SÉPTIMA PARTE. La Torre

1


Miércoles, 19 de diciembre


Vaya, madame, hola. ¿Su preferido? Veamos…, trufas de chocolate, preparadas según mi receta especial, marcadas con el signo de la señora de la Luna de Sangre y cubiertas de algo que atormenta la lengua. ¿Una docena o mejor dos? Colocadas en una caja con papel de seda negro y atada con una cinta del rojo más vivo…

Sabía que, a la larga, se presentaría. Mis trufas especiales suelen ejercer ese efecto. Llegó justo antes de la hora de cerrar; Anouk estaba arriba, haciendo los deberes, y Vianne en el obrador, preparando las provisiones de mañana.

Ante todo veo que repara en el aroma. Se trata de una combinación de muchas cosas: el árbol de Navidad en el rincón, el olor a cerrado y a humedad de la casa vieja, el perfume de la naranja, el clavo, el café molido, la leche caliente, el pachulí, la canela y, por supuesto, el chocolate, que es embriagador, rico como Creso y oscuro como la muerte.

Madame mira a su alrededor y ve las cortinas, los cuadros, las campanillas, los adornos, la casa de muñecas del escaparate, las alfombras que cubren el suelo, en colores como el amarillo cromo, el rosa fucsia, el escarlata, el dorado y el verde. Es como un lumadero de opio, está a punto de decir y se sorprende de ser tan fantasiosa. En realidad, jamás ha visto un fumadero de opio, salvo en las páginas de Las mil y una noches, pero tiene la sensación de que en el local hay algo, algo…, algo casi mágico.

En el exterior, el cielo gris amarillento está luminoso por la promesa de la nieve. Hace varios días que los meteorólogos anuncian su llegada pero, para desilusión de Anouk, de momento el tiempo es demasiado benigno como para que haya algo más que aguanieve y una bruma incesante.

– El tiempo es espantoso -comenta madame.

No cabía esperar que pensase otra cosa, ya que no ve magia en las nubes, sino contaminación; no ve estrellas, sino bombillas en las luces navideñas; no ve consuelo ni alegría, sino el incesante y ansioso trajín de las personas que se rozan sin calor en busca de regalos de último momento que serán abiertos sin placer, con prisa por asistir a una comida de la que no disfrutarán, con seres que hace un año que no ven y que si pudiesen elegir jamás se les ocurriría visitar…

Miró su cara a través del Espejo Humeante. En muchos sentidos es un rostro aguerrido, el de una mujer cuyo cuento de hadas personal nunca tuvo la posibilidad de alcanzar un final feliz. Ha perdido a los padres, al marido y a la hija; ha prosperado gracias al trabajo duro; hace años que ha llorado hasta quedarse sin lágrimas y ya no siente compasión por sí misma ni por nadie. Odia la Navidad y desprecia el Año Nuevo…

Veo todo eso a través del Ojo de Tezcatlipoca Negro. Hago un esfuerzo y vislumbro lo que hay detrás del Espejo Humeante: la gorda sentada delante del televisor come lionesas, que saca de una caja blanca de pastelería, mientras su marido trabaja hasta tarde por tercera noche consecutiva; el escaparate de una tienda de antigüedades y una muñeca con cara de porcelana guardada bajo una campana de cristal; la farmacia en la que una vez entró a comprar pañales y leche para su pequeña; la cara redonda, rígida y para nada sorprendida de su madre cuando acudió a darle la terrible noticia.

Desde entonces ha llegado lejos, muy lejos, pero hay algo en su interior, un vacío que aún gime por algo que vuelva a llenarlo…

– Doce trufas. No, que sean veinte -se corrige.

Como si las trufas marcasen la diferencia. Piensa que, de alguna manera, estas trufas son distintas y que la mujer que se encuentra detrás del mostrador, con el pelo largo y oscuro adornado con cristales y tacones de color esmeralda altísimos y brillantes (zapatos ideales para bailar toda la noche, para saltar, para volar, para lo que sea menos para caminar), también es diferente, no como el resto de los que están en el local, sino curiosamente más viva y real…

Sobre el cristal del mostrador hay una mancha oscura porque de las trufas ha caído cacao. Con la yema del dedo es fácil trazar la señal del Uno Jaguar, el aspecto felino de Tezcatlipoca Negro, en el chocolate en polvo. Medio hipnotizada por los colores y el aroma, madame contempla esa mancha mientras envuelvo la caja y me tomo mi tiempo con el papel y las cintas.

Entonces entra Anouk, en el momento justo, con el pelo alborotado y muerta de risa por algo que Rosette ha hecho; madame levanta la cabeza y de pronto su rostro se queda flácido.

¿Es posible que reconozca algo? ¿Acaso la vena de talento tan rica en Vianne y en Anouk ha dejado vestigios aquí, en el origen? Anouk le dedica su sonrisa más radiante. Madame hace lo propio, al principio con dudas, pero a medida que la conjunción de la Luna de Sangre con la Luna del Conejo se suma al influjo del Uno Jaguar, su rostro pastoso se vuelve casi bello ante tanta ansia.

– Y esta, ¿quién es?

– Es mi pequeña Nanou.

No necesito decir nada más. No se sabe si madame ve o no algo familiar en la niña o si, simplemente, lo que la fascina es la propia Anouk, con su cara de muñeca holandesa y su melena bizantina. La mirada de madame se ha iluminado de repente y cuando le propongo que se quede a beber una taza de chocolate (y tal vez a probar una de mis trufas especiales, invitación de la casa) acepta sin rechistar, se sienta ante una de las mesas decoradas con impresiones de las manos y mira con una intensidad que supera con creces el mero anhelo mientras Anouk entra y sale del obrador, saluda a Nico cuando pasa por la puerta y le dice que entre a tomar una taza de té, juega con Rosette y la caja de botones, menciona el cumpleaños de mañana, sale corriendo a ver si nieva, entra a la carrera, estudia los cambios en la casa de Adviento, reacomoda una o dos figuras decisivas, vuelve a ver si nieva…, nevará, debe nevar al menos en Nochebuena, ya que la nieve es casi lo que más le gusta…

Es hora de cerrar la chocolatería. En realidad, han pasado veinte minutos desde la hora habitual de cierre cuando madame parece librarse de su embotamiento.

– Tiene una cría encantadora -comenta mientras se pone en pie, se quita los restos de chocolate del regazo y mira con nostalgia la puerta del obrador, que Anouk ya ha atravesado llevándose consigo a Rosette-. Juega con la otra como si fuese su hermana.

Ese comentario me lleva a sonreír, pero no aclaro la situación.

– ¿Tiene hijos? -inquiero.

Madame parece titubear, pero finalmente asiente y responde:

– Una hija.

– ¿La verá esta Navidad?

Vaya con la angustia que semejante pregunta desencadena involuntariamente. La detecto en sus colores: una franja de blanco brillante y puro que, como si fuera un rayo, atraviesa los demás.

Niega con la cabeza, pues no sabe si será capaz de hablar. Incluso ahora, después de tantos años, la emoción tiene la capacidad de sorprenderla por su inmediatez. ¿Cuándo se suavizará, como tantas personas dicen que ocurrirá? De momento no ha amainado…, no se ha calmado ese dolor que supera todo los demás y que logra que esposo, amante, madre y amigos se vuelvan insignificantes ante el abismo desolador que representa la desaparición de un hijo.

– La perdí -admite con voz queda.

– Lo siento muchísimo.

Apoyo mi mano en su brazo. Llevo manga corta y mi pulsera, cargada de pequeños dijes, tintinea pesadamente. El brillo de la plata llama su atención…

El dije del gato se ha oscurecido con el paso del tiempo y se parece al Uno Jaguar de Tezcatlipoca Negro más que a la baratija que antaño fue.

Madame lo ve, se pone rígida y casi en el acto piensa que es absurdo, que semejantes coincidencias no existen, que solo se trata de una barata pulsera de dijes y que no puede tener nada que ver con aquel brazalete de bebé perdido hace muchos años ni con el minino de plata…

Bueno, ¿y si tuviera que ver?, se pregunta. A veces te enteras de este tipo de cosas, no siempre a través del cine, sino en la vida real…

– Lle-lleva una pul-pulsera in-interesante. -Le tiembla tanto la voz que le cuesta pronunciar las palabras.

– Gracias, hace años que la tengo.

– ¿De verdad?

Muevo afirmativamente la cabeza.

– Cada uno de los dijes me recuerda algo. Este lo tengo desde que murió mi madre…

Señalo un dije con forma de ataúd. De hecho, procede de México, debió de tocarme en alguna piñata, y sobre la tapa de la caja hay una crucecita negra.

– ¿Ha dicho su madre?

– Así la llamaba, aunque lo cierto es que no conocí a mis padres biológicos. Esta llave corresponde a mis veintiún años… Y este gato es mi dije más antiguo y el que me ha traído más suerte. Me parece que lo he tenido toda la vida, incluso antes de que me adoptasen.

Casi paralizada, madame me clava la mirada. Es imposible, sabe que lo es, pero una faceta menos racional de su persona insiste en que los milagros y la magia existen. Es la voz de la mujer que antaño fue, la misma que, con solo diecisiete años, se enamoró de un hombre de treinta y dos que le dijo que la quería y le creyó.

¿Qué hay de la niña? ¿Reconoció algo en ella, algo que tironea su corazón y lo desgarra como un gatito que juguetea con un ovillo de hilo?

Algunas personas, como yo, son cínicas de nacimiento. Claro que si eres creyente nunca dejarás de serlo. Percibo que madame pertenece a esta última categoría; mejor dicho, lo he sabido desde que vi las muñecas con cara de porcelana en el vestíbulo de Le Stendhal. Es una romántica envejecida, amargada, desilusionada y, por consiguiente, más vulnerable; basta una sola palabra mía para que su piñata se abra como una flor.

¿He dicho palabra? Quería decir un nombre, por supuesto.

– Madame, tengo que cerrar. -La conduzco delicadamente hacia la puerta-. Si quiere volver, en Nochebuena damos una fiesta. Si no tiene otros planes, tal vez le apetezca venir una hora.

Me mira con los ojos como estrellas.

– Desde luego que sí -musita-. Muchas gracias. Asistiré.

2


Miércoles, 19 de diciembre


Esta mañana Anouk se fue a la escuela sin despedirse. No debería sorprenderme; es lo que ha hecho a lo largo de esta semana; baja tarde a desayunar, hace un saludo general, coge su cruasán y sale corriendo cuando todavía es de noche.

Anouk es así, la misma que solía lamerme la cara con exuberancia y gritar que me quería en medio de la calle atiborrada de gente, aunque ahora permanece en silencio y está tan ensimismada que me siento desconsolada y helada de miedo; las dudas que me han perseguido desde que nació aumentan a medida que pasan las semanas.

Debo reconocer que está creciendo y que le interesan otras cosas: las amistades de la escuela, los deberes, los profesores, tal vez un amigo especial (¿Jean-Loup Rimbault?) o el dulce delirio del primer enamoramiento. Es posible que también haya otras cosas: secretos susurrados, grandes planes elaborados y cuestiones que tal vez les cuente a sus amigas y que, si su madre las supiese, la llevarían a retorcerse de incomodidad.

Me digo que es normal y, por otro lado, la sensación de exclusión es casi insoportable. Creo que no somos como las demás, me parece que Anouk y yo somos diferentes. Por muy molesto que resulte, ya no puedo pasarlo por alto…

A partir de esa certeza me doy cuenta de que cambio, me vuelvo irritable y crítica ante cualquier nimiedad. ¿Cómo transmitir a mi niña de estío que el tono de mi voz no es de cólera, sino de temor?

¿Mi madre sintió lo mismo? ¿Experimentó esa sensación de pérdida, ese temor incluso mayor que el miedo a la muerte mientras, inútilmente, como todas las madres intentaba paralizar el implacable paso del tiempo? ¿Me siguió como yo sigo a Anouk y se fijó en los hitos abandonados en el camino? Me refiero a los juguetes que ya no usa, a la ropa abandonada, a los cuentos de antes de dormir que no han sido narrados, a todo aquello descartado a su paso, a medida que la niña corre cada vez con más impaciencia hacia el futuro y se aleja de la infancia, se aleja de mí…

Mi madre solía contar un cuento en el que una mujer se desesperaba por tener un hijo pero, como no podía concebir, cierto día de invierno creó una criatura de nieve. La hizo con sumo cuidado, la vistió, la quiso y le cantó hasta que la Reina del Invierno se compadeció y la dotó de vida.

La mujer, mejor dicho, la madre, estaba que no cabía en sí de alegría. Con los ojos embargados por el llanto de la felicidad, dio las gracias a la Reina del Invierno y juró que a su hija jamás le faltaría nada y que, mientras ella viviese, no conocería la pena.

«Mujer, ten cuidado», advirtió la Reina del Invierno. «Los afines se atraen del mismo modo que el cambio llama al cambio y, para bien o para mal, el mundo gira. Mantén a tu criatura lejos del sol y, mientras puedas, haz que te obedezca. Los hijos del deseo nunca se dan por satisfechos, ni siquiera con el amor de madre.»

La madre apenas la escuchó. Se llevó la niña a casa, la quiso y la cuidó tal como había prometido a la Reina del Invierno. Transcurrió el tiempo y, blanca como la nieve, negra como el azabache y hermosa como un diáfano día invernal, la niña creció con velocidad mágica.

Se acercó la primavera, la nieve empezó a derretirse y la Criatura de Nieve se mostró cada vez más insatisfecha. Dijo que quería salir, estar con otros niños y jugar. Como era previsible, al principio la madre se negó, pero no hubo manera de convencerla. Lloró, se entristeció, se negó a comer y, finalmente, la madre accedió a regañadientes.

«No te pongas al sol y jamás te quites el abrigo y el sombrero», advirtió la madre a la pequeña.

«De acuerdo», respondió la niña y se alejó a saltos.

La Criatura de Nieve jugó todo el día. Fue la primera vez que vio a otros niños. Jugó al escondite por primera vez y aprendió juegos de cantar, de batir palmas, de correr y otros. Volvió a casa extraordinariamente cansada, pero más feliz de lo que su madre la había visto hasta entonces.

«¿Mañana puedo salir de nuevo?» La madre accedió con el corazón en un puño, siempre y cuando se dejara puestos el abrigo y el sombrero, y nuevamente la Criatura de Nieve pasó fuera todo el día. Estableció amistades secretas y pactos solemnes; por primera vez se despellejó las rodillas y también regresó a casa con los ojos brillantes y con la pretensión de salir nuevamente al otro día.

La madre protestó porque la niña estaba agotada pero, al final, claudicó. Durante el tercer día la Criatura de Nieve descubrió el gozo embriagador de la desobediencia. Por primera vez en su corta vida faltó a una promesa, rompió una ventana, besó a un chico y se quitó el abrigo y el sombrero al sol.

Transcurrieron las horas. Cayó la noche y, como la Criatura de Nieve no regresaba, la madre salió a buscarla. Encontró el abrigo y el sombrero, pero ni vio ni volvió a ver una sola señal de la Criatura de Nieve, sino un mudo charco de agua que antes no existía.

Debo reconocer que ese cuento nunca fue de mi agrado. De los que narraba mi madre, era el que más me aterraba, no por el cuento propiamente dicho, sino por su expresión, el temblor de su voz y la forma en que me estrechaba dolorosamente en sus brazos mientras el viento arreciaba desaforadamente en la oscuridad invernal.

Está claro que entonces no sabía por qué se asustaba tanto. Con los años lo he descubierto. Dicen que el mayor temor de la infancia es que los padres te abandonen. Infinidad de cuentos infantiles lo reflejan: Hansel y Gretel, los niños abandonados en el bosque, Blancanieves perseguida por la madrastra…

Soy yo la que ahora está perdida en el bosque. Pese al calor del obrador, tirito y me rodeo los hombros con el jersey grueso de trenzas. Hoy noto el frío, mientras que Zozie sigue vistiendo de verano, con alegre falda estampada, zapatillas de ballet y el pelo recogido con una cinta amarilla.

– Saldré una hora. ¿Te parece bien?

– Por supuesto.

¿Cómo voy a negarme si sigue sin aceptar que le pague un salario?

Por enésima vez me lo pregunto en silencio…

¿Cuál es tu precio?

¿Qué quieres?

El viento de diciembre sopla en la calle, pero no ejerce el menor poder sobre Zozie. La observo mientras apaga las luces del local y tararea al tiempo que cierra los postigos que ocultan el escaparate, en el que los muñecos de pinza de la casa de estuco se han reunido en torno a la escena del cumpleaños mientras fuera, bajo el farol del porche y la nieve de azúcar glaseada, un coro de ratones de chocolate con minúsculas partituras clavadas en las patas canta sin emitir sonido alguno.

3


Jueves, 20 de diciembre


Hoy Thierry volvió a hacer acto de presencia, pero Zozie lo despachó, no sé muy bien cómo. Le debo mucho y es lo que más me perturba. No he olvidado lo que vi el otro día en la chocolatería ni la desagradable sensación de verme a mí misma, la Vianne Rocher que fui, renacida en la persona de Zozie de l'Alba, que emplea mis métodos, pronuncia mis frases y me reta a desafiarla…

Durante el día de hoy la observé furtivamente, tal como he hecho ayer y anteayer. Rosette jugaba tranquila; los aromas mezclados del clavo, la melcocha, la canela y el ron impregnaban el obrador calentito; mis manos estaban cubiertas de azúcar y cacao en polvo, el cazo de cobre resplandecía y el hervidor gorjeaba. Todo me resultó conocido y disparatadamente cómodo a pesar de que una parte de mi ser no estaba tranquila. Cada vez que sonó el timbre, miré hacia el local para comprobar qué pasaba.

Nico se presentó junto a Alice y ambos parecían absurdamente felices. Nico comenta que, pese a su adicción a los macarrones de coco, ha adelgazado. Tal vez un observador casual no notaría la diferencia, ya que está tan orondo y alegre como siempre, pero Alice confirma que ha perdido cinco kilos y que ha tenido que hacer tres agujeros más en el cinturón.

– Es como estar enamorado -comentó con Zozie-. Así se queman calorías o algo por el estilo. Vaya, el árbol es grandioso, de fábula. Alice, ¿quieres un árbol como ese?

No resulta tan fácil oír la voz de Alice pero, al menos, habla y da la sensación de que hoy su rostro menudo y puntiagudo tiene color. Junto a Nico parece una niña, pero una niña feliz, que ya no está perdida y su mirada no se aparta del rostro del grandullón.

Pensé en la casa de Adviento y en las figurillas que, bajo el árbol de Navidad, unen sus manos formadas con limpiapipas.

Luego apareció madame Luzeron, que ahora viene con más frecuencia y que juega con Rosette mientras bebe su café moca. Se la ve más relajada y, bajo el abrigo negro, llevaba un conjunto de jersey y chaqueta de color rojo y acabó arrodillada mientras Rosette y ella hacían rodar solemnemente por el suelo un perro de madera.

A continuación Jean-Louis y Paupaul se sumaron al juego, lo mismo que Richard y Mathurin, que se iban de camino a jugar a la petanca; luego llegó madame Pinot, a la que hace seis meses ni se le habría ocurrido entrar, a quien Zozie llama por su nombre de pila (Hermine) y que, como quien no quiere la cosa, pide «lo de siempre».

A medida que la ajetreada tarde transcurría, me conmovió ver que tantos clientes traían regalos para Rosette. Había olvidado que la ven con Zozie mientras yo estoy en el obrador, preparando bombones, pero aun así fue inesperado y me recordó todas las amistades que hemos hecho desde que, hace un mes, Zozie se unió a nosotras.

Madame Luzeron le regaló un perro de madera; Alice, una huevera pintada de verde; Nico se presentó con un conejo de peluche; Richard y Mathurin, un rompecabezas, y Jean-Louis y Paupaul, el dibujo de un mono. Hasta madame Pinot, la de la tienda de la esquina, hizo acto de presencia con una diadema amarilla para Rosette… y para encargar cremitas de violeta, por las que muestra un entusiasmo rayano en la gula. Laurent Pinson apareció como de costumbre, robó azucarillos y, con regocijado desaliento, me informó que la actividad comercial era mínima en todas partes y que acababa de ver a una musulmana con chador caminando por la rue des Trois Frères. Al salir dejó un paquete sobre la mesa y, una vez abierto, descubrimos que contenía una pulsera de dijes de plástico rosa, que probablemente regalan con una revista juvenil, pero a Rosette le encanta incondicionalmente y se niega a quitársela, incluso a la hora del baño.

Cuando estábamos a punto de cerrar, apareció la mujer extraña que estuvo ayer, compró otra caja de trufas y dejó un regalo para Rosette. Fue lo primero que me llamó la atención, ya que no es cliente habitual y ni siquiera Zozie conoce su nombre, pero cuando quitamos el papel de regalo, nuestra sorpresa fue todavía mayor. Contenía una caja con un bebé, una muñeca no muy grande, indiscutiblemente antigua, con cuerpo blando y cara de porcelana, enmarcada por un gorro bordeado de piel. A Rosette le encanta, pero no puedo aceptar un regalo tan generoso de una desconocida, por lo que guardé el bebé en la caja, decidida a devolvérselo cuando regrese, en el caso de que vuelva.

– No te preocupes -dijo Zozie-. Probablemente perteneció a sus hijos o algo por el estilo. Piensa en madame Luzeron y en los muebles de la casa de muñecas…

– Esos objetos solo están en préstamo -puntualicé.

– Yanne, no te pases -continuó Zozie-. No puedes desconfiar de todo. Tienes que dar a los demás la posibilidad de…

Rosette señaló la caja y dijo con el lenguaje de signos:

Bebé.

– Está bien, pero solo por esta noche.

Rosette cacareó quedamente.

Zozie sonrió.

– ¿Te das cuenta? No es tan difícil.

De todos modos, me sentí incómoda. Casi nunca algo es gratis; a la larga, un regalo o un acto bondadoso han de pagarse con la misma moneda. Es lo que me ha enseñado la vida. Por ese motivo ahora soy más cautelosa. También por eso tengo las campanillas colgadas encima de la puerta, para que me adviertan de la llegada de las Benévolas, las mensajeras del crédito pendiente de pago.

Anouk volvió de la escuela, como de costumbre, sin dar indicios de su presencia de no ser por el correteo en la escalera de madera mientras se dirigía a su habitación. Intenté recordar la última vez que me había saludado como antaño: venía a buscarme al obrador, me abrazaba, me besaba y soltaba una andanada de comentarios. Me digo que me he vuelto demasiado quisquillosa, pero hubo una época en la que le habría resultado tan imposible olvidarse de besarme como no acordarse de Pantoufle.

Pues sí, en este momento hasta me alegraría vislumbrar a Pantoufle u oír un comentario, alguna señal de que la niña de estío que conocí no ha desaparecido del todo. Hace días que no lo veo y ella apenas habla conmigo, ya sea de Jean-Loup Rimbault, de sus compañeras, de Roux, de Thierry e incluso de la fiesta, aunque sé lo mucho que ha trabajado para que salga bien: ha redactado invitaciones en trozos de cartón adornados con una ramita de acebo y el dibujo de un mono, copiado menús y planificado juegos.

La observo al otro lado de la mesa y me sorprendo de lo adulta que parece y de lo súbita y perturbadoramente bonita que está con el pelo oscuro, la mirada tempestuosa y el atisbo de los pómulos en el rostro intenso.

La contemplo cuando está con Rosette y veo la manera elegante y solícita en que inclina la cabeza sobre el pastel de cumpleaños bañado con azúcar en polvo amarillo y la pequeñez peculiarmente conmovedora de las manitas de Rosette entre las suyas. Sopla las velas, Rosette, dice. No, no babees. Se hace así.

Me percato de que la miro cuando está con Zozie…

Ay, Anouk, que rápido ocurre ese paso súbito de la luz a la oscuridad, de ser el centro del mundo de alguien a convertirse en nada más que un detalle en los márgenes, una figura entre las sombras, casi nunca estudiada y apenas vista…

A última hora de la noche regresé al obrador y puse a lavar las prendas con las que Anouk había ido a la escuela. Durante unos instantes las acerqué a mi cara, como si conservasen una parte de su persona que yo he perdido. Huelen al exterior, al incienso que Zozie quema en su habitación y al aroma a galletas y a malta del sudor de Anouk. Me siento como una mujer que registra la ropa de su amado en busca de indicios de infidelidad…

En el bolsillo del tejano encuentro algo que se le ha olvidado quitar. Es un muñeco construido con una pinza de madera para tender la ropa, la misma clase de muñeco que ha confeccionado para el escaparate. Lo miro con atención y reconozco a quién representa; veo las marcas trazadas con rotulador, los tres pelos rojos atados alrededor de la cintura y, si entorno los ojos, el brillo que lo rodea, tan tenue pero tan conocido que, de lo contrario, se me habría escapado.

Una vez más me dirijo a la casa de Adviento, donde ya está preparada la escena de mañana. La puerta abierta da al comedor y todos se han reunido alrededor de la mesa, donde están a punto de servir el pastel de chocolate. También hay minúsculas velas y platos y vasos diminutos; estudio la escena con más atención y reconozco a casi todos los presentes: Nico el Gordo, Zozie, la pequeña Alice con las grandes botas, madame Pinot con su crucifijo, madame Luzeron con su abrigo fúnebre, Rosette, yo e incluso Laurent… y Thierry, que no ha sido invitado, permanece de pie bajo los árboles cubiertos de nieve.

Todos están tocados por ese brillo dorado…

Algo tan pequeño…

Algo tan descomunal.

Pienso que un juego no hace daño a nadie. Los juegos sirven para que los niños den sentido al mundo y los cuentos, incluso los más terroríficos, son los medios a través de los cuales aprenden a afrontar la pérdida, la crueldad, la muerte…

En este pequeño cuadro hay algo más: la familia y los amigos de la escena alrededor de la mesa, las velas, el árbol y el tronco de chocolate se encuentran en el interior de la casa. La escena del exterior es distinta. En el suelo y en los árboles se ha acumulado una tupida nevada con forma de azúcar en polvo. El lago de los patos está congelado, los ratones de azúcar con las partituras han desaparecido y de las ramas de los árboles cuelgan carámbanos largos y asesinos, realizados con azúcar y afilados como astillas de cristal.

Thierry está de pie bajo esas ramas y un muñeco de nieve de chocolate oscuro y grande como un oso lo observa amenazadoramente desde la cercana arboleda.

Estudio con más atención el pequeño muñeco de pinza. Por extraño que parezca, guarda una gran semejanza con Thierry: la ropa, el pelo, el móvil y hasta su expresión, representada por un trazo ambivalente y un par de puntos a modo de ojos.

También hay algo más: una espiral dibujada con la yema de un dedo pequeño en la nieve de azúcar. La he visto antes en la habitación de Anouk: trazada en su tablón, dibujada a lápiz en un cuaderno y reproducida cien veces con botones y piezas de rompecabezas en este suelo, ahora lustroso gracias a ese encanto innegable…

Comienzo a entender: las señales marcadas bajo el mostrador, las bolsitas medicinales colgadas sobre la puerta, la reciente afluencia de clientes, las amistades que hemos hecho, todos los cambios que se han producido durante las últimas semanas. Esto es mucho más que un juego infantil, se parece a una campaña secreta por un territorio que yo ni siquiera sabía que estaba en disputa.

¿Quién es el general que lidera esta campaña?

¿Hace falta que lo pregunte?

4


Viernes, 21 de diciembre.

Solsticio de invierno


El último día de clase siempre es una locura. En lugar de estudiar nos dedicamos a jugar y a poner orden; hay fiestas, pasteles y felicitaciones navideñas; los profesores que durante el curso no han sonreído recorren las aulas con pendientes navideños de fantasía y gorros de Papá Noel y a veces hasta reparten caramelos.

Chantal y compañía guardan las distancias. Desde su regreso, que se produjo la semana pasada, no han sido ni la mitad de populares que antes. Tal vez tiene que ver con la tiña. A Suze vuelve a crecerle el pelo, aunque todavía no se quita el gorro para nada. Supongo que Chantal está bien, pero Danielle, que soltó esos insultos sobre Rosette, ha perdido casi todo el pelo y también las cejas. Es imposible que sepan que fui yo pero, de todos modos, ni se me acercan, como las ovejas ante una valla electrificada. Se acabaron los juegos del «bicho feo», las trastadas, los chistes sobre mi melena y las visitas a la chocolatería. Mathilde oyó que Chantal le comentaba a Suze que soy «espeluznante». Jean-Loup y yo reímos mogollón: «espeluznante». Venga ya, ¿cuán imperfecta puedes ser?

Solo faltan tres días y aún no hay señales de Roux. Lo he buscado toda la semana, pero nadie lo ha visto. Hoy incluso fui a la pensión en la que se hospedaba y no hallé indicios de que hubiera nadie; la rue de Clichy no es un lugar en el que apetezca quedarse, sobre todo cuando oscurece y los enfermos acaban tirados en las aceras y los borrachos duermen en los portales cerrados con persianas metálicas.

Di por supuesto que anoche vendría, aunque solo fuese por el cumpleaños de Rosette, pero no ha sido así. Lo echo muchísimo de menos. No dejo de pensar que algo está mal. ¿Mintió cuando dijo que tenía un barco? ¿Falsificó el cheque? ¿Se ha ido para siempre? Thierry dice que más le vale largarse si sabe lo que le conviene. Zozie dice que tal vez sigue en París, escondido en algún lugar cercano. Mamá no dice nada.

Le conté a Jean-Loup todo el lío de Roux y Rosette. Le expliqué que Roux es mi mejor amigo y que tengo miedo de que se vaya para no volver, así que me besó y declaró que era mi amigo.

Solo fue un beso, nada del otro mundo, pero ahora estoy temblorosa y picajosa, como si alguien tocara el triángulo o algo por el estilo en mi estómago, y me parece que tal vez…

¡Anda ya, tío!

Jean-Loup dice que debería hablar con mamá y aclarar la situación, pero últimamente está muy ocupada, a veces durante la cena permanece muda y me mira con tristeza y desilusionada, como si yo hubiese tenido que hacer algo y lo cierto es que no sé cómo mejorar la situación…

Tal vez por eso hoy me escapé. Había pensado en Roux, en la fiesta y en si puedo confiar en que asista. Saltarse el cumpleaños de Rosette ya es bastante malo, pero si en Nochebuena no viene nada funcionará como lo planificamos, como si él fuera el ingrediente esencial y secreto de una receta que de otra forma es imposible preparar. Si las cosas no ocurren como deben, nada volverá a ser como antes y es necesario, es imprescindible que lo sean, sobre todo ahora…

Esta noche Zozie tuvo que salir y a mamá no le quedó más remedio que trabajar hasta tarde. Le han hecho tantos encargos que apenas puede con todo, así que para cenar calenté una lata de espaguetis y subí el plato a mi habitación para que mamá dispusiese del espacio para trabajar.

Eran las diez cuando me acosté, pero no podía dormir y bajé al obrador a beber un vaso de leche. Zozie no había vuelto y mamá preparaba trufas de chocolate. Todo olía a chocolate: el vestido de mamá, su pelo y hasta Rosette, que jugaba en el suelo de la cocina con un trozo de pasta y varios cortapastas.

Todo parecía muy seguro y archiconocido. Tendría que haber sabido que se trataba de un error. Tuve la sensación de que mamá estaba cansada y agobiada; golpeaba la pasta de las trufas como si fuera masa de pan y cuando bajé apenas me miró.

– Anouk, date prisa -aconsejó-. No quiero que estés despierta hasta tan tarde.

Me dije que Rosette solo tiene cuatro años y que a ella la deja quedarse hasta las tantas…

– Estamos en vacaciones -me defendí.

– No quiero que enfermes -precisó mamá.

Rosette tironeó de la pernera de mi pijama pues quería mostrarme las figuras de pasta.

– Rosette, han quedado muy bien. ¿Quieres que las cocinemos?

Rosette sonrió y con señas expresó que sí.

Pensé que podía considerarme afortunada de contar con Rosette, que siempre está feliz y sonriente, lo que la diferencia de los demás. Cuando crezca viviré con ella; podríamos alojarnos en una casa flotante, como Roux, comer salchichas directamente sacadas del envase, preparar hogueras a la vera del río y Jean-Loup viviría cerca…

Encendí el horno y cogí una asadera. Las figuras de Rosette estaban muy sobadas pero, una vez cocinadas, no tendría la menor importancia.

– Las asaremos dos veces, como los bizcochos -propuse-,y las colgaremos del árbol de Navidad.

Rosette rió, ululó a las figuras a través de la puerta de cristal del horno y les indicó por señas que se cocieran rápido. Esa actitud me hizo reír y durante un minuto pensé que estaba todo bien, como si una nube se hubiese deshecho. En ese instante mamá tomó la palabra y la nube se recompuso.

– He encontrado algo tuyo -afirmó sin dejar de aporrear la pasta para trufas.

Me pregunté qué había encontrado y dónde; seguramente fue en mi habitación y en mis bolsillos. A veces sospecho que me espía. Siempre sé si ha registrado mis cosas porque hay libros cambiados de sitio, papeles desplazados y juguetes guardados. No sé qué busca; de momento, no ha dado con mi escondite especial y secreto. Se trata de una caja de zapatos metida en el fondo del armario y contiene mi diario, varias fotos y otras cosillas que no quiero que nadie vea.

– Esto es tuyo, ¿no? -Abrió uno de los cajones del obrador y retiró el muñeco de pinza de Roux, que yo había olvidado en el bolsillo del tejano-. ¿Lo has hecho tú? -Asentí-. ¿Para qué?

Permanecí unos segundos en silencio. ¿Qué podía contestar? Por mucho que hubiese querido, no sé si habría sido capaz de explicarlo. Lo había hecho para que todo volviese a su sitio, para recuperar a Roux, mejor dicho, no solo a Roux…

– ¿Lo has visto? -quiso saber mamá. No respondí porque ella ya conocía la respuesta-. Anouk, ¿por qué no me lo dijiste?

– Veamos, ¿por qué no me dijiste que es el padre de Rosette?

Mamá quedó petrificada.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Nadie.

– ¿Fue Zozie? -Negué con la cabeza-. ¿Quién te lo ha contado?

– Lo deduje.

Mamá dejó la cuchara a un lado del cuenco y se sentó lentamente. Permaneció tanto rato en silencio que por el olor me di cuenta de que las figuras empezaban a quemarse en el horno. Rosette seguía jugando con los cortapastas y los apilaba. Son de plástico y en total hay seis, cada uno de un color: un gato morado, una estrella amarilla, un corazón rojo, una luna azul, un mono naranja y un diamante verde. De pequeña yo también jugaba con ellos, preparaba galletas de chocolate y figuras de pan de jengibre y las decoraba con azúcar blanco y amarillo, que espolvoreaba con ayuda de una manga.

– Mamá, ¿te pasa algo?

Permaneció en silencio unos segundos más, me miró con esos ojos oscuros como la eternidad y finalmente inquirió:

– ¿Se lo has dicho?

No respondí…, ni falta que hacía. Lo vio en mis colores tal como yo en los suyos. Quería decirle que se tranquilizase, que no era necesario que me mintiera, que ahora yo estaba al tanto de todo y podía ayudarla.

– Veamos, ahora al menos sabemos por qué se ha ido.

– ¿Supones que se ha ido? -pregunté, y mamá se limitó a encogerse de hombros-. ¡No es posible que se haya ido por eso!

Mamá esbozó una sonrisa cansina y levantó el muñeco de pinza, que resplandeció con la señal del Viento del Cambio.

– Mamá, solo es un muñeco.

– Nanou, di por hecho que confiabas en mí.

En ese momento vi sus colores: grises tristes y amarillos ansiosos, como los viejos periódicos que alguien amontona antes de tirarlos. También vi en qué pensaba mamá; mejor dicho, detecté ráfagas, como si hojeara un álbum de pensamientos: una foto mía a los seis años, sentada a su lado en una encimera de cromo, ambas sonriendo como locas y con un vaso alto de chocolate caliente y cremoso y dos cucharillas en el medio; un libro de cuentos ilustrados sobre una silla; un dibujo mío con dos personas de líneas inciertas que podríamos ser mamá y yo, ambas sonrientes de oreja a oreja, de pie bajo un árbol de caramelo rojo; yo pescando desde el barco de Roux; yo en el presente corriendo con Pantoufle, corriendo hacia algo que jamás alcanzaré…

Y algo, acaso una sombra, sobre nosotras.

Me aterrorizó verla tan asustada. Quise confiar en ella, decirle que no se preocupase, que en realidad nada se había perdido porque Zozie y yo lo recuperaríamos…

– ¿Qué recuperaréis?

– Mamá, no te preocupes. Sé lo que hago. Esta vez no se producirá un Accidente.

Aunque sus colores llamearon, mantuvo la expresión serena. Me sonrió y se dirigió a mí lenta y pacientemente, como si hablase con Rosette:

– Nanou, presta atención. Esto es muy importante. Tengo que saberlo todo.

Tuve mis dudas. Había prometido a Zozie que…

– Anouk, confía en mí, tengo que saberlo -insistió.

Intenté explicarle el sistema de Zozie, los colores, los nombres, los símbolos mexicanos, el Viento del Cambio, las lecciones en el cuarto de Zozie; la forma en la que yo había ayudado a Mathilde y a Claude y el modo en el que habíamos logrado que por fin la chocolatería saliese adelante; lo de Roux, los muñecos de pinza y lo que Zozie había dicho acerca de que los Accidentes no existen, que solo hay gente corriente y gente como nosotras.

– Dijiste que no era magia de verdad -añadí-, pero Zozie aseguró que debemos utilizar lo que tenemos. No podemos fingir que somos como las demás. Ya no tendremos que escondernos…

– A veces esconderse es la única salida.

– No, a veces puedes luchar.

– ¿Luchar? -preguntó mamá.

Le conté lo que había hecho en el liceo y lo que Zozie dijo sobre volar con el viento, aprovecharlo y no tener miedo. Finalmente le hablé de Rosette y de mí, de que habíamos invocado el Viento del Cambio a fin de recuperar a Roux y volver a ser una familia.

Al oír ese comentario mamá pegó un respingo, como si se hubiese quemado.

– ¿Y Thierry? -preguntó.

Bueno, había que prescindir de Thierry. Seguramente mamá lo sabía.

– ¿Ha pasado algo malo? -quise saber.

Me inquieté. Tal vez hice que ocurriera algo malo, pensé. Si Roux falsificó el famoso cheque, tal vez ese fue el Accidente. Quizá tiene que ver con lo que afirma mamá: todo tiene su precio y hasta la magia ha de poseer una reacción igual y opuesta, como explica monsieur Gestin en las clases de física…

Mamá se acercó a la cocina.

– Haré chocolate caliente. ¿Quieres?

Negué con la cabeza.

Preparó el chocolate: lo ralló sobre la leche caliente e incorporó nuez moscada, vainilla y una vaina de cardamomo. Era muy tarde, casi las once, y Rosette prácticamente se había quedado dormida en el suelo.

Pensé fugazmente que todo estaba resuelto y me alegré de haber aclarado las cosas con mamá porque detesto tener que ocultarle información. Pensé que ahora que sabía la verdad dejaría de tener miedo, podría volver a ser Vianne Rocher y solucionaría la situación para que todo saliese rodado…

Mamá se volvió y supe que me había equivocado.

– Nanou, por favor, acuesta a Rosette. Mañana nos ocuparemos de este asunto.

La miré y pregunté:

– ¿No estás enfadada?

Negó con la cabeza, pero me di cuenta de que lo estaba. Había palidecido, estaba muy quieta y vi sus colores: una mezcla de rojos, naranjas coléricos y aterrados zigzags en gris y negro.

– Zozie no tiene la culpa -añadí. Su expresión me demostró que no estaba de acuerdo-. No se lo dirás, ¿eh?

– Nou, vete a la cama.

Me acosté y permanecí despierta largo rato, atenta al viento y a la lluvia en los aleros; contemplé las nubes, las estrellas y las luces navideñas blancas mezcladas al otro lado del cristal empapado, por lo que, al cabo de un rato, fue imposible distinguir las estrellas verdaderas de las falsas.

5


Viernes, 21 de diciembre


Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que practiqué la adivinación. Valga con una vislumbre accidental o una chispa, como la descarga de electricidad estática al estrechar la mano de un desconocido, pero no hago nada deliberado. Solo veo sus preferidos, eso es todo. Sean cuales sean sus secretos, no quiero conocerlos.

Por otro lado, esta noche debo volver a intentarlo. Aunque incompleto, el relato de Anouk ha bastado para que me diese cuenta de que es necesario. Logré mantener la calma y la apariencia de que controlaba la situación hasta que se acostó, pero ahora oigo el viento de diciembre y las Benévolas están en la puerta…

La baraja del tarot no me sirve. Por mucho que la mezcle, muestra lo mismo, las mismas cartas en otro orden.

El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.

La Muerte, el Colgado, la Torre.

Por eso en esta ocasión utilizo chocolate, técnica que hace años que no aplico. Necesito mantener las manos ocupadas y preparar trufas es tan sencillo que puedo hacerlas a ciegas, por el tacto, calculando la temperatura simplemente por el olor y el sonido del chocolate cobertura fundido.

A su manera es una especie de magia. Mi madre lo despreciaba por considerarlo trivial y una pérdida de tiempo, pero se trata de mi propia magia y mis instrumentos siempre me han dado mejores resultados que los suyos. Está claro que cualquier magia tiene consecuencias, pero me parece que hemos llegado demasiado lejos como para preocuparnos por esto. Me equivoqué al tratar de mentirle a Anouk… y mucho más al intentar engañarme a mí misma.

Trabajo muy despacio y con los ojos entrecerrados. Percibo el olor a cobre caliente; el agua bulle y transmite el aroma del paso del tiempo y del metal. Estos cazos me acompañan desde hace muchos años y conozco sus contornos, las abolladuras que han ganado con el curso de los años y los lugares donde muestran las huellas bruñidas de mis manos en comparación con la pátina más oscura.

Tengo la impresión de que a mi alrededor todo se vuelve más definido. Mi mente está libre, el viento arrecia y, afuera, a la luna del solsticio le faltan pocos días para llegar a llena y monta las nubes cual una boya en plena tormenta.

El agua burbujea, pero no debe hervir. Rallo el bloque de chocolate cobertura en el pequeño cuenco de cerámica. El olor asciende casi de inmediato: el aroma oscuro y arcilloso del chocolate amargo. A esta concentración tarda en fundirse; es un chocolate muy bajo en grasas y, con el propósito de que adquiera consistencia de trufa, a la mezcla tendré que añadir mantequilla y nata. Ahora huele a historia, a las montañas y los bosques de Latinoamericana madera talada, a savia derramada y a humo de la fogata del campamento. Huele a incienso y a pachulí, al oro negro de los mayas y al oro rojo de los aztecas; a piedra, a polvo y a una muchacha con flores en el pelo y un vaso de pulque en la mano.

Es embriagador; al fundirse el chocolate adquiere lustre; del cazo de cobre sube vapor y el aroma se densifica y florece con canela, pimienta de Jamaica y nuez moscada; oscuros matices de anís y café expreso y notas más sutiles de vainilla y jengibre. Está prácticamente fundido. Del cazo se eleva un delicado vapor. Estamos ante el verdadero Teobroma: el elixir de los dioses en forma volátil, en cuyo vapor casi veo…

Una niña baila con la luna y un conejo le pisa los talones. Tras ella se encuentra una mujer con la cabeza en sombras, por lo que durante unos segundos parece mirar en tres direcciones…

El vapor se ha vuelto demasiado espeso. El chocolate no debe superar los cuarenta y seis grados. Si se calienta demasiado, se quema y forma vetas. Si está demasiado frío, se blanquea y queda opaco. Después de tantos años no necesito el termómetro para el azúcar; por el aroma y el nivel de vapor sé que nos aproximamos al punto de peligro. Retiro del fuego el cazo de cobre y remojo el cuenco de cerámica con agua fría hasta que la temperatura desciende.

Al enfriarse despide un aroma floral, como de antiguos polvos para la cara a la violeta y a la lavanda. Huele como mi abuela, en el caso de que la tuviera; a trajes de novia cuidadosamente guardados en el desván y a ramos de flores colocados bajo cristal. Ahora prácticamente veo el cristal, una campana redonda bajo la cual se encuentra una muñeca, una muñeca de pelo negro y abrigo rojo rebordeado de piel que, por extraño que parezca, me recuerda a alguien que conozco…

Una mujer de rostro cansado contempla con ansia la muñeca de pelo negro. Me parece que alguna vez la he visto. Tras ella se encuentra otra fémina, con la cabeza casi oculta por el cristal curvo. Tengo la sensación de que la conozco, pero su rostro queda distorsionado por la campana de cristal, de modo que podría ser cualquiera…

Vuelvo a colocar el cuenco de cerámica sobre el agua que burbujea. Ahora debe llegar a los treinta y un grados. Es mi última oportunidad de dar sentido a lo que hago y me tiemblan las manos cuando contemplo el chocolate cobertura fundido. Huele a mis hijas: a Rosette con el pastel de cumpleaños y a Anouk, que a los seis años está sentada en la chocolatería, habla, ríe y organiza…, ¿qué organiza?

Una celebración, el Grand Festival du Chocolat, con huevos de Pascua, gallinas de chocolate y el Papa en chocolate blanco…

Es un recuerdo maravilloso. Aquel año le plantamos cara al Hombre Negro y ganamos…, cabalgamos con el viento, al menos durante una temporada…

No es momento para la nostalgia. Aparto el vapor de la superficie oscura y vuelvo a intentarlo.

Ahora nos encontramos en Le Rocher de Montmartre. La mesa está puesta y nuestros amigos se encuentran presentes. Se trata de otra clase de celebración. Veo a Roux a la mesa; sonríe y ríe con una corona de acebo sobre el cabello rojo, ha cogido a Rosette en brazos, bebe una copa de champán…

Por supuesto no es más que una expresión de deseos. A menudo solo vemos lo que queremos. Durante unos instantes quedo conmovida casi hasta las lágrimas…

Vuelvo a pasar la mano de un lado a otro del vapor.

La celebración ha cambiado. Suenan petardos y bandas que desfilan y todos van vestidos de esqueletos; es el Día de los Muertos, los niños bailan por las calles con farolillos de papel en los que han pintado rostros demoníacos, hay calaveras de azúcar sujetas a palotes y la Santa Muerte desfila con sus tres caras mirando en todas direcciones…

¿Qué tiene que ver conmigo? Aunque mi madre soñaba con ir, nunca llegamos a Latinoamérica, ni siquiera a Florida…

Extiendo la mano para dispersar el vapor y entonces la veo: una cría de ocho o nueve años, con el pelo pajizo, camina de la mano de su madre entre el gentío. Percibo que son distintas a los demás, hay algo en su piel y en sus cabellos, y lo miran todo con asombro casi olvidado: los bailarines, los diablos, las piñatas pintadas que cuelgan de palos largos y puntiagudos, de cuyas colas salen petardos…

Paso nuevamente la mano por encima de la superficie del chocolate. Ascienden zarcillos de vapor y huelo a pólvora; es un aroma peligroso, cargado de humo, fuego y turbulencias…

Veo otra vez a la cría, que juega con un grupo de niños en un callejón, frente a la fachada de una tienda a oscuras. De la puerta pende una piñata: un fabuloso tigre de rayas rojas, amarillas y negras. Los niños gritan que hay que golpearla y le dan con palos y piedras, pero la niña se contiene. Cree que dentro de la tienda hay algo, algo…, algo más atractivo.

¿Quién es la cría? Francamente, no lo sé, pero me apetece seguirla al interior de la tienda. Del marco de la puerta cuelga una cortina de tiras multicolores de plástico. La niña extiende la mano, en cuya muñeca luce una delgada pulsera de plata; vuelve la vista hacia el sitio donde los niños intentan romper la piñata del tigre, atraviesa la cortina y entra en la tienda.

«¿Te gusta mi piñata?» La voz procede de un rincón de la tienda. Pertenece a una anciana, a una abuela; no, a una bisabuela, a una mujer tan vieja que, para la pequeña, podría tener cien o mil años. Semeja una bruja de libro de cuentos a causa de las arrugas, la mirada y las manos nudosas. Sujeta un vaso y de su interior llega hasta la cría un olor extraño, fuerte y embriagador.

A su alrededor, en los estantes de la tienda hay frascos, botes, botellas y calabazas; del techo cuelgan raíces secas, que despiden olor a sótano, y por todas partes hay velas encendidas, de modo que las sombras hacen muecas y bailotean.

Desde un estante alto una calavera observa lo que tiene a sus pies.

Al principio la niña supone que se trata de una calavera de azúcar, como las demás, pero ya no está tan segura. Delante de ella, en el mostrador, hay un objeto negro de aproximadamente un metro de largo…, más o menos del tamaño del ataúd de un niño.

Parece una caja de cartón piedra, pintada de negro mate salvo la señal, que casi parece una cruz pero no lo es, trazada en rojo sobre la tapa.

Vaya, es como una piñata, piensa la pequeña.

La bisabuela sonríe y le entrega un cuchillo. Es muy viejo, está romo y parece de piedra. La niña lo contempla con curiosidad y vuelve a mirar a la anciana y la extraña piñata.

«¡Ábrela!», la apremia la bisabuela. «Ábrela, es para ti.»

El olor a chocolate se acrecienta. En ese momento se aproxima a la temperatura ideal, el límite de treinta y un grados que el chocolate cobertura no debe sobrepasar. El vapor se espesa, la visión se desdibuja, retiro rápidamente el chocolate del fuego e intento regresar a lo que he visto…

Ábrela.

Huele a eternidad. Desde el interior algo la llama; no es exactamente una voz, sino una zalamería, una promesa…

Es para ti.

¿De qué se trata?

Primer golpe. Se resquebraja y a lo largo aparece una grieta. La niña sonríe al entrever el tesoro que contiene: papel de aluminio, dijes y bombones.

Casi estoy dentro. Un golpe más y…

Por fin aparece la madre de la niña, que aparta la cortina de plástico y, con los ojos cada vez más abiertos, mira hacia el interior. Pronuncia un nombre, su voz suena aguda. La cría no gira la cabeza, ya que está demasiado pendiente de la piñata negra, a la que solo le falta un golpe para liberar secretos…

La madre vuelve a llamarla, pero es demasiado tarde. La cría está absorta en la tarea. La abuela se inclina con impaciencia y cree que casi lo saborea, rico como la sangre y el chocolate.

El cuchillo de piedra cae y produce un ruido sordo. La grieta se ensancha…

Estoy dentro, piensa ella.


El vapor que quedaba ha desaparecido. El chocolate se asentará correctamente y adquirirá un buen brillo y un chasquido placentero. Ya sé dónde he visto con anterioridad a la cría con el cuchillo en la mano…

Supongo que la conozco de toda la vida. Durante años, mi madre y yo huimos de ella, escapamos como gitanos de pueblo en pueblo. Con anterioridad la hemos encontrado en los cuentos de hadas, es la bruja mala de la casa de pan de jengibre, es el flautista, es la Reina del Invierno. Durante un tiempo también la conocimos como el Hombre Negro…, pero las Benévolas tienen infinidad de disfraces y sus bondades se extienden como reguero de pólvora, entonan la canción, hacen resonar los cambios, nos encantan para salir de Hamelín, consiguen que nuestros problemas correteen y tropiecen en pos de esos tentadores zapatos rojos…

Ahora, por fin, veo su rostro. Me refiero a su verdadero rostro, oculto tras toda una vida de encantos, mudable como la luna y voraz, tan voraz… cuando franquea la puerta con sus tacones de bayoneta, se detiene y me mira con esa sonrisa radiante…

6


Viernes, 21 de diciembre


Cuando entré me estaba esperando. Debo reconocer que no me llevé una sorpresa. Hacía días que esperaba una reacción y, si he de ser sincera, ya tocaba.

Por fin ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa. Hace demasiado que interpreto el papel de gata mimosa. Ha llegado el momento de mostrar mi aspecto más feroz, de hacer frente a mi adversaria en su terreno.

La encontré en la cocina, arropada con un chal y con una taza de chocolate que hacía mucho que se había enfriado. Era más de medianoche; todavía llovía e imperaba el olor persistente a algo quemado.

– Hola, Vianne.

– Hola, Zozie.

Ella me mira.

Una vez más estoy dentro.


El único pesar que tengo con relación a las vidas que he robado es el siguiente: actué sigilosamente y mis adversarias no llegaron a conocer ni apreciaron la belleza de su perdición.

Aunque no puedo decir que tuviera demasiadas luces, tal vez mi madre estuvo en un tris de saberlo una o dos veces, aunque en realidad dudo de que lo creyera. Pese a su interés por el ocultismo, no era tan imaginativa, ya que prefirió los rituales carentes de significado a cualquier cosa que se aproximase más a la esencia.

Françoise Lavery que, gracias a su formación, debió de vislumbrar la verdad al final, fue incapaz de captar la elegancia de la situación, la forma en que su vida fue limpiamente recuperada y vuelta a embalar…

Siempre había sido un pelín inestable y, como mi madre, algo tímida, presa natural de una persona como yo. Era profesora de historia antigua, vivía en un piso próximo a la place de la Sorbonne y, como la mayoría de la gente, simpatizó conmigo desde el día en el que, no por puro azar, nos conocimos durante una conferencia celebrada en el Institut Catholique.

Tenía treinta años, unos cuantos kilos de más, era depresiva borderline, carecía de amigos en París, acababa de romper con su novio y buscaba una compañera de piso.

Parecía perfecto: conseguí el trabajo. Me di a conocer como Mercedes Desmoines y me convertí en su protectora y confidente. Compartí su debilidad por Sylvia Plath. Me solidaricé con ella ante la estupidez de los hombres y me mostré interesada en su aburridísima tesis sobre la función que las mujeres desempeñaron en el misticismo precristiano. Al fin y al cabo, es lo que se me da mejor; poco a poco conocí sus secretos, fomenté su tendencia a la melancolía y, llegado el momento, me cobré su vida.

Está claro que no fue un gran desafío. Hay medio millón de mujeres como ella: chicas de cara pálida, pelo pardusco, con buena letra y pésimo gusto en el vestir, que se dedican a ocultar sus decepciones tras el velo de las actividades académicas y el sentido común. Hasta podríamos decir que le hice un favor y, cuando estuvo a punto, incorporé una dosis de algo relativamente indoloro para facilitarle el recorrido.

A partir de ahí bastó con atar un puñado de cabos sueltos, como la nota sobre el suicidio, la identificación, la incineración y otras cuestiones por el estilo, antes de que me desprendiera de Mercedes, recogiese lo que quedaba de Françoise (extractos bancarios, pasaporte, partida de nacimiento) y emprendiera uno de esos viajes al extranjero, de los que siempre hablaba pero nunca materializaba, mientras en París la gente se preguntaba cómo era posible que una mujer se esfumara tan total y eficazmente, sin dejar rastros: ni familia, ni papeles, ni siquiera una tumba.

Meses después reapareció como profesora de inglés en el liceo Rousseau. Para entonces estaba prácticamente olvidada, enterrada bajo una montaña de papeleo. Lo cierto es que a la mayoría de las personas no les importa. El ritmo de la vida es tan vertiginoso que resulta más fácil olvidar a los muertos.

Cuando el final estaba próximo intenté que lo comprendiera. La cicuta es una planta muy útil, fácil de recolectar en verano y vuelve muy manejable a la víctima. La parálisis se produce en cuestión de minutos y luego todo va bien, ya que hay tiempo suficiente para la discusión y el intercambio de pareceres…, en mi caso, debería decir de parecer, ya que Françoise fue incapaz de articular palabra.

Si he de ser sincera, me decepcionó. Deseaba ver su reacción cuando se lo contase y, aunque no puedo decir que esperaba su aprobación, confiaba en que obtendría algo más de una persona con su capacidad intelectual.

Solo recibí incredulidad y el rictus de su cara de mirada fija, que ni siquiera en los mejores momentos había sido bonita, por lo que, de haber sido yo un ser sensible, tal vez habría vuelto a verla en sueños y a oír los estertores que produjo mientras luchaba inútilmente contra el brebaje que se cargó a Sócrates.

Me pareció un buen detalle, pero a la pobre Françoise no le sirvió porque, lamentablemente, descubrió su amor por la vida pocos minutos antes de que tocase a su fin. Una vez más me quedé sin sensación de pesar. Nuevamente había sido demasiado fácil para mí. Françoise no representó un desafío, solo fue un dije de plata de un ratón colgado de mi pulsera, la presa natural de alguien como yo.

Todo lo cual me retrotrae a Vianne Rocher.

Esa sí que es una adversaria digna de mí: ni más ni menos que una bruja y, pese a sus absurdos escrúpulos y a su sentimiento de culpa, poderosa. Tal vez es la única contrincante de las que hasta ahora he encontrado que merece la pena. Aquí está, me aguarda con esa serena certeza en la mirada, y sé que por fin me ve claramente, se percata de mis verdaderos colores, y no existe sensación más agradable que la del primer instante de verdadera intimidad…

– Hola, Vianne.

– Hola, Zozie.

Me siento frente a ella. Da la impresión de que tiene frío, se arropa con el jersey oscuro e informe y los labios le han quedado blancos de tanto apretarlos con palabras sin pronunciar. Sonrío y sus colores se iluminan; me sorprende el afecto que siento ahora que, finalmente, hemos desenfundado las espadas.

En la calle el viento arrecia. Se trata de un viento asesino, cargado de nieve. Esta noche morirán los que duermen en los portales. Los perros aullarán y las puertas se cerrarán de golpe. Los enamorados se mirarán a los ojos y, por primera vez, pondrán mudamente en cuestión sus promesas. La eternidad es mucho tiempo… y aquí, en el callejón sin salida del año, súbitamente parece que la Muerte está muy próxima.

¿No es en eso en lo que consiste la fiesta de las luces invernales, el discreto desafío a la oscuridad? Llamadlo Navidad si queréis, pero todos sabemos que es más antiguo y que debajo de los oropeles, los villancicos, las buenas nuevas y los regalos yace una verdad más lóbrega y visceral.

Se trata de una época de pérdidas esenciales, del sacrificio de los inocentes, de miedo, oscuridad, esterilidad y muerte. Tanto los aztecas como los mayas sabían que, lejos de querer salvar el mundo, sus dioses estaban empeñados en su destrucción y que solo el sacrificio sanguinario los aplacaba durante una temporada…

Permanecimos en silencio, como viejas amigas. Acaricié los dijes de mi pulsera y Vianne clavó la mirada en la taza de chocolate. Finalmente me miró y preguntó:

– Zozie, ¿qué haces aquí?

No fue muy original, pero…, pero para empezar no estuvo mal.

Sonreí y repuse:

– Soy…, soy coleccionista.

– ¿Así lo llamas?

– A falta de un nombre mejor.

– ¿Qué coleccionas?

– Deudas pendientes y promesas debidas.

Tal como imaginaba, se sobresaltó al oír esa respuesta.

– ¿Qué te debo?

– Veamos… -Sonreí-. Por diversas invocaciones, encantos, dijes, trucos, protección, convertir la paja en oro, evitar la mala suerte, llevarme las ratas de Hamelín y, en un sentido amplio, devolverte a tu vida… -Noté que intentaba protestar, pero seguí hablando-. Creo que acordamos que me pagarías en especie.

– ¿En especie? -repitió-. No te entiendo.

Me había entendido perfectamente. Se trata de un asunto muy antiguo y lo conoce bien: el precio del deseo de tu corazón es tu corazón, una vida por otra, el mundo en equilibrio. Si estiras mucho una goma, al final recupera la forma y te golpea la cara.

Podemos llamarlo karma, física o teoría del caos, pero la cuestión es que, si no existe, los postes se inclinan, el suelo tiembla, los pájaros caen del cielo, los mares se convierten en sangre y, sin que te des cuenta, el mundo se acaba.

Como ya sabéis, tengo derecho a cobrarme su vida, pero hoy estoy generosa. Vianne Rocher posee dos vidas y yo solo necesito una. Las existencias son intercambiables y, en este mundo, las identidades pasan de mano en mano como la baraja; las cartas se mezclan, se vuelven a mezclar y se reparten nuevamente. Es lo único que pido: el juego que te ha tocado. Tienes una deuda conmigo. Tú misma lo dijiste.

– Dime, ¿cuál es tu nombre? -preguntó Vianne Rocher.

¿Mi verdadero nombre?

Así es, dioses, ha pasado tanto tiempo que casi lo he olvidado. ¿Qué contiene un nombre? Se usa como una chaqueta. Le das la vuelta, lo quemas, lo tiras y robas otro. El nombre no tiene importancia, lo único que cuenta es la deuda y quiero cobrarla aquí y ahora.

Solo queda un pequeño obstáculo, que responde al nombre de Françoise Lavery. Está claro que cometí un error de cálculo; en la limpieza a fondo se me escapó algo, ya que ese fantasma sigue sin dejarme en paz. Aparece cada semana en los periódicos; afortunadamente, no figura en primera plana, aunque prescindiría encantada de tanta publicidad; esta semana, por primera vez, el artículo no solo habla de fraude, sino de juego sucio. En las vallas y los postes de las farolas de la ciudad han colgado carteles con su foto. Es evidente que, actualmente, no me parezco en nada a ella, pero la combinación de las filmaciones del banco con las de las cámaras de vigilancia podrían acercarlos demasiado y entonces bastaría con incorporar a la mezcla un elemento azaroso para que mis rebuscados planes se fuesen al garete.

Tengo que esfumarme muy pronto y la mejor manera consiste en irme para siempre de París. Vianne, aquí es donde intervienes.

El problema radica en mi desaparición. Verás, Vianne, me gusta estar aquí. Jamás imaginé que me divertiría tanto y obtendría tanto beneficio de una modesta chocolatería. Me gusta en qué se ha convertido este local y le veo un potencial en el que tú nunca creíste.

Tú lo consideraste un escondite y yo lo veo como el ojo de la tormenta. Desde aquí podemos ser el Huracán: podemos causar estragos, moldear vidas y ostentar el poder (que, si lo piensas a fondo, es el verdadero nombre del juego de pelota), para no hablar de ganar dinero, que siempre es un aliciente en el mundo venal de nuestros días.

Cuando hablo de nosotros, obviamente me refiero a mí.

– ¿Por qué Anouk? -preguntó Vianne con tono tajante-. ¿Por qué has incluido a mi hija en esto?

– Porque me gusta.

Al oír esas palabras adoptó expresión desdeñosa.

– ¿Te gusta? La has usado, la has corrompido, le hiciste pensar que eres su amiga…

– Al menos siempre he sido sincera con ella.

– ¿Estás diciendo que yo no lo he sido? Soy su madre.

– Tú eliges a tu familia. -Sonreí-. Más te vale tener cuidado, no sea que me elija.

Vianne pensó unos segundos. Parecía estar tranquila, pero detecté turbulencia en sus colores; vi angustia, confusión y algo más, una suerte de conocimiento que no me gustó nada.

Finalmente Vianne declaró:

– Podría pedirte que te fueras.

Volví a sonreír.

– ¿Por qué no lo intentas? También puedes llamar a la policía o, mejor aún, a los servicios sociales. Estoy segura de que te prestarán todo tipo de apoyo. Probablemente conservan el expediente de tu estancia en Rennes…, ¿o fue en Les Laveuses?

Me cortó de plano:

– ¿Qué es exactamente lo que quieres?

Solo le dije lo que era necesario que supiese. Dispongo de poco tiempo, pero no tiene por qué enterarse. Es imposible que sepa algo de la pobre Françoise, que no tardará en reaparecer convertida en otra. De todos modos, ahora sabe que soy el enemigo. Su mirada fue fría e intensa, estaba pendiente de todo y rió con desdén, aunque un tanto histérica, cuando lancé mi ultimátum.

– ¿Estás diciendo que soy yo la que debe irse? -preguntó.

– Veamos, ¿crees que Montmartre es lo bastante grande como para acoger a dos brujas? -inquirí con gran sensatez.

Su risa sonó a cristal roto y en la calle la voz del viento entonó sus sobrecogedoras armonías.

– Te llevarás un chasco si crees que prepararé el equipaje y huiré solo porque has llevado a cabo unas cuantas invocaciones furtivas a mis espaldas. Debes saber que no eres la primera que lo intenta. Hubo un sacerdote…

– Lo sé.

– ¿Y qué?

Así me gusta. Me agrada ese desafío. Es lo que esperaba. Es tan fácil apoderarse de identidades. En mi época me he apropiado de unas cuantas, si bien la oportunidad de enfrentarme a otra bruja en su terreno, con armas escogidas, y coleccionar su vida, añadirla a mi pulsera con los dijes del ataúd negro y los zapatos de plata…

¿Cuántas veces se tiene una oportunidad semejante?

Me concedo tres días, ni uno más, tres días para ganar o perder. Después será adiós muy buenas, que te vaya bonito, me largaré a pastos nuevos y verdes. El espíritu libre y toda la pesca. Iré donde el viento me lleve. El mundo es grande y está lleno de oportunidades. Estoy convencida de que encontraré algo para poner a prueba mis dones.

Sin embargo, de momento…

– Escucha, Vianne, te concedo tres días, hasta después de la fiesta. Si entonces lías el petate y te llevas lo que puedas, no intentaré detenerte, pero si te quedas no respondo de las consecuencias.

– ¿Por qué? ¿Qué puedes hacer?

– Puedo quedarme con todo, trozo tras trozo. Me refiero a tu vida, a tus amigos, a tus hijas…

Se tensó. Está claro que las niñas son su punto débil. Esas crías, sobre todo nuestra pequeña Anouk, tan llena de talento…

– No pienso irme.

Muy bien, es lo que supuse que dirías. Nadie entrega su vida sin batallar. Hasta la tímida Françoise luchó al final y lo cierto es que de ti espero mucho más. Tienes tres días para resistir, tres días para aplacar al Huracán, tres días para convertirte en Vianne Rocher…, a no ser que yo llegue antes…

7


Sábado, 22 de diciembre


Hasta después de la fiesta. ¿A qué se refiere? No creo que haya fiesta ahora que esa extraña amenaza pende sobre nuestras cabezas. Esa fue la reacción que tuve cuando Zozie subió a acostarse y permanecí en el gélido obrador dispuesta a elaborar mi plan de defensa.

La intuición me dice que tengo que echarla. Sé que podría, pero el efecto que surtiría en mis clientes, para no hablar de Anouk, lo imposibilita.

En cuanto a la fiesta…, bueno, bueno… Soy consciente de que durante las dos últimas semanas la fiesta ha adquirido una importancia mucho mayor de lo que podíamos imaginar. Para Anouk se trata de una celebración de nosotras y una manifestación de expectativas; tal vez seguimos compartiendo la fantasía eterna de que Roux volverá y todo renacerá milagrosamente…

En cuanto a nuestros clientes…, no, me refiero a nuestros amigos…

En los últimos días casi todos han colaborado y traído comida, bebida y adornos para la casa de Adviento: el árbol de Navidad fue donado por la floristería en la que trabaja Alice, madame Luzeron ofreció champán, el restaurante de Nico ha proporcionado cristalería y vajilla y Jean-Louis y Paupaul han traído carne de crianza ecológica; sospecho que la han pagado con lisonjas y con el retrato de la esposa del carnicero.

Hasta Laurent aportó algo (debo reconocer que, básicamente, azucarillos) y es muy positivo volver a ser una comunidad, sentirme incluida, formar parte de algo más amplio que el reducido círculo de la hoguera que creamos para nosotras. Siempre pensé que Montmartre era un lugar frío y sus habitantes, descorteses y desdeñosos, con su esnobismo del Vieux París y su recelo hacia los desconocidos, pero ahora percibo que, debajo de los adoquines, late un corazón. Al menos es lo que me enseñó Zozie. Zozie, la que representa mi papel casi mejor que yo.


Mi madre solía contar un cuento que, como todos sus relatos, trata de sí misma, algo que comprendí demasiado tarde, cuando las dudas que albergué durante los largos meses que desembocaron en su muerte se tornaron demasiado significativas como para pasarlas por alto y me dediqué a buscar a Sylviane Caillou.

Lo que encontré confirmó lo que mi madre había dicho en medio del delirio de sus últimos días. Tú eliges a tu familia, aseveró… y a mí me eligió, con dieciocho meses y de alguna manera suya, como un paquete que se entrega en la dirección equivocada y que reclamó legítimamente como suyo.

Ella no te habría cuidado, había dicho. Fue imprudente. Te dejó marchar.

La culpa la acompañó por los cinco continentes y, con el paso del tiempo, se trocó en miedo. Esa fue la verdadera debilidad de mi madre, ese miedo que toda la vida la hizo correr de aquí para allá. Tuvo miedo de que alguien me cogiera, miedo de que algún día yo conociera la verdad, miedo de haberse equivocado tantos años antes, de haber engañado a una desconocida para arrebatarle la vida y de que, al final, le tocaría pagar…

El relato dice así: Una viuda tenía una hija a la que quería por encima de todo. Vivían en una casita del bosque y, pese a que eran muy pobres, estando juntas se sentían tan felices como nadie en este mundo lo ha sido ni lo será.

Eran tan dichosas que la Reina de Corazones, que vivía cerca, se enteró de su existencia, sintió envidia y se preparó para cobrarse el corazón de la hija porque, pese a que tenía mil pretendientes y más de cien mil esclavos, siempre quería más y sabía que no estaría tranquila si existía un solo corazón entregado a otro ser.

De modo que la Reina de Corazones se dirigió sigilosamente a la casita de la viuda, se escondió entre los árboles y vio que la hija jugaba sola, ya que la vivienda se encontraba a gran distancia de la aldea más próxima y la niña no tenía con quién compartir sus juegos.

La Reina, que de soberana no tenía nada, ya que era una bruja poderosa, cambió su forma por la de un minino negro y, con la cola en alto, salió de entre los árboles.

La niña jugó todo el día con el gato, que brincó, persiguió trozos de cuerda, trepó a los árboles, se acercó a la llamada de la niña, comió de su mano y fue, sin duda, el más juguetón y perfecto de los gatitos.

Pese a los ronroneos y los pavoneos, el gato no pudo robar el corazón de la hija; cuando cayó la noche, la niña entró en casa, donde la madre tenía la cena a punto en la mesa, y la Reina de Corazones aulló su disgusto a la noche, arrancó el corazón a muchas criaturas nocturnas y no se dio por satisfecha, ya que ansió más que nunca el corazón de la niña.

Al segundo día se convirtió en un joven apuesto y acechó a la hija de la viuda, que buscó al gatito entre los árboles. La hija nunca había visto un muchacho, salvo desde lejos, los días de mercado. Este era espléndido en todos los sentidos: pelo negro, ojos azules, fresco como una chica pero totalmente masculino. La niña se olvidó del gatito y, en compañía del joven, caminaron, charlaron, rieron y corretearon por el bosque como gamos en celo.

Al llegar la noche el joven se atrevió a robarle un beso, pero el corazón de la hija siguió perteneciendo a la madre; la Reina cazó gamos, les arrebató el corazón y los comió crudos, pero continuó insatisfecha y anheló más que nunca a la niña.

La mañana del tercer día, en lugar de cambiar de forma, la bruja permaneció cerca de la casa y observó lo que ocurría. Mientras la niña buscaba inútilmente a su amigo del día anterior, la Reina de Corazones no quitó ojo de encima a la madre. La observó mientras lavaba ropa en el río y se dijo que ella lo hacía mejor. La contempló mientras limpiaba la casa y se dijo que ella lo hacía mejor. Cuando anocheció, la Reina de Corazones adquirió la forma de la madre, con su rostro sonriente y sus manos delicadas. Cuando la niña regresó, se encontró con que la recibieron dos progenitoras.

¿Qué podía hacer la verdadera madre? La Reina de Corazones la había estudiado, había copiado cada uno de sus gestos y peculiaridades impecablemente bien. Hiciera lo que hiciese, la bruja lo hacía mejor, más rápido y de una forma más perfecta.

La madre puso otro plato en la mesa para la visitante.

«Yo prepararé la cena», propuso la Reina. «Sé cuáles son tus preferencias.» «Ambas prepararemos la cena y luego mi hija decidirá…», puntualizó la madre.

«Querrás decir mi hija», aclaró la bruja. «Creo que sé cómo llegar a su corazón.»

La madre era buena cocinera y jamás se esforzó tanto a la hora de preparar la cena, ni en Pascua ni en Yule. La bruja tenía la magia de su parte y sus encantos eran muy poderosos. La madre conocía las comidas que más gustaban a la niña, pero la Reina sabía cuáles eran las que aún no había descubierto y, una tras otra, las sirvió sin esfuerzo a lo largo de la cena.

La madre comenzó por una sopa de invierno, cariñosamente cocinada en una cacerola de cobre con el hueso que había sobrado de la comida del domingo.

La bruja presentó un caldo ligero, preparado con las chalotas tiernas más dulces que quepa imaginar, aromatizado con jengibre y limonaria y acompañado de trocitos de pan frito tan pequeños y curruscantes que parecieron deshacerse en la boca de la niña.

La madre sirvió un segundo plato: salchichas con puré de patatas; una vianda reconfortante por la que la niña se chiflaba, acompañada de pegajosa confitura de cebollas.

La bruja presentó un par de codornices que toda su vida se habían alimentado de higos; las rellenó con castañas y foiegras, las asó y las sirvió con jugo de granada.

La madre estaba al borde de la desesperación. Sirvió el postre: un sustancioso pastel de manzana preparado según la receta de su madre.

La bruja había hecho un montaje: una fantasía de peladillas en tono pastel, frutas de verano y pastelillos de hojaldre, aromatizada con agua de rosas y crema de melcocha y acompañada de una copa de Château d'Yquem.

«Está bien, has ganado», reconoció la madre y el corazón se le partió con el mismo sonido que el maíz hace en la sartén cuando preparas palomitas.

La bruja sonrió y se acercó a su presa…

La hija no respondió a su abrazo y se desplomó de rodillas en el suelo.

«Madre, no te mueras. Sé que eres tú.»

La Reina de Corazones lanzó un chillido de furia al percatarse de que, en su momento de triunfo, el corazón de la niña todavía no le pertenecía. Gritó tanto y con tanta cólera que la cabeza le estalló como un globo en un día de feria. En su ira definitiva, la Reina de Corazones se convirtió en la Reina de Nada.

En cuanto al final del relato…

Bueno, dependía del estado de ánimo de mi madre. En una versión, la madre sobrevive y la niña y ella viven para siempre en la casita del bosque. En días más sombríos, la madre muere y la niña queda sola con su dolor. Existe una tercera versión en la que, en un último giro de la trama, la impostora prevé el corazón roto de la madre y se desploma, con lo que provoca el juramento de afecto eterno de la niña, mientras la verdadera madre asiste a la situación, sin poder hablar, desechada e impotente mientras la bruja alimenta a la pequeña.

Nunca le conté este cuento a Anouk. Antes me asustaba tanto como ahora. En los relatos hallamos la verdad y, pese a que al margen de los cuentos de hadas a nadie se le ha roto el corazón, la Reina de Corazones es muy real, aunque a veces no se da a conocer con ese nombre.

Anouk y yo ya la hemos enfrentado. Es el viento que sopla cuando el año cambia. Es el sonido que se produce al aplaudir con una sola mano. Es el bulto en el pecho de tu madre. Es la expresión ausente en la mirada de tu hija. Es el grito del gato. Está en el confesionario. Se esconde en la piñata negra. Es, sobre todo, la Muerte: la voraz y vieja Mictecacihuatl en persona, la Santa Muerte, la Comedora de Corazones, la más terrible de las Benévolas.

Ha llegado la hora de volver a enfrentarla. Cogeré mis armas, las que sean, le plantaré cara y lucharé por la vida que tenemos. Claro que para eso necesito ser Vianne Rocher, si es que consigo encontrarla. Me refiero a la Vianne Rocher que se enfrentó con el Hombre Negro en el Grand Festival du Chocolat, la Vianne Rocher que conoce los preferidos de cada persona; la buhonera de dulces sueños, pequeñas tentaciones, delicias, chucherías, trucos, indulgencias menores y magia cotidiana…

Espero encontrarla a tiempo.

8


Sábado, 22 de diciembre


Durante la noche debió de nevar. Tuvo que caer muy poco porque casi en el acto se convirtió en aguanieve gris. De todos modos, por algo se empieza. No tardará en volver a nevar. Se nota en las nubes, tan densas y oscuras por debajo de la colina que prácticamente rozan las agujas de las iglesias. Jean-Loup dice que, aunque parecen más ligeras que el aire, el agua que contiene una de esas nubes llega a pesar millones de toneladas, lo que equivale a un aparcamiento de muchas plantas; se encuentra sobre nuestras cabezas y hoy o mañana caerá con forma de pequeños copos de nieve.

En la colina las navidades se celebran a lo grande. Un Papá Noel gordo se ha sentado en la terraza de Chez Eugène, bebe café a la crema y asusta a los críos. Los artistas también han salido en masa y a la puerta de la iglesia hay una orquestina de universitarios que interpretan himnos y canciones navideñas. He quedado con Jean-Loup y por enésima vez Rosette quería ver el belén, así que la llevé a dar un paseo mientras mamá trabajaba y Zozie se iba de compras.

Aunque ninguna mencionó lo que sucedió anoche, esta mañana ambas tenían buena cara, por lo que deduzco que Zozie debió de ponerle los puntos sobre las íes. Mamá se había puesto el vestido rojo que la hace sentir bien, hablaba de recetas y todo parecía muy alegre y correcto.

Cuando por fin llegué a la place du Tertre con Rosette, vi que Jean-Loup me estaba esperando. Con Rosette todo requiere tiempo, ya sea ponerse el anorak, las botas, el gorro o los guantes, y cuando nos presentamos eran casi las once. Jean-Loup llevaba la cámara, la más grande, la del objetivo especial, y tomaba fotos de las personas que pasaban: turistas extranjeros, niños que miraban el nacimiento, el Papá Noel gordo que fumaba un puro…

– ¡Vaya, pero si eres tú! -exclamó Jean-Louis que, cuaderno de dibujo en ristre, intentaba atraer a una turista.

Por si no lo sabes, las escoge por sus bolsos; tiene una escala móvil de tarifas, basada exclusivamente en el estilo del bolso, y distingue a la perfección las falsificaciones.

«Las que llevan falsificaciones nunca sueltan la mosca», suele decir. «Muéstrame un bonito Louis Vuitton y voy a por todas.» Cuando se lo conté, Jean-Loup rió. Rosette también rió, aunque creo que en realidad no lo entendió. Jean-Loup y la cámara le agradan. Ahora, cuando lo ve, hace el signo que significa «foto». Se refiere a la cámara digital; le encanta posar y ver inmediatamente el resultado en la pantallita.

Jean-Loup propuso que fuéramos al cementerio a ver lo que quedaba de la nevada de anoche, de modo que bajamos los escalones contiguos al funicular y caminamos hasta la rue Caulaincourt.

– Rosette, ¿ves los gatos? -pregunté mientras, desde el puente metálico, mirábamos hacia el cementerio.

Alguien debió de darles de comer porque había más de veinte mininos alrededor de la entrada, donde el nivel inferior del cementerio desemboca en un gran arriate redondo, a partir del cual las largas y rectas avenidas de sepulturas se extienden como los puntos de la brújula.

Bajamos los escalones hasta la avenue Rachel. Con el puente y las pesadas nubes en lo alto, allí estaba oscuro. Jean-Loup aseguró que en esa zona encontraríamos más nieve y tenía razón, ya que cada sepulcro mostraba una boina blanca, pero estaba mojada, acribillada de agujeros y era evidente que no duraría. Rosette adora la nieve, por lo que la cogió con los dedos y rió sin hacer ruido cuando se deshizo.

Entonces me di cuenta de que nos estaba esperando. En realidad, no me sorprendí. Permanecía muy quieto junto a la tumba de Dalida, semejaba una figura tallada en gris y solo el pálido penacho de su aliento demostraba que estaba vivo.

– ¡Roux! -grité, y sonrió de oreja a oreja-. ¿Qué demonios haces aquí?

– Vaya, gracias por las palabras de bienvenida. -Roux sonrió a Rosette, sacó algo del bolsillo y acotó-: Feliz cumpleaños, Rosette.

Era un silbato construido con un trozo de madera y lustrado hasta brillar como la seda.

Rosette lo cogió y se lo llevó a la boca.

– No, así no. Se hace así. -Roux le enseñó y sopló a través de la abertura. Emitió un sonido agudo, mucho más intenso de lo que cabía esperar, y Rosette le dedicó una enorme sonrisa de felicidad-. Le ha gustado -opinó Roux, y miró a Jean-Loup-. Supongo que tú eres el fotógrafo.

– ¿Dónde te habías metido? -quise saber-. Te están buscando…

– Ya lo sé -replicó-. Por eso dejé mi alojamiento.

Roux cogió en brazos a Rosette y le hizo cosquillas. Ella levantó la mano y le acarició el pelo.

– Por favor, Roux, ponte serio. -Lo miré con el ceño fruncido-. La policía ha estado en la chocolatería y dice que falsificaste un cheque. Respondí que se trataba de un error, que tú jamás harías algo semejante…

Tal vez fue por la luz, pero lo cierto es que no logré captar su reacción. La luz de diciembre, las farolas que encendían temprano y las manchas de nieve sobre las lápidas lograron que todo pareciese más oscuro de lo que realmente era. Sea como fuere, no reparé en su expresión. Sus colores eran muy tenues y no supe si estaba asustado, cabreado o sorprendido.

– ¿Vianne piensa lo mismo?

– No lo sé.

– Hay que reconocer que la confianza que me muestra es impresionante, ¿no? -Meneó la cabeza con pesar y noté que sonreía-. Por lo que dicen, la boda se ha suspendido. Debo reconocer que esa noticia no me ha roto el corazón.

– Tendrías que haber sido espía -opiné-. ¿Cómo lo averiguaste tan rápido?

Roux se encogió de hombros.

– La gente habla y yo escucho.

– ¿Dónde estás viviendo? -quise saber.

Estaba enterada de que ya no se alojaba en la pensión y, en todo caso, lo vi más desastrado que la última vez que nos habíamos encontrado, con mal color, sin afeitar y muy cansado. Y ahora volvía a toparme con él en el cementerio…

Hay gente que duerme en el cementerio. El guarda hace la vista gorda mientras no haya problemas, pero a veces ves una pila de mantas, un viejo hervidor, un cubo de basura lleno de madera para la fogata nocturna o una pila de latas oculta en un panteón familiar que ya nadie utiliza; Jean-Loup dice que, por la noche, en ocasiones se ven hasta seis hogueras en diversos puntos del interior del cementerio.

– ¿Duermes aquí? -pregunté.

– Duermo en mi barco -repuso Roux.

En el acto me percaté de que mentía. Tampoco creí que tuviese una embarcación. En ese caso, no estaría aquí ni se habría quedado en la rue de Clichy. No abrió la boca; siguió jugando con Rosette, le hizo cosquillas y provocó su risa mientras la niña emitía sonidos con el nuevo silbato y reía de esa forma silenciosa, tan típicamente suya, con la boca abierta como una rana.

– ¿Qué harás ahora? -quise saber.

– Primero y principal, en Nochebuena tengo que asistir a una fiesta. ¿Lo habías olvidado? -Hizo muecas a Rosette, que rió y escondió la cara detrás de las manos.

Empecé a sospechar que Roux no se tomaba lo suficientemente en serio esa cuestión.

– ¿Vendrás? ¿No será demasiado peligroso?

– Prometí que iría, ¿no? Además, tengo una sorpresa para ti.

– ¿Un regalo?

Roux sonrió.

– Ya lo verás.


Me moría de ganas de contar a mamá que había visto a Roux pero, después de lo de anoche, sabía que debía ser cautelosa. Ahora hay cosas que no me atrevo a decirle por si se enfada o no las entiende.

Desde luego que con Zozie todo es distinto. Hablamos de todo lo habido y por haber. En su cuarto me pongo mis zapatos rojos y nos sentamos en su cama, nos tapamos con la manta peluda y me cuenta historias de Quetzalcóatl, de Jesús, de Osiris, de Mitra y del Siete Ara…, las historias que mamá solía referir y para las que ahora no tiene tiempo. Supongo que rae considera demasiado mayor para los relatos, aunque siempre me dice que debería crecer.

Zozie dice que se le da demasiada importancia a crecer. Dice que nunca se asentará, ya que hay demasiados lugares que todavía no ha visto y no está dispuesta a renunciar a ellos por nadie.

– ¿Ni siquiera por mí? -pregunté esta noche.

Aunque sonrió, tuve la sensación de que la idea la entristeció.

– Ni siquiera por ti, pequeña Nanou.

– Pero no te irás.

Se encogió de hombros.

– Depende.

– ¿De qué depende?

– Para empezar, de tu madre.

– ¿De qué hablas?

Zozie suspiró y replicó:

– No pensaba decirte nada, pero tu madre y yo…, estuvimos hablando y hemos decidido…, mejor dicho, tu madre ha decidido que tal vez ha llegado el momento de que me mude.

– ¿De que te mudes? -repetí.

– Nanou, los vientos cambian.

Esa respuesta fue tan parecida a lo que podría haber dicho mamá que me devolvió a Les Laveuses, a aquel viento y a las Benévolas. Esta vez no recordé, sino que pensé en Ehecatl y en el Viento del Cambio y vi cómo sería todo si Zozie nos dejaba: su cuarto vacío, el polvo en el suelo, todo volvería a ser corriente, simplemente una chocolatería sin nada de particular…

– No puedes irte -aseguré a la desesperada-. Te necesitamos.

Zozie meneó la cabeza.

– Me necesitabais, pero fíjate cómo está todo ahora: el negocio prospera y tenéis muchos amigos. Ya no me necesitáis. En lo que a mí se refiere, debo seguir mi camino y volar con el viento dondequiera que me lleve.

Se me ocurrió una idea espantosa.

– Tiene que ver conmigo, ¿no? Tiene que ver con lo que hemos hecho en tu cuarto. Me refiero a las clases, a los muñecos de pinza y a todo lo demás. Mamá tiene miedo de que, si te quedas, haya otro Accidente.

Zozie se encogió de hombros.

– No te mentiré, pero lo cierto es que no imaginé que se pondría tan celosa… -Me pregunté cómo era posible que mamá sintiese celos de Zozie-. Ya lo sabes. Recuerda que antes era como nosotras, libre de ir donde le venía en gana, pero ahora tiene otras responsabilidades. Ya no puede hacer lo que quiere. Nanou, cada vez que te mira…, bueno, supongo que le recuerdas demasiado a todo aquello a lo que ha tenido que renunciar.

– ¡Pero no es justo!

Zozie sonrió.

– Nadie ha dicho que lo fuera. Tiene que ver con el control. Estás creciendo, desarrollando habilidades y estás a punto de superar la autoridad de tu madre. Por eso se pone ansiosa y se asusta. Cree que te alejo de ella, que te doy cosas que no puede ofrecerte. Nanou, por eso tengo que irme, antes de que ocurra algo que ambas lamentaremos.

– ¿Y la fiesta?

– Si me lo pides, me quedaré hasta entonces. -Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza-. Escucha, Nanou, sé que es difícil, pero quiero que tengas lo que yo nunca tuve. Me refiero a una familia, un hogar, un lugar propio. Si el viento exige un sacrificio, dejemos que sea yo. No tengo nada que perder. Además… -Dejó escapar un ligero suspiro-. Además, yo no quiero asentarme, no quiero dedicar la vida a preguntarme qué hay al otro lado de la colina. Tarde o temprano me habría marchado y este momento es tan oportuno como cualquier otro…

Nos cubrió con la manta. Cerré los ojos con fuerza porque no quería llorar, pero noté un nudo en la garganta, como si me hubiese tragado una patata entera.

– Zozie, yo te quiero…

No le vi la cara porque todavía tenía los ojos cerrados, pero noté que lanzaba un largo y profundo suspiro, como aire atrapado mucho tiempo en una caja cerrada a cal y canto o bajo tierra.

– Nanou, yo también te quiero.

Permanecimos largo rato en esa posición, sentadas en la cama y cubiertas por la manta. El viento volvió a arreciar y me alegré de que en la colina no hubiera árboles porque, tal como me sentía, creo que habría permitido que se desplomasen estrepitosamente si así hubiera logrado convencer a Zozie de que se quedase y al viento de que se cobrara a otra persona.

9


Domingo, 23 de diciembre


¡Qué interpretación! Ya lo decía yo, en otra vida habría ganado una fortuna en la industria cinematográfica. Sin lugar a dudas, convencí a Anouk y las semillas de la duda se desarrollan paulatinamente, lo que en Nochebuena me será de gran utilidad.

No creo que comente con Vianne nuestra charla. Mi pequeña Nanou es reservada y no comparte fácilmente lo que piensa. Por añadidura, su madre le ha fallado, le ha mentido en varias cuestiones y, por si eso fuera poco, ahora desaloja a su amiga…

También es capaz de disimular si la ocasión lo requiere. Hoy estaba algo retraída y dudo mucho de que Vianne se haya dado cuenta. Está demasiado ocupada planificando la celebración de mañana como para preguntarse a qué responde la repentina falta de entusiasmo de su hija o dónde se ha metido mientras ella preparaba los pasteles y el vino especiado.

Yo también tengo planes que cumplir, pero los míos no son culinarios. La magia de Vianne, ya que eso es, resulta demasiado hogareña para mi gusto. Vianne, no creas que no veo lo que haces. El lugar está plagado de seducciones insignificantes: delicias perfumadas a la rosa, milagros y macarrones. Por no hablar de la propia Vianne, con el vestido rojo y una flor de seda carmesí en el pelo.

Vianne, ¿a quién crees que engañas? ¿Para qué te tomas tantas molestias si yo lo hago mucho mejor?

Pasé fuera casi todo el día. Tenía que ver a varias personas y hacer algunos recados. Me desprendí de cuanto quedaba de mis identidades, incluidas Mercedes Desmoines, Emma Windsor y Noëlle Marcellin. Debo reconocer que me causó remordimientos. Todo hay que decirlo y un exceso de lastre te frena; además, ya no las necesito.

Luego llegó la hora de la visita a madame de Le Stendhal, que progresa como yo quiero; a Thierry le Tresset, que ha vigilado la chocolatería de cerca con la vana esperanza de pillar a Roux, y al propio Roux, que ha dejado su guarida frente al cementerio para mudarse al cementerio propiamente dicho, donde tiene como hogar un pequeño panteón familiar.

Me parece que está bastante cómodo. Esos sepulcros se construyeron en una época en la que los difuntos acaudalados reposaban en medio de un lujo inimaginable por los vivos pobres. Con la ayuda de dosis habituales de desinformación, solidaridad, rumores y halagos, para no hablar de dinero contante y sonante y de una variedad constante de mis especialidades, si no he conseguido su confianza y su afecto, al menos he garantizado su presencia en Nochebuena.

Lo encontré en el fondo del cementerio, cerca del muro que lo separa de la rue Jean Le Maistre. Es la zona más alejada de la casa del guarda y allí las tumbas rotas y abandonadas reposan en medio del compost y los cubos de basura; también es el lugar donde los marginados se reúnen alrededor del fuego encendido en un bidón metálico.

Hoy había media docena, arropados con abrigos demasiado grandes y botas tan arañadas y agrietadas como sus manos. Casi todos eran viejos, ya que los muchachos se dedican a ganar dinero en Pigalle, donde siempre hay demanda de jóvenes; uno de los presentes tenía una tos cavernosa que impresionaba.

Me miraron sin interés mientras caminé entre las tumbas abandonadas hacia el corrillo. Roux me recibió con su falta de entusiasmo habitual.

– Tú otra vez.

– Estoy contenta de que te alegres de verme. -Le entregué una bolsa con alimentos: café, azúcar, queso, salchichas del carnicero que hay a la vuelta de la esquina y crepes de alforfón para acompañarlas-. Espero que esta vez no compartas los alimentos con los gatos.

– Gracias. -Finalmente se dignó sonreír-. ¿Cómo está Vianne?

– Está bien y te echa de menos. -Se trata de un modesto halago que nunca falla.

– ¿Y el señor importante?

– Acabará pasando por el aro.

Me las ingenié para convencer a Roux de que Thierry había llamado a la policía como estratagema para recuperar a Vianne. No he ahondado en los detalles de la acusación, aunque le he hecho creer que había retirado la denuncia por falta de pruebas. Le he explicado que, ahora, el único peligro consiste en que, en un ataque de resentimiento, Thierry eche a Vianne de la vivienda de la chocolatería si muestra demasiado rápido su lealtad hacia Roux, por lo que debe tener un poco más de paciencia, esperar a que las aguas vuelvan a su cauce y confiar en que yo consiga que Thierry se atenga a razones.

Entretanto, finjo que creo en la existencia de su barco que, según dice, está amarrado en el port de l'Arsenal. Por muy ficticia que sea, su existencia lo convierte en propietario, en un hombre orgulloso que, lejos de aceptar mi caridad bajo la forma de bolsas de alimentos y monedas, en realidad nos hace un favor a todos al quedarse y vigilar a Vianne.

– ¿Hoy has ido a ver la embarcación?

Roux negó con la cabeza.

– Tal vez más tarde.

Se trata de otra trola que simulo creer. Se supone que va cada día al port de l'Arsenal a echar un vistazo a su barco. Está claro que sé que no es verdad, pero prefiero ver cómo se retuerce.

– Es un consuelo saber que Vianne y las niñas podrán pasar una temporada en tu barco en el caso de que Thierry no atienda a razones. Allí estarán hasta encontrar alojamiento, algo que en esta época del año es bastante difícil…

Roux me miró y echó chispas por los ojos.

– No es eso lo que quiero.

Le dediqué mi mejor sonrisa.

– Por supuesto, pero reconforta saber que la opción existe. Roux, ¿tienes todo listo para mañana? ¿Quieres que te lave la ropa?

Volvió a negar con la cabeza y me pregunté cómo se las había apañado hasta ahora. A la vuelta de la esquina hay una lavandería y duchas públicas cerca de la rue Ganeron. Probablemente es allí adonde va, pensé. Debe pensar que soy tonta.

De todos modos, lo necesito…, aunque no por mucho más. A partir de mañana perderá importancia. Después puede tomar el camino de la perdición como más le plazca.

– Zozie, ¿por qué lo haces?

No es la primera vez que plantea esa pregunta, con un recelo creciente que no hace más que aumentar cada vez que intento seducirlo. Diría que algunos hombres son así, insensibles a mis encantos. De todos modos, ofende. Es tanto lo que me debe y de sus labios ni siquiera ha brotado una palabra de agradecimiento.

– Roux, ya sabes por qué lo hago -repuse, y permití que un toque de aspereza se colara en mi tono-. Lo hago por Vianne y por las niñas. Por Rosette, que se merece un padre. Por Vianne, que no se ha sobrepuesto a vuestra ruptura. Debo reconocer que también lo hago por mí porque, si Vianne se va, yo tendré que hacer lo mismo, pero la chocolatería me gusta, no veo por qué tendría que largarme…

Ese último comentario lo convenció. No podía ser de otra manera. Alguien receloso como Roux desconfía de todo lo que suene a altruismo. Más le vale. Roux solo actúa por egoísmo y está aquí porque cree que puede obtener beneficios, tal vez participación en el lucrativo negocio de Vianne ahora que sabe que Rosette es su hija…

A las tres regresé a la chocolatería y ya había empezado a oscurecer. Vianne atendía a un cliente y cuando entré me miró de arriba abajo, aunque su saludo fue bastante cortés.

Sé qué piensa: ¡gente como Zozie! Si ahora diese a conocer su hostilidad solo se haría daño a sí misma. Ya se ha planteado si mis amenazas de la otra noche se proponían arrastrarla a un ataque irreflexivo o a mostrar prematuramente sus colores y, de esa forma, perder terreno seguro.

La batalla comienza mañana, piensa Vianne. Canapés y frivolidades tan dulces como para tentar a los santos, esas serán sus armas. Es muy ingenua si imagina que responderé de la misma manera. La magia hogareña es un tostón. Preguntad a los niños y comprobaréis que prefieren los malos a los héroes de los libros, las brujas perversas y los lobos famélicos a los príncipes y las princesas edulcorados.

Me juego la cabeza a que Anouk no es una excepción. Ya lo veremos. Adelante, Vianne, ocúpate de tus cacharros y comprueba lo que se consigue con magia hogareña mientras yo elaboro mi propia receta. Según la tradición popular, se llega al corazón a través del estómago.

Personalmente prefiero un ataque más directo.

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