Lunes, 5 de noviembre
Como de costumbre, fui a la escuela en autobús. De no ser por la placa que señala la entrada, nadie sabría que allí hay un liceo. El resto queda oculto tras los altos muros que podrían formar parte de un edificio de oficinas, de un parque privado o de algo totalmente distinto. El liceo Jules Renard no es demasiado grande según los criterios parisinos, pero a mí me parece una ciudad. En mi escuela de Lansquenet había cuarenta alumnos. Aquí somos ochocientos chicos y chicas más mochilas, iPods, móviles, frascos de desodorante, libros de texto, barras de hidratante labial, juegos de ordenador, secretos, cotilleos y mentiras. Solo tengo una amiga, mejor dicho, casi una amiga, que se llama Suzanne Proudhomme, vive en la rue Ganneron del lado del cementerio y a veces visita la chocolatería.
Suzanne prefiere que le digan «Suze», como la bebida; es pelirroja, característica que odia; tiene la cara sonrosada y redonda y siempre está a punto de iniciar una dieta. Su pelo me gusta porque me recuerda a mi amigo Roux y no creo que esté gorda, pero no deja de quejarse de esas cuestiones. Antes éramos buenas amigas, pero últimamente suele cambiar de humor, dice cosas desagradables sin motivo o declara que no volverá a dirigirme la palabra si no hago exactamente lo que pretende.
Hoy volvió a dejar de hablarme. Se debe a que anoche no quise ir al cine. La entrada ya es bastante cara y también hay que comprar palomitas y Coca-Cola; si no pido nada, Suzanne se da cuenta y en la escuela se burla de que no tengo dinero; además, sabía que también iría Chantal y Suzanne adopta una actitud distinta cuando Chantal está presente.
Chantal es la nueva mejor amiga de Suzanne. Nunca tiene problemas de dinero para ir al cine y siempre lleva el pelo perfecto. Luce una cruz de diamantes de Tiffany, y la vez en la que un profesor le dijo que se la quitara, el padre de Chantal envió una carta a los periódicos en la que declaraba que era una desgracia que se persiguiese a su hija por llevar el símbolo del catolicismo al tiempo que permitían que las musulmanas se pusiesen el velo. Se montó un buen escándalo y al final la escuela prohibió tanto las cruces como los velos. De todos modos, Chantal sigue usándola. Lo sé porque se la he visto en el gimnasio. La profesora no se da por enterada. El padre de Chantal ejerce ese efecto en los demás.
Mamá recomienda que no les haga caso y que busque otras amistades.
Lo he intentado por todos los medios posibles pero, al parecer, cada vez que conozco a alguien nuevo, Suze se las apaña para apoderarse de esa persona. Ya ha ocurrido. No se trata de algo que pueda precisar, pero está presente, como el perfume en el aire. De repente aquellos que considerabas tus amigos empiezan a evitarte y se van con ella; sin que te des cuenta, se convierten en sus amigos, dejan de ser los tuyos y te quedas más sola que la una.
Hoy Suze no me dirigió la palabra, se sentó con Chantal en todas las clases y depositó su mochila en la silla contigua para que yo no pudiese sentarme; cada vez que las miré tuve la sensación de que se reían de mí.
No me importa. ¿A quién le gusta ser como esas dos?
De pronto las veo con las cabezas unidas y, aunque no me miran, por la actitud sé que vuelven a reírse de mí. ¿Por qué? ¿Qué tengo que les cause tanta gracia? En el pasado al menos sabía qué me volvía distinta, pero ahora…
¿Tiene que ver con mi pelo? ¿Con mi ropa? ¿Se debe a que nunca vamos a comprar a Galeries Lafayette? ¿A qué jamás vamos a esquiar a Val d'Isère o a veranear a Cannes? ¿Acaso luzco alguna etiqueta, como la de las zapatillas baratas, que les hace saber que soy de segunda?
Mamá ha hecho lo imposible por ayudarme. En mí no hay nada excepcional o que indique que no tenemos dinero. Visto igual que los demás. Mi mochila es igual a las de ellos. Veo las películas que hay que ver, leo los libros que corresponde y escucho la música adecuada. Debería encajar pero, por alguna razón, no es así.
El problema soy yo. Lisa y llanamente, no hay manera de coincidir. Tal vez tengo la forma o el color equivocados. Me gustan los libros inadecuados. Veo en secreto las películas que no corresponden. Les guste o no, soy diferente y no entiendo por qué debo fingir lo contrario.
Se vuelve duro cuando todos los demás tienen amigos. Y también es duro cuando solo caes bien a la gente cuando te comportas como si fueses otra.
Esta mañana, cuando entré, jugaban en el aula con una pelota de tenis. Suze se la lanzaba a Chantal, que se la arrojaba a Lude, luego cruzaba el aula hasta Sandrine y la rodeaba para acabar en manos de Sophie. Cuando llegué nadie dijo nada. Siguieron jugando, pero reparé en que nadie me lanzaba la bola y cuando grité que yo estaba ahí no parecieron entender. Fue como si las reglas del juego hubiesen cambiado; sin que nadie lo dijese, se ocuparon de impedir que me llegase la pelota, gritaron «Annie es un bicho raro», me hicieron saltar y lanzaron voleas.
Ya sé que es una tontería y solo se trata de un juego, pero en la escuela cada día ocurre lo mismo. Soy la impar de una clase de veintitrés, la que tiene que sentarse sola, la que comparte los ordenadores con dos más (generalmente con Chantal y con Suze) en lugar de con un compañero; la que pasa el recreo en solitario, en la biblioteca o sentada en un banco mientras el resto forma corrillos, ríe, charla y juega. No me molestaría que a veces otro hiciera de bicho raro, pero nunca es así, siempre me toca a mí. No se trata de que sea tímida. La gente me gusta y me llevo bien con ella. Me gusta charlar o jugar al pillapilla en el patio; no me parezco a Claude, que es demasiado tímido para intercambiar una palabra con alguien y que tartamudea cada vez que un profesor le pregunta algo. Tampoco soy quisquillosa como Suze o esnob como Chantal. Siempre estoy dispuesta a escuchar si alguien tiene un problema; por ejemplo, si Suze discute con Lude o Danielle, no acude a Chantal, sino a mí, pero justo cuando creo que todo empieza a ir mejor, cambia de rumbo y se le ocurre otra tontería, como hacerme fotos con el móvil en el vestuario y mostrárselas a todos. Cuando le pido que no lo haga, Suze pone cara de que solo es una broma y no me queda más remedio que reír, por muy pocas ganas que tenga, porque no quiero ser la que carece de sentido del humor. En realidad, a mí no me causa la menor gracia. Es como el juego con la pelota de tenis, solo resulta divertido si no eres el bicho raro.
Sea como fuere, en eso pensaba cuando volvía a casa en autobús, mientras Suze y Chantal reían tontamente en el asiento del fondo, a mis espaldas. En lugar de volverme, fingí que leía pese a que el autobús se zarandeó a causa de los baches y las letras se desdibujaron ante mis ojos. A decir verdad, los ojos se me llenaron de lágrimas, por lo que me limité a mirar por la ventanilla a pesar de que llovía y era casi de noche. Todo adquirió el típico tono gris parisino cuando nos acercamos a mi parada, justo después de la estación de metro de la rue Caulaincourt.
Es posible que a partir de ahora viaje en metro. No me deja tan cerca de la escuela, pero lo prefiero por el olor a bizcocho de las escaleras mecánicas, la bocanada de aire que provoca la llegada de los trenes, las multitudes, el gentío. Ves toda clase de seres extraños en el metro: personas de todas las razas, turistas, musulmanas con velo y vendedores ambulantes africanos con los bolsillos llenos de relojes falsificados, tallas de ébano y collares y pulseras de nácar. Hay hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de estrellas cinematográficas, personas que comen alimentos extraños que sacan de bolsas de papel de estraza y otras con el pelo punk, tatuajes y piercings en las cejas, así como mendigos, músicos, rateros y borrachos.
Mamá prefiere que vaya en autobús.
Desde luego, no podía ser de otra manera.
Suzanne rió como una tonta y supe que había vuelto a hablar de mí. Abandoné el asiento, pasé olímpicamente de ella y me dirigí a la parte delantera del autobús.
Fue entonces cuando vi a Zozie de pie en el pasillo. Hoy no llevaba zapatos de caramelo, sino botas granate, con plataforma y hebillas hasta las rodillas. Lucía vestido negro corto sobre un jersey de cuello cisne de color verde lima; su melena incluía una mecha de tono rosa intenso y estaba fabulosa.
No pude contenerme y se lo dije.
Estaba convencida de que ya se había olvidado de mí, pero me equivocaba.
– ¡Annie! ¡Eres tú! -Me besó-. Bajo aquí. ¿Tú también?
Volví la vista atrás y descubrí que Suzanne y Chantal le habían clavado la mirada y estaban tan sorprendidas que se olvidaron de reírse. A nadie se le habría ocurrido reírse de Zozie y, en el caso de que alguien se atreviera, le habría importado un bledo. Vi que Suzanne se quedaba boquiabierta, lo que no le sentaba nada bien, mientras que a su lado Chantal se ponía casi del mismo color que el jersey de Zozie.
– ¿Son amigas tuyas? -preguntó Zozie cuando nos apeamos.
– Más o menos -repliqué y puse los ojos en blanco.
Zozie rió. Ríe mucho y ruidosamente y le da igual que la gente la mire. Estaba muy alta con las botas con plataforma. Me habría gustado tener un calzado así.
– Bueno, ¿por qué no te empeñas en conseguirlo? -inquirió Zozie. Me encogí de hombros-. Debo reconocer que tu aspecto es…, que tu aspecto es muy convencional. -Adoro la forma en la que pronuncia la palabra «convencional», con un brillo en los ojos que no tiene nada que ver con la burla-. Te tenía por una persona más original. Supongo que entiendes lo que quiero decir.
– A mamá no le gusta que seamos distintas.
Zozie enarcó las cejas.
– ¿En serio? -Volví a encogerme de hombros-. Está bien, cada uno a lo suyo. Escucha, calle abajo hay un local pequeño pero espectacular en el que preparan el pastel con nata más delicioso que existe a este lado del paraíso. ¿Por qué no vamos a celebrarlo?
– A celebrar, ¿qué?
– ¡Que seremos vecinas!
Por supuesto que sé que no debo ir con desconocidos. Mamá lo repite sin cesar y es imposible vivir en París si no tomas algunas precauciones. Pero esa situación era distinta, se trataba de Zozie y, además, estaría con ella en un local público, en un salón de té inglés que yo nunca había visitado y que, según había anunciado a bombo y platillo, ofrecía los pasteles más ricos que quepa imaginar.
Yo sola no habría ido. Esa clase de locales me ponen nerviosa: mesas de cristal, señoras con abrigo de piel que beben tés raros en tazas de porcelana translúcida y camareras con vestiditos negros que me miraron por el uniforme escolar y el pelo desgreñado y observaron a Zozie, con las botas granate con plataforma, como si les costase creer que estuviésemos allí.
– Adoro este sitio -comentó Zozie con tono bajo-. A pesar de que se toma muy en serio a sí mismo, es tan ridículo que…
También se tomaba en serio los precios. Estaban totalmente fuera de mi alcance: diez euros por un té y doce por una taza de chocolate caliente.
– No te preocupes, invita la casa -dijo Zozie, y ocupamos una mesa del rincón, mientras una camarera antipática y parecida a Jeanne Moreau nos entregaba la carta como si le resultase doloroso-. ¿Conoces a Jeanne Moreau?
Me limité a asentir porque todavía estaba nerviosa.
– El papel que interpretó en Jules et Jim es maravilloso.
– No con ese atizador en el culo -acotó Zozie y señaló a la camarera, que se deshacía en sonrisas con dos señoras de aspecto ricachón y el mismo pelo rubio.
Dejé escapar una risotada. Las señoras me miraron y luego contemplaron las botas granate de Zozie. Juntaron las cabezas; repentinamente me acordé de Suze y Chantal y noté que se me secaba la boca.
Zozie debió de reparar en algo porque se puso seria y se mostró preocupada cuando preguntó:
– ¿Qué ocurre?
– No lo sé. Me pareció que esas mujeres se burlaban de nosotras.
Intenté explicarle que era el tipo de local al que va la madre de Chantal, un sitio en el que señoras muy delgadas, con ropa de cachemira de tonos pastel, beben té con limón y rechazan los pasteles.
Zozie se cruzó de piernas.
– Se debe a que no eres un clon. Los clones encajan y los bichos raros destacan. Pregúntame qué prefiero.
Me encogí de hombros.
– Me lo imagino.
– No estás convencida. -Me dedicó su sonrisa más traviesa-. Mírame.
Chasqueó los dedos ante la camarera que se parecía a Jeanne Moreau y exactamente en el mismo momento la camarera tropezó a causa de los tacones, por lo que la tetera llena cayó sobre la mesa que tenía delante, empapó el mantel y el líquido chorreó por los bolsos y los carísimos zapatos de las señoras.
Miré a Zozie.
La mujer me devolvió la mirada y una sonrisa.
– ¿Te ha gustado?
Entonces sí que reí, porque por supuesto que fue un accidente y nadie podía prever que ocurriría, aunque a mí me pareció que Zozie había provocado la caída de la tetera, así que la camarera tuvo que ocuparse de la que había liado con las señoras vestidas de colores pastel y los zapatos chorreantes, de modo que nadie nos miró ni se rió de las estrafalarias botas de Zozie.
Pedimos pasteles y algo de beber. Zozie tomó pastel de nata, ya que la dieta no iba con ella, y yo de almendras; bebimos batido de vainilla. Hablamos más tiempo del que pensé sobre Suze, la escuela, los libros, mamá, Thierry y la chocolatería.
– Tiene que ser fabuloso vivir en una chocolatería -opinó Zozie y atacó su ración de pastel de nata.
– No es tan bonito como Lansquenet.
Zozie se mostró interesada.
– ¿Qué es Lansquenet?
– Un lugar donde vivimos. Está en el sur. Era de fábula.
– ¿Más que París? -preguntó sorprendida.
Le hablé de Lansquenet y de Les Marauds, donde Jeannot y yo solíamos jugar a orillas del río; luego mencioné a Armande, a la gente del río, el barco de Roux con el techo de cristal y la cocinilla con las cacerolas con el esmalte desportillado y el modo en el que mamá y yo preparábamos bombones a última hora de la noche y a primera de la mañana, por lo que todo, incluso el polvo, olía a chocolate.
Después me asombré de lo mucho que había hablado. No debería mencionar esos temas ni los lugares en los que hemos estado, aunque con Zozie es distinto, con ella me siento segura.
– Dado que madame Poussin ya no está, ¿quién ayudará a tu madre? -preguntó Zozie mientras llenaba la cucharilla con espuma del vaso.
– Nos apañaremos -repliqué.
– ¿Rosette va a la escuela?
– Todavía no. -Por algún motivo no quise hablarle de Rosette-. De todos modos, es bastante espabilada. Dibuja muy bien. Habla con signos e incluso sigue con el dedo las palabras de los libros de cuentos.
– No se parece mucho a ti. -Me encogí de hombros. Zozie me miró con ese brillo peculiar de los ojos, como si se dispusiese a decir algo más, pero continuó en silencio. Terminó el batido y añadió-: No tener padre debe de ser duro.
Volví a encogerme de hombros. Está claro que tengo padre… Simplemente no sabemos quién es, pero no estaba dispuesta a decírselo.
– Tu madre y tú debéis de ser muy amigas.
– Hummm… -mascullé y asentí.
– Os parecéis… -Zozie calló y sonrió con el ceño fruncido, como si intentase desentrañar algo que la desconcertaba-. Annie, en ti hay algo, algo que no consigo precisar… -Como es obvio, no hice el menor comentario. Mamá insiste en que el silencio es más seguro porque lo que callas no puede ser utilizado en tu contra-. Está claro que no eres un clon. Estoy segura de que conoces unos cuantos trucos…
– ¿Trucos? -pregunté, y me acordé de la camarera y del té derramado.
De pronto volví a sentirme incómoda, así que miré para otro lado con el deseo de que alguien nos trajera la cuenta para despedirme y volver corriendo a casa.
La camarera nos evitaba, charlaba con el hombre que se encontraba tras la barra y reía y se acomodaba el pelo, como a veces hace Suze cuando Jean-Loup Rimbault, un chico que le gusta, se encuentra cerca. Además, ya he notado esa actitud entre los camareros: aunque te sirvan a tiempo, nunca quieren traerte la cuenta.
En ese momento Zozie hizo cuernos con los dedos, una señal tan discreta que se me podría haber escapado. Levantó el índice y el meñique como quien acciona un interruptor y la camarera parecida a Jeanne Moureau se volvió como si la hubiesen pellizcado y de inmediato nos trajo la cuenta en una bandeja.
Zozie sonrió y abrió el billetero. Aburrida y malhumorada, Jeanne Moureau aguardó y estuve a punto de esperar que Zozie le dijera algo; al fin y al cabo, alguien capaz de pronunciar la palabra «culo» en un salón de té seguramente no tiene reparos a la hora de manifestar lo que piensa.
No hizo el menor comentario.
– Aquí tiene cincuenta. Quédese el cambio -declaró y entregó a la camarera un billete de cinco euros.
Hasta yo me di cuenta de que era de cinco. Lo vi perfectamente cuando Zozie lo dejó en la bandeja y sonrió. Por alguna razón la camarera no se enteró.
Jeanne Moureau se limitó a dar las gracias y las buenas tardes mientras Zozie volvía a hacer la señal con la mano y guardaba el billetero como si no hubiese pasado nada…
¡Y entonces se volvió y me hizo un guiño!
En un primer momento pensé que me había equivocado. Podría haber sido un accidente normal; al fin y al cabo, el salón estaba lleno, la camarera tenía mucho trabajo y a veces la gente comete errores.
Claro que después de lo ocurrido con la tetera…
Me sonrió como un gato capaz de arañar incluso mientras está tumbado en tu regazo y ronronea.
Se había referido a «trucos».
Yo pensaba que había sido un accidente.
De pronto lamenté haber ido y haberla llamado el día que se detuvo frente a la chocolatería. Solo se trata de un juego, ni siquiera es real, pero resulta peligroso, como algo dormido que solo puedes aguijonear cierto número de veces antes de que abra los ojos para siempre.
Consulté el reloj.
– Tengo que irme.
– Annie, tómatelo con calma. Solo son las cuatro y media…
– Mamá se preocupa si llego tarde.
– Por cinco minutos no pasará nada…
– Tengo que irme.
Supongo que esperaba que, de alguna manera, me lo impidiese; esperaba que me obligase a darme la vuelta, como había hecho la camarera, pero Zozie se limitó a sonreír y me sentí ridícula por haber experimentado tanto pánico. Algunas personas son sugestionables. Probablemente la camarera pertenecía a esa categoría o tal vez ambas habían cometido un error… o quizá era yo la equivocada.
Yo sabía que no estaba equivocada y ella sabía que lo había visto. Estaba en sus colores y en su forma de mirarme, con una sonrisa a medias, como si hubiésemos compartido algo más que pastel…
Sé que no es seguro, pero me cae bien, me cae realmente bien. Quería decirle algo para que entendiese…
Me volví impulsivamente y vi que todavía sonreía.
– Oye, Zozie, ¿ese es tu verdadero nombre?
– Oye, Annie, ¿este es el tuyo? -repitió burlonamente.
– Verás, yo… -Me dejó tan desconcertada que estuve en un tris de decírselo-. Los amigos de verdad me llaman Nanou.
– ¿Tienes muchos? -inquirió sin dejar de sonreír.
Reí y levanté un dedo.
Martes, 6 de noviembre
Es una niña muy interesante. En algunos aspectos es más pequeña que sus coetáneos y en otros mucho mayor; no tiene dificultades para hablar con los adultos, pero con otros niños se muestra torpe, como si pusiese a prueba su nivel de competencia. Conmigo se mostró comunicativa, divertida, locuaz, soñadora y voluntariosa, aunque con una cautela instintiva en cuanto abordé, muy por encima, el tema de su excepcionalidad.
Es evidente que nadie quiere que lo consideren diferente. Por su parte, la reserva de Annie va más lejos. Da la sensación de que oculta algo al mundo, una cualidad extraña que, si se conociera, podría resultar peligrosa.
Es posible que otros no la vean, pero yo no soy otros y me siento atraída por ella de una forma irresistible. Me pregunto si sabe lo que es, si lo comprende, si tiene la más remota idea del potencial que contiene esa cabecita arisca.
Hoy volví a verla cuando regresaba del liceo. No se mostró…, no se mostró fría sino, ciertamente, menos confiada que ayer, como si fuese consciente de que ha superado un límite. Como ya he dicho, se trata de una niña interesante, más si cabe por el desafío que plantea. Presiento que no es insensible a la seducción, pero va con cuidado, con mucho cuidado y tendré que trabajar despacio para no atemorizarla.
Así fue como nos limitamos a hablar un rato, durante el cual no mencioné su otreidad, el lugar que llama Lansquenet ni la chocolatería. Luego cada una siguió su camino, aunque antes de separarnos le conté dónde vivo y dónde trabajo actualmente.
¿He dicho trabajo? Todo el mundo necesita trabajo. A mí me sirve de excusa para jugar, para estar con las personas, para observarlas y descubrir sus secretos recónditos. Es evidente que no necesito dinero, lo que me permite aceptar el primer trabajo conveniente que me ofrecen, el único que cualquier mujer puede conseguir sin problemas en un sitio como Montmartre.
No, no me refería a ese trabajo, sino al de camarera.
Hacía muchísimo que no trabajaba en una cafetería. En realidad, no lo necesito, ya que el salario es miserable y el horario todavía peor, pero tengo la sensación de que ser camarera se adecúa a Zozie de l'Alba y, por añadidura, me proporciona una buena posición desde la que observar las idas y venidas del barrio.
Encajada en la esquina de la rue des Faux-Monnayeurs, Le P'tit Pinson es una cafetería a la vieja usanza, de la época sórdida de Montmartre; un antro oscuro, cargado de humo y revestido con paneles de grasa y nicotina. El dueño se llama Laurent Pinson y es un parisino autóctono, de sesenta y cinco años, con bigote agresivo y deficiente higiene personal. Al igual que el propio Laurent, el atractivo del café suele reservarse para la generación más entrada en años, que agradece sus precios modestos y el plato del día, y para personas caprichosas como yo, que disfrutan de la impresionante descortesía del propietario y del extremismo político de los parroquianos más viejos.
Los turistas prefieren la place du Tertre, con sus bonitas y pequeñas cafeterías y las mesas con manteles de guinga. También se decantan por la pastelería art déco de la parte baja de la colina, con la enjoyada exposición de tartas y confitados, o por el salón de té de la rue Ramey. Los turistas no me interesan. Lo que sí me atrae es la chocolatería, que veo claramente al otro lado de la plaza. Desde aquí diviso quién entra y sale, cuento los clientes, superviso los repartos y, en un sentido amplio, conozco el ritmo de su modesta existencia.
En términos prácticos, las cartas que robé el primer día no han resultado útiles. Birlé una factura matasellada el veinte de octubre, que decía «Pagada en efectivo», y enviada por Sogar Fils, proveedor de dulces. ¿Quién paga en efectivo en esta época? Se trata de una forma de pago poco práctica y sin sentido, parece impensable que la mujer no tuviese una cuenta bancaria, y continúo tan desinformada como antes.
El segundo sobre contenía una tarjeta de pésame por la muerte de madame Poussin y estaba firmada por Thierry, que enviaba un beso. El matasellos era de Londres y, como quien no quiere la cosa, había añadido: «Nos veremos pronto. Haz el favor de no preocuparte».
La guardé para usarla más adelante.
El tercer correo era una descolorida postal del Ródano que resultó incluso menos informativa: «Voy hacia el norte. Pasaré si puedo». La firmaba «R» y solo iba dirigida a «Y y A», aunque la letra era tan torpe que la i griega parecía una uve.
El cuarto correspondía a correo basura que ofrecía servicios financieros.
Sigo diciéndome que todavía hay tiempo.
– ¡Hola, pero si eres tú!
Otra vez el artista. Ya lo conozco; se llama Jean-Louis y su amigo de la boina es Paupaul. Los veo a menudo en Le P'tit Pinson; beben cerveza y ligan con las señoras. Cobran cincuenta euros por un dibujo a lápiz; digamos que diez por el retrato y cuarenta por los halagos. Han convertido su montaje en un bello arte. Jean-Louis es una persona encantadora, las mujeres sencillas son particularmente sensibles a sus atenciones y, más que su talento, es su insistencia la clave de su éxito.
– No pierdas el tiempo, no te lo compraré -puntualicé cuando abrió el bloc de dibujo.
– En ese caso se lo venderé a Laurent -replicó y guiñó el ojo-. Aunque también es posible que me lo quede.
Paupaul simula indiferencia. Es mayor que su amigo y posee un estilo menos exuberante. A decir verdad, casi nunca habla; suele permanecer de pie ante el caballete en la esquina de la plaza, mira el papel con el ceño fruncido y de vez en cuando lo araña con aterradora intensidad. Posee un bigote intimidador y hace que los clientes pasen largos ratos sentados mientras pone cara de contrariedad, rasca el papel y masculla enérgicamente para sus adentros hasta obtener una obra de proporciones tan disparatadas que los retratados quedan anonadados y sueltan la pasta.
Jean-Louis no había terminado de dibujarme cuando me abrí paso entre las mesas.
– Te advierto que cobro -anuncié.
– Piensa en los lirios -replicó Jean-Louis alegremente-. Ni trabajan ni reclaman honorarios como modelos.
– Los lirios no tienen que pagar facturas a fin de mes.
Esa misma mañana me presenté en el banco. Esta semana he ido cada día. Retirar veinticinco mil euros en efectivo llamaría excesivamente la atención, mientras que sacar varias veces cantidades modestas, mil por aquí y dos mil por allá, apenas se recuerdan de un día para otro.
Siempre digo que de nada sirve creerte la sal de la tierra.
No me presenté en el banco como Zozie, sino como la compañera de trabajo a cuyo nombre abrí la cuenta: Barbara Beauchamp, secretaria con un historial de fiabilidad hasta entonces impoluto. Vestí con discreción; aunque la verdadera invisibilidad es imposible, además de llamar demasiado la atención, la discreción está al alcance de todos y una mujer anodina, con gorro y guantes de lana, pasa desapercibida casi en cualquier parte.
Por eso lo percibí en el acto. Cuando me detuve en el mostrador experimenté una peculiar sensación de escrutinio, una alerta sin precedentes en sus colores, la petición de que esperase mientras preparaban el dinero que había solicitado, el aroma y el sonido de que algo no estaba del todo bien.
No me quedé para confirmarlo. Abandoné el banco en cuanto el cajero desapareció de mi vista, metí el talonario de cheques y la tarjeta en un sobre y lo introduje en el buzón más próximo. La dirección era falsa; los objetos incriminatorios se pasean tres meses de una oficina de correos a otra, terminan en el depósito de envíos sin destinatario conocido y nunca más se sabe. Si alguna vez tengo que deshacerme de un cadáver haré lo mismo: enviaré paquetes con manos, pies y fragmentos de torso a confusas direcciones de toda Europa mientras la policía busca inútilmente una tumba recién cavada.
El asesinato nunca me ha gustado, pero tampoco puedes descartar por completo las posibilidades. Busqué una tienda de ropa adecuada para desprenderme de madame Beauchamp y convertirme nuevamente en Zozie de l'Alba y, atenta a cualquier movimiento fuera de lo corriente, regresé dando rodeos a mi hostal del bajo Montmartre y reflexioné sobre mi futuro.
¡Maldita sea!
En la cuenta de la falsa madame Beauchamp quedaron veintidós mil euros: ese dinero representaba seis meses de planificación, investigación, actuación y perfeccionamiento de mi nueva identidad. Ya no tenía la menor posibilidad de recuperarlo; aunque no era probable que me reconociesen en las difusas grabaciones del circuito cerrado del banco, era más que posible que hubiesen bloqueado la cuenta para someterla a investigación policial. Afrontémoslo: había perdido el dinero para siempre, por lo que me quedaba poco más que otro dije en la pulsera; concretamente, un ratón, algo muy pertinente en el caso de la pobre Françoise.
Me digo que la triste verdad consiste en que ya no hay futuro para la artesanía. Seis meses desperdiciados y vuelvo a estar en el mismo punto en el que empecé: sin dinero no hay vida.
Claro que eso puede cambiar. Solo necesito una ligera inspiración. Comenzaremos por la chocolatería, ¿de acuerdo? Empezaremos por Vianne Rocher, de Lansquenet que, por razones desconocidas, se ha rebautizado como Yanne Charbonneau, madre de dos niñas y respetable viuda de la colina de Montmartre.
¿Acaso presiento un espíritu afín? No, pero reconozco que me encuentro ante un desafío. Aunque de momento es poco lo que puedo obtener de la chocolatería, lo cierto es que la vida de Yanne no carece totalmente de atractivo. Y, por añadidura, tiene a esa niña, a esa niña tan interesante.
Me alojo a la vuelta del boulevard de Clichy, a diez minutos andando desde la place de Faux-Monnayeurs. Mi vivienda consta de dos habitaciones del tamaño de un sello de correos, situadas al final de cuatro pisos de escalera estrecha, pero es lo bastante barata como para adecuarse a mis necesidades y tan discreta que me permite conservar el anonimato. Desde esa atalaya observo las calles, planifico entradas y salidas y me convierto en un elemento más del paisaje.
No es la butte, que supera con creces mis posibilidades. A decir verdad, se trata de un descenso bastante brusco desde la bonita vivienda de Françoise en el distrito XI. Pero esa no es la zona de Zozie de l'Alba y, además, a ella le gusta vivir en el límite del nivel de pobreza. En este barrio habitan personas de las clases más variadas: estudiantes, tenderos, inmigrantes y masajistas diplomados y sin diplomar. En un espacio tan reducido hay seis iglesias, lo que me recuerda que el libertinaje y la religión son siameses; la calle produce más basura que hojas secas y el olor a desagües y a mierda de perro es constante. A este lado de la colina las bonitas cafeterías dan paso a locales baratos de comida para llevar y tascas en las que, por la noche, se congregan las fulanas a beber vino tinto de botellas con tapón de plástico antes de montárselo junto a las puertas con postigos metálicos.
Probablemente no tardaré en hartarme, pero necesito un sitio en el que ocultarme hasta que desaparezca el interés por madame Beauchamp… y por Françoise Lavery. Sé que nunca está de más mostrarse cautelosa y, como solía afirmar mi madre, debes tomarte tu tiempo a la hora de recolectar las cerezas.
Jueves, 8 de noviembre
A la espera de que maduren las cerezas, he logrado reunir cierta información sobre los habitantes de la place de Faux-Monnayeurs. Madame Pinot, esa mujer como una perdiz que regenta la tienda de periódicos y de baratijas, tiene debilidad por el cotilleo y me ha permitido conocer el barrio a través de su mirada.
Por su intermedio me entero de que Laurent Pinson frecuenta los bares de solteros; de que, a pesar de que supera los ciento treinta kilos, el joven del restaurante italiano acude a la chocolatería como mínimo dos veces por semana, y de que la mujer que pasa cada jueves a la diez con el perro es madame Luzeron, cuyo marido sufrió un ataque el año pasado y cuyo hijo murió a los catorce años. Según madame Pinot, cada jueves visita el cementerio con ese perrillo ridículo a la rastra. La pobre nunca falta.
– ¿Qué me dice de la chocolatería? -pregunté, y del pequeño estante cogí Paris-Match, revista que odio.
Por encima y por debajo de las revistas hay pintorescas muestras de tonterías religiosas: vírgenes de yeso y cerámica barata; bolas de cristal del Sacré-Coeur, medallones, crucifijos, rosarios e incienso para todas las ocasiones imaginables. Sospecho que madame es mojigata, ya que miró la tapa de la revista (en la que la princesa Estefanía de Mónaco aparece en biquini y retozando difusamente en una playa) y puso cara de culo de pavo.
– En realidad, no hay mucho que decir. El marido murió en el sur, pero ella ha caído con buen pie. -La tendera volvió a fruncir los labios-. Calculo que pronto habrá boda.
– ¿En serio?
Madame Pinot movió afirmativamente la cabeza.
– Con Thierry le Tresset. Es el dueño del local. Se lo alquiló barato a madame Poussin porque era amiga de la familia. Fue allí donde conoció a madame Charbonneau. Si alguna vez he visto a un hombre perseguir a una… -Marcó el precio de la revista en la caja-. No dejo de preguntarme si ese hombre sabe en qué se mete. Calculo que ella tiene veinte años menos…, él está siempre de viaje y esa mujer tiene dos hijas, una de las cuales es especial…
– ¿Especial? -repetí.
– Vaya, ¿no se ha fijado? ¡Pobre desgraciada! Es una carga para cualquiera… y, por si con eso no bastase, tampoco puede decirse que la chocolatería dé grandes beneficios, ya que si sumamos los gastos generales, la calefacción y el alquiler…
Dejé que divagara un rato. Para las personas como madame Pinot, el chismorreo es moneda de uso corriente y tengo la sensación de que ya le he dado mucho en lo que pensar. Supongo que, con la mecha rosa y los zapatos rojo rabioso, debo de haberme convertido en una prometedora fuente de habladurías. Salí de la tienda con una alegre despedida y la sensación de que he empezado bien y regresé a mi puesto de trabajo.
Es la mejor atalaya que podía desear. Desde aquí veo a los clientes de Yanne, superviso entradas y salidas, sigo el rastro de los repartos y no quito ojo de encima a las niñas.
La pequeña es un bicho malo; traviesa más que alborotadora y, pese a su pequeñez, bastante mayor de lo que supuse. Madame Pinot me ha dicho que tiene casi cuatro años y todavía no ha pronunciado una sola palabra, si bien parece conocer el lenguaje de signos. Madame insiste en que es una niña especial y esboza esa ligera mueca burlona que reserva para negros, judíos, viajeros y las personas políticamente correctas.
¿Una niña especial? No cabe la menor duda, aunque todavía está por verse hasta qué punto lo es.
Es obvio que también está Annie. Desde Le P'tit Pinson la veo cada mañana, poco antes de las ocho, y por la tarde, después de las cuatro y media; habla conmigo de la escuela, los amigos, los profesores y la gente que ve en el autobús. Al menos se trata de un punto de partida; de todas maneras, presiento que se refrena. Hasta cierto punto, me agrada. Yo podría aprovechar esa fortaleza; estoy segura de que, con la educación adecuada, Annie llegaría muy lejos… Además, ya sabéis que la mayor parte de la seducción se basa en la persecución.
Ya estoy harta de Le P'tit Pinson. El salario de la primera semana apenas cubre mis gastos y no es fácil dejar satisfecho a Laurent. Por si eso fuera poco, ha comenzado a fijarse en mí; lo veo en sus colores, en la forma en la que se repeina y en los cuidados que ahora dedica a su aspecto.
Sé que siempre es un riesgo. Laurent no se habría fijado en Françoise Lavery. Claro que Zozie de l'Alba tiene otro encanto. Laurent no lo entiende; los extranjeros le desagradan y esa mujer tiene determinado aspecto, cierto aire agitanado que le provoca desconfianza…
A pesar de todo, por primera vez en años escoge lo que se pone: rechaza una corbata por demasiado llamativa o ancha, sopesa los méritos de sus trajes y evalúa la conveniencia de ese viejo frasco de agua de colonia, que usó por última vez para una boda, que con el paso del tiempo se ha avinagrado y deja manchas marrones en su camisa blanca…
En condiciones normales alentaría esa situación, adularía al viejo con la esperanza de obtener ganancias fáciles como una tarjeta de crédito, un fajo de billetes o, tal vez, una caja de caudales oculta en un rincón, cuyo robo Laurent jamás denunciaría.
He dicho que lo haría en condiciones normales, pero los hombres como Laurent son fáciles de encontrar, mientras que las mujeres como Yanne…
Años atrás, cuando era otra, fui al cine a ver una película de la antigua Roma. En muchos aspectos fue una cinta decepcionante: demasiado repipi y llena de sangre falsa y redención hollywoodiense. Fueron las escenas de los gladiadores las que me resultaron extraordinariamente irreales: esas masas de personas generadas por ordenador y situadas en el fondo, seres que gritaban, reían y agitaban los brazos de forma ordenada, como papel de empapelar animado. En su momento me pregunté si los creadores de la película sabían lo que es una multitud de carne y hueso. Yo la he visto y debo reconocer que, en general, la multitud me parece más interesante que el espectáculo propiamente dicho; aunque como animación esos seres resultan convincentes, lo cierto es que carecían de colores y no había nada real en su comportamiento.
Pues bien, Yanne Charbonneau me recuerda a esos seres. Es una creación imaginaria situada en el fondo, lo suficientemente real para el observador casual pese a que actúa según una sucesión de órdenes previsibles. Carece de colores o, si los tiene, se ha vuelto muy hábil para ocultarlos tras esa pantalla de incoherencias.
Por otro lado, sus hijas están vivamente iluminadas. Aunque la mayoría de los niños presentan colores más intensos que los adultos, incluso así Annie destaca y su rastro azul mariposa irrumpe desafiante contra el cielo.
Creo que también hay algo más, una especie de sombra a su paso. Volví a verla mientras jugaba con Rosette en el callejón de la chocolatería: Annie con su nube de cabello bizantino, teñida de dorado por el sol de la tarde, aferrando la mano de su hermana pequeña mientras Rosette chapoteaba y pateaba los adoquines moteados con sus botas de agua de color amarillo claro.
Una especie de sombra…, ¿un perro, un gato?
Bien, ya lo averiguaré. Acabaré por saberlo. Dame tiempo, Nanou, solo te pido que me des tiempo.
Jueves, 8 de noviembre
Hoy Thierry regresó de Londres lleno de regalos para Anouk y Rosette y con una docena de rosas amarillas para mí.
Eran las doce y cuarto y faltaban diez minutos para cerrar y comer. Envolvía para regalo una caja de macarrones que me había pedido una clienta y me preparaba para pasar un rato tranquilo con las niñas, ya que el jueves por la tarde Anouk no tiene clase. Rodeé la caja con cinta rosa, acción que he realizado miles de veces, hice el lazo y tensé la cinta sobre una de las hojas de la tijera a fin de rizarla.
– ¡Yanne!
La tijera resbaló de mis manos y el rizo se fue al garete.
– ¡Thierry! ¡Te has adelantado un día!
Es un hombre corpulento, alto y fornido. Envuelto en el abrigo de cachemira, prácticamente ocupaba toda la puerta del pequeño local. Su cara parece un libro abierto, tiene los ojos azules y el pelo grueso, en su mayor parte todavía castaño. Sus manos de rico están acostumbradas a trabajar, ya que tiene las palmas agrietadas y las uñas limadas. Huele a polvo de yeso, cuero, sudor, jambon-frites y a algún que otro cigarro gordo que consume con culpa.
– Te echaba de menos -explicó, y me besó en la mejilla-.
Lamento no haber regresado a tiempo para el funeral. ¿Fue terrible?
– No, simplemente triste. No acudió nadie.
– Yanne, eres una estrella. No sé cómo te las apañas. ¿Qué tal la chocolatería?
– Bien.
En realidad, no es cierto. La clienta era la segunda del día, sin contar los que solo se acercan a mirar. Cuando Thierry llegó me alegré de la presencia de la clienta, una china de abrigo amarillo que sin duda disfrutaría con los macarrones, aunque habría estado mucho más contenta con una caja de fresas bañadas con chocolate. Tampoco es que tenga importancia. No es asunto mío; mejor dicho, ya no lo es.
– ¿Dónde están las niñas?
– Arriba -respondí-. Están viendo la televisión. ¿Qué tal Londres?
– Fantástico, deberías ir.
En realidad, conozco bien Londres, ya que mi madre y yo vivimos casi un año en esa ciudad. No sé muy bien por qué no se lo he contado y he permitido que crea que nací y me crié en Francia. Tal vez tiene que ver con el anhelo de ser como el resto o quizá se vincula con el temor de que me mire con otros ojos si menciono a mi madre.
Thierry es un buen ciudadano. Hijo de un constructor que ha prosperado gracias a las propiedades, casi no ha estado expuesto a lo insólito y a lo incierto. Sus gustos son convencionales: aprecia un buen filete, bebe vino tinto y le encantan los niños, los chistes malos y los versos absurdos; prefiere que las mujeres usen falda, asiste a misa por la fuerza de la costumbre y no tiene prejuicios hacia los extranjeros, aunque preferiría no ver tantos a su alrededor. Me cae bien y, sin embargo, la idea de confiar en él…, en alguien…
Tampoco es que lo necesite. Jamás me hicieron falta confidentes. Tengo a Anouk y a Rosette. ¿Cuándo he necesitado a alguien más?
– Pareces triste -comentó Thierry cuando la china se fue-. ¿Qué te parece si salimos a comer?
Sonreí. En el universo de Thierry, la comida cura la tristeza. No tenía hambre pero, si no aceptaba esa invitación, se quedaría toda la tarde en el local. Llamé a Anouk, engatusé a Rosette hasta ponerle el abrigo y cruzamos la calle en dirección a Le P'tit Pinson, que a Thierry le gusta por su encanto destartalado y la comida grasienta y que yo detesto por los mismos motivos.
Anouk estaba inquieta y era la hora de la siesta de Rosette, pero Thierry necesitaba hablar de su estancia en Londres: la muchedumbre, los edificios, los teatros, las tiendas. Su empresa reforma varios edificios de oficinas cerca de King's Cross y le gusta supervisar personalmente el trabajo, de modo que se va el lunes en tren y regresa a París a pasar el fin de semana. Sarah, su ex esposa, todavía vive en Londres con el hijo de ambos aunque, como si fuera necesario, Thierry se esfuerza por demostrarme que hace años que están distanciados.
No lo dudo: en Thierry no hay subterfugios ni dobleces. Sus favoritos son los sencillos cuadrados de chocolate con leche, envueltos, que puedes comprar en cualquier supermercado del país. Soporta hasta un treinta por ciento de sólidos de cacao y, si le das algo más intenso, saca la lengua como los críos. Por otro lado, adoro su entusiasmo… y envidio su sencillez y su falta de astucia. Cabe la posibilidad de que mi envidia supere mi adoración, pero… ¿es tan importante?
Lo conocimos el año pasado, cuando apareció una gotera en el tejado. Con un poco de suerte, la mayoría de los caseros habrían enviado al fontanero, pero hacía años que Thierry conocía a madame Poussin, ya que ella y su madre eran amigas de toda la vida, por lo que reparó personalmente el techo y se quedó a tomar chocolate caliente y a jugar con Rosette.
Después de doce meses de amistad parecemos una pareja de las de toda la vida, con nuestros rincones favoritos y nuestras cómodas rutinas, aunque lo cierto es que Thierry jamás ha pasado una noche en casa. Cree que soy viuda y desea «darme tiempo», lo que resulta conmovedor. Pero su deseo está presente, implícito y sin confirmar… Me pregunto si realmente sería tan malo.
Thierry ha mencionado el tema únicamente una vez. Ha aludido de forma indirecta a su piso como una mansión en la rue de la Croix, al que hemos sido invitadas muchísimas veces y que, según dice, necesita un toque femenino.
«Un toque femenino…» ¡Vaya frase anticuada! También hay que reconocer que Thierry está chapado a la antigua. Pese a su interés por los chismes, el móvil y el equipo surround, se mantiene fiel a los ideales de siempre y a una época más simple.
Eso es: simple. La vida con Thierry sería muy simple. Siempre habría dinero para lo necesario. El alquiler de la chocolatería siempre estaría pagado. Anouk y Rosette estarían atendidas y seguras. ¿No es suficiente con que nos quiera a mis hijas y a mí?
«Vianne, ¿es suficiente?» Es lo que dice la voz de mi madre, que últimamente se parece mucho a la de Roux. «Recuerdo una época en la que querías más.» «¿Cómo tú, madre?», replico en silencio. Arrastraste a tu hija de un sitio a otro, siempre a la fuga, viviendo…, viviendo eternamente al día, robando, mintiendo y conjurando; seis semanas, tres semanas, cuatro días en un sitio y a seguir el camino sin hogar ni escuela, a pregonar sueños, a echar las cartas para trazar el mapa de nuestros viajes, a vestir ropa de quinta mano con las costuras dadas, como sastres demasiado atareados para reparar nuestras prendas.
«Vianne, al menos sabíamos lo que éramos.» Fue una réplica fácil, la que cabía esperar de mi madre. Además, yo sé lo que soy. ¿O no?
Pedimos espaguetis para Rosette y el plato del día para los demás. Había pocos clientes, incluso tratándose de un laborable, y el ambiente estaba impregnado de olor a cerveza y a Gitanes. Laurent Pinson es el mejor cliente de su propio local; francamente, de no ser así, supongo que hace años que habría cerrado. Con papada, sin afeitar y malhumorado, considera a los clientes intrusos de su tiempo libre y no disimula el desdén que siente hacia todo el mundo, salvo el puñado de parroquianos que, además, son sus amigos.
Soporta a Thierry, que en esta ocasión interpreta a un parisino insolente, ya que hace acto de presencia en la cafetería con un «Hé, Laurent, ça va, mon pote!» y golpea la barra con un billete de alto valor. Laurent sabe que entiende de propiedades, incluso le ha preguntado cuánto podrían pagarle por la cafetería una vez restaurada, por lo que ahora lo llama «monsieur Thierry» y lo trata con una deferencia que podría ser respeto o tal vez la expectativa de un futuro acuerdo.
Reparé en que hoy estaba más presentable: traje impecable, aroma a colonia, el cuello de la camisa abotonado y una corbata que había visto por primera vez la luz del día a finales de los años setenta. Supuse que se trataba de la influencia de Thierry, pero posteriormente cambié de parecer.
Los dejé y me senté; pedí café para mí y Coca-Cola para Anouk. Antes habríamos tomado chocolate caliente con nata y nubes de algodón que habríamos pescado con la cucharilla, pero ahora Anouk solo bebe Coca-Cola. Actualmente no bebe chocolate; al principio pensé que tenía que ver con la dieta y sé que es absurdo sentirse dolida por eso, como que te afecte la primera vez que se negó a que le contase un cuento antes de dormirse. Es una cría muy risueña… en la que cada vez más percibo esas sombras, esos rincones a los que no estoy invitada. Los conozco bien porque yo fui igual y… ¿no forma parte de mi temor la certeza de que, a su edad, yo también ansiaba largarme, escapar de mi madre de todas las maneras posibles?
Había una camarera nueva que me resultó lejanamente conocida: piernas largas, falda de tubo y el pelo recogido con una coleta. Al final la reconocí por el calzado.
– Es Zoé, ¿no? -pregunté.
– Zozie -me corrigió y sonrió-. Vaya establecimiento, ¿eh? -Hizo un ademán cómico, como si nos invitara a pasar. Bajó la voz para añadir con tono susurrante-: Por si eso fuera poco, creo que le gusto al dueño.
Thierry se desternilló de risa y Anouk esbozó una ligera sonrisa.
– Solo es un trabajo transitorio, hasta que encuentre algo mejor -apostilló Zozie.
El plato del día consistía en choucroute garnie, alimento que relaciono con la época que pasamos en Berlín. Estaba sorprendentemente bien elaborado para Le P'tit Pinson, hecho que atribuí a Zozie más que al renovado interés culinario de Laurent.
– Dado que se acercan las navidades, ¿no necesita ayuda en la chocolatería? -preguntó Zozie mientras retiraba las salchichas de la parrilla-. En caso afirmativo, me ofrezco como voluntaria. -Miró por encima del hombro a Laurent, que desde su rincón simuló desinterés-. Está claro que no me gustaría nada tener que dejar todo esto… -Laurent emitió un sonido de percusión, a medio camino entre un estornudo y una llamada de atención, una especie de «miu», y Zozie enarcó las cejas con expresión cómica-. Piénselo -acotó sonriente, se volvió, cogió cuatro cervezas con una habilidad surgida de años de trabajar en bares y las llevó a una mesa sin perder la sonrisa.
Después apenas habló con nosotros. El bar se llenó y, como de costumbre, tuve que ocuparme de Rosette. No se trata de que sea una niña tan difícil, ya que ahora come mucho mejor, aunque se babea más que los niños normales y todavía prefiere usar las manos, sino de que, en ocasiones, se comporta de forma extraña, clava la mirada en cosas que no están, se sobresalta a causa de sonidos imaginarios o de repente ríe sin motivo. Espero que no tarde en superarlo; han pasado varias semanas desde su último Accidente y, pese a que todavía se despierta tres o cuatro veces por la noche, me apaño con unas pocas horas de reposo. Espero que supere el insomnio.
Thierry cree que la mimo demasiado y últimamente ha hablado de llevarla al médico.
– No es necesario, ya hablará cuando madure -repliqué y miré a Rosette mientras comía.
Coge el tenedor con la mano izquierda, aunque no hay más indicios de que sea zurda. A decir verdad, es muy hábil con las manos y lo que más le gusta es dibujar: pequeños hombres y mujeres como palotes; monos, que son sus animales favoritos; casas, caballos y mariposas…, un tanto torpes, pero reconocibles y de todos los colores imaginables…
Thierry le pidió que comiera bien y usase la cuchara.
Rosette continuó como si no lo hubiera oído. Hubo una temporada en la que temí que fuese sorda; ahora sé que, lisa y llanamente, no hace caso de lo que considera baladí. Es una pena que no preste más atención a Thierry, casi nunca ríe o sonríe en su presencia, no suele mostrar su faceta más encantadora y solo expresa lo imprescindible mediante signos.
En casa, con Anouk, Rosette ríe, juega, pasa horas con su libro, escucha la radio y baila como un derviche por todo el apartamento. Si exceptuamos los Accidentes, en casa se porta bien y a la hora de la siesta nos tumbamos juntas, como antes hice con Anouk. Le canto y le leo cuentos; su mirada es despierta y alerta y tiene los ojos más claros que Anouk, tan verdes y atentos como los de un gato. A su manera, Rosette tararea la nana que cantaba mi madre. Es capaz de repetir la melodía, pero depende de mí para la letra:
V'là l'bon vent, v'là l'joli vent,
v'là l'bon vent, ma mie m'appelle.
V'là l'bon vent, v'lá l'joli vent,
v'là l'bon vent, ma mie m'attend.
Thierry dice que es «un poco lenta» o «de desarrollo tardío» y me aconseja que «la someta a una revisión». Todavía no ha mencionado el autismo, pero todo se andará; como tantos hombres de su edad, lee Le Point y está convencido de que es experto en casi todo. Opina que, además de ser madre, solo soy una mujer, lo que ha fastidiado mi objetividad.
– Rosette, di «cuchara». -La niña coge el cubierto y lo observa con curiosidad-. Vamos, Rosette, di «cuchara».
Rosette ulula como una lechuza y logra que la cuchara interprete un baile impertinente sobre el mantel. Cualquiera pensaría que se burla de Thierry Me apresuro a quitarle la cuchara y Anouk aprieta los labios para mantener la seriedad.
Rosette la mira y sonríe.
Déjalo estar, dice Anouk con los dedos.
¡Mierda!, replica Rosette.
Sonrío a Thierry y comento:
– Solo tiene tres años…
– Casi cuatro. Ya es bastante grande.
El rostro de Thierry adopta esa expresión fofa que suele mostrar cuando considera que no coopero lo suficiente. Hace que parezca mayor y menos familiar; experimento un súbito aguijonazo de irritación y, aunque sé que es injusto, no puedo evitarlo. Las interferencias no me gustan.
Me sorprendo por estar a punto de expresarlo de viva voz y en ese momento reparo en que Zozie, la camarera, me observa con expresión divertida, por lo que me muerdo la lengua y guardo silencio.
Me repito que tengo mucho que agradecerle a Thierry. No se trata tan solo de la chocolatería ni de la ayuda que nos ha prestado el año pasado, ni siquiera de los regalos para las niñas y para mí. Se vincula con que es grandioso, ya que su sombra nos cubre a las tres y bajo ella nos volvemos realmente invisibles.
Hoy estaba extraordinariamente inquieto y no dejaba de tocar algo que llevaba en el bolsillo. Me miró extrañado por encima del vaso de cerveza rubia.
– ¿Tienes algún problema?
– Simplemente estoy cansada.
– Necesitas fiesta o vacaciones.
– ¿Fiesta o vacaciones? -Estuve a punto de partirme de risa-. La fiesta y las vacaciones sirven para vender bombones.
– ¿Continuarás con el negocio?
– Desde luego. Sería absurdo dejarlo. Faltan menos de dos meses para Navidad y…
– Yanne -me interrumpió-, si de alguna manera puedo ayudarte…,ya sea económicamente o de otra forma… -Thierry extendió la mano y acarició la mía.
– Saldré adelante -aseguré.
– Por supuesto, por supuesto -replicó Thierry y se llevó la mano al bolsillo.
Me dije que tiene buenas intenciones pero, por mucho que sea así, hay algo en mí que se rebela ante la posibilidad de que se entrometa. Durante tanto tiempo me he apañado sola que necesitar ayuda, de la clase que sea, parece una flaqueza peligrosa.
– Sola no podrás regentar la chocolatería. ¿Qué pasará con las niñas? -preguntó.
– Saldré adelante -repetí-. Estoy…
– No puedes hacerlo todo sola.
Thierry estaba ligeramente contrariado, con los hombros hundidos y las manos en el fondo de los bolsillos del abrigo.
– Ya lo sé. Contrataré a alguien.
Miré nuevamente a Zozie, que trasladaba dos platos de comida en cada mano y bromeaba con los que jugaban a las cartas en el fondo del restaurante. Se la ve tan cómoda, tan independiente, tan en su sitio mientras reparte los platos, recoge los vasos y, con un comentario risueño y una falsa palmada, aparta las manos que pretenden tocarla.
Pues vaya, yo también era así, me digo. Hace diez años yo era igual.
Pensé que, en realidad, no hacía tanto tiempo, ya que Zozie es poco más joven que yo, aunque está mucho más cómoda en su piel y es más profundamente Zozie de lo que yo llegué a ser Vianne.
Me pregunto quién es Zozie. Sus ojos ven mucho más allá de los platos sucios o del billete colocado bajo el borde del plato. Tiene los ojos azules, por lo que su mirada es más fácil de interpretar; por algún motivo, el gaje del oficio que tan a menudo me ha servido, aunque no con demasiado éxito, fracasa con ella. Me convenzo de que algunas personas son así. Oscuro o con leche, con el centro blando o frágil, de la naranja más amarga que quepa imaginar, cremitas de rosa, de chocolate blanco y almendras o de trufa a la vainilla, ni siquiera sé si el chocolate le gusta y, menos aún, cuál es su preferido.
¿Por qué pienso que ella conoce mi favorito?
Miré nuevamente a Thierry y descubrí que también la observaba.
– No puedes darte el lujo de contratar a una dependienta. Tal como están las cosas, ya te cuesta bastante llegar a fin de mes.
Por enésima vez experimenté una llamarada de contrariedad. ¿Quién se ha creído que es?, pensé. Como si nunca me hubiese arreglado sola, como si fuera una niña que juega con las amigas a que tiene una tienda. Hay que reconocer que en los últimos meses el negocio no ha ido muy bien. Por otro lado, el alquiler está pagado hasta Año Nuevo y estoy segura de que daremos la vuelta a la situación. Se acercan las navidades y, con un poco de suerte…
– Yanne, me parece que tenemos que hablar. -Su sonrisa se había esfumado y detecté su expresión de empresario: el hombre que a los catorce años había comenzado con su padre a renovar un único apartamento abandonado cerca de la Gare du Nord y se había convertido en uno de los constructores con más éxito de todo París-. Sé que es difícil pero, en realidad, no tiene por qué serlo. Hay una solución para todo. Sé que apreciabas a madame Poussin…, la ayudaste muchísimo y te lo agradezco…
Thierry cree que lo que acaba de decir es verdad. Tal vez lo fue, pero también soy consciente de que la utilicé, del mismo modo que apelé a mi presunta viudedad como excusa para postergar lo inevitable, el terrible punto de no retorno…
– Pero es posible que a partir de ese punto exista un camino hacia delante.
– ¿Un camino hacia delante? -repetí.
Thierry sonrió.
– Yo lo veo como una oportunidad para ti. Es evidente que todos lamentamos el fallecimiento de madame Poussin pero, hasta cierto punto, te libera. Yanne, podrías hacer lo que quisieras… y creo que he encontrado un lugar que te gustará…
– ¿Estás diciendo que deje la chocolatería?
Fugazmente las palabras de Thierry parecieron una lengua extraña.
– Vamos, Yanne. He visto tus cuentas y sé cuánto son dos más dos. No tienes la culpa, has trabajado muchísimo, pero la actividad comercial está fatal y…
– Thierry, por favor, ahora no quiero hablar de ese tema.
– Entonces, ¿qué es lo que quieres? -inquirió exasperado-. Bien sabe Dios que te he seguido el juego. ¿Por qué te niegas a ver que intento ayudarte? ¿Por qué no me permites hacer lo que puedo?
– Disculpa, Thierry, sé que tienes buenas intenciones, pero…
En ese instante vi algo con la imaginación. Me ocurre a veces en momentos de descuido: un reflejo en la taza de café, la vislumbre en un espejo, una imagen que flota nubosa por la superficie brillante de un trozo de chocolate recién templado.
Una caja, una cajita de color azul cielo….
¿Qué contenía? No lo supe, pero el pánico se apoderó de mí, se me secó la garganta, oí el viento en el callejón y entonces lo único que quise fue coger a mis niñas y echar a correr y correr…
Vianne, tranquilízate.
Adopté el tono de voz más sereno que pude y pregunté:
– ¿Ese asunto no puede esperar hasta que haya aclarado mi situación?
Thierry es como un perro de caza, un ser alegre, decidido e insensible a los argumentos. Todavía tenía la mano en el bolsillo del abrigo y jugueteaba con lo que contenía.
– Intento ayudarte a aclarar la situación. ¿No te has dado cuenta? No quiero que te mates a trabajar. No merece la pena a cambio de unas pocas y penosas cajas de bombones. Puede que fuese adecuado para madame Poussin, pero tú eres joven, lista y te queda mucha vida por delante…
En ese momento supe qué había visto. Lo vi claramente con la imaginación: la cajita azul de una joyería de Bond Street, una piedra preciosa cuidadosamente escogida con la ayuda de la dependienta, no muy grande y de transparencia perfecta, arropada por el forro de terciopelo…
Por favor, Thierry, aquí y ahora, no.
– De momento no necesito ayuda. -Le dediqué mi sonrisa más brillante-. Cómete el choucroute, está delicioso…
– Tú apenas lo has probado -puntualizó Thierry.
Me llevé el tenedor lleno a la boca.
– ¿Lo ves?
Thierry sonrió.
– Cierra los ojos.
– ¿Cómo dices? ¿Aquí?
– Cierra los ojos y extiende la mano.
– Thierry, ya está bien… -Intenté reír, pero fue un sonido ronco, como una pepita que lucha por escapar de una calabaza.
– Cierra los ojos y cuenta hasta diez. Te aseguro que te encantará. Es una sorpresa.
¿Qué más podía hacer? Obedecí. Estiré la mano como una niña y noté en la palma algo pequeño, del tamaño de un praliné envuelto.
Cuando abrí los ojos Thierry había desaparecido y la caja de Bond Street estaba en mi mano, tal como la había imaginado hacía unos segundos, con el anillo, un gélido solitario, emitiendo destellos desde el forro de color azul oscuro.
Viernes, 9 de noviembre
Ya lo decía yo. Fue como pensaba. Los observé durante la tensa comida que compartieron: Annie con su destello azul mariposa; la otra, dorado rojizo, todavía demasiado pequeña para mis propósitos, pero no por ello menos fascinante; el hombre, ruidoso y de poca monta y, por último, la madre, quieta, vigilante y con los colores tan apagados que casi no parecen colores, sino el reflejo de las calles y del cielo en aguas tan revueltas que impiden que se vean. Sin lugar a dudas existe alguna flaqueza, algo que podría proporcionarme ventajas. Es el instinto cazador que he desarrollado a lo largo de los años, la capacidad de reparar en la gacela coja casi sin abrir los ojos. La mujer recela, pero algunas personas están tan deseosas de creer en la magia, en el amor o en las propuestas que seguro triplicarán sus inversiones que se vuelven vulnerables a los que son como yo. Esas personas siempre se lo tragan y yo no puedo evitarlo.
Empecé a ver los colores cuando tenía once años: al principio solo un destello, un chispazo dorado con el rabillo del ojo, un revestimiento plateado pese a que no había nubes, una mancha de algo complejo y coloreado en medio del gentío. A medida que mi interés fue en aumento creció mi capacidad de distinguir los colores. Aprendí que cada uno posee una firma, la expresión de su ser interior que solo es visible para unos pocos elegidos y con la ayuda de uno o dos toques.
En la mayoría de los casos no hay mucho que ver, ya que casi todas las personas son tan opacas como sus zapatos, si bien ocasionalmente atisbas algo que merece la pena: un estallido de cólera en un rostro inexpresivo, un estandarte rosado que sobrevuela una pareja de enamorados o el velo gris verdoso de los secretos. Evidentemente, te sirve de ayuda cuando tratas con personas y en los juegos de cartas cuando escasea el dinero.
Existe un antiguo signo que se hace con los dedos y que algunos denominan el Ojo de Tezcatlipoca Negro y otros Espejo Humeante; ese signo que me ayuda a concentrarme en los colores. Aprendí a aplicarlo en México y, con la práctica y el conocimiento de determinados toques, sabía quién mentía, quién tenía miedo, quién engañaba a su esposa y quién estaba angustiado por temas económicos.
Paulatinamente aprendí a manipular los colores que veía, a dotarme de ese tono sonrosado, ese brillo un tanto especial o, si la discreción lo exigía, todo lo contrario, el reconfortante manto de la insignificancia que me permite pasar desapercibida y que nadie me recuerde.
Tardé un poco más en reconocer que esas prácticas son mágicas. Como todos los niños criados en base a los cuentos, esperaba fuegos artificiales, varitas mágicas y vuelos en escoba. Con sus conjuros ridículos y sus viejos pomposos, los libros de verdadera magia de mi madre parecían tan aburridos y ranciamente académicos que apenas los consideré mágicos.
También hay que decir que mi madre no tenía magia. Pese a sus estudios, sortilegios, velas, cristales y barajas, jamás la vi realizar ni siquiera un ensalmo. Algunas personas son así; lo vi en sus colores mucho antes de decírselo. Algunas personas no poseen lo que hace falta para convertirse en brujas.
Aunque careciese de aptitudes, mi madre poseía conocimientos. Montó una librería de ocultismo en los suburbios de Londres, local que frecuentaron toda clase de personas: sumos magos, odinistas, wiccanos a montones y algún que otro satanista, invariablemente acribillado por el acné, como si no hubiera superado la adolescencia.
A la larga, de mi madre y de ellos aprendí lo que necesitaba. Mi madre estaba convencida de que, si me permitía el acceso a todas las vertientes del ocultismo, finalmente escogería mi propio camino. Era seguidora de una oscura secta que creía que los delfines eran la especie iluminada y practicaba una suerte de «magia terrenal» tan inofensiva como ineficaz.
Con el paso de los años y con atroz lentitud aprendí que hay un uso para todo, y de lo inservible, lo absurdo y lo directamente falso aprendí a distinguir las migajas de las prácticas mágicas. Descubrí que, en los casos en los que está presente, casi toda la magia queda oculta por un montón asfixiante de rituales, dramatismo, ayuno y disciplinas que requieren tiempo, montón destinado a rodear de misterio lo que básicamente consiste en averiguar qué da resultado. Mi madre adoraba los rituales… y yo solo quería el recetario.
Por eso me metí con las runas, las cartas, los cristales, los péndulos y el estudio de las hierbas. Me empapé del I Ching o libro de las mutaciones; seleccioné lo que me interesaba de la aurora dorada; rechacé a Crowley, con excepción de su baraja de tarot, que es hermosa; reflexioné sobre mi diosa interior y me desternillé de risa con el Liber Null y con el Necronomicón.
Estudié con gran fervor las creencias mesoamericanas: las de los mayas, los incas y, sobre todo, los aztecas. Por alguna razón siempre me han atraído y así fue como conocí el sacrificio, la dualidad de las divinidades, la malicia del universo, el lenguaje de los colores, el horror a la muerte y el hecho de que la única forma de sobrevivir consiste en rechazar los ataques lo más firme y arteramente que puedas…
El resultado fue mi propio sistema, cuidadosamente compilado a lo largo de años de prueba y error; se compone de una parte de bien fundada medicina con plantas, que incluye varios venenos y alucinógenos útiles; otra de toques y nombres mágicos; varios ejercicios de respiración y de precalentamiento; unas cuantas pociones y tinturas que mejoran el estado de ánimo; algo de proyección astral y autohipnosis; un puñado de ensalmos, pese a que no soy partidaria de los sortilegios hablados, aunque algunos funcionan, y una mayor comprensión de los colores, incluida la capacidad de manipularlos para convertirme, si quiero, en lo que otros esperan, para proporcionar encanto a mí misma y a los demás y para cambiar el mundo según mi voluntad.
A lo largo del proceso y pese a la preocupación de mi madre no me afilié a un grupo concreto. Protestó porque le pareció inmoral que yo seleccionara lo que me gustaba de tantas creencias menores e imperfectas; habría preferido que me uniese a un aquelarre simpático, amistoso y para ambos géneros, en el que habría desarrollado una vida social y conocido muchachos para nada amenazadores, o que abrazara su acuática escuela de pensamiento y siguiese a los delfines.
«¿En qué crees realmente?», solía preguntar y con un dedo largo y nervioso tironeaba de sus collares de cuentas. «Me gustaría saber dónde está el alma, dónde se encuentra el avatar de tus convicciones.» Yo me encogía de hombros y replicaba: «¿Por qué tiene que haber alma? Me interesa lo que funciona, no cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler o una vela de qué color hay que encender para realizar un hechizo amoroso». A decir verdad, ya había descubierto que en el terreno de la seducción las velas de colores están descaradamente sobrevaloradas si se las compara con el sexo oral.
Mi madre suspiraba dulcemente y murmuraba algo acerca de que debía seguir mi propio camino. Lo busqué y desde entonces lo he seguido. Me ha conducido a lugares interesantes, como este, si bien nunca he encontrado pruebas que apunten a que no soy única.
Quizá no las he encontrado hasta ahora.
Yanne Charbonneau… Suena demasiado bien para ser totalmente plausible. Hay algo en sus colores, algo que apunta al engaño, aunque sospecho que ha encontrado modos de ocultarse, por lo que solo consigo entrever la verdad cuando baja la guardia.
A mamá no le gusta que seamos distintas.
¡Qué interesante!
¿Cómo se llamaba el pueblo? ¿Lansquenet? Me digo que tengo que buscarlo. Tal vez allí encuentre una clave, un antiguo escándalo, la huella de una madre y una hija que podría arrojar luz sobre esta misteriosa pareja.
Busqué sitios de internet con el portátil y solo encontré dos referencias a esa localidad: webs dedicadas al folclore y las fiestas del sudoeste, en las que el nombre de Lansquenet-sous-Tannes se relaciona con un popular festival de Pascua que se celebró por primera vez hace poco más de cuatro años.
Un festival del chocolate…, lo cual no resulta sorprendente.
Ahí quería llegar yo. ¿Se hartó de la vida pueblerina? ¿Se ganó enemigos? ¿Por qué se fue?
Esta mañana la chocolatería estaba desierta. La observé desde Le P'tit Pinson y hasta las doce y media no entró nadie. Pese a ser viernes no fue nadie: ni el obeso que jamás se calla, ni un vecino, ni un turista de paso.
¿Qué falla en el establecimiento? Debería estar rebosante de clientes, pero resulta casi invisible escondido como está en la esquina de la plaza encalada. Seguramente eso no es bueno. No hace falta demasiado para alegrarlo un poco, para mejorarlo y hacerlo brillar como el otro día. Sin embargo, esa mujer no hace nada. Me pregunto por qué. Mi madre dedicó toda su vida, inútilmente, a tratar de ser especial… ¿Por qué Yanne hace tanto esfuerzo por fingir lo contrario?
Viernes, 9 de noviembre
Thierry se presentó alrededor de las doce. Lo esperaba tras pasar la noche insomne y preocupada por cómo abordaría nuestro próximo encuentro. Ojalá nunca hubiese echado las cartas, pues salieron la Muerte, los Enamorados, la Torre y la Rueda de la Fortuna; ahora se parecen al destino, como si este fuera inevitable y los días y los meses de mi vida estuvieran en fila, cual una sucesión de fichas de dominó a punto de caer.
Claro que es absurdo. No creo en el destino. Estoy convencida de que podemos elegir, aplacar al viento, engañar al Hombre Negro e incluso apaciguar a las Benévolas.
Me pregunto a qué precio… Es lo que me mantiene despierta por la noche y lo que me llevó a tensarme interiormente cuando las campanillas emitieron su advertencia y Thierry entró con esa expresión terca que a veces adopta y que alude a cuestiones sin resolver.
Intenté ganar tiempo. Le ofrecí chocolate caliente, que aceptó sin demasiado entusiasmo porque prefiere el café, aunque a mí rae permitió estar ocupada. Rosette jugaba en el suelo y Thierry la observó: la niña formó filas de botones que sacó del costurero y trazó dibujos concéntricos en el suelo de terracota.
Cualquier otro día, Thierry habría hecho un comentario, quizá una observación sobre la higiene, o le habría preocupado que Rosette se atragantase con los botones. Hoy no dijo nada, señal de peligro que intenté pasar por alto mientras me disponía a preparar el chocolate.
Vertí la leche del cazo sobre el chocolate cobertura, el azúcar, la nuez moscada y la guindilla. Deposité a un lado un macarrón de coco. Fue reconfortante, como todos los rituales; detalles transmitidos de mi madre a mí, a Anouk y puede que también a su hija algún día de un futuro demasiado lejano como para imaginarlo.
– Está delicioso -declaró Thierry, deseoso de complacerme, y cogió la taza pequeña con manos más adecuadas para levantar paredes.
Bebí mi chocolate; me supo a otoño, a humo dulzón, a hogueras, templos, duelos y sufrimiento. Llegué a la conclusión de que tendría que haber añadido una pizca de vainilla. De vainilla, como el helado…, como en la infancia.
– Está un poco amargo -añadió Thierry, y se sirvió un terrón de azúcar-. ¿Qué te parece…, que te parece si te tomas la tarde libre? Daremos un paseo por Champs-Elysées, tomaremos café, comeremos, iremos de compras…
– Thierry, te lo agradezco infinitamente, pero no puedo cerrar toda la tarde.
– ¿Por qué? No hay actividad.
Logré contener a tiempo la réplica brusca.
– No has terminado el chocolate.
– Y tú, Yanne, no has respondido mi pregunta. -Desvió la mirada hacia mi mano-. Veo que no llevas puesto el anillo. ¿Eso significa que la respuesta es no?
Reí sin proponérmelo. Aunque Thierry no sabe a qué se debe, a menudo su franqueza me causa gracia.
– Me has sorprendido, eso es todo.
Me contempló por encima de la taza de chocolate. Estaba ojeroso, como si no hubiera dormido, y a los lados de la boca presentaba arrugas en las que hasta entonces yo no había reparado. Fue una muestra de vulnerabilidad que me perturbó y sobresaltó; había dedicado tanto tiempo a convencerme de que no lo necesitaba que no se me pasó por la cabeza la posibilidad de que él me necesitase a mí.
– Está bien. ¿Puedes dedicarme una hora?
– Solo tardaré un minuto en cambiarme.
A Thierry se le iluminó la mirada en el acto.
– ¡Esa es mi chica! Sabía que dirías que sí.
Thierry volvía a estar en forma y el fugaz momento de incertidumbre quedó superado. Se incorporó y se metió el macarrón en la boca. Reparé en que no había terminado el chocolate. Thierry sonrió a Rosette, que seguía jugando en el suelo, y acotó:
– Bueno, bueno, jeune filie, ¿qué te parece? También podemos ir al Luxembourg a jugar con los barcos en el lago…
Rosette levantó la cabeza con la mirada encendida. Adora esos barcos y al hombre que los alquila; si pudiera, pasaría allí todo el verano…
A ver barcos, expresó por signos con gran entusiasmo.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Thierry frunciendo el ceño.
Lo miré y sonreí.
– Dice que el plan es muy bueno.
Sentí un repentino afecto por Thierry, por su entusiasmo y su buena voluntad. Sé que le cuesta asimilar a Rosette, la de los extraños silencios y la negativa a sonreír, y agradecí sus esfuerzos.
Subí, me quité el delantal manchado con chocolate y me puse el vestido de franela roja. Se trata de un color que hace años que no uso, pero necesitaba algo para contrarrestar el frío viento de noviembre y, además, pensé que llevaría el abrigo. Puse a Rosette el anorak y los guantes, pese a que los detesta, y cogimos el metro hasta el Luxembourg.
Es muy curioso seguir siendo turista en la ciudad que me vio nacer. Thierry cree que soy forastera y le da tanta alegría mostrarme su mundo que no quiero decepcionarlo. Los jardines están preciosos, animados y salpicados de luz solar bajo el caleidoscopio de las hojas otoñales. Rosette adora las hojas secas, las patea y forma grandes y exuberantes arcos de color. También le encanta el pequeño lago y contempla con solemne alegría los botes de juguete.
– Rosette, di «bote».
– Bam -responde la niña y clava en Thierry su mirada felina.
– No, Rosette, se dice «bote». Venga ya, estoy seguro de que puedes decir «bote».
– Bam -repite Rosette y con los dedos hace el signo que representa al mono.
– Ya está bien -intervengo y sonrío a la cría, aunque interiormente mi corazón late demasiado rápido.
Hoy Rosette se ha portado muy bien; con el anorak de color verde lima y el gorro rojo ha corrido como un adorno navideño desaforadamente animado, de vez en cuando ha gritado «¡Bam, Bam, Bam!» como si abatiese enemigos invisibles, no ha reído porque casi nunca lo hace y se ha concentrado con impetuosa atención, el labio inferior hacia fuera y las cejas fruncidas, como si incluso correr fuese un desafío que no hay que tomarse a la ligera.
El peligro ha cargado la atmósfera. El viento ha cambiado, con el rabillo del ojo percibo un destello dorado y pienso que ha llegado el momento de…
– Nada más que un helado -propone Thierry.
El bote da un salto en el agua, gira noventa grados a estribor y se dirige hacia el centro del lago. Rosette me mira con expresión traviesa.
– Rosette, no. -El bote vuelve a dar un salto y apunta hacia el quiosco de helados-. Está bien, pero solo uno.
Nos besamos mientras Rosette toma el helado a orillas del lago. Thierry me resultó cálido, olía ligeramente a tabaco, como los padres, y sus brazos cubiertos por el abrigo de cachemira rodearon como un oso mi vestido rojo demasiado fino y el abrigo otoñal.
Fue un buen beso, que comenzó por mis dedos ateridos, con gran habilidad ascendió hacia mi cuello y por fin llegó a mi boca; poco a poco descongeló lo que el viento había helado, lo derritió cual un fuego cálido, sin dejar de repetir «te quiero, te quiero», algo que dice a menudo, pero en voz baja, como los Ave María que reza deprisa un niño demasiado impaciente como para alcanzar la redención.
Thierry debió de detectar algo en mi expresión porque se puso serio y preguntó:
– ¿Cuál es el problema?
¿Cómo se lo cuento? ¿Cómo se lo explico? Me observó con súbito ardor y con los ojos azules llenos de lágrimas a causa del frío. Me pareció tan cándido, tan corriente…, tan incapaz, pese a su habilidad para los negocios, de entender nuestro tipo de engaño.
¿Qué ve en Yanne Charbonneau? He hecho mil esfuerzos por desentrañarlo. ¿Qué vería en Vianne Rocher? ¿Recelaría de sus costumbres poco convencionales? ¿Se burlaría de sus convicciones? ¿Condenaría sus opciones? ¿Tal vez se horrorizaría por la forma en la que ha mentido?
Besó lentamente las yemas de mis dedos, que introdujo de uno en uno en su boca. Sonrió y comentó:
– Sabes a chocolate.
El viento aún soplaba en mis oídos y el sonido de los árboles que nos rodeaban lo volvió inmenso, como un océano, como un monzón; barrió el cielo con confeti de hojas secas y el aroma de aquel río, aquel invierno, aquel viento.
De repente una extraña idea pasó por mi cabeza…
¿Y si le contara la verdad? ¿Y si le explicase todo?
Ser conocida, amada y comprendida. Se me cortó la respiración…
Ay si me atreviese…
El viento influye de forma curiosa en las personas: les da la vuelta y las lleva a bailar. En ese instante convirtió nuevamente a Thierry en un chiquillo con el pelo revuelto, los ojos brillantes y sueños desaforados. En todo momento fui consciente de la advertencia y creo que incluso entonces supe que, pese a su calidez y su afecto, Thierry le Tresset no estaría a la altura del viento.
– No me gustaría perder la chocolatería -expliqué, aunque tal vez se lo dije al viento-. Necesito conservarla. Quiero que sea mía.
Thierry rió.
– ¿Eso es todo? Yanne, cásate conmigo. -Sonrió de oreja a oreja-. Así tendrás todas las chocolaterías y los bombones que quieras. Siempre sabrás a chocolate e incluso olerás a chocolate… y yo también…
Me resultó imposible no reír. Thierry me cogió de las manos y me hizo girar sobre la grava, por lo que a Rosette le entró hipo a causa de la risa.
Tal vez por eso dije lo que dije; fue un instante de temerosa impulsividad, con el viento en los oídos, el pelo sobre la cara y Thierry que me abrazó con todas sus fuerzas y susurró «Yanne, te quiero» con un tono de voz que parecía asustado.
Súbitamente pensé que a Thierry le daba miedo perderme y fue entonces cuando lo dije, sabedora que a partir de ese punto no había vuelta atrás, con los ojos llenos de lágrimas y la nariz sonrosada y moqueante por el frío invernal.
– De acuerdo -repliqué-. Pero lo haremos discretamente…
Thierry abrió desmesuradamente los ojos porque mi respuesta lo cogió por sorpresa.
– ¿Estás segura? -preguntó casi sin aliento-. Pensaba que querías…, ya me entiendes. -Volvió a esbozar una sonrisa-. Pensaba que querías el vestido, la iglesia, el coro, las damas de honor, las campanas…, toda la pesca.
Negué con la cabeza y precisé:
– Sin aspavientos.
Thierry me besó nuevamente.
– Como quieras, siempre y cuando digas que sí.
Durante unos segundos todo fue magnífico y tuve el pequeño y dulce sueño en mis manos. Me dije que Thierry es un buen hombre, un hombre con raíces y principios.
Y con dinero, Vianne, no lo olvides, declaró una vocecilla malévola en mi cabeza, pero su tono sonó débil y se desvaneció cuando me entregué al pequeño y dulce sueño. Maldije esa voz y también el viento. Esta vez no nos arrastraría.
Viernes, 9 de noviembre
Hoy volví a pelearme con Suze. No sé por qué ocurre tan a menudo; me gustaría que fuéramos amigas pero, cuanto más lo intento, más difícil resulta. Esta vez fue por mi pelo. ¡Ay, tío! Suze cree que debería alisármelo.
Le pregunté por qué.
Suzanne se encogió de hombros. Durante el recreo nos quedamos solas en la biblioteca; las demás habían ido a comprar golosinas y yo intentaba copiar unos apuntes de geografía, pero Suze quería hablar y, cuando se lo propone, no hay quien la detenga.
– Porque así queda raro -replicó-. Parece pelo afro.
A mí me da igual y se lo dije.
Suze puso expresión de boca de pez, la que siempre adopta cuando alguien la contradice.
– Dime…, ¿tu padre era negro?
Negué con la cabeza y me sentí como una mentirosa. Suzanne cree que mi padre está muerto pero, por lo que yo sé, podría haber sido negro; bueno, por lo que sé, también podría haber sido pirata, asesino en serie o rey.
– Ya sabes que la gente podría pensar…
– Supongo que al decir gente te refieres a Chantal…
– No -me interrumpió contrariada, pero su cara sonrosada adquirió un tinte más intenso y no me miró a los ojos mientras hablaba. Me rodeó los hombros con el brazo y acotó-: Escucha, eres nueva en el liceo, eres nueva para nosotras. Las demás fuimos juntas a la escuela primaria y aprendimos a acoplarnos.
Aprendimos a acoplamos… En la época de Lansquenet tuve una profesora, madame Drou, que decía exactamente lo mismo.
– Lo que ocurre es que eres distinta -añadió Suze-. He intentado ayudarte…
– ¿A qué? -espeté y pensé en los apuntes de geografía.
Me di cuenta de que nunca, jamás logro hacer lo que me apetece cuando Suzanne está cerca. Siempre se trata de sus juegos, sus problemas y la frase «Annie, haz el favor de dejar de seguirme» cuando aparece alguien que le interesa más. Aunque sabía que no pretendía ser brusca, Suze se mostró dolida, se apartó de la cara el pelo alisado con una actitud que considera muy adulta y declaró:
– Bueno, si ni siquiera estás dispuesta a oírme…
– Está bien -accedí-. ¿Cuál es mi problema?
Suze me estudió unos segundos. En ese momento sonó el timbre, por lo que me dirigió una sonrisa repentina y estupenda y me entregó un papel.
– He hecho una lista.
Leí la lista en la clase de geografía. Monsieur Gestin habló de Budapest, donde vivimos una temporada, aunque la verdad no me acuerdo muy bien. Solo recuerdo el río, la nieve y el casco antiguo, para mí tan parecido a Montmartre por las calles serpenteantes, las escalinatas empinadas y el castillo en lo alto de la colina. Con su letra regular y redondeada, Suze había escrito la lista en la mitad de la hoja de un libro de ejercicios. Había consejos sobre cómo arreglarse (el pelo liso, las uñas limadas, las piernas afeitadas y usar siempre desodorante), vestirse (nada de calcetines con faldas; rosa sí, pero naranja nunca), sobre la cultura (la literatura romántica moderna estaba bien y los libros de chicos, mal), cine y música (única y exclusivamente los últimos éxitos), sobre programas de televisión, sitios web (en el caso de que tuviese ordenador), sobre cómo pasar el tiempo libre y la ciase de móvil que debía tener.
Al principio supuse que era otra de sus bromas pero, al terminar las clases, cuando nos encontramos en la cola del autobús, me di cuenta de que Suzanne hablaba en serio.
– Tienes que hacer un esfuerzo -insistió-. De lo contrario, la gente dirá que eres rara…
– Yo no soy rara sino, simplemente…
– Simplemente diferente.
– ¿Qué tiene de malo?
– Verás, Annie, si quieres tener amigos…
– Los amigos de verdad no se preocupan de esas cosas.
Suze se sonrojó. Suele ocurrirle cuando se siente contrariada y entonces su melena y su cara se dan de patadas.
– Pues a mí sí que me preocupan -puntualizó y dirigió la mirada hacia el principio de la cola.
Hay que decir que existe un código en la cola del autobús, del mismo modo que lo hay cuando entras en clase o eliges a los compañeros de un equipo. Suze y yo estamos más o menos en la mitad. Delante se colocan los de primera categoría: las chicas que pertenecen al equipo de baloncesto y las mayores, que se pintan los labios, se enrollan la falda a la altura de la cintura y fuman Gitanes en cuanto franquean la puerta del liceo. A continuación se sitúan los chicos: los más guapos, los integrantes de los equipos deportivos, los que llevan los cuellos levantados y el pelo engominado.
También está Jean-Loup Rimbault, el nuevo. Suzanne bebe los vientos por él. A Chantal también le gusta, aunque Jean-Loup no les hace mucho caso y nunca participa en sus juegos. De pronto me di cuenta de lo que Suze tramaba.
Bichos raros y perdedores son los últimos de la cola. En primer lugar, los chicos negros del otro lado de la colina, que forman su propio grupo y no hablan con los demás. A continuación Claude Meunier, que tartamudea; Mathilde Chagrin, la gorda, y las musulmanas, aproximadamente doce, que se apiñan y que a principio de curso la montaron por llevar velo. Cuando miré hacia el final de la cola vi que lo llevaban puesto; se lo colocan en cuanto salen, ya que no están autorizadas a ponérselo en el recinto del liceo. Suze opina que el velo es una estupidez y que, si viven en nuestro país, deben ser como nosotras, pero se limita a repetir lo que dice Chantal. No veo la diferencia entre el velo, la camiseta y el tejano. Estoy convencida de que lo que se ponen es asunto suyo.
Suze seguía observando a Jean-Loup. Es bastante alto y, en mi opinión, apuesto; tiene el pelo negro y el flequillo le tapa casi toda la cara. Tiene doce años, uno más que los demás. Debería estar en el curso superior. Según Suze, el año pasado repitió, pero es realmente espabilado y el primero de la clase. Un montón de chicas se pirran por él; apoyado en la marquesina de la parada del autobús, hoy solo intentaba mostrarse indiferente y miraba por el visor de la pequeña cámara digital de la que jamás prescinde.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró Suze. -Oye, ¿por qué, para variar, no le hablas?
Furiosa, Suze me hizo callar. Jean-Loup nos miró fugazmente y volvió a concentrarse en la cámara. El rubor de Suze subió de tono.
– ¡Me ha mirado! -chilló, se escondió bajo la capucha del anorak, se volvió hacia mí y puso los ojos en blanco-. Me haré reflejos en la misma peluquería a la que va Chantal. -Me apretó el brazo con tanta fuerza que me hizo daño-. ¡Ya lo tengo! ¡Podemos ir juntas! Mientras me hacen los reflejos te alisas el pelo…
– Deja de meterte con mi pelo -advertí.
– ¡Venga ya, Annie! Será genial y, además…
– ¡He dicho que lo dejes estar! -Empecé a cabrearme-. ¿Por qué sigues metiéndote conmigo?
– Contigo no hay nada que hacer -declaró Suze y se le acabó la paciencia-. ¿Pareces un bicho raro y ni siquiera te importa?
Esa es otra de las características de Suzanne: se las apaña para que una frase parezca una pregunta cuando, en realidad, no lo es.
– ¿Por qué tendría que importarme?
Mi rabia se había convertido en algo parecido a un estornudo y noté que crecía, iba en aumento y se disponía a estallar me gustase o no. Entonces recordé lo que Zozie había dicho en el salón de té y pensé que me habría gustado hacer algo para borrar esa expresión presuntuosa de la cara de Suzanne. No me refiero a algo malo, jamás se me ocurriría, sino a algo con lo que darle una lección.
Hice cuernos a mi espalda y le hablé con mi voz espectral…
Veamos si, cuando te toca, te gusta.
Durante un instante creí ver algo, un chispazo que recorrió su rostro, algo que desapareció antes de que yo lo viera realmente.
– Prefiero ser bicho raro en lugar de clon -declaré.
Di media vuelta y caminé hasta el final de la cola, mientras todos me miraban y Suze permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos y fea, muy fea con el pelo y la cara rojos y la boca abierta de incredulidad durante el rato que permanecí en el fondo y esperé la llegada del autobús.
No estoy segura de si esperaba que Suze me siguiera o no. Pensé que lo haría, pero no fue así. Cuando por fin llegó el autobús, se sentó junto a Sandrine y no me miró ni una sola vez.
Al llegar a casa intenté contárselo a mamá, que simultáneamente intentaba hablar con Nico, envolver una caja de trufas al ron y preparar la merienda a Rosette, por lo que no di con las palabras para explicarle cómo me sentía.
– No les hagas caso -aconsejó finalmente mamá y vertió leche en un cazo de cobre-. Nanou, haz el favor de vigilar la leche y remuévela lentamente mientras termino de envolver la caja…
Guarda los ingredientes del chocolate caliente en un armario del fondo del obrador. En la parte delantera tiene varios cazos de cobre, moldes brillantes para preparar figuras de chocolate y la plancha de granito para templarlo. La verdad es que ya no los usa; la mayoría de sus cosas están abajo, en el sótano, e incluso antes de la muerte de madame Poussin apenas disponía de tiempo de preparar nuestras especialidades.
Claro que siempre hay tiempo para preparar chocolate caliente con leche, ralladura de nuez moscada, vainilla, guindilla, azúcar morena, cardamomo y chocolate cobertura al setenta por ciento. Mamá dice que es el único que vale la pena comprar y tiene un sabor denso y ligeramente amargo en el fondo de la boca, como el del caramelo cuando empieza a endurecerse. El chile le da un deje de picor, no mucho, solo una pizca, y las especias producen ese olor a iglesia que, por alguna razón, me recuerda a Lansquenet, a las noches encima de la chocolatería, en las que mamá y yo estábamos solas, con Pantoufle sentado a un lado y las velas encendidas sobre la mesa fabricada con una caja de naranjas.
Es evidente que aquí no usamos cajas de naranjas. El año pasado Thierry instaló una cocina totalmente nueva. Bueno, no podía ser de otra manera, ¿verdad? Al fin y al cabo, es el casero, tiene mucho dinero y, por añadidura, está a cargo de mantener la casa en condiciones. Mamá se tomó muchas molestias y preparó una cena especial en la nueva cocina. ¡Ay, tío! Como si hasta entonces nunca hubiésemos tenido cocina. Ahora hasta los tazones son nuevos y llevan escrita la palabra «chocolate» con una letra curiosa. Thierry compró uno para cada una y otro para madame Poussin, pese a que el chocolate caliente no le gusta… Lo sé porque le pone demasiado azúcar.
Solía tener mi propia taza, una gorda y roja que me regaló Roux, ligeramente desportillada y con una a pintada, por Anouk. Ya no la tengo, ni siquiera recuerdo qué fue de ella. Quizá se rompió o la abandonamos. No tiene la menor importancia. He dejado de beber chocolate.
– Suzanne dice que soy rara -comenté cuando mamá regresó.
– Pues no es verdad -replicó y rascó el interior de una vaina de vainilla. El chocolate estaba casi a punto y hervía a fuego lento-. ¿Quieres? Está riquísimo.
– No, gracias.
– Bueno.
Sirvió chocolate para Rosette y añadió virutas y un poco de nata. Tenía buen aspecto y olía incluso mejor, pero no quise dar el brazo a torcer. Busqué algo de comer en el armario y encontré medio cruasán que había sobrado del desayuno y mermelada.
– No hagas caso de lo que dice Suzanne -recomendó mamá y se sirvió chocolate en una tacita de café. Reparé en que Rosette y ella no utilizaban los tazones con la palabra chocolate-. Conozco a las de su calaña. Búscate otros amigos.
Pensé que era más fácil decirlo que hacerlo. Además, ¿qué sentido tenía? Si yo no era yo no serían amigos míos: pelo falso, ropa falsa, yo falso…
– ¿A quién te refieres?
– ¡Y yo qué sé! -Su tono sonó impaciente cuando guardó las especias en el armario-. Seguramente hay alguien con quien te llevas bien.
Me habría gustado decirle que no era culpa mía. ¿Por qué piensa que la difícil soy yo? El problema radica en que mamá nunca fue a la escuela, según dice aprendió todo a través de la práctica, de modo que lo único que sabe es lo que leyó en los libros sobre niños o lo que vio desde el otro lado de la verja del patio de la escuela. Puedo asegurar que desde el otro lado no todo es coser y cantar.
– ¿Qué quieres? -Continuaba impaciente, con ese tono que significa que debería estarle agradecida, que se había deslomado para traerme hasta donde estaba, para enviarme a una buena escuela, para salvarme de la vida que ella había llevado…
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Por supuesto, Nanou. ¿Tienes algún problema?
– ¿Mi padre era negro? -Mamá se sobresaltó, aunque con tanta delicadeza que no me habría percatado de no haberlo visto en sus colores-. Eso dice Chantal, una de mis compañeras.
– ¿En serio? -preguntó mamá mientras cortaba pan para Rosette.
Pan, cuchillo y chocolate de untar. Con sus dedos de mono, Rosette giró incesantemente la rebanada. La expresión de mamá fue de intensa concentración. No supe qué pensaba y sus ojos se tornaron tan oscuros como África, por lo que su mirada se volvió ilegible.
– ¿Tiene importancia? -preguntó finalmente.
– No lo sé -repuse y me encogí de hombros.
Giró hacia mí y durante un segundo casi pareció la mamá de antes, aquella a la que le importaba un bledo la opinión de los demás.
– Anouk, te explicaré una cosa -precisó con lentitud-. Durante mucho tiempo pensé que ni siquiera necesitabas padre. Pensé que nos teníamos la una a la otra, tal como ocurrió con mi madre y conmigo. Entonces llegó Rosette y me dije que tal vez… -Calló, sonrió y cambió de tema tan rápido que en principio no me di cuenta de que las cosas habían cambiado, como en el número de los trileros con tres cubiletes y una bola-. Thierry te gusta, ¿no?
Me encogí nuevamente de hombros.
– Está bien.
– Lo suponía. Te aprecia… -Mordí un cuerno de cruasán. Rosette estaba sentada en su sillita y fabricaba un avión con la rebanada de pan-. Lo que quiero decir es que si a vosotras no os gustase…
En realidad, no me gusta tanto. Grita demasiado y huele a cigarro. Además, interrumpe a mamá cuando habla, me llama jeune filie como si fuera un chiste, no entiende a Rosette ni se entera cuando le habla por signos y siempre explica las palabras largas y su significado, como si yo nunca las hubiera oído.
– Está bien -repetí.
– Verás… Thierry quiere casarse conmigo.
– ¿Desde cuándo? -pregunté.
– Lo propuso por primera vez el año pasado. Respondí que no estaba en condiciones de comprometerme, ya que tenía que pensar en Rosette y en madame Poussin, y añadió que estaba dispuesto a esperar, pero ahora que nos hemos quedado solas…
– No le habrás dicho que sí, ¿eh? -pregunté con tono demasiado alto para Rosette, que se tapó las orejas con las manos.
– Es complicado…
Mamá parecía cansada.
– Siempre dices lo mismo.
– Porque siempre es complicado.
Yo no entiendo por qué es complicado, ya que a mí me parece simple. Hasta ahora jamás se ha casado, ¿no? ¿Por qué querría contraer matrimonio justamente ahora?
– Nanou, las cosas han cambiado.
– ¿Qué cosas?
– Para empezar, la chocolatería. El alquiler está pagado hasta final de año y después… -Mamá dejó escapar un suspiro-. No será fácil lograr que funcione y me niego a aceptar dinero de Thierry. Constantemente me ofrece ayuda económica, pero no me parece justo. Pensé que tal vez…
Yo ya sabía que algo no iba bien, pero supuse que mamá estaba triste por la desaparición de madame. En ese momento comprendí que tenía que ver con Thierry y que la preocupaba que yo no encajase en sus planes.
¡Vaya plan! Puedo imaginarlo: mamá, papá y las dos niñitas, como seres salidos de un relato de la condesa de Ségur. Iríamos a la iglesia, cada día comeríamos steack-frites y luciríamos vestidos de Galeries Lafayette. Thierry tendría nuestra foto sobre el escritorio, un retrato profesional en el que Rosette y yo estaríamos vestidas igual.
No me entendáis mal. He dicho que Thierry está bien, pero…
– Vaya, vaya -dijo mamá-. ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Di otro mordisco al cruasán.
– No lo necesitamos -repuse finalmente.
– Lo que está claro es que necesitamos a alguien. Suponía que lo comprenderías. Anouk, tienes que ir a la escuela, necesitas un hogar… y un padre…
¡No me hagas reír! ¿Un padre? Como si hiciera falta. Siempre dice que elegimos a la familia pero, en este caso, no me da la más mínima opción.
– Anouk, lo hago por ti…
– Haz lo que quieras.
Me encogí de hombros, cogí el cruasán y me largué a la calle.
Sábado, 10 de noviembre
Esta mañana pasé por la chocolatería y compré cerezas al licor. Yanne estaba en el local, con la pequeña a remolque. Aunque reinaba la tranquilidad, Yanne parecía agobiada, casi incómoda de verme, y cuando probé los bombones me di cuenta de que no eran nada del otro mundo.
– Antes los hacía personalmente -explicó, y me entregó los bombones en un cucurucho de papel-. Los de licor son tan complicados que ya no tengo tiempo. Espero que le gusten.
Me lo llevé a la boca con falsa glotonería.
– Exquisito -declaré, pese a que la pasta que rodeaba la cereza al licor sabía agria. En el suelo, detrás del mostrador y rodeada de pinturas y papeles de colores, Rosette tarareaba suavemente-. ¿No va al parvulario?
Yanne negó con la cabeza.
– Prefiero vigilarla personalmente.
Es obvio, hasta yo lo he visto. Como ahora me dedico a buscar, también veo otras cosas. Por ejemplo, la puerta de color azul cielo oculta diversas peculiaridades que los clientes corrientes pasan por alto. En primer lugar, el local es viejo y está bastante destartalado. El escaparate resulta bastante atractivo gracias a la exposición de latas y cajas pequeñas y bonitas y las paredes están pintadas de un alegre amarillo, pero aun así la humedad acecha en los rincones y bajo el suelo, lo que apunta a muy poco dinero y falta de tiempo. Han tomado algunas medidas para disimularlo: una suerte de telaraña dorada sobre un nido de grietas, un brillo acogedor en el umbral, una atmósfera exquisita que promete algo más que esos bombones de segunda.
Pruébame, saboréame…
Con la mano izquierda conjuré discretamente el Ojo de Tezcatlipoca Negro. Los colores llamearon a mi alrededor, lo que confirmó las sospechas del primer día. Alguien ha hecho de las suyas y no creo que sea Yanne Charbonneau. Ese encanto presenta un aspecto juvenil, ingenuo y exuberante que alude a una mente todavía informe.
¿Annie? ¿Quién más? ¿Y la madre? Vaya, vaya… Hay algo en Yanne que me aguijonea, algo que solo he visto una vez… el primer día, cuando abrió la puerta al oír su nombre. Entonces sus colores eran más intensos, ya lo creo; algo me dice que todavía es así, pero prefiere ocultarlos.
Rosette dibujaba en el suelo y seguía entonando su cancioncilla sin letra:
– Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm…
– Vamos, Rosette, es la hora de la siesta.
Rosette no apartó la mirada del dibujo. El canturreo subió de volumen, acompañado por el golpeteo rítmico del calzado en el suelo.
– Bam, Bam, Bammm…
– Ya está bien, Rosette -afirmó Yanne con delicadeza-. Guarda los lápices.
Rosette siguió sin reaccionar.
– Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm… -Simultáneamente sus colores pasaron del dorado crisantemo al naranja brillante, rió y se estiró como si intentara atrapar pétalos que caían-. Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm…
– ¡Rosette, calla!
Percibí cierta tensión en Yanne. No fue la incomodidad de una madre cuyo hijo no se porta bien, sino la sensación de peligro inminente. Cogió a Rosette en brazos, que siguió farfullando sin inmutarse, y me dirigió una expresión como de disculpas.
– Lo siento, a veces, cuando está agotada, se comporta así.
– No se preocupe, es una delicia de niña -repliqué.
Del mostrador cayó un portalápices y los lápices rodaron por el suelo.
– Bam -dijo Rosette y señaló los lápices caídos.
– Tengo que acostarla -insistió Yanne-. Si no duerme la siesta se altera demasiado.
Volví a mirar a Rosette y pensé que no tenía aspecto de cansada. Era la madre la que parecía rendida: pálida y agotada, con el corte de pelo demasiado rígido y el jersey negro barato que hacía que su cutis pareciese todavía más pálido.
– ¿Se encuentra bien? -pregunté.
Yanne asintió.
Por encima de su cabeza la bombilla parpadeó. Dije para mis adentros que la instalación eléctrica de las casas viejas siempre está anticuada.
– ¿Está segura? La noto un poco pálida.
– Solo me duele la cabeza. Me apañaré.
Conozco esa respuesta. Dudo de que se apañe. Se aferra a la niña como si yo pudiera arrebatársela.
¿Me creéis capaz? Estuve casada dos veces, aunque nunca con mi verdadero nombre, y ni una sola vez pensé en tener hijos. Por lo que me han contado las complicaciones no acaban nunca y, debido a mi oficio, no puedo permitirme exceso de equipaje.
Sin embargo…
Dibujé en el aire el signo del cacto de Xochipilli, aunque mantuve la mano fuera de la vista; Xochipilli el de la lengua plateada, el dios de las profecías y los sueños. No es que las profecías me interesen demasiado, pero he comprobado que la charla relajada proporciona recompensas y la información es oro para los que nos dedicamos a este oficio.
El símbolo brilló y flotó durante uno o dos segundos antes de dispersarse como un anillo de humo plateado.
Durante unos segundos no pasó nada.
A fuerza de ser sincera, debo reconocer que no esperaba resultados, pero sentía curiosidad. Además, ¿no me debía una mínima satisfacción después de todos los esfuerzos que he hecho en su nombre?
Volví a trazar el signo de Xochipilli el susurrador, el revelador de secretos, el productor de confidencias. En esta ocasión el resultado superó con creces mis expectativas.
Ante todo vislumbré el destello de sus colores. Duró poco pero fue muy intenso, como el de la llama que encuentra una bolsa de gas en la chimenea. Al mismo tiempo la alegre actitud de Rosette cambió radicalmente. Se arqueó en brazos de su madre, se echó hacia atrás y lanzó un quejido. La bombilla parpadeante estalló con estrépito y, simultáneamente, del escaparate cayó una pirámide de latas de galletas y produjo un ruido capaz de resucitar a los muertos.
Yanne Charbonneau fue pillada por sorpresa, dio un paso a un lado y se golpeó la cadera contra el mostrador.
Encima del mostrador había una pequeña vitrina sin puertas que albergaba una colección de bonitos platillos de cristal llenos de peladillas rosadas, doradas, plateadas y blancas. La vitrina se tambaleó. Instintivamente Yanne estiró la mano para sujetarla y uno de los platillos cayó al suelo.
– ¡Rosette! -gritó Yanne, casi al borde de las lágrimas.
Oí el choque del platillo contra el suelo y las peladillas se desparramaron por las baldosas de terracota.
Escuché cómo se rompía, pero no miré hacia el suelo; me ocupé de observar a Rosette y a Yanne: la niña estaba envuelta en las llamas de sus colores y la madre tan quieta que parecía petrificada.
– Le echaré una mano -propuse, y me incliné para recoger los fragmentos.
– No, por favor…
– Ya lo tengo -insistí.
Percibí la tensión nerviosa de Yanne, acumulada y a punto de estallar. Ciertamente, no se debió a la rotura del platillo; de acuerdo con mi experiencia, las mujeres como Yanne Charbonneau no se derrumban ante unos fragmentos de cristal. Por otro lado, las cosas más extrañas pueden desencadenar un estallido: un mal día, el dolor de cabeza, la amabilidad de los desconocidos.
Fue en ese momento cuando, con el rabillo del ojo, lo vi agazapado debajo del mostrador.
Era de un dorado naranja intenso y estaba torpemente dibujado, pero por la cola larga y curva y los ojillos encendidos quedaba claro que se trataba de un mono. Giré de sopetón para verlo cara a cara y me mostró los dientes puntiagudos antes de esfumarse.
– Bam -dijo Rosette.
Se produjo un silencio largo, interminable.
Recogí el platillo, de cristal de Murano y con los bordes delicadamente estriados. Lo había oído romperse con el mismo ruido que te asalta cuando estallan petardos; había visto la metralla dispersa por el suelo de terracota y, sin embargo, lo sostenía intacto en la mano. No había habido accidente.
Bam, pensé.
Bajo mis pies todavía notaba que las peladillas castañeteaban. Yanne Charbonneau me contemplaba en medio de un temeroso silencio que giró y giró como un capullo de seda.
Podría haber dicho que se trataba de un golpe de suerte o dejado el platillo en su sitio sin pronunciar palabra, pero estaba segura de que era ahora o nunca. Golpea ahora, mientras la resistencia es mínima, ya que tal vez no se presente otra oportunidad.
Me incorporé, miré a Yanne a los ojos y le dirigí todo el encanto que fui capaz de manifestar:
– No se preocupe, ya sé lo que necesita.
Durante unos segundos se tensó y sostuvo mi mirada con expresión de desafío y de altanera incomprensión.
La cogí del brazo y sonreí.
– Necesita chocolate caliente -acoté con amabilidad-. Preparado de acuerdo con mi receta especial, es decir, con guindilla, nuez moscada, Armagnac y una pizca de pimienta negra. Vamos, no quiero discusiones. Traiga a la mocosa.
Me siguió al obrador sin pronunciar palabra.
Por fin había logrado entrar.