PRIMERA PARTE. La Muerte

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Miércoles, 31 de octubre.

Víspera del día de Todos los Santos (fiesta de los Muertos)


Es un hecho relativamente poco conocido que, en el transcurso de un año, se envían cerca de veinte millones de cartas a los muertos. Las viudas afligidas y los futuros herederos se olvidan de interrumpir el reparto de la correspondencia, de modo que las suscripciones a revistas no se cancelan, no avisan a los amigos lejanos y las multas por retraso en los préstamos bibliotecarios continúan sin pagar. Eso significa veinte millones de circulares, extractos de cuentas bancarias, tarjetas de crédito, misivas amorosas, correo basura, tarjetas de felicitación, cotilleos y facturas que cada día caen sobre los felpudos o los suelos de parquet, se lanzan descuidadamente a través de las verjas, se meten por la fuerza en los buzones, se acumulan en las escaleras y se abandonan en porches y umbrales, por lo que jamás llegan a sus destinatarios. A los muertos no les importa y, lo que es más significativo si cabe, a los vivos tampoco. Los vivos siguen con sus míseros problemas sin saber que a muy poca distancia tiene lugar un milagro: los difuntos recobran la vida.

No hace falta gran cosa para resucitar a los muertos: un par de facturas, un nombre, un código postal; lo que se puede encontrar en cualquier bolsa de basura doméstica, destrozada (tal vez por los zorros) y depositada en el umbral como si fuese un regalo. Aprendes mucho de la correspondencia abandonada: nombres, resúmenes bancarios, contraseñas, direcciones electrónicas y códigos de seguridad. Mediante la combinación adecuada de detalles personales puedes abrir una cuenta bancaria, alquilar un coche e incluso solicitar un nuevo pasaporte. Los muertos ya no necesitan esas cosas. Como he dicho, se trata de un regalo a la espera de que alguien lo recoja.

A veces el destino lo entrega en mano y merece la pena estar alerta. Carpe diem y que el diablo pille al último. De ahí que siempre leo las necrológicas y, en ocasiones, me las apaño para adquirir la identidad incluso antes de que se celebre el funeral. Por ese motivo al ver el letrero y el buzón con un fajo de cartas acepté el regalo con una ufana sonrisa.

Obviamente, no se trataba de mi buzón. El servicio postal de esta ciudad es uno de los mejores y las cartas casi nunca se pierden. Es otra de las razones por las que prefiero París: lo dicho, la comida, el vino, los teatros, las tiendas y las oportunidades casi ilimitadas. Pero París es cara, ya que los gastos generales son extraordinarios y, por añadidura, hacía tiempo que tenía muchas ganas de reinventarme. No había corrido riesgos durante cerca de dos meses y daba clases en un liceo del distrito XI, pero tras los problemas recientes había decidido hacer borrón y cuenta nueva (llevándome veinticinco mil euros de los fondos departamentales, que ingresaría en una cuenta abierta a nombre de una ex colega y retiraría discretamente a lo largo de un par de semanas) y echar un vistazo a los apartamentos de alquiler.

En primer lugar investigué la Rive Gauche. Las propiedades estaban fuera de mi alcance, pero la chica de la agencia no lo sabía. Con mi acento inglés, el nombre de Emma Windsor, el bolso Mulberry colgado al desgaire a la altura del codo y el delicioso susurro de Prada en mis pantorrillas cubiertas por las sedosas medias pasé una agradable mañana mirando escaparates.

Había dicho que solo quería visitar propiedades sin muebles.

Había varias en la Rive Gauche: apartamentos de generosas habitaciones que daban al río, pisos que más bien eran mansiones con jardín en la azotea y áticos con suelo de parquet.

Los rechacé con cierto pesar, aunque no pude resistirme a coger un puñado de cosas útiles: una revista, todavía envuelta, con el número de cliente del destinatario; varias circulares y, en una vivienda, una mina de oro: una tarjeta bancaria a nombre de Amélie Deauxville que, para activarla, solo hay que hacer una llamada telefónica.

Di mi número de móvil a la chica de la inmobiliaria. La cuenta pertenece a Noëlle Marcelin, cuya identidad adquirí hace varios meses. Los pagos están al día y la pobre murió el año pasado, a los noventa y cuatro, lo que significa que quienquiera que rastree las llamadas tendrá dificultades para encontrarme. Mi conexión a internet también está a su nombre y estoy al día de pago. Noëlle es demasiado preciosa como para perderla. De todas maneras, nunca se convertirá en mi identidad principal. Para empezar, no quiero tener noventa y cuatro años y, por si eso fuera poco, estoy harta de recibir publicidad de sillas elevadoras para escaleras.

Mi último personaje público fue Françoise Lavery, profesora de inglés en el liceo Rousseau del distrito XI: viuda de treinta y dos años, nacida en Nantes y casada con Raoul Lavery, fallecido en un accidente de tráfico la víspera de nuestro aniversario; en mi opinión, un toque bastante romántico que explica su ligero aire de melancolía. Vegetariana estricta, bastante tímida, diligente aunque sin el talento necesario para representar una amenaza; en conjunto, una tía simpática…, lo que demuestra que las apariencias engañan.

Hoy soy otra. Veinticinco mil euros es una cifra considerable y siempre existe el riesgo de que alguien intuya la verdad. La mayoría de las personas ni se enteran, ni siquiera se enterarían si alguien cometiera un crimen delante de sus narices, pero no he llegado hasta aquí corriendo riesgos y sé muy bien que lo más seguro consiste en ir de aquí para allá.

Por eso viajo ligera de equipaje: una destartalada maleta de piel y un ordenador portátil Sony que alberga los elementos necesarios para preparar un centenar de identidades; además, puedo liar el petate, borrar mis huellas y desaparecer en una tarde.

Así se esfumó Françoise. Quemé sus documentos, la correspondencia, los resúmenes bancarios y las notas. Cerré las cuentas a su nombre. Regalé libros, ropa, muebles y todo lo demás a la Cruz Roja. No es aconsejable apoltronarse.

A partir de ese momento necesitaba encontrarme de nuevo. Me alojé en un hotel barato, pagué con la tarjeta de Amélie, me quité la ropa de Emma y salí de compras.

Françoise era desaliñada, calzaba zapatos con poco tacón y se recogía el cabello con un moño. Por su parte, mi nuevo personaje posee otro estilo. Se llama Zozie de l'Alba y, aunque lejanamente extranjera, cuesta averiguar su país de origen. Es tan extravagante como discreta Françoise; luce joyas de fantasía en los cabellos, adora los colores intensos y las formas caprichosas, se chifla por las ventas benéficas y las tiendas vintage y ni muerta la verán con zapatos planos.

El cambio se produjo con gran presteza. Entré en una tienda como Françoise Lavery, con un conjunto de jersey y chaqueta de punto de color gris y una vuelta de perlas cultivadas, y diez minutos después salí convertida en otra persona.

El problema de fondo sigue en pie: ¿adónde voy? Aunque tentadora, la Rive Gauche me está vedada, pese a que estoy convencida de que Amélie Deauxville podría proporcionarme unos cuantos miles más antes de deshacerme de ella. Resulta evidente que dispongo de otras fuentes, entre las que no se incluye la más reciente: madame Beauchamp, la secretaria encargada de los fondos departamentales de mi antiguo lugar de trabajo.

Es tan sencillo abrir una cuenta de crédito… Basta con un par de facturas de servicios que ya se han abonado e incluso con un permiso de conducir caducado. Gracias al auge de las compras por internet, las posibilidades se amplían día tras día.

Mis necesidades abarcan más, mucho más que una mera fuente de ingresos. El hastío me espanta. Necesito más, hace falta espacio para mis aptitudes, aventuras, un reto, un cambio.

Necesito una vida.

Es lo que el destino me deparó cuando, como por casualidad, esa ventosa mañana de finales de octubre miré el escaparate de un local de Montmartre y vi el pequeño letrero pegado con celo en la puerta:


FERMÉ POUR CAUSE DE DÉCÈS


Ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuve aquí. Había olvidado lo mucho que me gusta. Dicen que Montmartre es el último pueblo de París y este sector de la colina semeja casi una parodia de la Francia rural en virtud de las cafeterías y las pequeñas creperías, las casas pintadas de rosa o de verde pistacho, las ventanas con postigos falsos y los geranios en los alféizares; todo resulta conscientemente pintoresco, una miniatura cinematográfica de encanto simulado que apenas encubre su corazón de piedra.

Tal vez ese es el motivo por el que me gusta tanto. Se trata del decorado perfecto para Zozie de l'Alba. Terminé allí casi por casualidad; me detuve en una plaza que hay detrás del Sacré-Coeur, pedí un café y un cruasán en el bar Le P'tit Pinson y me instalé en una mesa de la terraza.

La placa de metal azul colocada en la esquina indicaba que se trataba de la place des Faux-Monnayeurs. Es pequeña, como una cama bien hecha. Albergaba una cafetería, una crepería, un par de tiendas y nada más, ni siquiera un árbol que suavizase las aristas. Por algún motivo, un negocio llamó mi atención; era una especie de confitería cursi, si bien el letrero colocado sobre la puerta estaba en blanco. La persiana estaba casi bajada, pero desde donde estaba vi lo que exponían en el escaparate y una puerta de color azul brillante, como si fuera un trozo de cielo. Un sonido suave y repetitivo atravesaba la plaza: el conjunto de campanillas que colgaba sobre la puerta emitía tenues notas azarosas, como si fueran señales.

Soy incapaz de decir por qué me llamó la atención. Existen infinidad de tiendas pequeñas como esa en el laberinto de calles que suben por la colina de Montmartre y que, cual penitentes fatigados, se agazapan en las esquinas adoquinadas. De fachada estrecha y con la espalda encorvada, a menudo son húmedas a la altura de la calle, el alquiler asciende a una fortuna y prácticamente basan su continuidad en la estupidez de los turistas.

Las habitaciones de la parte alta no suelen ser mejores: pequeñas, con escasos muebles e incómodas; ruidosas por la noche, cuando la ciudad cobra vida a sus pies; frías en invierno y probablemente insoportables en verano, cuando el sol abrasa las gruesas tejas de piedra y la única ventana, un tragaluz que no supera los veinte centímetros de lado, solo permite el paso del calor asfixiante.

Hubo algo que despertó mi interés. Tal vez fue la correspondencia que, como una lengua furtiva, asomaba a través de las fauces metálicas del buzón. Quizá se debió al esquivo olor a nuez moscada y a vainilla (¿o simplemente a humedad?) que se filtró por debajo de la puerta de color azul cielo. Acaso fue el viento que coqueteó con el dobladillo de mi falda e hizo cosquillas a las campanillas colgadas sobre la puerta. Tal vez fue el letrero, correctamente escrito a mano, con su potencial tácito y seductor:


CERRADO POR DEFUNCIÓN


Para entonces ya había terminado el café y el cruasán. Pagué, abandoné la mesa y me acerqué a mirar el local. Era una chocolatería y el diminuto escaparate estaba abarrotado de cajas y latas; tras ellas, en la penumbra, vislumbré bandejas y pirámides de bombones, cada una de las cuales se encontraba bajo una campana de cristal, tomo los ramos de novia de hace un siglo.

A mis espaldas, en la barra de Le P'tit Pinson, dos viejos comían huevos duros y grandes rebanadas de pan con mantequilla mientras el dueño, que llevaba puesto el delantal, despotricaba contra alguien que se llamaba Paupaul y que le debía dinero.

Más allá la plaza estaba casi vacía si exceptuamos la mujer que barría la acera y el par de artistas que, con los caballetes bajo el brazo, se dirigían a la place du Tertre.

Uno de los jóvenes pintores llamó mi atención:

– ¡Vaya, hola! ¡Pero si eres tú!

Es el grito de caza de los retratistas. Lo conozco perfectamente porque he estado en la misma situación, como también conozco la mirada de satisfecho reconocimiento que da a entender que por fin han encontrado a su musa, que la búsqueda ha llevado muchos años y que, por muy exorbitante que sea la cifra que cobre, el precio en modo alguno hace justicia a la perfección de la obra.

– No, no lo soy -repliqué secamente-. Búscate otra a la que inmortalizar.

El retratista se encogió de hombros, puso cara de contrariedad y, arrastrando los pies, se reunió con su compañero. La chocolatería era toda mía.

Eché un vistazo a las cartas que todavía asomaban descaradamente a través del buzón. No tenía motivos para correr riesgos, pero la realidad indicaba que la tiendita me atraía como algo que brilla entre los adoquines y que puede ser una moneda, un anillo o un trozo de papel de aluminio que refleja la luz. El aire anunciaba promesas y, por si eso fuera poco, era la víspera de Todos los Santos, que para mí siempre ha sido una fecha propicia, un día de finales y principios, de vientos malignos, discretos favores y fuegos que arden de noche. Era una fecha de secretos, de prodigios… y, obviamente, de muertos.

Paseé rápidamente la mirada a mi alrededor. Nadie me veía. Estoy convencida de que nadie me vio cuando, con presteza, me guardé las cartas en el bolsillo.

El viento otoñal era racheado y hacía bailar el polvo de la plaza. Olía a humo, no precisamente al humo de París, sino al de mi niñez, que no suelo evocar a menudo, esa fragancia a incienso, pastel de almendras y hojas secas. En la butte o colina de Montmartre no hay árboles; se trata de una roca y el glaseado de esa tarta nupcial apenas disimula su falta de sabor. El cielo había adquirido el tono de la frágil cáscara de huevo y estaba atravesado por un complicado laberinto de caminitos de vapor que parecían símbolos místicos surgidos de la nada.

Entre esos símbolos divisé la Mazorca de Maíz, la señal del Desollado…, una ofrenda, un regalo.

Sonreí. ¿Se trataba acaso de una coincidencia?

La muerte… y un regalo…, ¿todo en el mismo día?


En la más tierna infancia, mi madre me llevó a México a visitar las ruinas aztecas y a celebrar el Día de los Muertos. Me encantó el carácter dramático de la celebración: las flores, el pan de muerto, los cantos y las calaveras de azúcar. Mi elemento preferido fue la piñata: una figura animal de cartón piedra, pintada, colgada y llena de petardos, golosinas, monedas y regalitos envueltos.

El objetivo del juego consiste en colgar la piñata del marco de una puerta y lanzarle palos y piedras hasta que se rompe y libera los regalos que contiene.

La muerte y un regalo…, todo a la vez.

No podía tratarse de una coincidencia. La fecha, la chocolatería, la señal en el cielo… tuve la impresión de que la propia Mictecacihuatl las había interpuesto en mi camino. Era mi propia piñata…

Me volví con una sonrisa en los labios y noté que alguien me observaba. A tres metros había una niña que permanecía inmóvil; una chiquilla de once o doce años, con abrigo rojo fuerte, zapatos marrones bastante estropeados y pelo negro y brillante, como el de los iconos bizantinos. Con la cabeza ligeramente ladeada, me miró impertérrita.

Durante unos segundos me pregunté si me había visto coger la correspondencia. Era imposible saber con certeza cuánto tiempo llevaba ahí, por lo que le dediqué mi sonrisa más atractiva y apreté el fajo de cartas que ocultaba en el bolsillo.

– Hola -la saludé-. ¿Cómo te llamas?

– Annie -repuso la niña sin sonreír.

Sus ojos eran de un peculiar tono entre gris, verde y azul y tenía los labios tan rojos que parecían pintados. Esos colores llamaban la atención en la fresca luz matinal; cuando la miré, sus ojos parecieron iluminarse un poco más y adquirir los matices del cielo otoñal.

– Annie, ¿verdad que no eres de aquí?

La cría parpadeó, tal vez desconcertada porque me había dado cuenta. Los niños parisinos jamás hablan con desconocidos porque la desconfianza está incorporada a sus circuitos cerebrales. Esa chiquilla era distinta, cautelosa quizá, pero no mal dispuesta ni insensible a los encantos.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó por último.

Sonreí porque había conseguido un punto a mi favor.

– Lo noté en tu modo de hablar. ¿De dónde eres? ¿Del sur?

– No exactamente -replicó y esbozó una sonrisa.

Se aprende mucho al hablar con los niños: nombres, profesiones y esos pequeños detalles que proporcionan un toque auténtico a las personificaciones. En casi todas las contraseñas interviene el nombre de un niño, un cónyuge e incluso una mascota.

– Annie, ¿no deberías estar en la escuela?

– Hoy no. Es festivo. Además… -Miró el letrero escrito a mano y pegado en la puerta.

– Además, está cerrado por defunción -añadí y la niña asintió-. ¿Quién ha muerto?

El abrigo de color rojo brillante no tenía nada de fúnebre y su expresión no transmitía pesar.

Aunque de momento Annie no dijo nada, percibí cierto brillo en sus ojos entre azules y grises y de expresión ligeramente altiva, como si sopesase si mi pregunta era impertinente o comprensiva.

Dejé que me mirase a gusto. Estoy acostumbrada a que me observen. A veces ocurre hasta en París, donde abundan las mujeres hermosas. Digo hermosas pero, en realidad, se trata de una ilusión, del encanto más sencillo que de mágico no tiene nada: cierta inclinación de la cabeza, los andares, la vestimenta adecuada para cada ocasión, prácticamente cualquiera puede hacer lo mismo.

Bueno, casi cualquiera puede hacer lo mismo, aunque no todos.

Dirigí mi mejor sonrisa a la chiquilla; fue tierna, descarada y un tanto pesarosa; durante unos instantes me convertí en la hermana mayor y desgreñada que nunca ha tenido, en la rebelde glamurosa con un Gauloise entre los dedos, la que viste faldas ceñidas y colores fosforitos y cuyos tacones imposibles de llevar ansia ponerse.

– ¿No quieres decírmelo? -inquirí.

Annie siguió estudiándome. Por extraño que parezca, es una niña mayor, harta, hartísima de ser buena y peligrosamente cercana a la edad de la rebelión. Sus colores eran de una nitidez extraordinaria y en ellos detecté cierta obstinación, un poco de tristeza, un toque de cólera y el hilo brillante de algo que no fui capaz de identificar con claridad.

– Vamos, Annie, dime quién ha muerto.

– Mi madre -respondió-. Vianne Rocher.

2


Miércoles, 31 de octubre


Vianne Rocher… Ha pasado tanto tiempo desde que usé ese nombre. Como un abrigo muy querido pero desechado hace años, casi había olvidado lo bien que me sienta, lo calentito y cómodo que resulta. He cambiado mi nombre tantas veces, mejor dicho, nuestros nombres, mientras íbamos de pueblo en pueblo en pos del viento, que a estas alturas ya tendría que haberlo superado. Vianne Rocher murió hace mucho tiempo pero, por otro lado…

Por otro lado, me gustaba ser Vianne Rocher. Me gustaba la forma que el nombre Vianne adquiría en sus bocas, parecía una sonrisa, una palabra de bienvenida.

Como es obvio, ahora tengo otro nombre, no muy distinto del anterior. También tengo una vida, algunos hasta dirían que una vida mejor, pero no es lo mismo a causa de Rosette, a causa de Anouk y a causa de todo lo que dejamos en Lansquenet-sous-Tannes aquella Semana Santa en la que el viento cambió de dirección.

Aquel viento…, ahora mismo veo cómo sopla. Furtivo y autoritario, ha dictado cada uno de nuestros pasos. Mi madre lo notó y yo también, incluso aquí y ahora, cuando nos arrastra como a hojas en la esquina de este callejón, nos hace bailar y nos aplasta contra las piedras.


V'là l'bon vent, v'là l'joli vent


Creí que lo habíamos silenciado para siempre, pero hasta lo más nimio puede despertarlo: una palabra, una señal, incluso una muerte. Las trivialidades no existen. Todo tiene un precio; todo se suma hasta que, al final, la balanza se descompensa y volvemos a la carretera mientras nos decimos que quizá la próxima vez…

Pues ahora no habrá próxima vez. Esta vez no pienso huir. Me niego a tener que empezar de nuevo, como hemos hecho tantas veces, antes y después de Lansquenet. Esta vez nos quedamos. Pase lo que pase y cueste lo que cueste, nos quedamos.


Nos detuvimos en el primer pueblo sin iglesia. Estuvimos seis semanas y seguimos nuestro camino. Tres meses, una semana, un mes y otra semana; cambiamos de nombre a lo largo del recorrido hasta que el embarazo comenzó a notarse.

Entonces Anouk tenía casi siete años. Le entusiasmaba la idea de una hermana pequeña, pero yo estaba agotada, harta de los interminables pueblos a la vera del río, las casitas con geranios en las jardineras y la manera en la que los habitantes nos miraban, sobre todo a ella, y hacían preguntas, siempre las mismas.

«¿Vienen de lejos? ¿Se quedarán por aquí, en casa de unos parientes? ¿Monsieur Rocher se reunirá con ustedes?»

Cuando respondíamos, ponían esa cara peculiar, esa mirada calculadora que evaluaba nuestra ropa gastada, la solitaria maleta y la actitud fugitiva que evoca demasiadas estaciones de tren, lugares de paso y habitaciones de hotel que acaban ordenadas y vacías.

Por otro lado, cuánto ansiaba ser finalmente libre. Quería que fuéramos libres como nunca lo habíamos sido, libres de instalarnos en un lugar, de sentir el viento y no hacer caso de su llamada.

Pese a que lo intentamos con todas nuestras fuerzas, los rumores nos acompañaron. Los cuchicheos aludían a algún tipo de escándalo. Alguien había oído que había participado un sacerdote. ¿Y la mujer? Era una gitana que estaba conchabada con los del río; se preciaba de ser sanadora y se dedicaba a las hierbas. Según los cotilleos, alguien había muerto…, tal vez envenenado o, simplemente, no había tenido suerte.

Fuera como fuese, carecía de importancia. Los rumores se extendieron como plantas rastreras en pleno verano y nos tendieron zancadillas, nos atormentaron y nos pisaron los talones; paulatinamente comencé a comprenderlo.

A lo largo del camino ocurrió algo, algo que nos cambió. Tal vez nos quedamos un día o una semana de más en alguno de esos pueblos. Algo era distinto. Las sombras se habían alargado y huimos.

¿De qué huimos? Entonces no lo supe, pero lo vi en mi imagen reflejada en los espejos de las habitaciones de los hoteles y en los escaparates relucientes. Yo siempre había llevado calzado rojo, faldas indias con campanillas en el bajo, abrigos de segunda mano con margaritas en los bolsillos y tejanos con flores y hojas bordadas. A partir de ese momento intenté fundirme con la masa: abrigos negros, calzado negro y boina negra sobre mi pelo negro.

Anouk no lo entendió y preguntó por qué no podíamos quedarnos.

Fue el estribillo constante de los primeros tiempos. Incluso comencé a temer el nombre de aquel lugar y los recuerdos que se adherían como lapas a nuestra ropa de viaje. Cada día mudábamos con el viento. De noche nos tumbábamos una al lado de la otra en el cuarto que había arriba de una cafetería, preparábamos chocolate caliente en el hornillo portátil o encendíamos velas, hacíamos sombras chinescas de conejos en la pared y narrábamos fabulosas historias de magia, brujas, casas de pan de jengibre y hombres morenos que se trocaban en lobos y en ocasiones se quedaban así para siempre.

Para entonces los cuentos eran lo único que teníamos. La magia de verdad, aquella con la que habíamos vivido todas nuestras vidas, la magia de hechizos y ensalmos de mi madre, la de la sal junto a la puerta y la bolsita de seda roja para aplacar a los dioses menores, se abrió aquel verano como una araña que pasa de la buena a la mala suerte al dar la medianoche, mientras teje la red con la que atrapar nuestros sueños. Por cada modesto hechizo o encantamiento, por cada carta barajada, runa lanzada y señal trazada en una puerta para desviar la trayectoria de la desventura, el viento arreció un poquitín, tironeó de nuestras ropas, nos olisqueó como un perro famélico y nos desplazó de aquí para allá.

Todavía llevábamos la delantera; hicimos la recolección de cerezas y de manzanas y el resto del tiempo trabajamos en cafeterías y restaurantes; ahorramos lo que ganamos y en cada lugar cambiamos de nombre. Nos volvimos cuidadosas. No quedaba otra solución. Nos ocultamos como los urogallos en los campos. No levantamos el vuelo ni cantamos.

Poco a poco desechamos las cartas del tarot, dejamos de utilizar las hierbas, no respetamos los días de guardar, permitimos que las lunas crecientes llegasen y pasaran y las señales de la suerte, trazadas con tinta en las palmas de nuestras manos, se desdibujaron y desaparecieron.

Fue una época de relativa paz. Permanecimos en la ciudad; encontré un lugar donde estar y visité escuelas y hospitales. Compré en el rastro una alianza matrimonial y me di a conocer como madame Rocher.

Rosette nació en diciembre en un hospital de las afueras de Rennes. Habíamos encontrado un pueblo en el que quedarnos: Les Laveuses, a orillas del Loira. Alquilamos un apartamento en lo alto de una crepería. Nos gustaba. Podríamos habernos quedado…

… si el viento de diciembre no hubiese tenido otros planes.


V'là l'bon vent, v'là l'joli vent

V'là l'bon vent, ma mie m'appelle…


Mi madre me enseñó esa nana. Se trata de una vieja canción, una canción de amor, un hechizo que entonces entoné para tranquilizar al viento, para convencerlo de que esta vez nos dejase en paz, para calmar a esa cosa chillona con la que había salido del hospital, esa cosa diminuta que no comía ni dormía y que, noche tras noche, maullaba como un gato mientras a nuestro alrededor el viento gemía y se agitaba como una mujer colérica; lo canté cada noche para conciliar el sueño, en la letra de mi canto lo llamé «buen viento, viento bonito», del mismo modo que, con la esperanza de librarse de su venganza, antaño, la gente sencilla se dirigía a las Furias o Erinias como las «Bondadosas» o las «Benévolas».

¿Acaso son Bondadosas quienes persiguen a los muertos?

Volvieron a encontrarnos a orillas del Loira y, una vez más, tuvimos que huir. En esa ocasión nos trasladamos a París…, a la ciudad de mi madre y mi lugar de nacimiento, el único sitio al que había jurado que jamás regresaría. Por otro lado, las ciudades confieren cierto grado de invisibilidad. Como hemos dejado de ser periquitos entre gorriones, ahora vestimos los colores de los pájaros autóctonos, que son demasiado corrientes y vulgares como para echarles un segundo vistazo… e incluso el primero. Mi madre huyó a Nueva York para morir y yo a París para renacer. ¿Enfermos o sanos? ¿Felices o tristes? ¿Ricos o pobres? A la ciudad no le importa. La ciudad tiene otros asuntos de los que ocuparse. Sigue su curso sin plantear preguntas, recorre su camino sin siquiera encogerse de hombros.

De todas maneras, aquel año fue muy duro. Hacía frío, la pequeña lloraba, nos instalamos en un cuartucho escaleras arriba de una vivienda situada cerca del boulevard de la Chapelle y por la noche los letreros de neón parpadeaban en rojo y verde hasta que tenías la sensación de que te volvías loca. Podría haberlo solucionado, pues conozco un ensalmo con el que lo habría conseguido con la misma facilidad con la que se acciona el interruptor para apagar la luz, pero había prometido que no volvería a apelar a la magia, por lo que dormimos en los resquicios entre el rojo y el verde; Rosette no dejó de llorar hasta Epifanía (o eso nos pareció) y por primera vez el roscón de Reyes no fue casero sino comprado, aunque lo cierto es que nadie tuvo demasiadas ganas de celebrar.

Aquel año odié París profundamente. Detesté el frío, la suciedad, los olores, la descortesía de los parisinos, el ruido del tren, la violencia y la hostilidad. Descubrí enseguida que París no es una ciudad, sino un montón de muñecas rusas guardadas una dentro de la otra, cada una de las cuales tiene sus costumbres y prejuicios, su iglesia, mezquita o sinagoga, todas llenas de fanáticos, cotilleos, enteradillos, chivos expiatorios, perdedores, amantes, líderes y objetos de burla.

También hubo personas amables, como la familia india que cuidaba de Rosette mientras Anouk y yo íbamos al mercado o el verdulero que nos guardaba las frutas y las verduras machucadas. Con otras no sucedió lo mismo: me refiero a los barbudos que desviaron la mirada cuando pasé con Anouk junto a la mezquita de la rue Myrrha o las mujeres que se congregaban a las puertas de la iglesia de Saint-Bernard y que me miraban como si fuese una mierda.

Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Por fin hemos encontrado nuestro lugar. A menos de media hora andando desde el boulevard de la Chapelle, la place des Faux-Monnayeurs es otro mundo.

Mi madre solía decir que Montmartre es un pueblo, una isla que asoma en medio de la bruma parisina. Está claro que no es como Lansquenet, pero así y todo sigue siendo un buen lugar, con un pisito arriba de la chocolatería, obrador en el fondo y sendas habitaciones para Rosette y Anouk bajo los aleros, donde anidan los pájaros.

En el pasado nuestra chocolatería fue una cafetería diminuta, dirigida por Marie-Louise Poussin, que vivía en el primer piso. Madame llevaba veinte años en el pequeño apartamento, había visto morir a su marido y a su hijo y, pese a que pasaba de los sesenta y su salud dejaba mucho que desear, se negaba tercamente a jubilarse. Madame Poussin necesitaba ayuda y yo un trabajo. Accedí a dirigir el negocio a cambio de un modesto salario y el usufructo de los cuartos de la segunda planta y, a medida que la mujer se vio cada vez más limitada, convertimos la cafetería en chocolatería.

Me ocupé de los pedidos, llevé las cuentas, organicé los repartos y me ocupé de las ventas. También me encargué de las reparaciones y las refacciones. Nuestro acuerdo ha durado más de tres años y ya nos hemos acostumbrado. No contamos con jardín ni con mucho espacio, pero desde la ventana vemos el Sacré-Coeur, que se eleva como un dirigible por encima de las calles. Anouk ha comenzado la secundaria en el liceo Jules Renard, muy cerca del boulevard des Batignolles, y es lista y estudia mucho, por lo que estoy orgullosa de ella.

Rosette tiene casi cuatro años aunque, como es obvio, no va a la escuela. Se queda conmigo en el local, traza diseños en el suelo con botones y grajeas que pone en fila según los colores y las formas o llena las páginas de los cuadernos de dibujo con pequeñas representaciones de animales. Está aprendiendo el lenguaje de signos y rápidamente adquiere vocabulario, incluidas palabras como «bien», «más», «otra vez», «mono», «patos» y, en los últimos tiempos y para deleite de Anouk, «¡mierda!».

A mediodía cerramos y vamos al parc de la Turlure, donde Rosette da de comer a los pájaros, o llegamos hasta el cementerio de Montmartre, que Anouk adora por su magnificencia y la infinidad de gatos; también me dedico a hablar con los tenderos del barrio: con Laurent Pinson, que regenta la pequeña y sucia cafetería situada al otro lado de la plaza; con sus clientes, en su mayor parte habituales que acuden a desayunar y se quedan hasta el mediodía; con madame Pinot, que vende postales y recuerdos religiosos en la tienda de la esquina, y con los artistas que se instalan en la place du Tertre con la esperanza de atraer a los turistas.

Existe una diferencia clara entre los habitantes de la colina y los del resto de Montmartre. La colina es superior en todos los sentidos, al menos para mis vecinos de la place des Faux-Monnayeurs, la última frontera de autenticidad parisina en una ciudad salpicada de extranjeros.

Esas personas nunca compran bombones. Por mucho que no estén escritas, las reglas son estrictas. Algunos negocios son exclusivamente para forasteros, como la panadería-pastelería de la place de la Galette, con los espejos art déco, las vidrieras y las pilas barrocas de macarrones. Los lugareños van a la rue des Trois Frères, a la panadería más barata y modesta en la que el pan es mejor y cada día hornean cruasanes. Por la misma regla de tres, los lugareños comen en Le P'tit Pinson, donde sirven el plato del día en las mesas con encimera de vinilo, mientras que los de fuera, como nosotras, en el fondo preferimos La Bohème o, peor aún, La Maison Rose, que un vástago auténtico de la butte no se atrevería a frecuentar, como tampoco posaría para un artista en la terraza de una cafetería de la place du Tertre o acudiría a misa al Sacré-Coeur.

Pues no, nuestros clientes proceden mayoritariamente de fuera. Tenemos algunos habituales: madame Luzeron, que pasa cada jueves de camino al cementerio y siempre compra lo mismo, tres trufas al ron, ni una más ni una menos, en una caja de regalo rodeada por una cinta; la delgada muchacha rubia que se muerde las uñas y que viene para someter a prueba su autodominio, así como Nico, del restaurante italiano de la rue de Caulaincourt, que nos visita casi cada día y cuya pasión desmedida por los bombones, mejor dicho, por todo, me recuerda a alguien a quien traté en el pasado.

También están los ocasionales, personas que entran a echar un vistazo, a comprar un regalo o a darse un caprichito: un borracho, una caja de violetas, una tableta de mazapán o un pan de alajú, cremitas de rosa o de piña escarchada, remojada en ron y rodeada de clavos.

Conozco las preferencias de cada uno. Sé lo que quieren, aunque jamás lo diré, pues sería demasiado peligroso. Anouk ya ha cumplido los once y algunos días casi percibo ese terrible conocimiento que tiembla en su interior como un animal enjaulado. Anouk es mi hija de estío, a la que en el pasado le habría costado tanto mentirme como olvidarse de sonreír. Anouk solía lamerme la cara y pregonaba en público el afecto que sentía por mí. Anouk, mi pequeña desconocida, ahora más extraña si cabe debido a sus cambios de humor, sus peculiares silencios, las explicaciones extravagantes y la forma en la que a veces me mira, con los ojos entornados, como si intentase ver algo semiolvidado que pende del aire a mis espaldas.

Como es obvio, también he tenido que cambiarle el nombre. Hoy me llamo Yanne Charbonneau y ella es Annie, aunque para mí siempre será Anouk. No son los nombres lo que me perturba. Los hemos cambiado muchas veces; se trata de otra cosa, que se me escapa; no sé exactamente qué es, pero la echo en falta.

Me digo que Anouk está creciendo, retrocede y se reduce de tamaño como una niña vislumbrada en la casa de los espejos de un parque de atracciones: Anouk a los nueve, todavía más sol que sombra; Anouk a los siete; Anouk a los seis, caminando como un pato con las botas de agua amarillas; Anouk con Pantoufle, que salta difusamente a sus espaldas; Anouk con un penacho de algodón de azúcar en la manita rosa; como es lógico, todo ha desaparecido, se ha escapado y forma fila tras las hileras de las futuras Anouk. Anouk a los trece, cuando descubra a los chicos; Anouk a los catorce; por imposible que parezca, Anouk a los veinte, marchando cada vez más rápido hacia un nuevo horizonte…

Me gustaría saber qué es lo que recuerda. Para un niño de su edad, cuatro años es mucho tiempo y ya no menciona Lansquenet, la magia ni, por doloroso que sea, Les Laveuses, aunque esporádicamente deja escapar algo, un nombre o un recuerdo, que demuestra que sabe más de lo que cree.

Entre los siete y los once años la distancia es sideral. Espero haber hecho bien mi trabajo. Espero haberlo hecho tan bien como para mantener enjaulado al animal, encalmado el viento y el pueblo a orillas del Loira convertido en nada más que una postal desteñida de una isla de sueños.

Por eso permanezco atenta a la verdad, mientras el mundo discurre como siempre, con sus cosas buenas y malas, y reservo nuestros encantos para nosotras, sin interceder jamás, ni siquiera por los amigos, ni siquiera una runa esbozada en la tapa de una caja únicamente para dar suerte.

Admito que es un precio muy bajo por casi cuatro años de paz, aunque a veces me pregunto cuánto hemos pagado ya y cuánto queda por saldar.

Mi madre solía contar un viejo relato acerca de un muchacho que le vendió su sombra a un vendedor ambulante a cambio del don de la vida eterna. Se salió con la suya y se alejó, encantado con el trato que había sellado porque…, como caviló el muchacho, ¿para qué sirve la sombra y por qué no deshacerse de ella?

A medida que transcurrieron los meses y los años, el muchacho comenzó a entender. Deambuló por los caminos sin arrojar sombra; no hubo espejo que reflejara su rostro ni masa de agua, por muy quieta que estuviese, que le devolviera la imagen. Se preguntó si era invisible; los días de sol se quedaba en casa, evitaba las noches de luna llena, rompió hasta el último espejo de su vivienda y encargó que colocasen postigos interiores en todas las ventanas; continuó insatisfecho. La novia lo abandonó y sus amigos envejecieron y murieron. Siguió viviendo en el crepúsculo eterno hasta el día en el que, desesperado, fue a ver a un sacerdote y confesó lo que había hecho.

El cura, que era joven cuando el muchacho selló el trato y que en ese momento estaba amarillento y frágil como los huesos de los viejos, meneó la cabeza y respondió: «En el camino no te cruzaste con un vendedor ambulante. Hijo mío, llegaste a un acuerdo con el diablo y los tratos con el demonio terminan cuando alguien pierde el alma».

«¡Pero si solo era mi sombra!», se quejó el muchacho.

El anciano sacerdote volvió a menear la cabeza.

«Un hombre sin sombra no es, realmente, un hombre», declaró, le volvió la espalda y no quiso decir nada más.

Finalmente el muchacho regresó a su casa. Al día siguiente lo encontraron colgado de un árbol, con el sol matinal de lleno en su rostro y su sombra larga y delgada en la hierba, a sus pies.

Sé que no es más que un relato, pero no dejo de evocarlo, a última hora de la noche, cuando me resulta imposible conciliar el sueño, las campanillas dan la voz de alarma, me siento en la cama y levanto los brazos para comprobar que mi sombra continúa contra la pared.

Últimamente también voy a comprobar la de Anouk.

3


Miércoles, 31 de octubre


¡Ay, tío! Vianne Rocher, no se me podía ocurrir una estupidez mayor. ¿Por qué digo tantas tonterías? A veces realmente no sé por qué lo hago. Supongo que porque ella me escuchaba y porque estaba muy enfadada. Últimamente estoy cabreada casi todo el tiempo.

Es posible que también tuviese que ver con los zapatos… unos fabulosos y luminosos taconazos de color rojo carmín o piruleta, zapatos de caramelo que resplandecieron como un tesoro en la calle adoquinada. En París no se ven zapatos así, al menos en la gente corriente. Por lo que dice mamá, nosotras somos gente corriente, aunque cuesta reconocerlo por la forma en la que a veces machaca.

Esos zapatos…

Clac, clac, clac, repiquetearon los zapatos de caramelo y se detuvieron delante de la chocolatería mientras la que los calzaba miraba hacia el interior.

Aunque estaba de espaldas, al principio creí reconocerla: abrigo de color rojo intenso, a juego con los tacones, y pelo color crema de café, recogido con un pañuelo. ¿Su vestido estampado tenía cascabeles y llevaba una pulsera de dijes tintineantes en la muñeca? ¿Qué fue lo que vi…, un sutil brillo a sus espaldas, como un espejismo?

El local estaba cerrado por el funeral. La de los tacones rojos no tardaría en irse. Como deseaba que se quedase, hice algo que no debía, algo que mamá cree que he olvidado y que no realizo desde hace mucho tiempo. Hice cuernos con los dedos a su espalda y una leve señal en el aire.

La brisa con aroma a vainilla, leche a la nuez moscada y granos de cacao muy tostados a fuego lento.

No es magia, de verdad que no. Solo es un truco, un juego que practico. La magia propiamente dicha no existe… y, sin embargo, da resultado, a veces da resultado.

Te pregunté si me oías, pero no con mi voz, sino con la voz espectral, una voz muy suave, como las hojas moteadas.

Ella lo notó. Sé que se dio cuenta. Se volvió y se puso rígida; me encargué de que la puerta brillase ligeramente con el color del cielo. Jugué con ese brillo bonito como un espejo al sol, que iluminó intermitentemente su rostro.

Aroma de humo de leña en la taza; un chorrito de nata y un pellizco de azúcar. De naranja amarga, tu preferido, un setenta por ciento de chocolate puro sobre naranjas amargas cortadas en rodajas gruesas. Pruébame, saboréame, examíname.

La mujer se volvió. Yo sabía que lo haría. Pareció sorprenderse al verme pero, de todos modos, sonrió. Vi su cara de ojos azules, gran sonrisa y un montón de pecas en la nariz y en el acto me cayó fenomenal, tanto como me gustó Roux cuando nos conocimos…

En ese momento me preguntó quién había muerto.

No pude evitarlo. Tal vez fue por los zapatos o porque yo sabía que mamá estaba detrás de la puerta. Sea como fuere, se me escapó, como la luz en la puerta y el aroma a humo.

Respondí «Vianne Rocher» con voz demasiado fuerte y, mientras lo pronunciaba, mamá salió. Se cubría con el abrigo negro, llevaba a Rosette en brazos y había puesto esa cara, la misma expresión que adopta cuando me porto mal o cuando Rosette sufre uno de sus Accidentes.

– ¡Annie!

La señora de los zapatos rojos paseó la mirada de mamá a mí y volvió a observar a mi progenitura.

– ¿Madame Rocher?

Mamá se recuperó en un abrir y cerrar de ojos.

– Es mi…, es mi apellido de soltera -replicó-. Ahora soy madame Charbonneau, Yanne Charbonneau. -Volvió a mirarme con expresión peculiar-. Lamentablemente mi hija es bastante bromista -explicó a la señora-. Espero que no la haya molestado.

La mujer rió y tembló hasta la suela de los zapatos rojos.

– En absoluto. Simplemente admiraba su maravilloso local.

– No es mío -puntualizó mamá-, solo trabajo aquí.

La señora rió nuevamente.

– ¡Ojalá fuese mi caso! Debería estar buscando trabajo, pero me dedico a mirar bombones.

Mamá se relajó con esas palabras, dejó a Rosette en el suelo y cerró la puerta con llave. Rosette estudió con solemnidad a la señora de los tacones rojos. La mujer sonrió, pero Rosette no hizo lo propio. Casi nunca sonríe a los desconocidos. En cierto sentido, yo estaba satisfecha. Pensaba que la había encontrado, que me ocuparía de que se quedase y que, al menos durante un tiempo, me pertenecía.

– ¿Busca trabajo? -preguntó mamá.

La señora asintió.

– Mi compañera de piso se marchó el mes pasado y no puedo correr con todos los gastos únicamente con mi salario de camarera. Me llamo Zozie… Zozie de l'Alba y, dicho sea de paso, adoro el chocolate.

Pensé que era imposible que esa mujer cayese mal. Sus ojos eran de un azul intenso y su sonrisa parecía una rodaja de melón en su punto. Entreabrió ligeramente los labios al tiempo que miraba la puerta y comentó:

– Lo siento, no es el momento oportuno. Espero que no se trate de alguien de la familia.

Mamá volvió a coger en brazos a Rosette.

– Es el funeral de madame Poussin. Vivía aquí. Supongo que también habría dicho que regentaba el establecimiento aunque, francamente, no creo que trabajase demasiado.

Pensé en madame Poussin, con su cara de melcocha y los delantales de cuadros azules. Sus bombones preferidos eran las cremitas de rosa y, aunque mamá nunca dijo nada, comía muchos más de los que debía.

Según mamá, madame Poussin sufrió un golpe, lo que suena bastante bien, como un golpe de suerte o un movimiento para estirar las mantas sobre un crío dormido. Entonces me percaté de que nunca más volveríamos a ver a madame Poussin y noté una especie de vértigo, como bajar la cabeza y repentinamente ver a tus pies un enorme agujero abierto de repente.

– Pues sí, así es -dije, y me eché a llorar.

En un abrir y cerrar de ojos la desconocida me abrazó. Olía a lavanda y a deliciosa seda y su voz musitó en mi oído; sorprendida, pensé que era un ensalmo, un ensalmo como en la época de Lansquenet. Cuando levanté la cabeza, no era mamá la que me abrazaba, sino Zozie, cuya larga melena acariciaba mis mejillas y su abrigo rojo brillaba al sol.

Mamá se encontraba tras ella con el abrigo negro y los ojos oscuros como la medianoche, tan oscuros que nunca llegas a saber lo que piensa. Avanzó un paso con Rosette en brazos y supe que si me quedaba quieta mamá nos abrazaría a las dos y yo no podría dejar de llorar, aunque era imposible explicarle por qué, ni ahora ni nunca y, menos todavía, en presencia de la señora de los zapatos de caramelo.

Por eso di media vuelta y correteé por el callejón blanco y vacío; durante unos segundos me convertí en uno de ellos y fui libre como el cielo. Correr es bueno: das pasos de gigante, con los brazos extendidos te conviertes en una cometa, saboreas el viento, notas el sol que corretea delante de ti y a veces llegas a ser más veloz que ellos, más veloz que el viento, el sol y la sombra que te pisa los talones.

Por si no lo sabes, mi sombra tiene nombre. Se llama Pantoufle. Mamá dice que tuve un conejo llamado Pantoufle, aunque lo cierto es que no recuerdo si era real o un juguete. En ocasiones mamá lo denomina «tu amigo imaginario», pero estoy casi segura de que estaba realmente presente, como una sombra gris y peluda a mis pies o hecho un ovillo en mi cama por la noche. Todavía me gusta pensar que me vigila mientras duermo y que corre a mi lado para vencer al viento. A veces lo siento. En ocasiones incluso lo veo, aunque mamá dice que solo es producto de mi imaginación y no le gusta que lo mencione, ni siquiera en broma.

Últimamente mamá apenas bromea o ríe. Tal vez sigue preocupada por Rosette. Sé que se inquieta por mí. En su opinión, no me tomo la vida en serio ni adopto la actitud adecuada.

¿Zozie se toma la vida en serio? ¡Ay, tío! Apuesto lo que quieras a que no. Con unos zapatos así nadie se toma la vida en serio. Estoy segura de que fue por los zapatos por lo que me cayó bien en el acto. Fue por los tacones rojos, por la forma en la que se detuvo frente al escaparate y miró y por la certeza que tuve de que vio a Pantoufle, no solo una sombra, a mis pies.

4


Miércoles, 31 de octubre


Bueno, me gusta pensar que tengo buena mano para los niños… y para los padres; forma parte de mi encanto. Está claro que no puedes dedicarte a los negocios sin cierto encanto y en mi especialidad, en la que el premio es más personal que las vulgares posesiones, se vuelve imprescindible tocar la existencia que adoptas.

Tampoco puedo decir que la vida de esa mujer me interesase especialmente. Al menos no me preocupaba en ese momento, aunque debo reconocer que me había intrigado. No podía decir lo mismo de la difunta ni del local propiamente dicho: muy bonito, pero demasiado pequeño y limitado para alguien con mis ambiciones. Por su parte, la mujer me intrigaba y la niña…

¿Creéis en el amor a primera vista?

Me lo sospechaba. Yo tampoco, aunque…

La llamarada de colores a través de la puerta entreabierta… La insinuación atormentadora de cosas entrevistas y experimentadas a medias… El tintineo de las campanillas colgadas en la puerta… Todo eso despertó, en primer lugar, mi curiosidad y, en segundo, mi espíritu codicioso.

Entendedme bien, no soy ladrona. Ante todo soy coleccionista. Es algo que practico desde los ocho años. Antes coleccionaba dijes para mi pulsera y ahora me dedico a los individuos: sus nombres, secretos, historias y vidas. Reconozco que en parte lo hago para obtener beneficios, pero de lo que más disfruto es de la emoción de la caza, de la seducción, de la refriega y del momento en el que la piñata se rompe…

Eso es lo que más me gusta.

– Niños… -musité y sonreí.

Yanne suspiró.

– Crecen demasiado rápido y se van casi sin que te des cuenta. -La niña siguió corriendo callejón abajo. Yanne gritó-: ¡No te alejes demasiado!

– No se alejará.

La madre parece la versión domada de la hija: pelo negro corto, cejas rectas y los ojos como el chocolate amargo; la misma boca carmesí, terca, generosa y con las comisuras ligeramente elevadas; el mismo aspecto extranjero y exótico pese a que, más allá de la primera vislumbre de colores a través de la puerta entreabierta, nada atisbé que justificase esa impresión. No tiene acento definido y viste ropa gastada de La Redoute, así como boina marrón ligeramente inclinada y zapatos cómodos.

Basta mirar el calzado para saber mucho de una persona. Los zapatos de la mujer eran corrientes, negros, de puntera redonda y totalmente uniformes, como los que su hija usa para ir a la escuela. Su vestimenta resultaba ligeramente desaliñada y aburrida; no llevaba más joyas que una sencilla alianza de oro y el maquillaje imprescindible como para no llamar la atención.

La niña que sostiene en brazos tiene, como máximo, tres años. Posee la misma mirada vigilante de su madre, tiene el pelo de color calabaza y su rostro minúsculo, del tamaño de un huevo de ganso, está salpicado de pecas de tono albaricoque. Forman una familia corriente y moliente, al menos en apariencia; me resultó imposible descartar la idea de que había algo más que no llegué a ver, una iluminación sutil, semejante a la mía…

Llegué a la conclusión de que eso sí sería algo digno de coleccionar.

La mujer consultó el reloj y gritó:

– ¡Annie!

Al final de la calle, Annie agitó los brazos con una actitud que podría haber sido de exuberancia o de rebelión. La estela azul mariposa que deja a su paso confirma mi impresión de que ocultan algo. La pequeña también presenta más que un atisbo de iluminación y, en lo que a la madre se refiere…

– ¿Está casada? -pregunté.

– Soy viuda -repuso-. Perdí a mi marido hace tres años, antes de venir aquí.

– Lo lamento.

No me creo nada. Hace falta algo más que un abrigo negro y una alianza matrimonial para ser viuda y, en mi opinión, Yanne Charbonneau, si es que ese es su nombre, no tiene pinta de viuda. Puede que otros la tomen como tal, pero yo veo más lejos.

¿Por qué miente? Por favor, estamos en París, aquí no se condena a nadie por la falta de una alianza matrimonial. ¿Qué secretillo oculta? ¿Merece la pena que yo lo averigüe?

– Tiene que ser difícil regentar un negocio precisamente aquí -comenté al pensar en Montmartre, ese extraño islote pétreo con sus turistas, artistas, desagües al descubierto, mendigos, locales de striptease bajo los tilos y apuñalamientos nocturnos en sus bonitas calles.

La mujer sonrió.

– No es tan malo.

– ¿De verdad? -inquirí-. Claro que ahora que madame Poussin ya no está…

– El casero es amigo y no nos pondrá de patitas en la calle.

Tuve la sensación de que la mujer se ruborizaba ligeramente.

– ¿Hay mucha actividad comercial?

– Podría ser peor -replicó y me acordé de los turistas, que siempre buscan cosas exageradamente caras-. Está claro que ricas no nos haremos…

Tal como sospechaba, apenas merece la pena. Pone buena cara al mal tiempo, pero he visto su falda barata, el bajo deshilachado del abrigo de calidad de la niña y el letrero de madera, deslustrado e ilegible, que cuelga sobre la puerta de la chocolatería.

Por otro lado, hay algo peculiarmente atractivo en el escaparate atiborrado, con esas pilas de cajas y latas, las brujas de la víspera de Todos los Santos realizadas con chocolate negro y paja teñida de colores, las regordetas calabazas de mazapán y las calaveras de azúcar de arce que apenas se atisban bajo la persiana a medio cerrar.

Para no hablar del olor…, el aroma ahumado a manzanas con azúcar quemada, vainilla, ron, cardamomo y chocolate. En realidad, el chocolate ni siquiera me gusta, pero noté cómo se me hacía la boca agua.

Pruébame, saboréame…

Hice con los dedos la señal del Espejo Humeante, conocido como el Ojo de Tezcatlipoca Negro, y el escaparate pareció iluminarse fugazmente.

Tuve la sensación de que la mujer percibía el resplandor y se sentía incómoda; la cría que había cogido en brazos dejó escapar una suerte de maullido sordo y risueño y extendió la mano…

Pensé que era muy curioso.

– ¿Hace personalmente los bombones? -pregunté.

– Antes los preparaba, pero ahora, no.

– Supongo que no es fácil.

– Me las apaño.

Hummm… Qué interesante.

¿Se apaña realmente? ¿Se arreglará tras la muerte de la vieja? Tengo mis dudas. Vaya, gracias a su boca firme y a su mirada directa parece capaz de hacerlo, pese a que en su seno anida una debilidad. He dicho una debilidad…, pero también podría ser una fortaleza.

Hay que ser fuerte para vivir como ella, para criar dos hijas en París estando sola, para trabajar tantas horas en un negocio que, con un poco de suerte, solo da lo justo para pagar el alquiler.

Y la debilidad…, eso es otro asunto. Comencemos por la niña. Teme por ella. Mejor dicho, teme por ambas y las agarra como si el viento pudiese arrebatárselas.

Ya sé lo que pensáis: ¿para qué me preocupo?

Llamadme curiosa si os place. Al fin y al cabo, comercio con secretos. Trafico con secretos, pequeñas traiciones, adquisiciones, inquisiciones, robos míseros y grandiosos, mentiras, bulos condenables, prevaricaciones, profundidades recónditas, aguas calmas, capas y espadas, puertas secretas, encuentros clandestinos, agujeros y rincones, operaciones encubiertas, abusos de propiedad, información y más, mucho más.

¿Es tan malo?

Supongo que sí.

Por otro lado, Yanne Charbonneau, o Vianne Rocher, oculta algo al mundo. Percibo el olor de sus secretos como el de los petardos de la piñata. Una piedra bien arrojada los dejará en libertad y entonces veremos si alguien como yo puede aprovecharlos.

Tengo curiosidad, eso es todo; se trata de una característica bastante corriente entre los afortunados que han nacido bajo el signo del Uno Jaguar.

Además, está mintiendo, ¿no? Solo hay una cosa que los jaguares odiamos más que la debilidad: la mentira.

5


Jueves, í de noviembre.

Festividad de Todos los Santos


Hoy Anouk volvía a estar inquieta. Tal vez fue consecuencia del funeral de ayer o, simplemente, del viento. A veces la ataca así, la dispara como a un poni salvaje y la vuelve obstinada, irreflexiva, lacrimosa y extraña. ¡Mi pequeña extraña!

Solía llamarla así cuando era pequeña y solo estábamos las dos. Le decía «pequeña extraña», como si la tuviese en préstamo y cualquier día pudieran pasar a recogerla. Siempre ha tenido ese aspecto, ese aire de «otreidad», de ojos que ven cosas situadas demasiado lejos y de pensamientos que se alejan del borde del mundo.

Su nueva profesora dice que es una niña dotada, con una extraordinaria capacidad imaginativa y un excelente vocabulario para su edad; por otro lado, sus ojos revelan una mirada calculadora, como si semejante imaginación fuese sospechosa por sí misma o, si acaso, la señal de una verdad más siniestra.

Es por mi culpa. Ahora sé que es así. En su momento, criarla de acuerdo con las convicciones de mi madre parecía lo más natural. Nos proporcionó un proyecto, una tradición propia, un círculo mágico en el cual el mundo no podía entrar. Claro que si el mundo no entra, nosotras no podemos salir. Encerradas en un capullo creado por nosotras mismas, vivimos apartadas de los demás cual seres eternamente extraños.

Al menos así vivíamos hasta hace cuatro años.

Desde entonces hemos vivido una mentira reconfortante.

Os ruego que no pongáis esa cara de sorpresa. Mostradme una madre y os enseñaré a una mentirosa. Les decimos cómo debe ser el mundo: que los monstruos y los fantasmas no existen; que si eres buena la gente se portará bien contigo y que mamá siempre estará a tu lado para protegerte. Como es evidente, nunca las denominamos mentiras pues tenemos las mejores intenciones y lo hacemos por su bien, pero no dejan de ser engaños.

Después de Les Laveuses no me quedó otra opción. Cualquier madre habría hecho lo mismo.

«¿Qué pasó?», preguntó una y otra vez. «Mamá, ¿nosotras lo provocamos?»

«No, fue un accidente.»

«Pero el viento…, dijiste que…»

«Duérmete.»

«¿No podemos mejorarlo con magia?» «No, no podemos. Solo es un juego. Nanou, la magia no existe.»

Me miró con expresión solemne.

«Claro que existe. Pantoufle dice que sí, que existe.»

«Cariño, Pantoufle tampoco es real.» No es fácil ser hija de una bruja… y ser su madre resulta todavía más duro. Después de lo sucedido en Les Laveuses me vi obligada a tomar una decisión: decir la verdad y condenar a mis hijas a llevar la clase de vida que siempre he tenido, a desplazarnos constantemente de un sitio a otro, a no tener jamás estabilidad ni seguridad, a vivir con la maleta a punto y a correr siempre para vencer al viento… o mentir y ser como los demás.

Por eso mentí. Mentí a Anouk. Le dije que nada de eso era real, que la magia no existía más que en los relatos; que no había poderes que aprovechar y poner a prueba ni dioses lares, brujas, runas, cánticos, tótems y círculos en la arena. Todo lo inexplicable se convirtió en un Accidente con mayúscula: repentinas rachas de suerte, salvaciones por los pelos, regalos de los dioses. Pantoufle fue degradado a la categoría de «amigo imaginario» y ahora no le hago el menor caso, si bien es cierto que ocasionalmente lo veo con el rabillo del ojo.

Ahora doy media vuelta y cierro los ojos hasta que los colores desaparecen.

Después de Les Laveuses, descarté todo eso pese a que sabía que tal vez se resentiría y a que era posible que durante una temporada me odiase un poco, aunque con la esperanza de que algún día lo comprendería.

«Anouk, tendrás que crecer y aprender a distinguir entre lo real y lo irreal.» «¿Por qué?» «Porque así es mejor», repliqué. «Anouk, todo eso…, todo eso nos separa de los demás, nos vuelve diferentes. ¿Te gusta ser distinta? ¿No te gustaría que, para variar, estuvieras incluida y tuvieras amigos, pudieses…?» «Yo tenía amigos. Paul y Framboise…»

«No podíamos quedarnos, después de lo ocurrido era imposible.» «Y también Zézette y Blanche…»

«Viajeros, Nanou, gente del río. No puedes vivir permanentemente en una embarcación, sobre todo si quieres estudiar…»

«Y Pantoufle…» «Nanou, los amigos imaginarios no cuentan.» «¿Y Roux, mamá? Roux era nuestro amigo.» El silencio se volvió interminable. «Mamá, ¿por qué no nos quedamos con Roux? ¿Por qué no le dijiste dónde estábamos?» Dejé escapar un suspiro.

«Es complicado.» «Lo echo de menos.» «Ya lo sé.» Evidentemente, para Roux todo es sencillo: haz lo que te apetece, coge lo que quieras, viaja donde el viento te lleve. A Roux le funciona, lo hace feliz. Sé que no podemos tenerlo tocio, ya he recorrido ese camino, sé adónde conduce. Aseguré a Nanou que se vuelve cuesta arriba, muy cuesta arriba.

Roux habría dicho que rae preocupo demasiado. Roux, el de la melena pelirroja y desafiante, la sonrisa reticente y la adorada barca a la deriva bajo las estrellas. Te preocupas demasiado. Quizá es cierto; a pesar de todo, me preocupo demasiado. Me preocupa que Anouk no haya hecho amigos en el nuevo liceo. Me preocupa que Rosette tenga casi cuatro años, que sea tan espabilada y que no hable, como si fuese víctima de un maleficio, una princesa acallada por temor a lo que podría revelar.

¿Cómo explicárselo a Roux, que no tiene miedo a nada ni se preocupa por nadie? Ser madre significa vivir presa del miedo: el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la pérdida, a los accidentes, a los desconocidos, al Hombre Negro o, simplemente, a las pequeñas cosas cotidianas que logran convertirse en las que más daño nos hacen, a cosas como una mirada de impaciencia, una palabra colérica, el cuento que no has contado a la hora de acostarse, el beso olvidado, el terrible momento en el que dejas de ser el centro del universo de tu hija y te conviertes en otro satélite que traza su órbita alrededor de un sol menos significativo.

No ha ocurrido…, al menos todavía, pero lo veo en otros niños: en las adolescentes de boca fruncida, móvil y actitud desdeñosa hacia el mundo en general. Sé que la he decepcionado. No soy la madre que le gustaría tener. Aunque inteligente, con once años aún es demasiado pequeña para entender qué he sacrificado y por qué.

Te preocupas demasiado…

Si todo fuera tan sencillo.

Lo es, responde su voz en mi corazón.

Roux, es posible que en el pasado lo fuera, pero ahora, no.

Me pregunto si Roux ha cambiado en algo. En lo que a mí respecta…, creo que ahora no me reconocería. Obtuvo mi dirección de Blanche y Zézette y envía cuatro líneas en Navidad y para el cumpleaños de Anouk. Le remito las cartas a la oficina de correos de Lansquenet porque sé que a veces pasa por allí. Nunca ha mencionado a Rosette. Tampoco le he hablado de Thierry, mi casero, que ha sido infinitamente amable y generoso y cuya paciencia admiro más de lo que soy capaz de expresar con palabras.

Thierry le Tresset es un divorciado de cincuenta y un años, tiene un hijo, va a misa y es sólido como una piedra.

No te rías. Me gusta mucho.

Me pregunto qué ha visto en mí.

En estos tiempos me miro en el espejo y no hay reflejo, sino el retrato plano de una treintona. No se trata de alguien especial, sino de una mujer que carece de belleza excepcional o carácter. Semeja una mujer del montón, que es precisamente lo que pretendo ser, aunque hoy esa idea me deprime. Tal vez tiene que ver con el funeral: la sala mortuoria penosa, oscura y con las flores del servicio anterior; la falta de asistentes, la corona desmesurada de Thierry, el sacerdote indiferente que moqueaba y la música enlatada de Nimrod, de Elgar, que chisporroteó a través de los altavoces.

La muerte es trivial, como dijo mi madre semanas antes de su defunción en una calle atestada del corazón de Nueva York. La vida es extraordinaria, nosotros somos extraordinarios y abarcar lo extraordinario significa celebrar la vida.

Vaya, mamá, cómo cambian las cosas. En el pasado, supongo que no tan remoto, anoche habríamos estado de celebración. Era la víspera de Todos los Santos, una fecha mágica, momento de secretos y misterios, de coser bolsitas de seda roja y colgarlas por toda la casa para espantar el mal; de sal esparcida, vino con especias y pastelillos de miel dejados en el alféizar; de calabazas, manzanas, petardos, olor a pino y a humo de leña a medida que el otoño se acerca a su fin y el viejo invierno ocupa el escenario. Habríamos cantado y bailado alrededor de la fogata; Anouk se habría puesto maquillaje y plumas negras para corretear de puerta en puerta con Pantoufle en sus talones mientras Rosette, provista de farolillo y de su propio tótem, con piel naranja a juego con su pelo, saltaba y se pavoneaba tras ella.

Se acabó… Duele pensar en aquellos tiempos. No estás a salvo. Mi madre lo sabía; durante veinte años huyó del Hombre Negro y, aunque durante una temporada pensé que yo lo había vencido, luchado por conquistar mi lugar y ganado, no tardé en comprender que mi triunfo solo era una ilusión. El Hombre Negro posee muchos rostros, muchos seguidores y no siempre viste alzacuello.

Antes pensaba que yo le temía al Dios de esa gente, aunque años después admito que es su benevolencia lo que temo, tanto como su interés bienintencionado y su compasión. A lo largo de los últimos cuatro años los he percibido en nuestra senda, ya que olisquean y siguen furtivamente nuestros pasos. Desde Les Laveuses están mucho más cerca. Las Benévolas tienen tan buenas intenciones que solo quieren lo mejor para mis bellas niñas y no cejarán hasta que consigan separarnos y hacernos añicos.

Tal vez es ese el motivo por el que nunca he confiado en Thierry. Thierry, el amable, fiable y sólido Thierry, mi buen amigo de la sonrisa parsimoniosa, voz animada y conmovedora fe en las propiedades curalotodo del dinero. Desea ayudar, de hecho, ya nos ha ayudado muchísimo a lo largo de este año. Basta con que yo diga una palabra para que vuelva a hacerlo. Nuestros problemas quedarían resueltos. Me pregunto por qué dudo. Me pregunto por qué me cuesta tanto confiar en alguien, reconocer por fin que necesito ayuda.

Próxima a la medianoche de esta tranquila víspera de Todos los Santos, como suele ocurrir tan a menudo, mis pensamientos se desvían hacia mi madre, las cartas y las Benévolas. Anouk y Rosette duermen. El viento ha amainado bruscamente. A nuestros pies, París destella en medio de la niebla y, por encima de las calles, la colina de Montmartre parece flotar como una ciudad mágica de humo y luz estelar. Anouk cree que he quemado la baraja. Hace más de tres años que no consulto las cartas, pero las conservo, son las de mi madre, tienen olor a chocolate y de tanto barajarlas han adquirido brillo.

La caja está escondida debajo de mi cama. Huele a tiempo perdido y a la temporada de las brumas. La abro y veo las cartas, las imágenes antiguas grabadas en madera hace siglos en Marsella: la Muerte, los Enamorados, la Torre, el Loco, el Mago, el Colgado, la Rueda de la Fortuna…

Intento convencerme de que no se trata de una consulta rigurosa. Cojo las cartas al azar, sin tener la menor idea de las consecuencias, pero soy incapaz de rechazar la idea de que algo intenta revelarse, de que la baraja contiene un mensaje.

La guardo. Fue un error. En el pasado habría desterrado mis fantasmas nocturnos con un cántico como «¡Fuera, fuera, lárgate!», una infusión curativa, un poco de incienso y una espolvoreada de sal en el umbral. Actualmente me he vuelto civilizada, por lo que lo más fuerte que preparo es manzanilla. Me ayuda a dormir… al final.

Durante la noche y por primera vez en meses sueño con las Benévolas, que resuellan, se escabullen y serpentean por las callejuelas del viejo Montmartre; en el sueño me arrepiento de no haber dejado una pizca de sal en el umbral o un saquito medicinal sobre la puerta ya que, en su ausencia y atraída por el aroma del chocolate, la noche puede entrar sin dificultad.

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