TERCERA PARTE. El Dos Conejo

1


Miércoles, 14 de noviembre


Nunca he querido ser bruja. Jamás soñé con serlo, aunque mi madre juraba que oyó mis llamadas desde meses antes de mi nacimiento. Obviamente, no lo recuerdo; mi más tierna infancia es una mezcolanza de lugares, olores y personas que pasaron veloces como trenes; de cruzar fronteras sin papeles, de viajar con nombres distintos, de abandonar de noche los hoteles baratos, de ver cada día el amanecer en un sitio nuevo y de huidas, siempre corriendo, incluso entonces, como si la única manera de sobrevivir fuera recorrer cada arteria, vena y capilar del mapa, sin dejar nada detrás, ni siquiera nuestras sombras.

«Tú eliges a tu familia», decía mamá. Evidentemente, mi padre no había sido elegido.

«Vianne, ¿para qué lo necesitamos? Los padres no cuentan. Solo estamos tú y yo…» A decir verdad, no lo eché de menos. ¿Cómo iba a añorarlo? No tenía nada con lo que comparar su ausencia. Lo imaginé oscuro, levemente siniestro y, quizá, pariente del Hombre Negro del que huíamos. Yo quería a mi madre y el mundo que habíamos creado para nosotras, un universo que acarreábamos dondequiera que fuéramos, un mundo inalcanzable para la gente corriente.

«Porque somos especiales», solía decir mi madre. Veíamos cosas, poseíamos ese don. Tú eliges a tu familia… Fue lo que hicimos allá donde fuimos: una hermana aquí, una abuela allá, rostros conocidos de una tribu dispersa. En la medida en la que lo recuerdo, no hubo hombres en la vida de mi madre.

Salvo el Hombre Negro, por descontado.

«¿Mi padre era negro?» Me sobresaltó pensar que Anouk había estado tan cerca. Había evaluado esa posibilidad mientras huíamos con los faldones levantados, con colores llamativos y azotadas por el viento. Indudablemente, el Hombre Negro no era real. Llegué a pensar que mi padre era igual.

De todas maneras, no perdí la curiosidad y de vez en cuando escrutaba la muchedumbre en Nueva York, Berlín, Venecia o Praga con la ilusión de verlo, de vislumbrar un hombre solo, con mis ojos oscuros…

Entretanto mi madre y yo huimos. Al principio pareció que por el mero gozo de correr; luego, como todo lo demás, se convirtió en hábito y, por último, en tarea pesada. Al final pensé que huir y correr fue lo único que la mantuvo viva cuando el cáncer invadió su sangre, su cerebro y sus huesos.

Fue entonces cuando mencionó por primera vez a la niña. En su momento pensé que se trataba de delirios debidos a los calmantes que tomaba. Vaya si divagó a medida que se acercaba el final: contó cosas que no tenían el menor sentido, se refirió al Hombre Negro y habló seriamente con personas que no estaban presentes.

La chiquilla, con un nombre tan parecido al mío, podría haber sido otra invención de aquel período incierto: un arquetipo, un ánima, un recorte de periódico, otra alma perdida de cabellos y ojos oscuros, robada junto a un estanco un día de lluvia en París.

Sylviane Caillou… Se esfumó como tantos; desapareció de la sillita del coche, aparcado delante de una farmacia cercana a La Villette, cuando contaba dieciocho meses. Se la llevaron con el bolso de los pañales, el cambiador y los juguetes; la última vez que la vieron lucía una pulsera infantil de plata con un dije de la suerte, un gato pequeño, colgado del cierre.

Esa no era yo. No pude haberlo sido. Y en el caso de haberlo sido, después de tanto tiempo…

Mi madre decía que eliges a tu familia, tal como te elegí a ti y tú a mí. Esa niña…, esa niña no te habría atendido. No habría sabido cuidar de ti, cortar la manzana de tal manera que se vea la estrella interior, anudar una bolsita medicinal, desterrar los demonios golpeando un cazo metálico o arrullar al viento hasta dormirlo. No te habría enseñado nada de eso…

Vianne, ¿acaso no nos fue bien? ¿No te prometí que todo saldría bien?

Todavía tengo el pequeño dije del gato. No recuerdo la pulsera de bebé, que probablemente mi madre vendió o regaló, aunque tengo una ligera remembranza de los juguetes: dos peluches, un elefante rojo y un osito marrón, muy querido y con un solo ojo. El dije sigue en la caja de mi madre, es una baratija, como la que compraría un crío, y cuelga de un trozo de cinta roja. Está en la caja junto a la baraja de mi madre y otro puñado de cosas: una foto que nos tomaron cuando yo tenía seis años, un trocito de sándalo, varios recortes de periódico, un anillo y un dibujo que hice en la escuela, la única a la que fui, en los tiempos en los que aún existía la expectativa de que un día arraigaríamos.

Está claro que jamás me lo pongo. Ni siquiera me gusta tocarlo; contiene demasiados secretos, como el perfume, que solo necesita calor humano para liberar su aroma. Por regla general, no toco nada de lo que contiene esa caja aunque, por otro lado, no me atrevo a tirarla. Un exceso de lastre me frena…, pero si tuviese demasiado poco volaría como las semillas de diente de león y me perdería para siempre con el viento.

Zozie lleva cuatro días conmigo y su personalidad comienza a influir en todo lo que toca. No sé cómo ocurrió, tal vez se debió a un momento transitorio de debilidad. De lo que estoy segura es de que no pretendía ofrecerle trabajo. Para empezar, no puedo darme el lujo de pagar mucho, aunque está dispuesta a esperar hasta que las cosas cambien; resulta tan natural que Zozie esté aquí, como si me hubiera acompañado toda la vida…

Comenzó el día del Accidente, el día en el que preparó el chocolate y lo bebimos en el obrador, aquel chocolate caliente, dulce y aderezado con chiles frescos y virutas de chocolate. Rosette también bebió en su pequeño tazón y jugó en el suelo mientras yo permanecía en silencio; Zozie no dejó de observarme con esa sonrisa peculiar y los ojos entornados como los de un gato.

Las circunstancias eran extraordinarias. Cualquier otro día, en cualquier otro momento, habría estado preparada, pero aquel, con el anillo de Thierry en el bolsillo, Rosette en su peor momento, Anouk muda desde que se enteró y el día largo y vacío que nos aguardaba…

En cualquier otro momento me habría mantenido firme, pero aquel día…

No se preocupe, ya sé lo que necesita.

¿A qué se refiere exactamente? ¿Qué sabe? ¿Que un plato que se rompió volvió a quedar entero? Es absurdo, nadie le creería y, menos aún, que el truco es obra de una niña de cuatro años, de una cría que ni siquiera sabe hablar.

– Yanne, pareces cansada -afirmó Zozie-. Tiene que ser muy duro cuidar de todo esto.

Asentí en silencio.

El recuerdo del Accidente de Rosette se interpuso entre nosotras como el último trozo de pastel durante una fiesta.

No digas nada, supliqué en silencio, tal como había intentado pedirle a Thierry. Por favor, no lo digas, no lo expreses con palabras.

Me pareció percibir su fugaz respuesta: un suspiro, una sonrisa, la vislumbre de algo entrevisto en sombras, la delicada mezcla de la baraja perfumada con sándalo…, el silencio.

– No quiero hablar del tema -puntualicé.

Zozie se encogió de hombros.

– En ese caso, bebe el chocolate.

– Estoy segura de que lo has visto.

– Yo veo toda clase de cosas.

– Por ejemplo, ¿cuáles?

– Veo que estás cansada.

– No duermo bien.

Durante un rato Zozie me observó en silencio. Sus ojos eran puro verano con manchitas doradas. Debería conocer tus preferencias, pensé casi oníricamente. Tal vez lo único que ocurre es que he perdido la capacidad de…

– Te propongo una cosa -añadió por último-. Atenderé la chocolatería en tu lugar. Nací en una tienda, así que sé lo que hay que hacer. Llévate a Rosette y dormid un rato. Si te necesito te avisaré. Vete. Te aseguro que saldrá todo bien.

Eso ocurrió hace cuatro días. Desde entonces nadie ha aludido a lo sucedido. Está claro que, de momento, Rosette no entiende que, en el mundo real y por mucho que deseemos lo contrario, un plato roto debe seguir roto. Zozie no ha intentado abordar nuevamente el tema y se lo agradezco. Sabe que algo ha ocurrido, pero se da por satisfecha con dejarlo estar.

– Zozie, ¿en qué clase de tienda naciste?

– En una librería. Supongo que ya sabes cómo son, nací en una librería de la New Age.

– ¿En serio? -pregunté.

– Mi madre se dedicaba a la magia que se compra en tiendas, a la baraja del tarot y a vender incienso y velas a hippies felices, sin dinero y con los pelos enredados. -Sonreí, pese a que me sentí ligeramente incómoda-. Claro que fue hace mucho tiempo y prácticamente no lo recuerdo.

– ¿Sigues…, sigues creyendo?

Zozie sonrió.

– Creo que nosotros podemos marcar la diferencia. -Se impuso el silencio-. ¿Y tú?

– Antes creía, pero ahora no.

– ¿Puedo preguntar a qué se debe?

Meneé la cabeza.

– Tal vez te lo cuente más adelante.

– De acuerdo.

Lo sé, ya sé que es peligroso. Cada acción, incluso la más nimia, tiene consecuencias. La magia se cobra un alto precio. Tardé mucho en comprenderlo, lo entendí después de Lansquenet y de Les Laveuses, pero ahora está clarísimo, del mismo modo que las consecuencias de nuestro recorrido se despliegan a nuestro alrededor como las olas en un lago.

Valga como ejemplo mi madre, tan generosa con sus dones, dedicada a repartir buena suerte y buena voluntad mientras en su interior el cáncer, que no llegó a saber que padecía, creció como los intereses de una cuenta de depósito a plazo. El universo cuadra el debe y el haber. Hay que pagarlo todo, incluso algo tan pequeño como un hechizo, un ensalmo o un círculo trazado en la arena. Debemos pagar en su totalidad y con sangre.

En este aspecto existe la simetría. Por cada golpe de suerte, un hachazo; por cada persona que ayudamos, un pesar. Una bolsita de seda roja sobre la puerta… y en otra parte cae una sombra. Una vela encendida para desterrar la mala suerte… y la casa de un vecino de enfrente se incendia y arde hasta los cimientos. Una fiesta del chocolate y la muerte de un amigo…

Una desventura…

Un Accidente…

Por eso no puedo confiar en Zozie. Me cae demasiado bien como para perder su confianza. Me parece que a las niñas también les gusta. Tiene algo juvenil, algo más acorde con la edad de Anouk que con la mía, algo que la vuelve más accesible.

Tal vez tiene que ver con su melena larga, suelta y con el mechón rosa en la parte delantera, o con su ropa de colores exuberantes, comprada en una tienda benéfica y combinada como el contenido de una caja de maquillaje infantil aunque, por extraño que parezca, le sienta bien. Hoy lleva un vestido de cintura de avispa de los años cincuenta, de tono azul cielo y estampado con veleros, y zapatillas de ballet amarillas, calzado que no es precisamente adecuado para el mes de noviembre…, aunque está claro que le importa un bledo. Esas cuestiones jamás la preocuparán.

Recuerdo que antaño yo era así. Recuerdo la actitud desafiante. Claro que la maternidad lo cambia todo, nos vuelve cobardes, nos convierte en cobardes, en mentirosas… y hasta en cosas peores.

Les Laveuses, Anouk y… ¡oh, aquel viento!

Han transcurrido cuatro días y todavía estoy sorprendida porque no solo confío en Zozie para que vigile a Rosette, como solía hacer madame Poussin, sino para toda clase de cuestiones del local, como envolver, embalar, limpiar y hacer los pedidos. Dice que le gusta, insiste en que siempre soñó con trabajar en una chocolatería y, por otro lado, jamás se atiborra como solía hacer madame Poussin ni se aprovecha de su posición para pedir muestras.

Todavía no he hablado con Thierry sobre ella. No sé a qué se debe, aunque lo cierto es que tengo la sensación de que no estará de acuerdo. Quizá porque no lo consulté o tal vez por la mismísima Zozie, que se diferencia tanto como es posible de la formal madame Poussin.

Con los clientes suele ser alegre y, en ocasiones, inquietantemente informal. Habla sin parar mientras envuelve cajas, pesa bombones y menciona las novedades. Tiene una capacidad extraordinaria para lograr que los demás hablen de sí mismos: pregunta por el dolor de espalda de madame Pinot y parlotea con el cartero durante el reparto. Conoce las preferencias de Nico el Gordo; coquetea descaradamente con Jean-Louis y Paupaul, los aspirantes a artistas que importunan a los clientes de Le P'tit Pinson, y charla con Richard y Mathurin, los ancianos a los que denomina «los patriotas», que a veces llegan a la cafetería a las ocho de la mañana y casi nunca se marchan hasta después de comer.

Conoce por su nombre a los amigos que Anouk tiene en el liceo, pregunta por sus profesores y habla de su modo de vestir. Por otro lado, jamás me hace sentir incómoda; nunca plantea las preguntas que, en su lugar, cualquiera haría.

Sentí lo mismo con relación a Armande Voizin…, allá en los tiempos de Lansquenet. La revoltosa, traviesa y picara Armande, cuyas enaguas rojas aún veo a veces con el rabillo del ojo, cuya voz imaginada en medio del gentío y tan parecida a la de mi madre, en ocasiones me obliga a darme la vuelta y clavar la mirada.

Cae de maduro que Zozie no tiene nada que ver con ella. Cuando la conocí, Armande tenía ochenta años y era una mujer reseca, irritable y cascada. Por otro lado, veo en Zozie su estilo desbordante y su interés por todo. Y si Armande tenía una chispa de lo que mi madre denominaba magia…

Ahora no hablamos de esas cuestiones. Aunque tácito, nuestro pacto es estricto. La más mínima indiscreción, aunque solo sea encender una chispa, y nuevamente arderá el castillo de naipes. Ya ha ocurrido en Lansquenet, en Les Laveuses y, con anterioridad, en un centenar de localidades, pero se acabó, no puede ser. Esta vez nos quedamos.

Hoy se presentó temprano, justo en el momento en que Anouk se iba a la escuela. La dejé sola menos de una hora, el tiempo suficiente para dar un paseo con Rosette, y cuando regresé el local parecía más alegre, espacioso y atractivo. Había cambiado el escaparate: extendió un retal de terciopelo azul marino sobre la pirámide de latas y encima colocó unos tacones de aguja de color rojo brillante, llenos a reventar de bombones envueltos con papel metálico rojo y dorado.

Aunque excéntrico, el efecto resulta muy llamativo. Los tacones, los mismos que llevaba el primer día, parecen brillar en el escaparate oscuro y, como un tesoro escondido, los bombones se desparraman por el terciopelo cual cubos y fragmentos de luces de colores.

– Espero que no te moleste -dijo Zozie cuando entré-. Pensé que un toque alegre vendría bien.

– Me gusta -afirmé-. Zapatos y bombones…

Zozie sonrió de oreja a oreja.

– Son dos de mis pasiones.

– Dime, ¿cuál es tu preferido?

En realidad no me interesa saberlo, pero la curiosidad profesional me llevó a plantearlo. Han pasado cuatro días y sigo sin saber cuál es su favorito.

Zozie se encogió de hombros.

– Me gustan todos, aunque los comprados no saben como los artesanales. En algún momento comentaste que los preparabas…

– Los preparaba cuando tenía tiempo…

Me miró a los ojos.

– Pero si tienes tiempo de sobra. Me ocuparé de la chocolatería mientras obras la magia en la trastienda.

– ¿Qué magia?

Zozie comenzó a trazar planes, por lo visto sin reparar en el impacto que la palabra «magia» había causado en mí. Hizo planes para un lote de trufas artesanales, los bombones más fáciles de preparar y, a continuación, se lanzó a por los bizcochitos de harina de almendras, mis preferidos, con arándanos y pasas de Esmirna gordas y amarillas.

Soy capaz de hacerlos con los ojos cerrados. Hasta un niño sabe preparar bizcochitos de harina de almendras y Anouk me había ayudado a menudo en los tiempos de Lansquenet; seleccionaba las pasas más tentadoras y los arándanos más dulces, de los que siempre se reservaba una ración generosa, y los disponía sobre los discos de chocolate fundido, ya fuese negro o con leche, trazando primorosos dibujos.

Desde entonces no he hecho bizcochitos de harina de almendras. Me recuerdan demasiado aquella época, la pequeña pastelería con la gavilla de trigo sobre la puerta, a Armande, a Joséphine, a Roux…

– Puedes pedir lo que quieras por los bombones artesanales -prosiguió Zozie, sin enterarse de nada-. Si aquí colocas un par de sillas y haces un poco de espacio -acotó y señaló el lugar-, la gente podrá sentarse, tomar algo y tal vez pedir una ración de pastel. ¿No te gustaría? Me parece que sería una muestra de cordialidad, un modo de atraer a los clientes.

– Hummm… -Yo no estaba del todo segura. Se parecía demasiado a Lansquenet. La chocolatería debía seguir siendo un negocio y los parroquianos, clientes en lugar de amigos. De lo contrario, cualquier día ocurre lo inevitable y, una vez abierta la caja, cerrarla se vuelve imposible. Además, ya sabía qué opinaría Thierry…-. Me parece que no.

Zozie guardó silencio, pero me miró significativamente. Tengo la sospecha de que la he decepcionado y sé que se trata de una sensación absurda pero…

Me pregunto cuándo me he vuelto tan pusilánime y por qué me preocupo tanto por la opinión de los demás. Mi voz suena quisquillosa y seca, como la de una remilgada. Me gustaría saber si Anouk también lo nota.

– No pasa nada, solo era una propuesta.

Me digo que no haremos daño a nadie. Al fin y al cabo, solo se trata de chocolate, de aproximadamente una docena de lotes de trufas que me servirán para no perder la práctica. Thierry considerará que pierdo el tiempo, pero su parecer no debe detenerme y, además, ¿qué me importa?

– Supongo que podría preparar unas cajas para Navidad.

Conservo los cazos, tanto los de cobre como los esmaltados, cuidadosamente envueltos y guardados en cajas en el sótano. Todavía tengo la plancha de granito en la que templo el chocolate derretido, así como los termómetros para el azúcar, los moldes de plástico y de cerámica, los cucharones, los raspadores y las cucharas acanaladas. En el sótano está todo limpio, guardado y listo para usar. Pensé que a Rosette le gustaría… y también a Anouk…

– ¡Fantástico! -exclamó Zozie-. De paso me enseñarás.

¿Por qué no? No haré daño a nadie.

– Está bien -accedí-. Lo intentaremos.

Eso fue todo. Vuelvo a estar en el negocio sin demasiado jaleo. En el caso de que me quede algún remordimiento de conciencia…

Unas cuantas trufas, una bandeja de bizcochitos de harina de almendras o uno o dos pasteles no hacen daño a nadie y las Benévolas no se ocupan de necedades como los bombones.

Al menos eso espero…, a medida que, cada día que pasa, Vianne Rocher, Sylviane Caillou e incluso Yanne Charbonneau se pierden cada vez más en el pasado y se convierten en humo, en historia, en nota a pie de página, en nombres de una lista descolorida.

El anillo que luzco en la mano derecha resulta extraño en los dedos acostumbrados desde hace mucho tiempo a estar desnudos. El apellido Le Tresset me resulta todavía más extraño. A medio camino entre la sonrisa y la seriedad, me lo pruebo, como si quisiera saber si es de mi talla.

Yanne le Tresset.

Solo es un nombre.

¡Y una mierda!, exclama Roux, el veterano cambiador de nombres y formas, el gitano puntualizador de verdades de fondo. No solo es un nombre, sino una condena.

2


Jueves, 15 de noviembre


Ya está. Lleva su anillo, precisamente la sortija de Thierry…, al que no le gusta el chocolate caliente que prepara ni sabe nada de ella, ni siquiera su verdadero nombre. Ella dice que no ha hecho planes, que todavía se está acostumbrando, y se pone el anillo como los zapatos que es necesario ablandar para que resulten cómodos.

Mamá prefiere una boda sencilla, en el registro civil, nada de curas ni iglesias. Claro que ya sabemos que no es así, que Thierry se saldrá con la suya, con todo el montaje y Rosette y yo vestidas como dos gotas de agua. Será espantoso.

Se lo comenté a Zozie, que puso cara rara y respondió que cada uno ha de hacer lo que más le guste, lo cual es para mondarse porque nadie en su sano juicio diría que esos dos están enamorados.

Bueno, puede que él lo esté. Al fin y al cabo, ¿qué sabe? Anoche volvió a aparecer y nos llevó a cenar; esta vez no fuimos a Le P'tit Pinson, sino a un restaurante caro, a orillas del río, desde el que se veían las embarcaciones. Me puse un vestido y Thierry comentó que estaba muy guapa, aunque tendría que haberme peinado; Zozie se quedó en el negocio y cuidó de Rosette, ya que Thierry consideró que el restaurante no era adecuado para una niña pequeña…, aunque todas sabemos que ese no es el verdadero motivo.

Mamá se puso el anillo que le había regalado: un diamante grande, gordo y odioso que reposa en su mano como un insecto brillante. En la chocolatería no se lo pone porque estorba; anoche se dedicó a jugar con la sortija, la hizo girar alrededor del dedo como si le resultara incómoda.

Thierry pregunta si todavía se está acostumbrando. Como si alguna vez pudiéramos acostumbrarnos a eso, a él o a su modo de tratarnos, como a niñas malcriadas a las que hay que comprar y sobornar. Le regaló un móvil a mamá, según dijo «para estar en contacto»; no podía creer que nunca hubiese tenido móvil, y después tomamos champán (que detesto), ostras (que también detesto) y un helado con soufflé de chocolate, que me gustó, pero no tanto como los que mamá hacía antes y que, además, era pequeñísimo.

Thierry rió mucho, al menos al principio; me llamó jeune fille y habló de la chocolatería. Resulta que tiene que volver a Londres y quería que, en esta ocasión, mamá lo acompañara, pero le explicó que estaba muy ocupada y que tal vez vaya con él después del frenesí navideño.

– ¿De verdad? -inquirió Thierry-. Me pareció que habías dicho que tenías poco trabajo.

– Estoy a punto de probar algo nuevo -añadió mamá, y mencionó el proyecto de las trufas, apostilló que Zozie le ayudaría una temporada y comentó que pensaba sacar sus cacharros del sótano. Habló largo rato y le subieron los colores a la cara, como ocurre cuando algo le interesa realmente; cuanto más se expresó, más se calló Thierry y menos rió, por lo que al fina mamá dejó de hablar y se mostró un pelín incómoda-. Perdona supongo que esto no te interesa.

– No, sigue -repuso Thierry-. ¿Has dicho que fue idea de Zozie? -Esa perspectiva no le gustó nada.

Mamá sonrió.

– Nos cae muy bien, ¿no, Annie?

Respondí que así era.

– ¿Crees que es material administrativo? Reconozco que puede estar bien, pero afrontemos que, a la larga, necesitarás algo más que una camarera robada a Laurent Pinson.

– ¿Material administrativo? -preguntó mamá.

– Verás, supuse que, una vez casados, probablemente querrías que alguien regentase la chocolatería.

Una vez casados… ¡Ay tío!

Mamá levantó la cabeza y vi que había fruncido ligeramente el ceño.

– Ya sé que quieres ocuparte personalmente de la chocolatería, pero no es necesario que estés todo el tiempo. También haremos otras cosas. Tendremos libertad para viajar, para ver mundo…

– Ya lo he visto -dijo mamá demasiado rápido y Thierry la miró con extrañeza.

– Supongo que no querrás que me mude a vivir encima de la chocolatería -acotó y sonrió para demostrar que se trataba de una broma. Por su tono de voz supe que no estaba bromeando. Mamá guardó silencio y miró para otro lado-. Annie, ¿tú qué opinas? Estoy segura de que te gustaría recorrer mundo. ¿Qué te parece si vamos a Estados Unidos? ¿No sería genial?

Detesto que Thierry diga que algo es «genial». Es viejo, como mínimo tiene cincuenta años y ya sé que intenta ser amable, pero resulta embarazoso.

Cada vez que Zozie dice «genial» da la impresión de que habla en serio. Parece la inventora de la palabra. Sería genial ir a Estados Unidos con Zozie. La chocolatería también ha mejorado gracias al espejo dorado situado delante de la vieja vitrina de cristal y a los tacones de caramelo con los cuales ha adornado el escaparate, ya que parecen zapatillas mágicas repletas de tesoros.

Si Zozie estuviera aquí le ajustaría las cuentas, pensé y me acordé de la camarera del salón de té, la que se parecía tanto a Jeanne Moreau. Enseguida me sentí mal, como si hubiera hecho una trastada, como si pensar en este asunto pudiese provocar un Accidente.

Zozie no se preocuparía por eso, declaró la voz espectral en mi cabeza. Zozie haría lo que le diera la gana. Me pregunté si sería tan malo. Desde luego que lo sería pero, de todas maneras…

Esta mañana, mientras me preparaba para ir al liceo, vi que, con la nariz aplastada contra el cristal, Suze examinaba el nuevo escaparate. Echó a correr en cuanto me vio, ya que todavía no nos dirigimos la palabra, pero durante un minuto me sentí tan mal que tuve que sentarme en una de las viejas butacas que ha traído Zozie e imaginar que Pantoufle estaba a mi lado, escuchando, con los ojos negros brillantes en su cara bigotuda.

Lo cierto es que Suze ni siquiera me cae tan bien, pero se mostró simpática conmigo cuando llegué; le daba por venir a la chocolatería y charlábamos o veíamos la tele; también íbamos a la place du Tertre y observábamos a los retratistas y una vez me compró en uno de los tenderetes un colgante de esmalte rosa, un perrillo de dibujos animados que llevaba escrita la frase Mejor amigo.

No era más que una baratija y el rosa nunca me ha gustado, pero jamás había tenido un mejor amigo o, como mínimo, un amigo de verdad. Fue un buen gesto y el hecho de tenerlo me hizo sentir bien, aunque hace siglos que no me lo pongo.

Entonces apareció Chantal.

La perfecta y popular Chantal, con su cabellera rubia perfecta, su ropa perfecta y la costumbre de mofarse de todo. Ahora Suze quiere ser igual a ella y a mí me toca entrar en escena cuando Chantal tiene otra cosa que hacer, aunque la mayor parte del tiempo solo soy una comparsa de quita y pon.

No es justo. ¿Quién decide esas cosas? ¿Quién ha decidido que Chantal merece ser la popular, a pesar de que nunca ha sacado la cara por nadie ni se ha preocupado más que de su pequeño ego? ¿Por qué Jean-Loup Rimbault es más popular que Claude Meunier? ¿Qué podemos decir de los demás? ¿Qué pasa con Mathilde Chagrin o con las chicas de velo negro? ¿Qué tienen que las vuelve monstruosas? ¿Qué pasa conmigo?

Hablaba con mi voz espectral y no reparé en la aparición de Zozie. A veces es muy sigilosa, incluso más que yo, lo cual me pareció extraño porque se había puesto esos ruidosos zuecos con suela de madera con los que es imposible pasar desapercibida. Claro que eran de color fucsia, lo que los volvía espectaculares.

– ¿Con quién hablabas?

No me di cuenta de que me había expresado en voz alta.

– Con nadie. Estoy sola.

– Bueno, no pasa nada.

– Me lo figuro.

Me sentí incómoda y muy consciente de que Pantoufle me miraba; hoy resultó muy real mientras subía y bajaba su nariz de rayas, que se movía como la de un conejo de verdad. Cuando estoy contrariada lo veo con más claridad…, motivo por el cual no debería hablar sola. Además, mamá siempre dice que es importante distinguir entre lo real y lo que no lo es. Los Accidentes se producen cuando no notas la diferencia.

Zozie sonrió y trazó una señal, parecida a la que significa «de acuerdo», con el pulgar y el índice unidos y formando un círculo. Me miró a través del círculo y bajó la mano.

– Te contaré algo. De pequeña hablaba mucho conmigo misma o, mejor dicho, con mi amiga invisible. Charlaba constantemente con ella.

No sé por qué me sorprendí tanto.

– ¿Tú?

– Se llamaba Mindy -añadió Zozie-. Según mi madre, era una guía espiritual. Claro que mi madre creía en esas cosas. De hecho, creía prácticamente en todo: los cristales, la magia de los delfines, la abducción por parte de los extraterrestres, el yeti… Ponle el nombre que quieras, mi madre era toda una creyente. -Esbozó una sonrisa-. Claro que algo funciona…, ¿no es así, Nanou?

No supe qué responder. Claro que algo funciona…, ¿qué quiso decir? Me sentí incómoda y, al mismo tiempo, entusiasmada. No se trataba de una coincidencia ni de un Accidente, como lo ocurrido en el salón de té. Zozie hablaba de la magia real, la mencionaba sin tapujos, como si fuera realmente verdadera en vez de un juego infantil que yo tenía que superar.

¡Zozie creía!

– Tengo que irme -concluí, cogí la mochila y me dirigí a la puerta.

– Dices siempre lo mismo. ¿De qué se trata? ¿Es un gato?

Zozie cerró un ojo y volvió a mirarme a través del círculo formado por el pulgar y el índice.

– No sé a qué te refieres.

– A un ser pequeño con las orejas grandes.

La miré y comprobé que aún sonreía.

Sé que no debía hablar del tema, ya que hablar empeora las cosas, pero tampoco quería mentir a Zozie, sobre todo porque nunca me miente.

Suspiré.

– Es un conejo y se llama Pantoufle.

– Genial -declaró Zozie.

Eso fue todo.

3


Viernes, 16 de noviembre


Segundo golpe de suerte y vuelvo a estar dentro. Basta un golpe bien dado para que la piñata se debilite y se rompa. La madre es el vínculo débil y, con Yanne de mi parte, Annie se desliza tan dulcemente como la primavera sigue al verano.

Esa niña maravillosa, tan joven y despierta; con ella podría hacer grandes cosas…, siempre y cuando su madre se quite del medio. Claro que hay que hacer una cosa por vez, ¿no? Cometería un error si ahora intentase aprovecharme de la ventaja de la que dispongo. La niña todavía se muestra cautelosa y es posible que, si la presiono en exceso, se repliegue. Por eso espero y me ocupo de Yanne; a decir verdad, estoy disfrutando. La madre soltera que tiene que regentar un local y ocuparse de una cría que siempre está en el medio… Como confía en mí, me volveré indispensable y me convertiré en su confidente y amiga. Me necesita; dada su curiosidad insaciable y su habilidad para meterse donde no corresponde, Rosette me proporcionará la excusa que necesito.

Rosette me intriga cada vez más. Demasiado menuda para su edad, con la cara afilada y los ojos muy separados, semeja una especie de felino que se escabulle a gatas por el suelo, técnica que prefiere a la de caminar, mete los dedos en los agujeros del zócalo, abre y cierra sin cesar la puerta del obrador y organiza en el suelo largos y complicados dibujos con objetos pequeños. Hay que vigilarla en todo momento porque, aunque es muy buena, no parece percatarse del peligro y, cuando se enfada o se siente contrariada, suele experimentar berrinches violentos, casi siempre sin emitir sonido alguno, se balancea desaforadamente de un lado a otro y en ocasiones llega al extremo de dar cabezazos contra el suelo.

– ¿Qué le pasa? -pregunté a Annie.

Me miró con cautela, como si calculase si era seguro contármelo.

– En realidad, nadie lo sabe. Cuando era muy pequeña la visitó un doctor. Dijo que tal vez tenía algo que llaman «grito del gato», pero no estaba seguro y ya no volvimos al médico.

– ¿Has dicho «grito del gato»? Suena a enfermedad medieval, a algo provocado por un maullido.

– Emitía un sonido como el de un gato. Yo la llamaba el bebé gato. -Rió y se apresuró a desviar la mirada, casi con culpa, como si hablar del tema entrañara riesgos.

– En realidad, es una buena niña -intervino Annie-. Simplemente es diferente.

Diferente.…, de nuevo esa palabra. Al igual que Accidente, posee una resonancia especial para Annie, abarca más que el significado corriente. Sin lugar a dudas, es propensa a los accidentes, pero presiento que significa algo más que verter el agua de las acuarelas en sus botas, introducir tostadas en el reproductor de vídeo o clavar los dedos en el queso y hacer agujeros para ratones invisibles.

Cuando está cerca se producen Accidentes, como el del platillo de cristal de Murano que yo juraría que se había roto, aunque ahora no estoy segura. Por no hablar de las luces que a veces se encienden y se apagan a pesar de que no hay nadie. Claro que podría deberse a la disparatada instalación eléctrica de una casa muy vieja. Es posible que haya imaginado lo demás. Como solía decir mi madre, pudo enderezar un entuerto, aunque tal vez jamás lo hizo, pero lo cierto es que no tengo la costumbre de imaginar cosas.


Los últimos días hemos estado muy ocupadas. Ha sido un ir y venir de limpieza, reestructuración y pedido de provisiones. Hemos sacado del sótano los cazos de cobre, los moldes y la cerámica de Yanne; pese a que estaban cuidadosamente embalados, muchos cazos acabaron manchados y llenos de cardenillo y, mientras yo me ocupaba de la chocolatería, Yanne pasó horas en el obrador, limpiando y frotando para dejar a punto hasta la última pieza.

Insiste en que solo lo hace por divertirse, como si se avergonzara de disfrutar, como si se tratase de una costumbre infantil que tendría que haber superado. Repite que, en realidad, no se trata de algo serio.

Desde mi perspectiva es bastante serio. No conozco otro juego planificado con tanta meticulosidad.

Solo compra el mejor chocolate cobertura a un proveedor de comercio justo que está cerca de Marsella y paga con dinero contante y sonante. Dice que, para empezar, ha encargado doce bloques de cada clase, aunque gracias a su impaciencia sé que no le alcanzarán. Me ha contado que en el pasado confeccionaba todo lo que vendía y, aunque reconozco que al principio no le creí, la forma en la que se ha lanzado al trabajo me demuestra que no exageraba.

El proceso requiere gran habilidad y su observación resulta altamente terapéutica. En primer lugar, se trata de fundir y templar el chocolate cobertura, proceso que lo vuelve cristalino y le permite adquirir esa forma brillante y maleable que sirve para preparar las trufas de chocolate. Se vale de una plancha de granito, extiende el chocolate fundido como si de seda se tratase y lo recoge hacia ella con una espátula. Luego lo introduce en el cacharro de cobre calentado y repite el proceso hasta que considera que está listo.

Casi nunca emplea el termómetro del azúcar. Dice que hace tanto que fabrica bombones que, simplemente, sabe cuándo alcanza la temperatura adecuada. Le creo; durante los últimos tres días la he observado y todos los lotes que ha producido son impecables. En ese período he aprendido a mirar con ojo crítico y a buscar grietas en el producto acabado, ese tono pálido y poco atractivo que demuestra que el chocolate ha sido incorrectamente templado, el brillo intenso y el chasquido tajante que revelan un trabajo bien hecho.

Según Yanne, las trufas son los bombones más fáciles de preparar. Annie ya los confeccionaba a los cuatro años y ha llegado el momento de que Rosette lo intente. La pequeña desliza solemnemente las bolas de trufa por la asadera con cacao en polvo, se mancha el rostro y, en medio del chocolate fundido, semeja un mapache de ojillos encendidos…

Por primera vez oigo que Yanne ríe a carcajadas.

¡Ay, Yanne, esa debilidad…!


Entretanto practico algunos trucos propios. Me interesa que la chocolatería prospere y me he esforzado por mejorar su aspecto. En virtud de la sensibilidad de Yanne, he tenido que ser discreta, si bien los símbolos de Cinteótl, la Mazorca de Maíz y el grano de cacao de la señora de la Luna de Sangre, trazados bajo el dintel de la puerta y empotrados en el umbral, garantizarán que nuestro modesto negocio progrese.

Vianne, conozco las preferencias de los clientes, las descubro en sus colores. Sé que la chica de la floristería tiene miedo, que la mujer del perro pequeño se culpa a sí misma y que el joven gordo que nunca cierra el pico morirá antes de los treinta y cinco si no hace algún esfuerzo por perder unos cuantos kilos.

Ya lo sabéis, se trata de un don. Sé lo que necesitan, sé lo que temen, puedo hacerlos bailar.

Si hubiera hecho lo mismo, mi madre no hubiera tenido que luchar tanto, pero desconfió de mi magia práctica por considerarla «intervencionista» y dio a entender que semejante abuso de mis aptitudes era, en el mejor de los casos, egoísta y, en el peor, estaba destinado a descargar sobre nosotras un castigo terrible.

«Recuerda el credo del delfín», solía decir. «Deja de entrometerte, no sea que olvidemos el camino.» Como es obvio, el credo del delfín estaba inundado de esa clase de sentimientos… y para entonces mi propio sistema se encontraba en plena construcción y hacía mucho que había llegado a la conclusión de que no solo había abandonado el camino del delfín, sino de que había nacido para entrometerme.

Lo que me pregunto es por dónde empiezo. ¿Por Yanne o por Annie? ¿Por Laurent Pinson o por madame Pinot? Aquí hay muchas vidas entrelazadas, cada una con sus secretos, sueños, ambiciones, dudas encubiertas, pensamientos sombríos, pasiones olvidadas y deseos sin expresar. Hay muchas vidas para tomarlas y saborearlas, para alguien como yo.

Esta mañana se presentó la chica de la floristería.

– He visto el escaparate -susurró-. Ha quedado tan bonito… No pude dejar de mirar hacia dentro.

– Eres Alice, ¿no?

Movió afirmativamente la cabeza y paseó la mirada a su alrededor con la cautela de los animales pequeños ante lo novedoso.

Sabemos que Alice es terriblemente tímida. Su voz no es más que un vestigio y su melena, una mortaja. Sus ojos delineados con kohl son muy bonitos y asoman por debajo de la maraña del flequillo decolorado casi hasta el blanco; sus brazos y sus piernas escapan torpemente de un vestido azul que parece adecuado para una niña de diez años.

Calza enormes botas con plataforma, que parecen demasiado pesadas para sus piernas como palillos. Su bombón favorito es el de chocolate con leche, aunque siempre compra los cuadrados de chocolate oscuro porque solo tienen la mitad de las calorías. Sus colores están teñidos de ansiedad.

– Hay algo que huele muy bien -comentó olisqueando el aire.

– Yanne está preparando bombones -repliqué.

– ¿Has dicho que los está preparando? ¿Sabe hacerlos?

La hice sentar en la vieja butaca que encontré en un contenedor de la rue de Clichy. Está raído, pero resulta muy cómodo y, al igual que con la chocolatería, me propongo acondicionarlo los próximos días.

– Prueba uno. Invita la casa.

Se le iluminó la mirada.

– Ya sabes que no debo.

– Lo cortaré por la mitad y lo compartiremos -propuse, y me senté en el brazo de la butaca.

Fue muy fácil trazar con la uña la seductora señal del grano de cacao y observarla a través del Espejo Humeante mientras Alice picoteaba la trufa como un polluelo.

La conozco bien. La he visto con anterioridad. Es una niña ansiosa, siempre consciente de no ser lo bastante buena, de no ser calcada a los demás. Sus padres son buenos, pero ambiciosos, exigentes y dejan claro que el fracaso no es una alternativa, que para ellos y para su niña no existe nada lo bastante bueno. Un día se salta la comida y se siente bien… Hasta cierto punto, tiene la sensación de que se ha librado de los temores que la agobian. Se salta el desayuno y experimenta el vértigo de la nueva y tonificante sensación de control. Se prueba a sí misma y descubre que le falta algo. Se recompensa por ser tan buena. Y así está ahora… Era una cría tan buena y se esforzaba tanto… Tiene veintitrés años, sigue aparentando trece y todavía no se considera lo bastante buena, aún no ha llegado…

Alice terminó la trufa y murmuró:

– Hummm… -Me ocupé de que viera cómo saboreaba mi mitad-. Trabajar aquí tiene que ser muy difícil.

– ¿Difícil? -repetí.

– Bueno, quiero decir peligroso. -Se ruborizó ligeramente-. Sé que parece una estupidez, pero yo me sentiría en peligro si tuviera que ver bombones todo el día…, si tuviera que tocarlos…, siempre rodeada de olor a chocolate… -Alice perdió parte de su timidez-. ¿Cómo lo consigues? ¿Qué haces para no comer bombones todo el día?

Sonreí.

– ¿Qué te lleva a pensar que no los como?

– Estás delgada -repuso Alice, y pensé que podría regalarle veinte kilos y quedarme tan ancha.

Reí.

– Es fruta prohibida, mucho más tentadora que la corriente. Toma, aquí tienes otro. -Alice meneó la cabeza-. Chocolate, Teobroma cacao, el alimento de los dioses. Se prepara con granos molidos de cacao puro, guindillas, canela y el azúcar imprescindible para cortar el amargor. Así lo confeccionaban los mayas hace más de dos mil años. Lo consumían en las ceremonias para armarse de valor. Se lo proporcionaban a las víctimas de los sacrificios antes de arrancarles el corazón. Lo usaban en orgías que duraban varias horas. -Alice me miró con los ojos desmesuradamente abiertos-. Como puedes ver, es peligroso. -Sonreí-. Es mejor no tomar demasiado.

Yo todavía sonreía cuando Alice se marchó con una caja de una docena de trufas en la mano.


Simultáneamente, desde otra vida…

Françoise Lavery apareció en la prensa. Por lo visto, me equivoqué con respecto a la filmación de las cámaras del banco, ya que la policía obtuvo varias fotos bastante buenas de mis últimas visitas y algún colega reconoció a Françoise. La investigación posterior demostró que Françoise no existe y que su historia es falsa del principio al fin. Los resultados son bastantes previsibles. El periódico de la tarde publicó una foto de la sospechosa con el resto del claustro, una instantánea con mucho grano, seguida de varios artículos que apuntaban a que tal vez su impostura encubría motivos más siniestros que el económico. El Paris-Soir se refociló afirmando que cabía la posibilidad de que Françoise fuese una depredadora sexual en busca de menores.

Annie diría: «Como si eso…». Es un titular interesante y supongo que veré varias veces la misma foto hasta que deje de ser una novedad. No me preocupa lo más mínimo. Es imposible que alguien reconozca a Zozie de l'Alba en esa foto amarronada. A decir verdad, a la mayoría de mis colegas les habría costado identificar a la mismísima Françoise…, ya que los encantos no se traspasan fielmente al celuloide, motivo por el cual nunca intenté hacer carrera en el cine, y en esa foto no se parece tanto a Françoise como a una niña que conocí, la misma que siempre fue un bicho raro en Saint Michael's-on-the-Green.

Ya no pienso mucho en esa chica. Pobre, con su piel fatal y su estrafalaria madre con flores en el pelo. ¿Qué posibilidades tenía?

Vamos, tenía las mismas posibilidades que cualquiera, la que te toca el día que naces, la única que existe… Hay quienes dedican la vida a dar excusas, a culpar a las cartas o a desear que les hubiera tocado una mano mejor, mientras que algunos jugamos con lo que reparten, subimos las apuestas, apelamos a todos los trucos imaginables y engañamos si podemos…

Y ganamos…, y seguimos ganando, que es lo único que importa. Me gusta ganar. Soy una jugadora excelente.

Lo que me pregunto es por dónde empiezo. Desde luego, a Annie no le vendría mal un poco de ayuda, algo que acreciente su confianza y la encarrile por el camino adecuado.

Los nombres y los símbolos del Uno Jaguar y de la Luna del Conejo, escritos con rotulador en la base de la mochila, fomentarán sus habilidades sociales, pero creo que necesita algo más. Por eso le doy Huracán, el vengativo, se lo atribuyo para que compense todas las veces que fue bicho raro.

Obviamente, no se trata de que Annie piense así. La niña presenta una lamentable falta de malicia y, en realidad, lo único que quiere es ser amiga de todos. Estoy segura de que lograré curarla. La venganza es una droga adictiva y, una vez probada, casi nunca se olvida. Al fin y al cabo, soy la más indicada para saberlo.

No me dedico al oficio de conceder deseos. En mi partida, cada bruja ha de apañarse por su cuenta. Annie es una rareza auténtica, una planta que, regada, podría dar flores espectaculares. Sea como fuere, en mi oficio las probabilidades de ser creativa son escasísimas. La mayoría de mis casos se resuelven con facilidad y no hace falta artesanía cuando basta con un ensalmo.

Además, aunque solo sea por una vez, me solidarizo con Annie. Recuerdo lo que significaba ser cada día el bicho raro. Recuerdo el gozo de ajustar las cuentas.

Será todo un placer.

4


Sábado, 17 de noviembre


El gordo que jamás calla se llama Nico. Me lo dijo esta tarde, cuando entró a investigar. Yanne acababa de preparar un lote de trufas de coco y el local entero olía; despedía ese aroma especiado y terrenal que atraganta. Creo que ya he dicho que el chocolate no me gusta, pero ese aroma, tan parecido al del incienso de la tienda de mi madre, tan dulce, suntuoso y perturbador, me afecta como una droga y me vuelve temeraria e impulsiva, genera en mí ganas de intervenir.

– ¡Hola! Me gustan tus zapatos, son fantásticos, los encuentro fabulosos.

Así habla Nico el Gordo; a ojo de buen cubero le daría veintitantos, pese a que ronda los ciento veinte kilos, lleva el pelo rizado hasta los hombros y su cara abotargada y demudada es como la de un bebé gigantesco y eternamente al borde de la risa o el llanto.

– Pues muchas gracias… -respondí.

En realidad, figuran entre mi calzado preferido; son manoletinas con tacón, de los años cincuenta, de terciopelo verde pálido, con lazos y hebillas de cristal en la puntera…

A menudo sabes cómo es una persona por sus zapatos. Los de Nico eran blancos y negros; de calidad, pero con los talones pisoteados como si fuesen zapatillas de andar por casa, como si no se tomara la molestia de ponérselos bien. Diría que sigue viviendo en casa de sus padres; es un niño de mamá que se rebela discretamente a través del calzado.

– ¿A qué huele? -¡Por fin se enteró! Giró la cara en dirección al origen del aroma. En el obrador, a mis espaldas, Yanne canturreaba. Un sonido rítmico, tal vez el de una cuchara de madera que golpeaba un cazo, apuntaba a que Rosette participaba-. Huele como si estuvieran cocinando. ¡Dama de los zapatos, dímelo, por favor! ¿Qué hay para comer?

– Trufas de coco -respondí y sonreí de oreja a oreja.

En menos de un minuto Nico compró todo el lote.

Reconozco que en esta ocasión no me hago la más mínima ilusión de que fuera obra mía. Nico es la clase de persona más fácil de seducir. Hasta un niño lo habría logrado. Pagó con Carte Bleue, lo que me permitió averiguar su número secreto, aunque todavía no pienso utilizarlo. De todas maneras, no debo perder la práctica. Un recorrido tan directo podría conducir a la chocolatería y lo estoy pasando demasiado bien como para arriesgar mi posición en esta etapa. Tal vez lo aproveche más adelante, cuando sepa por qué estoy aquí.

Nico no es el único que ha percibido cambios en el ambiente. Por sorprendente que parezca, esta mañana vendí ocho cajas de las trufas artesanales de Yanne, no solo a clientes, sino a desconocidos atraídos desde la calle por ese aroma terrenal y seductor.


Por la tarde le tocó el turno a Thierry le Tresset. Vestía abrigo de cachemira, traje oscuro, corbata de seda rosa y zapatos cosidos a mano. Hummm… Adoro los zapatos artesanales, brillantes como las ancas de un caballo bien cepillado y rezumando dinero desde cada puntada perfecta. Quizá me equivoqué al pasar por alto a Thierry; es posible que desde la perspectiva intelectual no tenga nada especial, pero un hombre adinerado siempre merece una segunda mirada.

Thierry encontró a Yanne en el obrador, en compañía de Rosette, y ambas reían hasta reventar. Se mostró ligeramente contrariado al enterarse de que Yanne tenía que trabajar, dado que acababa de regresar de Londres para verla, pero accedió a volver después de las cinco.

– Dime, ¿por qué demonios no miraste tu móvil? -le oí preguntar desde la puerta del obrador.

– Lo siento -respondió Yanne. Me pareció que reía a medias-. Francamente, no entiendo estos chismes. Seguramente me olvidé de conectarlo. Además, Thierry…

– Dios nos libre y nos guarde -espetó el constructor-. Voy a casarme con una cavernícola.

Yanne rió nuevamente.

– Querrás decir con una tecnófoba.

– ¿Cómo quieres que te llame tecnófoba si ni siquiera respondes a las llamadas?

Dejó a Yanne y a Rosette en el obrador y vino a la chocolatería a hablar conmigo. Sé que no le caigo bien. No soy su tipo. Hasta es posible que me considere una mala influencia y, como la mayoría de los hombres, solo ve lo evidente: el mechón rosa, el calzado excéntrico, el aspecto vagamente bohemio que me he esforzado por cultivar.

– Me alegro de que estés ayudando a Yanne -declaró y sonrió. Ciertamente, puede ser encantador, pero percibí cautela en sus colores-. ¿Qué ha pasado con Le P'tit Pinson?

– Todavía trabajo por las noches -repuse-. Laurent no me necesita todo el día… y, por si eso fuera poco, no es el más llevadero de los jefes.

– ¿Lo es Yanne?

Sonreí.

– Digamos que Yanne no tiene manos tan…, manos tan ambulantes.

Como cabía esperar, Thierry se sobresaltó.

– Perdona, pensé que…

– Ya sé lo que pensaste. Aunque no lo parezca, te aseguro que lo único que pretendo es ayudar a Yanne. Se merece un respiro… ¿No estás de acuerdo? -El constructor asintió-. Venga, Thierry, ya sé lo que necesitas. Te hacen falta un café cremoso y un cuadrado de chocolate con leche.

El constructor sonrió y comentó:

– Conoces mis preferencias.

– Por descontado. Tengo dones.


Después apareció Laurent Pinson. Según Yanne, se presentó por primera vez en tres años, rígido como un palo, beato y haciendo esfuerzos hasta lo indecible con los zapatos marrones baratos pero lustrados. Lanzó toda clase de exclamaciones durante un rato interminable, de vez en cuando me dirigió una mirada envidiosa por encima del mostrador acristalado, escogió los bombones más baratos que encontró y me pidió que los envolviese para regalo.

Me tomé mi tiempo con la tijera y el celo, alisé con las yemas de los dedos el papel de seda de color azul claro, envolví la caja e hice un lazo doble de cinta plateada y rosa viejo.

– ¿Alguien cumple años? -inquirí.

Laurent lanzó su habitual gruñido, que más bien era un maullido, y sacó el cambio exacto del bolsillo. Aunque sé que está molesto, todavía no ha mencionado mi deserción y me da las gracias con exagerada amabilidad cuando le entrego la caja.

No me cabe la menor duda acerca del significado del repentino interés de Laurent por los bombones envueltos para regalo. Pretende que sea un gesto de desafío que demuestre que Laurent Pinson es más de lo que parece y la advertencia de que, si soy tan tonta como para no hacer caso de sus atenciones, alguien habrá que se beneficiará.

Pues bien, que se beneficie. Me lo quité de encima con una alegre sonrisa y el signo espiralado del Huracán trazado con la punta afilada de una uña en la tapa de la caja de bombones. No tengo malicia contra Laurent, aunque reconozco que no lloraría si un rayo partiese la cafetería o si algún cliente sufriera una intoxicación alimentaria y lo demandase. Lo único que ocurre es que, en esta ocasión, no tengo tiempo de tratarlo delicadamente y, por añadidura, no me interesa que un sexagenario encaprichado me siga a todas partes y me estorbe.

En cuanto se fue di media vuelta y vi que Yanne me observaba.

– ¿Laurent Pinson ha venido a comprar bombones?

Sonreí de oreja a oreja.

– Ya te dije que siente debilidad por mí.

Yanne rió y enseguida se mostró avergonzada. Rosette asomó por detrás de su rodilla, con la cuchara de madera en la mano y algo derretido en la otra. Dibujó una señal con los dedos impregnados de chocolate.

Yanne le pasó un macarrón.

– Los bombones artesanales se han agotado -informé.

– Lo sé -afirmó Yanne y sonrió-. Supongo que tendré que preparar más.

– Si quieres te ayudo. Así podrás tomarte un descanso. -Permaneció callada y pareció evaluarlo, como si se tratara de algo mucho más serio que preparar bombones-. Te aseguro que aprendo rápido.


Por supuesto que aprendo rápido. No me quedó otra opción. Si te toca una madre como la mía, aprendes rápido o no sobrevives en una escuela del corazón de Londres, recién superados los estragos del cambio de sistema educativo y repleta de gamberros, inmigrantes y desgraciados. Fue mi campo de entrenamiento… y vaya si aprendí rápido.

Mi madre había intentado educarme en casa. A los diez años, yo sabía leer, escribir y hacer el loto doble. Fue entonces cuando se implicaron los servicios sociales, que mencionaron la falta de titulación de mi madre y me enviaron a Saint Michael's-on-the-Green, un agujero de aproximadamente dos mil almas que me devoró en un abrir y cerrar de ojos.

Por aquel entonces mi sistema todavía estaba en pañales. Carecía de defensas, vestía mono de terciopelo verde con parches de delfines en los bolsillos y una diadema turquesa para alinear mis chakras. Mi madre iba a buscarme a la puerta de la escuela y el primer día se congregó un corro para vernos. Al segundo alguien lanzó una piedra.

Ahora cuesta imaginar esa clase de actitudes, pero existen… y por mucho menos. En la escuela de Annie también se han manifestado…, ni más ni menos que por un par de velos. Las aves salvajes matan a las exóticas; periquitos y canarios que escapan de sus jaulas con la esperanza de volar por el cielo suelen acabar en tierra firme, desplumados por sus primos más conformistas. Es inevitable. Los primeros seis meses lloré hasta caer rendida. Supliqué que me llevasen a otro centro. Me escapé y me llevaron de regreso; recé fervorosamente a Jesucristo, Osiris y Quetzalcóatl para que me rescatasen de los demonios de Saint Michael's-on-the-Green.

No es sorprendente que nada diera resultado. Intenté adaptarme, abandoné el mono a cambio de tejano y camiseta, empecé a fumar y me reuní con la pandilla, pero ya era demasiado tarde. La discriminación ya se había puesto en marcha. Cada escuela necesita su monstruo y durante los cinco años siguientes me convertí en el bicho raro de Saint Michael's-on-the-Green.

Entonces me habría venido de perlas alguien como Zozie de l'Alba. ¿De qué servía mi madre, esa aspirante a bruja de segunda categoría con olor a pachulí, cristales, atrapasueños y las paparruchadas sobre el karma? La venganza kármica me importaba un bledo. Yo quería que fuese real y que mis atormentadores no fuesen aplastados más tarde, en una vida futura, sino ahora, quería devolverles ojo por ojo, con sangre y en el presente.

Por eso estudié mucho y me esforcé. Elaboré mi propio plan de estudios a partir de los libros y los folletos de la tienda de mi madre. El resultado fue mi propio sistema, cada uno de cuyos elementos fue limado, refinado, guardado y practicado con un único objetivo en mente: la venganza.

Supongo que no recordáis el caso. En su momento apareció en las noticias, como era de esperar, si bien ahora existen demasiados episodios parecidos, historias de perdedores eternos armados con pistolas y ballestas, perdedores que se convierten en la leyenda del instituto debido a un sangriento y glorioso episodio suicida.

Yo no fui, por supuesto. Butch y Sundance nunca fueron mis héroes. Me convertí en superviviente, en veterana surcada de cicatrices tras cinco largos años de intimidación, insultos, golpes, pisotones, puyas, pellizcos, vandalismo, robos de poca monta, tema de muchas y viperinas pintadas en el vestuario y blanco eterno de todos.

En síntesis, me convertí en el bicho raro.

Por otro lado, aguardé el momento oportuno. Estudié y aprendí. Mi plan de estudios fue heterodoxo y algunos lo considerarían profano, pero siempre fui la primera de la clase. Mi madre no supo casi nada de mi investigación. De haberse enterado se habría espantado. La magia intervencionista, como solía llamarla, era la antítesis misma de sus convicciones, que sustentaban diversas hipótesis pintorescas que prometían la venganza cósmica para aquellos que osaban obrar por sí mismos.

Pues bien, yo me atreví. Cuando por fin estuve preparada, pasé por Saint Michael's-on-the-Green como el viento de diciembre. Mi madre no sospechó prácticamente nada, lo que fue bueno porque estoy segura de que habría estado en desacuerdo. Pero fui yo quien lo hizo. Solo tenía dieciséis años y aprobé el único examen que cuenta.

Desde luego, a Annie le queda un largo trecho por recorrer, pero confío en que, con el tiempo, la convertiré en alguien bastante especial.

Por lo tanto, Annie, ocupémonos de esa venganza.

5


Lunes, 19 de noviembre


Hoy Suze vino a la escuela con la cabeza tapada con un pañuelo. Por lo visto, en lugar de hacerle reflejos la peluquera ha logrado que la cabellera se le caiga a mechones. En opinión de la experta, ha sufrido una reacción al contacto con el agua oxigenada… Suze reconoció que no era la primera vez que le ocurría, por lo que la peluquera dice que ella no tiene la culpa, que Suzanne ya tenía el pelo dañado por tanto planchado y alisamiento y que, si le hubiese dicho la verdad, habría empleado otro producto para que no sufriese efectos secundarios.

Suzanne dice que su madre demandará a la peluquería por estrés y trauma emocional.

A mí me resulta divertidísimo.

Sé que no debería ser así…, ya que Suzanne es amiga, aunque tal vez no lo es, al menos del todo. Una amiga saca la cara por ti cuando tienes problemas y nunca le sigue la corriente a quien se burla de ti. Los amigos te aceptan como eres, al menos es lo que dice Zozie. Con los amigos de verdad nunca eres un bicho raro.

Últimamente hablo mucho con Zozie. Sabe lo que significa tener mi edad y ser distinta. Según contó, su madre tenía una tienda que a algunos no les gustaba, por lo que, en cierta ocasión, incluso intentaron incendiarla.

– Más o menos como nos pasó a nosotras -comenté, y tuve que contarle la historia completa.

Le dije que a comienzos de la Cuaresma el viento nos condujo al pueblo de Lansquenet-sous-Tannes y que montamos la chocolatería frente a la iglesia; le hablé del cura que nos detestaba, de nuestros amigos, de la gente del río, de Roux y de Armande, que murió tal como había vivido, sin remordimientos ni despedidas y con sabor a chocolate en la boca.

Supongo que no tendría que habérselo contado, pero con Zozie resulta muy difícil mantener la boca cerrada. Además, trabaja para nosotras, está de nuestra parte y comprende.

Ayer me contó que odiaba la escuela.

– Detestaba a los compañeros y a los profesores. Todos me tenían por un monstruo y no querían sentarse conmigo por las hierbas y las cosas que mi madre me ponía en los bolsillos. Metía asafétida, que bien sabe Dios que huele fatal; pachulí porque se supone que es espiritual, y dracaena, que se introduce en todas partes y deja manchas rojas… Por eso los chicos se burlaban de mí y decían que tenía piojos y que olía. Hasta los profesores intervinieron y una mujer, la señora Fuller, me dio una charla sobre la higiene personal…

– ¡Qué desagradable!

Zozie sonrió.

– Les pagué con la misma moneda.

– ¿Cómo?

– Tal vez otro día te lo cuente. Nanou, la cuestión radica en que durante mucho tiempo pensé que la culpa era mía, que realmente era un monstruo y que nunca llegaría a nada.

– Pero si tú eres muy inteligente… y, además, guapísima…

– En aquellos tiempos no me sentía inteligente ni guapa. Siempre tuve la sensación de que para ellos no era lo bastante buena, limpia ni agradable. No me molesté en hacer las tareas. Lisa y llanamente, di por sentado que todos eran mejor que yo y hablé todo el tiempo con Mindy…

– Tu amiga invisible…

– Como era de esperar, se rieron, aunque para entonces apenas importaba lo que yo hiciese. De todas maneras, se habrían reído de mí. -Dejó de hablar, por lo que la miré e intenté imaginar cómo había sido en aquella época. Me esforcé por imaginarla sin seguridad en sí misma, belleza ni estilo…-. La esencia de la belleza -prosiguió Zozie- radica en que, en realidad, no tiene mucho que ver con el aspecto físico. No se refiere al color del pelo, a tu talla ni a tu figura. Está todo aquí… -Se palmeó la cabeza-. Tiene que ver con tu modo de caminar, hablar y pensar… Por ejemplo, si caminas así…

De repente hizo algo que me sobresaltó: cambió su rostro. No es que pusiese otra cara ni nada que se le parezca, sino que hundió los hombros, desvió la mirada, dejó caer el labio inferior, convirtió su cabellera en una especie de cortina desvaída y de repente se trocó en otra persona, en alguien que llevaba la ropa de Zozie y que, aunque no era del todo fea, no te girarías a mirar dos veces, alguien de quien te olvidarías en cuanto se alejase.

– O así -añadió, sacudió la melena, se irguió y volvió a ser la Zozie de siempre, la genial Zozie con las pulseras tintineantes, la falda campesina amarilla y negra, el pelo con la mecha rosa y los zapatos de charol amarillo brillante con plataforma, que a cualquier otra persona le habrían sentado fatal, pero que a ella le quedaban estupendos simplemente porque es Zozie y todo le sienta bien.

– ¡Caramba! -exclamé-. ¿Me enseñarás cómo se hace?

– Acabo de hacerlo -repuso sin dejar de reír.

– Parece…, parece magia -declaré y me ruboricé.

– Verás, casi toda la magia es así de sencilla -afirmó Zozie con gran naturalidad. Si lo hubiese dicho otra persona habría pensado que se burlaba de mí, pero no es el caso de Zozie, ella no se mofa.

– La magia no existe -añadí.

– En ese caso, llámalo como quieras. -Se encogió de hombros-. Si lo prefieres, considéralo una actitud. Llámalo carisma, arrojo, encanto o hechizo. Básicamente consiste en permanecer erguida, mirar a la gente a los ojos, dirigirle una sonrisa demoledora y decir «que te zurzan, soy fabulosa».

Reí, no precisamente porque Zozie hubiese soltado un taco.

– ¡Cuánto me gustaría ser capaz de hacerlo! -reconocí.

– Inténtalo -propuso Zozie-. Es posible que te lleves una sorpresa.


Está claro que tuve suerte. Hoy ha sido excepcional. Ni siquiera Zozie podía saberlo. Lo cierto es que me sentí distinta, más viva, como si el viento hubiese cambiado.

En primer lugar, está eso de la actitud que mencionó Zozie. Me comprometí a intentarlo y lo probé; esta mañana me sentí un pelín cohibida, con el pelo recién lavado y unas gotas de colonia de rosas de Zozie, mientras me miraba en el espejo del baño y practicaba la sonrisa demoledora.

Debo reconocer que tan mal no estaba. No fue perfecto, pero la diferencia es enorme si te pones derecha y pronuncias las palabras, aunque solo sea mentalmente.

Además, también estaba distinta; me parecía más a Zozie, a la clase de persona capaz de soltar tacos en un salón de té sin que le importe lo más mínimo.

No es magia, me dije con mi voz espectral. Con el rabillo del ojo avisté a Pantoufle, con expresión ligeramente desaprobadora, mientras subía y bajaba la nariz.

– Pantoufle, no te preocupes -musité-. No se trata de magia. Está permitido.


Después aparecieron Suze y el pañuelo. Me he enterado de que tendrá que llevarlo hasta que le crezca el pelo y lo cierto es que está horrible. Parece un bolo cabreado. Además, la gente dice «Allahu akbar» cada vez que se cruza con ella; Chantal se rió, Suze se enfadó y han reñido de verdad.

Chantal pasó toda la hora de la comida con otras amigas y Suze vino a quejarse y a llorar en mi hombro, pero supongo que en ese momento no me sentía demasiado comprensiva y, además, estaba acompañada.

Todo lo cual me conduce a la tercera cuestión.

Sucedió esta mañana, durante el recreo. Con excepción de Jean-Loup Rimbault, que leía como siempre, y de unas pocas solitarias, en su mayor parte musulmanas que casi nunca participan en nada, el resto de la clase jugaba con una pelota de tenis.

Chantal lanzó la pelota a Lucie y cuando entré gritó: «¡Annie es un bicho raro!». Después todos rieron, se lanzaron la pelota por el aula y gritaron: «¡Salta! ¡Salta!».

Otro día habría participado. Al fin y al cabo, se trata de un juego y es mejor ser bicho raro que quedar excluida, pero hoy había puesto en práctica la dichosa actitud de Zozie.

Me pregunté cómo habría reaccionado y en el acto supe que Zozie preferiría morir antes que ser bicho raro.

Chantal seguía gritando que saltase, como si fuera un perro, y durante unos segundos me limité a mirarla como si hasta entonces jamás la hubiese visto de verdad.

Antes pensaba que era bonita. Debería serlo, ya que dedica mucho tiempo a su aspecto. Hoy también vi sus colores y los de Suzanne; había pasado tanto tiempo desde que los miré por última vez que me resultó imposible dejar de contemplar lo horribles, lo realmente feas que son mis compañeras.

Los demás también debieron de reparar en algo porque Suze soltó la pelota y nadie la recogió. Percibí que formaban un círculo, como si estuviera a punto de estallar una pelea o algo superespecial.

A Chantal no le gustó que la mirase fijamente y espetó:

– ¿Qué diablos te pasa? ¿Ya no recuerdas que mirar así es de mala educación?

Me limité a sonreír y seguí mirándola.

Tras ella detecté que Jean-Loup Rimbault apartaba la vista del libro. Mathilde también miraba, con la boca ligeramente entreabierta; Faridah y Sabine dejaron de hablar en un rincón y Claude esbozó una sonrisa como la que adoptas cuando llueve e inesperadamente el sol asoma durante unos segundos.

Chantal me dirigió una de sus miradas socarronas.

– Algunos podemos darnos el lujo de tener una vida. Supongo que tendrás que buscarte otra diversión.

Bueno, sabía qué habría respondido Zozie, pero yo no soy Zozie, detesto las escenas y una parte de mi persona solo aspiraba a sentarse en el pupitre y perderse entre las páginas de un libro. Por otro lado, me había comprometido a intentarlo, por lo que cuadré los hombros, miré a Chantal a los ojos y dirigí a todos mi sonrisa demoledora.

– Que te zurzan, soy fabulosa. -Cogí la pelota de tenis, que se había detenido entre mis pies, y la lancé a la cabeza de Chantal-. Ahora tú eres el bicho raro.

Me dirigí hacia el fondo del aula y me detuve frente al pupitre de Jean-Loup, que ya ni siquiera simulaba reír, sino que me observaba con la boca entreabierta por la sorpresa.

– ¿Quieres jugar? -pregunté.

Tomé la delantera.


Hablamos mucho rato. Resulta que nos gustan las mismas cosas: las viejas películas en blanco y negro, la fotografía, Julio Verne, Chagall, Jeanne Moreau, el cementerio…

Siempre lo había considerado engreído; nunca juega con los demás, tal vez porque es un año mayor, y constantemente toma fotos raras con su pequeña cámara. Solo le había hablado una ve/ porque sabía que así fastidiaría a Chantal y a Suze.

En realidad, no está mal; se rió con mi historia de Suze y la lista y, cuando le conté dónde vivía, preguntó:

– ¿Has dicho que vives en una chocolatería? ¿No es fantástico?

Me encogí de hombros.

– Supongo que sí.

– Puedes comer bombones.

– Siempre que quiero.

Puso los ojos en blanco, lo que me llevó a soltar una carcajada. A continuación…

– Espera un momento -pidió, cogió su cámara plateada apenas más grande que una caja de cerillas, me apuntó y declaró-:Te he pillado.

– ¡Eh, para! -exclamé y me puse de espaldas.

No me gusta que me hagan fotos. Jean-Loup contemplaba la diminuta pantalla de la cámara y sonreía.

– Mira -propuso y me mostró la foto.

No suelo ver fotos mías. Las pocas que tengo son formales, para el pasaporte, con fondo blanco y sin sonreír. En esta me reía y Jean-Loup había hecho la foto en un ángulo disparatado, conmigo girada hacia la cámara, con el pelo alborotado y el rostro encendido…

Jean-Loup sonrió de oreja a oreja.

– Vamos, reconócelo, no está tan mal.

Volví a encogerme de hombros.

– He quedado bien. ¿Hace mucho que te dedicas a la fotografía?

– Desde la primera vez que rae ingresaron en el hospital. Tengo tres cámaras. Mi preferida es una vieja Yashica manual que utilizo únicamente para blanco y negro. La digital es buena y puedo llevarla a todas partes.

– ¿Por qué estuviste en el hospital?

– Tengo un problema cardíaco -respondió-. Por eso perdí un curso. Tuvieron que someterme a dos operaciones y falté cuatro meses a la escuela. Fue totalmente imperfecto.

No hace falta que diga que «imperfecto» es la palabra preferida de Jean-Loup.

– ¿Es grave? -quise saber.

Jean-Loup le restó importancia con un encogimiento de hombros.

– En realidad, morí en la mesa de operaciones. Me declararon oficialmente muerto durante cincuenta y nueve segundos.

– ¡Caramba! -exclamé-. ¿Te han quedado cicatrices?

– A montones -replicó Jean-Loup-. Si te descuidas soy un monstruo.

Sin que me diera cuenta nos contamos nuestras vidas. Le hablé de mamá y Thierry y Jean-Loup me contó que sus padres se habían divorciado cuando tenía nueve años, que el año anterior su padre había vuelto a casarse y que daba igual lo agradable que ella fuese porque…

– Porque, cuanto más agradables, más los odias -concluí sonriente.

Jean-Loup rió y así, de pronto, nos hicimos amigos. Lo hicimos tranquilamente, sin montar un escándalo; de repente ya no tuvo importancia que Suze prefiriese a Chantal o que siempre me tocara hacer de bicho raro cuando jugábamos con la pelota de tenis.

Mientras esperábamos el autobús escolar, permanecí con Jean-Loup al principio de la cola y Chantal y Suze me miraron contrariadas desde su lugar en el medio, pero no dijeron ni pío.

6


Lunes, 19 de noviembre


Anouk regresó de la escuela con paso inesperadamente animado. Se cambió de ropa, por primera vez en semanas me cubrió de besos y anunció que salía un rato con alguien del liceo.

No pedí más explicaciones; últimamente Anouk ha estado tan descorazonada que no quise fastidiarla aunque, de todos modos, me mantuve atenta. No se ha referido a los amigos desde su pelea con Suzanne Prudhomme y, pese a que no debo intervenir en lo que podría ser nada más que una disputa infantil, me apena pensar que la excluyan.

Me he esforzado por que se adaptase. He invitado infinidad de veces a Suzanne, preparado pasteles y organizado salidas al cine, pero no hay manera; existe un límite que separa a Anouk de los demás, una frontera que con el paso de los días se vuelve cada vez más pronunciada.

Hoy todo fue distinto y cuando se marchó, a la carrera como siempre, me pareció ver a la Anouk de antaño en el momento en el que corrió por la plaza con el abrigo rojo, el pelo al viento como la bandera pirata y su sombra saltando junto a los pies.

Me pregunto con quién se ha ido. Está claro que no se trata de Suzanne. Hoy en la atmósfera hay algo, un optimismo renovado que aligera mi angustia. Quizá tiene que ver con el sol, que asoma nuevamente tras una semana de cielos nublados. Tal vez se debe a que, por primera vez en tres años, hemos agotado las cajas para regalo. Puede que tenga que ver con el olor del chocolate y con lo bueno que resulta trabajar de nuevo, manipular cazos y recipientes de cerámica, notar cómo se calienta la plancha de granito al contacto con mis manos, hacer cosas sencillas que dan placer a los demás…

¿Por qué tuve tantas dudas? ¿Se debe acaso a que me recuerdan demasiado a Lansquenet…, a Lansquenet, a Roux, a Armande y a Joséphine…, incluso al cura Francis Reynaud, a esas personas cuyas vidas tomaron otro rumbo simplemente porque yo pasé por allí?

Todo retorna, solía decir mi madre: cada palabra pronunciada, cada sombra, cada pisada en la arena. Es ineludible, forma parte de lo que nos hace ser como somos. ¿Por qué habría de temerlo ahora? ¿Por qué tendría que tener miedo?

Los últimos tres años hemos trabajado muchísimo. Hemos perseverado. Merecemos que nos vaya bien. Creo que por fin percibo un cambio en el viento y es obra nuestra; no hay trucos ni encantos, solo se trata de trabajo puro y duro.

Esta semana Thierry está en Londres y supervisa el proyecto de King's Cross. Esta misma mañana volvió a enviar flores: un ramo doble de rosas variadas, con un lazo de rafia y una tarjeta que dice: «Para mi tecnófoba favorita. Con amor, Thierry».

Es un gesto encantador, anticuado y un pelín pueril, como los cuadrados de chocolate que tanto le gustan. Me siento ligeramente culpable al pensar que, a causa de las prisas de los dos últimos días, casi no he pensado en él y que el anillo, tan incómodo de llevar cuando manipulo chocolate, está guardado en un cajón desde el sábado por la noche.

Se pondrá contento cuando vea la tienda y lo que hemos conseguido. No entiende mucho de chocolate y lo considera algo de mujeres y de niños, por lo que no ha reparado en la creciente popularidad del chocolate de calidad a lo largo de los últimos años, motivo por el cual le cuesta imaginar la chocolatería como un negocio serio.

Claro que, de momento, todo está en pañales. Thierry, te garantizo que, cuando vuelvas a vernos, te llevarás una sorpresa mayúscula.

Ayer nos dedicamos a redecorar el local. No fue idea mía, sino de Zozie, y al principio me preocupé por el desorden y el caos, pero con su ayuda, la de Anouk y la de Rosette, lo que podría haber sido una tarea pesada se convirtió en un juego. Con el pelo cubierto por un pañuelo verde y pintura amarilla a un lado de la cara, Zozie se subió a la escalera para pintar las paredes; Rosette atacó los muebles con el pincel de juguete, Anouk dibujó en la pared flores azules, espirales y formas de animales y sacamos las sillas a la calle, las tapamos con protectores para que no se llenasen de polvo y aun así acabaron salpicadas de pintura.

Cuando vio las huellas de las manos menudas de Rosette en una vieja silla blanca de cocina, Zozie aseguró que no tenía la menor importancia y que la pintaríamos. Rosette y Anouk convirtieron la tarea en un juego, se armaron de pintura para carteles y cuando terminaron la silla quedó tan alegre con las huellas multicolores de manos que hicimos lo mismo con las restantes y con la pequeña mesa de segunda mano que Zozie trajo a la chocolatería.

– ¿Qué pasa? ¿Vais a cerrar?

La que habló fue Alice, la rubia que aparece casi todas las semanas y que casi nunca compra. Prácticamente tampoco abre la boca, pero los muebles apilados, los protectores y las sillas multicolores que se secaban en la calle bastaron para sorprenderla y llevarla a tomar la palabra.

Cuando me reí, Alice estuvo a punto de alarmarse y finalmente se detuvo a admirar el trabajo manual de Rosette… y, como parte de la celebración, aceptó la trufa artesanal a la que la casa la invitó. Parece llevarse bien con Zozie, con la que en una o dos ocasiones ha hablado en la tienda, y siente debilidad por Rosette, por lo que se arrodilló en el suelo, a su lado, para comparar el tamaño de sus manos y las de Rosette, más menudas y manchadas de pintura.

Luego se presentaron Jean-Louis y Paupaul, que quisieron saber a qué se debía tanto trasteo. Al cabo de un rato aparecieron Richard y Mathurin, parroquianos de Le P'tit Pinson. Después llegó madame Pinot, la de la tienda de la esquina, que fingió que tenía que hacer un recado aunque, en realidad, lanzó una impaciente mirada por encima del hombro al caos que reinaba a las puertas de la chocolatería.

Pasó Nico el Gordo que, con su exuberancia de costumbre, hizo un comentario sobre el nuevo aspecto del local:

– ¡Vaya, vaya, azul y amarillo! ¡Son mis colores preferidos! Dama de los zapatos, ¿ha sido idea tuya?

Zozie sonrió.

– Todas colaboramos.

Ahora que lo pienso, iba descalza y sus pies largos y bien formados se aferraban a la desvencijada escalera. Algunos mechones de pelo se habían escapado del pañuelo y sus brazos estaban exóticamente cubiertos de pintura.

– Parece muy divertido -declaró Nico con sana envidia-. Está lleno de manos de bebé. -Flexionó los dedos de sus manazas pálidas y regordetas y se le iluminó la mirada-. Me encantaría contribuir, pero tengo la impresión de que ya habéis terminado, ¿no?

– Adelante -dije, y señalé las bandejas de pintura.

Estiró la mano hacia la bandeja de pintura roja, que a esa altura estaba más bien amarronada. Titubeó unos segundos y, con ademán veloz, introdujo las yemas de los dedos.

Sonrió ampliamente y afirmó:

– Es muy agradable. Se parece a mezclar la salsa de los macarrones sin cuchara.

Nico volvió a estirar la mano y en esta ocasión la pintura humedeció su palma.

– Por aquí -propuso Anouk y señaló un sitio vacío en una de las sillas-. Rosette se saltó este trozo.

Resultó que Rosette se había saltado muchos trozos y después Nico estuvo un rato ayudando a Anouk a calcar dibujos; hasta Alice se quedó mirando. Yo preparé chocolate caliente para todos, que bebimos como gitanos, sentados en el bordillo, y nos desternillamos de risa cuando un grupo de japoneses pasó y nos hizo fotos.

Tal como dijo Nico, fue muy agradable.

Ordenábamos todo lo pintado a fin de abrir por la mañana cuando Zozie tomó la palabra:

– ¿Sabéis una cosa? Este local necesita un nombre. Allí hay un letrero -añadió y señaló una tira de madera desgastada por el sol que colgaba sobre la puerta-, pero parece que hace años que no hay nada escrito. Yanne, ¿qué opinas?

Me encogí de hombros.

– ¿Quieres decir por si la gente no sabe a qué se dedica el local?

Debo reconocer que sabía exactamente a qué se refería, pero un nombre nunca es simplemente un nombre. Nombrar algo significa dotarlo de poder y darle una significación emocional que, hasta entonces, mi modesto local no había tenido.

Zozie ni siquiera me escuchó.

– Creo que podría hacerlo bien. ¿Me permites intentarlo?

Volví a encogerme de hombros y me inquieté. Cedí porque Zozie ha sido muy buena y sus ojos brillaron de impaciencia.

– De acuerdo, pero no quiero nada rebuscado ni cursi. Basta con que diga «chocolatería».

Obviamente, a lo que me refería es a que no quería nada parecido a Lansquenet. No quería nombres ni lemas. De alguna manera bastaba con que mis discretos planes de renovación se hubieran convertido en una psicodélica guerra de pintura.

– No padezcas -me tranquilizó Zozie.

Así fue como bajamos el letrero desteñido por el sol. El análisis reveló que la inscripción decía «Frères Payen», por lo que pudo ser el nombre de una cafetería o de un negocio totalmente distinto. Zozie declaró que la madera estaba desteñida pero sana y que, con un buen lijado y pintura nueva, lograría crear un letrero relativamente duradero.

A partir de ese momento cada uno se fue a lo suyo: Nico a su vivienda en la rue Caulaincourt y Zozie a su diminuto estudio del otro lado de la colina.

Me dije que solo podía esperar que no fuese demasiado llamativo; las combinaciones de colores de Zozie tienden a ser extravagantes e imaginé un letrero en tonos verde lima, rojo y púrpura brillantes, puede que adornado con flores o con un unicornio. Me vería obligada a colgarlo porque, de lo contrario, heriría sus sentimientos.

Con un atisbo de inquietud, por la mañana la seguí hasta la puerta de la tienda, con los ojos tapados según su petición, para ver los resultados.

– Vamos, ¿qué opinas? -quiso saber Zozie.

Durante unos instantes me quedé sin habla. Allí estaba, colgado sobre la puerta como si fuese su lugar de toda la vida: un letrero rectangular, pintado de amarillo, con el nombre primorosamente escrito en azul.

– ¿Lo encuentras demasiado cursi? -La voz de Zozie denotaba cierta ansiedad-. Ya sé que me pediste que fuera sencillo, pero se me ocurrió esto y… y…, ¿qué te parece?

Transcurrieron varios segundos. Me costó apartar la mirada del letrero con las precisas letras azules y mi apellido: Rocher, el peñasco. Desde luego que fue una coincidencia, no podía ser de otra manera. Le dirigí mi sonrisa más esplendorosa y respondí:

– Es hermoso.

Zozie suspiró.

– ¡Qué alivio! Empezaba a preocuparme.

Sonrió y tropezó en el umbral que, debido a un juego con la luz del sol o a la nueva combinación de colores, pareció iluminarse, por lo que estiré el cuello para contemplar el letrero que en el que se leía con la puntillosa letra cursiva de Zozie:


Le Rocher de Montmartre

Chocolatería

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