Muerte

Fui a la escuela en un edificio de madera de tres pisos. Cuanto mayores éramos, más arriba recibíamos nuestra enseñanza. Una vez al año, en primavera, toda la escuela tenía que participar en un simulacro de incendio. Las viejas escuelas ardían como yesca en aquellos tiempos y a nadie se le permitía descuidarse o escaparse.

En mi clase había un niño que padecía epilepsia, he olvidado su nombre. Por alguna razón él no podía poner las manos por encima de la cabeza. De cualquier manera, participó en el simulacro de incendio el año después de que terminara la guerra. Recuerdo ese día perfectamente. El sol brillaba con una luz fría y pálida, el viento era fuerte y borrascoso. Odio las alturas, siempre me ha pasado, y estaba paralizada de miedo cuando salí a la plataforma. El mundo a lo lejos parecía zozobrar en el río y yo me agarré a la sujeción. Me di la vuelta poco a poco y miré fijamente a la fachada rojo burdeos, bajé cada peldaño sujetándome con fuerza convulsa. Cuando alcancé el suelo estaba completamente extenuada. Entonces levanté la vista y vi al niño epiléptico descender lentamente por la escalera. Había llegado al último peldaño cuando le oí decir: «Ya no aguanto más». Se tumbó, volvió el rostro hacia la pared y murió delante de nuestros ojos.

Vino la ambulancia y se lo llevó, nunca antes había visto un vehículo así. Yo estaba junto a las puertas cuando lo subieron a una camilla. Estaba como siempre, sólo que algo más pálido, tenía los ojos cerrados y los labios azules. Sus brazos se agitaron un poco por el golpe cuando colocaron la camilla en el coche grande y una última brisa le desenredó los rizos rubios antes de que las puertas se cerraran.

Todavía recuerdo mi sorpresa por no haber sentido ningún miedo. Vi a una persona muerta, no era mayor que yo, y no me afectó. Él no era ni desagradable ni trágico, sólo estaba inmóvil.

Después he pensado muchas veces sobre lo que en realidad hace vivir a una persona. Nuestra mente básicamente no es nada más que sustancia y electricidad. El que yo todavía piense en el niño epiléptico no hace que él aún exista. El está presente aquí, en esta dimensión que llamamos realidad, no en calidad de su propia sustancia, sino como recuerdo.

La cuestión es si podemos herir a la gente de una forma peor que la muerte. A veces sospecho que yo misma he destruido a personas de otra manera distinta a la del profesor que obligó al niño a bajar por la escalera de incendios.

La última cuestión es si yo necesito la absolución y, si es así, de quién.

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