Mentiras

Mi convicción me acompañó desde el comienzo. El mundo era un teatro ideado para engañarme, todas las personas a mi alrededor eran actores del drama. La intención era hacerme creer que todo era auténtico: la tierra, el bosque, los prados, el tractor de Nyman, la aldea, la tienda y el cartero. El mundo tras el Furuberget era un bastidor difuso. Escuchaba sin descanso para descubrir los tonos falsos, esperaba con paciencia a que alguien metiera la pata. Cuando salía de una habitación me daba la vuelta rápidamente en el umbral para poder ver a las personas de dentro como verdaderamente eran. Siempre fracasaba. Durante los inviernos trepaba al montículo de nieve fuera, junto a la ventana del salón, para mirar adentro. Cuando yo no estaba presente la gente se quitaba las máscaras, apoyaban sus cansadas cabezas en sus manos y descansaban. Charlaban en voz baja, por fin en serio, naturales, íntimos, auténticos y verdaderos. Cuando yo entraba todos estaban obligados a regresar a sus incómodos cuerpos, moradas que les desagradaban, con el rostro amargado y lenguas engañosas.

Estaba completamente segura de que todo se me revelaría cuando cumpliera diez años. Entonces todas las personas vendrían a mí por la mañana con sus cuerpos claros y verdaderos y me vestirían de blanco. Sus rostros estarían tranquilos y serían auténticos. Me llevarían en procesión hasta el granero junto al monte bajo, al otro lado del sendero. Ahí el Director esperaría en la entrada, tomaría mi mano en la suya y me conduciría al Reino.

Me contaría cómo era todo en realidad.

A veces yo buscaba el viejo granero. No puedo decir cuántos años tenía, pero mis piernas eran cortas, los pantalones de lana me picaban, el mono de plástico hacía que mis pasos fueran rígidos. Una vez me quedé atrapada en la nieve, enterrada hasta la cintura.

El granero estaba en las profundidades de un bosque de maleza, junto a los restos de un riachuelo seco. El techo se había hundido, las grises paredes de madera destacaban entre el matorral. Un pedazo de la fachada se levantaba, como una señal, hacia el cielo.

La entrada cuadrada se encontraba en la otra fachada; yo me arañaba con las asperezas de la pared al ir hacia ella. El hueco se encontraba un poco alto y me costaba subir.

Dentro, el tiempo se detenía: el polvo en el aire, los oblicuos rayos de luz. La doble sensación de paredes abrigadas y cielo abierto era embriagadora. La luz se filtraba entre las copas del bosque de maleza y los restos del tejado. El suelo también había comenzado a resquebrajarse; debía tener cuidado cuando entraba.

Bajo el suelo estaba la entrada al escenario. Yo lo sabía. En algún lugar debajo de los suaves tablones estaba esperándome la Verdad. Una vez me armé de valor y bajé a ese lugar, investigué el suelo para encontrar el sendero a la luz. Pero sólo encontré paja y ratas muertas.

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