Sábado 18 de diciembre

El sonido la alcanzó durante un extravagante sueño sexual. Ella yacía en una camilla de cristal en un transbordador espacial, Thomas estaba sobre ella y la penetraba. Tres presentadores del programa de radio Studio Sex estaban a su lado y miraban con rostros inexpresivos. Ella tenía muchas ganas de orinar.

– Ahora no puedes ir al baño, estamos saliendo en antena -dijo Thomas y ella vio a través de la ventana panorámica que tenía razón.

La segunda señal sonora desgarró el cosmos y la dejó sudada y sedienta en la oscuridad. Sobre ella flotaba, en la oscuridad, el techo de la habitación.

– ¡Mierda, responde antes de que se despierte toda la casa! -dijo Thomas, enfadado, entre las almohadas.

Ella giró la cabeza y dejó caer la mirada sobre el reloj: las tres y veintidós minutos. La excitación se desvaneció en un suspiro. El brazo, pesado como el plomo, alcanzó el teléfono en el suelo. Era Jansson, el jefe de noche.

– El estadio Victoria ha volado por los aires. Arde como la yesca. El reportero de noche está ahí, pero te necesitamos para la primera edición. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Ella respiró un momento, dejó que la información le calara y sintió cómo la adrenalina le subía por todo el cuerpo como una ola hasta alcanzar el cerebro. «¡El estadio olímpico! -pensó-. Fuego, caos, ¡joder! Al sur de la ciudad. El cinturón Sur o el puente de Skanstull.»

– ¿Cómo está la ciudad, las calles están bien?

La voz sonó más escabrosa de lo que hubiera deseado.

– El cinturón Sur está bloqueado. La salida junto al estadio se ha derrumbado, es lo único que sabemos. El túnel Sur puede estar cortado, así que tendrás que ir por las calles.

– ¿Quién fotografía?

– Henriksson va para allá y los freelance ya han llegado.

Jansson colgó sin esperar respuesta. Annika escuchó durante algunos segundos el murmullo muerto de la línea antes de dejar que el aparato cayera al suelo.

– ¿Qué pasa ahora?

Suspiró silenciosamente antes de responder.

– Algún tipo de explosión en el estadio olímpico. Tengo que ir allí. Seguramente me tomará todo el día -dudó antes de añadir-: Y parte de la noche.

Él susurró algo inaudible.

Annika se apartó cuidadosamente del pringoso pijama húmedo de Ellen. Aspiró el aroma de la niña, dulce en la piel, agrio en la boca donde siempre tenía el dedo gordo, besó su suave cabeza. La niña se movió voluptuosamente, se estiró y se arrebujó, tres años y completamente consciente de sí misma, hasta durmiendo. Con pesadez, movió el brazo y marcó el número directo de la centralita de taxis, abandonó el calor anestesiante de la cama y se sentó en el suelo.

– Necesito un taxi para Hantverkargatan treinta y dos, por favor. Bengtzon. Es urgente. Al estadio olímpico. Sí, sé que está ardiendo.

Se moría de ganas de orinar.


Afuera hacía un frío glacial, por lo menos diez grados bajo cero. Levantó el cuello del abrigo y se cubrió las orejas con el gorro; el fuerte aliento de pasta de dientes la rodeó en un hálito. El taxi apareció en el mismo momento en que la puerta se cerró tras ella.

– Hammarbyhamnen, estadio olímpico -dijo Annika cuando aterrizó con su gran bolso en el asiento trasero.

El taxista le lanzó una mirada a través del espejo retrovisor.

– Bengtzon, Kvällspressen, ¿verdad? -dijo y sonrió inseguro-. Suelo leer sus artículos. Me gustaron sus opiniones sobre Corea, he traído a mis hijos de allí. También estuve en Panmunjom, ¡estaba magníficamente descrito! Cómo están enfrentados los soldados, sin poder hablar nunca unos con otros. Era una buena crónica.

Como de costumbre escuchó el elogio pero no lo admitió, no podía admitirlo. Si lo hiciera podría desaparecer la magia, eso que hace que el texto fluya.

– Gracias, me alegro de que le gustara, ¿cree que se puede ir por el túnel Sur? ¿O es mejor atravesar las calles?

Tenía, como la mayoría de sus colegas, control de la situación. Si ocurría algo en el país a las cuatro de la mañana tenía que hacer dos llamadas: policía y taxi. Así tenía garantizado un artículo para la primera edición, la policía podía confirmar lo que había ocurrido y los taxistas casi siempre eran capaces de ofrecer un relato como si hubieran sido testigos.

– Yo estaba en Götgatan cuando explotó -dijo e hizo un giro en U sobre la línea continua-. ¡Diablos! Las farolas se bambolearon. ¡La leche, ahora han lanzado la bomba! Los rusos están aquí. Llamé por la radio, pensé joder… Dijeron que el estadio Victoria se había ido a tomar por culo. Uno de los nuestros estaba justo al lado cuando explotó, tenía una carrera al club ilegal que hay en las casas nuevas ¿sabe?…

El coche iba veloz hacia el Ayuntamiento al mismo tiempo que Annika pescaba un bloc y un lápiz del bolso.

– ¿Qué le pasó?

– Nada grave, creo. Recibió un trozo de metal que entró por la ventanilla lateral, no le dio por unos centímetros. Un corte en la cara, dijo la radio.

Pasaron el metro de Gamla Stan y se acercaron a Slussen.

– ¿Dónde lo llevaron?

– ¿A quién?

– A su compañero, el del trozo de metal.

– Ah, él; se llama Brattström. Al hospital Sur creo, es el que está más cerca.

– ¿Nombre?

– No lo sé, puedo preguntarlo en la radio… Se llamaba Arne.

Annika cogió el teléfono móvil, se puso el audífono en la oreja y pulsó la tecla 1, programada para Jansson, sentado en la mesa del jefe de redacción. Antes de que el hombre respondiese sabía que era Annika quien llamaba, reconoció su número de móvil en la pantalla del teléfono.

– Un taxista está herido, Arne Brattström, y ha sido conducido al hospital Sur -dijo-. Quizá pudiéramos ir a visitarlo, tenemos tiempo antes de la primera edición…

– Okey -respondió Jansson-. Vamos a investigarlo en el ordenador.

Bajó el auricular y gritó al reportero de noche:

– Mírame a un tal Arne Brattström, controla con la policía si sus parientes han sido informados, luego llama a su mujer, si la tiene.

De vuelta al auricular dijo:

– Hemos conseguido una fotografía aérea. ¿Cuándo llegarás?

– Dentro de siete u ocho minutos, depende de cómo esté acordonado. ¿Qué estáis haciendo ahora?

– Estamos con los hechos, los comentarios de la policía, los reporteros de noche están llamando a la gente que vive enfrente y anotan los relatos, uno de los reporteros está ahí pero se va pronto a casa. Y recapitulamos sobre las otras bombas contra las olimpiadas, el tipo que lanzó los petardos en el estadio de Estocolmo y en el Nya Ullevi cuando Estocolmo presentó su candidatura…

Alguien le interrumpió, Annika sintió la excitación de la redacción incluso estando en el taxi. Se apresuró a decir:

– Llamaré cuando sepa algo más -y colgó.

– La zona de entrenamiento está acordonada -anunció el taxista-. Creo que será mejor tomar la parte trasera.

El taxi torció, bajó por Folkungagatan y voló hacia Värmdöleden. Annika marcó el siguiente número del móvil. Mientras la señal llegaba vio cómo los últimos borrachos de la noche regresaban a casa gritando y tambaleándose. Eran bastantes, más de lo que había creído. Ahora era siempre así, las veces que salía por la ciudad a estas horas siempre había ocurrido un crimen en alguna parte. Había olvidado que la ciudad servía para algo más que el crimen y el trabajo, había olvidado que había otra vida que sólo se vivía de noche.

Una voz cansada respondió al otro lado de la línea Comviq

– Sé que todavía no puedes decirme nada -comenzó Annika-. Dime cuándo tienes tiempo para hablar. Te llamo cuando puedas. Di una hora.

El hombre al otro lado del móvil suspiró.

– Oye Bengtzon… ¡mierda! No sé… llama más tarde.

Annika miró su reloj de pulsera.

– Son las cuatro menos veinte. Escribo en la segunda edición. ¿A las siete y media?

– Sí, sí, está bien. Llama a las siete y media.

– Okey, entonces hablamos luego.

Ahora que tenía una promesa, le sería difícil dar marcha atrás. La policía aborrecía a los periodistas que llamaban en cuanto ocurría algo y querían saberlo todo. Aun cuando la policía tuviera alguna información les era difícil evaluar qué podían decir. A las siete y media ella tendría una serie de observaciones propias, preguntas y teorías y los de la criminal sabrían qué decir. Funcionaría.

– Ya se ve el humo -anunció el taxista.

Ella se inclinó hacia el asiento delantero, miró arriba a su derecha.

– Sí, ¿ha visto?

Delgado y negro, se extendía hacia la pálida media luna. El taxi salió de Varmdöleden y entró en el cinturón Sur.

La autopista estaba cortada cien metros antes de la entrada al túnel y al propio estadio. Otra docena de coches ya estaban parados frente a las barreras. El taxi se detuvo tras ellos, Annika entregó su vale de taxi.

– ¿Cuándo vuelve? ¿La espero? -preguntó el taxista.

Annika, pálida, sonrió.

– No, gracias, esto llevará tiempo.

Recogió el bloc, el lápiz y el móvil.

– ¡Feliz Navidad! -voceó el taxista antes de que ella cerrara la puerta.

«Dios mío -pensó-, todavía queda una semana. ¿Ya hay que empezar a felicitar las Navidades?»

– Igualmente -dijo a la ventanilla trasera del coche.

Sorteó los coches y la gente hasta alcanzar las barreras. No era ningún bloqueo policial. Por éstos sentía respeto. No redujo la marcha cuando saltó las barreras y comenzó a correr por el otro lado. No escuchó los gritos airados a su espalda sino que miró de frente a la gran construcción. Había conducido por aquí muchísimas veces y siempre le fascinaba el enorme trabajo arquitectónico. El estadio Victoria estaba construido en la misma montaña, un vaciado de la pista de esquí de Hammarby. Por supuesto los ecologistas habían puesto el grito en el cielo; lo hacían siempre que había que cortar un árbol. El cinturón Sur continuaba directo a la montaña y bajo el mismo estadio, pero ahora la entrada estaba taponada por grandes bloques de hormigón y unos cuantos coches de bomberos. Las luces giratorias rojas y amarillas del techo de los coches relucían en el resbaladizo asfalto. El graderío norte caía sobre la entrada del túnel como una gran seta, pero ahora estaba desgarrado. La bomba debió estallar justo ahí. La forma circular se abría, destrozada y erizada, bajo el cielo nocturno. Continuó corriendo, pero se dio cuenta de que quizá no llegaría mucho más lejos.

– Oye tú, ¿adónde vas? -gritó un bombero.

– Arriba -contestó ella.

– ¡Está acordonado! -voceó el hombre.

– No me digas -replicó ella-. ¡Cógeme si puedes!

Continuó de frente y luego giró hacia la izquierda. El canal de Sickla estaba congelado a sus pies. Más adelante, al otro lado del hielo, había una especie de soporte de hormigón. Ahí se encaramó a la barandilla y saltó, una caída de un metro. El bolso se desplomó contra su espalda cuando aterrizó.

Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Había estado en el estadio dos veces antes, en una presentación a la prensa el verano pasado y un domingo por la tarde, en otoño, con Anne Snapphane. A su derecha estaba lo que sería la villa olímpica, los apartamentos a medio construir de Hammarby, ciudad lago, donde los atletas vivirían durante las olimpiadas. Las ventanas se abrían negras; todos los cristales del barrio entero parecían haber volado. Enfrente se divisaba una zona de entrenamiento en la oscuridad. A su izquierda se alzaba una pared de hormigón de diez metros de altura. Sobre ella estaba la explanada con la entrada principal al estadio.

Comenzó a correr por el camino, intentando reconocer los sonidos que oía: una sirena a lo lejos, voces lejanas, el silbido de una manguera de agua o quizá un gran ventilador. Las luces rojas de los coches de los bomberos bailaban sobre la pared. Dobló al final y comenzó a subir las escaleras corriendo hacia la entrada al mismo tiempo que un policía empezaba a desenrollar su cinta blanca y azul.

– ¡Vamos a acordonar esto! -gritó.

– Mi fotógrafo está ahí arriba -gritó Annika-. Sólo voy a buscarlo.

El policía la dejó pasar.

«¡Diablos, espero no haber mentido!», pensó ella.

La escalera tenía tres rellanos igual de largos. Cuando llegó arriba jadeó sin querer. Toda la explanada estaba llena de destellantes coches de bomberos y gente corriendo. Dos de los pilares que sostenían la gradería norte se habían desplomado y yacían destrozados sobre el suelo. Había sillas verdes retorcidas por todas partes. Un equipo de televisión acababa de llegar; Annika vio a un reportero del periódico de la competencia y a tres fotógrafos freelance. Miró hacia arriba y vio el agujero de la bomba. Cinco helicópteros sobrevolaban la escena; por lo menos dos eran de los medios.

– ¡Annika!

Era Johan Henriksson el fotógrafo del Kvällspressen, un fotógrafo en prácticas de veintitrés años que antes trabajaba en un periódico local de Östersund. Tenía talento y ambición, dos cualidades de las cuales la última era la más importante. Venía corriendo con dos cámaras bailándole sobre el pecho y la bolsa de las cámaras oscilando sobre el hombro.

– ¿Qué has conseguido? -preguntó Annika y sacó el bloc y el lápiz.

– Llegué medio minuto después que los bomberos. Conseguí fotografiar una ambulancia que se llevaba a un taxista que tenía un corte. Los bomberos tuvieron problemas para llevar agua a la gradería, acabaron metiendo una escalera de bomberos en el mismo estadio. He sacado fotos de los coches de bomberos desde afuera, pero no he conseguido entrar en el estadio. Hace un par de minutos sucedió algo, los polis comenzaron a correr como locos, creo que ha pasado algo.

– O han encontrado algo -dijo Annika y se guardó el bloc. Con el lápiz como una especie de testigo comenzó a andar deprisa hacia la lejana entrada. Si no recordaba mal, se encontraba un poco más arriba a la derecha, bajo la gradería derruida. Nadie la detuvo en su marcha a través de la explanada, el caos era demasiado grande. Sorteó los pedazos de hormigón, los hierros retorcidos del armazón y las sillas verdes de plástico. Una escalera de tres rellanos conducía a la entrada; subió y llegó sin aliento. La policía había tenido tiempo de poner un cordón justo delante de la puerta, pero no importaba. No necesitaba ver más. La puerta parecía estar cerrada y sin daños. El estadio olímpico no era una excepción a la costumbre de las empresas de seguridad suecas; sobre sus puertas exteriores estaban colocadas las pegatinas que ponían en los edificios que tenían que vigilar. Annika sacó de nuevo su bloc y garabateó el nombre y el número de teléfono.

– Por favor abandonen la zona. ¡Peligro de derrumbamiento! Repito…

Un coche de policía se deslizaba lentamente por la explanada con el equipo de megafonía encendido. La gente se retiraba con rapidez más abajo, hacia la zona de entrenamiento y la villa olímpica. Annika se movió lentamente a lo largo de la valla exterior del estadio y de esa manera evitó tener que bajar de nuevo a la explanada. Siguió la rampa que acababa en una curva a la izquierda y que continuaba a lo largo de toda la construcción. Había más entradas, quería echarles una ojeada a todas. Ninguna estaba dañada o abierta.

– Disculpe señora, tiene que irse.

Un joven policía le puso la mano en el hombro.

– ¿Quién está al mando? -preguntó y enseñó el carnet de prensa.

– Está ocupado. Ahora tiene que irse. Tenemos que evacuar la zona.

El policía intentó sacarla de allí, estaba visiblemente agotado. Annika se soltó y se detuvo justo delante de él. Se arriesgó:

– ¿Qué han encontrado en el estadio?

El policía se pasó la lengua por los labios.

– No lo sé con seguridad, y tampoco lo puedo contar -dijo.

«¡Bingo!»

– ¿Quién me lo puede contar y cuándo?

– No lo sé, llame al inspector de guardia. ¡Pero ahora tiene que irse!


La policía acordonó la zona hasta el área de entrenamiento, a cien metros del estadio. Annika y Henriksson estaban radiantes de alegría junto al edificio que ocuparían los restaurantes y los cines. Un centro de prensa provisional comenzó a formarse donde la acera era más ancha, delante de la oficina de Correos. Llegaban nuevos periodistas sin cesar, muchos se paseaban, sonreían y saludaban a los colegas. A Annika le resultaban embarazosas las habituales palmadas en la espalda. Se retiró y se llevó al fotógrafo.

– ¿Tienes que volver al periódico? -preguntó-. Hay que prepararse para la primera edición.

– No, ya he mandado mis carretes con los freelance. No tengo prisa.

– Bien. Presiento que van a ocurrir cosas.

La unidad móvil de uno de los canales de televisión circulaba a su lado. Ellos se fueron en dirección contraria, pasaron el banco y la farmacia y bajaron hacia el canal. Annika se detuvo y miró hacia el estadio. Los coches de policía y de bomberos seguían en la explanada. ¿Qué estaban haciendo? Venteaba gélidamente desde el agua; más a lo lejos, en el lago Hammarby, relucía un surco abierto como una herida negra sobre el hielo. Dio la espalda al viento y se calentó la nariz con los guantes. A través de los dedos vio llegar de repente dos coches blancos por el puente peatonal de Södermalm. ¡Diablos, era una ambulancia! ¡Y un coche médico! Miró el reloj, casi las cuatro y media. Faltaban tres horas para llamar a su contacto. Se colocó el audífono e intentó hablar con el inspector de guardia. Comunicaba. Llamó a Jansson, tecla 1.

– ¿Qué quieres? -preguntó Jansson.

– Hay una ambulancia dirigiéndose hacia el estadio -dijo Annika.

– Tengo una exclusiva dentro de siete minutos.

Ella oyó cómo sonaba el teclado.

– ¿Qué dice TT? ¿Tienen datos sobre algún herido?

– Tienen información del taxista herido, pero todavía no han hablado con él. Hablan de los destrozos, comentarios del inspector de guardia, todavía no dicen nada, bueno, muchas tonterías. Nada especial.

– El taxista salió hace una hora, esto es otra cosa. ¿No dicen nada en la radio de la policía?

– Nada interesante.

– ¿Algún rumor?

– No.

– ¿Eko?

Todavía no. Rapport emite un especial a la seis.

– Sí, he visto el coche.

– Mantente alerta, te llamaré cuando tengamos la primera edición en máquinas.

Jansson colgó. Annika también, pero mantuvo el auricular en el oído.

– ¿Por qué tienes uno de ésos? -dijo Henriksson, y señaló el cable que colgaba a lo largo de su pómulo.

– El cerebro se achicharra con las radiaciones del móvil, ¿no lo sabías? -sonrió-. Esto me parece práctico. Puedo correr, escribir y hablar por teléfono al mismo tiempo. Además es silencioso, y no se oye cuando telefoneo.

Sus ojos se humedecieron por el frío; tuvo que entornarlos para ver lo que sucedía en el estadio.

– ¿Tienes algún «superteleobjetivo»?

– No sirve con esta oscuridad -contestó Henriksson.

– Coge el teleobjetivo mayor que tengas e intenta captar lo que pasa allí lejos -dijo y señaló con el guante.

Henriksson suspiró ligeramente, dejó la bolsa de la cámara en el suelo y miró a través del teleobjetivo.

– Necesitaría un trípode -murmuró.

Los coches se habían dirigido hasta una pendiente de hierba y aparcaron junto a la escalera de una de las entradas. Tres hombres salieron del coche del médico, se detuvieron y hablaron detrás delos vehículos. Un policía uniformado se aproximó; se saludaron. Nadie se movió junto a la ambulancia.

– Por lo menos no tienen prisa -dijo Henriksson.

Aún se acercaron dos policías más, uno de uniforme, el otro de paisano. Los hombres hablaron y gesticularon; uno de ellos señaló hacia el agujero de la bomba.

Sonó el teléfono móvil de Annika. Apretó la tecla de respuesta.

– ¿Sí?

– ¿Qué hace la ambulancia?

– Nada. Esperar.

– ¿Qué hacemos para la próxima edición?

– ¿Ha hablado alguien con el taxista del hospital Sur?

– Todavía no, pero tenemos gente ahí. Es soltero, sin pareja.

– ¿Hemos encontrado a Christina Furhage, la jefa de organización de los Juegos Olímpicos?

– No conseguimos localizarla.

– Menudo disgusto para ella, con todo lo que ha trabajado… Tenemos que hacer un estudio de los Juegos, ¿qué pasa con ellos? ¿Hay tiempo para arreglar la gradería? ¿Qué dice Samaranch? En fin, todo eso.

– Ya lo hemos pensado. Hay gente en ello.

– Entonces yo escribiré el artículo de la explosión. Esto debe ser un sabotaje. Tres artículos: La búsqueda del dinamitero por la policía, el lugar del crimen por la mañana y… -calló.

– ¿Bengtzon?

– Están abriendo la puerta trasera de la ambulancia. Sacan una camilla, la llevan hacia la entrada. ¡Joder, Jansson, hay otra víctima!

– Okey. La investigación policial, Yo estuve ahí y La Víctima. Tienes la sexta, la séptima, la octava y las centrales.

La línea se cortó.

Se quedó al acecho mientras los hombres entraban en el estadio. La cámara de Henriksson chasqueaba. Ningún otro periodista había reparado en los nuevos coches, ya que la zona de entrenamiento estaba en medio.

– ¡Diablos, qué frío hace! -dijo Henriksson cuando los hombres desaparecieron dentro del estadio.

– Sentémonos en el coche y llamemos por teléfono -sugirió Annika.

Regresaron hacia la concentración de periodistas. La gente estaba de pie y congelada, el personal de televisión desenrollaba sus cables, algunos reporteros soplaban sus bolígrafos. «¡Que no sepan coger lápices cuando estamos bajo cero!», pensó Annika y sonrió. Los de la radio parecían insectos con sus equipos de transmisión colgados a la espalda. Todos esperaban. Uno de los freelance que trabajaba para el Kvällspresen había regresado después de pasar por el periódico.

– Habrá una especie de rueda de prensa a las seis -anunció.

– Justo en la transmisión del especial de Rapport, ¡qué apropiado! -refunfuñó Annika.

Henriksson había aparcado el coche en la parte trasera de las pistas de tenis y el centro médico.

Tenía que andar un poco. Annika sintió que empezaba a perder sensibilidad en los pies. Empezaron a caer pequeños copos de nieve, una pena ahora que tenían que tomar fotos nocturnas con teleobjetivo. Tuvieron que limpiar las ventanillas del Saab de Henriksson.

– Aquí estamos bien -dijo Annika y miró hacia el estadio-. Se puede ver la ambulancia y el coche médico. Desde aquí lo controlamos todo.

Se sentaron en el coche y encendieron el motor. Annika cogió el teléfono. Intentó llamar de nuevo al inspector de guardia. Comunicaba. Llamó al 112 y preguntó quién había dado la primera alarma, cuántas alarmas habían recibido, si hubo gente herida en sus casas por los cristales y si tenían alguna idea de cuán grandes eran los daños materiales. Como de costumbre, el personal del 112 pudo responder a casi todo.

Después llamó al número que había apuntado, la pegatina de la entrada, la compañía de seguridad que tenía que vigilar el estadio Victoria. Dio con una central de alarmas de Stadshagen en Kungsholmen. Preguntó si la compañía había recibido alguna alarma desde el estadio olímpico durante la madrugada.

– Las alarmas que recibimos son confidenciales -contestó un hombre.

– Sí, lo entiendo -dijo Annika-. Pero no pregunto por las alarmas que reciben, sino por una que quizá no hayan recibido.

– Mire -respondió el hombre-, no contestamos a ninguna pregunta sobre las alarmas que recibimos.

– Sí, lo entiendo -contestó Annika pacientemente-. La pregunta es si no han recibido ninguna alarma del estadio olímpico.

– Oiga, ¿no entiende?

– Okey -dijo Annika-. Digámoslo así: ¿qué pasa cuando reciben una alarma?

– Pues… la recibimos aquí.

– ¿En la central de alarmas?

– Claro. Va a nuestro ordenador, y luego aparece en nuestras pantallas un plan que muestra cómo debemos actuar.

– Si llega una alarma del estadio olímpico, ¿aparece en su pantalla?

– Pues sí.

– ¿Y entonces aparece todo lo que se debe hacer ante esa alarma concreta?

– Exacto.

– ¿Qué ha hecho su compañía de seguridad esta noche en el estadio olímpico? No he visto ni uno de sus coches por allí.

El hombre no respondió.

– El estadio Victoria ha explotado; podemos estar de acuerdo en eso. ¿Qué debe hacer su compañía si el estadio olímpico está en llamas o dañado?

– Eso está en el ordenador -contestó el hombre.

– ¿Y qué han hecho?

El hombre no respondió.

– Ustedes no han recibido ninguna alarma desde el estadio, ¿verdad? -dijo Annika.

El hombre permaneció en silencio durante un momento antes de responder:

– Tampoco puedo comentar las alarmas que no hemos recibido.

Annika respiró profundamente y sonrió.

– Gracias.

– No va a escribir nada de lo que he dicho, ¿verdad? -dijo el hombre preocupado.

– ¿Dicho? -contestó Annika-. Usted no ha dicho nada. Sólo que todo era confidencial.

Ella colgó. Yes, ahora tenía su historia. Respiró profundamente y miró a través de la ventanilla.

Uno de los coches de bomberos se fue, pero la ambulancia y el coche médico continuaban allí. Los técnicos en explosivos habían llegado, sus vehículos estaban aparcados en varios lugares de la explanada. Hombres con monos grises sacaban y metían cosas en los coches. Ya no había fuego y apenas se podía distinguir humo.

– ¿Quién nos dio el soplo esta mañana? -preguntó ella.

– Fue Smidig -respondió Henriksson.

Cada redacción tiene un grupo más o menos estable de analistas que controlan lo que ocurre en sus respectivas áreas, el Kvällspressen no era una excepción. Smidig y Leif eran los mejores analistas policiales, dormían con la emisora de la policía junto a la cama. En cuanto ocurría algo, grande o pequeño, llamaban al periódico. Otros revolvían en los archivos judiciales y en diferentes administraciones.

Annika meditó y dejó que su mirada recorriera lentamente el resto de las instalaciones: enfrente estaba el edificio de diez pisos desde donde se controlaría la parte técnica de los Juegos. Desde el tejado del edificio salía un puente hasta la montaña. Extraño, ¿quién querría ir por ahí? Lo recorrió con la mirada.

– Henriksson -dijo-, hay que hacer una foto.

Ella miró el reloj. Cinco y media. Tendrían tiempo de llegar a la rueda de prensa.

– Si uno se situara junto al pebetero, en lo alto de la montaña, seguro que vería bastante.

– ¿Tú crees? -dijo el fotógrafo escéptico-. Los muros son muy altos, no vamos a poder asomarnos y mirar.

– No, seguro que las pistas no se ven, pero quizá se pueda ver la gradería norte, y eso sí es interesante.

Henriksson miró el reloj.

– ¿Nos da tiempo? ¿El helicóptero no ha sacado ya fotos? ¿No deberíamos vigilar las ambulancias?

Ella se mordió el labio.

– El helicóptero ahora no está aquí, quizá la policía lo haya obligado a alejarse. Le pediremos a uno de los freelance que vigile los coches. Venga, vámonos.

El resto de los periodistas había descubierto la ambulancia, las preguntas zumbaban en el aire. Rapport había trasladado su autocar junto al canal para tener una vista mejor del estadio. Un reportero congelado preparaba a un presentador para la transmisión de las seis. No había ningún policía en las cercanías. Después de que Annika diera instrucciones al freelance, se fueron.

La subida a la montaña fue más larga y dura de lo que había pensado. El suelo estaba resbaladizo y peligroso. Tropezaron y blasfemaron en la oscuridad. Henriksson, además, cargaba con un gran trípode. No cruzaron ningún cordón y llegaron a tiempo, pero se encontraron con un muro de hormigón de dos metros y medio de altura.

– No me lo puedo creer -se lamentó Henriksson.

– Bueno, quizá sea mejor -dijo Annika-. Súbete a mis hombros y luego te alzo. Después puedes subir al pebetero. Desde ahí seguro que ves algo.

– ¿Que suba al pebetero?

– Sí, ¿por qué no? Ahora no está encendido ni acordonado. Seguro que puedes trepar, sólo está a un metro del muro. Si puede aguantar el fuego eterno te puede soportar a ti. ¡Venga sube!

Annika le mandó el trípode y la bolsa de la cámara. Henriksson trepó por el andamiaje de metal.

– ¡Esto está lleno de agujeros! -voceó.

– Para el gas -dijo Annika-. ¿Ves la gradería?

Se levantó y miró sobre el estadio.

– ¿Ves algo? -gritó Annika.

– Sí, ¡joder! -respondió el fotógrafo.

Levantó la cámara lentamente y comenzó a disparar.

– ¿Qué ves?

Bajó la cámara sin dejar de mirar al estadio.

– Han iluminado una parte de la gradería -informó-. Hay unas diez personas. Dan vueltas y recogen algo en pequeñas bolsas de plástico. Los chicos del coche médico están ahí. Ellos también recogen. Parecen hacerlo con mucho cuidado.

Levantó la cámara de nuevo. Annika sintió que se le ponían los pelos de punta. Caramba. ¿Cómo era posible que fuera tan horrible? Henriksson desplegó el trípode. Después de sacar tres carretes estaba listo. Corrieron y resbalaron alternativamente al bajar la montaña, impresionados, ligeramente indispuestos. ¿Qué recoge un médico en bolsitas? ¿Restos de explosivo? En absoluto.

Regresaron a donde se encontraban los periodistas; faltaban un par de minutos para las seis. La luz azulada de las cámaras de televisión iluminó la escena e hizo chispear los copos de nieve. Rapport estaba a la espera, el presentador estaba maquillado. Un grupo de policías con el inspector jefe al frente venía hacia ellos. Levantaron la cinta de acordonamiento, pero no avanzaron más. El muro de periodistas era compacto. Se hizo el silencio cuando el inspector jefe miró con los ojos medio cerrados hacia los focos de luz. Ojeó un papel que tenía delante, levantó la vista y comenzó a hablar.

– A las tres y siete de la mañana ha explotado una bomba en el estadio Victoria de Estocolmo -anunció-. No sabemos qué tipo de explosivo ha sido utilizado. La explosión ha dañado gravemente la gradería norte. Tampoco sabemos si será posible repararla.

Se detuvo v miró de nuevo el papel. Las cámaras fotográficas chasqueaban, las cintas de vídeo giraban. Annika se había colocado a la izquierda para poder ver la ambulancia al tiempo que seguía la rueda de prensa.

– El estadio comenzó a arder después de la explosión, pero ahora el fuego está controlado.

Pausa de nuevo.

– Un taxista resultó herido cuando un trozo de hierro de la estructura chocó contra la ventanilla de su coche -continuó el policía-. Ha sido conducido al hospital Sur y se encuentra en buen estado. Una decena de edificios al otro lado del canal de Sickla han sufrido daños en ventanas y fachadas. Los edificios están en construcción y nadie vive en ellos. No se sabe de daños personales.

Nueva pausa. El policía parecía muy cansado y tenso cuando continuó.

– Se trata de un sabotaje. La carga explosiva que dañó el estadio ha tenido que ser muy potente. La policía está buscando pistas sobre el autor del delito. Estamos utilizando todos los recursos a nuestro alcance para detenerlo. Es todo lo que podemos decir por el momento. Gracias.

Se dio la vuelta para agacharse y pasar al otro lado de la cinta de acordonamiento. Una ola de voces y gritos hizo que se detuviera.

– ¿Algún sospechoso…?

– ¿Otros heridos…?

– ¿Los médicos que hay…?

– Es todo por ahora -repitió el policía. Se alejó junto a sus colegas con paso rápido y la cabeza hundida entre los omóplatos. La bandada de medios se dispersó, el presentador de Rapport se colocó delante de los focos, recitó su texto y dio paso al estudio; los demás encendieron sus teléfonos móviles e intentaron que sus bolígrafos funcionaran.

– Bueno -dijo Henriksson-, no nos hemos enterado de mucho.

– Es hora de irse -anunció Annika.

Dejaron al freelance de guardia y se encaminaron al coche de Henriksson.

– Podemos ir por la Vintertullstorget y pillar algún testigo -dijo Annika.

Llamaron a los que vivían en los alrededores, familias con hijos y jubilados, alcohólicos y discotequeros. Hablaron de la explosión que les había despertado, lo asustados que estuvieron y lo desagradable que fue.

– Es suficiente -informó Annika a las siete menos cuarto-. Tenemos que arreglar esto también.

Fueron al periódico en silencio. Annika escribía mentalmente titulares y pies de foto; Henriksson repasaba los negativos en su cerebro, escogía y descartaba, aumentaba la sensibilidad de la película y daba más luz.

Ahora nevaba de verdad. La temperatura había subido mucho y la carretera estaba muy resbaladiza. En Essingeleden habían chocado cuatro coches en serie. Henriksson detuvo el suyo y tomó una foto.

Entraron en la redacción justo antes de las siete. El ambiente estaba sereno y cargado. Jansson se encontraba ahí: el jefe de noche también se encargaba los fines de semana de la primera edición. Un sábado normal sólo se solía cambiar algún artículo aislado, pero siempre estaban preparados para rehacer el periódico si era necesario. Eso era lo que sucedía ahora.

– ¿Tienes algo? -preguntó Jansson y se levantó en el mismo momento en que los vio.

– Creo que sí -respondió Annika-. Hay un muerto en la gradería olímpica. Hecho pedazos, me jugaría lo que fuera. Dentro de media hora lo sabré con seguridad.

Jansson se balanceó sobre sus talones, a punto de saltar.

– Media hora. ¿Antes no?

Annika le lanzó una mirada por encima del hombro al mismo tiempo que se quitaba el abrigo. Tomó la primera edición y se fue a su despacho.

– Okey -dijo él y se sentó de nuevo.

Ella escribió el primer artículo, que sólo era una ampliación del trabajo del reportero de noche para la primera edición. Añadió las citas de los vecinos y señaló que el fuego había sido dominado. Después comenzó con el artículo Yo estuve allí, que rellenó con sonidos y detalles. A las siete y media llamó a su contacto.

– Todavía no puedo decir nada -comenzó él.

– Lo sé -dijo Annika-. Yo hablaré y tú te puedes quedar callado o decirme si estoy equivocada…

– Esta vez no puedo hacerlo -interrumpió él.

¡Ay diablos! Cogió aliento y decidió pasar al ataque.

– Escúchame primero -dijo-. Creo que así están las cosas: una persona ha muerto esta noche en el estadio olímpico. Alguien ha volado en pedacitos en el graderío. Ahora estáis allí recogiendo los pedazos. Fue alguno de la organización, todas las alarmas estaban desconectadas. Debe haber cientos de alarmas en un estadio de ese tipo, alarma contra robos, contra incendios, de movimiento: todas estaban desconectadas. Ninguna puerta ha sido forzada. Alguien entró con la llave y desconectó las alarmas, la víctima o el asesino. Estáis intentando averiguar quién es.

Se calló y contuvo la respiración.

– Ahora no puedes publicar eso -dijo el policía desde el otro lado.

Una inspiración rápida.

– ¿Qué?

– La teoría de que es alguno de la organización. Queremos mantenerlo en secreto. Las alarmas funcionaban, pero estaban apagadas. Alguien ha muerto, es cierto. Todavía no sabemos quién.

Parecía totalmente agotado.

– ¿Cuándo lo sabréis?

– No lo sé. La identidad puede ser difícil de determinar visualmente, por decirlo de alguna manera. Pero tenemos otras pistas. No puedo decir más.

– ¿Hombre o mujer?

Dudó.

– Ahora no -dijo y colgó.

Annika salió corriendo hacia Jansson.

– La muerte está confirmada, pero todavía no saben quién es.

– ¿Carne picada? -preguntó Jansson.

Ella tragó y asintió.


Helena Starke se despertó con una resaca que no era de este mundo. Mientras estuvo tumbada en la cama todo fue bien, pero cuando se levantó para coger un vaso de agua vomitó en la alfombra del vestíbulo. Se quedó a cuatro patas, jadeando, antes de poder llegar tambaleándose hasta el cuarto de baño. En él llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y bebió con tragos ávidos. Dios mío, nunca volvería a beber. Levantó la vista y encontró sus ojos rojos tras las manchas de pasta de dientes en el espejo. ¿Cuándo aprendería? Abrió el armario del cuarto de baño y presionó el envoltorio de papel de aluminio para tomar dos tabletas de Panodil, se las tragó con mucha agua y recitó una breve oración para no vomitarlas.

Fue tambaleándose hasta la cocina y se sentó a la mesa. El asiento de la silla estaba frío bajo sus nalgas desnudas, le dolía un poco la vagina. ¿Cuánto bebió anoche en realidad? La botella de coñac estaba en el fregadero, vacía. Apoyó la mejilla contra la mesa y buscó recuerdos de la noche anterior. El bar, la música, las caras, todo se mezclaba. ¡Dios, ni siquiera recordaba cómo había llegado a casa! Christina estaba con ella, ¿no fue así? Salieron del bar juntas, ¿o no?

Gimió, se levantó, llenó una jarra de agua y se la llevó a la cama. De camino hacia el dormitorio cogió la alfombra del recibidor y la arrojó a la cesta de la ropa sucia, en el armario contiguo; estuvo a punto de vomitar de nuevo al sentir el olor.

El radio reloj junto a la cama marcaba las nueve menos cinco. Gimió. Cuanto mayor era, más temprano se despertaba, especialmente si había bebido. Tiempo atrás podía dormir la mona un día entero. Ya no. Ahora se despertaba temprano, se sentía como una perra apaleada y luego yacía sudorosa el resto del día. Se estiró penosamente para coger el agua y bebió directamente de la jarra. Apoyó las almohadas contra la cabecera de la cama y se acomodó. Entonces vio que la ropa de anoche estaba cuidadosamente doblada sobre la cómoda, junto a la ventana, y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral. ¿Quién la había dejado tan bien doblada? Seguramente ella misma. Lo peor de beber era olvidarse de lo que había hecho; una iba de un lado a otro como una zombi y hacía gran cantidad de cosas normales sin tener ni idea de ello. Un escalofrío la estremeció y puso la radio local. Daba lo mismo escuchar las noticias que esperar a que el Panodil comenzara a hacer efecto.

La noticia principal de la mañana hizo que volviera a vomitar. Entonces supo que no descansaría más el resto del día.

Después de vomitar en el inodoro tiró de la cadena y cogió el teléfono para llamar a Christina.


Tidningarnas Telegrambyrå, TT, emitió la noticia de Annika a las nueve y treinta y cuatro minutos. El Kvällspressen fue, por lo tanto, el primero en divulgar la noticia de la víctima en el estadio olímpico. Los titulares del periódico decían:


UN MUERTO EN LA EXPLOSIÓN DEL ESTADIO OLÍMPICO

y

UN DINAMITERO, BUSCADO POR ASESINATO.


Lo último era un matiz, pero Jansson sostuvo que serviría. En las páginas centrales dominaba la foto que tomó Henriksson desde el pebetero olímpico -un momento sugestivo-: el círculo iluminado del agujero de la bomba, los hombres inclinados, el baile de los copos de nieve. Ni sangre, ni cadáver, sólo la indicación de lo que hacían. Ya la habían vendido a Reuters.

La edición de Rapport de las diez de la mañana citaba la información del Kvällspressen mientras Eko pretendía que la cosa era suya.

Mientras se imprimía la última edición, los reporteros de sucesos y los jefes de redacción se reunieron en el despacho de Annika. Las cajas con sus cuadernos y viejos recortes de artículos todavía estaban apiladas en una esquina. El sofá era heredado, pero el escritorio era nuevo. Desde hacía dos meses Annika era la jefa de sucesos, y ocupaba el despacho desde entonces.

– Por supuesto, hay una serie de cosas que debemos repartirnos y analizar -dijo y apoyó los pies sobre la mesa.

El cansancio la había alcanzado como un ladrillo en la nuca cuando el periódico comenzó a imprimirse y ella se relajó. Ahora se echaba hacia atrás y se estiraba para coger una taza de café.

– Primero: ¿quién es el muerto de la gradería? La noticia principal de mañana, aunque puede haber varias. Segundo: la investigación policial. Tercero: los Juegos Olímpicos. Cuarto: ¿cómo pudo ocurrir? Quinto: el taxista, nadie ha hablado todavía con él. Quizá haya visto u oído algo.

Miró a las personas que estaban en la habitación, leyó en sus mentes las reacciones ante lo que había dicho. Jansson dormitaba, pronto se iría a casa. Ingvar Johansson, el jefe de redacción, la miraba inexpresivo. El reportero Nils Langeby, de cincuenta y tres años, el más viejo de los reporteros de sucesos, no podía ocultar su animadversión, como de costumbre. El reportero Patrik Nilsson escuchaba atento, por no decir entusiasmado. La reportera Berit Hamrin estaba relajada. La única persona ausente del equipo de la redacción era la ambivalente documentalista y secretaria Eva-Britt Qvist.

– Me parece una tontería que nos dediquemos a estas cosas -dijo Nils.

Annika exhaló un suspiro. Ahora comenzaba de nuevo.

– ¿Cómo crees que deberíamos enfocarlo?

– Dedicamos mucho espacio a este tipo de violencia. Piensa en todos los delitos ecológicos de los que nunca escribimos. La criminalidad en las escuelas.

– Es cierto que deberíamos ser mejores cubriendo ese tipo de…

– ¡Nos ha jodido! Esta redacción se está hundiendo en un légamo de viejas que dan pena, bombas y guerras de moteros.

Annika tomó aliento y contó hasta tres antes de responder.

– Lo que propones es una discusión importante, Nils, pero ahora quizá no sea el momento oportuno…

– ¿Por qué no? ¿No puedo decidir cuándo poner una discusión sobre la mesa?

Se defendió desde la silla.

– Tú eres el que se encarga de los delitos ecológicos y escolares, Nils -dijo Annika relajada-. Dedicas la jornada completa a esas dos materias. ¿Te parece que te apartamos de tus cosas cuando te llamamos en un día como éste?

– ¡Sí, me lo parece! -tronó él.

Observó al hombre irritado frente a ella. ¿Cómo diablos podría enfrentarse a esto? Si no le llamaba, se enfadaría por no haber podido participar ni escribir sobre el Dinamitero. Si le daba un trabajo, primero se negaba y luego lo hacía mal. Si le dejaba de guardia en la redacción, diría que le hacían el vacío.

Sus pensamientos se interrumpieron al entrar el director, Anders Schyman. Todas las personas de la habitación, incluida Annika, saludaron y se sentaron más derechos en las sillas y el sofá.

– ¡Enhorabuena Annika! Y gracias, Jansson, por el trabajo increíblemente bueno de la mañana -dijo-. Superamos a los demás. ¡Felicidades! La foto de la página central era realmente fantástica, y fuimos los únicos. ¿Cómo la conseguisteis, Annika?

Y se sentó sobre una caja del rincón.

Annika lo contó y todos estallaron en gritos de júbilo, ¡sí, joder, en el pebetero olímpico! Sería un clásico para contar en el club de prensa.

– ¿Qué hacemos ahora?

Annika puso los pies en el suelo y se apoyó en el escritorio, tachando de una lista mientras hablaba.

– Patrik se encargará de la investigación policial, de las pruebas técnicas, de mantener el contacto con el inspector de guardia y los investigadores. Habrá una rueda de prensa esta tarde. Entérate cuándo es y prepara las fotos. Seguramente tendremos motivo para ir todos.

Patrik asintió.

– Berit se encarga de la víctima, quién era y por qué estaba allí. Tenemos a nuestro antiguo dinamitero olímpico; se llama Tigern. Es sospechoso, aunque sus pequeñas bombas son un juego de niños comparadas con ésta. ¿Qué hace ahora, dónde estaba ayer noche? Puedo intentar hablar con él, le hice una entrevista cuando pasó lo otro. Nils se puede encargar de la seguridad de los Juegos, ¿cómo diablos puede ocurrir una cosa así siete meses antes de la inauguración? ¿Qué tipo de seguridad hay hasta entonces?

– Me parece una pregunta totalmente irrelevante -replicó Nils Langeby.

– ¿De verdad? -preguntó Anders Schyman-. A mí no me lo parece. Es una de las preguntas más importantes y repetidas un día como éste. Llegar hasta el fondo demuestra que colocamos este tipo de acciones violentas en una perspectiva social y global. ¿Cómo perjudica esto al deporte en general? Es uno de los artículos más importantes del día, Nils.

El reportero no sabía cómo reaccionar, si sintiéndose halagado por recibir el trabajo más importante del día u ofendido porque le hubieran llamado la atención. Como de costumbre, eligió la opción más presuntuosa y se estiró.

– Por supuesto, todo depende de cómo se haga -alegó.

Annika envió una mirada de agradecimiento a Anders Schyman.

– Los comentarios de los Juegos Olímpicos y el taxista los podrían hacer los del turno de noche -dijo ella.

Ingvar Johansson asintió.

– Nuestro equipo acaba de llevar al taxista a un hotel de la ciudad. En realidad vive en un estudio en Bagarmossen, pero ahí le pueden pillar todos los otros medios. Lo ocultaremos en el RoyalViking hasta mañana. Janet Ullberg buscará a Christina Furhage, una foto de ella frente al agujero de la bomba quedaría muy bien. Tenemos a gente de la facultad de periodismo para contestar los teléfonos de nuestro «llama y opina»…

– ¿Cuál es la pregunta? -inquirió Anders Schyman y se estiró ocultándose tras un periódico.

– «¿Debemos suspender los Juegos? Llama esta tarde entre las diecisiete y las diecinueve.» Seguro que éste es un atentado del Tigern o de algún grupo que no quiere que Suecia organice los Juegos.

Annika dudó un momento antes de decir:

– Está claro que debemos publicar eso, pero no estoy segura de que haya pasado realmente así.

– ¿Por qué no? -preguntó Ingvar Johansson-. Es una posibilidad que no debemos descartar. Sin contar la víctima, la noticia de mañana será la trama terrorista.

– Creo que debemos tener cuidado de no obsesionarnos con la hipótesis del sabotaje -respondió Annika y maldijo su promesa de no hablar de la idea de la cuestión interna-. Mientras no sepamos quién era la víctima no podemos presumir contra quién se dirigía la bomba.

– Claro que podemos -protestó Ingvar Johansson-. Por supuesto, la policía tiene que comentar esa idea, aunque para ellos no debe ser muy difícil. Ahora mismo no pueden ni confirmar ni desmentir nada.

Anders Schyman intervino.

– Creo que ahora mismo no debemos aceptar ni descartar nada. Dejamos todas las puertas abiertas y seguimos trabajando hasta que elijamos los artículos de mañana. ¿Algo más?

– No, con lo que tenemos hasta ahora vale. Cuando sepamos la identidad de la víctima deberíamos buscar a los familiares.

– Debe hacerse con mucha delicadeza -dijo Anders Schyman-. No quiero polémicas sobre cómo acosamos y sacamos a la luz a las personas.

Annika esbozó una sonrisa.

– Yo me encargo.

Cuando terminó la reunión, Annika telefoneó a casa. Kalle, de cinco años, respondió.

– Hola bonito, ¿cómo estás?

– Bien. Vamos a comer a McDonald's. ¿Sabes que Ellen ha tirado zumo de manzana sobre Pongo y los cachorros? Ha sido una tontería porque ya no podremos verla más…

El niño calló y emitió un sollozo.

– Sí, qué mala suerte. ¿Pero cómo pudo caérsele el zumo encima? ¿Por qué estaba la película en la mesa de la cocina?

– No, estaba en el suelo del salón, pero Ellen le dio una patada a mi vaso de zumo cuando se fue a hacer pis.

– ¿Y por qué habías dejado tu vaso en el suelo del salón? Te he dicho que no puedes desayunar en el salón, ¡ya lo sabes!

Annika notó que se enfadaba. ¡Qué lata irse a trabajar dejando que todo fuera mal y se rompieran las cosas!

– No es culpa mía -gritó el niño-. ¡Ha sido Ellen! Ha sido Ellen la que estropeó la película.

Ahora lloraba con fuerza; soltó el auricular y salió corriendo.

– ¡Kalle! ¡Kalle!

¡Por todos los diablos!, ¿por qué tiene que ser así? Ella sólo quería llamar a casa para ser encantadora y tranquilizar su mala conciencia. Thomas tomó el auricular.

– ¿Qué le has dicho al niño? -preguntó.

Ella suspiró y notó que el dolor de cabeza se acercaba solapadamente.

– ¿Por qué estaban desayunando en el salón?

– No lo estaban -respondió Thomas intentando mantener la calma-. Sólo dejé que Kalle llevara su vaso de zumo. No lo hice demasiado bien, teniendo en cuenta las consecuencias, pero los voy a sobornar con un almuerzo en McDonald's y una nueva película en Åhléns. No creas que todo depende de ti continuamente. Concéntrate en tus artículos. ¿Cómo te va?

Ella tragó saliva.

– Una muerte jodidamente repugnante. Asesinato, suicidio o quizá un accidente, todavía no lo sabemos.

– Sí, lo he oído. ¿Llegarás muy tarde?

– Tarde no, tardísimo.

– Te quiero -dijo él.

Extrañamente sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Yo también te quiero -susurró.


Su fuente de información había trabajado por la noche y ya se había ido a casa, así que debía confiar en los canales policiales normales. No había ocurrido nada más durante la mañana, la víctima aún no había sido identificada, el trabajo de extinción había concluido, la investigación técnica continuaba. Annika decidió ir de nuevo al estadio con otro fotógrafo, un suplente llamado Ulf Olsson.

– Me parece que no llevo la ropa adecuada para este trabajo -dijo Ulf en el ascensor camino del coche.

Annika le miró.

– ¿Qué quieres decir?

El fotógrafo vestía abrigo de lana gris oscuro, mocasines y traje.

– Me había vestido para fotografiar a los famosos en el Dramaten. Creo que podías haberme avisado que íbamos a ir al lugar del crimen; seguro que lo sabías desde hace horas.

El suplente la miró con agresividad. Algo se encendió en la cabeza de Annika y el cansancio se apoderó de ella.

– ¡Oye, no me digas lo que debo hacer! Tú eres fotógrafo y debes poder fotografiar desde accidentes de tráfico a galas de estreno. Si no quieres fotografiar carne picada en traje de Armani, llévate un mono de trabajo en la bolsa de la cámara.

Dio una patada a la puerta del ascensor y entró en el garaje. ¡Maldito aficionado!

– No me gusta tu forma de hablarme -voceó tras ella el suplente.

Annika explotó y se dio la vuelta.

– No seas tan pretencioso, ¿vale? -espetó-. Además, nadie te impide que te enteres de lo que pasa en el periódico. ¿Crees que soy tu jodida central de guardarropa?

El suplente tragó y cerró los puños.

– Me parece que estás siendo injusta -la regañó.

– ¡Dios mío! -resopló Annika-. Qué pesado estás con tus quejas. Siéntate en el coche y conduce, ¿o conduzco yo?

Era costumbre que los fotógrafos condujeran siempre que un equipo de reporteros salía a trabajar, aunque utilizaran el coche del periódico. En muchas compañías los coches de la redacción eran coches de empresa, pero las peleas sobre quién tenía la prerrogativa de usarlos había hecho que el Kvällspressen los eliminara.

Annika se sentó tras el volante y condujo hacia Essingeleden. La atmósfera en el coche de camino a Hammarbyhamnen era tensa. Annika decidió pasar por la zona industrial de Hammarby, pero no sirvió de nada. Toda la villa olímpica estaba acordonada. Se enfadó por su fracaso y Ulf Olsson aliviado, pensó que ahora no se mancharía los zapatos.

– Tenemos que sacar una foto diurna de la gradería -anunció Annika y dio la vuelta frente a la cinta de plástico en Lumavägen-. Conozco a una persona de un canal de televisión que tiene sus locales por aquí cerca. Si tenemos suerte, alguien nos puede dejar subir al tejado.

Cogió el teléfono y llamó al móvil de su amiga Anne Snapphane, productora de programas de sobremesa para mujeres de uno de los canales por cable.

– Estoy editando -bufó Anne-. ¿Quién eres y qué quieres?

Cinco minutos después estaban en el tejado de la vieja fábrica de lámparas de Södra Hammarbyhamnen. La vista sobre el desgarrado estadio era fantástica. Olsson sacó el trípode e hizo un carrete; era suficiente.

No se dijeron nada mientras regresaban al trabajo.


– La rueda de prensa comienza a las dos -gritó Patrik cuando entraron en la redacción-. Ya tenemos la foto.

Annika agitó la mano como respuesta y se fue a su despacho. Colgó el abrigo, tiró el bolso sobre la mesa, cambió la batería del móvil y puso la usada a cargar.

Se sentía acabada e incompetente después del choque con el fotógrafo suplente. ¿Por qué se acaloraba tanto? ¿Por qué se ofendía? Dudó un momento antes de marcar el número del director.

– Claro que tengo un momento para ti, Annika -respondió.

Atravesó el espacio abierto de la oficina hacia el despacho en esquina de Anders Schyman. La actividad en la redacción era casi nula. Ingvar Johansson estaba sentado con el teléfono pegado a la oreja al mismo tiempo que comía ensalada de atún. El redactor gráfico, Pelle Oscarsson, uno de los maquetistas, estaba entretenido con su Photoshop componiendo en el ordenador las hojas del día siguiente.

En el mismo momento en que Annika cerró la puerta tras de sí sonaron los tres tonos del Eko del mediodía en la radio del director. Eko abrió con la teoría del sabotaje y afirmó que la policía perseguía a un loco que odiaba los Juegos. No habían conseguido nada más.

– La teoría del odio no es correcta -dijo Annika-. La policía cree que se ha hecho desde dentro.

Anders Schyman silbó.

– ¿Por qué?

– No hay nada forzado y todas las alarmas estaban desconectadas. O la víctima quitó las alarmas o lo hizo el Dinamitero. Las dos posibilidades significan que el autor es una persona de la organización.

– No necesariamente; la alarma podía haberse estropeado -objetó Schyman.

– No estaba estropeada -respondió Annika-. Funcionaba, pero estaba desconectada.

– Alguien podría haber olvidado activarlas -añadió el redactor jefe.

Annika pensó un poco y asintió. Era una posibilidad.

Se sentaron en los confortables sofás junto a la pared y escucharon la radio. Annika miró la embajada rusa. El día se consumía casi antes de comenzar, la neblina gris hacía que las ventanas pareciesen sucias. Alguien había decorado el despacho del director con macetas llenas de estrellas de Navidad rojas y dos candelabros de adviento.

– Hoy he tenido un encontronazo con Ulf Olsson -comenzó Annika con un hilo de voz.

Anders Schyman esperó.

– Se quejó de que no llevaba la ropa adecuada para el trabajo en Hammarbyhamnen y creía que era culpa mía, que debería haberle avisado que iría conmigo.

Enmudeció. Anders Schyman la observó durante un momento antes de responder.

– Annika, no eres tú quien decide adónde van los fotógrafos. Eso lo hace el redactor gráfico. Además, tanto los reporteros como los fotógrafos deben vestir de forma que puedan ir a donde sea y cuando sea. Es parte del trabajo.

– Le falté al respeto -añadió Annika.

– No fue muy inteligente. Si yo estuviera en tu lugar le pediría disculpas por tus palabras y le daría algunos consejos sobre cómo vestir. Y échale un vistazo a nuestras ideas sobre el sabotaje, no quiero que caigamos en la trampa de la teoría terrorista si no encaja todo a la perfección.

Schyman se levantó, dando a entender que la conversación había terminado. Annika se sentía aliviada por dos razones: por un lado el director había respaldado su posición con respecto a la investigación sobre los Juegos y por otro, ella misma le había contado al jefe que se había enfadado. Es cierto que la gente se enfadaba diariamente en el periódico, pero ella era mujer y jefa por primera vez; tenía que estar preparada ante los que se la quisieran comer.

Fue directamente a recoger una gran bolsa con el logotipo del periódico y después se dirigió a la sala de fotografía. Ulf Olsson estaba solo, sentado, y leía una revista para hombres.

– Te pido disculpas por haberte ofendido -dijo Annika-. Mete en esta bolsa unos calzoncillos largos, zapatos calientes, gorro y guantes y guárdala en tu armario o en el maletero del coche.

El hombre la miró enfadado.

– Deberías haberme dicho antes dónde íbamos a ir…

– Eso discútelo con el redactor gráfico o el redactor jefe. ¿Has revelado las fotos?

– No, yo…

– Entonces hazlo.

Salió y sintió los ojos de Olsson en su espalda. De camino a su despacho se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día, ni siquiera había desayunado. Pasó por la cafetería y compró un sándwich y una Coca-Cola light.


La noticia de la explosión en el estadio olímpico había dado la vuelta al mundo. Las principales cadenas de televisión y los periódicos internacionales habían tenido tiempo de enviar a alguien a la rueda de prensa de las dos de la tarde en la jefatura central de la policía. CNN, Sky News, BBC y los canales nórdicos, los corresponsales de Le Monde, European, Times, Die Zeit y muchos otros estaban ahí. Los autobuses con antenas parabólicas de los canales de televisión bloqueaban gran parte de la entrada a la jefatura de policía.

Annika llegó junto a cuatro compañeros del periódico, los reporteros Patrik y Berit y dos fotógrafos. La sala desbordaba de material y personas. Annika y los otros reporteros se sentaron en unas sillas cerca de la salida; los fotógrafos avanzaron a codazos hacia delante. Como de costumbre, los de la televisión se habían colocado en medio del estrado, de forma que nadie podía ver nada, todo el mundo tropezaba con los cables kilométricos que serpenteaban por la sala, todos se resignaban a que los de la televisión hicieran las preguntas en primer lugar. Los focos de las cámaras iluminaban a uno y otro lado de la sala, aunque la gran mayoría apuntaba hacia el escenario provisional, desde donde la policía se dirigiría a ellos al cabo de unos instantes. Muchas de las cadenas emitían en directo, entre ellas CNN, Sky y el sueco Rapport. Los periodistas ensayaban sus actuaciones y escribían sus guiones, los fotógrafos de prensa cargaban sus cámaras, los reporteros de radio controlaban sus grabadoras: «Probando uno dos, uno dos». El zumbido de voces sonaba como una catarata. El calor ya era insoportable. Annika resopló y dejó la ropa de abrigo amontonada en el suelo.

Varios hombres entraron por una puerta lateral hacia el estrado. El murmullo cesó y fue sustituido por el chasquear de las cámaras. Eran cuatro: el responsable de prensa de la policía de Estocolmo, el fiscal general Kjell Lindström, un inspector de la brigada criminal del que Annika no recordaba el nombre y Evert Danielsson, del comité organizador de los Juegos. Se sentaron meticulosamente frente a la mesa y bebieron al unísono de los vasos con agua mineral.

El responsable de prensa comenzó con el relato de los hechos ya sabidos; una explosión había tenido lugar, una persona había muerto, los daños materiales ocasionados y señaló que la investigación técnica proseguía. Parecía agotado. «¿Cómo estará cuando hayan pasado unos días?», pensó Annika.

Luego continuó el fiscal general.

– Todavía no hemos podido identificar a la víctima del estadio -informó-. El trabajo se ha visto dificultado debido al mal estado del cuerpo. Si bien tenemos otras pistas que investigar. El explosivo está siendo analizado en Londres. Aún no hemos recibido ninguna respuesta segura, pero parece ser que se trata de un explosivo de uso civil. Esto quiere decir que no se han utilizado ni explosivos ni armas militares.

Kjell Lindström bebió un poco de agua. Las cámaras chasqueaban.

– Buscamos al hombre que fue condenado por los dos atentados con bomba que hace siete años dañaron otros dos estadios. No es sospechoso de ningún crimen, sólo será interrogado.

El fiscal general miró sus papeles como si dudase un momento. Cuando habló de nuevo lo hizo directamente a la cámara de Rapport:

– Una persona con ropa oscura fue vista en las proximidades del estadio momentos antes de la explosión. Queremos pedirle a la gente que llame para ayudarnos con todas las observaciones que puedan esclarecer los hechos acaecidos en el estadio Victoria. La policía quiere entrar en contacto con todas las personas que se encontraban en Södra Hammarbyhamnen entre media noche y las tres y veinte de la mañana. Aunque los datos no parezcan importantes, pueden ser de gran ayuda para la policía.

Recitó de memoria unos números de teléfono que más tarde Rapport mostraría en la pantalla.

Cuando el fiscal general acabó, Evert Danielsson, del comité organizador de los Juegos Olímpicos, carraspeó.

– Esto es una tragedia -dijo nervioso-. Tanto para Suecia, país organizador de los Juegos Olímpicos, como para el deporte en general. Los Juegos representan la competición bajo las mismas condiciones, sin importar raza, religión, ideología política o sexo. Por lo tanto, es lamentable que alguien ataque a un símbolo como es el estadio, el escenario mismo de la competición.

Annika se alzó cuanto pudo para poder ver mejor por encima de la cámara de la CNN. Observó cómo los policías y el fiscal reaccionaron ante la parrafada sobre los Juegos de Danielsson. Se sobresaltaron, como era de esperar: allí estaba el jefe del comité organizador proponiendo un motivo y una descripción del delito: que la explosión era un acto terrorista dirigido contra los mismos Juegos Olímpicos. Sin embargo todavía no sabían quién era la víctima, ¿o sí lo sabían? ¿El jefe del comité organizador no sabía lo que ya le habían confirmado a Annika, que probablemente era la acción de un miembro de la organización?

El fiscal interrumpió e intentó hacer callar a Danielsson, que aún no había terminado.

– Les pido -continuó el jefe del comité organizador-, a todos los que crean haber visto algo que se pongan en contacto con la policía. Es muy importante que el culpable sea detenido… ¿qué pasa?

Miró sorprendido al fiscal general, quien seguramente le había pellizcado o dado una patada.

– Sólo quiero añadir -dijo Kjell Lindström y se inclinó sobre ios micrófonos-, que no podemos señalar ningún motivo en estos momentos. -Miró con grandes ojos a Evert Danielsson-. No hay nada, repito, nada, que indique que esto sea una acción terrorista contra los Juegos Olímpicos. No se han recibido amenazas contra las instalaciones ni contra la misma organización de los Juegos. En estos momentos trabajamos con todas las pistas y motivos.

Se echó hacia atrás.

– ¿Alguna pregunta?

Los reporteros de televisión estaban preparados. En cuanto tuvieron la palabra lanzaron directamente sus preguntas. «Confrontación» lo llamaban. Las primeras preguntas siempre tenían que ver con cosas ya sabidas, pero que habían sido dichas demasiado lenta o enrevesadamente para ocupar un espacio de un minuto y medio. Por eso los reporteros de televisión preguntaban siempre la misma cosa una y otra vez, con la esperanza de conseguir una respuesta clara y simple:

– ¿Hay algún sospechoso?

– ¿Tienen alguna pista?

– ¿Han identificado a la víctima?

– ¿Puede haber sido un acto terrorista?

Annika suspiró.

La única razón para acudir a estas ruedas de prensa era estudiar cómo se comportaban los miembros de la mesa. Todo lo que decían se citaba en los medios, pero las muecas de los que no estaban en pantalla eran generalmente más ilustrativas que las mismas respuestas. Ahora percibió, por ejemplo, lo enfadado que estaba Kjell Lindström con Evert Danielsson por haber hablado de «acción terrorista». Si había algo que la policía quería evitar era que Estocolmo, los Juegos Olímpicos o este atentado tuvieran un cariz terrorista. Además, la hipótesis terrorista era probablemente errónea.

Aunque por primera vez surgían algunos datos nuevos. Annika garabateó algunas preguntas en el bloc. Tenía el dato de la persona vestida de oscuro que estaba junto al estadio, ¿cuándo y dónde? Así que había un testigo, ¿quién era y qué hacía allí? Las muestras de explosivo se habían enviado a Londres, ¿por qué? ¿Por qué razón no se encargaban de los análisis los técnicos de Linköping? ¿Cuándo estarían listos? ¿Cómo sabían que el explosivo era de uso civil? ¿Qué significaba eso para la investigación? ¿La reducía o la ampliaba? ¿Era fácil conseguir explosivo de uso civil? ¿Cuánto tiempo necesitarían para reparar la gradería norte? ¿Estaba el estadio asegurado, y si era así, por quién? ¿Sabían quién era la víctima en realidad o no? ¿Cuáles eran las pistas de las que había hablado Kjell Lindström que quizá pudieran ayudar a la identificación? Suspiró de nuevo. Esta historia podía ser grande y larga.


El fiscal general Kjell Lindström se alejó a zancadas por el pasillo al salir de la sala de prensa, con el rostro pálido y sujetando convulsivamente el maletín. Si no se contenía, estrangularía al jefe del comité organizador, Evert Danielsson. Detrás de él iba el resto de participantes de la rueda de prensa y los tres policías uniformados que habían estado de guardia en la parte trasera. Uno de ellos cerró la puerta y evitó a los últimos y pegajosos reporteros.

– No entiendo por qué tiene que ser tan polémico decir lo que todos piensan -dijo ofendido el jefe del comité organizador a su espalda-. Está claro que se trata de un acto terrorista. En el comité organizador creemos que es importante crear rápidamente una opinión, una fuerza contra el intento de sabotear los Juegos…

El fiscal general se dio la vuelta y se colocó muy cerca de Evert Danielsson.

– Read my lips [1] No-Hay-Ningún-Tipo-De-Sospechas-De-Acto-Terrorista. ¿Okey? Lo último que la policía necesita ahora es un jodido debate sobre el terrorismo y la lucha contra los atentados. Un debate así nos exigiría mayor vigilancia de los estadios olímpicos y edificios públicos y no tenemos personal… ¿Sabe cuántos estadios están relacionados con los Juegos de una u otra forma? Sí, por supuesto que lo sabe. ¿Se acuerda del jaleo que se montó cuando actuaba Tigern? Explosionó unas pequeñas cargas y todos los jodidos reporteros del país se dedicaron a pasearse en medio de la noche por los estadios sin vigilancia escribiendo artículos sobre la escasez de vigilantes.

– ¿Cómo están tan seguros de que no es un acto terrorista? -preguntó Danielsson algo asustado.

Lindström suspiró y reanudó su camino.

– Tenemos razones, créame -dijo sin volverse.

– ¿Cuáles? -insistió el jefe del comité.

El fiscal volvió a detenerse.

– Fue un trabajo desde dentro -dijo-. Lo hizo alguien de la organización de los Juegos, ¿okey? Fue uno de los suyos, tío. Por eso es jodidamente desafortunado que lance frases sin ton ni son sobre actos terroristas, ¿entiende?

Evert Danielsson palideció.

– No es posible.

Kjell Lindström siguió caminando.

– Sí -contestó-. Y si acompaña a los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal podrá contarles exactamente quiénes, dentro de la organización, tienen acceso a todas las tarjetas de entrada, llaves y códigos de alarma del estadio.


En el mismo momento en que Annika entró en la redacción después de la rueda de prensa, Ingvar Johansson la llamó con la mano desde el módem.

– ¡Ven y mira si entiendes esto! -exclamó.

Annika fue primero a su despacho y colgó el bolso, abrigo, bufanda y el gorro. Sentía el jersey pegajoso bajo los brazos y de repente recordó que no se había duchado por la mañana. Se ajustó la chaqueta y confió en no oler a sudor.

Janet Ullberg, la joven reportera suplente, e Ingvar Johansson estaban inclinados sobre uno de los ordenadores de la redacción equipados con un módem rápido. Ingvar tecleaba algo.

– Janet no ha conseguido localizar a Christina Furhage en todo el día -informó-. Tenemos un número que por lo visto no funciona. Según el comité organizador de los Juegos debería estar en la ciudad, seguramente en casa. Por eso queríamos comprobar sus datos en el ordenador, para ir a su casa. Y cuando los introducimos, no concuerdan. Parece como si ella no existiera.

Le mostró los datos en la pantalla del ordenador; ninguna Christina Furhage: «El nombre no existe con estos datos». Annika pasó por detrás de Janet y se sentó en una silla junto al teclado.

– Claro que existe, todos existimos -dijo Annika-. Sólo habéis hecho una búsqueda incompleta.

– No entiendo nada -aseguró la suplente con un hilo de voz-. ¿Qué está haciendo?

Annika explicaba mientras tecleaba.

– Dafa Spar, eso quiere decir Registro Estatal de Personas y Direcciones. Bueno, ahora en realidad ya no se llama Dafa, sino Sema Group creo, pero todos lo llaman Dafa Spar. Ya ni siquiera lo gestiona el Estado, sino una compañía franco-inglesa… Bueno, aquí está cada persona del país registrada con su número de identificación, dirección, dirección anterior y lugar de nacimiento, tanto suecos como extranjeros que han obtenido un número de identificación personal. Antes también se podían encontrar los lazos familiares como hijos y cónyuges, pero eso se suprimió hace un par de años. A través del módem conectamos con algo que se llama Info-plaza, mira. Se pueden elegir diferentes bases de datos, registro de coches y sociedades anónimas por ejemplo, pero nosotros vamos a Spar. ¡Mira! Escribes Spar aquí, en la línea del menú…

– Me voy. Llámame luego -dijo Ingvar Johansson y se dirigió hacia la mesa de noticias.

– … y ya hemos entrado. Ahora podemos elegir diferentes funciones, preguntarle al ordenador distintas cosas. ¿Ves? F2 si tienes el número personal de una persona y quieres saber de quién es, F3 si tienes una fecha pero te faltan las últimas cuatro cifras, F4 y F5 son funciones bloqueadas, lazos familiares, pero podemos usar F7 y F8. Para saber dónde vive una persona se aprieta el F8, nombre. Voilal

Annika pidió la información y apareció un formulario de preguntas en la pantalla.

– Buscamos a Christina Furhage, que vive en alguna parte de Suecia -dijo y rellenó la información necesaria; sexo, nombre y apellido. Añadió el dato de una posible fecha de nacimiento, dejó la letra mayúscula de la región y el código postal vacíos. El ordenador procesó y después de algunos segundos aparecieron tres líneas en la pantalla.

– Okey, vayamos paso a paso -explicó Annika y señaló la pantalla con un bolígrafo-. Mira esto: «Furhage, Eleonora Christina, Kalix, nacida 1912, hist.». Quiere decir que los datos son históricos, probablemente la anciana esté muerta. Las personas fallecidas permanecen en el registro algunos años. También es posible que haya cambiado de nombre, se ha podido casar con algún viejo en la residencia. Si quieres, puedes marcar su nombre y apretar en F7, datos históricos, pero ahora no tenemos tiempo.

Bajó el bolígrafo a la línea siguiente.

– «Furhage, Sofía Christina, Kalix, nacida 1993.» Es casi un bebé. Probablemente pariente de la primera. Los apellidos extraños aparecen casi siempre en la misma población.

Bajó de nuevo el bolígrafo.

– Ésta debe ser nuestra Christina.

Annika escribió una «v» delante de la línea y ejecutó la orden. En la pantalla apareció una información de lo más extraña. Annika comprendió.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Apretó la tecla «P» y fue a la impresora. Con la hoja impresa en alto fue hacia Ingvar Johansson.

– ¿Hemos escrito alguna vez que Christina Furhage tiene guardaespaldas? ¿Que ha sido amenazada de muerte o algo por el estilo?

Ingvar Johansson retrocedió un poco y pensó.

– No, que yo sepa. ¿Por qué?

Annika le alargó el papel de la impresora.

– Christina Furhage está amenazada de muerte, amenazada a fondo. Solamente el jefe de Hacienda de Tyresö sabe dónde vive de verdad. En Suecia sólo hay un centenar de personas con esta protección.

Le dio el papel a Ingvar Johansson. Él lo observó sin entenderlo.

– ¿Qué? Pero los datos personales no están protegidos. Su nombre está aquí.

– Sí, claro. Mira la dirección: «Jefe-loc. Tyresö».

– ¿De qué diablos estás hablando? -preguntó Johansson.

Annika se sentó.

– Las autoridades utilizan diferentes tipos de protección para personas amenazadas -explicó-. La más sencilla se llama bloqueo del registro civil. No es infrecuente, hay unas cinco mil personas en Suecia con datos personales secretos. Sale en la pantalla con estas palabras: «Datos personales protegidos».

– Sí, bueno, pero éste no es el caso -dijo Ingvar Johansson.

Annika hizo como si no lo oyera.

– Para que los datos personales estén protegidos tiene que existir un tipo de amenaza concreta. La decisión de bloquear los datos la toma el jefe local de Hacienda del lugar en que la persona está empadronada.

Annika golpeó el papel con el bolígrafo.

– Este, sin embargo, es muy poco frecuente. Es una protección mucho más fuerte y complicada que salvaguardar los datos y ser invisible en los registros de las autoridades. Furhage simplemente no existe en el registro, sólo aquí, con una referencia al jefe local de Hacienda de Tyresö, en las afueras de Estocolmo. Él es la única autoridad de todo el país que sabe dónde vive.

Ingvar Johansson la miró escéptico.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– ¿Te acuerdas de mi trabajo sobre la Fundación Paraíso? ¿Una serie de artículos que escribí sobre las personas que viven clandestinamente en Suecia?

– Sí, claro. ¿Y?

– Es la única vez que he encontrado una imagen así en la pantalla. Fue cuando buscaba personas que las autoridades se habían esforzado en ocultar.

– Pero Christina Furhage no está oculta.

– No la hemos encontrado, ¿verdad? En realidad, ¿qué número tenemos de ella?

Fueron a la guía telefónica electrónica del periódico que estaba en todos los ordenadores de la redacción. Bajo el nombre Christina Furhage, título: responsable jefa JJ. OO., había un número de un teléfono móvil GSM. Annika llamó al número. La voz automática del contestador de Telia respondió rápidamente.

– El teléfono no está operativo.

Llamó a información telefónica para preguntar el nombre del abonado del número del GSM. Los datos eran secretos. Ingvar Johansson resopló.

– De cualquier manera, ya es tarde para la foto de Furhage frente al estadio -anunció-. La sacaremos por la mañana.

– Tenemos que hablar con ella -dijo Annika-. Es evidente que tiene que comentar esto.

Se levantó y se dirigió hacia su despacho.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Ingvar Johansson.

– Llamar al comité organizador de los Juegos Olímpicos. Tienen que saber qué diablos está pasando -contestó Annika.


Se dejó caer en su silla y apoyó la cabeza contra la mesa. La frente golpeó sobre un bollo de canela seco que estaba en la mesa desde el día anterior, le dio un bocado y lo mezcló en la boca con los restos de Coca-Cola light. Después de recoger las migas con los dedos llamó a la centralita del comité de los Juegos. Comunicaban. Llamó otra vez, pero cambió el último cero por un uno, un viejo truco para no pasar por la centralita sino directamente a un despacho. A veces una tenía que llamar cientos de veces, pero casi siempre acababa en el despacho de un pobre oficinista que hacía horas extraordinarias. Este no fue el caso: funcionó a la primera y el jefe del comité en persona, Evert Danielsson, contestó.

Annika pensó un segundo antes de decidirse por saltarse los preliminares e ir directamente al grano.

– Queremos un comentario de Christina Furhage -comenzó-, y lo queremos ahora mismo.

Danielsson gimió.

– Hoy ya han llamado diez veces. Les hemos dicho que le transmitiremos sus preguntas.

– Queremos hablar con ella en persona. No se puede esconder un día así, ¿no lo entienden? ¿Qué impresión causará? ¡Son sus Juegos! No suele importarle hablar. ¿Por qué se oculta? Hágala aparecer ahora mismo.

Danielsson respiró pesadamente durante algunos segundos.

– No sabemos dónde está -dijo luego en voz baja.

Annika advirtió que el puzzle se hacía más complicado y conectó la grabadora que tenía junto al teléfono del despacho.

– ¿Tampoco han conseguido hablar con ella? -preguntó lentamente.

Danielsson tragó.

– No -respondió-. En todo el día. Tampoco hemos conseguido hablar con su marido. Pero no escribirá esto, ¿verdad?

– No lo sé -contestó Annika-. ¿Dónde puede estar?

– Creíamos que estaba en casa.

– ¿Y eso dónde es? -preguntó Annika y pensó en la imagen del ordenador.

– Aquí en la ciudad. Pero no abre nadie.

Annika tomó aliento y preguntó rápidamente:

– ¿Qué clase de amenazas había recibido Christina Furhage?

El hombre jadeó.

– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?

– Venga -dijo Annika-. Si quiere que no escriba sobre esto tiene que contarme cómo están las cosas de verdad.

– ¿Cómo…? ¿Quién ha dicho…?

– No está registrada en el padrón. Eso significa que hay una amenaza concreta contra ella y que un fiscal puede emitir una orden de alejamiento contra la persona que la ha amenazado. ¿Ha ocurrido eso?

– ¡Dios mío! -exclamó Danielsson-. ¿Quién se lo ha contado?

Annika suspiró en silencio.

– Está en Dafa Spar. Sólo hay que leer entre líneas si se entiende el lenguaje. ¿Hay alguna resolución del fiscal que prohiba acercarse a la persona que ha amenazado a Christina Furhage?

– No puedo decir nada más -respondió el hombre sofocado y colgó.

Annika escuchó un par de segundos el silencio de la línea antes de exhalar un suspiro y colgar el teléfono.


Evert Danielsson levantó la mirada hacia la mujer que estaba en el umbral.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

– ¿Qué haces aquí? -respondió Helena Starke y cruzó los brazos sobre el pecho.

El jefe del comité organizador se levantó de la silla de Christina Furhage y miró aturdido a su alrededor, como si no se hubiera dado cuenta hasta ahora de que estaba sentado en la mesa de la directora general.

– Sí, yo… quería ver una cosa. La agenda de Christina, ver si había escrito algo en su calendario, sobre ir a algún sitio o… pero no la encuentro.

La mujer clavó sus ojos en Evert Danielsson. Él sostuvo la mirada.

– ¡Vaya pinta que tienes! -exclamó, sin poder contenerse.

– ¡Qué comentario más machista! -respondió ella con una mueca de disgusto y se encaminó al escritorio de Christina Furhage-. Anoche cogí una cogorza y hoy por la mañana vomité sobre la alfombra del vestíbulo. Si dices que es un comportamiento poco femenino, te parto la boca.

El hombre dejó que la lengua se le deslizara involuntariamente sobre los dientes delanteros.

– Hoy Christina debería estar en casa con su familia -dijo Helena Starke y abrió el segundo cajón del escritorio de la jefa de los Juegos-. Eso quiere decir que piensa trabajar en casa en lugar de aquí, en la oficina -aclaró.

El jefe del comité olímpico vio que Helena Starke cogía una gruesa agenda y la abría por el final. Pasó algunas hojas hacia delante. El papel crujía.

– Nada. Sábado dieciocho de diciembre. Está completamente vacío.

– Quizá tenga limpieza de Navidad -comentó Evert Danielsson y ahora él y Helena Starke sonrieron al unísono. La idea de que Christina se pusiera un delantal y se paseara por casa con un plumero era cómica.

– ¿Quién era? -preguntó Helena Starke y colocó de nuevo la agenda en el cajón. El jefe del comité observó cómo lo volvía a cerrar meticulosamente y echaba el cerrojo en una esquina del mismo.

– Una periodista del Kvällspressen. No recuerdo el nombre.

Helena se guardó la llave en el bolsillo delantero de sus vaqueros.

– ¿Por qué dijiste que no habíamos localizado a Christina?

– ¿Qué iba a decir? ¿Que no quiere hacer comentarios? Eso sería todavía peor.

Danielsson abrió los brazos.

– La cuestión es -dijo la mujer y se acercó tanto al hombre que éste recibió su aliento cargado de alcohol en la cara-, la cuestión es saber dónde está Christina, ¿o no? ¿Por qué no ha venido? Dondequiera que esté, tiene que ser un lugar donde no pueda recibir noticias, ¿verdad? ¿Dónde coño estará? ¿Tienes alguna idea?

– ¿En el campo?

Helena Starke lo observó con ironía.

– ¡Por favor! Y ese rollo del terrorismo que sacaste en la rueda de prensa no fue muy inteligente. ¿Qué crees que dirá Christina de eso?

Ahora Evert Danielsson estalló; aquella pesada sensación de fracaso le parecía tan injusta que le agobiaba.

– Eso fue lo que decidimos, ¿no? Tú también estuviste en la reunión. No fue sólo idea mía. Debíamos tomar la iniciativa en el debate y crear rápidamente opinión, estábamos de acuerdo en eso.

Helena le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta.

– Resultó un poco embarazoso que la policía lo desmintiera todo con tanto énfasis. En la televisión parecías histérico y paranoico, no era muy favorecedor.

Se dio la vuelta en el umbral y apoyó la mano en el quicio de la puerta.

– ¿Te vas a quedar aquí, o cierro con llave?

El jefe del comité abandonó el despacho de Christina Furhage sin decir palabra.


La reunión de redacción tuvo lugar en la mesa de conferencias del director. Aktuellt comenzaba dentro de un cuarto de hora y todos los participantes menos Jansson estaban ahí.

– Ahora viene -notificó Annika-. «Sólo va».

«Sólo voy» era una expresión para explicar los retrasos que se debían a la confusión en general u otras minucias: reporteros que no comprendían lo que tenían que hacer o un lector que quería expresar por teléfono su opinión en ese mismo instante. También podía implicar ir al baño o a tomar un café.

Los participantes se prepararon y esperaron en torno a la mesa. Annika revisó sus anotaciones con los puntos que aportaría en la reunión. No tenía una larga lista como Ingvar Johansson, que en ese momento repartía notitas a todos los participantes con la lista de trabajos pendientes. El jefe gráfico Pelle Oscarsson hablaba por el teléfono móvil. El director se balanceaba y miraba sin prestar atención a la televisión sin sonido.

– Sorry -dijo el redactor jefe de noche cuando entró en la habitación con una taza de café en una mano y un borrador con todas las páginas del periódico en la otra. Aún estaba recién levantado, acababa de tomar el segundo café del día. Por supuesto derramó un poco al cerrar la puerta.

Anders Schyman lo vio y resopló.

– Okey -empezó, apartó una silla y se sentó a la mesa-. Comencemos por el Dinamitero. ¿Qué tenemos?

Annika no esperó a Ingvar Johansson, sino que comenzó a hablar. Sabía que al redactor jefe le gustaba hablar de todo, hasta del área de responsabilidad de ella. No pensaba permitírselo.

– Desde mi punto de vista, habrá cuatro artículos de la sección de sucesos -anunció-. No podemos olvidar la hipótesis terrorista, pero la policía lo quiere matizar. Podría ser un artículo independiente. El caso es que hemos descubierto que la jefa de los Juegos Olímpicos, Christina Furhage, está sometida a algún tipo de amenaza. Está empadronada en la delegación de Hacienda de Tyresö. Además, nadie sabe dónde se encuentra ahora mismo, ni siquiera sus colaboradores más cercanos del comité organizador. Yo escribiré sobre esto.

– ¿Qué titular tienes pensado? -preguntó Jansson.

– Algo como «La jefa olímpica vive amenazada» y luego una cita conmovedora de Danielsson: «Es un acto terrorista».

Jansson asintió complacido.

– Luego tenemos, por supuesto, la noticia en sí, que debe elaborarse a conciencia. Se podría hacer con una gran foto de los destrozos con flechas y texto alrededor. Patrik está en ello. Tenemos fotos del estadio de día, tanto desde el aire como desde el tejado de Lumahuset, ¿no es así, Pelle?

El redactor gráfico asintió.

– Sí, creo que las del helicóptero son mejores. Por desgracia, las fotos desde el tejado están muy subexpuestas, es decir, son demasiado oscuras. He intentado aclararlas en el mace, pero están desenfocadas, así que creo que utilizaremos las fotos aéreas.

Jansson escribió algo en su borrador. Annika sintió que la ira se avivaba como un fuego en su interior, ¡maldito jodido fotógrafo Armani que no sabía enfocar ni colocar el diafragma!

– ¿Quién sacó las fotos? -preguntó Andres Schyman.

– Olsson -dijo Annika rápidamente.

El director anotó algo.

– ¿Qué más?

– ¿Quién es la víctima? ¿Hombre, mujer, joven, viejo? El dictamen del forense, la investigación técnica de la policía, ¿de qué pistas hablaba el fiscal general en la rueda de prensa? En eso estamos Berit y yo.

– ¿Qué tenemos hasta ahora? -inquirió Schyman.

Annika suspiró.

– Por desgracia no mucho. Trabajaremos en ello durante la noche. Siempre saldrá algo.

El redactor jefe asintió y Annika continuó.

– Luego tenemos el misterio de la víctima, la búsqueda del Dinamitero, pistas, teorías, pruebas. ¿Quién era el hombre de oscuro que estaba junto al estadio antes de la deflagración? ¿Quién es el testigo que lo vio? Patrik, escribe sobre eso. No hemos podido encontrar a Tigern, y la policía tampoco. Según Lindström no es sospechoso de ningún crimen, pero eso es bullshit [2]. Es posible que emitan una orden de busca y captura esta tarde o esta noche, eso debéis controlarlo. Y por supuesto el lado olímpico, pero de eso te encargas tú, Ingvar…

El redactor jefe carraspeó.

– Sí, en efecto. La seguridad en los Juegos Olímpicos. Hemos hablado con Samaranch, del COI, en Lausana; tiene plena confianza en Suecia como organizadora y también confía en que la policía sueca pronto atrapará al criminal, bla, bla, bla… Además, dice que los Juegos no están de ninguna manera en peligro. Luego tenemos el «qué pasa ahora»; lo ha hecho Janet. La gradería se va a reconstruir inmediatamente. El trabajo comenzará tan pronto como los técnicos de la policía hayan acabado su investigación. Se calcula acabarlo en siete, ocho semanas. Después está lo del taxista herido, somos los únicos que lo tenemos, así que haremos bastante con él. Estamos reuniendo documentación sobre los atentados que recordamos en los Juegos Olímpicos. Sobre otros Tigern, a no ser que a éste lo encontremos esta noche. Entonces haríamos algo aparte con él.

– Hay un número de teléfono con su nombre en la guía -intervino Annika-. Le he dejado un mensaje en el contestador, quizá nos llame.

– Okey. Nils Langeby recoge las reacciones en el mundo; habrá un pequeño complemento al lado. Y luego tenemos la reacción de los suecos, llama y opina acaba de comenzar.

Calló y hojeó sus papeles.

– ¿Algo más? -preguntó el director.

– Tenemos las fotos de Henriksson del fuego eterno -dijo Annika-. Salieron en la primera edición, pero el país no las ha visto. Sacó bastantes carretes, quizá nosotros podríamos utilizar alguna variante para el artículo del periódico de mañana sobre la víctima. ¿Recycling?

Pelle Oscarsson asintió.

– Sí, hay cantidad de fotos. Seguro que podemos encontrar una que no sea demasiado parecida.

– Ahora empieza Aktuellt -anunció Ingvar Johansson, y subió el volumen con el mando a distancia.

Todos se volvieron concentrados hacia el aparato para ver lo que había reunido la televisión sueca. Comenzaron con imágenes de la rueda de prensa en la jefatura de policía, luego pasaron al estadio durante la mañana, todavía humeante. Después siguieron entrevistas con distintas personas: el fiscal general Lindström, Evert Danielsson, del comité organizador, un inspector, una anciana que vivía junto al estadio y se había despertado con la explosión.

– No tienen nada nuevo -constató Johansson y cambió a la CNN.

Continuaron con la reunión e Ingvar Johansson expuso el resto de asuntos para el periódico del día siguiente. Dejaron el aparato de televisión con el volumen bajo mientras la CNN pasaba su Breaking News. Un reportero de la CNN reaparecía de vez en cuando para dar paso a sus colegas, en el cordón policial de la villa olímpica. Tenían otro reportero frente a la jefatura de policía y un tercero en las oficinas centrales del Comité Olímpico Internacional, en Lausana. Los reporteros en directo eran interrumpidos de vez en cuando por reportajes grabados sobre los distintos actos violentos que habían ocurrido años atrás en otros juegos. Personajes famosos internacionales comentaban los hechos; un responsable de prensa de la Casa Blanca hizo una declaración condenando el acto terrorista en Suecia.

Annika se dio cuenta de que ya no escuchaba lo que decía Ingvar Johansson. Cuando éste llegó a las páginas de ocio se disculpó y abandonó la reunión. Se fue otra vez a la cafetería, encargó pasta con gambas, pan y cerveza sin alcohol. Mientras el microondas giraba detrás del mostrador, se sentó y miró fijamente a la oscuridad. Si forzaba la vista y enfocaba con cuidado podía ver las ventanas del edificio de enfrente. Cuando se relajó sólo vio el reflejo de su imagen en el cristal.

Después de comer reunió a su pequeña redacción, Patrik y Berit, y concertó un encuentro con ellos en su despacho.

– Yo escribiré sobre el terrorismo -dijo Annika-. ¿Sabes algo de la víctima, Berit?

– Sí, bastante -contestó la reportera y miró sus anotaciones-. Los técnicos han encontrado una serie de objetos que le pertenecían. Estaban bastante destrozados, pero han constatado que era un maletín, un filofax y un teléfono móvil.

Se quedó en silencio y vio que Annika y Patrik abrían los ojos.

– ¡Dios mío! -exclamó Annika-. ¿Entonces saben quién es la víctima?

– Seguramente -dijo Berit-, pero se lo callan como muertos. Me costó dos horas sacar esto.

– ¡Es magnífico! -comentó Annika-. ¡Fantástico! ¡Qué buena eres! ¡Bravo! Esto no lo he oído en ninguna otra parte.

Se recostó en la silla, riéndose y aplaudiendo. Patrik sonrió.

– ¿Cómo te va a ti? -preguntó Annika.

– Estoy con los hechos, puedes verlo, está en el ordenador, reconstruido alrededor de la foto del estadio, como dijiste. De la caza del asesino no tengo demasiado, lo siento. La policía ha ido de casa en casa por el puerto durante el día, pero la gente todavía no se ha mudado a las casas de la villa olímpica, así que la zona está bastante vacía.

– ¿Quién es el hombre de oscuro, y quién es el testigo?

– No he conseguido averiguarlo -dijo Patrik.

De repente Annika recordó algo que le había dicho el taxista camino del estadio por la mañana temprano.

– Hay un club ilegal por ahí -comunicó y se enderezó en la silla-. El taxista herido tenía una carrera allí cuando todo estalló. Debe ser alguno de la zona, cliente o personal. Ahí tenemos a nuestro testigo. ¿Hemos hablado con ellos?

Patrik y Berit se miraron.

– ¡Tenemos que ir al puerto y hablar con ellos! -dijo Annika.

– ¿Un club ilegal? -observó Berit escéptica-. ¿Crees que querrán hablar con nosotros?

– ¡Espero que sí! -exclamó Annika-. Nunca se sabe. Pueden hablar anónimamente o hasta off the record, contando sólo algo de lo que vieron o saben.

– No está tan mal, no… -dijo Patrik-. Podríamos sacar algo.

– ¿Ha hablado la policía con ellos?

– En realidad no lo sé, no lo he preguntado -respondió Patrik.

– Okey -añadió Annika-. Yo llamaré a la policía si tú tratas de encontrar a alguien del club ilegal. Llama al taxista herido, lo tenemos oculto en el Royal Viking, y él sabe dónde está exactamente el club. No creo que abran esta noche, el local seguramente está dentro del cordón policial. Pero de cualquier manera habla con el taxista, entérate si tiene el nombre del cliente al que llevó, quizá fue él quien le recomendó el club porque conoce a alguien allí, nunca se sabe.

– Me voy ahora mismo -dijo Patrik, cogió la chaqueta y salió.

Annika y Berit se quedaron sentadas en silencio después de que Patrik saliera.

– ¿En realidad qué piensas de todo esto? -preguntó al fin Annika.

Berit suspiró.

– Me resulta difícil creer que sea un acto terrorista. ¿Contra quién, y por qué? ¿Contra los Juegos Olímpicos? ¿Por qué comenzar ahora? ¿No es un poco tarde para eso?

Annika garabateaba en su bloc.

– Sé una cosa -dijo-. Es de absoluta importancia que la policía detenga al Dinamitero; si no, este país tendrá una resaca como no se conocía desde que dispararon a Palme.

Berit asintió, cogió sus cosas y fue a su mesa.


Annika llamó a su fuente, pero no estaba localizable. Envió a Patrik un correo electrónico con el comentario oficial de la policía sobre el club ilegal. Luego cogió la guía estatal y buscó el nombre del jefe local de Hacienda de Tyresö. Ahí constaba su nombre y el año de nacimiento. A causa de que su nombre era demasiado común no fue posible encontrarlo en la guía de teléfonos, así que tuvo que buscarlo primero en el ordenador. De esa forma consiguió su dirección particular y número de teléfono en pocos segundos.

Contestó a la cuarta señal. Al fin y al cabo era sábado. Annika conectó la grabadora.

– No puedo decir nada del empadronamiento de Christina Furhage -respondió el jefe de Hacienda y pareció como si fuese a colgar.

– Claro que no -contestó Annika tranquila-. Sólo quisiera hacerle algunas preguntas sobre este tipo de empadronamientos y las clases de amenazas.

De fondo, al mismo tiempo, se oían las risas de una gran reunión. Debía de haber llamado en medio de una cena o una fiesta con glög.

– Llámeme mañana a la oficina -dijo el jefe de Hacienda.

– Es que entonces el periódico ya estará impreso -contestó Annika suavemente-. Los lectores tienen derecho a tener un comentario sobre esto mañana mismo. ¿Qué razones les doy a los lectores de su negativa a responder?

El hombre respiraba en silencio en el auricular. Annika sentía cómo sopesaba su respuesta en silencio. Seguramente habría comprendido su alusión a la bebida. Por supuesto, ella nunca escribiría algo así en el periódico, eso no se hace. Pero si las autoridades se negaban a colaborar no dudaba en contraatacar y fanfarronear para conseguir lo que quería.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó el jefe fríamente.

Annika sonrió.

– ¿Qué se necesita para que una persona esté protegida en el padrón? -inquirió ella.

Ella ya lo sabía, pero las palabras del hombre al describirlo serían una recapitulación del caso de Christina.

El hombre resopló y se puso a pensar. No lo tenía precisamente en la cabeza.

– Bueno, se necesita una amenaza. No sólo una llamada telefónica, sino algo más, algo serio.

– ¿Una amenaza de muerte? -dijo Annika.

– Sí, por ejemplo. Aunque hace falta algo más, algo que haga que un fiscal dicte una orden.

– ¿Un hecho? ¿Algún tipo de acto violento? -preguntó Annika.

– Sí, algo así.

– ¿Se dictaría una orden de protección en el padrón por algo que fuera menos grave de lo que me ha descrito?

– No, no se haría -respondió el hombre con total seguridad-. Si la amenaza es de una naturaleza menos peligrosa es suficiente con un control en el registro civil.

– ¿A cuántas personas ha tenido que proteger en el padrón desde que está destinado en Tyresö?

– A tres.

– Christina Furhage, su marido y su hija -constató Annika.

– Yo no he dicho eso -respondió el hombre enfadado.

– ¿Qué tipo de amenaza recibió Christina Furhage?

– Eso no puedo comentarlo.

– ¿Qué clase de acto violento motivó la decisión de protegerla en el padrón?

– No puedo decir nada más sobre esto. Ahora cuelgo -dijo el hombre y lo hizo.

Annika sonrió ampliamente. Lo había conseguido. Sin nombrar a Christina, el hombre se lo había confirmado todo.


Después de hacer todavía algunas llamadas de control, escribió su artículo sobre la amenaza y mantuvo la hipótesis terrorista en un nivel razonable. Estaba lista pasadas las once, y Patrik aún no había regresado. Buena señal.

Entregó el texto a Jansson que ahora, sentado a la mesa, estaba en plena ebullición. Tenía el pelo desordenado y hablaba por teléfono sin parar.

Decidió volver andando a casa, a pesar del frío, la oscuridad y su cabeza vacía. Le dolían las piernas, le ocurría siempre que estaba cansada. Un paseo rápido era la mejor medicina; de esa manera evitaría tomar un analgésico al llegar a casa. Una vez se hubo decidido se enfundó el abrigo y se puso el gorro sobre las orejas antes de arrepentirse.

– Estaré en el móvil -anunció a Jansson al salir. Él saludó con la mano sin levantar la vista del teléfono.

La temperatura había subido y bajado; entonces estaba justo bajo cero, y grandes copos de nieve comenzaban a caer suavemente. Casi colgaban inmóviles del aire, se balanceaban un poquito de aquí para allá en su descenso hacia el suelo. Arropaban los ruidos en algodón. Annika no oyó al autobús 57 hasta que pasó junto a ella.

Bajó por las escaleras hacia el Rllambshovsparken. El sendero a través de la explanada de hierba estaba embarrado y lleno de surcos de los cochecitos de bebés y bicicletas deportivas; tropezó y estuvo a punto de caer, lo que le hizo blasfemar en voz baja. Una liebre se asustó y se alejó de ella hacia las sombras. ¡Mira que haber tantos animales en la ciudad! Una vez Thomas fue perseguido por un tejón en Agnegatan cuando volvía del bar. Se rió en voz alta en la oscuridad al recordarlo.

Entre las casas venteaba con más fuerza y se arregló la bufanda. Los copos de nieve eran más intensos y humedecieron su cabello. No había visto a los niños en todo el día. No había vuelto a llamar a casa después del mediodía, era una pesadez. Generalmente se sentía okey trabajando entre semana, cuando todos los peques de Suecia estaban en las guarderías y su conciencia descansaba. Pero un sábado como éste, una tenía que estar en casa cocinando y haciendo bollos de santa Lucía. Annika resopló e hizo que los copos se arremolinaran. El problema era que no solía ser especialmente divertido hacer bollos o cualquier otra actividad excepcional con los niños. Al principio les parecía divertidísimo, se peleaban y discutían sobre quién se ponía más cerca de ella. Despues de disputarse la masa y de haber ensuciado toda la cocina comenzaba a acabarse su paciencia. Esto le pasaba antes si estaba agobiada por el trabajo; entonces explotaba. Había terminado así más veces de las que le gustaría recordar. Los niños se sentaban enfadados frente al televisor mientras ella acababa de hacer los bollos a toda prisa. Más tarde Thomas se encargaba de acostarlos mientras ella limpiaba la cocina. Volvió a resoplar. Aunque esta vez quizá fuera diferente. Nadie se quemaría con la masa caliente y merendarían bollos de santa Lucía juntos frente al fuego.

Cuando llegó al camino junto al agua en Norr Mälarstrand aligeró el paso. El dolor de piernas comenzaba a remitir, las obligaba a mantener un paso constante y rápido. Su respiración aumentaba y el corazón encontró un ritmo nuevo e intenso.

Antes era casi más divertido trabajar que estar en casa. Como reportera veía resultados rápidos, todos la apreciaban y varias veces a la semana tenía grandes titulares. Controlaba su despacho, sabía exactamente lo que se necesitaba en diferentes situaciones, podía dirigir las cosas y exigir resultados a las personas que la rodeaban. En casa había más exigencias, eran mayores y no existían reglas. Nunca se sentía suficientemente feliz, caliente, tranquila, efectiva, pedagógica o descansada. El apartamento estaba casi siempre desaseado, la cesta de la ropa sucia rebosaba frecuentemente. Thomas era eficaz cuidando a los niños, casi mejor que ella. Pero jamás limpiaba la cocina o el fregadero, casi nunca cargaba el lavaplatos, dejaba el correo sin abrir y que la ropa se amontonase en el dormitorio. Parecía como si creyera que los platos sucios acababan en el lavaplatos por sí mismos y que los recibos se pagaban solos.

Pero en las ocho semanas que hacía desde que había sido nombrada jefa, no le había resultado tan divertido ir a trabajar. No había imaginado que su ascenso provocara tan enconadas reacciones. Ni siquiera la decisión había sido especialmente controvertida. En realidad ella había dirigido la redacción de sucesos, compaginándola con su trabajo de reportera, durante el último año. Ahora simplemente recibía el sueldo que le correspondía por el puesto, ése era su punto de vista. Pero por supuesto Nils Langeby puso el grito en el cielo. Él pensaba que era obvio que el puesto fuera para él. Tenía cincuenta y tres años y Annika sólo treinta y dos. A ésta también le sorprendió la facilidad con que la discutían y la criticaban por las cosas más diversas. De repente la gente comentaba y enjuiciaba su forma de vestir, algo que antes nunca pasaba. Podían decir cosas sobre su personalidad o actitudes que eran descaradas. No comprendía que se había convertido en propiedad pública cuando se puso la gorra de jefe. Ahora lo sabía.

Aceleró el paso. Ahora añoraba su hogar. Miró hacia arriba, a las casas que se alineaban al otro lado de la calle. Las ventanas relucían cálida y acogedoramente hacia el cielo. Casi todas estaban decoradas con estrellas de Adviento y candelabros eléctricos, todo era bonito y acogedor. Dejó la ribera y giró por John Ericssongatan, subiendo hacia Hantverkargatan.


El piso estaba en silencio y oscuro. Se quitó las botas y la ropa de abrigo cuidadosamente y se deslizó en el cuarto de los niños. Dormían con sus pijamitas, el de Ellen de Barbie y el de Kalle de Batman. Los besó ligeramente, Ellen se acurrucó en sueños.

Thomas se había acostado, pero aún no estaba dormido. Una lámpara de mesa dibujaba un resplandor recortado sobre su lado de la cama. Leía The Economist.

– ¿Agotada? -preguntó cuando ella se desvistió y le besó en el pelo.

– Más o menos -respondió Annika desde el vestidor mientras metía la ropa en la cesta-. Esta explosión es una historia espeluznante.

Estaba desnuda al salir del vestidor y se tumbó junto a él.

– ¡Qué fría estás! -dijo él.

Annika notó de repente lo fríos que tenía los muslos.

– He venido caminando.

– ¿Quieres decir que el periódico no te ha pagado un taxi en un día así? ¡Después de trabajar veinte horas, un sábado entero!

Ella se sintió súbitamente irritada.

– Por supuesto que el periódico me hubiera pagado un taxi. Quería caminar -casi gritó-. ¡Caray, no seas tan crítico!

Él dejó el periódico en el suelo, apagó la lámpara y le dio la espalda ostentosamente.

Annika suspiró.

– Venga, Thomas. No te enfades.

– Estás fuera un sábado entero y luego llegas a casa maldiciendo. ¿Tenemos que tragarnos toda tu mierda en casa?

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Lágrimas de cansancio e impotencia.

– Lo siento -susurró-. No quería enfadarme. Pero en el trabajo siempre van a por mí, es agotador. Y tengo muy mala conciencia por no estar en casa contigo y con los niños, tengo miedo de que pienses que te estoy fallando, pero el periódico tampoco permite que le falle, y estoy en medio de un fuego cruzado…

Comenzó a llorar de verdad. Le oyó suspirar desde el otro lado de la espalda. Un momento después, él se dio la vuelta y la abrazó.

– Venga, Annika, tú puedes, eres mejor que todos ellos… ¡pero, demonios, qué fría estás! No puedes resfriarte ahora, justo antes de Navidad.

Se rió entre lágrimas y se acurrucó en su regazo. El silencio cayó sobre ellos en un entendimiento cálido y confortable. Ella apoyó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Por encima flotaba el techo, en la oscuridad. De repente recordó las imágenes de la mañana, y el sueño del que le despertó el timbre del teléfono.

– Soñé contigo esta mañana -susurró.

– Un sueño caliente, espero -murmuró él, medio dormido.

Ella se rió en silencio.

– ¡No lo sabes bien! En un transbordador espacial. Y estaban los tíos de Studio Sex mirando.

– Tendrían envidia -dijo Thomas y se durmió.

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