SEXTA PARTE. Las Benévolas

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Lunes, 10 de diciembre


Ahora por fin llega el viento de diciembre, gime por las callejuelas y arranca de los árboles los restos del final del año. Diciembre, atención; diciembre, desesperación, solía decir mi madre. Una vez más, a medida que el año se aproxima a su fin, tengo la sensación de volver página.

Una página, una tarjeta, tal vez el viento. Diciembre siempre ha sido malo para nosotras. Es el último mes, el poso del año, y se arrastra hacia las navidades hundiendo en el barro su falda de hojalata. Ante nosotras se cierne el callejón sin salida del año, los árboles están prácticamente desnudos, la luz adquiere el tinte del papel de periódico quemado y mis fantasmas salen a jugar como luciérnagas en el cielo espectral…

Llegamos con el viento del Carnaval. Se trata de un viento de cambio, de promesas. El viento alegre, el viento mágico, que convierte a todos en liebres de marzo, que alborota capullos, faldones y tocados, que corre hacia el verano en medio de un frenesí de exuberancia.

Anouk fue hija de ese viento, niña del estío, y su tótem, el conejo…, el conejo impaciente, travieso y de mirada despierta.

Mi madre creía a pies juntillas en los tótems. Mucho más que el amigo invisible, el tótem revela nuestro corazón secreto, el espíritu, el alma íntima. El mío fue un gato o, al menos, eso dijo, probablemente porque pensó en la pulsera de bebé con el pequeño dije de plata. Los gatos son sigilosos por naturaleza. Los gatos presentan desdoblamiento de la personalidad. Los gatos huyen asustados ante un soplo de aire. Los gatos ven el mundo espiritual y cruzan la línea entre la luz y la oscuridad.

El viento arreció y huimos. Entre otros motivos, por Rosette. Supe desde el principio que estaba preñada y, como las gatas, la alumbré en secreto, lejos de Lansquenet…

En diciembre el viento había cambiado y trasladó el año de la luz a la oscuridad. El embarazo de Anouk no generó dificultades. Mi niña del estío llegó con el sol, a las cuatro y cuarto de una deliciosa madrugada de junio, y desde el instante en el que la vi supe que era mía y solo mía.

Desde el principio con Rosette todo fue diferente. Me encontré con una recién nacida menuda, fofa, irritable, que no quiso mamar y que me miraba como si fuese una desconocida. El hospital se encontraba en las afueras de Rennes y, mientras esperaba junto a Rosette, recibí la visita de un sacerdote, que se presentó para asesorarme y porque estaba sorprendido de que no bautizase a mi hija en el hospital.

Pese a su actitud tranquila y bondadosa, el cura se parecía demasiado a los de su calaña; repitió trilladas palabras de consuelo y centró la mirada en el otro mundo sin ver lo que hay en este. Le solté la perorata de costumbre: era viuda, me llamaba madame Rocher y viajaba para reunirme con unos parientes, con los que viviría. Evidentemente, no se lo tragó; miró a Anouk con recelo y a Rosette con creciente preocupación. Me explicó claramente que la pequeña tal vez no viviría y me preguntó si soportaría que muriese sin recibir las aguas bautismales.

Envié a Anouk a un hostal cercano mientras me recuperaba y cuidaba a Rosette. Estaba en un pueblo muy pequeño, llamado Les Laveuses, a orillas del Loira. Hacia allí huí del amable y viejo cura mientras las fuerzas de Rosette mermaban y las exigencias del sacerdote se tornaban más apremiantes.

La amabilidad mata con la misma facilidad que la crueldad, y el cura, llamado padre Leblanc, comenzó a hacer averiguaciones sobre mis parientes en la región, incluidas cuestiones como quién cuidaría de mi hija mayor, en qué escuela había estudiado y el destino del imaginario señor Rocher. Llegué a la conclusión de que, a la larga, la curiosidad lo conduciría a la verdad.

Una mañana cogí a Rosette y escapé en taxi a Les Laveuses. El hostal era barato e impersonal: una habitación individual con estufa de gas y una cama de matrimonio cuyo colchón se hundía casi hasta el suelo. Rosette seguía sin querer mamar y su voz era un maullido lastimero y quejumbroso que parecía hacerse eco del gemido del viento. Por si eso fuera poco, a veces le fallaba la respiración, que se detenía durante cinco o diez segundos, para reanudarse con un hipo y un resuello, como si mi pequeña hubiese decidido, aunque transitoriamente, reincorporarse al mundo de los vivos.

Pasamos dos noches más en el hostal. A medida que se acercaba el Año Nuevo, llegaron las nieves, que cubrieron de azúcar amargo los árboles negros y los bancos de arena del Loira. Busqué un alojamiento y me ofrecieron un piso situado sobre una pequeña crepería regentada por un matrimonio de ancianos, que respondía a los nombres de Paul y Framboise.

– No es muy grande, pero se caldea enseguida -aseguró Framboise, una dama impetuosa y de ojos oscuros como arándanos-. Me hará un favor si vigila el local. En invierno está cerrado porque no hay turistas, de modo que no estorbará. -Me observó atentamente y añadió-: Ese bebé llora como un gato. -Asentí-. Hummm… -Se sorbió los mocos-. Debería visitarla un médico.

Más tarde, mientras nos mostraba el pisito de dos habitaciones, pregunté a Paul a qué se había referido su esposa.

Paul, un delicado caballero que apenas hablaba, me miró, se encogió de hombros y finalmente reconoció que su mujer era supersticiosa, como la mayoría de los viejos del pueblo. Me pidió que no me lo tomase a pecho, ya que las intenciones de Framboise eran las mejores.

Estaba demasiado cansada como para seguir haciendo preguntas. En cuanto nos instalamos y Rosette empezó a mamar, aunque continuó muy inquieta y apenas dormía, pregunté a Framboise qué había querido decir.

– Dicen que los bebés gato traen mala suerte -explicó Framboise, que había venido a limpiar el impoluto obrador.

Sonreí. Acababa de hablar como Armande, mi queridísima y anciana amiga de Lansquenet.

– ¿Ha dicho bebé gato?

– Hummm… -masculló Framboise-. He oído hablar de ellos, pero jamás los he visto. Mi padre solía contarme que a veces las hadas se presentan por la noche y dejan un gato en el lugar del bebé. El bebé gato no come. El bebé gato llora constantemente y si alguien lo altera las hadas le ajustan las cuentas… -Entornó los ojos con actitud amenazadora y de pronto sonrió-. Claro que no es más que un cuento. De todos modos, deberías consultar al médico. En mi opinión, el bebé gato no está bien.

El último comentario era cierto, pero nunca me he sentido cómoda con los médicos y los curas, por lo que titubeé a la hora de seguir los consejos de la anciana. Transcurrieron tres días en los que Rosette no cesó de maullar y jadear, así que me tragué la reticencia y pedí hora con el médico de la cercana Angers.

El doctor examinó minuciosamente a Rosette. Al final dijo que había que hacerle pruebas, si bien el grito de mi hija pareció confirmar sus sospechas. Añadió que se trataba de un trastorno genético, más conocido como «grito del gato», así denominado por ese llanto extraño y tan semejante a un maullido. No era una enfermedad fatal, sino incurable, y se mostró reacio a dar un diagnóstico dada la presencia de los síntomas en una fase tan temprana.

– De modo que es un bebé gato -declaró Anouk.

Pareció estar encantada de que Rosette fuese diferente. Durante mucho tiempo había sido hija única y ahora, con siete años, por momentos parecía peculiarmente adulta y se ocupaba de Rosette, la engatusaba para que tomase el biberón, le cantaba y la acunaba en la mecedora que Paul había traído de su vieja granja.

– El bebé gato -tarareaba y movía la mecedora-. Mece al bebé gato en la copa del árbol.

Dio la sensación de que Rosette reaccionaba. El llanto cesó, al menos a ratos. Ganó peso. Por la noche dormía de tres a cuatro horas. Anouk insistió en que se debía al aire de Les Laveuses y dejó platillos con leche y azúcar para las hadas, por si venían a ver cómo estaba el bebé gato.

No volví a la consulta del médico de Angers. Los análisis no mejorarían el estado de Rosette. Anouk y yo la vigilamos, la bañamos con hierbas, le cantamos, masajeamos sus extremidades delgadas como tubos con lavanda y bálsamo del tigre y le dimos leche con un gotero porque no quiso saber nada de la tetina del biberón.

Un bebé de las hadas, decretó Anouk. A decir verdad, era muy bonita y delicada, con la cabeza pequeña pero bien formada, los ojos muy separados y la barbilla puntiaguda.

– Incluso parece un gato -continuó Anouk-. Es lo que dice Pantoufle. ¿No es cierto, Pantoufle?

Ah, sí, Pantoufle. Al principio supuse que Pantoufle desaparecería en cuanto Anouk tuviese una hermana pequeña de la que ocuparse. El viento todavía soplaba sobre el Loira y el solsticio de invierno, lo mismo que el de verano, es una época de cambio, un período incómodo para los viajeros.

Con la llegada de Rosette dio la sensación de que, en todo caso, Pantoufle se fortalecía. Me di cuenta de que lo veía cada vez con más claridad: sentado junto a la cuna de la pequeña, la contemplaba con sus ojos de botones negros mientras Anouk la acunaba, le hablaba y cantaba para tranquilizarla.

V'là l'bon vent, v'là l'joli vent…

– ¡Pobre Rosette, no tiene un animal! -se lamentó Anouk mientras permanecíamos junto a la estufa-. Tal vez por eso llora sin cesar. Quizá deberíamos pedir a alguno que venga a cuidarla del mismo modo que Pantoufle se ocupa de mí.

Sonreí al oír ese comentario, pero Anouk hablaba en serio y tendría que haber sabido que, si no me ocupaba de resolver el problema, ella lo solventaría. Por eso le prometí intentarlo. Por una vez le seguiría el juego. Nos habían ido muy bien los últimos seis meses sin barajas, hechizos y rituales, pero los añoraba, lo mismo que Anouk. ¿Qué daños podía causar un sencillo juego?

Hacía casi una semana que vivíamos en Les Laveuses y nuestra situación mejoraba. Habíamos hecho varios amigos en el pueblo y me había encariñado con Framboise y Paul. Estábamos cómodas en el piso de arriba de la crepería. A causa del nacimiento de Rosette nos habíamos saltado la Navidad, pero se acercaba el Año Nuevo, cargado con la promesa de nuevos inicios. El aire era frío, pero despejado y escarchado, y el cielo había adquirido un vibrante e intenso tono azul. Aunque Rosette no dejó de preocuparme, lentamente aprendimos sus hábitos y, con la ayuda de un gotero, le proporcionamos el alimento que necesitaba.

Fue entonces cuando nos pilló el padre Leblanc. Se presentó con una mujer que, según dijo, era enfermera, si bien sus preguntas, que Anouk me repitió, me llevaron a suponer que se trataba de una trabajadora social. No estaba en casa cuando vinieron, ya que Paul me había llevado a Angers en coche para comprar pañales y leche para Rosette, pero Anouk sí que estaba y Rosette se encontraba en su cuna, en el primer piso. Se presentaron con una cesta de alimentos y se mostraron tan bondadosos e interesados (preguntaron por mí y dieron a entender que éramos amigos) que, en su inocencia, mi confiada Anouk reveló mucho más de lo que era aconsejable.

Les habló de Lansquenet-sous-Tannes y de nuestros viajes por el Carona con los gitanos del río. Les habló de la chocolatería y de la fiesta que habíamos organizado. Les habló de Yule, de los saturnales, de las divinidades neopaganas de los solsticios de invierno y de verano (el rey del acebo y el del roble) y de los dos grandes vientos que dividen el año. Cuando mostraron interés por las bolsitas rojas de la buena suerte que colgaban de la puerta y los platillos con pan y sal del umbral, Anouk mencionó las hadas, las divinidades menores, los tótems animales, los rituales a la luz de las velas, la salida la luna, el canto al viento, la baraja del tarot, los bebés gato…

¿Los bebés gato?

– Claro que sí -respondió mi hija del estío-. Rosette es un bebé gato, razón por la cual le gusta la leche. También por eso maúlla toda la noche como un gato. No pasa nada. Solo necesita un tótem. Todavía esperamos que llegue.

Me imagino cómo interpretaron esas palabras: secretos, ritos, bebés sin bautizar, niños que quedan a cargo de desconocidos y cosas aún peores…

El cura le preguntó si le apetecía acompañarlo. Está claro que no tenía autoridad para proponérselo. Le dijo que con él estaría a salvo, que la mantendría a salvo mientras durase la investigación. Hasta es posible que se la hubiese llevado si Framboise no hubiera ido a ver cómo estaba Rosette y los hubiese encontrado en el obrador, Anouk al borde de las lágrimas y el sacerdote y la mujer hablando severamente, diciendo que sabían que estaba asustada pero no estaba sola, que cientos de niños se encontraban en su misma situación y que se salvaría si confiaba en ellos…

Framboise los mandó con la música a otra parte y preparó té para Anouk y leche para Rosette. Seguía allí cuando Paul y yo regresamos y me refirió la visita de la mujer y el cura.

– Esa gente no sabe ocuparse de sus asuntos -comentó desdeñosamente mientras bebía una taza de té-. Buscan demonios hasta debajo de la cama. Les dije que bastaba mirar el rostro de la niña… -Ladeó la cabeza hacia Anouk, que jugaba con Pantoufle-. «¿Es el rostro de una menor en peligro? ¿Les parece que tiene miedo?»

Está claro que se lo agradecí, pero en el fondo supe que regresarían, quizá con una autorización legal, una especie de orden de registro o para interrogarme. Sabía que el padre Leblanc no cejaría en su empeño y que, si se le presentaba la oportunidad, ese hombre bondadoso, bienintencionado y peligroso (u otro como él, alguien de su calaña) me perseguiría hasta los confines de la tierra.

– Mañana nos vamos -decidí finalmente.

Anouk lanzó un chillido de protesta:

– ¡No! ¡No, otra vez no!

– Nanou, tenemos que irnos. Esa gente…

– ¿Por qué nosotras? ¿Por qué siempre nos toca? ¿Por qué, para variar, no se los lleva el viento?

Miré a Rosette, que dormía en la cuna; a Framboise, con su cara arrugada como una vieja manzana de invierno, y a Paul, que había escuchado en medio de un silencio que expresaba más que todo lo que podría haber dicho con palabras. En ese momento un brillo llamó mi atención, algo que podría haber sido un juego de luces, una chispa de electricidad estática o un ascua que escapó de la chimenea.

– El viento arrecia -aseguró Paul, y escuchó por el cañón de la chimenea-. No me sorprendería que estallase una tormenta.

Ciertamente, en ese momento oí el último ataque del viento de diciembre. Diciembre, desesperación. Su voz quejumbrosa, gimiente y riente me llegó a lo largo de la noche, que Rosette pasó inquieta, por lo que permanecí junto a su cuna y dormí a trancas y barrancas mientras el viento berreaba y sacudía las tejas y los marcos de las ventanas.

A las cuatro percibí que algo se movía en la habitación de Anouk. Rosette estaba despierta. Fui a ver qué pasaba. La encontré sentada en el suelo, en medio de un círculo irregularmente trazado con tiza amarilla. Junto a su cama había una vela encendida, así como otra sobre la cuna de Rosette, y en medio de esa cálida luz amarilla estaba sonrosada y encendida.

– Mamá, lo hemos solucionado -me comunicó con los ojos brillantes-. Lo hemos arreglado para quedarnos.

Me senté en el suelo, junto a ella y pregunté:

– ¿Cómo?

– Dije al viento que nos quedamos aquí y le pedí que se llevase a otros.

– Nanou, no es tan sencillo.

– Sí que lo es -aseguró Anouk-. Hay algo más -Me dirigió una sonrisa de conmovedora ternura-. ¿Lo ves? -quiso saber, y señaló algo que había en un rincón.

Arrugué el entrecejo. No había nada, mejor dicho casi nada, salvo un brillo fugaz, el parpadeo de la luz de la vela en la pared, una sombra, algo que parecían ojos, una cola…

– Nanou, no veo nada.

– Pertenece a Rosette. Llegó con el viento.

– Ah, ya lo veo.

Sonreí. A veces la imaginación de Anouk es tan contagiosa que me dejo llevar y veo cosas que es imposible que existan.

Rosette estiró los brazos y maulló.

– Es un mono -acotó Anouk-. Se llama Bamboozle, «el engatusador».

Me eché a reír.

– No entiendo cómo sabes todo eso. -Incluso entonces me sentí incómoda-. Ya sabes que solo es un juego, ¿no?

– Claro que no, es real -insistió Anouk sonriente-. Mira, mamá, Rosette también lo ve.


Por la mañana el viento amainó. Los lugareños aseguraron que fue un viento maligno que derribó árboles y arrasó graneros. Los periódicos lo consideraron una tragedia y explicaron que, la tarde de la víspera de la Nochevieja, la rama de un árbol cayó sobre un coche que cruzaba el pueblo y mató tanto al conductor como a su acompañante; uno de los dos era el cura de Rennes.

Un acto de Dios, aseguraron los periódicos.

Anouk y yo sabíamos que no era así.

Solo fue un Accidente, repetí cuando noche tras noche despertó llorando en nuestro piso diminuto del boulevard de la Chapelle. Anouk, esas situaciones no son reales. A veces se producen accidentes. No ha sido más que un accidente.

Con el cambio de año Anouk empezó a creérselo. Dejó de tener pesadillas y experimenté la sensación de que volvía a ser feliz, pero en su mirada había algo, un giro de la niña de estío que había sido, algo mayor, más sabio, más extraño. Rosette, mi niña de invierno, cada día se pareció más a Anouk; continuó encarcelada en su reducido mundo, se negó a crecer como los demás niños, no habló, no caminó, simplemente miró con esos ojos salvajes…

¿Fuimos responsables? La lógica indica que no. Claro que la lógica tiene sus límites. Ahora aquel viento vuelve a estar presente. Si no hacemos caso de su llamada, ¿a quién elegirá para que ocupe nuestro lugar?

En la colina de Montmartre no hay árboles. Es una de las cosas que agradezco, pero el viento de diciembre sigue oliendo a muerte y no hay incienso que consiga endulzar su sombría seducción. Diciembre siempre ha sido época de penumbras, de espíritus santos e impíos, de hogueras encendidas para desafiar la agonía de la luz. Los dioses del solsticio de invierno son severos y fríos; Perséfone está atrapada en el mundo de los muertos y la primavera es un sueño que se encuentra a una vida de distancia.


V'là l'bon vent, v'là l'joli vent

V'là l'bon vent, ma mie m'appelle…


En las calles desnudas de Montmartre siguen campando las Benévolas, que gritan su desafío a la época de la buena voluntad.

2


Martes, 11 de diciembre


A partir de ahí todo fue fácil. Me contó la historia de cabo a rabo: la chocolatería de Lansquenet, el escándalo que se desató, la mujer que murió, Les Laveuses, el nacimiento de Rosette y el fracasado intento de las Benévolas por llevársela.

De modo que eso es lo que tanto teme. ¡Pobre chiquilla! No creáis que soy totalmente despiadada debido a que en esto hay algo ventajoso para mí. Escuché su relato inconexo, la abracé cuando se sintió abrumada, le acaricié los cabellos y le sequé las lágrimas, que es más de lo que alguien hizo por mí cuando tenía dieciséis años y mi mundo se desplomó.

La tranquilicé tanto como pude. Le expliqué que la magia es uno de los instrumentos del cambio, de las mareas que mantienen vivo el mundo. Todo está vinculado: el daño que se hace a un lado del mundo queda equilibrado por su contrario en el otro. No hay luz sin oscuridad, mal sin bien ni ultraje sin venganza.

En lo que a mi propia experiencia se refiere…

Veamos, le dije cuanto necesitaba saber, lo suficiente como para convertirnos en conspiradoras y unirnos en el remordimiento y la culpa, como para separarla del mundo de la luz y atraerla delicadamente hacia las tinieblas…

Comentó que en mi caso todo comenzó con un chico. Tal como suele ocurrir, también acabó con un muchacho; si en el infierno no hay mayor furia que la de la mujer desdeñada, en la tierra no hay nada peor que una bruja engañada.

Durante una o dos semanas todo fue bien. Me di aires ante las otras, disfruté de mi conquista reciente y de la repentina categoría que alcancé. Scott y yo nos hicimos inseparables. La pega fue que Scott era débil y muy vanidoso, características que me permitieron esclavizarlo con facilidad, por lo que enseguida cayó en la tentación de hacer confidencias a los compañeros de vestuario, jactarse, pavonearse y, por último, mofarse.

Detecté en el acto el cambio de equilibrios. Scott se había ido de la lengua y, como hojas secas, los rumores se desperdigaron de una a otra punta de la escuela. En las paredes de las duchas aparecieron pintadas y los compañeros se codeaban cuando se cruzaban conmigo. Mi peor enemiga fue una tal Jasmine, una chica intrigante, popular, recatada y guapísima, que lanzó la primera andanada de rumores. Los combatí con todos los trucos sucios de los que disponía pero, una vez que te has convertido en víctima, ya no dejas de serlo, por lo que no tardé en volver a representar mi papel de costumbre: el blanco de todos los comentarios sarcásticos y los chistes. A continuación Scott McKenzie se cambió de bando. Tras una sucesión de excusas cada vez menos entusiastas, al final lo vieron paseándose con Jasmine y sus amigas; por último lo presionaron, lo engatusaron, lo avergonzaron y lo azuzaron para que me lanzase un ataque directo. Lo hizo ni más ni menos que en la tienda de mi madre; desde siempre el blanco del ridículo por su exposición de cristales y libros sobre la magia sexual, la tienda se convirtió una vez más en la diana de sus ataques.

Llegaron de noche, en grupo, y estaban medio borrachos, reían, pedían silencio y se empujaban. Era demasiado temprano para la noche de las travesuras, si bien las tiendas ya estaban atiborradas de fuegos artificiales y la víspera de Todos los Santos los llamaba con dedos largos y delgados que olían a humo. Mi habitación daba a la calle. Los oí, hasta mí llegaron los sonidos de las risas y los nervios tensos; oí voces de aliento, una respuesta murmurada, otra voz que apremiaba y un silencio agorero.

Duró casi un minuto, lo comprobé. Entonces resonó un estallido muy próximo y en un espacio cerrado. En un primer momento supuse que habían metido petardos en el contenedor, pero percibí olor a humo. Me asomé por la ventana y vi que se dispersaban. Eran seis y parecían palomas asustadas; se trataba de cinco chicos y una tía cuyos andares reconocí…

Lo mismo que a Scott, por supuesto. Corría delante de todos, con el pelo rubio muy claro a la luz de la farola. Mientras lo observaba se fijó en mí… y durante un instante nuestras miradas se habrían encontrado…

Pero el resplandor del escaparate lo imposibilitó. Hubo una llamarada entre roja y anaranjada cuando el fuego se propagó, saltó, dio volteretas y realizó saltos mortales como un acróbata maligno que va del alambre de pañuelos de seda al trapecio de atrapasueños y finalmente llega a una pila de libros…

¡Mierda! Vi que Scott movía los labios. Se detuvo… y la chica que estaba a su lado lo obligó a continuar. Los amigos lo alcanzaron, por lo que Scott se dio la vuelta y huyeron. Antes de que desaparecieran los identifiqué: esos empalagosos y estúpidos rostros de adolescentes, encendidos por el fuego y sonrientes en medio de la luz anaranjada…

A la hora de la verdad, no fue un gran incendio y lo apagamos antes de que llegasen los bomberos. Incluso conseguimos salvar casi todas las existencias, pese a que el techo quedó negro y el local apestaba a humo. Según los bomberos, se debió a un cohete, a un cohete estándar que pasaron por el buzón y encendieron. La policía me preguntó si había visto algo y respondí que no.

Al día siguiente elaboré mi venganza. Anuncié que me sentía mal, me quedé en casa, lo planifiqué todo y puse manos a la obra. Fabriqué seis muñequitos con pinzas de madera. Los hice tan realistas como pude, con la ropa cosida a mano, las caras recortadas de la fotografía anual de la clase y pegadas debajo del pelo. Les puse nombre y, a medida que se acercaba el Día de los Muertos, me esforcé por tenerlos a punto.

Recogí pelo suelto de los abrigos colgados de los percheros. Robé ropa de los vestuarios. Arranqué hojas de los cuadernos de ejercicios y etiquetas de las mochilas, investigué las papeleras en busca de pañuelos de papel usados y, aprovechando que nadie me veía, cogí tapones de bolis mordisqueados. Al acabar la semana tenía material suficiente para una docena de muñecos de pinzas y decidí cobrarme la deuda la víspera de Todos los Santos.

Era la noche del baile de mitad de curso. Oficialmente no me habían dicho nada, pero se sabía que Scott llevaría a Jasmine y, si yo acudía, surgirían problemas. No tenía la menor intención de ir al baile, pero estaba deseosa de causar problemas y si Scott o alguien se atrevía a interponerse en mi camino, ya podían estar seguros de que los tendrían.

Tenéis que recordar que era muy joven. Por si eso fuera poco, también era ingenua en muchos aspectos, aunque no tanto como Anouk ni tan dada a la culpa. Se me ocurrió una venganza a dos bandas, una venganza que cumplía los requisitos de mi sistema al tiempo que proporcionaba una sólida base de química práctica que añadiría autoridad a mi experimentación ocultista.

A los dieciséis años, mi conocimiento de los venenos no era tan profundo como cabía esperar. Conocía los más obvios, como es lógico, pero hasta entonces apenas había tenido ocasión de verlos en acción. Estaba decidida a cambiar esa situación, por lo que elaboré un compuesto con las sustancias más virulentas que conseguí: mandrágora, ipomea y tejo. Se vendían en la tienda de mi madre y, disueltas o infundidas con vodka, resultan bastante difíciles de detectar. Compré el vodka en la tienda de la esquina, utilicé la mitad para preparar la tintura y luego añadí varios extras, incluido el jugo de un hongo agárico que tuve la suerte de encontrar bajo un seto del recinto escolar. Colé minuciosamente la tintura, la reintroduje en la botella marcada con el signo de Huracán el Destructor y la metí en mi mochila, que dejé abierta, pues estaba segura de que el karma haría el resto del trabajo.

Como era de prever, desapareció durante el recreo y Scott y sus amigos mostraron una sonrisa colectiva de mofa y actitud furtiva. Aquel día, cuando volví a casa era casi feliz y completé los seis muñecos de pinza atravesándoles el corazón con una aguja larga y afilada al tiempo que les susurraba un secreto.

Jasmine…,Adam…, Luke…, Danny…, Michael…, Scott…

Obviamente, no podía estar segura, del mismo modo que era imposible que supiese que, en lugar de beberse el vodka, la pandilla lo vaciaría en la ponchera del baile, con lo cual repartieron el regalo del karma con más generosidad de la que yo podía desear.

Por lo que me contaron, los efectos fueron espectaculares. Mi brebaje provocó vómitos violentos, alucinaciones, retortijones, parálisis, disfunción renal e incontinencia y afectó a más de cuarenta estudiantes, incluidos los seis a los que iba destinado.

Podría haber sido peor. Nadie murió. Mejor dicho, nadie murió como consecuencia directa. Sin embargo, un envenenamiento a gran escala, como aquel, casi nunca pasa desapercibido. Hubo una investigación, alguien se fue de la lengua y, por último, los responsables confesaron, se autoinculparon y me acusaron en un intento de eludir su responsabilidad. Reconocieron que habían introducido el cohete en nuestro buzón, que habían robado la botella de mi mochila e incluso que mezclaron las bebidas, pero negaron conocer el contenido de la botella de vodka.

Como era previsible, la policía se presentó en casa. Mostró un gran interés por las hierbas de mi madre y me interrogó a fondo, pero sin éxito. Para entonces me había convertido en experta en ponerme a la defensiva y nada, ni su amabilidad ni sus amenazas, me llevó a modificar la declaración.

Dije que había habido una botella de vodka y que la había comprado, a regañadientes y siguiendo instrucciones claras de Scott McKenzie. Scott tenía grandes planes para el baile de esa noche y propuso, según sus propias palabras, llevar «unos pocos extras para animar la juerga». Supuse que había querido decir drogas y alcohol, razón por la cual opté por no ir en vez de revelar mi falta de entusiasmo por su plan.

Reconocí que sabía que no estaba bien. Tendría que haber hablado en ese momento pero, después del incidente con el cohete, me había asustado y, temerosa de nuevas represalias, había seguido tácitamente el plan.

Tal como se desencadenaron los acontecimientos, algo debió de salir mal. Scott no sabía mucho de drogas y supuse que se había excedido. Ante esa posibilidad derramé lágrimas de cocodrilo, escuché atentamente la perorata del agente, me mostré aliviada de haberme salvado por los pelos y prometí que nunca más volvería a enredarme en algo parecido.

Fue una buena representación y convencí a la policía, pero en todo momento mi madre mantuvo sus dudas. El hallazgo de los muñecos de pinza contribuyó a confirmar sus sospechas y sabía lo suficiente sobre las propiedades de las sustancias que vendía como para tener una idea clara de quién había sido y qué había empleado.

Es evidente que lo negué, pero por supuesto no me creyó.

Podría haber habido muertos, repitió al infinito. ¡Como si ese no hubiese sido mi plan! Como si me importara, después de lo que habían hecho. Mi madre mencionó la posibilidad de buscar ayuda, asesoramiento, tratamiento de la ira, tal vez un psiquiatra infantil…

Insistió en que jamás tendría que haberme llevado a México, que hasta entonces había sido una niña buena…

Ya lo sabéis, estaba como una regadera. Se tragaba cada idea trasnochada que se cruzaba en su camino y se apoderó de ella el creciente delirio de que, por alguna razón, la cría obediente que había llegado a México para celebrar el Día de los Muertos estaba dominada por una fuerza maligna, por algo que la cambió y la volvió capaz de cometer atrocidades.

No cesó de repetir: «¿Qué contenía la piñata negra? ¿Qué contenía?».

Para entonces mi madre estaba tan histérica que apenas entendí lo que intentaba decir.

Ni siquiera recuerdo la piñata negra; sucedió hace mucho tiempo y, además, en la fiesta había montones de piñatas. En lo que se refiere al contenido…, bueno, supongo que golosinas, pequeños juguetes, dijes, calaveras de azúcar y todo lo que habitualmente alberga una piñata del Día de los Muertos.

Dar a entender que pudo ocurrir otra cosa, que tal vez un espíritu o una divinidad menor (puede que hasta la Santa Muerte, la codiciosa y vieja Mictecacihuatl) entró en mí durante aquel viaje a México…

Dije que, en el caso de que alguien necesitase ayuda, tenía que tratarse de la persona que había inventado ese cuento de hadas. Pero mi madre insistió, se atrevió a tildarme de «inestable», citó sus creencias y por último me advirtió que, si yo no confesaba lo que había hecho, no le quedaría otra opción que…

Fue entonces cuando tomé la decisión. Esa noche preparé el equipaje para un viaje sin retorno. Cogí su pasaporte y el mío, un poco de ropa, algo de dinero, así como las tarjetas de crédito, el talonario y las llaves de la tienda. Si queréis, podéis llamarme sentimental: también me llevé uno de sus pendientes, con forma de zapatitos, que incorporé como dije a mi pulsera. Desde entonces he añadido unos cuantos más; cada dije es una especie de trofeo, el recordatorio de las numerosas vidas que he coleccionado y utilizado para enriquecer mi existencia. Allí es donde todo empezó realmente: con un par de zapatitos de plata.

Bajé sigilosamente la escalera, encendí dos petardos que había comprado ese mismo día, los dejé caer entre las pilas de libros y salí sin hacer ruido.

No volví la vista atrás, no era necesario. Mi madre siempre dormía como un tronco y estoy convencida de que la dosis de valeriana y de lechuga montes que incorporé a su infusión habría relajado al más inquieto de los durmientes. Scott y sus amigos serían los primeros sospechosos, al menos hasta que se confirmase mi desaparición, pero para entonces yo me proponía estar allende los mares, muy lejos.

Comprenderéis que lo suavicé al explicárselo a Anouk y me abstuve de mencionar la pulsera, la piñata negra y mi fogoso adiós. Tracé una imagen conmovedora de mí misma: sola, incomprendida y sin amigos por las calles de París; me sentí desesperada de culpa, dormí donde pude y solo viví de la magia y el ingenio.

– Tuve que ser fuerte y valiente. Es duro estar sola a los dieciséis pero, de alguna manera, me defendí por mí misma y con el tiempo aprendí que existen dos fuerzas que nos impulsan. Si lo prefieres, dos vientos que soplan en direcciones contrarias. Un viento te acerca a lo que quieres y el otro te aleja de lo que temes. Las personas como nosotras tenemos que elegir entre volar con el viento o dejar que te vuele.

Por fin, a medida que la piñata se parte y deja caer su botín sobre los fieles, aparece el premio que tanto he esperado, el billete que no solo conduce a una vida, sino a dos…

– Nanou, ¿cuál eliges? -inquiero-. ¿El miedo o el deseo? ¿Huracán o Ehecatl? ¿El Destructor o el Viento del Cambio?

Me clava la mirada de sus ojos entre grises y azules, el mismo tono que el del borde de una nube de tormenta cuando comienza a deshacerse. A través del Espejo Humeante veo que sus colores mudan hacia los púrpuras y los azules más turbulentos.

También atisbo algo más: una imagen, un icono, que aquí se presenta con más claridad que la que puede manifestar una niña de once años. La veo menos de un segundo, pero es suficiente: se trata de la escena del belén de la place du Tertre, de la madre, el padre y el pesebre.

Claro que en esta versión de la escena la madre viste de rojo y el pelo del padre tiene el mismo color que…

Por fin empiezo a entender. Por eso le interesa tanto que se celebre la fiesta; por eso dedica tantas atenciones a los muñecos de la casa de Adviento y los agrupa, los acomoda con el mismo cuidado y mimo que prodigaría a la situación real.

Mirad a Thierry en el exterior de la casa. No desempeña papel alguno en esta peculiar representación. También están los visitantes: los Reyes Magos, los pastores y los ángeles; en nuestro caso, Nico, Alice, madame Luzeron, Jean-Louis, Paupaul, madame Pinot… Desempeñan la función de coro griego y proporcionan aliento y apoyo. Luego está el grupo central: Anouk, Rosette, Roux, Vianne…

¿Qué fue lo primero que me dijo?

¿Quién ha muerto? Vianne Rocher.

Lo consideré una broma, un intento infantil de provocar, pero ahora que conozco un poco más a Anouk me doy cuenta de lo serias que podrían ser esas palabras aparentemente frívolas. El viejo sacerdote y la trabajadora social no fueron las únicas víctimas del viento de diciembre de hace cuatro años. Vianne Rocher y su hija Anouk también murieron aquel día y ahora le gustaría resucitarlas…

Nanou, cuánto nos parecemos.

Verás, yo también necesito otra vida. Françoise Lavery todavía me persigue. Esta noche volvió a aparecer en la prensa local, entre otros alias también conocida como Mercedes Desmoines y Emma Windsor; publicaron dos fotos borrosas tomadas del circuito cerrado de televisión. Verás, Annie, tengo mis propias Benévolas y, por lentas que parezcan, son constantes y su persecución ha dejado de resultarme fastidiosa y se ha convertido en algo casi amenazador.

¿Cómo se enteraron de la existencia de Mercedes? ¿Cómo descubrieron tan pronto a Françoise? ¿Cuánto tiempo supones que pasará hasta que también Zozie sea víctima de su impiedad?

Me digo que tal vez ha llegado el momento. Quizá ya he agotado París. Al margen de los encantos, es posible que haya llegado la hora de emprender otros caminos, pero no como Zozie, ya no.

Si alguien te ofreciese una vida totalmente nueva, ¿la aceptarías?

Por supuesto que sí.

Y si esa vida te ofreciese aventuras, riquezas y una cría, no cualquiera, sino esta niña bella, prometedora, talentosa, que todavía no ha sido tocada por la mano del karma y que te devuelve hasta el último mal pensamiento y cada acto cuestionable con la fuerza triplicada…, algo que arrojar a las Benévolas cuando al final no quede nada más…

Si se presentara esa oportunidad, ¿la aprovecharías?

¿La aprovecharías?

Por supuesto que sí.

3


Miércoles, 12 de diciembre


De momento llevamos poco más de una semana de clases y dice que ha comenzado a notar cambios. He aprendido más cosas mexicanas: nombres, historias, símbolos y signos. Ahora sé despertar el viento con Ehecatl, el Cambiante; invocar a Tlaloc para que llueva e incluso apelar a Huracán para que desate la venganza sobre mis enemigos.

Tampoco se trata de que esté pensando en la venganza. Desde aquel día en la cola del autobús, Chantal y compañía no han asistido al liceo. Al parecer, todas tienen lo mismo. Según monsieur Gestin, han contraído algo parecido a la tiña y tienen que quedarse en casa hasta que mejoren para no contagiar a los compañeros. Es sorprendente lo que cambian las cosas en una clase de treinta alumnos cuando las cuatro personas más desagradables no están. En ausencia de Suzanne, Chantal, Sandrine y Danielle, ir a clase es un placer. Nadie se convierte en el bicho raro, nadie se ríe de Mathilde por estar gorda y hoy Claude respondió sin tartamudear a una pregunta de matemáticas.

A decir verdad, hoy me he ocupado de Claude. Cuando lo conoces resulta encantador, pero la mayor parte del tiempo tartamudea tanto que casi no habla con nadie. Me las ingenié para meterle en el bolsillo un trozo de papel con un símbolo, el del Uno Jaguar, para darle valor, y quizá se deba a que el cuarteto no está, pero lo cierto es que me parece que he notado mejorías.

Está más relajado, permanece erguido en lugar de hundir los hombros y, aunque no ha desaparecido, hoy su tartamudez no fue tan marcada. A veces va tan mal que se atasca, se pone rojo y está a punto de echarse a llorar; todos nos sentimos incómodos, incluso los profesores, y lo miramos, salvo Chantal y compañía; hoy habló más que nunca y no se atragantó ni siquiera una vez.

También he hablado con Mathilde. Es muy tímida y apenas toma la palabra, se pone enormes jerséis negros para disimular su figura e intenta volverse invisible con la esperanza de que la dejen en paz. Siempre se meten con ella y camina cabizbaja, como si temiese mirar a alguien a los ojos, lo que le da un aspecto rechoncho, torpe y penoso, por lo que nadie se da cuenta de que tiene un cutis fantástico (nada que ver con el de Chantal, que se ha llenado de acné) y que su melena es tupida y hermosa y con la actitud adecuada también podría…

– Deberías probarlo -aseguré-. Te llevarías una sorpresa.

– ¿Qué quieres que pruebe? -preguntó Mathilde con un tono que daba a entender que se preguntaba por qué yo perdía el tiempo con ella.

Le expliqué parte de lo que Zozie me había dicho. Prestó atención y se olvidó de mirar al suelo.

– Sería incapaz -reconoció al final, pero detecté su mirada esperanzada.

Esta mañana, en la parada del autobús, la encontré distinta: más recta, más segura de sí misma y, por primera vez desde que la conozco, no iba de negro. Llevaba un jersey corriente, rojo oscuro, que no le quedaba excesivamente holgado. Comenté que le sentaba bien y Mathilde se mostró confundida pero satisfecha y, también por primera vez, entró sonriendo en el liceo.

Hay que reconocer que me resulta un punto extraño eso de ser repentinamente…, bueno, no digamos que popular, sino algo parecido, que la gente te vea con otros ojos, que puedas cambiar su manera de pensar…

¿Cómo es posible que mamá renunciase a todo eso? Me gustaría preguntárselo, pero sé que no puedo. Tendría que hablarle de Chantal y compañía, de los muñecos de pinzas, de Claude y Mathilde, de Roux, de Jean-Loup…

Jean-Loup ha vuelto al liceo; estaba algo pálido pero animado. Sucede que solo tuvo un resfriado, pero el trastorno cardíaco es delicado y hasta un resfriado puede convertirse en algo grave. De todos modos, hoy ha vuelto y nuevamente toma fotos y observa el mundo a través de la cámara. Hace fotos de todo: de los profesores, del portero, de los estudiantes, hasta de mí. Las dispara tan rápido que nadie tiene tiempo de interrumpir lo que está haciendo, por lo que a veces se mete en líos, sobre todo con las chicas, a las que les gustaría acicalarse y posar…

– Y echar a perder la foto -concluyó Jean-Loup.

– ¿Por qué? -quise saber.

– Porque con la cámara se ve más que a simple vista.

– ¿Incluso fantasmas?

– También.

Me pareció divertido, pero Jean-Loup tiene razón. Está hablando del Espejo Humeante y de que puede mostrarte cosas que normalmente no verías. Está claro que no conoce los antiguos símbolos, aunque tal vez hace tanto tiempo que toma fotos que aprendió el truco de enfocar de Zozie, de ver las cosas tal como realmente son en lugar de como la gente quiere verlas. Por eso le gusta el cementerio, busca lo que el ojo no ve. Busca luces espectrales, la verdad o algo por el estilo.

– Según tú, ¿qué aspecto tengo?

Recorrió su galería de fotos y me mostró la instantánea tomada esa misma mañana, durante el recreo, en el preciso momento en el que corría hacia el patio.

– Está un poco borrosa -opiné.

Mis piernas y mis brazos estaban por todas partes, pero mi cara había quedado bien y me reía.

– Eres tú -aseguró Jean-Loup-. Es hermosa.

No supe si fanfarroneaba o si acababa de echarme un piropo, así que no me di por aludida y miré las demás.

Vi a Mathilde, con aspecto triste y gorda pero, en el fondo, realmente bonita; vi a Claude, que hablaba conmigo sin tartamudear, y a monsieur Gestin con expresión divertida y sorprendente, como si intentase mostrarse serio a pesar de que interiormente se partía de risa; también vislumbré fotos de la chocolatería, que Jean-Loup todavía no había descargado, pero las pasó tan rápido que apenas las vislumbré.

– Ve más despacio -pedí-. ¿Esa no es mi madre?

Era mamá con Rosette. Pensé que parecía vieja y, como Rosette se había movido, no se veía claramente su cara. También avisté a Zozie a su lado; no se parecía en nada a sí misma, pues tenía las comisuras de los labios hacia abajo y algo en la mirada…

– ¡Vamos! ¡Llegaremos tarde! -espetó Jean-Loup.

Echamos a correr hacia el autobús y, como de costumbre, fuimos al cementerio a dar de comer a los gatos y a caminar por los senderos, bajo los árboles de los que caían las hojas secas y estaban rodeados de fantasmas.

Cuando llegamos oscurecía y los sepulcros no eran más que formas perfiladas contra el cielo. No va bien para hacer fotos a no ser que utilices el flash, algo que Jean-Loup considera «imperfecto», aunque de todas maneras es extraño y maravilloso debido a las luces navideñas colgadas colina arriba y extendidas cual una telaraña de estrellas.

– Casi nadie llega a ver todo esto. -Jean-Loup hizo fotos del cielo amarillo y gris, con las tumbas como cascos en un astillero abandonado-. Por eso me gusta a esta hora, cuando la noche está a punto de caer, la gente ha vuelto a casa y ves realmente que se trata de un cementerio más que de un parque lleno de famosos.

– No tardarán en cerrar -añadí.

Cierran para evitar que los vagabundos duerman en el recinto. De todos modos, algunos lo hacen. Trepan el muro o se esconden para que el guarda no detecte su presencia.

Al principio pensé que se trataba de un mendigo que se aprestaba a pasar la noche; solo fue una sombra detrás de una de las tumbas, cubierta con un abrigo enorme y con un gorro de lana que le tapaba la cabeza. Toqué el brazo de Jean-Loup, que asintió y murmuró:

– Prepárate para correr.

En realidad, yo no estaba asustada ni nada que se le parezca. Creo que corres el mismo peligro con una persona sin techo que con alguien que tiene casa. Por otro lado, nadie sabía que estábamos allí, estaba oscuro y era consciente de que a la madre de Jean-Loup le daría un ataque si se enteraba adónde iba casi todos los días al salir de la escuela.

Está convencida de que acude al club de ajedrez.

Me parece que no conoce a su hijo.

Sea como fuere, allí estábamos, dispuestos a salir volando si el hombre intentaba acercarse a nosotros. En ese momento se volvió y vi su rostro…

¿Roux?

Desapareció sin darme tiempo a pronunciar su nombre; se desplazó entre las tumbas rápido como un gato de cementerio y sigiloso como un fantasma.

4


Jueves, 13 de diciembre


Hoy vino madame Luzeron y trajo varias cosas para el escaparate de Adviento: muebles de juguete de su antigua casa de muñecas, cuidadosamente embalados y guardados en cajas de zapatos rellenas con papel de seda. Hay una cama de cuatro columnas con dosel, una mesa de comedor y seis sillas. También trajo lámparas, alfombras, un diminuto espejo dorado y varias muñequitas con cabeza de porcelana.

– No puedo permitir que se desprenda de esos objetos -aseguré cuando los dejó sobre el mostrador-. Se trata de antigüedades…

– No son más que juguetes, quédeselos todo el tiempo que quiera.

Los puse en la casa, en la que hoy hemos abierto otra puerta. Se trata de una escena encantadora, en la que una cría pelirroja (uno de los muñecos de pinza de Anouk) admira una enorme pila de cajas de cerillas, cada una primorosamente envuelta con papel de colores y con un lacito.

Falta poco para el cumpleaños de Rosette. La fiesta que Anouk ha organizado con tanto cuidado es, en parte, celebración de ese aniversario e intuyo que también el intento de recrear una época (probablemente imaginaria) en la que Yule significaba algo más que papel metalizado y regalos y la vida real estaba más próxima a las escenas íntimas e imaginarias que rodean la casa de Adviento que a la verdad más de relumbrón de las calles parisinas.

Los niños son muy sentimentales. He intentado contener sus expectativas, explicarle que una fiesta no es más que una fiesta y que, por muy amorosamente que se prepare, no puede recuperar el pasado, cambiar el presente ni garantizar una mínima nevada.

Mis comentarios no han ejercido el menor efecto en Anouk, si exceptuamos que ahora habla de todas las cuestiones de la fiesta con Zozie en lugar de conmigo. Me he percatado de que, desde que Zozie se ha mudado a la chocolatería, Anouk pasa casi todo el tiempo libre con ella, en su cuarto, se pone sus zapatos (he oído el taconeo sobre la madera), comparten bromas que solo ellas entienden y hablan al infinito…, me gustaría saber de qué.

Creo que, en cierta manera, resulta conmovedor. Sin embargo, una parte de mí, esa faceta envidiosa y desagradecida, sigue sintiéndose ligeramente excluida. Desde luego que es maravilloso que Zozie esté aquí, se ha portado como una verdadera amiga, ha cuidado de las niñas, nos ha ayudado a reinventar el local para que por fin empecemos a ganarnos la vida…

De todos modos, no creo estar ciega ante lo que ocurre. Si observo veo entre bambalinas: el sutil dorado, el montón de campanillas en el escaparate, el dije que cuelga encima del umbral y que confundí con un adorno navideño, las señales, los símbolos, las figuras de la casa de Adviento, la magia cotidiana que supuse abandonada hacía tanto tiempo y que cobra vida en cada rincón…

¿Qué daño hacemos?, me pregunto. Prácticamente no se le puede llamar magia, solo se trata de unos pocos encantos, de una o dos señales de la buena suerte, de la clase de cosas en las que mi madre no habría pensado dos veces…

No dejo de estar perturbada. Nada es totalmente gratuito; como sabe el muchacho del cuento, el que vendió su sombra por una promesa, no es posible hacer oídos sordos ante las condiciones del trato; si compro a crédito en el mundo, no tardaré en tener que pagar el precio de…

Zozie, ¿a cuánto asciende?

¿Cuál es tu precio?

Por la tarde me sentí cada vez más alterada. Tal vez había algo en la atmósfera o en la luz invernal. Descubrí que deseaba ver a alguien, aunque no supe a quién, quizá a mi madre, a Armande o a Framboise. Era alguien simple, alguien en quien confiar.

Thierry telefoneó dos veces y eludí sus llamadas. Habría sido incapaz de comprender lo que me pasaba. Intenté concentrarme en el trabajo pero, por algún motivo, todo se torció. Calenté demasiado o muy poco el chocolate, dejé que la leche hirviese y puse pimienta en lugar de canela a un lote de rollitos de avellana. A media tarde me dolía la cabeza y finalmente dejé a Zozie a cargo de todo y salí a tomar el aire.

Caminé al azar, sin pensar adónde iba. Ciertamente no me dirigí a la rue de la Croix, si bien allí me encontré menos de veinte minutos después. El cielo estaba quebradizo y de tono azul porcelana y el sol se encontraba demasiado bajo como para dar calor. Me alegré de haberme puesto el abrigo, marrón como las botas, y lo ceñí alrededor de mi cuerpo cuando me interné entre las sombras de la parte baja de la colina.

Fue una coincidencia, eso es todo. A lo largo del día no había pensado en Roux, pero allí estaba, en la entrada del edificio, con botas, mono de trabajo y una gorra negra tejida que le tapaba la cabeza. Aunque se encontraba de espaldas a mí lo reconocí de inmediato; tiene que ver con su modo de moverse, sin prisa pero sin pausa, flexionando los músculos delgados y fibrosos de la espalda y de los brazos cuando arroja cajas y cajones con escombros en el contenedor colocado junto al bordillo.

Me oculté instintivamente detrás de una furgoneta aparcada. La sorpresa de ver a Roux y de encontrarme en el lugar del que Zozie me había aconsejado que me mantuviese alejada me llevaron a ser cautelosa, por lo que lo observé desde detrás de la furgoneta, invisible con mi abrigo de color casi indefinido y con el corazón que me golpeaba como la bola de la máquina del millón. Me pregunté si debía hablar con él. ¿Me apetecía dirigirle la palabra? Además, ¿qué hacía allí? Se trata de un hombre que detesta la ciudad y el ruido, que desprecia la riqueza y prefiere el cielo a un techo… En ese preciso momento Thierry salió del edificio. En el acto percibí tensión entre ambos. Thierry parecía contrariado, estaba rojo como un tomate, se dirigió a Roux con tono tajante y le hizo señas de que entrase.

Roux no se dio por enterado.

– ¿Estás sordo o tonto? -preguntó Thierry-. Por si lo has olvidado, debemos cumplir con el maldito plan de trabajo. Comprueba los niveles antes de empezar, los tablones no son de madera de pino de un centímetro de grosor, sino de roble.

– ¿A Vianne también le hablas así?

El acento de Roux varía según su estado de ánimo. Hoy era prácticamente exótico y estaba cargado de sonidos guturales. Con su deje parisino, Thierry casi no lo entiende.

– ¿Qué has dicho?

Roux repitió con tono insolentemente bajo:

– Te he preguntado si a Vianne también le hablas así.

La expresión de Thierry se demudó.

Yanne es la persona por la que hago todo esto.

– Ahora comprendo qué ve en ti.

Thierry soltó una carcajada desagradable.

– Se lo preguntaré esta noche, ¿vale? Da la casualidad de que la veré. Pienso invitarla a cenar a un restaurante donde no venden pizza por raciones.

Pronunció esas palabras y echó a andar calle arriba, por lo que Roux hizo un gesto obsceno a sus espaldas. Me agaché rápidamente junto a la furgoneta y me sentí como una tonta, pero no quería que supieran que estaba allí. Thierry pasó a dos metros y su mueca fue una mezcla de cólera, disgusto y malévola satisfacción. Le dio aspecto de hombre mayor y, hasta cierto punto, de desconocido; durante unos segundos me sentí como una niña a la que pillan mirando por la cerradura de una puerta vedada. Finalmente Thierry se alejó y Roux se quedó solo.

Lo observé durante varios minutos. Cuando no saben que las miras, las personas suelen mostrar aspectos inesperados de sí misma, como ya había notado en Thierry cuando pasó a mi lado. Roux se sentó en el bordillo y permaneció inmóvil, con la vista clavada en el suelo y aspecto, más que nada, de cansado, aunque en su caso es difícil saberlo.

Me dije que debía regresar a la chocolatería. Anouk tardaría menos de una hora en llegar a casa, tenía que preparar la merienda de Rosette y si Thierry decidía presentarse…

Salí de detrás de la furgoneta.

– Roux…

Indefenso, Roux se incorporó de un salto y quedó iluminado por su radiante sonrisa, aunque la cautela no tardó en volver a dominarlo.

– Thierry no está aquí, si es a quien buscas.

– Ya lo sé -respondí y Roux recuperó la sonrisa-. Roux…

Abrió los brazos y me cobijé en ellos como antes, con la cabeza apoyada en su hombro e impregnada por el aroma cálido y delicado de su persona, muy distinto al olor de la madera serruchada, la cera o el sudor. Fue como si quedásemos cubiertos por un edredón.

– Entra, estás tiritando.

Lo seguí y subimos. El piso estaba irreconocible: cubierto de sábanas blancas, quietas como la nieve, con los muebles apilados en los rincones y el suelo convertido en una nube de polvo oloroso. Libre del apiñamiento al que lo había sometido Thierry, me di cuenta de las amplias dimensiones del apartamento, los techos altos con molduras de yeso, los anchos marcos de las puertas y las trabajadas barandillas de los balcones que dan a la calle.

Roux se percató de que yo me había fijado en eso.

– En lo que a las jaulas se refiere, está bastante bien. El gran señor no repara en gastos.

Lo miré a los ojos.

– ¿Thierry no te gusta?

– ¿Y a ti?

No hice caso de su sarcasmo.

– No suele ser tan brusco. Te aseguro que generalmente es muy amable. Sin duda está sometido a estrés o tal vez lo has puesto nervioso…

– O quizá es agradable con la gente importante y dice lo que le da la gana a los que no cuentan.

Dejé escapar un suspiro.

– Abrigaba la esperanza de que os entendieseis.

– ¿Por qué crees que no me he largado ni le he partido la cara? -Desvié la mirada y no respondí. La carga entre nosotros se acrecentó. Fui muy consciente de que Roux estaba a mi lado, muy cerca, y de las manchas de pintura de su mono. Debajo llevaba una camiseta y de su cuello colgaba un cordón con un pequeño cristal de río de color verde-. ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a haraganear con la mano de obra?

Ay, Roux, pensé. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que estoy aquí por ese punto secreto que tienes justo encima de la clavícula, en el que mi frente encaja a la perfección? ¿Que no solo conozco tus predilecciones, sino cada uno de tus giros y recovecos? ¿Que en el omóplato izquierdo tienes tatuada una rata que siempre he fingido que no me gusta? ¿Que tu pelo tiene el color del pimentón y las caléndulas y que los rápidos dibujos de animales que hace Rosette me recuerdan tanto tus trabajos en madera y piedra que a menudo me duele mirarla y pensar que no te conoce…?

Besarlo empeoraría las cosas. Por eso lo besé, cubrí su cara de pequeños besos suaves, le quité la gorra, me saqué el abrigo, busqué su boca con quemante alivio…

Los primeros minutos me quedé ciega, más allá de todo pensamiento. Solo existió mi boca y lo único real fueron mis manos sobre su piel. El resto de mi persona fue imaginario y cobró vida al tocarlo, poco a poco, como la nieve que se derrite. Volvimos a besarnos en medio del vértigo, de pie en la estancia vacía que olía a aceite y a serrín y en la que las sábanas blancas se desplegaban como las velas de un barco…

Desde algún rincón de la mente fui consciente de que no era ese el plan, de que todo se complicaría hasta límites incalculables, pero no pude refrenarme. Había esperado demasiado y ahora…

Me quedé petrificada. Y ahora, ¿qué?, pensé. ¿Volveríamos a estar juntos? ¿Qué sucedería luego? ¿Así ayudaría a Anouk y a Rosette? ¿Así desterraría a las Benévolas? ¿Nuestro amor permitiría llevar comida a la mesa o aquietar el viento aunque solo fuese un día?

Vianne, habría sido mejor que hubieses continuado dormida, declaró la voz de mi madre en mi cabeza. Si este hombre te interesa, lo más aconsejable es que…

– Roux, no he venido por esto. -Hice un gran esfuerzo y lo aparté. En lugar de tratar de retenerme, Roux me observó mientras me ponía el abrigo y me acomodaba el pelo con manos temblorosas-. ¿Qué haces aquí? -pregunté impetuosamente-. ¿Por qué te quedaste en París?

– No me pediste que me fuese -repuso-. Además, quería conocer a Thierry, cerciorarme de que estás bien.

– No necesito tu ayuda. Estoy bien. Ya lo has visto en la chocolatería.

A Roux se le escapó una sonrisa.

– En ese caso, ¿qué haces aquí?

Con el paso de los años he aprendido a mentir. He mentido a Anouk y a Thierry y ahora debo mentir a Roux. Si no lo hago por él, debo hacerlo por mí misma…, pues sabía que si se despertaba otra parte de mi zona dormida, los abrazos de Thierry no solo me resultarían molestos, sino totalmente intolerables y los planes realizados durante los últimos cuatro años saldrían volando como hojitas al viento.

Lo miré.

– Te pido que te vayas. Quiero que te vayas. Esta historia no es justa contigo. Esperas algo que es imposible y no quiero volver a hacerte daño.

– No necesito ayuda -se mofó Roux-. Estoy bien.

– Roux, por favor.

– Dijiste que lo querías, pero tus palabras demuestran que no es así.

– No es tan sencillo…

– ¿Por qué? -quiso saber Roux-. ¿Por el local? ¿Te casarás con él por la chocolatería?

– Hablas como si fuera una tontería. Dime, ¿dónde estabas hace cuatro años? ¿Qué te hace pensar que puedes regresar con la expectativa de que nada ha cambiado?

– Vianne, no has cambiado tanto. -Roux estiró la mano y me acarició la cara. La electricidad estática había desaparecido y fue sustituida por un dolor sordo y enternecedor-. Si crees que ahora voy a irme…

– Roux, tengo que pensar en mis hijas, no se trata solo de mí. -Le cogí la mano y la apreté con todas mis fuerzas-. Lo de hoy solo demuestra una cosa: no puedo volver a estar a solas contigo, no confío en mí misma y no me siento segura.

– ¿La seguridad es tan importante?

– Si tuvieras hijos sabrías que sí.


Esa fue la mayor de las mentiras, pero tenía que pronunciarla. Roux debe marcharse. Si no lo hace por la suya, al menos que se vaya por mi tranquilidad de espíritu y por el bien de Anouk y de Rosette. Cuando regresé a la chocolatería, las niñas estaban arriba y Anouk ya se había metido en la habitación de Zozie y le contaba entusiasmada algo que había ocurrido en la escuela.

Para variar, me alegré de estar sola, pasé media hora en mi habitación, volví a echar las cartas de mi madre y aplaqué mis nervios agitados.

El Mago, la Torre, el Colgado, el Loco.

La Muerte. Los Enamorados. La Rueda de la Fortuna.

La Rueda de la Fortuna o el cambio. La carta muestra una rueda que gira implacablemente. Papas y pobres, plebeyos y reyes se aferran desesperadamente a los rayos y, a través del dibujo primitivo, distingo sus expresiones, las bocas abiertas, las sonrisas complacientes que se trocan en gemidos de terror cuando la rueda sigue su curso…

Miro a los Enamorados: Adán y Eva están desnudos y van de la mano. El pelo de Eva es negro y el de Adán, rojo. Aquí no hay grandes misterios. Las cartas están impresas en tres colores: amarillo, rojo y negro que, sumados al fondo blanco, componen los colores de los cuatro vientos…

¿Por qué he vuelto a tirar las cartas?

¿Qué mensaje me reservan?

Thierry telefoneó a las seis y me invitó a salir. Le dije que tenía migraña y para entonces era casi cierto; la cabeza me latía como un flemón y la idea de comer empeoró la situación. Prometí que lo vería mañana y procuré olvidarme de Roux, pero cada vez que intenté conciliar el sueño noté la caricia de sus labios en mi cara y cuando Rosette despertó y se puso a llorar, oí la dicción de Roux en el tono de mi niña y vi sombras de él en sus ojos entre grises y verdes…

5


Viernes, 14 de diciembre


Faltan diez días para Nochebuena. Quedan diez días para la gran sorpresa y lo que supuse que sería bastante simple se ha vuelto complicado.

En primer lugar, está Thierry y también Roux.

¡Anda ya, tío! ¡Qué follón!

Desde la charla del domingo con Zozie he intentado pensar qué puedo hacer. Mi primer impulso consistió en acudir directamente a Roux y contárselo todo, pero Zozie insiste en que sería un error.

En un cuento no plantearía dificultades. Bastaría con comunicar a Roux que es padre, deshacerse de Thierry, ocuparse de que todo vuelva a ser como antes y que en Nochebuena nos reunamos para celebrarlo a lo grande. Fin de la historia y trozo de pastel.

En la vida real no es tan sencillo. Zozie asegura que, en la vida real, hay hombres incapaces de afrontar la paternidad, sobre todo de una hija como Rosette… ¿Y si él no puede resistirlo? ¿Y si se avergüenza de Rosette?

Anoche apenas pegué ojo. Ver a Roux en el cementerio me llevó a preguntarme si Zozie tiene razón y Roux no quiere visitarnos. En ese caso, ¿por qué sigue trabajando para Thierry? ¿Lo sabe o no? Cavilé y reflexioné y para mí seguía sin tener sentido, razón por la cual hoy tomé una decisión y fui a visitarlo a la rue de la Croix.

Llegué a eso de las tres y media e interiormente estaba nerviosa y temblorosa. Me salté la última clase, que era de estudio, y si alguien me pregunta diré que fui a la biblioteca. De haber estado presente, Jean-Loup lo habría sabido, pero hoy también faltó por enfermedad. Tracé en mi mano la señal Uno Mono y me largué sin que se dieran cuenta.

Cogí el autobús a la place de Clichy y de allí caminé hasta la rue de la Croix, una calle ancha y tranquila que da al cementerio, con viejas casonas de estuco a un lado, semejantes a una fila de pasteles de boda, y del otro la elevada tapia de ladrillo.

El apartamento de Thierry está en el último piso. En realidad, es el propietario de todo el edificio: dos plantas y el apartamento del sótano. Es el piso más grande que he visto en mi vida, a pesar de lo cual a Thierry no le parece espacioso y se queja del tamaño de las habitaciones.

Cuando llegué estaba vacío. A un lado del edificio se alzaba el andamio y láminas de celofán cubrían las puertas. En la entrada un hombre con casco fumaba y me di cuenta de que no era Roux.

Entré y subí por la escalera. Desde el primer rellano percibí el ruido de las máquinas y olí el aroma dulzón y a caballo de la madera recién cortada. También oí voces…, mejor dicho, una voz, la de Thierry, por encima de los demás sonidos. Subí los últimos peldaños cubiertos de serrín y de virutas. Una lámina de celofán hacía las veces de puerta. La moví y miré hacia dentro.

Roux se había puesto mascarilla y pasaba la lijadora a las tablas del suelo. El olor a madera lo impregnaba todo. Thierry se cernía sobre él con el traje gris, un casco amarillo y esa expresión que adopta cuando Rosette se niega a usar la cuchara o escupe la comida en la mesa. Mientras miraba, Roux desconectó la lijadora y se quitó la mascarilla. Parecía cansado y no muy contento.

Thierry echó un vistazo a las tablas del suelo y ordenó:

– Aspira el polvo y pasa la pulidora. Quiero que antes de irte des, como mínimo, una mano de barniz.

– Es una broma, ¿no? Tendré que quedarme hasta la medianoche.

– Me importa un bledo -puntualizó Thierry-. No estoy dispuesto a perder un día más. Tiene que estar terminado para Nochevieja.

Franqueó la puerta, pasó a mi lado y bajó la escalera hasta el primer piso. Como me encontraba detrás de la lámina contra el polvo, no me detectó, pero yo lo vi de cerca y su expresión no me gustó nada. Era una especie de mueca de suficiencia, que no llegó a ser una sonrisa, aunque mostró demasiado los dientes. Fue como si, en lugar de repartir regalos entre los niños, este año Papá Noel hubiera decidido quedárselos. En ese instante odié a Thierry…, no solo porque le había gritado a Roux, sino porque se creía mejor que él. Se notó en la manera en que lo miró y en el modo en que se cernió sobre Roux, como alguien que se hace limpiar los zapatos; sus colores permitieron vislumbrar algo más…, algo que podría haber sido envidia o un sentimiento todavía más negativo…

Roux estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, la mascarilla colgada del cuello y la botella de agua en la mano.

– ¡Anouk! -Roux sonrió de oreja a oreja-. ¿Vianne está aquí?

Negué con la cabeza y se le cayó el alma a los pies.

– ¿Por qué no has venido? Dijiste que nos visitarías.

– He estado ocupado, eso es todo. -Levantó la cabeza y con la barbilla señaló la estancia, envuelta en celofán de construcción-. ¿Te gusta?

– Bah… -mascullé.

– Se acabaron las mudanzas. Tendrás una habitación para ti sola y estarás cerca de la escuela y de todo.

A veces me pregunto por qué los adultos dan tanta importancia a la educación cuando es evidente que los niños saben mucho más que ellos acerca de la vida. ¿Por qué complican tanto las cosas? ¿Por qué, para variar, no permiten que sean simples?

– He oído lo que Thierry te dijo. No debería hablarte así. Se considera mucho mejor que tú. ¿Por qué no lo mandas a freír espárragos?

Roux se encogió de hombros.

– Cobro un salario. Además… -Percibí el brillo de su mirada-. Además, es posible que pronto pueda desquitarme.

Me senté en el suelo, a su lado. Olía a sudor y a serrín, que le cubría los brazos y el pelo. Noté algo distinto en Roux, pero no llegué a deducir de qué se trataba. Fue una especie de expresión divertida, alegre y esperanzada que en la chocolatería no había mostrado.

– Anouk, ¿qué puedo hacer por ti?

Dile a Roux que es padre. Es lo más adecuado. Como tantas cosas, parece fácil, pero a la hora de abordar la parte práctica…

Me humedecí la yema del dedo y tracé el signo de la señora del Conejo de la Luna en el polvo depositado en el suelo. Zozie dice que es mi signo: un círculo con un conejo en el interior. Supuestamente se parece a la luna nueva; como es el signo del amor y los nuevos comienzos pensé que, puesto que se trata de mi signo, tal vez daría más resultado con Roux.

– ¿Qué te pasa? -Roux sonrió- ¿El gato se te ha comido la lengua?

Tal vez fue porque pronunció la palabra «gato» o quizá se debió a que nunca se me ha dado bien mentir, sobre todo a los que quiero. Sea como fuere, lo cierto es que solté de sopetón la pregunta que desde la charla con Zozie me ha quemado el paladar:

– ¿Sabes que eres el papá de Rosette?

Roux me traspasó con la mirada.

– ¿Qué has dicho?

Su mirada de estupefacción fue inconfundible. Por lo tanto, no lo sabía. Su expresión demostró que tampoco podía decirse que estuviera contento.

Miré la señal de la señora del Conejo de la Luna y dibujé a su lado, en el suelo harinoso, la cruz rota de Tezcatlipoca Rojo, el Mono.

– Sé lo que estás pensando. Es pequeña para tener cuatro años, se babea, se despierta por la noche y siempre ha sido lenta para ciertas cosas, como aprender a hablar y a usar la cuchara, pero es realmente divertida y tierna y si le das la oportunidad…

El rostro de Roux adquirió el color del serrín. Meneó la cabeza como si se tratase de una pesadilla de la que podía deshacerse de una sacudida.

– ¿Cuatro? -preguntó.

– Los cumple la semana que viene. -Sonreí-. Estaba segura de que no lo sabías. -Pensé que Roux jamás nos habría dejado como lo hizo si hubiese conocido la existencia de Rosette.

Le hablé de la época en la que Rosette había nacido, de la pequeña crepería de Les Laveuses, de lo grave que había estado los primeros días, de que la habíamos alimentado con un gotero, de nuestro traslado a París y de todo lo ocurrido…

– Espera un poco -pidió Roux-. ¿Vianne sabe que estás aquí? ¿Sabe que me estás contando todo esto?

Negué con la cabeza.

– Nadie lo sabe.

Roux caviló y sus colores pasaron lentamente de los azules y los verdes serenos a los rojos y los naranjas chillones; adoptó una mueca de contrariedad que no tenía nada que ver con el Roux que yo conozco.

– O sea que…, ¿en todo este tiempo Vianne no me dijo nada? ¿Tengo una hija y hasta ahora no lo supe?

Cuando se enfada se agudiza su acento del Midi y en ese momento estaba tan cabreado que parecía que hablaba en un idioma extranjero.

– Tal vez no tuvo ocasión de decírtelo.

Roux emitió una especie de gruñido colérico.

– Quizá piensa que no estoy preparado para ser padre.

Me habría gustado abrazarlo para que se sintiese mejor y decirle que lo queríamos, que todas lo queríamos, pero en ese momento estaba demasiado alterado como para hacerme caso, lo vi sin necesidad de apelar al Espejo Humeante, y de pronto pensé que tal vez había cometido un error, que tendría que haber hecho caso de los consejos de Zozie…

Súbitamente Roux se puso en pie, como si hubiese tomado una decisión, y con la bota borró la señal de Tezcatlipoca Rojo, el Mono, trazada en el polvo.

– Espero que el chiste os haya hecho gracia. Es una lástima que no durase un poco más…, al menos hasta que terminara mi trabajo en el apartamento… -Se arrancó la mascarilla que colgaba de su cuello y la arrojó contra la pared-. Dile a tu madre que se acabó y que está a salvo. Ha tomado una decisión y más le vale respetarla. Ya que estamos, dile a Le Tresset que a partir de ahora se ocupe personalmente de las reformas. Me largo.

– ¿Adónde vas?

– A casa -repuso Roux.

– ¿Qué dices? ¿Vuelves a tu barco?

– ¿Qué barco?

– Dijiste que tenías una embarcación -le recordé.

– Sí, claro.

Roux se miró las manos.

– ¿Estás dando a entender que no tienes barco?

– Claro que lo tengo. Es impresionante.

Roux miró hacia otro lado y su voz sonó monótona. Formé el Espejo Humeante con los dedos y vi sus colores, una mezcla de rojos coléricos y verdes cínicos, por lo que pensé: Venga ya, Roux, por favor, solo por esta vez.

– ¿Dónde está?

– En el port de l'Arsenal.

– ¿Por qué estás allí?

– Porque solamente pasaba por aquí.

Pensé que estaba mintiendo. Se necesita mucho tiempo para navegar aguas arriba desde el Tannes, es posible que meses. Además, nadie pasa solamente por París. Tienes que registrarte en el port de Plaisance y pagar el amarre, lo que me llevó a preguntarme por qué, si tenía barco, Roux trabajaba para Thierry.

Me dije que, si mentía, me sería imposible hablar con él. Mi plan (o lo que fuese) se había basado en el supuesto de que Roux se alegraría realmente de verme, diría lo mucho que nos había añorado y hasta qué punto le había dolido saber que mamá se casaría con Thierry. Después yo le hablaría de Rosette y entonces Roux comprendería que no podía marcharse, por lo que viviría con nosotras en la chocolatería, de modo que mamá no tendría que casarse con Thierry y podríamos formar una familia…

Ahora que lo pienso, suena muy poco convincente.

– ¿Qué pasará con Rosette y conmigo? En Nochebuena damos una fiesta. -Saqué su invitación de mi mochila y se la entregué-. Tienes que venir -acoté a la desesperada-. Aquí está tu invitación.

Rió de forma desagradable.

– ¿A quién te refieres? ¿A mí? Seguramente estás pensando en el padre de otra persona.

¡Anda ya, tío!, pensé. ¡Qué lío! Tuve la sensación de que, cuanto más intentaba hablar con él, mayor era su furia y de que mi nuevo sistema, que ya ha obrado maravillas con Nico, Mathilde y madame Luzeron, no surte efecto con Roux.

Si hubiese terminado su muñeco…

La inspiración me asaltó:

– Vaya, tienes polvo en el pelo -comenté, y me puse de puntillas para quitárselo.

– ¡Ay! -se quejó Roux.

– Perdona. Por favor, ¿puedo verte mañana, aunque solo sea para despedirme?

Hizo una pausa tan larga que tuve la certeza de que se negaría.

Finalmente Roux suspiró y replicó:

– Nos veremos en el cementerio, junto a la tumba de Dalida, a las tres en punto.

– De acuerdo -accedí sonriendo para mis adentros.

Roux vio la sonrisa y puntualizó:

– No pienso quedarme.

Bueno, Roux, eso es lo que crees, reflexioné.

Abrí la mano y vi tres pelos rojos enredados en mis dedos.

Esta vez, para variar, Roux, que tanto se precia de hacer lo que le viene en gana, tendrá que hacer lo que yo quiero. Esta vez me toca a mí. Yo decido. Cueste lo que cueste, asistirá a nuestra fiesta en Nochebuena. He dicho cueste lo que cueste. Tal vez no quiera venir, pero acudirá…, aunque para ello tenga que convocar a Huracán a fin de que lo arrastre.

6


Viernes, 14 de diciembre


Invocación al viento.

En primer lugar, enciende las velas. Las rojas son buenas para la suerte y otras cuestiones, aunque las blancas también dan resultado. Si de verdad quieres hacerlo bien, enciende velas negras, ya que es el color del final del año, el período lento y oscuro entre el Día de los Muertos y la Luna Llena del diciembre, fecha en la que el año fenecido vuelve a comenzar.

Traza en el suelo un círculo de tiza amarilla. Desplaza la cania y la alfombra de tiras de tela azul para usar el suelo de madera. Cuando termines vuelve a colocarlas en su sitio para que mamá no vea las marcas. Mamá no lo comprendería, aunque…

Mamá no tiene por qué enterarse.

Como ves, me he puesto los zapatos rojos. No sé por qué, pero tengo la sensación de que me dan suerte, de que cuando los llevo no puede ocurrir nada malo. Trae un poco de pintura en polvo o de arena de colores (como verás, yo utilizo cristales de azúcar) a fin de marcar los puntos en el círculo: el negro para el norte, el blanco para el sur, el amarillo para el este y el rojo para el oeste. Esparce la arena por todo el círculo y pacificarás a los dioses menores del viento.

Ocupémonos del sacrificio: incienso y mirra. Por si no lo sabes, es lo que los Reyes Magos ofrecieron al niño Jesús en el pesebre. Creo que, si fue lo bastante bueno para el niño Jesús, también tiene que serlo para nosotras. Y oro; veamos, he cogido varios cuadrados de chocolate envueltos en papel dorado y supongo que será suficiente, ¿no? Zozie dice que los aztecas siempre ofrecían chocolate a los dioses… y sangre, por descontado, aunque espero que no quieran mucha. Un pinchazo… ¡ay! Bueno, eso es todo…, enciende el incienso y estaremos a punto.

Siéntate en el círculo, con las piernas cruzadas, y aferra con cada mano uno de tus muñecos de pinza. Necesitarás una bolsa de cristales de azúcar rojos, que esparcirás por el suelo para entrar.

En primer lugar marcamos el signo de la señora del Conejo de la Luna. Pantoufle puede sostenerlo por mí en el borde del círculo de tiza. A continuación dibujamos Tezcatlipoca Azul, el Colibrí, que representa el cielo a mí izquierda, y Tezcatlipoca Rojo, el Mono, que representa la tierra a tu izquierda. Bam monta guardia de ese lado, junto al signo de Uno Mono.

Ya está, listo. ¿No es divertido? Lo habíamos hecho con anterioridad, ¿te acuerdas? Entonces algo salió mal, pero ahora no sucederá lo mismo. Esta vez invocaremos al viento adecuado. No llamaremos al Huracán, sino alViento del Cambio porque aquí hay algo que necesitamos modificar.

¿De acuerdo? Ahora trazamos la espiral en el azúcar rojo del suelo.

Ahora nos ocupamos de la invocación. Estoy al tanto de que no conoces la letra pero, si te apetece, puedes unirte a la canción. Canta…

VI'à l'bon vent, v'là l'joli vent…

Eso es, eso es, suavemente.

Muy bien, ahora a por los muñecos de pinza. Este es Roux. Todavía no lo conoces, pero falta poco. Y esta es mamá, ¿te das cuenta? Mamá con su bonito vestido rojo. En realidad se llama Vianne Rochen Es lo que le susurré al oído. ¿Quién es la del pelo color mango y los ojazos verdes? Eres tú, Rosette, eres tú. Los reuniremos en el círculo, con las velas encendidas y el signo de Ehecatl en el centro. Los pondremos así porque tienen que estar juntos, como las figuras del nacimiento. Pronto volverán a reunirse y seremos una familia…

Y este…, ¿quién es este, el que está situado fuera del círculo amarillo? Es Thierry con su móvil. No queremos que el viento haga daño a Thierry, pero ya no puede estar con nosotros porque, Rosette, solo puedes tener un padre y él no lo es. Por eso tiene que irse. Lo siento, Thierry.

¿Oyes cómo sopla el viento? Es el Viento del Cambio que viene de camino. Zozie dice que puedes volar con el viento, que es como un caballo salvaje que es posible domar y adiestrar para que haga lo que tú quieres. Puedes convertirte en una cometa o un ave, puedes conceder deseos, puedes descubrir tu deseo más íntimo…

Si los deseos fueran caballos, los mendigos cabalgarían y volarían.

Vamos, Rosette, volemos y cabalguemos.

7


Sábado, 15 de diciembre


Resulta sorprendente lo mentirosos que llegan a ser los niños. Al igual que una gata doméstica, durante el día ronronea en el sofá y por la noche se convierte en una reina que se pavonea, en una asesina nata que desdeña su otra vida.

Anouk no es una asesina, al menos de momento, pero posee esa faceta feroz. Me encanta saberlo, por supuesto, ya que no he salido al mercado a buscar una mascota complaciente, pero no podré quitarle ojo de encima si decide actuar a mis espaldas.

En primer lugar, invocó a Ehecatl sin mí. No me molesta; en realidad, estoy muy orgullosa de que lo hiciese. Es imaginativa, ingeniosa e inventa rituales si los existentes no la satisfacen; en síntesis, es una caótica muy suya.

En segundo lugar, pero mucho más importante, ayer fue a visitar a Roux en secreto y en contra de mis advertencias. Afortunadamente, anotó todo en su diario, que leo de forma periódica. Es fácil; al igual que su madre, guarda los secretos en una caja de zapatos que coloca en el fondo del armario, algo previsible y conveniente. Desde mi llegada he revisado los secretos de ambas.

Me alegro de haber leído el diario de Anouk, ya que dice que hoy, a las tres en punto, se verá con Roux en el cementerio. Hasta cierto punto, no podía ser mejor; mis planes con relación a Vianne se acercan a su conclusión y casi ha llegado el momento de iniciar la próxima etapa. Claro que robar una vida es mucho más sencillo en teoría que en la práctica. Un puñado de facturas abandonadas, un pasaporte extraído de un bolso en el aeropuerto e incluso el nombre que figura en una lápida reciente y para mí el trabajo está prácticamente terminado. En esta ocasión quiero más que un nombre, más que detalles bancarios, mucho más que dinero.

Está claro que se trata de un juego de estrategia y, como tantos, consiste en colocar las piezas en su sitio sin que el adversario se entere de lo que ocurre y, a renglón seguido, decidir cuáles sacrificas a fin de ganar. A partir de ahí, se trata de un cuerpo a cuerpo, de una batalla de voluntades entre Yanne y yo, y debo reconocer que deseo librarla incluso más de lo que imaginaba. Por fin la enfrentaré en el último asalto, sabiendo lo que ambas nos jugamos…

A ese juego sí que valdrá la pena jugar.

Recapitulemos las jugadas que hemos realizado hasta ahora. Entre otros asuntos, me he ocupado a fondo del contenido de la piñata de Yanne y he descubierto varias cosas.

Para empezar, no es Yanne Charbonneau.

Bueno, por descontado que ya lo sabíamos. Lo más interesante es que tampoco es Vianne Rocher… o, al menos, a eso apunta el contenido de su caja. Sabía que se me había escapado algo importante y el otro día, cuando salió, por fin encontré lo que buscaba.

De hecho, ya lo había visto, pero pasé por alto su significación porque me centré en Vianne Rocher. Está en la caja, sujeto con un trozo de cinta roja descolorida: un dije de plata que podría proceder de una pulsera barata o de una sorpresa navideña, un dije con forma de gato y ennegrecido por el paso del tiempo. Está en la caja de zapatos de Vianne, con uno de los dientes de leche de Anouk y una baraja de tarot que ha visto tiempos mejores.

Al igual que yo, Vianne viaja ligera de equipaje. Nada de lo que tiene es trivial. Conserva cada objeto de la caja por un motivo y lo mismo puede decirse del dije de plata. Se menciona en el recorte de periódico, tan reseco y amarilleado que no me atreví a desdoblarlo del todo: refiere la desaparición de Sylviane Caillou, de dieciocho meses, ocurrida en la puerta de una farmacia hace más de treinta años.

¿Alguna vez intentó regresar? La intuición me dice que no. Como suele afirmar, «tú eliges a tu familia», y para esa niña, su madre, cuyo nombre ni siquiera aparece en el recorte, no representa más que ADN. Sin embargo, para mí…

Podéis considerarme curiosa. La busqué en internet. Me llevó un buen rato; cada día desaparecen niños y se trataba de un caso antiguo, cerrado hace mucho y que no despertó demasiado interés, pero por fin lo encontré e incluí el nombre de la madre de Sylviane, que tenía veintiún años cuando se llevaron a la pequeña y ahora cuarenta y nueve según la web de exalumnas; está divorciada, no tiene hijos, todavía vive en París, cerca del Père Lachaise, y regenta un hotelito.

Se llama Le Stendhal y se encuentra en la esquina de la avenue Gambetta y la rue Matisse. En total no hay más de doce habitaciones; incluye un árbol navideño de hojalata, pelado, y un interior exageradamente decorado. Junto a la chimenea se encuentra una pequeña mesa redonda sobre la cual un muñeca de porcelana con vestido de seda rosa permanece tiesamente bajo una campana de cristal. Otra muñeca, en este caso vestida de novia, monta guardia al pie de la escalera. La tercera, de ojos azules y con abrigo y sombrero bordeados de piel roja, permanece sobre el mostrador de la recepción.

Detrás del mostrador se encuentra madame en persona: una mujer fornida, con el rostro tenso y el pelo raleante de los que hacen dieta habitualmente y la forma de mirar de su hija…

– Madame…

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Vengo de Le Rocher de Montmartre. Estamos haciendo una promoción especial de bombones artesanales y me gustaría saber si puedo entregarle unas muestras para que las pruebe…

En el acto la expresión de madame se volvió de contrariedad.

– No me interesa -espetó.

– No está obligada a comprar. Pruebe y luego…

– Se lo agradezco, pero no quiero nada.

Era lo que me esperaba. Los parisinos son muy desconfiados y mi propuesta parecía demasiado buena como para ser cierta. De todas maneras, cogí una caja de nuestros bombones especiales y la abrí sobre el mostrador: una docena de trufas recubiertas de cacao en polvo, cada una colocada en su molde de papel dorado y rizado, con una rosa amarilla en una esquina de la caja y el símbolo de la señora de la Luna de Sangre trazado a un lado de la tapa.

– Dentro hay una tarjeta de visita -añadí-. Si le gustan, puede encargarlos directamente. Si no la convencen… -Me encogí de hombros-. Invita la casa. Vamos, pruebe un bombón. Me gustaría saber qué opina.

Madame tuvo sus dudas. Noté que su recelo espontáneo estaba en colisión con el aroma que escapaba de la caja: el olor ahumado y a café del cacao; atisbos de clavo, cardamomo y vainilla; el perfume fugaz del Armagnac, una fragancia semejante a la del tiempo perdido, el olor agridulce del fin de la infancia.

– ¿Los reparte por todos los hoteles de París? En ese caso no obtendrá muchos beneficios.

Sonreí.

– Siempre digo que hay que especular para acumular.

Madame cogió una trufa del molde de papel y le hincó los dientes.

– Hummm… No está mal.

En realidad, creo que su opinión es más favorable. Entorna los ojos y su boca de labios delgados se humedece.

– ¿Le gusta?

Debería encantarle. La seductora señal de la señora de la Luna de Sangre ilumina su rostro con un brillo sonrosado. Ahora veo más claramente a Vianne en ella, si bien se trata de una Vianne envejecida, cansada y amargada por la búsqueda de riquezas; una Vianne sin hijos que no tiene más salida para su afecto que el hotel y las muñecas de porcelana.

– Ciertamente, no está nada mal -declaró madame.

– La tarjeta está en la caja. Venga a visitarnos. -Madame había cerrado los ojos y asintió soñadoramente-. Feliz Navidad.

Madame no respondió.

Bajo la campana de cristal, la muñeca de ojos azules con abrigo y sombrero bordeados en piel me sonrió serenamente, como una niña congelada en una burbuja de hielo.

8


Sábado, 15 de diciembre


Estaba deseosa de ver a Roux. Quería comprobar si la situación era distinta, si había conseguido cambiar el viento. Esperaba alguna señal, como una nevada, la aurora boreal o un caprichoso cambio de tiempo, pero por la mañana, cuando me levanté, vi el mismo cielo amarillo y la misma calzada húmeda de siempre; aunque estuve atenta a mamá, no la noté distinta, la vi trabajar en el obrador como siempre, con el pelo recogido y un delantal sobre el vestido negro.

Hace falta tiempo para que estas cosas funcionen. Nada cambia tan rápido y supongo que fue insensato pretender que en una sola noche ocurriese todo: que Roux regresara, que mamá comprendiese la verdad sobre Thierry y que nevara. Por eso mantuve la calma, salí con Jean-Loup y esperé a que diesen las tres.

A las tres en punto junto a la tumba de Dalida… Es imposible equivocarse, ya que hay una escultura de tamaño natural; en realidad no sé muy bien quién es Dalida, aunque supongo que se trata de una actriz. Me retrasé unos minutos y Roux me estaba esperando. A las tres y diez ya había oscurecido, y cuando subí corriendo los escalones hacia el sepulcro lo vi, apoyado en una lápida, como si fuese una escultura, inmóvil y arropado por el abrigo gris largo.

– Pensé que no vendrías.

– Lamento haberme retrasado. -Lo abracé-. Verás, tenía que quitarme de encima a Jean-Loup.

Roux sonrió.

– Lo dices como si fuera siniestro. ¿Quién es?

Se lo expliqué y me sentí algo incómoda al responder:

– Un amigo del liceo. Adora este sitio. Le encanta hacer fotos y cree que algún día verá un fantasma.

– Bueno, es el lugar adecuado -opinó Roux y me miró-. Dime, ¿qué hay de nuevo?

¡Anda ya, tío! La verdad es que ni siquiera sabía por dónde empezar. En las últimas semanas han ocurrido tantas cosas que…

– En realidad, nos peleamos.

Sé que es una tontería, pero se me llenaron los ojos de lágrimas. Está claro que no tiene nada que ver con Roux y que no me proponía mencionar a Jean-Loup, pero una vez abierta la boca…

– ¿Por qué discutisteis?

– Por una chorrada, por nada.

Roux me dirigió la sonrisa que a veces muestran las estatuas religiosas. Obviamente, no guarda el menor parecido con un ángel, pero…, pero fue una sonrisa paciente, supongo que queda claro, una sonrisa que parece decir «si es necesario puedo esperar todo el día a que me lo cuentes».

– Verás, no quiere venir a la chocolatería -añadí, me sentí contrariada y llorosa y muy arrepentida de habérselo contado-. Según dice, no se siente cómodo.

A decir verdad, no es lo único que dijo, pero lo demás es tan absurdo y negativo que soy incapaz de repetirlo. Francamente, Jean-Loup me cae bien, pero Zozie es mi mejor amiga, exceptuando a Roux y a mamá, por lo que me molesta que sea tan injusto.

– ¿Zozie no le cae bien? -quiso saber Roux.

Me encogí de hombros.

– No la conoce realmente. Se debe a que una vez le chilló. En general Zozie no se pone tan nerviosa, pero detesta que le tomen fotos.

No era solo eso. Hoy Jean-Loup me mostró dos docenas de fotos que sacó el día que estuvo en la chocolatería y que imprimió con el ordenador. Se trata de fotos de la casa de Adviento, de mamá, de mí, de Rosette y, por último, cuatro de Zozie, tomadas en ángulos estrafalarios, como si intentase pillarla sin que se diera cuenta…

«No es justo. Te pidió que no le hicieses fotos.»

Jean-Loup se mantuvo en sus trece.

«Quiero que las observes.»

Las contemplé. Eran espantosas. Habían salido borrosas y guardaban muy poco parecido con Zozie: solo un óvalo pálido a modo de cara y la boca retorcida como alambre de espino. Todas presentaban el mismo error de impresión: una mancha oscura alrededor de la cabeza, rodeada por un círculo amarillo…

«Seguramente fastidiaste las copias impresas», opiné.

Jean-Loup negó con la cabeza.

«Así salieron de la impresora.» «Entonces tiene que ver con la luz o con otra cosa.»

«Tal vez. Puede que tengan que ver con otra cosa.» Lo miré a los ojos y pregunté:

«¿A qué te refieres?».

«Tú ya me entiendes. Me refiero a las luces espectrales…» ¡Anda ya, tío! ¡Luces espectrales! Me figuro que hace tanto que Jean-Loup sueña con ver ese fenómeno extraño que en esta ocasión ha flipado. Se ha metido precisamente con Zozie. ¿Cómo es posible equivocarse tanto?

Roux me observaba con cara de ángel tallado.

– Háblame de Zozie -pidió-. Por lo que cuentas, sois muy amigas.

Le hablé del funeral, de los zapatos de caramelo, de la víspera de Todos los Santos y de la forma en la que Zozie había entrado súbitamente en nuestras vidas, como una aparición de un cuento de hadas, y logrado que todo fuese fabuloso…

– Tu madre parece cansada.

Sabes hablar, pensé. Roux parecía agotado, estaba más pálido que de costumbre y necesitaba lavarse urgentemente la cabeza. Me pregunté si tenía para comer y si debería haberle llevado alimentos.

– Verás, con la Navidad y todo lo demás, es una época de mucho trajín para nosotras… -Un momento, pensé e inquirí-: ¿Nos has espiado?

Roux se encogió de hombros.

– He estado por allí.

– ¿Para qué?

Volvió a encogerse de hombros.

– Digamos que por curiosidad.

– ¿Por eso te quedaste? ¿Simplemente por curiosidad?

– Por curiosidad y porque me pareció que tu madre tenía problemas.

Salté como leche hervida.

– Ya lo creo. Todos los tenemos.

Volví a hablar de Thierry, de sus planes, de que ya nada era como entonces y de lo mucho que añoraba los viejos tiempos, en los que todo resultaba sencillo…

Roux sonrió.

– Nunca hubo nada sencillo.

– Al menos sabíamos quiénes éramos -insistí.

Roux se encogió de hombros por enésima vez y guardó silencio. Me metí la mano en el bolsillo y me topé con su muñeco de pinza, el de anoche. Tres pelos rojos, el secreto susurrado al oído y el signo en espiral de Ehecatl, el Viento del Cambio, dibujado con rotulador sobre el corazón.

Apreté con fuerza el muñeco, como si así pudiera lograr que Roux se quedase.

Roux se estremeció y se ciñó el abrigo.

– Dime, no te irás realmente, ¿eh? -pregunté.

– Pensaba hacerlo y creo que debería, pero todavía hay algo que me inquieta. Anouk, ¿alguna vez has tenido la sensación de que pasa algo, de que alguien te utiliza, te manipula y de que, si supieras quién y por qué…? -Me miró y me alegró comprobar que sus colores no eran de cólera, sino azules reflexivos. Prosiguió con voz queda y creo que fue la primera vez que lo oí hablar tanto de un tirón, ya que Roux no es hombre de muchas palabras-: Ayer estaba cabreado, tan enfadado debido a que Vianne me había ocultado algo tan importante que no vi lo que tenía delante, no escuché ni pensé. Desde entonces me he dedicado a reflexionar. Me he preguntado si es posible que la Vianne Rocher que yo conocí se haya convertido en una persona tan diferente. Al principio supuse que se debía a su relación con Thierry, pero conozco a los de su especie y también a Vianne. Sé que es una mujer fuerte. También sé que es imposible que permita que alguien como Le Tresset domine su vida, sobre todo si tenemos en cuenta lo mucho que ha sufrido… -Meneó la cabeza-. No, si Vianne tiene problemas, no proceden de él.

– En ese caso, ¿de quién?

Roux me miró.

– Hay algo en tu amiga Zozie, algo que no logro precisar, pero no dejo de sentirlo cuando está cerca. Hay algo demasiado perfecto, que no está bien, algo que es…, que casi es peligroso.

– ¿A qué te refieres?

Roux se limitó a encogerse de hombros.

Fui yo quien comenzó a molestarse. Primero Jean-Loup y ahora Roux; intenté encontrar una explicación:

– Roux, nos ha ayudado… Trabaja en la chocolatería, cuida a Rosette, me enseña cosas…

– ¿Qué clase de cosas?

No pensaba decírselo porque, para empezar, Zozie no le caía bien. Volví a meter la mano en el bolsillo y el muñeco de pinza pareció un huesecillo envuelto en lana.

– No la conoces, eso es todo. Deberías darle una oportunidad.

Roux adoptó cara de testarudez. Cuando toma una decisión cuesta mucho que cambie de idea. Me parece muy injusto, mis dos mejores amigos…

– Te caería bien. Estoy segura de que acabarías por apreciarla. Cuida de nosotras…

– Si creyera que es así ya me habría ido. Tal como están las cosas…

– ¿Te quedarás? -Olvidé que estaba furiosa con él y me colgué de su cuello-. ¿Vendrás a nuestra fiesta de Nochebuena?

– Bueno… -Dejó escapar un suspiro.

– ¡Fantástico! Así conocerás realmente a Zozie y te presentaremos a Rosette… Ay, Roux, no sabes cuánto me alegro de que te quedes…

– Lo sé. Yo también me alegro.

No estaba muy contento que digamos; mejor dicho, parecía muy preocupado. Sea como fuere, el plan dio resultado, que es lo que importa. Rosette y yo conseguimos cambiar el viento y…

– ¿Tienes dinero? -pregunté-. Llevo… -Conté lo que tenía en el bolsillo-. Si te sirve de algo, tengo dieciséis euros y monedas. Pensaba comprar un regalo de cumpleaños para Rosette, pero…

– No -me interrumpió, en mi opinión bruscamente. Nunca le ha gustado que le dejen dinero, por lo que es posible que mi comentario fuese inoportuno-. Anouk, estoy bien.

A mí no me lo pareció. En ese momento lo vi claro. Además, si no le pagaban…

Hice la señal de la Mazorca de Maíz y apoyé la palma de mi mano sobre la suya. Es un signo de buena suerte que me enseñó Zozie y que se utiliza para obtener riquezas, alimentos y cosas. No sé cómo opera, pero da resultado; Zozie lo empleó en la chocolatería para que más clientes compren las trufas de mamá y, aunque está claro que eso no ayudará a Roux, lo que espero es que funcione de otra manera, para conseguir otro trabajo, ganar la lotería o encontrar dinero en la calle. Hice resplandecer la señal en mi imaginación, por lo que brilló contra la piel de Roux como si fuese polvo centelleante. Roux, con eso bastará, pensé. Así no será caridad.

– ¿Nos visitarás antes de Nochebuena?

– No lo sé. Tengo…, tengo varias cosas que resolver antes de esa fecha.

– ¿Vendrás a la fiesta? ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -confirmó Roux.

– ¿Cruzarás los dedos sobre el corazón y estarás dispuesto a morir si no cumples?

– Cruzaré los dedos sobre el corazón y estaré dispuesto a morir.

9


Domingo, 16 de diciembre


Hoy Roux no fue a trabajar. En realidad, no ha hecho acto de presencia en todo el fin de semana. Resulta que el viernes se marchó temprano, dejó la pensión en la que se hospedaba y desde entonces nadie lo ha visto.

Sospecho que era lo que cabía esperar. Al fin y al cabo, le pedí que se fuese. En ese caso, ¿por qué me siento terriblemente desconsolada? Y, por si eso fuera poco, ¿por qué espero que aparezca?

Thierry está que arde de furia. En su mundo, dejar un trabajo es vergonzoso y poco íntegro y quedó claro que no está dispuesto a aceptar la más mínima excusa. También ha pasado algo con un cheque, con un talón que Roux cobró o no hizo efectivo…

Este fin de semana apenas he visto a Thierry. El sábado polla noche pasó un momento y comentó que tenía un problema en el apartamento. Solo comentó al pasar la ausencia de Roux y no me atreví a preguntar nada.

Hoy ha venido al final del día y me ha contado la historia completa.

Zozie estaba a punto de cerrar el local; Rosette jugaba con un rompecabezas, cuyas piezas no intenta encajar, sino que se limita a trazar complicadas espirales en el suelo, y yo me disponía a preparar el último lote de trufas de cereza cuando Thierry irrumpió en la chocolatería furioso a rabiar, rojo como un pimiento y a punto de estallar.

– ¡Ya sabía yo que pasaba algo! -despotricó-. Esos son jodidamente iguales: vagos, ladrones…, ¡viajeros! -Adjudicó a la última palabra la inflexión más asquerosa que quepa imaginar y logró que sonase como un insulto exótico-. Ya sé que se supone que es amigo tuyo, pero ni siquiera tú puedes hacer la vista gorda. Abandonó el trabajo sin decir ni mu y fastidió mis planes. Lo demandaré, aunque puede que tal vez me limite a dar su merecido a ese cabrón pelirrojo…

– Thierry, por favor. -Le serví una taza de café-. Intenta tranquilizarte.

En lo que a Roux se refiere, por lo visto le resulta imposible. Está claro que son muy distintos. Thierry es sólido, poco imaginativo, jamás ha vivido fuera de París y su desaprobación de las madres solteras, los «estilos de vida alternativos» y la comida exótica me ha causado gracia… hasta ahora.

– Dime, ¿qué significa para ti? -quiso saber Thierry-. ¿A qué se debe que sea tan amigo tuyo?

Le volví la espalda.

– Ya lo hemos hablado.

Thierry se puso de todos los colores.

– ¿Fuisteis amantes? -inquirió-. ¿De eso se trata? ¿Te acostaste con ese cabrón?

– Thierry, por favor…

– ¡Dime la verdad! ¿Te lo tiraste? -chilló.

Me temblaron las manos. La ira, más violenta si cabe por haber estado contenida, salió a borbotones cuando espeté:

– ¿Y qué si me lo tiré?

Esas palabras fueron muy simples y peligrosas.

Repentinamente pálido, Thierry me miró y me percaté de que, pese a su intensidad, la acusación no era más que otro de sus gestos vacíos de sentido: dramáticos, previsibles y, en última instancia, carentes de significado. Thierry necesitaba dar salida a sus celos, su necesidad de controlar, su angustia sin expresar por la rapidez con la que han progresado nuestras ventas…

El constructor volvió a tomar la palabra con tono tembloroso:

– Yanne, me debes la verdad. He permitido que esto durase demasiado tiempo. Por Dios, ni siquiera sé quién eres. Te acepté con los ojos cerrados, confié en ti y en tus hijas…, ¿me has oído quejarme alguna vez? Una mocosa malcriada y una retardada…

Calló de sopetón.

Lo miré impávida y me dije que, finalmente, se había pasado de la raya.

Rosette dejó de mirar el rompecabezas con el que jugaba en el suelo. Por encima de su cabeza parpadeó una luz. Las formas de plástico que utilizo para cortar galletas tamborilearon sobre la encimera, como si pasase un tren exprés.

– Yanne, lo siento, lo siento muchísimo.

Thierry intentó recuperar el terreno perdido como un vendedor que va de puerta en puerta y que cree que todavía tiene la posibilidad de conseguir una venta esquiva…

El daño ya estaba hecho. El castillo de naipes primorosamente levantado se desplomó con una sola palabra. Ahora veo lo que antes se me escapó. Por primera vez veo realmente a Thierry. Ya había reparado en su mezquindad, su regocijado desdén por los subordinados, su esnobismo y su arrogancia. Ahora también veo sus colores, sus flaquezas encubiertas, la incertidumbre que acecha tras su sonrisa, la tensión de sus hombros, la peculiar rigidez de su postura cada vez que tiene que mirar a Rosette.

Esa palabra horrorosa…

Por descontado que siempre he sido consciente de que Rosette lo lleva a sentirse incómodo. Como de costumbre, intenta compensarlo, pero su alegría es forzada, como la de alguien que acaricia un perro peligroso.

Ahora veo que no solo se trata de Rosette. Este lugar, este local que construimos sin su ayuda también lo incomoda. Cada lote de bombones, cada venta, cada cliente al que saludamos por su nombre, incluso la silla en la que está sentado le recuerdan que nosotras tres somos independientes, que tenemos una vida al margen de su persona, que poseemos un pasado en el que Thierry le Tresset no desempeñó el más mínimo papel…

Thierry también tiene un pasado propio, algo que lo lleva a ser como es. Sus miedos arraigan en ese pasado; no solo sus miedos, sino sus esperanzas, sus secretos…

Dirijo la mirada a la conocida plancha de granito en la que templo el chocolate. Es muy vieja y está ennegrecida por el paso del tiempo; ya estaba gastada cuando la compré y muestra las cicatrices del uso continuado. En el granito hay partículas de cuarzo que inesperadamente reflejan la luz y las veo brillar mientras el chocolate se enfría y queda a punto para ser nuevamente calentado y templado.

No quiero saber tus secretos, pienso.

La plancha de granito sabe la verdad. Salpicada de mica, brilla, hace guiños, llama mi atención y retiene mi mirada. Prácticamente veo las imágenes reflejadas en la piedra. Adquieren forma mientras las observo y comienzan a adquirir sentido; son vislumbres de una vida, de un pasado que hace de Thierry el hombre que es.

Aquel es Thierry en el hospital. Hace veinte o más años y espera junto a una puerta cerrada. Lleva dos cajas de cigarros para regalar, cada una atada con una cinta, en un caso rosa y en el otro azul. Ha cubierto todas las bases.

Ahora hay otra sala de espera. En las paredes se observan murales con personajes de dibujos animados. A poca distancia una mujer está sentada con un niño en brazos. El crío ronda los seis años. Mira el techo sin verlo y nada (ni Pooh, Tigger ni Mickey Mouse) provoca el menor destello en su mirada.

Un edificio que no es exactamente un hospital y un niño, no, un joven que va del bracete de una guapa enfermera. El joven tiene alrededor de veinticinco años. Fornido como su padre, tiene los hombros hundidos, la cabeza demasiado pesada con relación al cuello y la sonrisa hueca.

Finalmente entiendo: es el secreto que Thierry ha intentado ocultar por todos los medios. Comprendo esa sonrisa amplia y brillante, como la del hombre que vende supercherías puerta a puerta; el modo en el que jamás menciona a su hijo; su profundo perfeccionismo; la forma en la que a veces mira a Rosette o, mejor dicho, la manera en la que no la mira…

Dejo escapar un suspiro.

– Thierry, está bien, ya no tienes que mentirme.

– ¿Mentirte?

– Mentirme sobre tu hijo.

Se tensó y, sin la ayuda de la plancha de granito, percibí la agitación que creció en su interior. Se puso pálido, empezó a sudar y la cólera desplazada por el miedo regresó como un viento maligno. Se irguió en toda su estatura, repentinamente se convirtió en un oso, derramó la taza de café y desparramó los bombones envueltos con papeles de vivos colores.

– No hay ningún problema con mi hijo -declaró con voz demasiado estentórea-. Alan se dedica a la construcción. De tal palo, tal astilla. No nos vemos mucho, pero eso no significa que no me respete o que no esté orgulloso de él… -A esa altura hablaba a gritos, por lo que Rosette se tapó las orejas-. ¿Alguien ha dicho lo contrario? ¿Ha sido Roux? ¿Ese cabrón ha metido las narices donde no lo llaman?

– No tiene nada que ver con Roux. Si te avergüenzas de tu hijo, ¿cómo llegarás a preocuparte por Rosette?

– Yanne, por favor, no es así. No me avergüenzo, pero se trata de mi hijo, Sarah no podía tener más descendencia y yo solo quería que fuese…

– Que fuese perfecto, ya lo sé.

Thierry me cogió las manos.

– Yanne, puedo vivir con esto, te lo prometo. Buscaremos un especialista. Rosette tendrá todo lo que necesita, niñeras, juguetes…

Más regalos, pensé, como si así fuera posible cambiar lo que siente. Negué con la cabeza. El corazón no cambia. Puedes mentir, hacerte ilusiones y engañarte pero, al final, ¿es posible escapar del elemento con el que naces?

Thierry debió de detectarlo en mi expresión porque se demudó y hundió los hombros.

– Pero si está todo organizado -afirmó.

No dijo «te quiero», sino «está todo organizado».

A pesar del mal sabor de boca, experimenté una súbita y arrebatadora andanada de alegría, como si algo ponzoñoso que tenía alojado en la garganta se hubiese soltado por su cuenta y riesgo…

En el local las campanillas resonaron una vez y, sin pensar en lo que hacía, tracé la señal de los cuernos contra la mala suerte. Los hábitos arraigados tardan en desaparecer. Hacía años que no la practicaba. También me sentí incómoda, como si un gesto tan nimio pudiese despertar nuevamente al viento cambiante. Cuando Thierry se fue, me quedé sola y creo que oí voces en el viento, las voces de las Benévolas, y carcajadas distantes.

10


Lunes, 17 de diciembre


De modo que ya está. Se acabó. ¡Hurra! Me parece que se debió a una pelea por Roux y me moría de ganas de contárselo al salir de la escuela, pero no lo encontré.

Fui a la pensión de la avenue de Clichy, donde Thierry dice que hasta ahora se ha hospedado, pero cuando llamé nadie abrió la puerta y había un viejo con una botella de vino que me gritó por hacer ruido. Tampoco estaba en el cementerio y en la rue de la Croix nadie lo ha visto, por lo que al final me di por vencida, aunque en la pensión le dejé una nota en la que escribí «urgente» y supongo que la leerá cuando regrese…, en el supuesto de que regrese. Para entonces había llegado la policía y nadie iba a ningún lado.

Al principio creí que venían a por mí. Hacía rato que había anochecido, eran más de las siete, y Rosette y yo cenábamos en el obrador. Zozie había salido, mamá se había puesto el vestido rojo y, para variar, estábamos las tres solas…

Se presentaron dos agentes y mi primera y ridícula idea fue que a Thierry le había pasado algo horrible y, de alguna manera, era culpa mía por lo que hicimos el viernes por la noche. Thierry los acompañaba y tenía buen aspecto, salvo que se mostró más gritón, alegre y campechano que nunca, pero sus colores me llevaron a pensar que solo fingía alegría y se mostraba animado para embaucar a las personas a las que acompañaba, lo que me volvió a poner nerviosa.

Resulta que buscaban a Roux. Permanecieron media hora en el local y mamá me mandó arriba con Rosette, pero me las apañé para oír casi todo lo que decían, aunque no estoy segura de los detalles.

Por lo visto, tiene que ver con un cheque. Thierry dice que se lo entregó a Roux, que ha conservado el resguardo y que Roux intentó modificarlo antes de ingresarlo en su cuenta para obtener mucho más dinero del que figuraba en el cheque.

Los policías hablaron de mil euros. Según Thierry, se llama «fraude» y por cometerlo puedes ir a la cárcel, sobre todo si abres una cuenta bancaria con otro nombre, retiras el dinero antes de que se enteren y te esfumas sin dejar rastro, ni siquiera una dirección a la que remitir el correo.

Eso es lo que dicen de Roux. Es una soberana estupidez, ya que todo el mundo sabe que Roux no tiene cuenta bancaria y que jamás se le ocurriría robar, ni siquiera a Thierry. Por otro lado, ha desaparecido sin dejar huellas. Al parecer, desde el viernes no le ven el pelo en la pensión y, como es obvio, no ha ido a trabajar. Eso significa que es posible que yo sea la última persona que lo ha visto. También quiere decir que no puede volver a la chocolatería porque, si se presenta, lo detendrán. ¡Qué estúpido es Thierry! Lo odio. No me sorprendería que se hubiera inventado todo con tal de fastidiar a Roux.

Cuando los policías se fueron, mamá y Thierry discutieron por esa cuestión. A él lo oí gritar desde arriba. Mamá intentó mostrarse sensata, insistió en que seguramente se había producido un error y Thierry se mostró cada vez más agitado, se quejó de que no entendía por qué mamá se ponía de parte de Roux y lo llamó delincuente y degenerado, que quiere decir holgazán y alguien en quien no se puede confiar; repitió «Yanne, no es demasiado tarde» hasta que mamá le pidió que se fuese; se marchó y, como si de mal olor se tratara, dejó en la entrada del local una nube de sus colores mezclados.

Cuando bajé, mamá lloraba. Dijo que no estaba llorando, pero me di cuenta. Además, sus colores eran oscuros y confusos, estaba blanca de no ser por las dos manchas rojas bajo los párpados inferiores y dijo que no me preocupase, que todo se aclararía, pero supe que mentía. Siempre sé cuándo miente.

Es gracioso lo que los adultos le dicen a los niños. No hay ningún problema. Todo se resolverá. No te responsabilizo, fue un Accidente…, pero mientras Thierry estuvo aquí pensé que cuando me había reunido con Roux en la tumba de Dalida estaba muy malcarado y que lo había señalado con la Mazorca de Maíz para proporcionarle riqueza y buena suerte…

Ahora me pregunto qué he hecho. Prácticamente lo veo con la imaginación: el último cheque que Thierry le extendió, Roux diciendo «tengo varias cosas que resolver» y añadiendo un cero a la cifra…

Es absurdo, por supuesto. Roux no es un ladrón. Tal vez un puñado de patatas del borde de un sembrado, algunas manzanas de un huerto, maíz a la vera de un camino, un pez de un estanque privado…, pero jamás cogería dinero y, menos aún, así.

Vuelvo a hacerme preguntas. ¿Y si se trata de una venganza? ¿Y si intentó desquitarse de Thierry? Por si eso fuera poco, ¿y si lo hizo por Rosette y por mí?

Para una persona como Roux, mil euros es un dineral. Tal vez con esa cifra se puede comprar un barco. También puedes asentarte, abrir una cuenta bancaria, ahorrar dinero para la familia…

En ese instante recordé lo que mamá había dicho: Roux hace lo que le da la gana, siempre lo ha hecho. Vive todo el año en el río, duerme al raso y ni siquiera se siente cómodo en una casa. Nosotras no podemos vivir así.

Entonces lo supe. Es culpa mía. Con los muñecos de pinza, los deseos, los símbolos y las señales he convertido a Roux en un delincuente. ¿Y si lo detienen? ¿Y si lo encierran en la cárcel?

Mamá solía contar un cuento sobre tres seres fantásticos llamados Pic Azul, Pic Rojo y Colégram. Pic Azul se ocupa del cielo, las estrellas, la lluvia, el sol y las aves del aire. Pic Rojo cuida la tierra y todo lo que en ella crece: plantas, árboles y animales. Colégram, el más joven, está presuntamente a cargo del corazón humano, pero siempre la pifia; cada vez que intenta que alguien satisfaga el deseo de su corazón, lo único que consigue es que esa persona se haga daño. En cierta ocasión intenta ayudar a un pobre viejo y convierte las hojas otoñales en oro; el anciano se entusiasma tanto al ver el dinero que intenta meterlo en su mochila y muere aplastado por el peso. No recuerdo el final de la historia; solo sé que me apené por Colégram, que hace muchos esfuerzos y siempre mete la pata. Tal vez yo también soy así; quizá no puedo alegrar a nadie.

¡Anda ya, tío! ¡Todo iba tan bien…! De todas maneras, en seis días pueden ocurrir muchas cosas y el viento aún no ha dejado de cambiar. Sea como fuere, es demasiado tarde. Ya no podemos detenernos. Hemos llegado demasiado lejos como para dar media vuelta y huir. Creo que será suficiente con una invocación más, con otra apelación al Viento del Cambio. Tal vez la última vez confundimos algún elemento: un color, una vela, un trazo en la arena. Esta vez Rosette y yo lo enderezaremos definitivamente.

11


Martes, 18 de diciembre


Thierry se presentó a primera hora de la mañana y volvió a preguntar por Roux. Por lo visto, cree que este asunto cambiará las cosas entre nosotros y que, al desacreditar a Roux, de alguna manera recuperaré mi confianza en él.

Está claro que las cosas no son tan fáciles. He intentado explicarle que no tiene nada que ver con Roux, pero Thierry no ceja en su empeño. Tiene varios amigos en la policía y ha utilizado su influencia para llamar la atención más de lo necesario sobre este caso de fraude, en realidad poco importante. Al igual que el flautista de Hamelín en la ladera de la colina, para no perder la costumbre Roux se ha esfumado.

Antes de irse, Thierry me lanzó una última y ponzoñosa información, probablemente obtenida a través de su amigo de la gendarmería:

– La cuenta que utilizó para cobrar el cheque está a nombre de una mujer -declaró, y me dirigió una sonrisa ladina y triunfal-. Por lo visto, tu amiguito no actúa solo.


Hoy volví a ponerme el vestido rojo. Ya sé que no es lo habitual, pero la escena con Thierry, la desaparición de Roux y el día gris y presagioso de nieve me llevaron a anhelar algo estimulante.

Tal vez tuvo que ver con el vestido o con un vestigio salvaje del viento pero, a pesar de mi ansiedad y a pesar de todo (las palabras de Thierry, el dolor de corazón cada vez que pienso en Roux, mis noches sin pegar ojo y mis temores), me percaté de que canturreaba mientras trabajaba.

Es como si hubiese pasado página. Creo que, por primera vez en años, me siento libre: libre de Thierry e incluso de Roux; libre para ser quien quiera…, aunque en realidad no sé quién quiero ser.

Zozie había salido y pasaría la mañana fuera. Me encontré sola por primera vez en semanas, si exceptuamos a Rosette, totalmente entregada a su caja de botones y a su cuaderno de dibujo. Casi había olvidado lo que significa estar detrás del mostrador de una chocolatería llena a rebosar, charlar con los clientes, averiguar cuáles son sus preferencias…

Hasta cierto punto, me sorprendió ver tantos habituales. Estoy al tanto de entradas y salidas mientras trabajo en el obrador de la trastienda pero, en realidad, no había reparado en que ahora vienen muchas personas: madame Luzeron, pese a que no es su día; Jean-Louis y Paupaul, atraídos por la promesa de un lugar caldeado en el que dibujar y por su creciente interés por mi pastel de café moca de varias capas; Nico, que ahora está a dieta, si bien su régimen parece incluir la ingesta de montones de macarrones; Alice, con una rama de acebo para el local y la petición de su favorito, el fudge de chocolate; madame Pinot, que pregunta por Zozie…

No fue la única. Todos nuestros clientes preguntaron por Zozie y Laurent Pinson, que se presentó limpito y brillante y me saludó con una reverencia desmedida, pareció marchitarse al reconocerme, como si el vestido rojo lo hubiese llevado a suponer que tras las caja registradora había otra persona.

– Me han dicho que celebrarán una fiesta -comentó Laurent.

Sonreí.

– Solo será una pequeña fiesta en Nochebuena.

Me dedicó su aduladora sonrisa, la misma que emplea cuando Zozie se encuentra cerca. Por ella sé que Laurent Pinson está solo, no tiene familia ni hijos con los que celebrar la Nochebuena. Aunque no me cae demasiado bien, lo compadezco y siento pena de su cuello amarillo almidonado y su sonrisa de perro famélico.

– Por supuesto, si le apetece puede reunirse con nosotras en Nochebuena, a no ser que tenga otros planes.

Pinson frunció ligeramente el ceño, como si intentase recordar los pormenores de sus cuantiosos compromisos sociales.

– Tal vez pueda asistir. Tengo mucho que hacer, pero…

Me tapé la boca con la mano para disimular la sonrisa. Laurent es la clase de hombre que necesita creer que te hace un gran favor cuando acepta que le eches una mano.

– Monsieur Pinson, nos encantaría que viniera.

Se encogió magnánimamente de hombros.

– Bueno, si insiste…

Sonreí.

– Así me gusta.

– Madame Charbonneau, si me lo permite, le diré que ese vestido le queda muy bien.

– Llámeme Yanne.

Volvió a hacer una reverencia. Percibí el aroma a gomina y a sudor. Me pregunté si eso es lo que Zozie hace cada día mientras yo confecciono bombones y si por ese motivo tenemos tantos clientes.

Entra una señora de abrigo esmeralda y compra regalos para Navidad. Sus preferidos son los bombones con capas de caramelo y se lo digo sin titubeos. Su marido disfrutará con mis corazones de albaricoque y a su hija le encantarán mis cuadrados de chocolate dorado con guindilla…

¿Qué está pasando? ¿Qué ha cambiado en mí? Tengo la sensación de que me ha invadido una renovada sensación de temeridad, un sentimiento de esperanza y de confianza. He dejado de ser yo misma para convertirme en alguien más próximo a Vianne Rocher, la mujer que llegó a Lasquenet con la estela del viento festivo…

Las campanillas están totalmente quietas y el cielo se ha oscurecido a causa de la nieve que sigue sin caer. La bonanza atípica de esta semana se ha esfumado y hace bastante frío como para que el aliento forme vaho mientras, en la plaza, los transeúntes cruzan difusos como columnas grises. En la esquina hay un músico y oigo las notas de un saxofón que interpreta «Petite fleur» con voz persistente y casi humana.

Pienso para mis adentros: Debe de tener frío.

En el caso de Yanne Charbonneau, se trata de un pensamiento peculiar. Los parisinos de verdad no pueden permitirse semejantes reflexiones. En esta ciudad hay demasiados pobres, personas sin techo y viejos arropados como paquetes del Ejército de Salvación en las entradas de las tiendas y los callejones traseros. Todos tienen frío y hambre. A los parisinos de verdad no les importa. Yo quiero ser una parisina de verdad…

La música sigue sonando y me recuerda otro lugar y otra época. Entonces yo era otra y las casas flotantes del Tannes estaban tan juntas que prácticamente podrías haber cruzado de una a otra orilla del río. Entonces también había música: tambores metálicos, violines, pitos y flautas. Por lo visto, la gente del río vivía de la música y, pese a que algunos aldeanos los tildaban de mendigos, jamás los vi pedir. En aquellos tiempos no habría tenido la menor vacilación.

Posees un don, solía decir mi madre, y los dones tienen que regalarse…

Preparo chocolate caliente. Lleno una taza y se la llevo al saxofonista, que es sorprendentemente joven, no supera los dieciocho; también añado un trozo de pastel de chocolate. Es una decisión que Vianne Rocher habría tomado sin pensar…

– Invita la casa.

– ¡Qué bien! ¡Gracias! -La expresión del saxofonista se ilumina-. Supongo que vienes de la chocolatería. He oído hablar de ti. Eres Zozie, ¿no?

Me echo a reír, reconozco que desaforadamente. Las carcajadas me resultan tan agridulces y extrañas como todo lo que ocurre en este extraño día, pero el saxofonista no se entera.

– ¿Qué te gustaría oír? -me pregunta-. Tocaré lo que me pidas. Invita la casa… -apostilla y sonríe de oreja a oreja.

– Veamos… -Vacilé-. ¿Conoces V'là l'bon ven?

– Sí, por supuesto. -Coge el saxofón y añade-: Zozie, va por ti.

Cuando el saxo comienza a sonar, me estremezco a causa de algo más que el frío mientras regreso a Le Rocher de Montmartre, donde Rosette todavía juega tranquilamente en el suelo, en medio de cien mil botones desparramados.

12


Martes, 18 de diciembre


El resto del día trabajé en el obrador mientras Zozie se encargaba de los clientes. Ahora tenemos más clientes que nunca, más de los que puedo atender sola, y me alegro de que siga contenta de echar una mano porque, a medida que se acercan las navidades, tengo la sensación de que medio París ha desarrollado un repentino interés por los bombones artesanales.

Las existencias de chocolate cobertura que supuse que durarían hasta Año Nuevo se agotaron en un par de semanas y recibimos envíos cada diez días a fin de satisfacer la demanda creciente. Los beneficios superan con creces mis expectativas y Zozie se limita a decir «Sabía que el negocio se animaría antes de Navidad», como si todos los días hubiera milagros…

Por enésima vez me sorprendo de la rapidez con la que la situación ha cambiado. Hace tres meses nadie nos conocía y éramos náufragas en el peñón de Montmartre. Ahora formamos parte de la escena, lo mismo que Chez Eugène o Le P'tit Pinson, y los lugareños que jamás habrían puesto el pie en una tienda turística entran en la chocolatería una o dos veces por semana (y, en algunos casos, prácticamente cada día) para tomar café, pastel o chocolate.

¿Qué nos ha cambiado? Los bombones, no hay duda; sé que mis trufas artesanales son mucho mejores que todo lo que sale de una fábrica. La decoración también es más acogedora y, con la ayuda de Zozie, hay tiempo de sentarse y charlar un rato.

Montmartre es un pueblo en el seno de la ciudad, y sigue siendo profunda aunque dudosamente nostálgico de sus callejuelas estrechas, las viejas cafeterías y las casitas de estilo campestre con el encalado estival, los postigos falsos y los geranios de vivos colores en las jardineras de barro. Aislados en lo alto de un París rebosante de cambios, los habitantes de Montmartre tienen la sensación de que se trata del último pueblo que existe, el fragmento fugaz de una época en la que las cosas eran más dulces y simples, en la que las puertas quedaban abiertas y cualquier dolor y herida se curaba con un trozo de chocolate…

Sospecho que solo es una ilusión. Para la mayoría de los que viven aquí, esa época nunca existió. Habitan en un mundo parcialmente fantástico, en el cual el pasado está tan profundamente enterrado bajo la expresión de deseos y el pesar, que prácticamente se han tragado su propia ficción.

Pensemos en Laurent, que despotrica contra los inmigrantes pese a que su padre era un judío polaco que huyó a París durante la guerra, se cambió el nombre, contrajo matrimonio con una lugareña y se convirtió en Gustave Jean-Marie Pinson, más francés que los franceses y sólido como las piedras del Sacré-Coeur.

Obviamente, Laurent ni lo menciona, pero Zozie lo sabe…, seguramente porque se lo ha contado. Para no hablar de madame Pinot, con su crucifijo de plata, su desaprobadora sonrisa de labios fruncidos y el escaparate lleno de santos de yeso…

Jamás fue madame. En sus mocedades (al menos es lo que dice Laurent, que está al tanto de estas cosas) fue cabaretera en el Moulin Rouge y a veces actuaba con griñón, tacones de aguja y un corsé de raso negro que despertaba pasiones… No es exactamente lo que cabe esperar de una vendedora de objetos religiosos…

Y también nuestros apuestos Jean-Louis y Paupaul, que trabajan con gran habilidad en la place du Tertre y, para que se desprendan de su dinero, seducen a las señoras con cumplidos bravucones e insinuaciones descaradas. Cabría pensar que, al menos, son lo que parecen, pero ninguno de los dos ha pisado jamás una galería ni estudiado en una escuela de arte y, pese a su atractivo masculino, son apacible y sinceramente gays y planean una ceremonia civil, tal vez en San Francisco, donde esas prácticas son más corrientes y se juzgan con menos severidad.

Eso dice Zozie, que parece saberlo todo. Anouk también sabe más de lo que me cuenta y estoy cada vez más preocupada. Antes me lo contaba todo, pero en los últimos tiempos se ha vuelto inquieta y recelosa; pasa horas en su habitación, casi todos los fines de semana va al cementerio con Jean-Loup y por las noches habla con Zozie.

Es lógico que una niña de su edad quiera más independencia que la que hasta ahora ha tenido. De todos modos, en Anouk hay una especie de desvelo, una frialdad de la que tal vez no sea consciente, que me inquieta. Es como si entre nosotras se hubiese movido un eje, un mecanismo implacable que lentamente ha comenzado a separarnos. Solía contármelo todo y ahora lo que dice parece extrañamente cauteloso, al tiempo que sus sonrisas son demasiado intensas y forzadas como para resultar reconfortantes.

¿Se debe a Jean-Loup Rimbault? Me he fijado en que ahora apenas lo menciona, en que se pone en guardia cuando me refiero a él, en el cuidado con el que se viste para ir al liceo cuando antes costaba que se cepillase el pelo…

¿Tiene que ver con Thierry? ¿Está angustiada por Roux?

He intentado preguntarle directamente si pasa algo, si en la escuela tiene un problema del que no estoy enterada. Siempre responde «no, mamá» con esa vocecilla cortante de niña buena y sube corriendo la escalera para hacer los deberes.

Por la noche, desde el obrador oigo risas procedentes del cuarto de Zozie, me acerco sigilosamente al pie de la escalera para escuchar y, como si fuese un recuerdo, percibo la voz de Anouk.

Sé que si abro la puerta para preguntarle qué le apetece beber, las risas cesarán, su mirada se tornará fría y la Anouk que oigo de lejos se esfumará como ocurre en los cuentos de hadas…

Hoy Zozie reacomodó el escaparate de la casa de Adviento y ha abierto otra puerta. En el pasillo de la casita se alza un árbol de Navidad hábilmente creado con ramitas de pino. La madre está en la puerta de la casa y mira hacia el jardín, mientras un semicírculo de cantantes de villancicos (ha utilizado ratones de azúcar) mira hacia el interior.

Tal como sucedieron las cosas, hoy montamos nuestro árbol. Es pequeño, de la floristería que está calle abajo, pero huele maravillosamente a agujas y a savia, como el cuento de los niños perdidos en el bosque, y tenemos estrellas plateadas para colgar de las ramas y lucecitas blancas con las que envolverlo. A Anouk le encanta adornar el árbol, por lo que lo he dejado tal como entró a fin de que, cuando vuelva de la escuela, lo decoremos juntas.

– Dime, ¿a qué se dedica Anouk últimamente? -La ligereza de mi tono es forzada-. Por lo que parece, no hace más que correr de aquí para allá.

Zozie sonrió y replicó:

– Casi estamos en Navidad. En estas fechas los niños están muy entusiasmados.

– ¿No te ha comentado nada? ¿Está afectada por lo que ocurrió entre Thierry y yo?

– Que yo sepa, no -repuso Zozie-. En todo caso, parece aliviada.

– ¿No hay nada que la preocupe?

– Solo la fiesta.

¡Vaya con la fiesta! Sigo sin saber qué se propone. Desde la primera vez que la mencionó, mi pequeña Anouk se ha mostrado obstinada y extraña, hace planes, propone platos, invita a todos sin tener en cuenta cuestiones prácticas como el espacio y la colocación de los invitados.

«¿Podemos invitar a madame Luzeron?» «Por supuesto, Nanou, si crees que vendrá.» «¿Y a Nico?»

«De acuerdo.»

«Y a Alice, por descontado. Y también a Jean-Louis y a Paupaul…»

«Nanou, esas personas tienen su propio hogar y sus familias… ¿Qué te lleva a pensar que…?» «Vendrán», asegura, como si lo hubiese dispuesto personalmente.

«¿Cómo lo sabes?» «Lo sé y basta.»

Me digo que tal vez lo sabe. Da la impresión de saber muchas cosas, pero hay algo más, un secreto en su mirada, el indicio de algo de lo que estoy excluida.

Miro la chocolatería. El local es un espacio cálido, casi íntimo. Hay velas encendidas en las mesas y el escaparate de Adviento está iluminado por un brillo rosa. Huele a naranja y a clavo de olor gracias a la almohadilla perfumada que cuelga sobre la puerta, a pino del árbol navideño y a vino calentado con especias, que servimos con el chocolate caliente, también especiado, y con el pan de jengibre recién salido del horno. Atrae tanto a los habituales como a los forasteros y los turistas, que entran de tres en tres o de cuatro en cuatro. Se detienen a mirar el escaparate, perciben los aromas, entran y tal vez quedan algo atolondrados por los olores múltiples, los colores y sus preferidos en las cajitas de cristal: galletas de naranja amarga, mendiants du roi, cuadrados de guindilla, trufas al aguardiente de melocotón, monedas de chocolate blanco, delicadezas de lavanda…, bombones que susurran imperceptiblemente…

Pruébame, saboréame, examíname…

Zozie se encuentra en el centro de todo. Incluso en los momentos más frenéticos ríe, sonríe, bromea, reparte bombones por invitación de la casa, habla con Rosette, con su presencia consigue animarlo todo…

Tengo la sensación de que me observo a mí misma, a la Vianne que fui en otra vida.

¿Quién soy ahora?

Incapaz de apartar la mirada, acecho desde detrás de la puerta del obrador. Recuerdos de otra época: un hombre está de pie junto a una puerta parecida y mira recelosamente hacia el interior. Es el rostro de Reynaud, su mirada ávida, la expresión odiosa y atormentada de un hombre asqueado por lo que ve pero que, de todas maneras, debe mirar.

¿Es posible que me haya convertido en eso, en otra versión del Hombre Negro, en una Reynaud atormentada por el placer e incapaz de soportar la alegría de los demás, en una mujer abrumada por la envidia y la culpa?

¡Qué absurdo! ¿Es posible que sienta envidia de Zozie?

Por si con eso no bastase, ¿a qué se debe que todavía tengo miedo?


A las cuatro y media Anouk entra desde las calles brumosas, con la mirada encendida y un brillo revelador a la altura de sus pies, que podría ser Pantoufle en el caso de que existiese. Saluda a Zozie con un abrazo descomunal. Rosette se suma. Hacen girar a la pequeña y gritan «¡Bam, bam, bam!». Se convierte en un juego, en una suerte de danza desaforada que termina cuando las tres, risueñas y sin aliento, se desploman en los butacones rosados y peludos.

Mientras observo desde la puerta de la cocina, súbitamente se me ocurre una idea. Está claro que en este sitio hay demasiados fantasmas. Se trata de fantasmas peligrosos y risueños, de fantasmas de un pasado cuyo renacimiento no podemos permitirnos. Lo sorprendente es que parecen extrañamente vivos, como si yo, Vianne Rocher, fuese el fantasma y el trío de la tienda la realidad, el número mágico, el círculo que es imposible romper…

¡Vaya tontería! Sé perfectamente que soy real. Vianne Rocher no es más que un nombre que utilicé, quizá ni siquiera se trata de mi verdadero nombre. Vianne Rocher no tiene propósito ni futuro al margen de mí.

Me resulta imposible dejar de pensar en ella, como en un abrigo favorito o en un par de zapatos que impulsivamente se regalan a una institución benéfica para que otra persona los aprecie y los use…

Ya no puedo dejar de preguntarme…

¿Cuánto he revelado de mí misma? Si he dejado de ser Vianne…, ¿quién lo es ahora?

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