Sábado, 1 de diciembre
Desde el momento en el que entró en el local supe que se convertiría en mi problema particular. Por si no lo sabéis, algunas personas portan carga…, se ve en sus colores y en el caso de ese hombre correspondían a la llama azul amarillenta de un mechero de gas al mínimo, por lo que podía estallar en cualquier momento.
No es que se notase al mirarlo. Al verlo ni se te ocurría pensar que se trataba de alguien especial. Cada año París se traga a un millón de seres como él: hombres de tejano y botas de trabajo, hombres que se sienten incómodos en la ciudad, hombres que cobran el salario en efectivo. Había estado en París lo suficiente como para reconocer su calaña. Me dije que, si había venido a comprar bombones, yo era la virgen de Lourdes.
Estaba subida en una silla para colgar un cuadro. Mejor dicho, mi retrato, hecho por Jean-Louis. Lo oí entrar, percibí el tintineo de las campanillas y el sonido de las botas en el parquet.
Pronunció el nombre «Vianne»… y su tono de voz reveló algo que me obligó a girarme. Lo miré. Vi a un hombre de tejano, camiseta negra y melena pelirroja recogida con una coleta. Como ya he dicho, nada del otro mundo.
Sin embargo, había algo en él, algo que me resultó conocido. Su sonrisa fue tan brillante como los Champs-Elysées en Nochebuena, lo que lo volvió extraordinario…, aunque solo durante un instante, ya que esa expresión deslumbradora se trocó en confusión al percatarse de que había cometido un error.
– Disculpa -dijo-. Te tomé por… -De pronto calló-. ¿Eres la dueña?
Su tono era apacible y se caracterizaba por las erres guturales y las vocales marcadas del Midi.
– No, solamente trabajo aquí -repuse sonriente-. La dueña es madame Charbonneau. ¿La conoces? -Durante unos segundos se mostró indeciso-. Me refiero a Yanne Charbonneau.
– Sí, claro que la conozco.
– Verás, en este preciso momento ha salido, pero estoy segura de que no tardará en volver.
– De acuerdo. La esperaré.
El hombre tomó asiento ante una mesa y echó un vistazo a su alrededor para contemplar el local, los cuadros, los bombones…, supongo que con placer y con cierta inquietud, como si no estuviera seguro de cómo sería recibido.
– ¿Y tú eres…?
– Bueno, simplemente un amigo.
Sonreí.
– Preguntaba cómo te llamas.
– Ah. -Tuve la certeza de que se sintió incómodo. Se metió las manos en los bolsillos para disimular el desasosiego, como si mi presencia hubiese desbaratado un plan tan complejo que resultaba imposible modificar-. Me llamo Roux.
Me acordé de la postal firmada «R». ¿Era nombre o apodo? Probablemente se trataba de un mote. «Voy hacia el norte. Pasaré si puedo…» En ese momento supe por qué lo había reconocido. Lo había visto junto a Vianne Rocher en una foto de Lansquenet-sous-Tannes publicada en el periódico.
– ¿Roux? -pregunté-. ¿Roux de Lansquenet? -El hombre afirmó con la cabeza-. Annie habla constantemente de ti.
Al oír ese comentario sus colores se encendieron como las bombillas de un árbol de Navidad y empecé a entender lo que Vianne había visto en un individuo como Roux. Thierry únicamente enciende los cigarros, aunque hay que reconocer que tiene dinero, lo que compensa casi todo lo demás.
– ¿Por qué no te relajas mientras preparo chocolate caliente?
Roux sonrió de oreja a oreja.
– Es mi preferido.
Preparé un chocolate fuerte, con azúcar morena y ron. Lo bebió, volvió a inquietarse, caminó del local al obrador y miró los cazos, los botes, los platos y las cucharas que componen el equipo con el que Yanne fabrica chocolate.
– Te pareces a ella -comentó finalmente.
– ¿En serio?
En realidad, no me parezco en nada, pero ya he notado que los hombres casi nunca ven exactamente lo que tienen delante. Una gota de perfume, el pelo largo y suelto, falda roja y zapatos de tacón: encantos tan sencillos que hasta un niño podría desentrañarlos, mientras que un hombre siempre se confunde.
– Dime… ¿Cuándo viste por última vez a Yanne?
Roux se encogió de hombros.
– Hace demasiado.
– Ya sé cómo son las cosas. Ten, prueba este bombón.
Lo coloqué junto a la taza; se trataba de una trufa recubierta de cacao en polvo, preparada según mi receta especial y marcada con el signo del cacto de Xochipilli, el dios extático, que siempre contribuye a soltar la lengua.
En lugar de comer el bombón lo hizo rodar por el plato. Fue un ademán que reconocí, pese a que me resultó imposible identificarlo. Esperaba que empezase a hablar, que es lo que la gente suele hacer conmigo, pero Roux se dio por satisfecho con guardar silencio, juguetear con la trufa y mirar la calle cada vez más oscura.
– ¿Te quedarás en París? -inquirí.
Roux se encogió nuevamente de hombros.
– Depende…
Lo miré con actitud inquisitiva, pero no se dio por aludido.
– ¿De qué depende? -pregunté por último.
Volvió a enarcar los hombros.
– Llega un momento en el que me harto de estar en el mismo lugar.
Le serví otro chocolate en taza de café. Comenzaba a fastidiarme su reserva que, más que reserva, parecía hosquedad. Hacía casi media hora que había entrado en la chocolatería. Pensé que, a menos que hubiese perdido mis dotes, para entonces ya tendría que haberlo sabido todo de él, pero ahí estaba, convertido en la encarnación de los problemas e insensible a mis insinuaciones.
Sentí que estaba a punto de perder la paciencia. Había algo relacionado con ese hombre, algo que necesitaba averiguar. Lo notaba tan cercano que me erizó el vello de la nuca pero, por otro lado…
Maldita sea, piensa.
Un río, una pulsera, un dije de plata con forma de gato… Pensé que no era eso, que no era lo correcto. Un río, una embarcación, Anouk, Rosette…
– No has probado el bombón -puntualicé-. Deberías catarlo. Por si no lo sabes, es una de nuestras especialidades.
– Ay, lo siento.
Cogió el bombón y la señal del cacto de Xochipilli brilló tentadoramente entre sus dedos. Se llevó la trufa a la boca, hizo una pausa, tal vez frunció el ceño por el olor acre del chocolate, el perfume oscuro y amaderado de la seducción…
Pruébame.
Saboréame.
Examíname…
En ese preciso instante, justo cuando estaba a punto de ser mío, en la puerta resonaron voces.
Roux soltó el bombón y se puso de pie.
Las campanillas tintinearon y se abrió la puerta.
– Vianne -dijo Roux.
En ese momento fue ella la que se quedó de piedra y lo miró; el color abandonó su cara y extendió las manos como si intentase evitar un choque letal.
A sus espaldas, Thierry permaneció desconcertado y tal vez percibió que algo iba mal, pero estaba demasiado ensimismado como para reparar en lo evidente. Junto a Yanne, Rosette y Anouk se encontraban de la mano; Rosette miraba fascinada y el rostro de Anouk se iluminó súbitamente…
Mientras tanto, Roux…
Roux lo observó todo: el hombre, la niña, la expresión consternada, el anillo que Vianne lucía en el anular… Vi que sus colores se difuminaban, mermaban y recuperaban ese tono azul de mechero de gas al mínimo.
– Lo lamento -se disculpó-. Tú ya me entiendes, pasaba por aquí con mi barco…
Me di cuenta de que no está acostumbrado a mentir. Su presunta ligereza sonó forzada y vi que apretaba los puños en los bolsillos del tejano.
Yanne se limitó a mirarlo con expresión impávida. No se movió ni sonrió; solo fue una máscara tras la cual vislumbré la turbulencia de sus colores.
Anouk salvó la situación al gritar:
– ¡Roux!
La tensión se hizo añicos. Yanne avanzó varios pasos con una sonrisa formada parcialmente por el miedo, la simulación y algo más que no logré reconocer.
– Thierry, se trata de un viejo amigo… -Se ruborizó seductoramente y, pese a que sus colores me indicaron lo contrario, el tono agudo de su voz pudo corresponder al entusiasmo de encontrarse con un viejo conocido. Su mirada se volvió brillante y ansiosa-. Roux, de Marsella, y… y Thierry, mi… hummm…
La palabra no pronunciada pendió entre ellos como una bomba.
– Roux…, encantado de conocerte.
¡Vaya con el otro mentiroso! La antipatía que Thierry experimenta ante ese hombre, ese intruso, es instantánea, irracional y totalmente instintiva. El intento de compensación adquiere la forma de una espantosa cordialidad bastante parecida a la que muestra con Laurent Pinson. Su voz resuena como la de Papá Noel, cuando le estrecha la mano los huesos crujen y dentro de un segundo no se le ocurrirá mejor idea que llamar mon pote al desconocido.
– ¿Así que eres amigo de Yanne? ¿Os dedicáis al mismo negocio? -Roux niega con la cabeza-. Me lo sospechaba, claro que no. -Thierry sonríe, se hace cargo de la juventud del otro y la compara con todo lo que él puede ofrecer. El ataque de celos amaina; lo noto en sus colores: el hilo gris azulado de la envidia se convierte en el tono cobrizo bruñido de la autosuficiencia-. Mon pote, ¿tomaremos una copa? -Ya está, no podía ser de otra manera-. ¿Qué tal un par de cervezas? Calle abajo hay una cafetería…
Roux menea la cabeza.
– Te lo agradezco, pero solo bebo chocolate.
Thierry se encoge de hombros para quitar importancia a ese alegre desdén. Cual un elegante anfitrión, sirve chocolate al intruso sin apartar la mirada de su rostro.
– ¿A qué te dedicas?
– A nada -responde Roux.
– ¿No trabajas?
– Claro que trabajo.
– ¿En qué? -insiste Thierry y esboza una sonrisa.
Roux también se encoge de hombros.
– Hago de todo un poco.
El regocijo de Thierry no conoce límites.
– ¿Has dicho que vives en un barco?
En realidad, lo ha dicho Anouk, pero Roux se limita a asentir y sonríe. Anouk es la única que parece alegrarse sinceramente de verlo, mientras Rosette lo estudia con total fascinación.
En ese momento veo lo que antes se me escapó. Las facciones de Rosette todavía no están definidas, pero posee los tonos de su padre, el cabello pelirrojo y los ojos entre grises y verdes, así como su inquietante temperamento.
Como es obvio nadie más se da por enterado, menos aún el propio Roux. Si he de hacer una suposición, diría que la falta de desarrollo físico y mental de Rosette lo ha llevado a suponer que es mucho más pequeña.
– ¿Te quedarás mucho tiempo en París? -pregunta Thierry-. Lo digo porque algunos podrían pensar que en la ciudad ya tenemos bastante gente que vive en botes. -Vuelve a reír, aunque de forma excesivamente estentórea. Roux se limita a mirarlo con expresión impasible-. De todos modos, si buscas trabajo no me vendría mal ayuda para reformar mi piso de la rue de la Croix, que está por allí… -Ladea la cabeza para mostrar la dirección-. Es un apartamento grande y muy bonito, pero hay que remodelarlo, enyesar las paredes, poner los suelos, decorarlo… Me gustaría tenerlo terminado dentro de tres semanas a fin de que Yanne y las niñas no se vean obligadas a pasar otras navidades aquí… -Con actitud protectora abraza a Yanne, que se aparta mudamente consternada-. Supongo que ya te has dado cuenta de que vamos a casarnos.
– Felicitaciones -responde Roux.
– ¿Estás casado?
Roux niega con la cabeza. Su rostro no transmite la más mínima emoción. Tal vez se produce un ligero chispazo en sus ojos, al tiempo que sus colores se iluminan con violencia incontenible.
– Bueno, si decides intentarlo, ven a verme -apostilla Thierry-. Te buscaré una casa. Es posible comprar una vivienda sorprendentemente adecuada más o menos por medio millón…
– Escucha, tengo que irme -lo interrumpe Roux.
Anouk protesta:
– ¡Pero si acabas de llegar!
La niña lanza una colérica mirada a Thierry, que no se da por enterado. Más que racional, su antipatía hacia Roux es visceral. Por su cabeza todavía no ha discurrido ni el menor atisbo de la verdad, pero lo cierto es que ya sospecha del forastero, no por algo que haya dicho o hecho sino, lisa y llanamente, por su pinta.
¿Qué pinta? Claro que sí, ya sabéis a qué me refiero. No tiene nada que ver con la ropa barata, el pelo demasiado largo o su torpeza social. Hay algo en él, algo ambiguo, algo semejante a lo que muestran los que han nacido sumidos en la pobreza. Parece un hombre capaz de todo: de falsificar una tarjeta de crédito, abrir una cuenta bancaria con un carnet de conducir robado como única documentación, conseguir una partida de nacimiento y hasta un pasaporte a nombre de alguien que ha muerto hace años o robar el hijo de una mujer y esfumarse como el flautista de Hamelín, sin dejar nada a su paso, salvo un montón de preguntas.
Como ya he dicho, parece la encarnación de mis problemas.
Sábado, 1 de diciembre
¡Ay, tío! Mejor dicho, hola, desconocido. Estaba allí, en medio de la chocolatería, como si hubiese pasado fuera una tarde en lugar de cuatro años; cuatro años con sus aniversarios y sus navidades prácticamente sin decir ni pío, jamás una visita y de repente…
– ¡Roux!
Quería estar enfadada con él. Me apetecía de verdad, pero el tono de voz no me lo permitió.
Grité su nombre más alto de lo que me proponía.
– Nanou, ya eres toda una mujer.
Su modo de decirlo contuvo cierta tristeza, como si lamentara que yo hubiese cambiado. Él era el mismo Roux de siempre: el pelo más largo, las botas más limpias y ropa distinta, pero el de siempre, con los hombros caídos y las manos en los bolsillos, postura que adopta cuando no quiere estar en un sitio; de todos modos, sonrió para demostrar que yo no tenía la culpa y estoy segura de que, si Thierry no hubiese estado presente, me habría cogido en brazos y hecho girar, como en los viejos tiempos en Lansquenet.
– No lo soy -puntualicé-. Tengo once años y medio.
– Para mí alguien de once años y medio es bastante grande. ¿Quién es la pequeña desconocida?
– Rosette.
– Rosette -repitió Roux.
Roux la saludó con la mano, pero Rosette no respondió de la misma manera ni se expresó con signos. Casi nunca se comunica con quienes no conoce; se limitó a observarlo con sus ojos felinos hasta que Roux desvió la vista.
Thierry le ofreció chocolate. A Roux siempre le ha gustado, incluso en los viejos tiempos. Lo bebió puro, con azúcar y ron, mientras Thierry le hablaba de negocios, de Londres, de la chocolatería y del apartamento…
¡Ah, sí, el apartamento…! Resulta que Thierry quiere arreglarlo y ponerlo guapo para cuando nos mudemos. Lo comentó en presencia de Roux: incluirá un dormitorio nuevo para Rosette y para mí, así como adornos nuevos, y quiere que esté a punto para Navidad porque así sus chicas estarán cómodas…
De todas maneras, hubo algo ruin en el modo de expresarlo. Ya se sabe; sonrió, pero no con los ojos; sonrió como hace Chantal cuando habla de su nueva iPod, de un vestido nuevo, de sus zapatos nuevos, o de su pulsera de Tiffany y yo estoy ahí y la escucho…
Roux estaba ahí, con cara de haber recibido una bofetada.
– Lo siento, pero tengo que irme -comunicó en cuanto Thierry cerró el pico-. Solo quería saber cómo estabais, pasaba por aquí de camino a otra parte…
Mentiroso, te has limpiado las botas, pensé.
– ¿Dónde te alojas?
– En un barco.
Esa respuesta tiene sentido. Las embarcaciones siempre le han gustado. Recordé la de Lansquenet, la que se quemó. También recuerdo la expresión que Roux puso cuando sucedió, la misma cara que se te queda cuando te has esforzado por conseguir algo que te importa realmente y alguien ruin te lo quita.
– ¿Dónde? -insistí.
– En el río -repuso Roux.
– Bien, chico -acoté, comentario que tendría que haberle hecho sonreír.
En ese momento me di cuenta de que no le había dado un beso ni un abrazo y me sentí mal porque, si lo hacía ahora, parecería que acababa de acordarme y sonaría a falso.
Por eso lo cogí de la mano, que estaba áspera y callosa por el trabajo.
Me pareció que se sorprendía y enseguida sonrió.
– Me gustaría ver tu embarcación.
– Puede que la veas -replicó Roux.
– ¿Es tan bonita como la última?
– Eso tendrás que decidirlo tú.
– ¿Cuándo?
Roux se encogió de hombros.
Mamá me miró con esa expresión que adopta cuando está molesta, pero no dice nada porque hay público. Respondió a Roux:
– Lo lamento, Roux. Si hubieras llamado para avisar que venías…, no te esperaba…
– Te escribí, envié una postal.
– Nunca llegó.
– Bueno. -Me di cuenta de que Roux no le creyó y también supe que mamá no consideró válida su respuesta. Roux es el peor escritor de cartas del mundo. Se propone escribir, pero nunca lo hace y, por si eso fuera poco, no le gusta hablar por teléfono. Por otro lado, envía cosas pequeñas por correo: una hoja de roble tallada y colgada de una cuerda, una piedra veteada que encontró a orillas del mar o un libro, a veces con una nota y casi siempre sin nada. Miró a Thierry y declaró-: Tengo que irme.
Sí, eso es, como si tuviese que acudir a otro sitio; precisamente Roux, que siempre hace lo que le viene en gana, que no permite que nadie le diga lo que tiene que hacer.
– Volveré -acotó Roux.
Ay, mentiroso.
De pronto me enfurecí tanto que estuve en un tris de hablar en voz alta: Roux, ¿por qué volviste? ¿Por qué te tomaste la molestia de regresar?
Se lo dije mentalmente, con mi voz espectral y con todas mis fuerzas, tal como el primer día había hablado con Zozie a la puerta de la chocolatería.
Cobarde, estás huyendo, espeté.
Zozie lo oyó y me miró, pero Roux se limitó a hundir un poco más las manos en los bolsillos del tejano y ni siquiera se despidió con un ademán antes de abrir la puerta y largarse sin volver la vista atrás. Thierry le pisó los talones, como un perro que va en pos de un intruso. No es que Thierry estuviera dispuesto a liarse a puñetazos con Roux, pero la mera idea me causó ganas de llorar.
Mamá estaba a punto de salir tras ellos, pero Zozie se lo impidió y aseguró:
– Iré yo. No pasará nada. Quédate aquí con Annie y Rosette.
Zozie se perdió en la oscuridad.
– Anouk, subid -ordenó mamá-. Enseguida me reuniré con vosotras.
Así fue como subimos y esperamos. Rosette se quedó dormida; al cabo de un rato oí subir a Zozie y unos minutos después a mamá, que subió de puntillas para no molestarnos. Al final me dormí, pero el sonido de las tablas sueltas de la habitación de mamá me arrancó del sueño un par de veces y supe que estaba despierta, de pie junto a la ventana, en medio de la oscuridad, atenta al sonido del viento y con la esperanza de que, aunque solo fuese por esta vez, nos dejara en paz.
Domingo, 2 de diciembre
Anoche encendieron la iluminación navideña. El barrio entero está iluminado; no han puesto luces de colores, sino blancas, como un seto de estrellas sobre la ciudad. En la place du Tertre, la de los artistas, han montado el belén tradicional, en el que el niño Jesús sonríe en medio de la paja, la madre y el padre contemplan a su hijo y los Reyes Magos ofrecen regalos. El nacimiento fascina a Rosette, que quiere verlo una y otra vez.
Bebé, expresa mediante signos. Vayamos a ver al bebé. De momento ha visitado el belén dos veces con Nico, una con Alice e incontables con Zozie, con Jean-Louis y Paupaul y, por descontado, con Anouk, que se muestra casi tan fascinada como la pequeña, y le cuenta la historia de que la niña (ya que en su versión ha cambiado de género) nació en un pesebre, en medio de una nevada, que los animales y los Reyes Magos fueron a visitarla y que incluso una estrella se detuvo en el firmamento…
– Porque era un bebé especial -explica Anouk para deleite de Rosette-. Era especial, como tú, que pronto también cumplirás años…
Adviento… Aventura… Ambas palabras apuntan a la llegada de algo extraordinario. Hasta ahora no había pensado en que se parecen; nunca celebré el calendario cristiano, ayuné, me arrepentí o confesé.
Bueno, casi nunca.
Cuando Anouk era pequeña celebrábamos Yule, el solsticio de invierno: encendíamos un fuego para ahuyentar la oscuridad, hacíamos coronas de acebo y muérdago, bebíamos sidra y cerveza con especias y frutas y comíamos castañas asadas en el brasero.
Después nació Rosette y todo volvió a cambiar. Desaparecieron las coronas de acebo, las velas y el incienso. Hoy vamos a la iglesia, compramos más regalos de los que podemos pagar, los depositamos bajo el árbol de plástico, vemos la televisión y nos angustiamos por la comida. Es posible que las luces navideñas parezcan estrellas, pero si las miras de cerca compruebas que son falsas y que pesadas guirnaldas de hilos y cables las sujetan en lo alto de las calles estrechas. La magia ha desaparecido… Vianne, ¿no era eso lo que querías?, pregunta una voz seca en mi imaginación, una voz que habla como mi madre, como Roux y ahora también como Zozie, que me recuerda a la Vianne que fui y cuya paciencia es casi un reproche.
Este año será distinto. A Thierry le encantan las tradiciones: la iglesia, el pavo, el pastel de chocolate…, no solo la celebración de las navidades, sino de todas las estaciones que hemos compartido y seguiremos compartiendo…
Nada de magia, desde luego. Bueno, ¿qué tiene de malo? Hay consuelo, seguridad, amistad y… y afecto. ¿Acaso no es suficiente para nosotras? ¿No hemos recorrido el otro camino? Criada toda la vida en la fascinación por los cuentos populares, ¿por qué me cuesta tanto creer en el final feliz? ¿Por qué, pese a que sé perfectamente adónde conduce, todavía sueño con seguir al flautista de Hamelín?
Envié a Anouk y a Rosette a la cama y salí a buscar a Roux y a Thierry. La tardanza fue mínima, como máximo de tres o cinco minutos, pero al salir a la calle llena de gente ya sabía que Roux no estaría y que se habría perdido por el laberinto de Montmartre. De todos modos, tenía que intentarlo. Me dirigí hacia el Sacré-Coeur… y, entre los grupos de visitantes y turistas, avisté la conocida figura de Thierry que, con las manos en los bolsillos y la cabeza echada hacia delante como un gallo de riña, descendía hacia la place Dalida.
Frené, giré a la izquierda por una calle adoquinada y me dirigí a la place du Tertre. No avisté a Roux. Se había ido. Claro que sí…, ¿para qué iba a quedarse? A pesar de todo, permanecí en la plaza, tiritando porque me había dejado el abrigo y atenta a los sonidos del Montmartre nocturno: la música de los clubes del pie de la colina, risas, pisadas, voces de niños que contemplan el belén, un músico ambulante que toca el saxofón, fragmentos de charla que el viento arrastra…
Fue su inmovilidad lo que al final llamó mi atención. Los parisinos son como bancos de peces: mueren si durante un segundo dejan de moverse. Él estaba allí, casi oculto en la luz arlequinada del letrero de neón rojo del ventanal de una cafetería. Esperaba en silencio, aguardaba algo. Me esperaba a mí…
Corrí por la plaza hacia Roux. Lo abracé y durante un instante temí que no reaccionase. Noté la tensión de su cuerpo, vi la arruga en su entrecejo… y bajo esa luz intensa me pareció un desconocido.
Entonces me abrazó, al principio con reticencia y luego con un ardor que se contradijo con sus palabras:
– Vianne, no deberías estar aquí.
Hay un hueco en la curva de su hombro izquierdo en el que mi frente encaja a la perfección. Volví a encontrarlo y apoyé la cabeza. Roux olía a noche, a aceite de motor, a cedro, a pachulí, a chocolate, a alquitrán, a lana y al perfume singular y único de su persona, algo tan esquivo y archiconocido como un sueño repetitivo.
– Lo sé -reconocí.
Por otro lado, no podía permitir que se fuese. Habría bastado una palabra, una advertencia, el ceño fruncido. Ahora estoy con Thierry. No la líes. Intentar dar a entender otra cosa sería inútil y doloroso y estaría condenado al fracaso. Claro que…
– Vianne, me alegro de verte.
Aunque suave, la voz de Roux fue curiosamente intensa.
Sonreí.
– Lo mismo digo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?
Un encogimiento de hombros de Roux transmite muchas cosas: indiferencia, desdén, desconocimiento e incluso humor. En este caso, sacó mi frente de su hueco y, con una sacudida, me devolvió a la realidad.
– ¿Saber de mí habría marcado la diferencia?
– Tal vez.
Volvió a encogerse de hombros.
– No tiene sentido. ¿Eres feliz aquí?
– Por supuesto.
Es lo que siempre he querido: la chocolatería, la casa y educación para las niñas; la vista desde mi ventana cada día y Thierry…
– Lo que ocurre es que jamás te imaginé aquí. Pensé que solo era una cuestión de tiempo, que un día te…
– ¿Que un día qué? ¿Que recobraría la sensatez? ¿Que viviría a salto de mata, de día en día y de un lugar a otro como tú y las demás ratas de río?
– Prefiero ser rata a pájaro enjaulado.
Me pareció que se enfadaba. Su tono siguió siendo suave, pero su entonación sureña se tornó más pronunciada, como suele ocurrir cuando se cabrea. Pensé que tal vez yo quería cabrearlo y obligarlo a entrar en una confrontación que nos dejaría exhaustos. Pensarlo fue doloroso, pero tal vez era cierto. Es posible que Roux también lo notase porque me miró y sonrió.
– ¿Y si te digo que he cambiado? -inquirió.
– No has cambiado.
– No lo sabes.
Claro que lo sé. Me duele el alma ver que es prácticamente el mismo de siempre. Soy yo la que ha cambiado. Mis hijas me han cambiado. Ya no puedo hacer lo que me da la gana y lo que quiero es…
– Roux, me alegro de verte, me alegro de que hayas venido, pero es demasiado tarde. Estoy con Thierry. Te aseguro que, cuando lo conoces, resulta encantador. Ha hecho tanto por Anouk y Rosette…
– ¿Estás enamorada?
– Roux, por favor.
– Te he preguntado si estás enamorada.
– Por supuesto.
Se encogió nuevamente de hombros, con deliberado desdén, antes de declarar:
– Felicitaciones, Vianne.
Dejé que se fuera. ¿Qué más podía hacer? Pensé que volvería, tenía que volver. De momento, no ha aparecido; tampoco ha dejado absolutamente nada, ni una dirección ni un número de teléfono, aunque lo cierto es que me sorprendería que Roux tuviese teléfono. Por lo que sé, jamás ha tenido ni siquiera un televisor porque, según dice, prefiere mirar el firmamento, espectáculo que jamás lo aburre y que nunca se repite.
Me pregunto dónde se aloja. Le dijo a Anouk que vivía en un barco. Lo más probable es que se trate de una gabarra que transporta mercancías Sena arriba. También es posible que haya comprado una barcaza barata, una cáscara de nuez, un desecho que repara en su tiempo libre, lo remienda y lo adapta a sus necesidades. Con los barcos Roux tiene una paciencia infinita, mientras que con las personas…
– Mamá, ¿Roux volverá hoy? -preguntó Anouk durante el desayuno.
Había esperado toda la noche para hablar. Lo cierto es que Anouk casi nunca toma la palabra impulsivamente; cavila, reflexiona y por último se expresa con actitud solemne y bastante cautelosa, como un detective de televisión que está a punto de desentrañar la verdad.
– No lo sé. Depende de él.
– ¿Quieres que vuelva?
La persistencia siempre ha sido una de las características más marcadas de Anouk.
Suspiré.
– Es difícil responder a esa pregunta.
– ¿Por qué? ¿Ya no te gusta? -Percibí desafío en su tono.
– No, Anouk, no es por eso.
– En ese caso, ¿a qué se debe?
Estuve a punto de echarme a reír. Anouk se las apaña para que todo parezca sencillo, como si nuestras vidas no fueran un castillo de naipes y cada decisión y elección estuviesen minuciosamente contrastadas con una multitud de otras elecciones y decisiones, como si las cartas no estuvieran precariamente apoyadas unas sobre otras y se inclinasen, se ladearan con cada suspiro…
– Escucha, Nanou. Sé que aprecias a Roux. Yo también. Me gusta mucho, pero tienes que recordar… -Busqué las palabras adecuadas-. Roux hace lo que quiere y siempre lo ha hecho. No permanece mucho tiempo en el mismo sitio. Todo eso me parece bien porque está solo, pero nosotras tres necesitamos algo más.
– Si viviéramos con él, Roux no estaría solo -replicó Anouk con gran sensatez.
Se me partió el alma, pero tuve que reírme. Por extraño que parezca, Roux y Anouk son muy parecidos. Ambos piensan en términos absolutos y son testarudos, reservados y terroríficamente resentidos.
Intenté explicárselo:
– Le gusta estar solo. Vive todo el año en el río, duerme al raso y ni siquiera se siente cómodo en una casa. Nanou, nosotras no podemos vivir así. Roux lo sabe y tú también.
Anouk me dirigió una mirada sombría y evaluadora.
– Thierry lo odia, lo he notado.
Digamos que, después de lo ocurrido anoche, nadie puede dejar de notarlo. Me refiero a su alegría exagerada y falsa, a su descarnado desdén y a sus celos. Me digo que ese no es Thierry. Seguramente hubo algo que lo alteró. ¿Tal vez la escena en La Maison Rose?
– Nou, Thierry no lo conoce.
– Thierry no nos conoce.
Nanou subió la escalera con un cruasán en cada mano y cara que parecía decir que ya seguiríamos hablando. Fui al obrador, preparé chocolate, me senté y dejé que se enfriase. Evoqué el mes de febrero en Lansquenet, con las mimosas en flor a orillas del Tannes y los gitanos del río con sus embarcaciones alargadas y estrechas, tantas y tan juntas que casi podías caminar por ellas y llegar a la otra orilla…
Un hombre estaba allí, sentado en solitario, y contemplaba el río desde la cubierta de su embarcación. No se diferenciaba mucho de los demás pero, por alguna razón, enseguida lo supe. Algunas personas brillan. Él pertenece a ese grupo. Incluso ahora, pese a todo el tiempo que ha pasado, vuelvo a sentirme atraída por esa llama. De no ser por Anouk y Rosette, probablemente anoche lo habría seguido. Al fin y al cabo, existen cosas peores que la pobreza, pero mis hijas se merecen algo mejor. Por eso estoy aquí. No puedo volver a ser Vianne Rocher, no puedo regresar a Lansquenet…, ni siquiera por Roux, ni siquiera por mí.
Seguía en el obrador cuando Thierry entró. Eran las nueve y todavía estaba oscuro; de afuera me llegaron los sonidos lejanos y amortiguados del tráfico y las campanadas de la pequeña iglesia de la place du Tertre.
Se sentó frente a mí y su abrigo despidió olor a cigarro y a bruma parisina. Permaneció medio minuto en silencio, estiró el brazo para cogerme de la mano y dijo:
– Lamento lo de anoche.
Levanté mi taza y miré el interior. Seguramente debí de hervir la leche, ya que sobre el chocolate frío había una telilla de nata. Pensé que había sido descuidada.
– Yanne… -añadió Thierry. Lo miré-. Lo lamento. Me sentía muy estresado. Quería que todo fuese perfecto. Deseaba que saliéramos a comer y luego pensaba hablarte del apartamento y contarte que he logrado reservar fecha para la boda…, fíjate bien…, para casarnos en la misma iglesia en la que mis padres contrajeron matrimonio…
– ¿Cómo?
Me apretó la mano.
– En Notre-Dame des Apotres. Será dentro de siete semanas. Hubo una cancelación y da la casualidad de que conozco al sacerdote…, hace tiempo trabajé para él…
– ¿De qué estás hablando? -lo interrumpí-. Asustas a mis hijas, eres descortés con un amigo mío, te largas sin decir palabra y ahora pretendes que me entusiasme con no sé qué de apartamentos y de la boda.
Thierry esbozó una sonrisa apenada.
– Lo lamento -se disculpó-. No es que me esté riendo de ti, pero…, pero me parece que todavía no te has acostumbrado al móvil, ¿eh?
– ¿Qué dices?
– Conecta el móvil.
Le hice caso y encontré un mensaje nuevo que había enviado la noche anterior a las ocho y media: «Te quiero con locura. No más excusas. Nos vemos mañana a las 9. Besos, Thierry».
– Ah -musité.
Thierry volvió a cogerme de la mano.
– Lamento profundamente lo que sucedió anoche. Tu amigo…
– Roux -precisé.
Movió afirmativamente la cabeza.
– Sé que parece ridículo, pero al ver que Annie y tú hablabais con él como si os conocierais desde hace años…, bueno, me recordó todo lo que no sé de ti. Me refiero a las personas de tu pasado, a los hombres que has querido… -Lo miré levemente sorprendida. En lo que a mi vida anterior se refiere, Thierry ha mostrado un extraordinario desinterés. Es una de las cosas que siempre me han gustado de él. Aprecio su falta de curiosidad-. Bebe los vientos por ti. Hasta yo me di cuenta.
Suspiré. Siempre pasa lo mismo: las preguntas y las indagaciones pletóricas de buenas intenciones y cargadas de recelo.
¿De dónde eres? ¿Adónde vas? ¿Has venido a visitar a tus parientes?
Creía que teníamos un trato: yo no menciono su divorcio y Thierry no habla de mi pasado. Da resultado…, mejor dicho, lo dio hasta ayer.
Roux, buen momento has escogido, pensé amargamente. Claro que Roux es como es. Ahora su voz resuena en mi mente como la del viento: Vianne, no te engañes. Aquí no puedes asentarte. Te crees a salvo en tu casita pero, como el lobo del cuento, yo sé que no es posible.
Fui al obrador a preparar chocolate. Thierry me siguió y, a causa del grueso abrigo, se movió con torpeza entre las pequeñas mesas y sillas.
– ¿Quieres que te hable de Roux? -pregunté y rallé el chocolate en el cazo-. Verás, lo conocí cuando estaba en el sur. Durante una temporada tuve una chocolatería en un pueblo próximo al Carona. Roux vivía en una barcaza, navegaba de un pueblo a otro y hacía de todo un poco: trabajos de carpintería, techos, recolección de fruta. Trabajó un par de veces para mí. Hacía más de cuatro años que no lo veía. ¿Satisfecho?
Thierry se mostró avergonzado.
– Perdona, Yanne. Mi actitud ha sido ridícula. Obviamente, no pretendía interrogarte. Te prometo que no volverá a ocurrir.
– Jamás imaginé que fueras celoso -aseguré e incorporé una vaina de vainilla y una pizca de nuez moscada.
– No lo soy y, para demostrártelo… -Apoyó las manos en mis hombros y me obligó a mirarlo-. Yanne, escúchame. Es amigo tuyo y resulta evidente que necesita dinero. Dado que realmente quiero que el apartamento esté terminado para Navidad y, puesto que ya sabes lo difícil que es contratar a alguien en esta época del año, se me ocurrió ofrecerle el trabajo.
Le clavé la mirada.
– ¿Se lo has dicho?
Thierry sonrió.
– Si lo prefieres, considéralo una penitencia. Es mi modo de demostrarte que mi yo verdadero no es ese hombre celoso con el que anoche te topaste. Y hay algo más… -Se llevó la mano al bolsillo del abrigo-. Te he traído una tontería. Pretendía ser un regalo de compromiso, pero…
Las tonterías de Thierry siempre son lujosas: un ramo con cuatro docenas de rosas, joyas de Bond Street, pañuelos de Hermès. Tal vez un pelín convencionales, pero Thierry es así: previsible hasta la médula.
– ¿Cómo?
Me entregó un paquete delgado, poco más grueso que un sobre acolchado. Lo abrí y encontré un portadocumentos de piel con cuatro billetes de avión en primera para volar a Nueva York el 28 de diciembre.
Me quedé con la mirada fija en los billetes.
– Te encantará -aseguró Thierry-. Es el único sitio del mundo donde merece la pena recibir el Año Nuevo. He reservado habitaciones en un gran hotel…, a las niñas les gustará, habrá nieve, música, fuegos artificiales… -Me abrazó con todas sus fuerzas-. Ay, Yanne, me muero de ganas de mostrarte Nueva York…
A decir verdad, yo ya había estado en la ciudad. Allí murió mi madre, en una calle ajetreada, frente a una tienda de exquisiteces italianas, un cuatro de julio. Entonces hacía calor y brillaba el sol. En diciembre hará frío. En diciembre la gente muere de frío en Nueva York.
– Pues no tengo pasaporte -comenté lentamente-. Mejor dicho, lo tenía, pero…
– ¿Está caducado? Yo lo arreglaré.
En realidad, está algo más que caducado. Está a otro nombre, el de Vianne Rocher, y me pregunté cómo explicarle que la mujer de la que se ha enamorado es otra persona.
Claro que tampoco podía ocultarlo. La escena de la víspera me ha enseñado algo: Thierry no es tan previsible como imaginaba. La mentira es como la mala hierba y, si no se corta de raíz, lo invade todo, corroe, se extiende y asfixia hasta que al final no queda más que una sarta de falsedades…
Thierry estaba muy cerca, con los ojos azules encendidos por… por la ansiedad o tal vez por otra cosa. Despedía un olor ligeramente reconfortante, como a hierba segada, libros viejos, savia de pino o pan. Acortó un poco más las distancias, me abrazó, apoyó mi cabeza en su hombro (momento en el que pregunté dónde estaba ese pequeño hueco que parecía hecho exclusivamente para mí) y me resultó tan conocido, tan seguro…, aunque esta vez también percibí cierta tensión. La sentí como cables con carga eléctrica a punto de rozarse…
Sus labios encontraron los míos. Volví a notar esa carga; fue como si entre nosotros hubiera estática, en parte placentera y otro tanto desagradable. Me di cuenta de que pensaba en Roux. Maldito seas, ahora no. Ese beso persistente… Me aparté.
– Escucha, Thierry, tengo algo que decirte.
Me miró.
– ¿Qué tienes que decirme?
– El nombre que figura en mi pasaporte, el mismo que daré en el Registro Civil… -Respiré hondo-. No es el que uso ahora. Me lo he cambiado. Se trata de una larga historia. Tendría que habértela explicado, pero…
Thierry no me dejó continuar.
– Carece de importancia. No quiero explicaciones. Todos tenemos cosas de las que preferimos no hablar. Para mí que te hayas cambiado el nombre no tiene importancia. Eres tú quien me interesa, me da igual si te llamas Francine, Marie-Claude o, Dios no lo permita, Cunégonde.
Esbocé una sonrisa.
– ¿Hablas en serio?
Thierry meneó la cabeza.
– Prometí que no te haría preguntas. El pasado es el pasado. No tengo por qué saberlo, a menos que estés a punto de decirme que antes eras hombre o algo por el estilo.
Me reí.
– En ese aspecto, no existe el menor riesgo.
– Creo que voy a comprobarlo, solamente para cerciorarme.
Thierry cruzó las manos a la altura de mi talle. Su beso fue más intenso y exigente, pese a que nunca hace demandas. Su cortesía chapada a la antigua es una de las características que siempre me han atraído, si bien hoy se muestra ligeramente distinto: intuyo un esbozo de pasiones apenas contenidas, de impaciencia, de anhelo de algo más. Durante unos segundos me dejo llevar por la situación y Thierry desliza las manos por mi cintura y mis pechos. Hay algo puerilmente voraz en la forma en la que me besa los labios y la cara, como si intentase reclamar como propia mi persona, al tiempo que no cesa de susurrar: «Te quiero, Yanne; te deseo, Yanne…».
Reí a medias e intenté respirar.
– Aquí no. Son más de las nueve y media.
Thierry dejó escapar un cómico gruñido de oso.
– ¿Crees que estoy dispuesto a esperar seis semanas?
Sus extremidades también semejaron las de un oso y me estrechó con fuerza; olía a sudor almizcleño y a cigarro; de repente y por primera vez en nuestra larga amistad nos imaginé haciendo el amor, desnudos y sudados entre las sábanas, y me sorprendió el espasmo de repugnancia que la idea me provocó…
Apoyé las manos en su pecho.
– Thierry, por favor… -El constructor mostró los dientes-. Zozie llegará en cualquier momento…
– En ese caso, subamos antes de que se presente.
Yo ya me había quedado sin aliento. El olor a sudor se intensificó y se mezcló con el aroma a café, a lana virgen y a cerveza de la noche anterior. Dejó de resultarme reconfortante, pues evoca imágenes de bares llenos a rebosar, escapadas por los pelos y desconocidos ebrios en plena noche. Las manos de Thierry son impacientes, como losas, presentan manchas de pigmentación y están recubiertas de vello.
Me puse a pensar en las manos de Roux: en sus hábiles dedos de ratero y en el aceite de motor bajo las uñas.
– Yanne, subamos.
Prácticamente me empujó por el local. Tenía la mirada encendida de expectación. De pronto me habría gustado protestar, pero es demasiado tarde. Pensé que ya no había vuelta atrás y lo seguí hacia la escalera…
Estalló una bombilla que sonó como un petardo.
Sobre nuestras cabezas cayó una lluvia de vidrio pulverizado.
Arriba se produjo un sonido: Rosette estaba despierta. El alivio me llevó a temblar.
Thierry lanzó una maldición.
– Tengo que ver a Rosette -afirmé.
Thierry emitió un ruido que no fue precisamente una carcajada. Me dio un último beso… y el momento pasó. Con el rabillo del ojo vislumbré algo dorado que brillaba en la penumbra, tal vez un rayo de sol o un reflejo…
– Thierry, tengo que ver a Rosette.
– Te quiero -insistió.
Ya lo sé.
Eran las diez y Thierry acababa de marcharse cuando entró Zozie, envuelta en el abrigo, con botas de plataforma color púrpura y una gran caja de cartón. Esta parecía pesar y vi que Zozie estaba algo arrebatada cuando, con gran cuidado, la depositó en el suelo.
– Lamento haber llegado tarde -se disculpó-. Lo que traigo es pesado.
– ¿Qué es? -quise saber.
Zozie sonrió, se dirigió al escaparate y retiró los zapatos rojos que durante las dos últimas semanas lo habían adornado.
– He pensado que toca un cambio. ¿Qué te parece si montamos un nuevo escaparate? Ya sabías que este no era permanente y, además, echo de menos los zapatos.
– Por supuesto -respondí y sonreí.
– Compré todo esto en el marché aux puces. -Señaló la caja de cartón-. Se me ha ocurrido una idea y me gustaría ponerla en práctica.
Miré la caja y enseguida a Zozie. Todavía abrumada por la visita de Thierry, la reaparición de Roux y las complicaciones que sabía que desencadenaría, la inesperada amabilidad de ese gesto sencillo me puso al borde de las lágrimas.
– Zozie, no tenías por qué hacerlo.
– No digas tonterías. Lo hago porque me gusta. -Me observó atentamente-. ¿Hay algún problema?
– Bueno, tiene que ver con Thierry. -Intenté sonreír-. Los últimos días su comportamiento ha sido muy raro.
Zozie se encogió de hombros.
– ¿Qué quieres que te diga? No me sorprende. Te va bien. Las ventas han subido y por fin la situación se encarrila a tu favor.
La miré con el ceño fruncido.
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que Thierry todavía quiere ser Papá Noel, el Príncipe Azul y el rey generoso a la vez -replicó Zozie con toda la paciencia del mundo-. Estuvo bien mientras luchabas por salir adelante, ya que te invitó a cenar, te vistió y te colmó de regalos, pero ahora eres distinta. Ya no necesitas ahorrar. Alguien se llevó a su Cenicienta y puso en su lugar a una mujer de carne y hueso y tiene problemas para asimilarlo.
– Thierry no es así -lo defendí.
– ¿Estás segura?
– Bueno, tal vez un poco -reconocí y sonreí.
Zozie rió y yo con ella, aunque me sentí un tanto avergonzada. Está claro que Zozie es muy observadora. Me pregunté si no tendría que haberlo visto con mis propios ojos.
Zozie abrió la caja de cartón.
– ¿Por qué no te tomas el día de hoy con calma? Echa la siesta o juega con Rosette. No te preocupes. Si se presenta te avisaré.
Ese comentario me sobresaltó.
– Si se presenta, ¿quién?
– Vamos, Vianne, ya está bien…
– ¡No me llames así!
Zozie esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
– Roux, está clarísimo. ¿A quién crees que me refería, al Papa?
Sonreí sin ganas.
– Hoy no vendrá.
– ¿Por qué estás tan segura?
Le conté lo que Thierry había dicho sobre el apartamento, sobre su decisión de que estuviéramos instaladas allí en Navidad, sobre los billetes de avión a Nueva York, sobre la oferta de trabajo que le había hecho a Roux en la rue de la Croix…
Zozie se mostró sorprendida.
– ¿Qué respondió? Si la acepta, sin duda necesita dinero. No creo que lo haga por amor.
Meneé la cabeza.
– ¡Qué lío! ¿Por qué no avisó que pensaba venir? Habría manejado la situación de otra manera. Al menos me habría preparado…
Zozie tomó asiento ante la mesa del obrador.
– Es el padre de Rosette, ¿no?
No respondí y le volví la espalda para encender los hornos. Tenía pensado hacer galletas de jengibre de las que se cuelgan en el árbol de Navidad, galletas brillantes, escarchadas y atadas con cintas de colores…
– Claro que es asunto tuyo -prosiguió Zozie-. ¿Lo sabe Annie? -Con la cabeza hice un gesto negativo-. ¿Alguien lo sabe? ¿Lo sabe Roux?
De pronto me quedé sin fuerzas y tuve que sentarme; me sentí como una marioneta a la que Zozie había cortado los hilos, por lo que me convertí en un enredo sin voz, impotente e inmovilizada.
– Ahora no puedo decírselo.
– Verás, tonto no es. Lo deducirá…
Agité la cabeza en silencio. Es la primera vez que tengo motivos para agradecer que Rosette sea distinta… Con casi cuatro años todavía parece una cría de dos y medio y se comporta como tal, por lo que deseo pensar que tal vez no se dé cuenta.
– Es demasiado tarde. Tal vez hace cuatro años, pero…, pero ahora no puedo decírselo.
– ¿Por qué? ¿Os peleasteis?
Se expresa como Anouk. De pronto me encontré intentando explicar también a Zozie que las cosas no son tan simples, que las casas deben ser de piedra porque, cuando aúlla el viento, solo la roca sólida impide que salgamos volando…
¿Para qué fingir?, pregunta él en mi mente. ¿Qué es lo que te lleva a tratar de encajar? ¿Qué tienen estas personas como para que quieras parecerte a ellas?
– No, no nos peleamos. Simplemente…, simplemente cada uno siguió su camino.
En mi imaginación surge una imagen repentina e inquietante: el flautista de Hamelín y los niños que lo siguen…, salvo el cojo, que se queda solo cuando la montaña se cierra tras el paso del músico…
– ¿Qué pasa con Thierry?
Me pareció una pregunta interesante. ¿Sospecha algo? Thierry tampoco es tonto, pero tiene una especie de ceguera que podría ser arrogancia, confianza o una mezcla de ambas. Por otro lado, desconfía de Roux. Anoche lo noté en su mirada calculadora, en el rechazo instintivo que el firme urbanita siente por el trotamundos, el gitano, el viajero…
Vianne, tú eliges a tu familia, pensé.
– Supongo que ya has tomado una decisión.
– Es la correcta, estoy segura de que lo es.
Me percaté de que Zozie no me creyó, como si pudiera verlo en el aire que me rodeaba, al igual que el algodón de azúcar que se adhiere al huso. Claro que existen múltiples formas de amor, y cuando el afecto ardiente, egoísta y colérico se consume, hemos de dar las gracias a todos los dioses por los hombres como Thierry, por esos individuos seguros y poco imaginativos que consideran que la palabra «pasión» solo existe en los libros, lo mismo que «magia» y «aventura».
Zozie siguió mirándome con su paciente sonrisa a medias, como si esperase que dijera algo más. Al ver que guardaba silencio, se encogió de hombros y me ofreció el plato con bizcochitos de harina de almendras. Los prepara igual que yo; deja el chocolate lo bastante fino como para que se parta, pero lo suficientemente grueso para resultar satisfactorio; el puñado de uvas pasas gordas es generoso y añade una nuez, una almendra, una violeta o una rosa escarchada.
– Pruébalos. Quiero que me des tu opinión.
El aroma a pólvora del chocolate se elevó desde el platillo de bizcochitos de harina de almendras, con todo su olor a verano y a tiempo perdido. Él había sabido lo que era el chocolate la primera vez que lo besé, el aroma a hierba húmeda había ascendido desde el suelo en el que habíamos yacido uno al lado del otro, sus caricias habían sido inesperadamente delicadas y su pelo se pareció a las caléndulas de estío bajo la luz mortecina…
Zozie todavía sujetaba el plato con bizcochitos de harina de almendras. Es de cristal de Murano azul y a un lado tiene una florecilla dorada. No es más que una tontería, pero lo aprecio. Roux me lo regaló en Lansquenet y, cual una piedra de toque, desde entonces me ha acompañado, ya fuera en el equipaje o en el bolsillo.
Levanté la cabeza y vi que Zozie me observaba. Sus ojos habían adquirido un tinte azul, lejano y de cuento de hadas, como algo que ves en sueños.
– ¿No se lo dirás a nadie?
– Por supuesto. -Cogió delicadamente un bombón y me lo ofreció: untuoso chocolate oscuro, uvas pasas remojadas en ron, vainilla, rosa y canela…- Vianne, pruébalo -añadió sonriente-. Por casualidad sé que son tus preferidos.
Lunes, 3 de diciembre
Yo misma digo que hoy ha sido una buena jornada. La mayor parte de mi trabajo es un acto de juegos malabares: una serie de pelotas, cuchillos y teas encendidas que hay que mantener en el aire tanto como sea posible…
Me llevó un tiempo estar segura de Roux. Es tan afilado que corta, manejarlo requiere mucho empeño y cuidado y me costó lo mío convencerlo de que se quedase. El sábado por la noche me las apañé para retenerlo y, con la ayuda de unas pocas palabras de aliento, hasta ahora he conseguido mantenerlo a raya.
Tengo que decir que no fue nada fácil. Su primer impulso consistió en emprender el regreso al lugar del que había venido y no aparecer nunca más. No tuve necesidad de mirar sus colores para saberlo; lo noté en su rostro cuando, con el pelo en los ojos y las manos ferozmente hundidas en los bolsillos, bajó por la colina. Thierry también lo seguía y tuve que allanar el terreno con un ensalmo que lo hizo tropezar; aproveché esos segundos para alcanzar a Roux y sujetarlo del brazo.
– Roux, no puedes irte. Hay cosas que no sabes.
Sacudió el brazo hasta que aparté la mano y no aminoró el paso.
– ¿Qué te hace suponer que quiero saberlas?
– Estás enamorado de ella -respondí. Roux se encogió de hombros y siguió andando-. Debes saber que ha recapacitado y no sabe cómo explicárselo a Thierry.
Entonces me prestó atención. Aflojó el paso y aproveché la oportunidad para trazar en su espalda la señal de la garra del Uno Jaguar; ese cántico tendría que haberlo matado, pero Roux lo rechazó instintivamente.
– Oye, para -le pedí, pues me sentía impotente. Me lanzó una reconcentrada mirada-. Tienes que darle tiempo.
– ¿Para qué?
– Para que decida qué es lo que realmente quiere.
Roux había dejado de caminar y prestaba atención con renovada intensidad. Experimenté un escalofrío de contrariedad porque era evidente que solo tenía ojos para Vianne; me dije que más adelante ya me ocuparía de ese asunto. De momento lo necesitaba aquí. Luego se lo haría pagar como me diese la gana.
Simultáneamente, Thierry se había incorporado y avanzaba hacia nosotros.
– Ahora no hay tiempo -advertí-. Nos vemos el lunes después del trabajo.
– ¿Qué trabajo? -preguntó Roux, y se echó a reír-. ¿Crees que voy a trabajar para él?
– Más te vale si quieres mi ayuda.
Tras esas palabras, apenas tuve tiempo de reunirme con Thierry. A diez metros de distancia y enorme con el abrigo de cachemira, el constructor me miró furioso y contempló a Roux, que se encontraba detrás de mí, con la ferocidad de un descomunal oso de peluche con botones negros por ojos que, de repente, se vuelve pícaro.
– La has fastidiado -dije con tono bajo-. ¿Qué te llevó a actuar así? Yanne está muy afectada.
Thierry se erizó.
– ¿Qué hice? No fue más que…
– Lo que hiciste no tiene importancia. Puedo ayudarte, pero tienes que ser amable. -A la desesperada, tracé la señal de la señora de la Luna de Sangre con la yema de los dedos. Pareció tranquilizarse porque se mostró consternado. Volví a marcarlo, en esta ocasión con el signo magistral del Uno Jaguar, y vi que sus colores se apaciguaban ligeramente. Llegué a la conclusión de que es mucho más llevadero que Roux y coopera más. Le expliqué el plan con pocas palabras-. Es muy sencillo. No puedes perder. Parecerás muy generoso. Tendrás la ayuda que necesitas para reformar el apartamento, verás más a Yanne y, por si eso fuera poco… -volví a bajar la voz-, así podrás vigilarlo…
Ese comentario resolvió la cuestión. Sabía que sería así. Esa deliciosa combinación de vanidad, recelo y absoluta confianza en sí mismo… Apenas necesito encantos, ya que él los aporta todos.
Pues sí, casi podría decir que Thierry me agrada. Es muy reconfortante y previsible y carece de bordes aguzados. Lo mejor consiste en que se deja encantar fácilmente; bastan una sonrisa o una palabra para que sea totalmente mío. Eso lo diferencia de Roux, el de la boca fruncida y la mirada de desconfianza permanente…
¡Maldición!, pensé. ¿Qué me pasa? Me parezco a Vianne, hablo como ella… Ese hombre tendría que haber sido una persona fácil de convencer, pero algunos individuos son más resistentes que otros y, de momento, mis cálculos han fracasado. Claro que puedo esperar…, al menos unos días. Si los encantos no dan resultado apelaré a la química.
Atenta al reloj, hoy aguardé impaciente la hora de cerrar. El día me pareció interminable, pero fue bastante agradable. En la calle, la lluvia se convirtió lentamente en niebla, la gente se movió como los seres que pueblan los sueños y ocasionalmente se detuvo a mirar sin ver demasiado bien el escaparate, montado a medias, que resplandece en Le Rocher de Montmartre como un espectáculo de linterna mágica.
Nunca debemos subestimar el poder de un escaparate. Solemos decir que los ojos son el espejo del alma, y los escaparates deberían ser los ojos de las tiendas y brillar prometedora y deliciosamente. El anterior era bastante bonito gracias a mis zapatos rojos llenos de bombones, pero soy consciente de que la Navidad se acerca a pasos agigantados y debemos encontrar algo más interesante que los tacones para atraer a los clientes.
De modo que nuestro escaparate se ha convertido en un calendario de Adviento, rodeado de retazos de seda e iluminado con un único fanal amarillo. El calendario propiamente dicho está fabricado con una vieja casa de muñecas que compré en el marché aux puces. Es demasiado antigua para llamar la atención de los niños y está demasiado decrépita para interesar a los coleccionistas; era exactamente lo que buscaba; tiene el tejado despegado y la fachada agrietada y reparada con cinta adhesiva.
Es grande, lo bastante grande como para ocupar el escaparate; el tejado está inclinado y biselado y la fachada, pintada, presenta cuatro paneles que se levantan y permiten ver el interior. De momento, los paneles están cerrados y he colocado postigos en las ventanas, detrás de los cuales vislumbramos la reconfortante luz dorada del interior.
– ¡Caramba! -exclamó Vianne cuando vio mi trabajo-. ¿Qué es? ¿Un nacimiento?
Sonreí.
– No exactamente. Se trata de una sorpresa.
Por eso hoy trabajé tan rápido como pude y, con ayuda de un trozo grande de seda de sari roja y dorada, tras el cual tendría lugar la transformación, protegí el escaparate de las miradas de los curiosos.
Comencé por el paisaje. Alrededor de la casa construí un jardín en miniatura, un lago con una tira de seda azul y patitos de chocolate que flotaban encima, un río y un sendero de cristales de azúcar coloreados, bordeado de árboles y arbustos fabricados con papel de seda y limpiapipas; espolvoreé el conjunto con nieve de azúcar en polvo y ratones multicolores, también de azúcar, salían corriendo de la casa de Adviento como seres de un cuento de hadas…
Montar la escena me llevó casi toda la mañana. Poco antes de las doce, Nico se presentó con Alice; parece que se han vuelto inseparables; se detuvo a admirar el escaparate y compró una caja de macarrones mientras, con los ojos abiertos como platos, Alice me veía tapar las reparaciones y las mejoras de la fachada de la casa con una manga de boquilla fina llena de azúcar en polvo.
– ¡Es maravilloso! -aseguró Alice-. Ha quedado mejor que el de Galeries Lafayette.
Debo reconocer que se trata de una creación espléndida. En parte casa y otro tanto pastel, con tiras de azúcar en las ventanas, gárgolas de azúcar en el tejado, columnas de azúcar junto a las puertas y una bonita y fina capa de nieve en cada alféizar y en los sombreros biselados de las chimeneas.
A la hora de comer pedí a Vianne que viniese a verlo.
– ¿Te gusta? -pregunté-. Todavía no está terminado, pero…, pero me interesa conocer tu opinión.
Durante un rato no dijo nada, si bien sus colores me transmitieron lo que quería saber y se encendieron tanto que casi llenaron el local. ¿Hubo lágrimas en sus ojos? Sí, me pareció que sí.
– Es fabuloso -declaró-, lisa y llanamente fabuloso.
Mostré falsa modestia.
– Bueno, ya está bien…
– Zozie, hablo en serio. No te puedes imaginar lo mucho que me has ayudado.
Me dio la sensación de que estaba perturbada. No podía ser de otra manera; la señal de Ehecatl es poderosa, sobre todo si hablamos de viajes, cambios y viento; seguramente percibe que opera a su alrededor, puede que a esta altura incluso en su interior, ya que mis bizcochitos de harina de almendras son especiales en más de un sentido; las sustancias químicas del signo se mezclan con las suyas, mutan, se tornan volátiles…
– Ni siquiera recibes un sueldo decente.
– Págame en especies -propuse y sonreí-. Por ejemplo, con todos los bombones que sea capaz de comer.
Vianne meneó la cabeza, frunció el ceño y pareció prestar atención a algo del exterior, pero la niebla amortiguó los sonidos.
– Es tanto lo que te debo… -añadió finalmente-. Nunca he hecho nada por ti…
Vianne calló, como enmudecida por un ruido o una idea fantástica. Se quedó fugazmente sin habla. Sin duda, también tiene que ver con los bizcochitos de harina de almendras; son sus preferidos y deben de recordarle épocas más felices…
– ¡Ya lo tengo! -gritó y su expresión se animó-. Puedes venirte a vivir aquí, con nosotras. Las habitaciones de madame Poussin están vacías. Ahora nadie las utiliza. No es nada del otro mundo, pero me parece mejor que un hostal. Vivirás con nosotras, comerás con nosotras… Las niñas estarán encantadas… No necesitamos ese espacio… y en Navidad, cuando nos vayamos…
Demudó ligeramente la expresión.
– Solo seré un estorbo -opiné y meneé la cabeza.
– Por supuesto que no, te lo garantizo. Trabajaremos a toda hora. Nos harás un favor…
– ¿Qué pasa con Thierry?
– ¿Qué pasa con él? -inquirió Vianne con tono desafiante-. Al fin y al cabo, haremos lo que quiere cuando nos mudemos a la rue de la Croix. ¿Por qué no puedes alojarte con nosotras hasta entonces? Cuando nos vayamos te encargarás de la tienda. Te ocuparás de que todo funcione. Además, fue prácticamente lo que aconsejó Thierry, dice que necesito una encargada…
Fingí que lo pensaba. ¿Thierry comienza a perder la paciencia?, me pregunté. ¿Ya ha revelado a Vianne su faceta más salvaje? Debo reconocer que lo sospechaba y, como Roux ha vuelto a hacer acto de presencia, Vianne necesita mantenerlos a distancia hasta que tome una decisión…
Una carabina, eso es exactamente lo que Vianne necesita. ¿Existe mejor opción que su amiga Zozie?
– Apenas me conoces -respondí finalmente-. Yo podría ser cualquier…
Vianne rió.
– No, es imposible. Chica, no te enteras de nada, pensé y sonreí.
– Está bien -accedí-. Trato hecho.
Volví a estar dentro.
Martes, 4 de diciembre
Ya está arreglado. Se mudará a vivir a la chocolatería. Jean-Loup diría que es genial. Ayer trajo sus pertenencias, mejor dicho, las cuatro cosas que tiene. Nunca había visto a nadie que viajase tan ligero de equipaje, salvo mamá y yo en los tiempos en los que surcábamos los caminos. Dos maletas: una llena de zapatos y la otra con el resto. Tardó diez minutos en deshacer el equipaje y tengo la sensación de que siempre ha estado aquí.
Su habitación sigue ocupada por los anticuados muebles de madame Poussin: mobiliario de vieja, con un armario estrecho que huele a naftalina y una cómoda llena de sábanas que rascan. Las cortinas son en marrón y crema y el estampado es de rosas; hay una cama hundida con cabecero de crin y un espejo manchado que crea la sensación de que quien se mira tiene la peste. Es un cuarto de vieja, aunque confío en que Zozie lo embellecerá en un abrir y cerrar de ojos.
Anoche la ayudé a deshacer el equipaje y le di una de las bolsitas de sándalo de mi armario para ayudar a desvanecer el olor a anciana.
– Te lo agradezco -comentó sonriente mientras colgaba la ropa en el viejo armario-. He traído cosas para alegrar la habitación.
– ¿Qué cosas?
– Ya las verás.
Pusimos manos a la obra. Mientras mamá preparaba la cena y yo llevaba a Rosette a visitar el belén por enésima vez, Zozie arregló el cuarto de arriba. Tardó menos de una hora; más tarde, cuando subí a verlo, estaba irreconocible. Las cortinas de vieja, de estampado marrón, habían sido sustituidas por un par de grandes cuadrados de tela de sari, uno rojo y el otro azul. Zozie utilizó otro trozo de seda, en este caso morado y surcado de hilos plateados, para tapar la colcha peluda de vieja y sobre la repisa, en la que había alineado los zapatos como si fuesen adornos colocados encima de la chimenea, colgó una sarta doble de bombillas de colores.
También puso una alfombra de tela y una lámpara, en la parte inferior de cuya pantalla colgó todos sus pendientes; con chinchetas clavó uno de sus sombreros en la pared, en el mismo sitio en el que antes había habido un cuadro; detrás de la puerta colgó una bata de seda china y alrededor del espejo apestado enganchó una sucesión de mariposas adornadas con piedras brillantes, como las que a veces luce en el pelo.
– ¡Caray! -exclamé-. Esta habitación me encanta.
También me gustó el olor, un aroma dulzón y a iglesia que, por algún motivo, me recordó Lansquenet.
– Nanou, es incienso -explicó Zozie-. Siempre lo quemo en mi habitación.
Era incienso de verdad, del que se quema sobre las brasas. Mamá y yo solíamos emplearlo, aunque ahora ya no lo hacemos. Tal vez se debe a que ensucia demasiado; de todas maneras, huele muy bien y, por si eso fuera poco, el desorden de Zozie parece tener más sentido que la idea que los demás tenemos del orden.
Zozie extrajo una botella de granadina del fondo de la maleta, bajamos y celebramos una fiesta. Hubo pastel de chocolate y helado para Rosette y cuando llegó la hora de irme a la cama era casi medianoche, Rosette se había dormido en un puf y mamá recogía los platos. En ese momento miré a Zozie, con su pelo largo, la pulsera con los pequeños dijes y los ojos encendidos como luces de colores y fue como volver a ver a mamá tal como había sido en Lansquenet, en los tiempos en los que todavía era Vianne Rocher.
– ¿Qué opinas de mi casa de Adviento?
Es el nuevo escaparate, el que compensa la pérdida de los zapatos de caramelo. Se trata de una casa y al principio supuse que se convertiría en un nacimiento, como el que han montado en la place du Tertre, con el niño Jesús, los Reyes, la familia y los amigos del pequeño. En realidad, es aún mejor si cabe. Al igual que en los cuentos, se trata de una casa mágica situada en un bosque encantado. Cada día habrá una escena distinta que se verá al abrir una de las puertas. Hoy le tocó el turno al flautista de Hamelín, y la historia discurre básicamente en el exterior de la casa, con ratones de azúcar rosados, blancos, verdes y azules en lugar de ratas, el flautista construido con una pinza de madera de las que se usan para tender la ropa, el pelo pintado de rojo y en la mano una cerilla que cumple la función de flauta; con la música conduce a los ratones de azúcar hacia un río de seda…
En el interior de la casa, asomado a la ventana de un dormitorio, se encuentra el alcalde de Hamelín, el mismo que no quiso pagar al flautista. También está hecho con una pinza; luce una camisa de dormir fabricada con un pañuelo y un gorro de dormir de papel, la cara está dibujada con rotulador y, a causa de la sorpresa, tiene la boca totalmente abierta.
No sé por qué pero, con el pelo rojo y la ropa raída, el flautista de Hamelín me recuerda a Roux, mientras que el alcalde avaro me hace pensar en Thierry. Llegué a la conclusión de que, al igual que el belén de la place du Tertre, no solo era un escaparate, sino que tenía otro significado…
– Me chifla.
– Deseaba que te gustase.
Rosette emitió un ligero resoplido desde el puf e intentó coger su manta, que se había caído al suelo. Zozie la recuperó, la tapó y dedicó unos instantes a acariciar su cabellera.
En ese momento se me ocurrió una idea extraña; mejor dicho, una inspiración. Supongo que tuvo que ver con la casa de Adviento, aunque yo pensé en el belén y en la forma en la que todos (los animales, los Reyes Magos, los pastores, los ángeles y la estrella) acuden simultáneamente al pesebre, sin que nadie los invite ni nada que se le parezca, como si hubieran sido convocados por medios mágicos…
Estuve en un tris de contárselo a Zozie, pero necesitaba tiempo para aclararme y comprobar que no había cometido una tontería. Veréis, también recordé otra cosa, algo que sucedió hace mucho tiempo, en la época en la que todavía éramos distintas. Tal vez tiene que ver con Rosette. Pobre Rosette, la que lloraba como un gato, que no mamaba y que a veces dejaba de respirar sin motivo durante varios segundos e incluso minutos…
El bebé, el pesebre, los animales…
Los ángeles y los Reyes Magos…
Hablando de todo un poco, ¿qué es un mago? ¿Por qué tengo la sensación de que ya conozco a un mago?
Martes, 4 de diciembre
Todavía tenía que lidiar con Roux. Los planes que he elaborado para él no incluyen el contacto con Vianne, pero lo necesito cerca. Tal como estaba previsto, a las cinco y media caminé por la rue de la Croix y esperé a que saliese del trabajo.
Eran casi las seis cuando abandonó la casa. El taxi de Thierry ya había llegado. El constructor se hospeda en un buen hotel mientras reforma el apartamento. Thierry todavía no había salido del piso, por lo que pude observar desde la discreta posición ventajosa de la esquina mientras Roux esperaba con las manos en los bolsillos y el cuello levantado para protegerse de la lluvia.
Thierry siempre se ha jactado de ser un hombre sin pretensiones, un hombre al que no le asusta ensuciarse las manos y al que no se le ocurriría hacer que otro se sienta inferior por la falta de dinero o por su posición social. Obviamente, se trata de una mentira cochina. Aunque no lo sepa, Thierry es un esnob de la peor calaña. Aflora constantemente en sus actitudes y en la forma en la que siempre llama mon pote a Laurent; lo detecté en el modo descuidado en el que se tomó su tiempo para cerrar el apartamento, comprobar que todo estaba correcto, conectar la alarma y volverse hacia Roux con expresión de sorpresa, como si estuviera a punto de decir que lo había olvidado…
– ¿Cuánto habíamos dicho? ¿Cien? -preguntó.
Supuse que se refería a cien euros diarios. No se trata de una cifra excesivamente generosa. Roux se limitó a encogerse de hombros, gesto que enfurece a Thierry hasta límites indecibles y desata sus ganas de provocar una reacción. Por su parte, Roux mantiene la frialdad, como la llama de un mechero al mínimo. Me fijé en que mantenía la mirada baja, como si temiera lo que podía revelar.
– ¿Te va bien un cheque? -quiso saber Thierry. Me pareció una cabronada. Sin duda sabe que Roux no tiene cuenta bancaria, que no paga impuestos y que hasta es posible que ni siquiera se llame Roux-. ¿Prefieres que te pague en efectivo?
Roux volvió a encogerse de hombros.
– Tanto me da.
Prefería perder el pago de una jornada a ceder un punto.
Thierry sonrió de oreja a oreja.
– Está bien, te pagaré con un cheque. Hoy voy justo de efectivo. ¿Seguro que no te molesta? -Aunque sus colores resplandecieron, Roux se mantuvo tercamente en silencio-. ¿A nombre de quién lo hago?
– Déjalo en blanco.
Sin dejar de sonreír, Thierry se tomó su tiempo para redactar el cheque, se lo entregó a Roux y guiñó alegremente el ojo-. Nos vemos mañana a la misma hora, a no ser que ya hayas tenido suficiente. -Roux negó con la cabeza-. Entonces nos vemos mañana a las ocho y media. No te retrases.
Se fue en el taxi y Roux se quedó con un cheque inútil en la mano, evidentemente demasiado ensimismado como para reparar en mi llegada.
– Roux -musité.
– ¿Vianne? -Se volvió y me dirigió esa sonrisa luminosa como un árbol de Navidad-. Ah, eres tú.
A Roux le cambió la cara.
– Me llamo Zozie. -Lo miré significativamente-. No te vendría mal ser un poco más simpático.
– ¿Cómo dices?
– Digo que al menos podrías fingir que te alegras de verme.
– Perdona, lo siento. -Roux se mostró avergonzado.
– ¿Qué tal el trabajo?
– No está mal.
Sonreí al oír esas palabras y apostillé:
– Vamos, busquemos un lugar resguardado en el que hablar. ¿Dónde te hospedas? -Roux mencionó un tugurio en una callejuela cercana a la rue de Clichy justo la clase de alojamiento que me esperaba-. Vayamos. No dispongo de mucho tiempo.
Conocía el lugar; aunque barato y de aspecto sucio, aceptaba dinero contante y sonante, lo que es muy importante para alguien como Roux. En la puerta de entrada no había llave, sino un teclado electrónico en el que se introducía un código. Me fijé en el número que marcaba (825436) y su perfil quedó intensamente iluminado por la descarnada luz naranja de la farola. Archivé el número por si más adelante tenía que usarlo. Me dije que los códigos siempre son útiles.
Entramos. Paseé la mirada por su habitación: interior oscuro, moqueta que al contacto con mis zapatos resultó ligeramente pegajosa; era una celda cuadrada del color del chicle muy mascado, con una cama individual y poco más; no disponía de ventana ni de silla; solo había un lavamanos, un radiador y un cuadro espantoso colgado en la pared.
– Te escucho -dijo Roux.
– Ten, prueba -propuse. Saqué del abrigo una cajita envuelta para regalo y se la entregué-. Los he hecho con mis propias manos. Invita la casa.
– Gracias -respondió con hosquedad y, sin mirarla dos veces, dejó la caja sobre la cama.
Volví a experimentar un aguijonazo de contrariedad.
Solo se trata de una trufa. ¿Es demasiado pedir?, pensé. Los signos de la caja eran potentes (había empleado el círculo rojo de la señora de la Luna de Sangre, la seductora, la devoradora de corazones), pero un bocado del contenido haría que fuese mucho más fácil persuadirlo…
– Dime, ¿cuándo puedo ir de visita? -preguntó Roux con impaciencia.
Me senté a los pies de la cama.
– Es complicado. Entiéndelo, la cogiste por sorpresa al presentarte como si hubieras salido de la nada, sobre todo si tenemos en cuenta que ya no está sola…
Roux rió amargamente al oír esas palabras.
– Sí, claro, está con Le Tresset, con el señor importante.
– No te preocupes, ingresaré el cheque y te daré el dinero.
Me miró.
– ¿Cómo lo sabes?
– Conozco a Thierry. Es la clase de hombre incapaz de estrechar la mano de otro sin averiguar cuántos huesos puede romper. Está celoso de ti…
– ¿Celoso?
– Por supuesto.
Roux esbozó una sonrisa y durante unos instantes pareció divertirse realmente.
– Claro, está celoso porque yo lo tengo todo, ¿no? Poseo dinero, soy guapo, tengo una casa de campo…
– Tienes más que todo eso -puntualicé.
– ¿A qué te refieres?
– Roux, ella te quiere.
Durante unos segundos guardó silencio. Ni siquiera me miró, pero detecté tensión en su cuerpo y el destello correspondiente de sus colores, pues pasó del azul mechero de gas al rojo neón, por lo que supe que lo había tocado.
– ¿Te lo ha dicho? -preguntó Roux por último.
– No, no con tanta claridad, pero sé que es cierto.
Junto al lavamanos había un vaso de vidrio. Lo llenó de agua, la bebió de un trago, respiró hondo y volvió a llenarlo.
– Si esos son sus sentimientos, ¿por qué se casa con Le Tresset?
Sonreí y le ofrecí la cajita, desde la cual el círculo rojo de la señora de la Luna de Sangre iluminó su rostro con resplandor festivo.
– ¿Seguro que no quieres un bombón? -Impaciente, Roux meneó la cabeza-. Está bien, espero que me expliques una cosa. La primera vez que me viste me llamaste Vianne. ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho. Te pareces a ella…, bueno, mejor dicho, a como era antes.
– ¿Antes?
– Ahora es distinta. Su pelo, su ropa…
– Tienes toda la razón -lo interrumpí-. Se debe a la influencia de Thierry. Es un maniático del control, desaforadamente celoso y siempre quiere salirse con la suya. Al principio fue fantástico. La ayudó con las niñas y le hizo regalos caros. Luego comenzó a presionarla y ahora hasta le dice lo que tiene que ponerse, cómo debe comportarse e incluso la forma de educar a sus hijas. Tampoco ayuda que sea su casero y en cualquier momento podría tirarla a la calle…
Roux frunció el ceño y me percaté de que por fin le había llegado al alma. Detecté dudas en sus colores y, lo que es todavía más prometedor, el primer afloramiento de la cólera.
– ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué no me escribió?
– Tal vez porque estaba asustada.
– ¿Asustada? ¿Le tiene miedo a ese hombre?
– Es posible -repuse.
Me di cuenta de que, cabizbajo y con el ceño fruncido por la concentración, Roux se devanaba los sesos. Por una extraña razón no confía en mí, aunque sé que morderá el anzuelo. Lo hará por ella, por Vianne Rocher.
– Iré a verla y hablaré con ella…
– Sería un craso error.
– ¿Por qué?
– Porque todavía no quiere verte. Tienes que darle tiempo. No puedes presentarte inesperadamente y pretender que tome una decisión. -Con la mirada me indicó que eso era exactamente lo que deseaba. Le apoyé la mano en el brazo y proseguí-: Escucha, hablaré con ella. Intentaré que comprenda las cosas desde tu perspectiva, pero nada de visitas, cartas o llamadas. En este asunto confía en mí…
– ¿Por qué tengo que confiar en ti?
Sabía que convencerlo no sería fácil, pero la situación se había vuelto absurda. Mi tono de voz reveló cierto malestar:
– ¿Por qué? Porque soy su amiga y me importa lo que le ocurre tanto a ella como a las niñas. Si durante unos segundos dejases de pensar en tus sentimientos heridos entenderías los motivos por los que necesita tiempo para pensar. Seré clara, ¿dónde has estado los últimos cuatro años? ¿Cómo puede estar segura de que no volverás a largarte? Está claro que Thierry no es perfecto, pero está cuando hay que estar y es de fiar, que es más que lo que puede decirse de ti…
Algunas personas reaccionan mejor a las sacudidas que a los encantos. Es evidente que Roux pertenece a ese grupo, ya que se mostró más cortés que el resto de las veces que se había dirigido a mí.
– Me ha quedado claro. Zozie, lo lamento.
– ¿Harás lo que yo diga? De lo contrario, no tiene sentido que intente ayudarte… -Roux movió afirmativamente la cabeza-. ¿Lo dices de verdad?
– Sí.
Dejé escapar un suspiro. Lo más difícil estaba resuelto.
Me dije que, hasta cierto punto, era una pena. A pesar de todo, Roux me resulta muy atractivo. Claro que por cada favor que los dioses conceden tiene lugar un sacrificio. Es evidente que a finales de mes pediré un enorme favor…
Miércoles, 5 de diciembre
Suze ha vuelto al liceo. Llevaba gorro en lugar del consabido pañuelo e intentó compensar el tiempo perdido. Durante el almuerzo se reunió con Chantal y luego empezó con los penosos comentarios del estilo de «¿dónde está tu novio?» y con juegos estúpidos como «Annie es un bicho raro».
Esas actitudes ya no son ni remotamente divertidas. Han dejado de ser un poco ruines para volverse del todo viles; Sandrine y Chantal hablaron de la visita de la semana pasada a la chocolatería, que describieron como un cruce entre guarida hippie y chatarrería, y rieron como locas de todo.
Para empeorar un poco más la situación, Jean-Loup está enfermo y de nuevo me ha tocado ser el bicho raro en solitario. Me importa un bledo, pero no es justo; mamá, Zozie, Rosette y yo hemos trabajado muchísimo… y ahora Chantal y compañía nos describen como un hato de perdedoras.
En otro momento me habría dado igual, pero nuestra situación ha mejorado mucho, Zozie se ha mudado a vivir con nosotras, el negocio va viento en popa, cada día el local se llena de clientes y Roux se presentó como caído del cielo…
Han transcurrido cuatro días y Roux todavía no se ha presentado. En la escuela no pude dejar de pensar en él y me pregunté dónde ha atracado el barco o si nos ha mentido y duerme bajo un puente o en una casa abandonada, tal como hizo en Lansquenet después de que monsieur Muscat quemase su embarcación.
En las clases me fue imposible concentrarme y monsieur Gestin me gritó por soñar despierta; Chantal y compañía se rieron y ni siquiera pude comentarlo con Jean-Loup.
Hoy todo fue de mal en peor porque, al terminar las clases, mientras hacía cola detrás de Claude Meunier y Mathilde Chagrín, Danielle se acercó con esa expresión de falsa preocupación que adopta tan a menudo y preguntó:
– ¿Es cierto que tu hermana pequeña es retardada?
Chantal y Suze estaban cerca y habían puesto cara de póquer. De todos modos, detecté en sus colores que intentaban fastidiarme y me di cuenta de que tenían tantas ganas de reír que estaban a punto de reventar…
– No sé de qué hablas -repliqué sin inmutarme.
Nadie sabe lo de Rosette… o, al menos, hasta hoy supuse que nadie lo sabía. De pronto recordé que un día Suze y yo habíamos jugado con Rosette en la chocolatería…
– Pues es lo que me han dicho -insistió Danielle-. Todos saben que tu hermana es retardada.
¡Vaya con el perrillo que dice Mejor amigo, con el colgante esmaltado en rosa y la promesa de no contárselo a nadie, cruza las manos sobre el corazón y hazte la ilusión de que…!
Miré con furia el gorro rosa intenso de Suze y pensé que las pelirrojas jamás deberían usar rosa intenso.
– Algunas personas harían mejor ocupándose de sus asuntos -declaré con voz lo bastante alta como para que todos me oyesen.
Danielle sonrió presuntuosamente.
– En ese caso, es verdad -concluyó y sus colores se iluminaron como las brasas con una repentina corriente de aire.
En mi interior también se encendió algo. Me dirigí a ella con ferocidad: Ni se te ocurra. Si alguien se atreve a pronunciar otra palabra…
– Claro que es verdad -confirmó Suze-. Basta verla, tiene casi cuatro años y todavía no habla ni sabe comer como corresponde. Mi mamá dice que es mongólica. Además, lo parece.
– No, no lo parece -precisé quedamente.
– Por supuesto que sí. Es retardada y fea, como tú.
Suze se limitó a reír. Chantal la acompañó. No tardaron en canturrear «retardada, retardada». Me percaté de que Mathilde Chagrín me contemplaba con expresión ansiosa y de repente…
¡Bam!
No sé exactamente qué sucedió. Ocurrió muy rápido, como un gato que en un segundo deja de ronronear soñoliento y se pone a bufar y a arañar. Sé que la señalé haciendo la señal de los cuernos con los dedos, como Zozie en el salón de té. No sé muy bien qué me proponía, pero el signo voló de mi mano como si hubiese lanzado algo, un guijarro o un disco candente.
Sea como fuere, surtió efecto en el acto; oí que Suzanne gritaba. De pronto aferró su gorro de color rosa intenso y se lo arrancó.
– ¡Ay, ay, ay!
– ¿Qué te pasa? -preguntó Chantal.
– ¡Me pica! -se lamentó Suze. Se rascó enérgicamente la cabeza y vi trozos de piel irritada bajo lo que le quedaba de su melena-. ¡Por Dios, cómo pica!
Repentinamente me sentí mal, débil y mareada, igual que la otra noche con Zozie. Lo peor es que no me arrepentí, sino que experimenté una especie de estremecimiento, lo mismo que notas cuando ocurre algo malo y tienes la culpa, pero nadie lo sabe.
– ¿Qué te pasa? -repitió Chantal.
– ¡No lo sé! -replicó Suzanne.
Danielle puso la misma cara de falsa preocupación que adoptó antes de preguntarme si Rosette era retrasada y Sandrine emitió ligeros chillidos, no sé si de solidaridad o de regodeo.
En ese momento Chantal empezó a rascarse la cabeza.
– Chantal, ¿tienes piojos? -preguntó Claude Meunier.
El final de la cola se partió de risa.
Danielle también comenzó a rascarse.
Fue como si de pronto cayese sobre las cuatro una nube de polvos de picapica o algo peor. Chantal se mosqueó y enseguida se alarmó. Suzanne estaba al borde de la histeria y durante un momento me sentí tan satisfecha…
Súbitamente recordé algo de los tiempos en los que era muy pequeña: un día en el mar, yo chapoteaba en traje de baño mientras mamá se tumbaba en la playa y leía. Un niño me tiró agua de mar en la cara y me picaron los ojos. Cuando pasó a mi lado le arrojé una piedra pequeña, nada más que un guijarro, convencida de que erraría.
Solo fue un accidente…
El crío lloró y se cogió la cabeza con las manos. Mamá corrió hacia mí con expresión de consternación. Esa enfermiza sensación de sobresalto… fue un accidente…
Imágenes de fragmentos de cristal, una rodilla herida, un perro callejero que aúlla bajo un autobús.
Nanou, esos sí que son accidentes.
Retrocedí lentamente. No supe si reír o llorar. Fue gracioso…, gracioso en el sentido en el que puede serlo algo horrible. Además, me hizo sentir bien de un modo retorcido…
– ¿Qué demonios es esto? -chilló Chantal.
Pensé que, fuera lo que fuese, resultó potente. Ni siquiera los polvos de picapica podían ejercer un efecto tan espectacular. No vi qué ocurría exactamente. Se interpusieron demasiadas personas, la cola se convirtió en un especie de multitud y todos quisieron ver qué pasaba.
Ni siquiera lo intenté porque ya lo sabía.
De sopetón sentí la necesidad de ver a Zozie. Pensé que sabría lo que había que hacer y que no me sometería a un interrogatorio severo. No quise esperar el autobús, por lo que cogí el metro y corrí a casa desde la place de Clichy. Llegué sin aliento. Mamá estaba en el obrador, preparando la merienda de Rosette, y juraría que Zozie lo supo antes de que yo pronunciase una palabra…
– Nanou, ¿qué pasa?
La miré. Iba de tejano y se había puesto los zapatos de caramelo, por lo que estaba más roja, alta y brillante que nunca gracias a los chispeantes tacones de aguja. Al verlos me sentí mejor, dejé escapar un enorme suspiro de alivio y me desplomé en uno de los butacones de leopardo rosa.
– ¿Quieres chocolate?
– No, gracias.
Me sirvió una Coca-Cola.
– ¿Es tan grave? -insistió al ver que me la bebía de un trago y a tal velocidad que las burbujas escaparon por mi nariz-. Ten, bebe otra y cuéntame lo que pasa.
Se lo expliqué en tono lo bastante bajo como para que mamá no lo oyese. Tuve que callar dos veces, la primera cuando Nico entró con Alice y la segunda cuando Laurent se presentó a tomar café y estuvo cerca de media hora quejándose de todo lo que había que hacer en Le P'tit Pinson, de lo imposible que era contratar un fontanero en esta época del año, del problema de los inmigrantes y de todas las cosas por las que Laurent suele refunfuñar.
Cuando se marchó era hora de cerrar y mamá preparaba la cena. Zozie apagó las luces de la chocolatería para que yo viese la casa de Adviento. El flautista de Hamelín fue sustituido por un coro de ángeles de chocolate que cantaban en medio de la nieve de azúcar. Me pareció hermosa, aunque sigue siendo un misterio: las puertas cerradas, las cortinas echadas y una única bombilla de color que brilla en una habitación del desván.
– ¿Puedo ver el interior? -pregunté.
– Tal vez mañana -repuso Zozie-. ¿Por qué no subes a mi habitación y concluimos la charla?
La seguí lentamente escaleras arriba. En cada escalón estrecho, los zapatos de caramelo hicieron clac, clac, clac gracias a los fabulosos tacones, como quien llama a una puerta y pide y suplica que lo dejen entrar.
Jueves, 6 de diciembre
Por tercer día consecutivo, esta mañana la niebla pende de Montmartre como una vela. Prevén nevadas dentro de uno o dos días, pero hoy el silencio resulta sobrecogedor, ya que la bruma absorbe los habituales sonidos de los coches y las pisadas de los peatones en los adoquines. Es como si hubiéramos retrocedido un siglo y los fantasmas de levita asomasen en medio de la niebla…
También podría ser la mañana de mi último día en la escuela, el día de mi emancipación de Saint Michael’s-on-the-Green, el día en el que comprendí por primera vez que la vida, mejor dicho, que las vidas no son más que cartas al viento, cartas que se recogen, se coleccionan, se queman o se descartan siempre que se presenta la oportunidad.
Anouk, no tardarás en descubrirlo. Te conozco mejor que tú misma; tras la fachada de niña buena acecha un complejo potencial de ira y odio, como también lo había en la chica que era el bicho raro, la que yo fui hace tantos años.
Todo requiere un catalizador. En ocasiones se trata de algo de poca entidad, una tontería, un chasquido de los dedos. Algunas piñatas son más resistentes que otras. Cada persona tiene su punto de presión y, una vez abierta la caja, cerrarla resulta imposible.
En mi caso fue un muchacho. Se llamaba Scott McKenzie.
Tenía diecisiete años y era rubio, deportista y sin tacha. Era novato en Saint Michael's-on-the-Green; de lo contrario, desde el principio habría sabido lo que le convenía y evitado a la chica que era el bicho raro a cambio de una candidata más digna de su afecto.
Pero me eligió a mí, al menos durante una temporada, y así empezó todo. No se trata del principio más original y, como suele suceder, acabó en llamas. Yo tenía dieciséis años y, con ayuda de mi sistema, había sacado el máximo partido de mí misma. Tal vez era un poco tímida, consecuencia de tantos años de ser la rara. Incluso entonces tenía potencial. Era ambiciosa, resentida y afablemente socarrona. Mis métodos eran prácticos más que ocultistas. Poseía un conocimiento básico de venenos y plantas; sabía causar terribles dolores de estómago a los que provocaban mi desagrado y enseguida aprendí que una pizca de polvos de picapica en los calcetines de un compañero o un chorrito de aceite de guindilla en el rímel produce efectos más instantáneos y dramáticos que los conjuros.
En lo que a Scott se refiere, atraparlo fue fácil. Los adolescentes, incluidos los más inteligentes, tienen un tercio de cerebro y dos tercios de testosterona; gracias a mi receta, una mezcla de halagos, glamur, sexo, pulque y pequeñísimas dosis de una seta en polvo a la que solo tenían acceso un puñado de clientes escogidos de mi madre, rápidamente lo convertí en mi esclavo.
No os confundáis. Nunca quise a Scott. Estuve a punto…, pero no. Claro que Anouk no tiene por qué enterarse, como tampoco necesita saber los detalles más sórdidos de lo que sucedió en Saint Michael's-on-the-Green. Le di la versión depurada, la hice reír, describí a Scott McKenzie como un muchacho que habría hecho sombra al David de Miguel Ángel y por último le conté el resto con un lenguaje que comprende: las pintadas, los cotilleos, la ojeriza y las putadas.
Putaditas…, al menos al principio: ropa robada, libros rotos, el armario saqueado, murmuraciones. Ya estaba acostumbrada a esas cosas. Se trataba de molestias menores que no estaba dispuesta a vengar. Además, estaba casi enamorada y existe un vicioso placer en la certeza de que, por primera vez, las demás me envidiaban, me miraban y se preguntaban qué diablos había encontrado de admirable un tío como Scott McKenzie en una chica que era el bicho raro.
Desgrané un relato precioso para Anouk. Mencioné una lista de pequeñas venganzas: lo bastante traviesas como para asemejarnos, pero inofensivas a fin de no herir sus tiernos sentimientos. Como suele ocurrir, la verdad es menos atractiva.
– Se lo buscaron -dije a Anouk-. Solo les diste su merecido, no fue culpa tuya.
La niña continuó pálida.
– Si mamá se entera…
– No digas ni mu. Además, no pasa nada, no has hecho daño a nadie. -Me puse pensativa y añadí-: Claro que si no aprendes a utilizar tus dotes, es posible que un día, por accidente…
– Mamá dice que se trata de un juego, que no es real, que simplemente mi imaginación me juega malas pasadas.
La miré.
– ¿Crees que lo que acabas de decir es cierto? -Masculló algo sin mirarme a los ojos y clavó la mirada en mis zapatos-. Nanou…
– Mamá no miente.
– Todos mienten.
– ¿Tú también?
Sonreí.
– Nanou, yo no soy todos. -Acomodé el pie en ángulo y el tacón rojo enjoyado despidió luz. Imaginé el reflejo en sus ojos, un minúsculo destello rubí y dorado-. Nanou, no te preocupes. Sé lo que sientes. Simplemente necesitas un sistema.
– ¿Un sistema? -inquirió.
Entonces me lo contó, al principio con actitud vacilante y enseguida con una impaciencia creciente que me conmovió.
Me di cuenta de que en el pasado habían tenido un sistema propio: un variopinto conjunto de relatos, trucos y encantos; bolsitas medicinales para espantar los espíritus y cantos para aplacar el viento invernal y evitar que las hiciese volar por los aires.
– ¿Por qué os volaría el viento?
Anouk se encogió de hombros.
– Sencillamente ocurre.
– ¿Qué cantabais?
Entonó para mí una vieja canción, creo que de amor, melancólica y un tanto triste. Vianne todavía la canta; a veces la oigo cuando habla con Rosette o cuando se ocupa de templar el chocolate en el obrador:
V'là l'bon vent, v'là l'joli vent
V'là l'bon vent, ma mie m'appelle…
– Comprendo -añadí-. Ahora tienes miedo de despertar al viento.
Nanou asintió lentamente.
– Ya lo sé, es una tontería.
– No, no lo es. Durante siglos la gente ha creído que es así. En el folclore inglés, las brujas despiertan el viento cuando peinan sus cabellos. Los aborígenes creen que durante seis meses el buen viento Bara es apresado por el mal viento Mamariga y cada año cantan para liberarlo. En cuanto a los aztecas… -Sonreí-. Conocían perfectamente el poder del viento, cuyo aliento mueve el sol y ahuyenta la lluvia. Respondía al nombre de Ehecatl y lo veneraron con chocolate.
– Dime…, ¿no es cierto que también hicieron sacrificios humanos?
– ¿Acaso no los hacemos todos, a nuestra manera?
Sacrificios humanos…, ¡vaya frase cargada de sentido! ¿No es exactamente lo que Vianne Rocher ha hecho, no ha sacrificado a sus hijas en el altar de los gordos dioses de la satisfacción?
El deseo requiere sacrificios… Los aztecas lo sabían y los mayas también. Conocieron la codicia terrible de las divinidades, su sed insaciable de sangre y muerte. Cabría añadir que comprendieron el mundo mucho más que los que adoran en el Sacré-Coeur, el gran globo aerostático blanco de lo alto de la colina. Basta con rascar el glaseado del pastel para ver que debajo hay el mismo centro oscuro y amargo.
¿Acaso cada piedra del Sacré-Coeur no se colocó sobre la base del miedo a la muerte? Las representaciones de Cristo mostrando el corazón, ¿son tan distintas a las imágenes de los corazones arrancados a las víctimas de los sacrificios? El ritual de la comunión, en el que se comparten el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿es menos cruel o espantoso que los demás?
Anouk me miró con los ojos como platos.
– Fue Ehecatl quien concedió a la humanidad la capacidad de amar. También fue quien instiló vida en el mundo. El viento fue importante para los aztecas, más que la lluvia e incluso más que el sol. Lo fue porque significa cambio y, sin cambios, el mundo morirá.
La niña asintió como la discípula brillante que es y experimenté un sorprendente arrebato de afecto por ella, algo casi tierno y peligrosamente maternal…
Vamos, no corro el peligro de perder la cabeza, pero estar con Anouk, enseñarle y referirle las viejas historias produce un placer innegable. Recuerdo mi propio entusiasmo durante el primer viaje a México; entusiasmo ante los colores, el sol, las máscaras, los cánticos, la sensación de que por fin estaba en casa…
– ¿Alguna vez has oído la frase «vientos de cambio»? -Nanou volvió a asentir-. Bien, pues eso es lo que somos. Me refiero a la gente como nosotras, capaces de despertar al viento…
– ¿Y eso no está mal?
– No siempre -precisé-. Hay buenos y malos vientos. Simplemente tienes que elegir lo que quieres, eso es todo. Haz tu voluntad. Es así de simple. Puedes amilanarte o plantar cara. Nanou, puedes volar con el viento como un águila… o dejar que te arrastre.
Permaneció largo rato en silencio, muy quieta, con la mirada fija en mi zapato. Finalmente levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Cómo sabes todo eso?
Sonreí.
– Nací en una librería y me crió una bruja.
– ¿Me enseñarás a volar con el viento?
– Por supuesto, siempre y cuando sea lo que quieres.
Permaneció en silencio mientras miraba mi zapato. Del tacón salió un haz de luz y formó prismas que se dispersaron por la pared, formando una especie de escalera.
– ¿Quieres probártelos?
Al oír esa pregunta Anouk me miró.
– ¿Crees que me irán?
Reprimí una sonrisa.
– Pruébatelos y lo sabrás.
– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sería genial!
Una vez puestos los tacones, se tambaleó como una jirafa recién nacida; tenía la mirada encendida, daba manotazos de ciego y sonreía, sin saber que la señal de la señora de la Luna de Sangre estaba dibujada a lápiz en la suela…
– ¿Te gustan?
Asintió, sonrió y de repente se mostró cohibida.
– Los adoro -repuso-. Son zapatos de caramelo.
Zapatos de caramelo… Esa descripción me hizo sonreír aunque, de todas maneras, debo reconocer que es correcta.
– Dime, ¿son tus preferidos? -Nanou volvió a asentir con los ojos como estrellas-. Si quieres, quédatelos.
– ¿Puedo quedármelos, conservarlos?
– ¿Hay algo que lo impida?
Durante unos segundos se quedó sin habla. Levantó un pie de una forma que fue torpemente adolescente y conmovedoramente bella a la vez y me dedicó una sonrisa que a punto estuvo de pararme el corazón.
De pronto Nanou se puso seria.
– Mamá no permitirá que me los ponga…
– Mamá no tiene por qué enterarse.
Anouk todavía se miraba el pie y contemplaba el modo en que la luz de los tacones rojos con lentejuelas se reflejaba en el suelo. Creo que en ese momento ya sabía cuál era mi precio, pero el atractivo de los zapatos le resultó irresistible. Esos zapatos podían llevarla a cualquier parte, hacer que se enamorara, convertirla en otra…
– ¿No ocurrirá nada malo? -quiso saber Anouk.
– Nanou, solo se trata de un par de zapatos -repuse y sonreí.
Jueves, 6 de diciembre
Esta semana Thierry ha trabajado mucho, tanto que apenas he hablado con él; entre nuestras labores en la chocolatería y las reformas en el apartamento, da la sensación de que no hemos tenido tiempo. Hoy telefoneó para hacerme una consulta sobre el parquet (¿lo prefiero de roble oscuro o claro?), pero me ha dicho que ni se me ocurra aparecer por allí. Insiste en que la vivienda está patas arriba. Hay polvo de yeso por todas partes y la mitad del suelo está levantada. Además, reitera que quiere que quede perfecto antes de que yo vuelva a verlo.
Como es obvio, no me atrevo a preguntar por Roux, aunque sé por Zozie que está allí. Han transcurrido cinco días desde su inesperada llegada y, de momento, no ha vuelto, lo cual me sorprende, aunque tal vez no debería ser así. Intento convencerme de que es mejor, de que volver a verlo solo empeorará la situación, pero el daño ya está hecho. He visto su expresión y oigo el tintineo de las campanillas a medida que el viento comienza a encresparse…
– Quizá podría pasar por el apartamento -dije en un tono indiferente con el que no engañé a nadie-. Después de todo, me parece lamentable no volver a verlo y…
Zozie se encogió de hombros.
– Claro…, siempre y cuando quieras que lo pongan de patitas en la calle.
– ¿De patitas en la calle?
– Exactamente -contestó con impaciencia-. Yanne, no sé si te has dado cuenta, pero me parece que Thierry está un poquitín mosqueado con la presencia de Roux; si te dejas caer por el apartamento provocarás una escena y enseguida… -Pensé que, como de costumbre, Zozie tenía razón y era la persona indicada para expresarla. Debí de mostrarme decepcionada, ya que sonrió y me rodeó los hombros con un brazo-. Escucha, si te apetece echaré un vistazo a Roux. Le diré que aquí es bienvenido siempre que quiera. Caray, si lo prefieres hasta le llevaré bocadillos…
Reí ante tanta generosidad.
– No creo que sea necesario.
– Deja de preocuparte, todo se resolverá.
Comienzo a pensar que es posible que haya solución.
Hoy apareció madame Luzeron, que iba de camino al cementerio con su perrillo peludo de color melocotón. Como de costumbre, compró tres trufas de ron; últimamente se muestra menos distante, más dispuesta a quedarse y a degustar una taza de café moca y una ración de mi pastel de chocolate de tres capas. Se queda, si bien casi nunca habla, aunque le gusta mirar a Rosette mientras dibuja detrás del mostrador u hojea sus libros de cuentos.
Se puso a estudiar la casa de Adviento, que está abierta a fin de ver la escena del interior. La de hoy tiene lugar en la entrada: los invitados llegan a la puerta de la casa y, vestida de fiesta, la anfitriona los recibe.
– El escaparate es de lo más original -aseguró madame Luzeron y acercó la cara empolvada al cristal-. Está lleno de ratones de chocolate y los muñequitos…
– Están muy bien hechas, ¿no? Las creó Annie.
Madame bebió un sorbo de chocolate.
– Tal vez es un acierto -reconoció por último-. No hay nada más triste que una casa vacía.
Los muñecos están fabricados con pinzas de madera, coloreados con sumo cuidado y primorosamente vestidos. Su confección ha requerido mucho tiempo y esfuerzo y me reconozco en la dueña de casa. Mejor dicho, reconozco a Vianne Rocher, cuyo vestido está fabricado con un trozo de seda roja; por petición de Anouk, su larga melena negra, constituida por un mechón de mis cabellos, ha sido pegada y recogida por un lazo.
– ¿Dónde está tu muñeco? -pregunté más tarde a Anouk.
– Todavía no lo he terminado, pero ya lo acabaré -repuso, y se mostró tan aplicada que sonreí-. Haré un muñeco de cada uno y en Nochebuena estarán terminados, las puertas de la casa se abrirán y habrá fiesta para todos…
Vaya, comienza a aflorar la punta, pensé.
El veinte es el cumpleaños de Rosette. Nunca hemos celebrado una fiesta en su honor. Siempre ha sido un mal momento, demasiado próximo al solsticio de invierno y no lo suficientemente alejado de Les Laveuses. Anouk lo menciona cada año, pero a Rosette no parece molestarle. Para ella todos los días son mágicos y un puñado de botones o un trozo de papel de aluminio arrugado pueden ser tan maravillosos como el más apetecible de los juguetes.
– Mamá, ¿podemos organizar una fiesta?
– Venga ya, Anouk, sabes que no es posible.
– ¿Por qué? -insistió erre que erre.
– Como ya te he dicho, es una época muy ajetreada. Además, en el caso de que nos mudemos a la rue de la Croix…
– Uf -farfulló Anouk-. Eso es exactamente lo que quería decir. No deberíamos mudarnos sin despedirnos. Deberíamos celebrar una fiesta en Nochebuena, una fiesta por el cumpleaños de Rosette y por nuestros amigos. Sabes que en cuanto nos mudemos al apartamento de Thierry todo será distinto, tendremos que hacer las cosas a su manera y…
– Anouk, no es justo.
– Pero es verdad, ¿no?
– Tal vez.
Una fiesta en Nochebuena, pensé. Como si no tuviese bastante trabajo en la chocolatería durante la época más movida del año…
– Por supuesto, ayudaré -añadió Anouk-. Redactaré las invitaciones, planificaré el menú, me ocuparé de los adornos y también puedo preparar un pastel para Rosette. Como sabes, el de naranja con chocolate es el que más le gusta. Podemos preparar un pastel con forma de mono, aunque también podríamos dar una fiesta de disfraces y que los invitados se vistan de animales. Beberemos granadina, Coca-Cola y, por supuesto, chocolate…
Me eché a reír.
– Lo tienes todo pensado, ¿eh?
Anouk hizo un mohín.
– Bueno__, puede que un poco.
Suspiré.
¿Por qué no? Tal vez ha llegado el momento, pensé.
– Está bien -accedí-. Celebrarás tu fiesta.
Anouk rió feliz.
– ¡Genial, genial! ¿Crees que nevará?
– Es posible.
– ¿Los invitados pueden venir disfrazados?
– Nanou, solo si les apetece.
– ¿Podemos invitar a quien queramos?
– Por supuesto.
– ¿También a Roux?
Tendría que haberlo sabido. Me obligué a sonreír.
– ¿Hay algo que lo impida? -pregunté-. Tendrás que averiguar si sigue aquí.
No he hablado a fondo de Roux con Anouk. No le he comentado que trabaja para Thierry a un par de manzanas de la chocolatería. Omitir no es mentir, pero estoy segura de que, si lo supiese…
Anoche volví a echar las cartas. No sé por qué, pero las saqué de la caja; todavía huelen a mi madre. Lo hago con tan poca frecuencia…, ya casi no creo…
Pero aquí estoy, barajando los naipes con la experiencia de muchos años; los coloco según el árbol de la vida, el preferido de mi madre, y veo pasar las imágenes…
Las campanillas permanecen inmóviles en la tienda, pero aun así la oigo: es una resonancia como la del diapasón, que me provoca dolor de cabeza y pone de punta el vello de mis brazos.
Doy vuelta las cartas de una en una.
Sus rostros me resultan archiconocidos.
La Muerte, los Enamorados, el Colgado, la Rueda de la Fortuna.
El Loco, el Ermitaño, la Torre.
Mezclo las cartas y vuelvo a intentarlo.
Los Enamorados. El Colgado. La Rueda de la Fortuna. La Muerte.
Nuevamente las mismas cartas, pero en otro orden, como si lo que me persigue se hubiese alterado sutilmente.
El Ermitaño, la Torre, el Loco.
El loco es pelirrojo y toca la flauta. Hasta cierto punto, con el gorro emplumado y el abrigo de remiendos me recuerda al flautista de Hamelín; dirige la mirada al cielo, sin tomar en consideración el peligroso terreno. ¿Acaso ha abierto el abismo a sus pies, convirtiéndolo en una trampa para quien se atreva a seguirlo, o saltará temerariamente al precipicio?
A partir de ese momento apenas descansé. El viento y mis sueños se pusieron de acuerdo para despertarme y, por añadidura, Rosette estaba inquieta y menos cooperadora que en los últimos seis meses, lo que me obligó a dedicar tres horas a intentar que durmiese. Nada surtió efecto: ni el chocolate caliente en su taza, sus juguetes preferidos, la lámpara de noche que representa un mono, su manta favorita (un harapo de color gachas de avena que adora), ni siquiera la nana de mi madre.
Más que alterada me pareció que estaba entusiasmada; solo gimoteaba e hipaba cuando me disponía a irme y el resto del tiempo se mostraba contenta de que ambas estuviésemos con los ojos como platos.
Bebé, dijo Rosette con la lengua de signos.
– Rosette, es de noche. Duérmete de una buena vez.
Quiero ver el bebé, insistió.
– Ahora no puede ser. Tal vez mañana.
El viento sacudió los marcos de las ventanas y, en el interior, una hilera de objetos pequeños como una ficha de dominó, un lápiz, un trozo de tiza y dos figurillas animales de plástico se deslizaron por la repisa de la chimenea y acabaron en el suelo.
– Por favor, Rosette, ahora no. Duérmete y mañana iremos a verlo.
A las dos y media por fin logré que se durmiese, cerré la puerta de su habitación y me tumbé en mi lecho destartalado. No es una cama de matrimonio ni individual, ya que resulta demasiado grande para una sola persona; ya era vieja cuando nos mudamos y la percusión azarosa de los muelles desvencijados ha sido motivo de muchas noches insomnes. Hoy se convirtió en una orquesta y, poco después de las cinco, renuncié a dormir, bajé y preparé café.
Llovía; caía una lluvia gruesa y espesa que discurría por el callejón y manaba exuberantemente de la cuneta. Cogí una manta olvidada en la escalera y, junto con el café, la llevé al local. Me repantigué en uno de los butacones de Zozie, mucho más cómodos que los del primer piso y, con la suave luz amarillenta del obrador colándose a través de la puerta entornada, me hice un ovillo y aguardé la llegada de la mañana.
Debí de dormitar… hasta que un sonido me despertó. Era Anouk, descalza, con el pijama de cuadros rojos y azules y un titilar difuso en los talones, que solo podía corresponder a Pantoufle.
En los últimos años he notado que, aunque de día puede desaparecer durante semanas y en ocasiones varios meses seguidos, por la noche la presencia de Pantoufle es más intensa y persistente. Me imagino que es como tiene que ser, ya que todos los niños temen a la oscuridad. Anouk se acercó, se metió bajo la manta y se pegó a mí con la melena en mi cara y los pies fríos apoyados en mis corvas, como solía hacer cuando era pequeña, en los tiempos en los que las cosas eran simples.
– No podía dormir. El techo gotea.
Ah, sí, lo había olvidado. En el tejado hay una gotera que, hasta ahora, nadie ha logrado reparar. Es el problema de los edificios viejos; por mucho que te preocupes, siempre surge una pega que resolver: el marco podrido de una ventana, un canalón suelto, carcoma en la vigueta, una teja rota. Aunque Thierry siempre ha sido generoso, no quiero pedirle ayuda demasiado a menudo. Ya sé que es una tontería, pero me desagrada pedir favores.
– Estuve pensando en la fiesta. ¿Thierry tiene que asistir? Sabes que lo echará todo a perder.
Dejé escapar un suspiro.
– Por favor, no empieces ahora.
Por regla general, los ataques de entusiasmo de Anouk me divierten, pero no a las seis de la mañana.
– Venga ya, mamá. ¿No podemos dejar de invitarlo aunque solo sea por esta vez?
– Todo saldrá bien, ya lo verás -aseguré.
Fui muy consciente de que no era una respuesta y Anouk se movió inquieta y se tapó la cabeza con la manta. Olía a vainilla, a lavanda y a ese tenue aroma a oveja de su pelo enredado que, a lo largo de los cuatro últimos años, se ha vuelto más grueso, como la lana virgen sin cardar.
El cabello de Rosette todavía es de bebé, una mezcla de algodoncillo y caléndula, más fino en la nuca, donde por la noche apoya la cabeza en la almohada. En menos de dos semanas cumplirá cuatro años y todavía parece bastante más pequeña, con las extremidades como tubos delgados y los ojos demasiado grandes para su rostro menudo. Mi bebé gato, como solía llamarla en los tiempos en los que todavía era una broma.
Mi bebé gato, mi pequeña cambiada por otra.
Bajo la manta, Anouk volvió a moverse, encajó la cara en mi hombro y las manos en mi axila.
– Estás helada -afirmé. Anouk meneó la cabeza-. ¿Te vendría bien una taza de chocolate caliente?
Movió la cabeza con más energía. Me maravillé por el modo en el que los pequeños detalles te llegan al corazón: el beso olvidado, el juguete abandonado, el cuento que no interesa, la mirada de contrariedad cuando antaño habrías recibido una sonrisa…
Los niños son como cuchillos, aseguró mi madre en cierta ocasión. Aunque no se lo propongan, cortan. Sin embargo, nos aferramos a ellos y los abrazamos hasta que la sangre mana. Mi niña del estío, que se ha vuelto más desconocida a medida que el año toca a su fin; me sorprendió que hubiese pasado tanto tiempo desde la última vez que me permitió estrecharla de esa forma y ojalá hubiese podido prolongar el momento, pero el reloj marcaba las seis y cuarto…
– Nanou, métete en mi cama. Estarás más calentita y no hay goteras en el techo.
– ¿Qué me dices de Thierry? -insistió.
– Nanou, ya hablaremos.
– Rosette no lo quiere.
– ¿Cómo demonios lo sabes?
Anouk se encogió de hombros.
– Lo sé.
Suspiré y le besé la coronilla. De nuevo me llegó el aroma a vainilla y a oveja… y también el olor de algo más intenso y adulto que finalmente identifiqué: incienso. Zozie lo quema en su cuarto. Sé que Anouk pasa mucho tiempo con ella, charlan y se prueba su ropa. Es bueno que cuente con alguien como Zozie, con una adulta en la que puede confiar y que no soy yo.
– Deberías dar una oportunidad a Thierry. Reconozco que no es perfecto, pero te aprecia realmente…
– En el fondo, tú tampoco lo quieres. Ni siquiera lo echas de menos cuando no está. No estás enamorada…
– No empecemos con eso -la interrumpí exasperada-. Existen muchas maneras distintas de amar. A Rosette y a ti os quiero y el mero hecho de que no sienta exactamente lo mismo por Thierry no significa que…
Anouk ya no escuchaba. Salió de debajo de la manta y se liberó de mi abrazo. Pensé que sabía qué había pasado. Thierry le caía bastante bien hasta que apareció Roux, y en cuanto se vaya…
– Sé qué es lo mejor para todos. Nanou, lo hago por vosotras. -Anouk se encogió de hombros y adoptó una postura típica de Roux-. Confía en mí. Todo saldrá bien.
– Lo que tú digas -replicó, y subió la escalera.
Viernes, 7 de diciembre
¡Cielos! ¡Qué triste es cuando se rompe la comunicación entre una madre y su hija! Sobre todo en personas tan unidas como esas dos. Hoy Vianne estaba cansada, lo noté en su rostro. Me parece que anoche apenas pegó ojo. Sea como fuere, estaba demasiado cansada para reparar en el resentimiento creciente que revela la mirada de su hija o en el modo en el que apela a mí en busca de aprobación.
La pérdida de Vianne puede ser mi ganancia y como ahora he entrado en escena, por decirlo de alguna manera, puedo ejercer influencia en un centenar de maneras novedosas y poco llamativas. Comencemos por los dones que Vianne ha subvertido tan inteligentemente: las maravillosas armas que son la voluntad y el deseo…
De momento no he averiguado por qué a Anouk le da miedo emplearlas. Es indudable que ocurrió algo de lo que se siente responsable. Claro que, Nanou, las armas están destinadas a ser utilizadas…, para bien o para mal, la elección depende de ti.
Todavía le falta confianza, aunque le he asegurado que un par de operaciones no causarán daño alguno. Incluso es posible que las utilice en defensa de los demás (lo cual genera rencor, desde luego, pero ya la curaremos de tal exceso de generosidad), por lo que no tardará en dejar de ser una novedad y podremos ocuparnos de lo esencial.
Anouk, ¿qué es lo que quieres?
¿Qué quieres realmente?
Está claro que busca todo aquello que ansian los niños buenos: progresar en la escuela, ser popular, desquitarse de sus enemigos. Resolveremos fácilmente esos asuntos y luego nos ocuparemos de tratar con la gente.
Está madame Luzeron, igual que una triste y vieja muñeca de porcelana debido a su rostro pálido y empolvado y a sus movimientos precisos y frágiles. Tendría que comprar más bombones; tres trufas de ron por semana son apenas suficientes para justificar nuestra atención.
También está Laurent, que se presenta cada día, se queda horas y solo bebe una taza de chocolate. Más que nada, es un incordio. Su presencia puede desalentar a los demás (sobre todo a Richard y a Mathurin que, de lo contrario, se presentarían cada día), roba terrones del azucarero y se llena los bolsillos con la actitud de alguien empeñado en obtener el máximo beneficio de lo que paga.
Para no hablar de Nico el Gordo, un cliente excelente que compra hasta seis cajas por semana. Anouk está preocupada por su salud, lo ha visto caminar por la colina y se ha alarmado ante el esfuerzo que tiene que hacer para subir un tramo de escaleras. Anouk insiste en que no debería estar tan pasado de peso. ¿Existe una forma de ayudarlo?
Veamos, todos sabemos que concediendo deseos no se llega muy lejos, pero la manera de llegar a su corazón es tortuosa y, si no me equivoco, los resultados serán más que valiosos. En el ínterin, dejo que se divierta como un minino que afila las uñas con un ovillo de lana mientras se prepara para atrapar el primer ratón.
Así es como se inicia nuestro plan de estudios. Lección primera: magia por simpatía.
Dicho de otra manera, muñecos.
Hacemos los muñecos con pinzas de madera de las que se emplean para tender la ropa, ya que es menos engorroso que usar barro; Anouk los lleva encima, dos en cada bolsillo, a la espera del momento de ponerlos a prueba.
El muñeco de pinza uno representa a madame Luzeron. Alta y tiesa, con un vestido hecho con un retal de tafetán y sujeto con una cinta amarillenta. Confeccionamos el pelo con algodón; calza zapatitos negros y se abriga con un chal oscuro. Dibujamos las facciones con un rotulador y Nanou adopta una expresión horrible cuando se concentra para ser fiel al original; incluso hay la réplica en algodón de su perrillo peludo, que está sujeto al cinturón de madame con un trozo de limpiapipas. Será suficiente, y un mechón de su pelo, cuidadosamente recogido de la espalda de su abrigo, permitirá terminar enseguida la figura.
El muñeco de pinza dos corresponde a la propia Anouk. La exactitud de las diminutas figuras que crea resulta sobrecogedora; esta tiene su pelo rizado, viste un trozo de tela amarilla y Pantoufle, realizado con lana gris, está sentado en su hombro.
El muñeco de pinza tres es Thierry le Tresset, móvil incluido.
El muñeco de pinza cuatro corresponde a Vianne Rocher y lleva un vestido de fiesta, de color rojo intenso en vez del negro habitual. A decir verdad, solo la he visto de rojo en una ocasión. En la imaginación de Anouk, su madre viste de rojo, el color de la vida, el amor y la magia. ¡Qué interesante! Puedo aprovecharlo; es posible que lo haga más adelante, cuando llegue el momento oportuno.
Mientras tanto, me espera más trabajo, sobre todo en la chocolatería. Como las navidades se acercan a pasos agigantados, es hora de aumentar la clientela, averiguar quién ha sido desagradable o simpático; probar, saborear y examinar nuestro surtido de invierno… y, tal vez, añadir unos pocos especiales de cosecha propia.
El chocolate sirve de instrumento de muchas cosas. Nuestras trufas artesanas, siempre favoritas, ruedan por una mezcla de cacao y azúcar en polvo y diversas sustancias adicionales que mi madre no habría aprobado y que no solo garantizan que nuestros clientes quedan satisfechos, sino restaurados, activados y con ganas de seguir consumiéndolas. Hoy vendimos ni más ni menos que treinta y seis cajas de trufas y nos han encargado una docena. A ese ritmo podríamos llegar al centenar diario para Navidad.
Thierry se presentó a eso de las cinco para comunicar los avances en el apartamento. Quedó algo desconcertado ante el extraordinario nivel de actividad del local y yo diría que no le gustó demasiado.
– Esto parece una fábrica -comentó señalando con la cabeza la puerta del obrador, donde Vianne preparaba mendiants du roi (rodajas gruesas de naranja escarchada, sumergidas en chocolate oscuro y espolvoreadas con pan de oro comestible), tan bonitos que da pena comérselos y, por añadidura, perfectos para estas fiestas-. ¿No se toma un rato de descanso?
Sonreí.
– Ya sabes lo que es la locura navideña.
Thierry soltó un gruñido.
– No sabes lo mucho que me alegraré cuando todo esto termine. Nunca me había sentido tan presionado por un trabajo. De todos modos, valdrá la pena, siempre y cuando lo termine a tiempo… -Vi que Anouk le dirigía una mirada significativa mientras se sentaba a la mesa con Rosette-. No sufras. Una promesa es una promesa. Será la mejor Navidad de tu vida. Estaremos los cuatro solos en la rue de la Croix. Podremos ir a la misa del gallo en el Sacré-Coeur. ¿No te parece fantástico?
– Tal vez -repuso Anouk con tono monótono.
Me percaté de que Thierry reprimió un suspiro de impaciencia. Anouk puede resultar muy difícil y su resistencia hacia él es palpable. Quizá tiene que ver con Roux, todavía ausente pero siempre presente en sus pensamientos. Yo lo he visto regularmente, un par de veces en la colina, otra cruzando la place du Tertre, en otra ocasión bajando la escalera contigua al funicular… Se movía deprisa y se cubría con una gorra de punto, como si temiese que lo reconocieran.
También me he reunido con él en la pensión en la que se hospeda, pues quiero estar al tanto de su progreso, transmitirle mentiras, hacer efectivos los cheques y cerciorarme de que continúa dócil y obediente. Como es comprensible, comienza a estar impaciente y le duele que todavía Vianne no haya preguntado por él. Además, trabaja infinidad de horas para Thierry; empieza a las ocho de la mañana, suele terminar a las tantas de la noche y cuando deja la rue de la Croix suele estar tan cansado que ni siquiera cena, por lo que se limita a regresar a la pensión y dormir como un tronco.
En cuanto a Vianne, percibo su preocupación… y también su desilusión. No ha visitado la rue de la Croix. Anouk también ha recibido instrucciones estrictas de mantenerse al margen. Vianne insiste en que, si quiere verlas, Roux ya irá. En caso contrario…, bueno, es su decisión.
Thierry estaba más impaciente que nunca. Entró en el obrador, donde Vianne colocaba cuidadosamente los bizcochitos de harina de almendras en una hoja de papel de hornear. Creí percibir algo furtivo en la forma en la que el constructor entrecerró la puerta y reparé en que sus colores eran más vivos que de costumbre y estaban bordeados de rojos y púrpuras intermitentes.
– Esta semana apenas te he visto. -Su voz resuena y la oí claramente en el local. Vianne no se percibe con claridad, aunque me llegó un murmullo parecido a una protesta, los sonidos de una disputa y la risa descomunal de Thierry-. Venga ya, un beso. Yanne, te he echado mucho de menos.
De nuevo un murmullo y la voz de Vianne que sube de tono:
– Thierry, ten cuidado, los bombones…
Reprimí una sonrisa. El viejo cabrón se pone cachondo, ¿no? La verdad es que no me sorprende. Es posible que esa fachada de caballero haya engañado a Vianne pero, al igual que los perros, los hombres son previsibles… y Thierry le Tresset más que la mayoría. Bajo la aparente seguridad en sí mismo, Thierry se siente muy inseguro y la llegada de Roux ha agudizado esa sensación. Se ha vuelto territorial, tanto en la rue de la Croix, donde su autoridad sobre Roux le proporciona una emoción extraña y no reconocida, como aquí, en Le Rocher de Montmartre.
Oí débilmente la voz de Vianne al otro lado de la puerta:
– Por favor, Thierry, no es el momento.
Mientras tanto, Anouk estaba atenta a todo. Su cara no reveló la menor expresión, pero sus colores resplandecieron. Le sonreí y no respondió. Se limitó a mirar hacia la puerta e hizo una ligera señal con los dedos. Al resto de los mortales se les habría escapado. Tal vez ni siquiera se dio cuenta de lo que hacía pero, en ese mismo instante, una corriente de aire pareció afectar la puerta del obrador, que se abrió bruscamente y chocó con la pared pintada.
La interrupción fue discreta, pero suficiente. Detecté una llamarada de contrariedad en los colores de Thierry y una especie de alivio en Vianne. Es evidente que esa impaciencia le resulta nueva, pues está muy acostumbrada a considerar a Thierry una especie de tío mayor, fiable y seguro aunque un pelín aburrido. La posesividad del constructor le resulta abrumadora y por primera vez empieza a reparar en un sentimiento que no solo es de alarma, sino de desagrado.
Piensa que se debe a Roux y que las dudas la abandonarán cuando él se vaya. De momento, la incertidumbre la pone nerviosa y la vuelve irracional. Besa a Thierry en la boca (en el lenguaje de los colores, la culpa es verde mar) y le dedica una sonrisa forzadamente entusiasta.
– Te lo compensaré -asegura Vianne.
Anouk hace un diminuto gesto de rechazo con dos dedos de la mano derecha.
Frente a ella, en la sillita, Rosette la observa con la mirada encendida. Copia la señal, que significa «¡Fuera, fuera, lárgate!», y Thierry se palmea la nuca como si acabara de picarlo un insecto. Las campanillas tintinean…
– Tengo que irme.
¡Vaya si tiene que irse! Torpe a causa del abrigo grueso, está a punto de tropezar cuando abre la puerta. Anouk se ha metido la mano en el bolsillo, donde mantiene a salvo el muñeco de pinza. Lo saca, se dirige al escaparate y, con gran cuidado, lo coloca en el exterior de la casa.
– Adiós, Thierry -lo despide Anouk.
Adiós, indica Rosette con los dedos.
La puerta se cierra de un portazo. Las niñas sonríen.
Francamente, hoy soplan muchas corrientes de aire.
Sábado, 8 de diciembre
Bueno, para empezar no está mal. El equilibrio de fuerzas comienza a cambiar. Es posible que Nanou no lo vea, pero yo sí. Son cosillas, al principio benignas, que la volverán mía en un abrir y cerrar de ojos.
Hoy se quedó casi todo el día en el local, jugó con Rosette, ayudó… y aguardó la oportunidad de usar sus nuevos muñecos de pinza. Se presentó con madame Luzeron que, pese a que no era el día habitual, hizo acto de presencia a media mañana, con el perrillo peludo a rastras.
– ¿De nuevo por aquí? -pregunté y sonreí-. Por lo visto, estamos haciendo las cosas bien.
Vi que el rostro de madame estaba tenso y que vestía el abrigo de ir al cementerio, lo que significaba que seguramente lo había visitado. Supuse que se trataba de una fecha señalada, el nacimiento o el aniversario de la muerte; sea como fuere, parecía cansada y frágil y sus manos enguantadas temblaban de frío.
– Siéntese -propuse-. Le traeré una taza de chocolate caliente.
Madame titubeó y musitó:
– No debería.
Anouk me dirigió una mirada furtiva y la vi sacar el muñeco de pinza de madame, marcado con el signo seductor de la señora de la Luna de Sangre. Un trozo de arcilla de modelar sirve de base y en un santiamén madame Luzeron o mejor dicho, su doble, se encuentra en el interior de la casa de Adviento y contempla el lago, en el que están los patinadores y los patitos de chocolate.
Durante unos segundos madame no se percató de nada y enseguida desvió la mirada, tal vez hacia la niña de cara alegre y sonrosada, quizá hacia el objeto colocado en el escaparate, que brillaba con una luz peculiar.
Su boca desaprobadora se suavizó.
– Ahora que me acuerdo, de niña tuve una casa de muñecas -comentó, y estudió el escaparate.
– ¿De verdad? -pregunté y sonreí a Anouk.
Es muy poco habitual que madame ofrezca espontáneamente información.
Madame Luzeron bebió un sorbo de chocolate.
– Así es. Perteneció a mi abuela y, aunque supuestamente pasó a ser mía cuando murió, nunca me permitieron jugar con ella.
– ¿Por qué? -intervino Anouk, sujetando firmemente el perrillo de algodón al vestido del muñeco de pinza.
– Bueno, porque era demasiado valiosa… Cierta vez un anticuario me ofreció cien mil francos por la casa… Además, se trataba de una herencia, no era un juguete.
– De modo que nunca pudo jugar con esa casa. Me parece injusto -opinó Anouk y, con gran cuidado, depositó un ratón de azúcar verde bajo el árbol de papel de seda.
– Era pequeña -prosiguió madame Luzeron-. Podría haberla roto o… -Calló, levantó la cabeza y vi que estaba paralizada-. ¡Qué curioso! Hacía años que no pensaba en esa casa. Cuando Robert quiso jugar con ella… -Dejó la taza con un movimiento súbito, brusco y mecánico-. Claro que fue injusto, ¿no?
– Madame, ¿se encuentra bien? -pregunté.
Su rostro delgado había adquirido el color del azúcar en polvo y formaba arruguillas, como el glaseado de un pastel.
– Estoy bien, gracias por preguntar. -Su voz sonó fría.
– ¿Quiere un trozo de pastel de chocolate? -terció Anouk, con cara de preocupación y siempre dispuesta a ofrecer un regalo.
– Gracias, querida, encantada.
Anouk cortó un trozo generoso de pastel.
– ¿Robert era su hijo? -quiso saber. Madame asintió en silencio-. ¿Cuántos años tenía cuando falleció?
– Trece -respondió madame-. Seguramente era un poco mayor que tú. Nunca averiguaron qué ocurrió. Fue un niño tan sano…, nunca le permití comer golosinas… y de pronto falleció. Parece imposible, ¿no? -Anouk meneó la cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos-. Perdió la vida tal día como hoy, el ocho de diciembre de 1979. Sucedió mucho antes de que nacieras. En aquellos tiempos todavía podías comprar una parcela en el cementerio grande, siempre y cuando estuvieses dispuesta a pagar lo que pedían. He vivido siempre aquí y mi familia tiene dinero. Si hubiese querido, lo habría dejado jugar con la casa de muñecas. Dime, ¿alguna vez has tenido una casa de muñecas? -Anouk volvió a negar con la cabeza-. Aún la conservo, está en el desván. Incluso tengo las muñecas originales y los pequeños muebles. Todo está hecho a mano con materiales auténticos: espejos venecianos en las paredes, realizados antes de la Revolución. Me gustaría saber si algún niño jugó alguna vez con la condenada casa. -Madame Luzeron se ruborizó ligeramente, como si el empleo de una palabra malsonante hubiese dotado su rostro exangüe de algo parecido a la animación-. ¿Te gustaría jugar con ella?
La mirada de Anouk se iluminó en el acto.
– ¡Genial!
– Cuando quieras, pequeña. -Madame frunció el ceño-. ¿Sabéis una cosa? No conozco vuestros nombres. Yo soy Isabelle… y mi perrita se llama Salambó. Si te apetece puedes acariciarla, no muerde.
Anouk se agachó para mimarla y la perra saltó y le lamió las manos con entusiasmo.
– Es una delicia, me encantan los perros.
– Me parece increíble que, después de tantos años, jamás haya preguntado vuestros nombres.
Anouk sonrió y repuso:
– Yo soy Anouk y esta es mi buena amiga Zozie!
La niña se concentró tanto en la perra que no se percató de que había dado a madame el nombre que no correspondía ni de que el signo de la señora de la Luna de Sangre brillaba desde la casa de Adviento con una intensidad que se transmitió a toda la chocolatería.
Domingo, 9 de diciembre
El hombre del tiempo mintió. Dijo que nevaría e insistió en que se produciría una ola de frío pero, de momento, solo hemos tenido lluvia y niebla. En la casa de Adviento las cosas van mejor, allí es Navidad propiamente dicha, y el exterior está cubierto de hielo y escarcha, como en un cuento, a la vez que los carámbanos penden del tejado y una nueva espolvoreada de nieve de azúcar cubre el lago. Protegidos por gorros y abrigos, algunos muñecos de pinza patinan en el lago y varios niños (se supone que somos Rosette, Jean-Loup y yo) construyen un iglú con terrones de azúcar, mientras alguien (vamos, Nico) transporta el árbol de Navidad a la casa con ayuda de un trineo construido con una caja de cerillas.
Esta semana he hecho muchos muñecos de pinza. Los pongo alrededor de la casa de Adviento, donde cualquiera puede verlos sin saber realmente para qué sirven. Fabricarlos es genial, dibujo las caras con rotulador y Zozie me ha traído una caja con restos de cintas y retales para confeccionar la ropa y otras prendas. Por ahora tengo a Nico, a Alice, a madame Luzeron, a Rosette, a Roux, a Thierry, a Jean-Loup, a mamá y a mí.
Algunos no están acabados. Hay que rematarlos con algo que les pertenezca: un mechón de pelo, una uña o algo que hayan tocado o se hayan puesto. No siempre es fácil conseguirlo. Finalmente tienes que atribuirles un nombre y un signo y musitarles un secreto al oído.
En algunos casos resulta sencillo. Es fácil deducir ciertos secretos, como el de madame Luzeron, que sigue apenada por la muerte de su hijo pese a que hace muchísimo que falleció; como el de Nico, que quiere adelgazar pero no puede, o el de Alice, que puede aunque en realidad no debería.
En lo que se refiere a los nombres y los símbolos que empleamos, Zozie dice que son mexicanos. Supongo que podrían proceder de cualquier parte, pero los utilizamos porque son interesantes y no es muy difícil recordar los signos.
Claro que hay muchas señales y aprenderlas todas puede llevar bastante tiempo. Por si eso fuera poco, debido a que son muy largos y complicados no siempre recuerdo los nombres que hay que emplear y, por añadidura, no conozco el idioma. Zozie dice que no hay problemas siempre y cuando recuerde el significado de los símbolos.
Está la Mazorca de Maíz, para la buena suerte; el Dos Conejo, que preparó aguardiente a partir del maguey; la Serpiente del Águila, que concede poder; el Siete Ara, para el éxito; el Uno Mono, el timador; el Espejo Humeante, que te muestra aquello que la gente corriente no siempre ve; la señora de la Falda de Verde Jade, que cuida de las madres y los hijos; el Uno Jaguar, para tener valor y protegerte de las cosas malas, y la señora de la Luna del Conejo, que es mi signo, para el amor.
Zozie dice que cada uno tiene su signo específico. El suyo es el Uno Jaguar. A mamá le corresponde Ehecatl, el Viento del Cambio. Supongo que son como los tótems que teníamos en la época anterior al nacimiento de Rosette. Según Zozie, el signo de Rosette es Tezcatlipoca Rojo, el Mono. Se trata de un dios travieso y poderoso, que puede cambiar su forma por la de cualquier animal.
Me gustan las viejas historias que Zozie narra, aunque a veces me ponen nerviosa. Ya sé que dice que no le hacemos daño a nadie, pero… ¿y si se equivoca? ¿Y si se produce un Accidente? ¿Y si utilizo la señal errónea y, sin proponérmelo, provoco algún mal?
El río, el viento, las Benévolas…
Esas palabras se repiten constantemente en mi mente. De alguna manera se relacionan con el belén de la place du Tertre (con los ángeles, los animales y los Reyes Magos), pese a que todavía no sé qué hacen allí. A veces pienso que casi puedo verlo, aunque nunca lo suficiente como para estar segura, como uno de esos sueños que tiene todo el sentido del mundo hasta el instante en el que despiertas y se disuelve en la nada.
El río, el viento, las Benévolas…
¿Qué significa? Son palabras de un sueño. Sigo muy asustada, aunque no sé por qué. ¿A qué he que temerle? Tal vez las Benévolas son como los Reyes Magos: sabios que portan regalos. La sensación es buena, pero no dejo de estar asustada, de sentir que está a punto de suceder algo malo, de que por alguna razón es culpa mía…
Zozie dice que no debería preocuparme y que no haremos daño a nadie a menos que nos lo propongamos. Yo nunca querré hacer daño a nadie, ni siquiera a Chantal y a Suze.
La otra noche preparé el muñeco de Nico. Tuve que rellenarlo para que se pareciese al original y confeccioné la melena con el relleno marrón ensortijado del viejo sillón de Zozie, el que está en su cuarto, con el resto de sus cosas. A continuación hay que adjudicarle una señal (escogí el Uno Jaguar para que tenga valor) y susurrarle un secreto al oído (por lo que dije: «Nico, tienes que controlarte», lo cual debería ser suficiente, ¿no?); después lo coloqué detrás de una de las puertas de la casa de Adviento y me dispuse a esperar su visita.
También hice a Alice, que es todo lo contrario. Tuve que crearla algo más rellena de lo que realmente es porque los muñecos de pinza solo son delgados hasta cierto punto. Intenté afinar la madera de los laterales de la pinza y todo fue bien hasta que me corté con la navaja y Zozie tuvo que vendarme el dedo.
Luego le fabriqué un bonito vestido con un trozo de encaje viejo, le musité que no era fea y que debía de comer más, le atribuí el símbolo de pez de Cantico, la que Rompe el Ayuno, y la dejé junto a Nico en la casa de Adviento.
También está Thierry, vestido de franela gris y con un terrón de azúcar ensobrado y pintado para que parezca el móvil. No conseguí hacerme con un mechón de sus cabellos, así que, con la esperanza de que también funcione, cogí un pétalo de una de las rosas que le regaló a mamá. Por supuesto que no quiero que le pase nada malo, solo pretendo que se mantenga alejado.
Por eso le asigné el signo del Uno Mono y lo situé fuera de la casa de Adviento, con el abrigo y la bufanda puestos (que fabriqué con fieltro marrón) para que no coja frío.
Obviamente, también está Roux. Su muñeco no está terminado porque necesito algo suyo y no tengo nada, ni siquiera un hilo. Creo que he conseguido respetar su aspecto, ya que va de negro, y como melena he pegado un trozo de material naranja. Le asigné la Luna del Conejo y elViento del Cambio y musité: «Roux, no te vayas», a pesar de que hasta ahora no le hemos visto el pelo.
No tiene la menor importancia. Sé dónde está: trabaja para Thierry en la rue de la Croix. Desconozco por qué no ha vuelto, las razones por las cuales mamá no quiere verlo o los motivos por los que Thierry lo detesta tanto.
Cuando subí a su cuarto, hablé del tema con Zozie. Rosette estaba allí y habíamos jugado a un juego ruidoso y absurdo. Rosette estaba muy entusiasmada y reía como loca; Zozie hacía de caballo salvaje, Rosette cabalgaba sobre ella y de repente, sin motivo, se me erizó el pelo de la nuca y cuando levanté la cabeza vi un mono amarillo sentado en la repisa de la chimenea, lo vi tan claramente como a veces a Pantoufle.
– Zozie -murmuré.
Zozie alzó la mirada. No se mostró nada sorprendida porque ya había visto a Bam.
– Tienes una hermana pequeña muy inteligente -afirmó, y sonrió a Rosette, que se había apeado de su espalda y jugaba con las lentejuelas de un almohadón-. No os parecéis, pero supongo que las semejanzas físicas no lo son todo.
Abracé a Rosette y la besé. Es tan tierna que en ocasiones me recuerda una muñeca de trapo o un conejo con las orejas caídas.
– Verás, no tenemos el mismo padre -expliqué.
Zozie sonrió y reconoció:
– Me lo figuraba.
– Claro que no tiene la menor importancia. Mamá dice que elegimos a nuestra familia.
– ¿Eso dice?
Moví afirmativamente la cabeza.
– De esa forma es mejor. Cualquiera puede formar parte de nuestra familia. Según mamá, no tiene que ver con el nacimiento, sino con lo que sientes por los demás.
– Entonces…, ¿entonces yo también podría ser de la familia?
Sonreí a Zozie.
– Ya lo eres.
Se desternilló de risa.
– Soy tu tía perversa y te corrompo con la magia y los zapatos.
Ese comentario me disparó. Rosette se sumó a la juerga. Por encima de nosotras, el mono amarillo se puso a bailar y logró que danzase todo lo que había sobre la repisares decir, los zapatos de Zozie, alineados como adornos pero mucho más interesantes que las figurillas de cerámica. Me pareció muy natural que las tres estuviéramos allí, pero de pronto experimenté remordimientos porque mamá seguía abajo y cuando estamos en ese cuarto a veces resulta muy fácil olvidar que existe.
– ¿Nunca te preguntaste quién es su padre? -preguntó Zozie de sopetón y me miró. Me encogí de hombros. Ese tema nunca me ha preocupado. Siempre nos hemos tenido a nosotras mismas y no necesitamos a nadie…-. Lo más probable es que lo conozcas. Cuando nació tenías seis o siete años y me pregunté si… -Observó su pulsera, jugueteó con los dijes y tuve la sensación de que intentaba transmitir algo que no quería expresar con palabras.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno… Mírale el pelo. -Apoyó la mano en la cabeza de Rosette, que tiene los cabellos del color de las rodajas de mango, muy rizado y sedoso-. Mírale los ojos. -Son de un tono gris verdoso muy pálido, como los de los gatos, y redondos como monedas-. ¿No te recuerda a alguien? -Me devané los sesos durante varios segundos-. Piensa, Nanou: pelo rojo, ojos verdes, a veces es una lata…
– ¿Te refieres a Roux? -inquirí y me eché a reír, pero de pronto me sentí interiormente nerviosa y deseé que Zozie callase.
– ¿Por qué no? -insistió.
– Me habría dado cuenta.
Si he de ser sincera, nunca he pensado demasiado en el padre de Rosette. Supongo que en el fondo sigo creyendo que nunca tuvo padre y que la trajeron las hadas, tal como siempre sostuvo la anciana.
Un bebé mágico, un bebé especial…
A lo que me refiero es a que no es justo lo que opina la gente: que es estúpida, retardada o tonta. Solíamos considerarla un bebé especial, especial en el sentido de diferente. Mamá no quiere que seamos diferentes, pero Rosette lo es y me gustaría saber qué tiene de malo.
Thierry insiste en que hay que buscar ayuda para ella, ya sea terapia, logopedia o todo tipo de especialistas, como si existiese una cura por ser especial que un especialista está obligado a conocer.
No existe cura del hecho de ser diferente. Zozie ya me lo ha enseñado. Es imposible que Roux sea el padre de Rosette. Me refiero a que hasta ahora nunca la había visto, ni siquiera conocía su nombre.
– No puede ser el padre de Rosette -declaré, aunque para entonces ya no estaba tan segura.
– En ese caso, ¿quién es el padre de tu hermana?
– No lo sé, pero es imposible que Roux lo sea.
– ¿Por qué?
– Porque en ese caso se habría quedado con nosotras, por ese motivo. No habría permitido que nos fuéramos.
– Quizá no lo sabe. Tal vez tu madre nunca se lo dijo. Al fin y al cabo, jamás te contó que…
Me puse a llorar. Reconozco que es una estupidez. Detesto ponerme a llorar y, por alguna razón, no podía parar. Fue como una explosión interior y no supe si odiaba a Roux o si lo quería más que antes…
– Cálmate, Nanou. -Zozie me abrazó-. No pasa nada.
Apoyé la cara en su hombro. Llevaba un jersey grueso, grande y viejo y las trenzas se hundieron lo bastante en mi mejilla como para dejar huella. Me habría gustado decirle que sí pasaba algo, que decir que no pasa nada es la frase a la que apelan los adultos cuando no quieren que los niños sepan la verdad y que la mayoría de las veces encubre una mentira.
Tengo la impresión de que los adultos siempre mienten.
Dejé escapar un hondo y estremecido sollozo. ¿Es posible que Roux sea el papá de Rosette? Rosette ni siquiera lo conoce; no sabe que le gusta el chocolate caliente negro, con ron y azúcar moreno; no lo ha visto crear una nasa con ramas de sauce o una flauta con un trozo de bambú; tampoco está al tanto de que Roux oye el reclamo de los pájaros del río y los imita tan bien que las aves no notan la diferencia…
Es su padre y Rosette ni siquiera lo sabe.
Me parece injusto. Tendría que haber sido yo…
En ese momento evoqué algo más: un recuerdo, un sonido conocido, el aroma de algo lejano. Se aproximaba y entraba como la estrella puntiaguda del belén. Casi casi lo recordé, pero no quería. Cerré los ojos. Permanecí casi inmóvil. De pronto tuve la certeza de que, por muy poco que me moviese, todo saldría disparado, como la gaseosa cuando alguien agita la botella y que, cuando se abre, ya no hay vuelta atrás…
Me puse a temblar.
– ¿Qué te pasa? -quiso saber Zozie. No pude moverme ni articular palabra-. Nanou, ¿de qué tienes miedo?
Oí el tintineo de los dijes de su pulsera y el sonido fue casi igual al de las campanillas que cuelgan encima de la puerta.
– De las Benévolas -susurré.
– ¿De qué hablas? ¿Qué son las Benévolas? -Percibí apremio en su tono. Apoyó las manos en mis hombros y sentí lo mucho que ansiaba saberlo, estremeció todo su cuerpo como un rayo en una vasija-. Nanou, no tengas miedo -insistió-. Solo quiero que me digas lo que significa, ¿vale?
Las Benévolas.
Los Reyes Magos.
Los sabios que portan regalos.
Emití la clase de ruido que haces cuando intentas despertar de un sueño y no puedes. En mí se apiñaron demasiados recuerdos y me presionaron, pues todos querían ser vistos a la vez.
La casita a orillas del Loira.
Parecían tan amables, tan interesados.
Incluso habían llevado regalos.
En ese instante abrí los ojos súbita y desaforadamente. Dejé de sentir miedo. Por fin recordé y comprendí. Sabía qué había ocurrido y nos había cambiado, nos había obligado a huir, incluso de Roux; nos había obligado a fingir que éramos seres corrientes cuando en el fondo sabíamos que jamás lo seríamos.
– Nanou, ¿de qué se trata? -preguntó Zozie-. ¿Estás en condiciones de explicármelo?
– Creo que sí.
– En ese caso, habla -acotó esbozando una sonrisa-. Cuéntamelo todo.