en el momento en el que la mano de madame Luzeron rozó la de Zozie, el fugaz brillo de algo en la atmósfera grisácea de noviembre. Tal vez fue el parpadeo de un letrero de neón al otro lado de la plaza, por mucho que tengamos en cuenta que Le P'tit Pinson está clausurado y que faltan como mínimo dos horas para que enciendan las farolas. Además, yo debería conocer ese brillo, esa chispa que, como la electricidad, salta de una persona a otra…

– Adelante -la apremió Zozie-. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que se dio un gusto.

Madame lo notó tanto como yo. En un abrir y cerrar de ojos vi que su expresión se demudaba. Bajo el refinamiento del maquillaje y los polvos afloró la confusión, el anhelo, la soledad, la pérdida…, sentimientos que se deslizaron como nubes por sus facciones pálidas y tensas…

Aparté velozmente la mirada. No quiero saber tus secretos, no quiero conocer tus pensamientos, pensé. Coge tu ridículo perrillo y los bombones y vete a casa antes de que sea…

Ya era demasiado tarde. Lo había visto.

Vi el cementerio, una lápida ancha, de mármol gris pálido, con la forma de la curva de una ola. Vi la foto pegada en el mármol: un muchacho de más o menos trece años, que sonreía dentuda y descaradamente a la cámara. Tal vez se trataba de una foto escolar, la última que le tomaron antes de que muriera, en blanco y negro, aunque en este caso teñida de tonos pastel. Debajo están los bombones: hileras de cajitas arruinadas por la lluvia. Lleva una cada jueves; permanecen intactas, con los lazos de color amarillo, rosa, verde…

Levanto la cabeza. Madame tiene la mirada fija, pero no en mí. Sus ojos de color azul claro, de mirada asustadiza y agotada, están abiertos de par en par y extrañamente esperanzados.

– Llegaré tarde -dice con tono apenas audible.

– Tiene tiempo -asegura Zozie con gran delicadeza-. Siéntese un rato y descanse. Nico y Alice ya se van. Vamos -insiste, porque parece que madame está a punto de protestar-. Póngase cómoda y tome una taza de chocolate. Llueve y su niño puede esperar.

Me quedo sorprendida porque madame obedece.

– Gracias -responde madame Luzeron, se sienta en la butaca, queda ridículamente fuera de lugar en contraste con el estampado de leopardo de la tela color rosa brillante y come el bombón con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la piel artificial y peluda.

Se la vez tan en paz y… y, todo hay que decirlo, tan feliz…

En la calle el viento sacude el letrero recién pintado, la lluvia sisea sobre las calles adoquinadas, diciembre está solo a un paso y todo me parece tan seguro y sólido que casi olvido que nuestras paredes son de papel y nuestras vidas, de cristal; casi olvido que una ráfaga de viento puede destruirnos y que una tormenta invernal nos haría volar por los aires.

5


Viernes, 23 de noviembre


Tendría que haber sabido que los había ayudado. Es lo que yo misma habría hecho en el pasado, en los tiempos de Lansquenet. En primer lugar, a Alice y a Nico, tan afines; da la casualidad de que sé que Nico ya había reparado en ella y que una vez por semana visita la floristería para comprar narcisos, sus flores favoritas, pero hasta ahora no se había armado de valor para hablarle o invitarla a salir.

De repente, mientras compartían una taza de chocolate…

Coincidencias, me repito al infinito.

Antes tan frágil y reservada, ahora madame Luzeron libera sus secretos como el perfume que todos pensaron que se había evaporado hace mucho tiempo.

El brillo soleado que rodea la puerta incluso cuando llueve me lleva a temer que alguien allana el camino, que la sucesión de clientes que hemos tenido en los últimos días no se debe exclusivamente a nuestros dulces.

Ya sé qué diría mi madre.

¿Qué daño hacemos? Nadie sufre. Vianne, ¿no se lo merecen?

¿No nos lo merecemos?

Ayer intenté advertir a Zozie y explicarle los motivos por los que no debe interferir, pero me resultó imposible. Una vez abierta, tal vez es imposible volver a cerrar la caja de los secretos. Además, percibo que rae considera exagerada. Puede ser tan desagradable como generosa, al igual que el panadero mezquino del viejo cuento, el que cobraba por oler a pan recién cocido.

¿Qué daño hacemos? ¿Qué perdemos si los ayudamos? Sé perfectamente qué es lo que ella diría.

Ay, estuve en un tris de comentárselo, pero al llegar el momento me contuve. Por otro lado, podría ser una coincidencia.

Hoy ha sucedido algo que confirmó mis temores. Por imposible que parezca, el catalizador fue Laurent Pinson. Esta semana ha aparecido varias veces por Le Rocher de Montmartre. No tiene nada de novedoso y, a menos que esté muy equivocada, no es el chocolate lo que lo trae por aquí.

Esta mañana se presentó, estudió los bombones de las vitrinas de cristal, husmeó las etiquetas con los precios y analizó cada detalle de nuestras mejoras con cara de pocos amigos y algún que otro gruñido de desaprobación mal disimulada.

– Miu.

Era uno de esos días soleados de noviembre, más precioso si cabe por su carácter excepcional. Sin viento, como en pleno verano, con el cielo despejado y los hilillos de vapor como arañazos en el azul.

– Hace muy buen día -comenté.

– Miu -masculló Laurent.

– ¿Solo está mirando o quiere que le sirva algo de beber?

– ¿A estos precios?

– Invita la casa.

Hay personas incapaces de rechazar una invitación. Laurent se sentó a regañadientes, aceptó un café y un praliné y comenzó a recitar su letanía habitual:

– Clausuran mi cafetería precisamente en estas fechas… Es una maldita victimización, no se puede describir de otra manera. Alguien se ha propuesto arruinarme.

– ¿Qué ha pasado? -inquirí.

Laurent reveló sus penas. Alguien se había quejado porque calentaba las sobras en el microondas, un imbécil había enfermado, le habían enviado un inspector de Sanidad que apenas hablaba francés y, a pesar de que había sido impecablemente amable con el individuo, este se había ofendido por algo que dijo y…

– ¡Patapaf! ¡Cerró el local! ¡Así de simple! Me pregunto adónde irá a parar este país cuando una cafetería totalmente decente, una cafetería que lleva décadas en servicio, puede ser clausurada por un puñetero pied-noir…

Simulé que escuchaba mientras calculaba mentalmente los bombones que más se habían vendido y aquellos cuyas existencias mermaban. También fingí que no me daba cuenta cuando Laurent se sirvió otro praliné sin que yo lo invitase. Podía permitírmelo y él necesitaba hablar…

Al cabo de un rato Zozie salió del obrador, donde me había ayudado a preparar los pasteles de chocolate. Laurent terminó bruscamente su andanada y se ruborizó hasta las orejas.

– Buenos días, Zozie -saludó con exagerada dignidad.

Zozie sonrió. No es un secreto que Laurent la admira, como todos, y hoy estaba muy guapa con un vestido de terciopelo que llegaba hasta el suelo y botines del mismo tono azul claro.

No pude dejar de compadecerlo. Zozie es una mujer atractiva y Laurent ha llegado a esa edad en la que a los hombres menos les cuesta volver la cabeza para mirarte. De repente me percaté de que nos estorbaría cada día entre esta fecha y Navidad, gorronearía bebidas, molestaría a los clientes, robaría azucarillos, se lamentaría de que el barrio se estaba echando a perder y…

Estuvo a punto de escapárseme cuando me volví y Zozie hizo la señal de los cuernos a sus espaldas. ¡Era el signo de mi madre para desterrar la desventura!

¡Fuera, fuera, lárgate!

Vi que Laurent se palmeaba el cuello como si lo hubiera picado un mosquito. Contuve el aliento, pero era demasiado tarde. Zozie había realizado la señal con toda la naturalidad del mundo, como yo misma habría hecho en Lansquenet si los últimos cuatro años no hubiesen existido.

– Laurent… -lo llamé.

– Tengo que irme. Entiéndame, hay mucho que hacer… No puedo perder más tiempo.

Sin dejar de frotarse la nuca, Laurent abandonó la butaca que había ocupado la última media hora y salió casi a la carrera.

– ¡Por fin! -declaró Zozie y sonrió. Me desplomé sobre la butaca-. ¿Te encuentras bien?

La miré. Siempre comienza de la misma forma: con nimiedades, con cosas que no tienen importancia. Claro que una tontería lleva a otra… y a una tercera y, sin que te des cuenta, ha vuelto a empezar, el viento cambia de dirección, las Benévolas detectan el olor y…

Durante un segundo responsabilicé a Zozie. Al fin y al cabo, es ella la que ha transformado mi modesta chocolatería en una cueva de piratas. Antes de su llegada me daba por satisfecha con ser Yanne Charbonneau, regentar el local como los demás, ponerme la sortija que Thierry me regaló, dejar que el mundo siguiese su curso sin interferencias…

Las cosas han cambiado. Con algo tan sencillo como un chasquido de los dedos, cuatro años se han ido al garete y una mujer que hace mucho que debería estar muerta abre los ojos y parece respirar…

– Vianne… -musitó.

– No me llamo así.

– Pero era tu nombre, ¿no? Te llamabas Vianne Rocher.

Asentí.

– En una vida pasada.

– No tiene por qué pertenecer al pasado.

¿Seguro que no? La idea de volver a ser Vianne, comerciar con prodigios y mostrarle a las personas la magia que llevan en su seno me resulta peligrosamente atractiva…

Tenía que decírselo. Esto tiene que acabar. No tiene la culpa, pero no puedo permitir que continúe. Ciegas pero espantosamente persistentes, las Benévolas todavía nos pisan los talones. Noto cómo se acercan a través de las brumas y, atentas al destello y al encanto más diminutos, peinan el aire con sus largos dedos.

– Sé que intentas ayudarnos, pero nos arreglaremos solas… -añadí y Zozie arqueó las cejas-. Ya sabes a qué me refiero.

Fui incapaz de decirlo, así que acaricié una caja de bombones y tracé una espiral mística en la tapa.

– Ya lo veo. Te refieres a ese tipo de ayuda. -Me observó con curiosidad-. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

– No lo comprenderías.

– ¿Por qué? -preguntó Zozie-. Al fin y al cabo, tú y yo somos iguales.

– ¡No somos iguales! -Hablé en tono demasiado alto y me puse a temblar- Ya no practico. Soy normal. Soy aburrida. Pregúntale a quien quieras.

– Como prefieras.

En este momento, esa es la expresión preferida de Anouk, que recalca con ese encogimiento de todo el cuerpo que las adolescentes emplean para manifestar su desacuerdo. Fue realmente cómico, pero no tuve ganas de reír.

– Lo siento -me disculpé-. Sé que tienes buenas intenciones, pero los niños…, ya sabes, captan estas cosas. Empiezan como un juego y enseguida se desmandan…

– ¿Es lo que ocurrió? ¿Se desmandó?

– Zozie, no quiero hablar del tema.

Zozie tomó asiento a mi lado.

– Venga ya, Vianne, no puede ser tan grave. Conmigo puedes hablar.

En ese momento vi a las Benévolas, contemplé sus rostros y sus manos codiciosas. Las vi tras el rostro de Zozie, oí sus voces persuasivas, sensatas y tan bondadosas…

– Me apañaré, siempre me apaño.

¡Eres una mentirosa!

De nuevo la voz de Roux, tan clara que casi lo busqué con la mirada. Pensé que en ese sitio había demasiados fantasmas, demasiados rumores de otros cuándo, otros dónde y, lo peor de todo, de qué más podría haber sido.

Lárgate, rogué en silencio. Ahora soy otra. Déjame en paz.

– Me apañaré -repetí y esbocé una sonrisa espectral.

– De acuerdo, pero si alguna vez necesitas ayuda…

Moví afirmativamente la cabeza.

– Te la pediré.

6


Lunes, 26 de noviembre


Suzanne volvió a faltar al liceo. Supuestamente tiene gripe, pero Chantal dice que es por el pelo. No es que Chantal hable mucho conmigo y, desde que me he hecho amiga de Jean-Loup, se ha mostrado más antipática que nunca, en el supuesto de que eso fuera posible.

Habla constantemente de mí: de mi pelo, mi ropa y mis costumbres. Hoy me puse los zapatos nuevos (simples y muy bonitos, pero no como los de Zozie) y machacó todo el día con el tema, me preguntó dónde los había comprado, cuánto me habían costado, rió disimuladamente (los suyos son de una zapatería de Champs-Elysées, aunque no creo que su madre haya pagado la cifra astronómica que mencionó), quiso saber dónde me había cortado el pelo, qué me cobraron y volvió a reír como una tonta…

Me gustaría saber qué sentido tiene tanta pregunta. Se lo pregunté a Jean-Loup, que me contestó que probablemente Chantal es muy insegura. Puede que tenga razón. Desde la semana pasada no he tenido más que problemas: de mi pupitre desaparecen libros, mi mochila se ha caído del perchero y mis pertenencias terminaron «accidentalmente» desparramadas por el suelo. De pronto los compañeros con los que siempre me he llevado bien ya no quieren sentarse a mi lado. Ayer vi que Sophie y Lucie practicaban un juego absurdo con mi silla: fingían que estaba llena de bichos e intentaban sentarse lo más lejos posible del lugar que yo había ocupado, como si allí hubiese algo repugnante.

Después jugamos al baloncesto y, como de costumbre, guardé mi ropa en el vestuario; cuando volví, después del partido, alguien se había llevado mis zapatos nuevos y los busqué por todas partes hasta que, al final, Faridah me mostró que estaban pisoteados y llenos de polvo detrás del radiador. Aunque no podía demostrarlo, supe que había sido Chantal.

Simplemente, lo supe.

Después Chantal se dedicó a fastidiarme con la chocolatería:

– Me han dicho que es muy bonita. -Se burló por enésima vez, como si la palabra «bonita» fuera un código secreto que solo ella y sus amigas sabían descifrar-. ¿Cómo se llama?

No me apetecía responder, pero tuve que hacerlo.

– ¡Vaya, qué bonito! -exclamó Chantal, y todas volvieron a reír como tontas.

Me refiero a su grupito de amigas: Lucie, Danielle y otras parásitas como Sandrine, que antes eran bondadosas conmigo y que ahora solo me hablan si Chantal no está presente.

Todas se parecen a Chantal, como si fuera algo contagioso, una especie de sarampión glamuroso. Todas llevan el pelo estirado de la misma forma, cortado en capas y con las puntas ligeramente levantadas. Todas se ponen el mismo perfume (esta semana toca el que se llama Angel) y usan el mismo tono de barra de labios rosa nacarado. Estoy segura de que moriré si se presentan en el local. Me moriré de verdad. Tener que soportar que miren fijamente y se rían…, de mí, de Rosette, de mamá con los brazos cubiertos de chocolate hasta el codo y con esa mirada esperanzadora… ¿Son tus amigas?

Ayer se lo conté a Zozie.

– Ya sabes lo que tienes que hacer. Nanou, existe una única solución: debes plantarles cara. Tienes que luchar.

Sabía que lo diría. Zozie es luchadora. Claro que hay cosas para las que con la actitud no basta. Es evidente que, desde que hablamos, mi aspecto ha mejorado mucho. Ha consistido, sobre todo, en ponerme derecha y practicar la sonrisa demoledora, pero también en que ahora llevo la ropa que más me gusta en vez de que lo que mamá piensa que debería usar y, pese a que destaco incluso más que antes, me siento mucho mejor, más yo.

– Vas por buen camino pero, Nanou, a veces con eso no basta. Lo aprendí en la escuela. Tienes que demostrarlo clara y radicalmente. Si juegan sucio, lo siento mucho pero…, bueno, tendrás que hacer lo mismo.

Ojalá me atreviese…

– ¿Te refieres a que esconda sus zapatos?

Zozie me lanzó una mirada significativa.

– ¡No, no me refiero a esconderles los zapatos!

– ¿De qué hablas?

– Annie, lo sabes perfectamente. No será la primera vez.

Me acordé del episodio en la cola del autobús, de Suze, su pelo y mis palabras…

Esa no fui yo. No fui yo quien lo hizo.

Entonces evoqué Lansquenet y los juegos que solíamos jugar, los Accidentes de Rosette, Pantoufle, lo que Zozie hizo en el salón de té, los colores y el pueblo a orillas del Loira, con la pequeña escuela y el monumento a los soldados caídos; los bancos de arena junto al río, los pescadores, la cafetería con la simpática pareja entrada en años y…, ¿cómo se llamaba?

Les Laveuses, susurró la voz espectral en mi mente.

– Les Laveuses -dije.

– Nanou, ¿qué te pasa?

De sopetón me sentí mareada. Me desplomé en una silla decorada con las manitas de Rosette y las manazas de Nico.

Zozie me escrutó con atención, con los ojos azules muy brillantes y entornados.

– La magia no existe -declaré.

– Nanou, por supuesto que existe. -Negué con la cabeza-. Sabes perfectamente que existe.

Durante unos instantes supe que existía. Fue emocionante y también aterrador, como caminar por una saliente del acantilado, estrecha y azotada por los vientos, con el agua revuelta a tus pies y nada salvo el vacío entre nosotras.

Miré a Zozie y musité:

– No puedo.

– ¿Por qué te resulta imposible?

– ¡Fue un accidente! -chillé. Tuve la sensación de que tenía los ojos llenos de arena, se me disparó el pulso y mientras tanto ese viento, ese viento…

– Está bien, Nanou, no pasa nada. -Zozie me abrazó y apoyé mi cara ardiente en su hombro-. No estás obligada a hacer lo que no quieres. Todo saldrá genial.

Fue tan fantástico apoyarme en su hombro con los ojos cerrados y rodeada de olor a chocolate que, durante un rato, creí realmente que todo saldría genial, que Chantal y compañía dejarían de fastidiarme y que, si Zozie estaba cerca, no sucedería nada malo.


Supongo que ya sabía que algún día se presentarían. Tal vez Suze les dijo dónde encontrarme… o puede que lo hiciera yo misma en los tiempos en los que pensaba en que así seríamos amigas. Fuera como fuese, me llevé una sorpresa mayúscula al verlas en el local… Seguramente habían viajado en metro, corrido colina arriba para llegar antes que yo y…

– ¡Hola, Annie! -saludó Nico, que acababa de franquear la puerta con Alice al lado-. Hay una buena juerga… Me parece que han venido varias compañeras del liceo…

Me percaté de que Nico estaba bastante rojo. Ya sabemos que es corpulento y que mucho ejercicio lo deja sin aliento, pero fue precisamente por eso por lo que me inquieté; la rojez de sus colores y la de su rostro me indicaron que estaba a punto de ocurrir algo aciago.

Poco me faltó para dar media vuelta y largarme. Había tenido un día espantoso. Jean-Loup había regresado a su casa a la hora de comer porque, por lo que entendí, tenía visita con el médico y, por si con eso no bastase, Chantal no había dejado de meterse conmigo, de burlarse, de preguntar dónde estaba mi novio y de hablar de dinero y de todo lo que le regalarían en Navidad.

Tal vez fue de ella la idea de presentarse en la chocolatería. De todos modos, allí estaba, esperando el momento de que yo llegase a casa. Mejor dicho, allí estaban Lucie, Danielle, Chantal y Sandrine, cada una con su Coca-Cola y riendo como locas.

No me quedó más remedio que entrar. No tenía dónde esconderme y, por añadidura, ¿qué clase de persona huye? Dije «Soy fabulosa» para mis adentros pero, si he de ser sincera, no es lo que sentía, ya que estaba cansada, sedienta y un poco asqueada. Necesitaba repantigarme delante de la tele, ver con Rosette cualquier tontería infantil o quizá leer un libro…

Cuando entré Chantal tomó la palabra:

– ¿Habéis visto su corpulencia? -preguntó a gritos-. Parece un camión… -Simuló sorpresa cuando me vio. Como si colara…-. Vaya, Annie, ¿el que salió es tu novio? -Rieron estúpidamente-. Ay, que guay.

Me encogí de hombros.

– Es un amigo.

Zozie estaba sentada detrás de la barra e hizo como que no oía. Observó a Chantal y me dirigió una mirada inquisitiva, con la que me preguntó si esa era la que me fastidiaba.

Asentí y suspiré aliviada. No sé qué esperaba de Zozie: quizá que las mandase a tomar viento, tal vez que volcase sus bebidas como había hecho con la camarera del salón de té o, simplemente, que les pidiera que se fuesen…

Por eso rae quedé de piedra cuando, en lugar de quedarse y ayudarme, se puso en pie y comentó:

– Ponte cómoda y charla con tus amigas. Si me necesitas estaré en la trastienda. Espero que lo paséis muy bien, ¿de acuerdo?

Pronunciadas esas palabras me abandonó… con una sonrisa y un guiño, por lo que tuve la sensación de que pensaba que arrojarme a los leones era mi idea de una buena diversión.

7


Martes, 27 de noviembre


Es extraña tanta reticencia a la hora de reconocer sus dotes. Cabría suponer que una hija suya daría lo que fuera con tal de ser como ella. Por añadidura, el empleo de la palabra «accidente», en fin…

Vianne también la emplea para referirse a cosas no buscadas o que no tienen explicación. Como si en nuestro mundo existiese semejante cosa; en nuestro universo cada cosa está vinculada con las demás, todo se conecta por pequeñas vías místicas, como los ovillos de seda de un tapiz. Nada es un accidente, nada se pierde. Los especiales, los que vemos, nos movemos por la vida recogiendo los cabos, reuniéndolos, tejiendo nuestros modestos pero decididos dibujos en los márgenes de la gran imagen…

Nanou, ¿no te parece fabuloso? ¿No lo consideras fabuloso, subversivo, bello y grandioso? ¿No quieres formar parte de esto? ¿No ansias encontrar tu propio destino en esa maraña de cabos sueltos y modelarlos…, aunque no por accidente, sino por designio?

Cinco minutos después vino a buscarme al obrador. Había palidecido de ira contenida. Sé lo que se siente; conozco esa estremecedora sensación de impotencia que emponzoña las entrañas y el alma.

– Tienes que hacer que se vayan -me apremió-. No quiero que estén aquí cuando vuelva mamá.

En realidad, lo que no quería era proporcionarles más munición.

Me mostré comprensiva.

– Son clientes. ¿Qué puedo hacer? -Annie me miró-. Hablo en serio -insistí-. Son tus amigas…

– ¡No lo son!

– Bueno, en ese caso… -Fingí que titubeaba-. En ese caso, no sería un Accidente si tú y yo…, si tú y yo interfiriésemos un poco.

Sus colores se encendieron ante esa posibilidad.

– Mamá dice que es peligroso.

– Quizá mamá tiene motivos para decirlo.

– ¿Cuáles?

Me encogí de hombros.

– Verás, Nanou, a veces los adultos intentan proteger a sus hijos y retienen información. En ocasiones no se trata tanto de proteger a los hijos como de las consecuencias que esa información entraña…

Se mostró desconcertada y preguntó:

– ¿Crees que me ha mentido?

Ya sabía que corría riesgos. De todos modos, me he arriesgado muchas veces y, por si eso fuera poco, Nanou está dispuesta a ser seducida. Tiene que ver con la rebelión que anida en el alma de los niños buenos: el deseo de burlarse de la autoridad y de derrocar a esas pequeñas divinidades que se autodefinen como nuestros padres.

Annie suspiró.

– No lo entiendes.

– Por supuesto que lo entiendo. Estás asustada. Te da miedo ser distinta. Crees que es lo que te lleva a destacar.

Reflexionó sobre mis palabras y finalmente respondió:

– No es eso.

– En ese caso, ¿de qué se trata?

Anouk me miró. Del otro lado de la puerta llegaron las voces agudas y chirriantes de las adolescentes que no tramaban nada bueno.

Dirigí a Annie mi sonrisa más solidaria y acoté:

– Te diré una cosa: nunca te dejarán en paz. Ahora saben dónde vives. Pueden volver en cualquier momento. Ya han repasado a Nico… -Noté cómo reculaba. Sé que Nico le cae estupendamente-. ¿Quieres que regresen cada tarde y se queden a burlarse de ti…?

– Mamá se ocupará de que se vayan -afirmó, aunque no se mostró demasiado convencida.

– Y después, ¿qué? Ya sé lo que ocurre. Nos pasó a mi madre y a mí. Primero sucede con cosas pequeñas, aquellas que pensamos que podemos afrontar: las bromas pesadas, los hurtos, las pintadas que por las noches dejan en los postigos. Te aseguro que, si no hay otra solución, se puede vivir con eso, pero nunca acaba allí. Jamás cejan en su empeño. Después aparece mierda de perro en la entrada, recibes extrañas llamadas telefónicas a las tantas de la noche, arrojan piedras por las ventanas y un día echan gasolina a través del buzón y todo se convierte en humo…

¡Como si yo no lo supiera! Había estado a punto de ocurrir. Una librería de ciencias ocultas llama la atención, sobre todo si se instala fuera del centro urbano. Hubo cartas a la prensa local, octavillas en las que condenaron las celebraciones de la víspera de Todos los Santos y hasta una reducida manifestación a las puertas de la librería, con carteles hechos a mano y media docena de feligreses de derechas gritando como locos para que clausurasen el local.

– ¿No ocurrió en Lansquenet?

– Lo de Lansquenet fue distinto.

Annie desvió la mirada hacia la puerta. Noté que arribaba mentalmente a una conclusión. Lo sentí cerca, como el aire cargado de estática…

– Hazlo -afirmé. Nanou me miró-. Hazlo. Te aseguro que no hay nada que temer.

Anouk tenía la mirada encendida.

– Mamá dice…

– Los padres no lo saben todo. Tarde o temprano tendrás que aprender a cuidar de ti misma. Vamos, Nanou, no permitas que te conviertan en víctima. No permitas que te obliguen a huir.

La niña se lo pensó y me di cuenta de que mis palabras todavía no habían dado en el blanco.

– Hay cosas peores que huir.

– ¿Eso dice tu madre? ¿Por eso se cambió el nombre? ¿Es por ese motivo que ha logrado atemorizarte tanto? ¿Por qué no quieres contarme qué sucedió en Les Laveuses?

Me acerqué cada vez más, pero no lo suficiente. Adoptó esa expresión terca y reservada que es tan típica de las adolescentes, la que te indica que, por mucho que hables…

De modo que le di un empujoncito. En realidad, fue muy pequeño. Irisé mis colores y busqué el secreto, fuera cual fuese…

Entonces lo vi, aunque fugazmente: una sucesión de imágenes como de humo sobre el agua.

Agua. Eso es, un río, pensé. Y un gato de plata, un pequeño dije con forma de gato…, todo iluminado por las luces de la víspera de Todos los Santos. Volví a estirarme y casi lo toqué…, pero entonces…

¡Paf!

Fue como apoyarse en una verja electrificada. Me recorrió una descarga que me echó hacia atrás. El humo se dispersó, la imagen se difuminó y hasta el último nervio de mi cuerpo pareció cargarse de electricidad. Percibí que fue del todo imprevisto: consistió en una liberación de energía contenida, como la de un niño que da pataditas en el suelo. Si yo hubiese dispuesto de la mitad de ese poder cuando tenía su edad…

Con los puños apretados, Annie me miraba.

Sonreí y comenté:

– Eres buena. -La niña ladeó la cabeza-. Sí que lo eres. Eres muy buena, tal vez mejor que yo. Posees un don…

– Sí, eso es. -Habló con tono bajo y tenso-. ¡Vaya con el don! Preferiría tener dotes para bailar o para pintar a la acuarela. -Una idea pasó por su cabeza y dio un brinco-. ¿Se lo dirás a mamá?

– ¿Debo decírselo? ¿Por quién me tomas? ¿Crees que eres la única capaz de guardar un secreto?

Escrutó mi rostro durante largo rato.

Oí que tintineaban las campanillas colgadas sobre la puerta.

– Se han ido -afirmó Annie.

Tenía razón; me asomé a la chocolatería y vi que las niñas se habían ido. Solo quedaban las sillas dispersas, los botes de Coca-Cola por la mitad, el tenue aroma a chicle y laca y el olor dulzón del sudor adolescente.

– Volverán -aseguré con tono bajo.

– Puede que no.

– Bueno, si necesitas ayuda…

– Te la pediré -replicó Annie.


Te la pediré, te la pediré¿Acaso soy un hada madrina?

Como era de esperar, busqué Les Laveuses. Comencé por internet, pero no encontré nada, ni una web de información turística ni la más mínima referencia a un festival o a una chocolatería. Seguí indagando y me topé con una única mención a una crepería local, citada por una revista culinaria. Era propiedad de la viuda Françoise Simon.

¿Es posible que hubiese sido Vianne con otro nombre? Es probable, si bien el artículo no la mencionaba. Llamé por teléfono y me topé con un callejón sin salida. Es la propia Françoise la que responde. Su voz suena cortante y recelosa y es la de una mujer que pasa de los setenta. Le digo que soy periodista. A mis preguntas responde que jamás ha oído hablar de Vianne Rocher.

¿Y de Yanne Charbonneau? Otro tanto de lo mismo y adiós.

Por lo que tengo entendido, Les Laveuses es muy pequeño, poco más que una aldea. Tiene iglesia, un par de tiendas, la crepería, el bar y el monumento a los soldados caídos. Las tierras circundantes son agrícolas y cultivan girasol, maíz y frutales. El río discurre junto a la población, como un largo perro marrón. Parece un lugar inexistente…, aunque posee algo que tiene resonancias…, un brillo de la memoria, un detonador en las noticias…

Fui a la biblioteca a consultar los archivos. Tienen la colección completa de Ouest-France guardados en disquetes y microfilmes. Empecé ayer a las seis. Busqué durante dos horas y me fui a trabajar. Mañana haré lo mismo e insistiré hasta averiguar qué es lo que resuena. Ese lugar es la clave: Les Laveuses, a orillas del Loira. En cuanto lo tenga, ¿quién sabe qué secretos podría revelar?

No ceso de pensar en Annie. Anoche prometió que si necesitaba ayuda me la pediría. Claro que para pedir ayuda tiene que existir una necesidad, una verdadera necesidad que supere con creces las modestas contrariedades del liceo Jules Renard; una necesidad que mande al garete la cautela y logre que ambas corran a los brazos de su buena amiga Zozie.

Sé a qué le temen.

Pero… ¿qué necesitan?


Esta tarde me quedé a solas en la tienda mientras Vianne daba un paseo con Rosette y aproveché para subir y examinar sus cosas. Entendedme, lo hice discretamente; mi objetivo no es un burdo robo, sino algo infinitamente más trascendental. Resulta que no posee muchas cosas: un armario más elemental que el mío; un cuadro colgado de la pared, probablemente comprado en el marché aux puces; una colcha de patchwork, supongo que hecha en casa; tres pares de zapatos, todos negros, lo que me parece aburridísimo y, por último, bajo la cama, oro en paño, es decir, una caja de madera del tamaño de una caja de zapatos llena de basura variada.

No es que Vianne Rocher la considere chatarra. Estoy acostumbrada a vivir con mis cosas en bolsas y cajas y sé que los que somos así no enmohecemos. El contenido de la caja de madera representa las piezas del rompecabezas de su vida, todo aquello que jamás dejará atrás: su pasado, su vida, su alma secreta.

Abrí la caja con todo el cuidado del mundo. Vianne es reservada, lo que la vuelve recelosa. Seguro que conoce el emplazamiento exacto de cada papel, cada objeto, cada hilo, cada recorte, cada partícula de polvo. Se dará cuenta si algo ha cambiado de sitio; de todos modos, tengo una excelente memoria fotográfica y no pretendo trastocar nada.

Las cosas salen una tras otra: el resumen de Vianne Rocher. En primer lugar, una baraja de tarot; nada del otro mundo, los naipes de Marsella, muy usados y amarilleados.

Debajo están los documentos: pasaportes a nombre de Vianne Rocher y la partida de nacimiento de Anouk, con el mismo apellido. De modo que Anouk se ha convertido en Annie, de la misma forma que Vianne ahora es Yanne. No hay documentos de Rosette, lo que resulta extraño, pero también encuentro un pasaporte caducado a nombre de Jeanne Rocher y deduzco que perteneció a su madre. Por la foto me doy cuenta de que no se parece mucho a Vianne, aunque también es cierto que Anouk y Rosette tampoco son calcadas. Veo un trozo de cinta desteñida de la que cuelga un dije de la suerte con forma de gato. A continuación aparecen varias fotografías, seis en total. En ellas reconozco a una Anouk más pequeña, a una Vianne más joven y a una Jeanne más lozana, en blanco y negro. Están cuidadosamente colocadas y atadas con una cinta, junto a un puñado de cartas bastante viejas y un fajo delgado de recortes de periódico. Con gran delicadeza les echo un vistazo, atenta a los bordes amarillentos y a los pliegues frágiles, y reconozco el artículo de un periódico local sobre el festival del chocolate celebrado en Lansquenet- sous-Tannes. Es casi lo mismo que lo que ya he visto, pero la foto es de mayor tamaño y Vianne aparece con dos personas: un hombre y una mujer, ella de pelo largo y con un abrigo de cuadros y él sonriendo incómodo ante la cámara. ¿Amigos tal vez? El artículo no da nombres.

A continuación me topo con un recorte de un diario parisino, tan acartonado y desteñido como una hoja seca. Abrirlo me da miedo, pero ya he visto que se refiere a la desaparición de una niña pequeña, de una tal Sylviane Caillou, arrebatada de su sillita hace más de treinta años. Luego veo un recorte más reciente, el relato de un tornado impresionante en Les Laveuses, un pequeño pueblo a orillas del Loira. Cabría pensar que se trata de objetos extrañamente triviales, aunque lo bastante importantes como para que Vianne Rocher los haya acarreado hasta aquí, a lo largo de tantos años, y ocultado en la caja de tamaño reducido… A juzgar por la capa de polvo, yo diría que hace tiempo que no la toca…

Vianne Rocher, está claro que estos son tus fantasmas. Es extraño lo recatados que resultan. Los míos son más impresionantes, pero debo reconocer que considero el recato como una virtud de segunda. Vianne, te podría haber ido mucho mejor. Es posible que, con mi ayuda, todavía te vaya bien.

Anoche estuve horas sentada ante el ordenador portátil; bebí café, contemplé las luces de neón que se encendían y apagaban en la calle y me planteé la pregunta una y otra vez. No encontré nada más sobre Les Laveuses ni sobre Lansquenet. Estaba a punto de pensar que Vianne Rocher es un ser tan esquivo como yo, una paria en el peñasco de Montmartre, alguien sin pasado, inexpugnable.

Es absurdo, por supuesto. No existe nada inexpugnable. Agotadas todas las vías directas de investigación, solo quedaba un camino, que fue lo que me mantuvo despierta hasta bien entrada la noche.

No se trata de que me asustase, pero estas cuestiones pueden ser poco fiables y plantear más preguntas de las que esclarecen. Si Vianne llegaba a sospechar que lo había hecho, se esfumaría hasta la última posibilidad de acercarme a ella.

Por otro lado, correr riesgos forma parte del juego. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me dediqué a la adivinación; mi sistema se basa en métodos más pragmáticos que la bola, el libro y la vela, y nueve de cada diez veces obtienes resultados más rápidos en internet. Me dije que estaba en fase creativa.

Una dosis de raíz de una planta secada, molida y preparada en infusión contribuye a alcanzar el estado de ánimo necesario. Se trata del pulque, la bebida divina de los aztecas, ligeramente reinventada para cumplir con mis propósitos. Luego trazo la señal del Espejo Humeante en el suelo polvoriento, a mis pies. Me siento con las piernas cruzadas, con el portátil delante, pongo un salvapantallas adecuadamente abstracto y espero la iluminación.

Estoy convencida de que mi madre no habría estado de acuerdo. Para la adivinación siempre prefirió la tradicional bola de cristal aunque, en casos de necesidad, aceptó alternativas más modestas como espejos mágicos o barajas de tarot. Claro que no podía ser de otra manera; al fin y al cabo, tenía existencias de esos artículos. Si a través de ellos alguna vez experimentó una revelación verdadera, debo reconocer que no me enteré.

Existen diversos mitos populares sobre la adivinación. Hay uno que sostiene que se necesitan aparatos especiales. No es cierto. A veces basta con cerrar los ojos, aunque prefiero las imágenes que se obtienen de mirar la televisión sin sintonizar los canales o los fractales del salvapantallas de mi portátil. Es un sistema tan válido como cualquier otro, un modo de mantener ocupado con tonterías el analítico hemisferio cerebral izquierdo mientras el creativo hemisferio derecho busca pistas.

A continuación…

Basta con dejarse ir.

Se trata de una sensación bastante agradable, que se agudiza cuando la droga comienza a surtir efecto. Empieza por una ligera sensación de dislocación; el aire bosteza a mi alrededor y, pese a que no aparto la mirada de la pantalla, soy consciente de que la habitación parece mucho más grande, las paredes retroceden hacia una distancia media y resuenan, se inflan…

Respiro a fondo y pienso en Vianne.

Su rostro está en la pantalla, delante de mí, y en sepia, como en los periódicos. Con el rabillo del ojo vislumbro un círculo de luces a mí alrededor, que me atraen como si fuesen luciérnagas.

Vianne, ¿cuál es tu secreto?

Anouk, ¿cuál es el tuyo?

¿Qué necesitáis?

Tengo la sensación de que el Espejo Humeante riela. Quizá se debe a la droga: una metáfora visual hecha realidad. En la pantalla aparece una cara: Anouk, tan definida como si fuera una foto; luego veo a Rosette, con un pincel en la mano; una sobada postal del Ródano y una pulsera de plata, demasiado pequeña para ser de un adulto, de la que cuelga un dije con forma de gato.

En ese momento se produce una bocanada de aire, el sonido arrollador de los aplausos, el encumbramiento de alas invisibles. Me siento muy próxima a algo importante. Ahora puedo verlo… Veo el casco de una embarcación. Se trata de una embarcación larga, de poca altura y lenta. Diviso algo escrito, descuidadamente garabateado…

¿Quién?, pregunto. Maldita sea, ¿quién?

No obtengo respuesta de la pantalla luminosa, salvo el sonido del agua, el siseo y el zumbido de los motores bajo la línea de flotación, que poco a poco se convierten en el tenue quejido del portátil, en los movimientos del salvapantallas, en el incipiente dolor de cabeza.

Algarabía, esfuerzo y…

Creo que ya he dicho que, como método, suele ser poco fiable.

De todas maneras, me parece que algo he aprendido. Alguien vendrá. Alguien se acerca. Me refiero a alguien del pasado, a alguien que causará problemas.

Vianne, bastará con otro golpe. Solo me queda identificar otra debilidad. Después la piñata liberará su contenido y finalmente me pertenecerán sus tesoros y sus secretos, es decir, la vida de Vianne Rocher, por no hablar de esa niña con tanto talento.

8


Miércoles, 28 de noviembre


La primera vida que robé pertenecía a mi madre. Puedo asegurar que, por muy poco elegante que sea, el primer robo siempre se recuerda. No es que en su momento lo considerase un robo, sino necesidad de escapar, y el pasaporte de mi madre se apolillaba, sus ahorros se morían de risa en el banco y, por añadidura, para mí era como si estuviese muerta…

Solo tenía diecisiete años. Podía parecer mayor, algo que hacía a menudo y, en caso necesario, más joven. La gente casi nunca ve lo que cree ver. Solo se entera de lo que nosotros queremos que vea: belleza, ancianidad, juventud, ingenio e incluso olvido cuando no queda otra opción. Yo había ejercitado ese arte prácticamente hasta la perfección.

Viajé en aerodeslizador a Francia. En la aduana apenas se fijaron en mi pasaporte robado. Lo había planificado para que ocurriese así. Un toque de maquillaje, cambio de peinado y un abrigo perteneciente a mi madre redondearon la ilusión. Como suele decirse, el resto corresponde a la imaginación.

Claro que en aquellos tiempos no había demasiadas medidas de seguridad. Crucé el canal de la Mancha con nada, salvo un ataúd y un par de zapatos: los dos primeros dijes de mi pulsera. Desembarqué casi sin saber francés y sin dinero, a excepción de las seis mil libras que logré sacar de la cuenta de mi madre.

Lo abordé como un desafío. Encontré trabajo en una pequeña fábrica textil de las afueras de París. Compartí habitación con una compañera de trabajo: Martine Matthieu, de Ghana, de veinticuatro años y a la espera del permiso de trabajo por seis meses. Le dije que yo tenía veintidós y era portuguesa. Me creyó… o, al menos, eso pensé. Se mostró amistosa y yo me sentía sola. Confié en ella y bajé la guardia. Fue el único error que cometí. Martine era curiosa, registró mis cosas y encontró los documentos de mi madre escondidos en el último cajón de la cómoda. No sé por qué los guardé. Quizá por descuido, tal vez por pereza o por nostalgia mal entendida. Ciertamente, no estaba dispuesta a volver a usar esa identidad. Se vinculaba demasiado con Saint Michael-on-the-Green y quiso la mala suerte que Martine recordase que había leído algo sobre el tema en un periódico y vinculara la foto conmigo.

Entendedme, era joven. La mera amenaza de llamar a la policía bastó para provocarme un ataque de pánico. Martine lo sabía y lo aprovechó a cambio de la mitad de mi semanada. Fue una extorsión pura y dura. Me aguanté…, ¿qué otra cosa podía hacer?

Supongo que podría haber huido, pero ya entonces era terca y, sobre todo, quería vengarme. Pagué a Martine el vencimiento semanal, me mostré dócil y acobardada, aguanté sus berrinches, hice su cama, cociné su cena y, en un sentido amplio, esperé mi ocasión. Cuando por fin Martine recibió los papeles, llamé al trabajo para decir que estaba enferma y, en su ausencia, saqué del piso todo lo que podía resultarme útil (incluidos dinero, pasaporte y documento de identidad). A continuación denuncié a mi compañera de habitación, a los explotadores de la fábrica y al resto de mis colegas a las autoridades de inmigración.

Martine me proporcionó el tercer dije: un colgante de plata con forma de disco solar, que rápidamente incorporé a mi pulsera. Para entonces ya tenía los rudimentos de una colección y, desde entonces, he añadido uno por cada vida coleccionada. Se trata de una pequeña vanidad que me permito, como un recordatorio del largo camino recorrido.

Está claro que quemé el pasaporte de mi madre. Al margen de los recuerdos desagradables que evocaba, era demasiado incriminatorio como para conservarlo. Aquel fue mi primer triunfo digno de recordar y si algo me enseñó es lo siguiente: si hay vidas en juego, no hay lugar para la nostalgia.

Desde entonces sus fantasmas me han perseguido vanamente. Los espíritus solo se desplazan en línea recta, o eso creen los chinos, y la colina de Montmartre es un refugio ideal por sus escalones, escalinatas y calles serpenteantes, en los cuales un fantasma no encontraría nada.

Al menos es lo que espero. El vespertino de ayer volvió a incluir una foto de Françoise Lavery. Tal vez la ampliaron, ya que mostraba menos grano, si bien sigue pareciéndose muy poco a Zozie de l'Alba.

Las investigaciones han sacado a la luz que la «verdadera» Françoise murió el año pasado, en circunstancias que ahora resultan sospechosas. Diagnosticada su depresión tras la muerte del marido, falleció de una sobredosis que consideraron accidental, pero sospechan que podría haber sido intencionada. La vecina, una muchacha llamada Paulette Yatoff, se esfumó poco después de la defunción de Françoise y hacía mucho que ya no estaba cuando se enteraron de que habían sido amigas.

Ya se sabe, a algunas personas es imposible ayudarlas. Francamente, tenía mejor opinión de ella. Las mosquitas muertas a veces muestran una sorprendente fuerza interior…, aunque este no es el caso. ¡Pobre Françoise!

Debo admitir que no la echo de menos. Me gusta ser Zozie. Zozie cae bien a todos, es tan auténtica… Le da igual lo que piensen los demás. Es tan distinta a la señorita Lavery que en el metro puedes sentarte a su lado y no detectar el más mínimo parecido.

Para no correr riesgos innecesarios me he teñido el pelo. El cabello negro me queda bien. Parezco francesa o tal vez italiana, dota mi piel de matices nacarados y resalta el color de mis ojos. Es un aspecto adecuado para lo que ahora soy… y no viene mal que también guste a los hombres.

Al pasar junto a los artistas amparados bajo los paraguas en la place du Tertre, saludé a Jean-Louis con un ademán, al que respondió como de costumbre:

– ¡Vaya, pero si eres tú!

– ¿Nunca tiras la toalla? -pregunté.

Jean-Louis sonrió.

– ¿Tú la tirarías? Hoy estás divina. ¿Qué tal si te hago un rápido retrato de perfil? Quedaría bonito colgado en la pared de tu chocolatería.

Me reí.

– En primer lugar, no es mi chocolatería y, en segundo, es posible que me plantee posar para ti, pero solo si pruebas mi chocolate caliente.

Como diría Anouk, eso fue todo. Una nueva victoria para la chocolatería. Jean-Louis y Paupaul se presentaron, tomaron chocolate caliente y se quedaron una hora, durante la cual Jean-Louis no solo hizo mi retrato, sino dos más: el de una joven que entró a comprar trufas y que no tardó en sucumbir a sus zalamerías y el de Alice, encargado impulsivamente por Nico, que se presentó para tomar lo de siempre.

– ¿Hay lugar para un artista local? -preguntó Jean-Louis al tiempo que se ponía de pie y se preparaba para marcharse-. Este local es sorprendente. Ha cambiado tanto…

Sonreí.

– Jean-Louis, me alegro de que te guste. Espero que todos opinen como tú.

Obviamente, no he olvidado que Thierry regresa el sábado. Intuyo que encontrará todo muy cambiado; el pobre y romántico Thierry, con su dinero y sus singulares concepciones acerca de las mujeres.

Lo que más lo atrajo de Vianne es su aire de huerfanita, ya me entendéis; la joven y valiente viuda que lucha sola. Lucha pero no triunfa; es fogosa y, en última instancia, vulnerable, una Cenicienta que aguarda la llegada de su príncipe.

Está claro que eso es lo que Thierry adora de ella. Fantasea con la idea de rescatarla…, ¿de qué? ¿Acaso lo sabe? No es que lo haya dicho o lo reconozca, ni siquiera para sus adentros, pero está presente en sus colores: la absoluta seguridad en sí mismo y la afable pero inquebrantable fe en la combinación de dinero y encanto, que Vianne confunde con humildad.

Me pregunto qué hará Thierry ahora que la chocolatería se ha convertido en un lugar de éxito.

Espero que no se lleve un chasco.

9


Sábado, 1 de diciembre


Anoche recibí un mensaje de texto de Thierry: «He visto 100 chimeneas pero ni 1 ha calentado mi corazón. ¿Será xq te añoro? Nos vemos mañana, te quiero, besos, T».

Está lloviendo; la lluvia fina y espectral se convierte en bruma en las faldas de la colina, pero Le Rocher de Montmartre parece salida de un cuento de hadas y brilla en las calles tranquilas y mojadas. Las ventas de hoy han superado todas las expectativas, ya que en una sola mañana han entrado doce clientes, en su mayor parte ocasionales, aunque también algunos habituales.

Todo ha sucedido muy rápido, pues apenas han pasado dos semanas, pero el cambio resulta sorprendente. Tal vez lo que llama la atención es la nueva decoración de la tienda, el aroma a chocolate fundido o el escaparate.

Por la razón que sea, nuestra clientela se ha multiplicado, ahora compran tanto lugareños como turistas y, lo que comenzó como un ejercicio para no perder la práctica, empieza a ser una ocupación seria a medida que Zozie y yo intentamos satisfacer la creciente demanda de mis bombones artesanales.

Hoy casi llegamos a las cuarenta cajas: quince de trufas (que aún se venden bien) y, además, un lote de cuadrados de coco, varios de caramelos de cereza agria, algunos de naranja escarchada recubierta de chocolate amargo, cremitas de violeta y un centenar de «lunas de miel», los pequeños discos de chocolate con aspecto de luna creciente y con el perfil del satélite trazado en blanco sobre el fondo oscuro.

Es una delicia comprar una caja de bombones, seleccionarlos con cuidado, verlos encajados entre los pliegues del crujiente papel de color morado, pararse a pensar en la forma de la caja (¿acorazonada, redonda o cuadrada?), aspirar los aromas mezclados de la crema, el caramelo, la vainilla y el ron negro; elegir una cinta y un papel de envolver, añadir flores o corazones de papel, oír el sedoso frufrú del papel de arroz al rozar la tapa…

Lo he echado muchísimo de menos desde que nació Rosette: el calor del cazo de cobre sobre el fogón, el olor del chocolate cobertura al fundirse, los moldes de cerámica, con las formas tan conocidas y queridas como los adornos navideños que se transmiten de generación en generación: esa estrella, este cuadrado, ese círculo. Cada objeto tiene importancia y cada acción, repetida al infinito, alberga un mundo de evocaciones.

No tengo fotos, álbumes ni recuerdos materiales, salvo los pocos objetos que contiene la caja de mi madre: la baraja, algunos documentos y el pequeño dije del gato. Guardo mis recuerdos en otra parte. Tengo memoria de cada cicatriz y de cada arañazo en la cuchara de madera o en el cazo de cobre. Esta cuchara de bordes planos es mi preferida; Roux la talló a partir de un trozo de madera macizo y se adapta perfectamente a mi mano. La espátula roja me la regaló un verdulero de Praga y ya sé que es de plástico, pero me acompaña desde que era niña; el pequeño cazo esmaltado con el borde desportillado es el que utilicé para calentar el chocolate de Anouk en los tiempos en que nos habría resultado tan imposible olvidar el ritual que se repetía dos veces al día como al cura Reynaud saltarse la comunión…

La plancha para templar el chocolate está surcada de minúsculas imperfecciones. Aunque no lo hago, sería capaz de leerlas incluso mejor que las líneas de mi mano. Prefiero no ver el futuro en el granito. Con el presente ya tengo más que suficiente.

– ¿Está en casa la chocolatière?

La voz de Thierry es inconfundible: sonora, fanfarrona y amistosa. Lo oí desde el obrador, donde preparaba bombones de licor, los más complicados. Percibí el tintineo de las campanillas, los pasos firmes… y el silencio cuando giró para mirar a su alrededor.

Salí con el delantal manchado de chocolate fundido.

– ¡Thierry! -exclamé y lo abracé, aunque con las manos extendidas para no manchar el traje.

Thierry sonrió.

– ¡Dios mío, cuántos cambios has hecho!

– ¿Te gusta?

– Es…, es distinto. -Tal vez imaginé los indicios de consternación en su tono de voz cuando contempló las paredes de colores vivos, las figuras trazadas con plantillas, los muebles pintados con las manos, los viejos butacones, el cazo de calentar chocolate y las tazas en la mesa de tres patas y el escaparate con los zapatos rojos de Zozie en medio de las montañas de tesoros dulces-. Parece… -Dejó de hablar y capté la parábola de su mirada y el pequeño arco en dirección a mi mano. Me pareció que apretaba los labios, como suele hacer cuando algo no le gusta. De todas maneras, añadió con tono cálido-: Está espectacular. Has obrado maravillas.

– ¿Chocolate? -preguntó Zozie, y le ofreció una taza.

– Yo… no… bueno… de acuerdo, está bien, solo un poco.

Zozie le entregó una taza de las de café con una de mis trufas en el plato y explicó sonriente:

– Es una de nuestras especialidades.

Con expresión de ligero desconcierto e incomprensión, Thierry volvió a mirar las cajas apiladas, los platos de cristal, los fondants, las cintas, los florones, las galletas, las eremitas de violeta, los bombones de chocolate blanco y café, las trufas de ron negro, los cuadrados de guindilla, el parfait de limón y el pastel de café que reposaban sobre el mostrador.

– ¿Has preparado todo eso? -preguntó finalmente Thierry.

– No sé qué tiene de sorprendente.

– Supongo que lo haces porque se acerca Navidad… -Frunció ligeramente el ceño al mirar la etiqueta con el precio de una caja de cuadrados de chocolate con guindilla-. ¿La gente los compra?

– Sin cesar -repuse con una sonrisa.

– Tanta pintura y decoración debió de costarte una fortuna.

– Lo hicimos nosotras, todas nosotras.

– Es fantástico. Se ve que habéis trabajado mucho.

Thierry probó el chocolate caliente y una vez más apretó los labios.

– Quiero decirte algo: si no te gusta, no estás obligado a beberlo -añadí e hice un esfuerzo por no mostrarme impaciente-. Si prefieres te preparo un café.

– No, así está bien. -Volvió a beber un sorbo. Mentir se le da fatal. Sé que su franqueza debería halagarme, pero lo cierto es que me produce un escalofrío de incomodidad. Por debajo de esa seguridad en sí mismo es muy vulnerable y no tiene ni la más remota idea de los caminos del viento-. Estoy sorprendido, nada más. Tengo la sensación de que, de la noche a la mañana, prácticamente todo ha cambiado.

– Todo no -puntualicé sonriendo. Reparé en que Thierry no respondió a mi sonrisa-. ¿Qué tal Londres? ¿Qué hiciste?

– Fui a ver a Sarah y le hablé de nuestra boda. No puedes ni imaginar lo mucho que te he echado de menos.

Sonreí al oír esas palabras.

– ¿Y Alan, tu hijo?

Ante esa pregunta, a Thierry le tocó sonreír. Aunque casi nunca habla de su hijo, suele sonreír siempre que lo menciono. Me he preguntado muchas veces cómo se llevan, ya que es posible que la sonrisa sea un poco forzada; si Alan se parece a su padre, lo más probable es que sus personalidades sean demasiado afines como para entenderse.

Noté que no había probado la trufa.

Se mostró ligeramente incómodo cuando lo comenté.

– Yanne, me conoces perfectamente. El dulce no es lo mío.

Volvió a dedicarme esa sonrisa amplia y descarada, la misma que traza cuando habla de su hijo. Si lo piensas, resulta muy divertido: aunque es bastante goloso, Thierry se avergüenza, como si reconocer su debilidad por el chocolate con leche pusiese en duda su virilidad. Claro que mis trufas son excesivamente oscuras y ricas y el amargor le resulta extraño…

Le acerqué un cuadrado de chocolate con leche.

– Vamos, te he adivinado el pensamiento -lo incité.

En ese momento Anouk abandonó la calle lluviosa y entró con el pelo revuelto, impregnada de olor a hojas húmedas y con un cucurucho de castañas asadas en la mano. Los últimos días se ha instalado un vendedor delante del Sacré-Coeur y a Anouk le ha dado por comprar una ración cada vez que pasa por allí. Hoy está de excelente humor y, con el pelo rizado encrespado por la lluvia, el abrigo rojo y el pantalón verde, parece un adorno navideño fuera de sitio.

– ¡Ven aquí, jeune fille! -saludó Thierry-. ¿Dónde te has metido? ¡Estás chorreando!

Anouk le dirigió una de sus miradas de adulta antes de responder:

– He ido al cementerio con Jean-Loup. No estoy chorreando. Llevo puesto un anorak que impide que me moje.

Thierry rió.

– A la necrópolis… Annie, ¿sabes qué significa la palabra necrópolis?

– Por supuesto. Quiere decir ciudad de los muertos.

El vocabulario de Anouk, que siempre fue amplio, ha mejorado gracias a su trato con Jean-Loup Rimbault.

Thierry adoptó expresión burlona.

– ¿No es un lugar muy sombrío para reunirse con los amigos?

– Jean-Loup hizo fotos de los gatos del cementerio.

– ¿De verdad? En ese caso, si eres capaz de alejarte de la necrópolis, has de saber que he reservado mesa para comer en La Maison Rose…

– ¿Para comer? Pero entonces la chocolatería…

– Yo defenderé el fuerte -se ofreció Zozie-. Espero que disfrutéis durante toda la tarde.

– Annie, ¿estás lista? -quiso saber Thierry.

Vi que Anouk le dirigía una mirada que no fue exactamente de desdén… sino, quizá, de resentimiento. No me sorprende demasiado. Aunque bienintencionado, Thierry muestra una actitud anticuada con los niños y sin duda Anouk percibe que algunos de sus hábitos, ya sea correr con Jean-Loup bajo la lluvia, pasar horas en el viejo cementerio (donde se reúnen prostitutas e indeseables) o jugar ruidosamente con Rosette, no cuentan con su aprobación.

– Creo que deberías ponerte un vestido -opinó Thierry.

La expresión de resentimiento se agudizó.

– Me gusta lo que llevo puesto.

Si he de ser sincera, a mí también. En una ciudad en la que la conformidad elegante es la primera norma, Anouk se atreve a ser imaginativa. Tal vez tiene que ver con la influencia de Zozie; de todas maneras, los colores contrastados por los que se decanta y la costumbre recién adquirida de personalizar su vestuario con una cinta, una chapa o un trozo de galón concede a cuanto usa una exuberancia que no he visto desde los tiempos de Lansquenet.

Tal vez es eso lo que intenta recuperar: una época en la que todo era más simple. En Lansquenet, Anouk campaba a sus anchas, jugaba todo el día a orillas del río, hablaba incesantemente con Pantoufle, organizaba juegos de piratas y cocodrilos y en la escuela siempre estaba castigada.

Lo cierto es que aquel era un mundo muy distinto. Con excepción de los gitanos del río, que tal vez tenían mala fama e incluso a veces eran tramposos, pero nunca peligrosos, en Lansquenet no había forasteros. Nadie se tomaba la molestia de cerrar la puerta con llave y hasta los perros eran conocidos.

– No me gusta ponerme vestidos -declaró Annie.

Noté, a mi lado, la muda desaprobación de Thierry. En su mundo, las niñas llevan vestidos. A decir verdad, durante el último medio año ha comprado varios, tanto para Anouk como para Rosette, con la esperanza de que me dé por aludida.

Thierry me observó con los labios apretados.

– ¿Sabes una cosa? -pregunté-. En realidad, no tengo hambre. ¿Por qué no vamos a dar un paseo y, de camino, compramos algo de comer en una cafetería? Podemos ir al parc de la Turlure o a…

– Pero si he reservado mesa -puntualizó Thierry.

Me eché a reír al ver su expresión. En el mundo de Thierry todo debe llevarse a cabo según los planes. Hay reglas para cada cosa, horarios que cumplir y directrices que seguir. Es imposible anular una reserva y, a pesar de que ambos sabemos que sería más feliz en un bar como Le P'tit Pinson, hoy ha escogido La Maison Rose, razón por la cual Anouk debe ponerse un vestido. Thierry es así: firme como una roca, previsible y controlado, aunque a veces me gustaría que no fuera tan inflexible, que dejase espacio para una mínima espontaneidad…

– No llevas el anillo -precisó.

Me miré instintivamente las manos.

– Es por el chocolate -dije-. Se pega a todo lo que toco.

– Tú y tu chocolate… -replicó Thierry.


No fue uno de nuestros paseos más afortunados. Tal vez se debió al día gris, al gentío, a la falta de apetito de Anouk o a la persistente negativa de Rosette a usar la cuchara. Thierry apretó los labios al ver que Rosette toqueteaba los guisantes y formaba una espiral en el plato.

– Los modales, Rosette -puntualizó cuando ya no pudo más. Rosette no le hizo el más mínimo caso, ya que concentró toda su atención en el dibujo-. Rosette -repitió Thierry con tono imperativo.

Aunque la niña no se dio por enterada, la mujer que ocupaba la mesa contigua se volvió al oír el tono de voz del constructor.

– Cálmate, Thierry. Ya sabes cómo es. Déjala en paz y así…

Thierry emitió una nota de exasperación:

– ¡Dios mío! ¿Cuántos años tiene? ¿No está a punto de cumplir cuatro? -Se volvió hacia mí con la mirada encendida-. Yanne, no es normal. Tienes que afrontarlo. Necesita ayuda. Quiero que la mires y… -Contempló furioso a Rosette, que comía los guisantes con los dedos, de uno en uno, con expresión de profunda concentración. Thierry se estiró por encima de la mesa y aferró la mano de Rosette. Sobresaltada, la niña lo miró-. Ten, coge la cuchara. Rosette, sujétala… -Por la fuerza le puso la cuchara en la mano. Rosette la soltó y Thierry la recuperó.

– Thierry…

– No, Yanne, tiene que aprender.

Por enésima vez intentó darle la cuchara a Rosette. La pequeña apretó los dedos y cerró el puño para demostrar que se negaba a cogerla.

– Thierry, escúchame. -Comencé a cabrearme-. Yo decidiré lo que Rosette…

– ¡Ay! -Thierry calló bruscamente y apartó la mano-. ¡Me ha mordido! ¡Esta mocosa me ha mordido!

Desde el borde de mi campo de visión me pareció vislumbrar un brillo dorado, un ojo pequeño, redondo y brillante y una cola en espiral…

Rosette hizo el signo de «ven aquí».

– Rosette, te ruego que no…

– Bam -dijo Rosette.

Ay, no, ahora no…

Me levanté dispuesta a irme.

– Anouk, Rosette… -Miré a Thierry. Vi pequeñas dentelladas en su muñeca. El pánico se abrió en mí como un capullo de rosa. Una cosa era un Accidente en la chocolatería, pero en público y en presencia de tantas personas…-. Lo siento. Tenemos que irnos.

– Pero si no habéis terminado -se lamentó Thierry.

Lo vi debatirse entre la cólera, el ultraje y la abrumadora necesidad de retenernos para demostrarse a sí mismo que todo iba bien, que esa situación podía evitarse, que todo sería según el plan original.

– No puedo quedarme -insistí y cogí en brazos a Rosette-. Lo siento… Tengo que salir de aquí…

– Yanne… -musitó Thierry, me sujetó del brazo y la ira que experimenté por haberse atrevido a interferir en la vida de mi hija y en la mía se disolvió en cuanto vi su expresión-. Quería que fuese perfecto -acotó.

– Está todo bien -aseguré-. No es culpa tuya.

Thierry pagó y volvimos andando a casa. A las cuatro ya había anochecido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines mojados. Caminamos prácticamente en silencio; Anouk aferró la mano de Rosette y ambas pusieron mucho empeño en no pisar las grietas de la acera. Thierry guardó silencio, apretó las facciones y avanzó con las manos hundidas en los bolsillos.

– Por favor, Thierry, no seas así. Rosette se saltó la siesta y ya sabes que se altera. -Ahora que lo pienso, me pregunto si lo sabe. Su hijo debe de tener veintipico y tal vez ha olvidado lo que significa lidiar con un crío; me refiero a los berrinches, el llanto, el ruido y el alboroto. También es posible que Sarah se ocupase de todo mientras Thierry se encargaba de interpretar el papel de generoso: los partidos de fútbol, los paseos por el parque, las guerras de almohadas, los juegos-. Te has olvidado de cómo son las cosas -apostillé-. A veces me cuesta salir adelante y, si intervienes, la situación empeora…

Pálido y tenso, Thierry se volvió hacia mí.

– No he olvidado tanto como supones. Cuando Alan nació… -Calló bruscamente y me di cuenta de que hacía un esfuerzo sobrehumano por controlarse.

Le apoyé la mano en el brazo.

– ¿Qué pasa?

Thierry meneó la cabeza y respondió con voz quebrada:

– Más tarde, te lo contaré más tarde.

Por fin llegamos a la place de Faux-Monnayeurs y me detuve en el umbral de Le Rocher de Montmartre. El letrero recién pintado crujió levemente y aspiré una profunda bocanada de aire gélido.

– Thierry, lo lamento -repetí. Se encogió de hombros. Parecía un oso a causa del abrigo de cachemira, pero su expresión se suavizó-. Te lo compensaré. Te prepararé la cena, acostaremos a Rosette y luego hablaremos de todo esto.

Thierry suspiró.

– Está bien.

Abrí la puerta.

En el interior vi a un hombre, un individuo vestido de negro, que permaneció inmóvil, cuyo rostro me era más conocido que el mío y cuya sonrisa, poco corriente y brillante como los relámpagos en verano, comenzó a esfumarse…

– Vianne -dijo.

Era Roux.

Загрузка...