Domingo 19 de diciembre

Los domingos siempre han sido el día fuerte de ventas para los periódicos de la tarde. La gente tiene tiempo y ganas de leer algo fácil de digerir, están lo suficientemente relajados para resolver crucigramas o enfrentarse con los juegos de preguntas. Desde hace muchos años la mayoría de los periódicos que se publican en domingo ofrecen un suplemento adicional. La estadística de consumo de periódicos, TS, no incluye la edición del domingo; sólo tiene en cuenta la del resto de la semana.

Sin embargo nada vende mejor que una noticia verdaderamente buena. Si además tiene lugar en sábado, hay potencial para un nuevo all time high [3]. Este domingo era uno de esos días. Anders Schyman lo comprendió inmediatamente cuando un mensajero le entregó los dos periódicos de la tarde en su casa de Saltsjöbaden. Los llevó a la mesa de la cocina, donde su mujer le servía el café.

– ¿Está bien? -preguntó su mujer, pero él sólo gruñó por respuesta. Este era el momento mágico del día. Sus nervios se tensaban y se concentraba vigorosamente en los periódicos, colocaba los dos frente a él sobre la mesa y comparaba las primeras páginas. Constató que Jansson lo había conseguido de nuevo y sonrió. Los dos periódicos habían propuesto la hipótesis terrorista, pero el Kvällspressen era el único que añadía la noticia de la amenaza a la directora general Christina Furhage. La portada del suplemento de Kvällspressen era mejor, tenía más famosos en los recuadros y una foto más espectacular del estadio. Esbozó una sonrisa aún más amplia y se relajó.

– Sí, gracias -le dijo a su mujer y buscó la taza de café-. En realidad está muy bien.


Lo primero que Annika oyó fueron las voces de los dibujos animados del Canal 3 matutino. Los aullidos y los efectos especiales se filtraban bajo la puerta del dormitorio como una cascada histérica. Se puso la almohada sobre la cabeza para no oírlos. Éste era uno de los pocos inconvenientes de tener hijos: los afectados actores de segunda que doblaban al sueco Darkwing Duck eran más de lo que podía aguantar. Thomas, como de costumbre, no oyó nada. Él continuaba durmiendo con la manta enredada entre las piernas.

Se quedó tumbada e inmóvil, durante un momento, y sintió que estaba cansada; el dolor de piernas no había desaparecido del todo. Las cavilaciones sobre el Dinamitero le rondaron de nuevo; creía haber soñado con el atentado. Siempre le ocurría lo mismo cuando surgía una gran noticia: entraba en un largo túnel del que no salía hasta que la historia había pasado completamente. A veces se obligaba a detenerse y hacer una pausa para tomar aliento, tanto por ella misma como por los niños. A Thomas no le gustaba que se concentrara tanto en su trabajo.

– Sólo es un trabajo -solía decir-. Parece que siempre tengas que escribir como si fuera cuestión de vida o muerte.

«Es que siempre es así, por lo menos en mi trabajo», pensaba Annika.

Suspiró, apartó la almohada y la manta y se incorporó. Se puso en pie y se bamboleó un momento, aún más cansada de lo que pensó en un primer momento. La mujer que se reflejaba en el cristal de la ventana del dormitorio parecía tener cien años. Suspiró de nuevo y se dirigió a la cocina.

Los peques ya habían comido. Los platos estaban sobre la mesa de la cocina, nadando en pequeños lagos de productos lácteos derramados. Kalle ya podía coger él mismo el yogur y los cereales. Después de quemarse con el tostador había dejado de servirle a Ellen pan tostado con mantequilla de cacahuete, que era uno de sus desayunos favoritos.

Puso agua para el café y fue a ver a los niños. La recibieron gritos de júbilo antes de entrar en la habitación.

– ¡Mamá!

Cuatro brazos y otros tantos ojos hambrientos corrieron a su encuentro, bocas húmedas la besaron y la abrazaron y le aseguraron que «mamá, mamá, querida mamá, te hemos echado de menos, mamá ¿dónde estabas ayer, estuviste trabajando todo el día?, ayer no viniste a casa, mamá, nos dormimos…».

Los acunó a ambos en su regazo, en cuclillas en la puerta del salón.

– Ayer compramos una película nueva, Estás loca, Madicken. Daba mucho miedo, un señor pegaba a Mia, ¿quieres ver mi dibujo? ¡Es para ti!

Los dos se desenredaron de sus brazos al mismo tiempo y salieron corriendo cada uno por su lado. Kalle fue el primero en regresar a sus brazos, con la funda de la película del libro de Astrid Lindgren sobre su amiga de la infancia.

– El director del colegio era muy tonto, azotó a Mia porque le cogió el monedero -dijo Kalle seriamente.

– Lo sé, eso no está bien -respondió Annika y acarició el pelo del niño-. Eso pasaba antes en la escuela. Horrible, ¿verdad?

– ¿Ahora también pasa eso en la escuela? -preguntó Kalle preocupado.

– No, ya no -contestó Annika y le besó en la mejilla-. Nunca jamás nadie le hará daño a mi niño.

Se oyó un grito terrible desde el cuarto de los pequeños.

– Mi dibujo no está. ¡Kalle lo ha cogido! El niño se quedó de piedra.

– ¡No he sido yo! -chilló-. Eres tú quien lo ha perdido. ¡Has sido tú, has sido tú!

El grito se tornó llantina.

– ¡Kalle es tonto! Tú has cogido mi dibujo.

– ¡Guarra! No he sido yo.

Annika dejó al niño en el suelo, se levantó y le cogió de la mano.

– Bueno, ya vale -dijo muy seria-. Ven, vamos a buscar el dibujo. Seguro que está sobre la mesa. Y no llames guarra a tu hermana, no quiero oír esa palabra.

– Guarra, guarra -gritó Kalle.

La llantina se convirtió de nuevo en un grito terrorífico.

– ¡Mamá, es tonto! Me ha llamado guarra.

– ¡Callaos! -exclamó Annika levantando la voz-. Vais a despertar a papá.

Cuando entró con el niño en el cuarto, Ellen estaba sentada con el puño levantado dispuesta a pegar a su hermano. Annika la atrapó antes de que el golpe acertara y notó que perdía la paciencia.

– ¡Parad ahora mismo! -chilló ella-. ¡Vale ya! ¡Los dos!, ¿me oís?

– ¿Qué pasa? -oyó decir a Thomas desde el dormitorio-. ¡Mierda, que uno no pueda dormir una sola mañana…!

– ¿Lo veis? Ahora habéis despertado a papá -gritó Annika.

– Tú chillas más que los niños juntos -dijo Thomas y cerró la puerta de un portazo.

Annika notó de nuevo que los ojos se le llenaban de lágrimas, ¡diablos, diablos, nunca aprendería! Se desplomó en el suelo, pesada como una piedra.

– Mamá, ¿estás triste?

Suaves manos acariciaron sus mejillas y tocaron consoladoramente su cabeza.

– No, no estoy triste, sólo estoy un poco cansada. Ayer trabajé mucho.

Se obligó a sonreír y alargó de nuevo los brazos hacia ellos. Kalle la miró seriamente.

– No debes trabajar tanto -dijo-. Terminas muy cansada.

Lo abrazó.

– Tú eres muy listo -dijo ella-. ¿Buscamos el dibujo?

Se había caído detrás del radiador. Annika sopló el polvo y manifestó su admiración con grandes palabras. Ellen se iluminó como un sol con los elogios.

– Lo pondré en la pared del dormitorio. Pero antes papá tiene que levantarse.

El agua hervía en la cocina, la mitad se había evaporado y había acabado sobre las ventanas. Tuvo que volver a poner agua y abrió un poco la ventana para eliminar el vapor.

– ¿Queréis desayunar algo más?

Querían, y ahora tomaron pan tostado con mantequilla. El gorjeo de los niños subía y bajaba mientras Annika hojeaba los periódicos de la mañana y escuchaba el Eko. La prensa no tenía nada nuevo, pero la radio mencionó a los dos periódicos de la tarde: por un lado, su artículo sobre la amenaza contra Furhage, por otro el de la coincidencia con la entrevista al director general del COI, Samaranch. «Bueno -pensó Annika-, nos ganaron en Lausana». Una pena, pero ése no era su problema.

Tomó otra tostada.


Helena Starke abrió y desconectó la alarma. A veces, cuando llegaba a las oficinas de los Juegos, las alarmas estaban desconectadas. El puñetero descuidado que había salido el último la noche anterior se había olvidado conectarlas. Pero hoy sabía que lo estaban, pues la anoche anterior ella fue la última en irse, o mejor dicho: este mismo día por la mañana, temprano.

Fue directamente al despacho de Christina y abrió con su llave. La luz del contestador parpadeaba y Helena notó que el pulso se le aceleraba. Alguien había llamado a las cuatro de la madrugada. Se apresuró, levantó el auricular y marcó el código secreto de Christina. Había dos mensajes, de los dos periódicos de la tarde. Maldijo y colgó. Malditas hienas. Habían conseguido el número directo de Christina. Se desplomó con un suspiro en la silla de cuero de la jefa y se bamboleó hacia adelante y hacia atrás. Todavía sentía la resaca como un regusto amargo en el paladar y una ligera palpitación en la frente. Si sólo pudiera recordar lo que había dicho Christina anteanoche… La memoria se le había aclarado tanto que recordaba que Christina había subido a su piso. Christina estaba muy enfadada, ¿no era así? Helena se sacudió y se dispuso a levantarse de la silla.

Alguien entró por la puerta principal. Helena se apresuró a levantarse, empujar la silla y bordear la mesa.

Era Evert Danielsson. Tenía bolsas negras bajo los ojos y una mueca tensa alrededor de la boca.

– ¿Sabes algo? -preguntó él.

Helena se encogió de hombros.

– ¿De qué? El Dinamitero no ha sido detenido, Christina no ha llamado y tú ciertamente has conseguido sembrar la hipótesis terrorista en los medios. Me imagino que habrás visto los periódicos de la mañana.

Las líneas alrededor de la boca de Danielsson se tensaron. «Vaya, lo único que le preocupa es su problema», pensó Helena, y sintió que aumentaba su desprecio. No eran los hechos y las consecuencias para los Juegos lo que le preocupaba, sino salvar el pellejo. Qué egoísta y qué lamentable.

– La junta directiva se reúne a las cuatro de la tarde -anunció Helena y salió del despacho-. Debes prepararte para informarnos con detalle de la situación antes de que tomemos una determinación sobre nuestra actuación…

– ¿Cuándo has entrado en la junta? -preguntó Evert Danielsson con frialdad.

A Helena Starke le dio un escalofrío; se detuvo un momento pero luego hizo como si no hubiera oído el comentario.

– También es el momento de reunir al Adorno. Como mínimo deben ser informados; si no, se enfadarán, y ahora los necesitamos más que nunca.

Evert Danielsson observó a la mujer mientras cerraba con llave la puerta de Christina. Tenía razón en lo concerniente al Adorno. Los gerifaltes de la economía, la Casa Real, la Iglesia y otros estamentos del representativo y sociable Honorary Board deberían ser convocados tan pronto como fuera posible. Debían lavarse y encerarse para relucir. Ahora eran más necesarios que nunca, tan necesarios como respirar.

– ¿Te encargarás de prepararlo? -dijo Evert Danielsson.

Helena Starke asintió ligeramente y desapareció por el pasillo.


Ingvar Johansson estaba sentado en su lugar habitual y hablaba por teléfono cuando Annika llegó al periódico. Era la primera de los reporteros, los otros llegarían a las diez de la mañana. Ingvar Johansson señaló primero las pilas de periódicos frescos que se amontonaban contra la pared y luego el sofá, junto a la mesa de noticias. Annika dejó caer el abrigo sobre el respaldo del sofá, cogió un ejemplar de la segunda edición y un vaso de plástico con café y se sentó a leerlo mientras Ingvar Johansson terminaba su conversación. Su voz subía y bajaba como una canción de fondo mientras Annika estudiaba lo que habían sacado después de irse ella a casa. Su artículo sobre la hipótesis terrorista y la amenaza contra Christina Furhage estaba en las páginas seis y siete, es decir, las páginas de las noticias mayores y más importantes. El redactor gráfico había encontrado una foto de archivo de Furhage en la que avanzaba al frente de un grupo de hombres, todos con trajes negros y abrigos oscuros. Ella vestía un traje blanco y un abrigo claro; resaltaba como una figura pálida frente a todos los hombres oscuros. Parecía severa y abrumada, una magnífica fotografía de una persona inocente y amenazada. En la página siete había una fotografía que mostraba a Evert Danielsson abandonando la rueda de prensa. Era una buena foto de un acorralado y agobiado jefe del comité organizador. Annika observó que fue Ulf Olsson quien la tomó.

En las siguientes páginas, estaban los artículos de Berit sobre la víctima y los hallazgos de la policía en el lugar de los hechos. Jansson había elegido otra de las fotografías de Henriksson del incendio como ilustración. Hoy funcionaba igual de bien. También estaba el relato sobre la explosión de Arne Brattström, el taxista herido.

En las páginas siguientes, diez y once, se encontró la mayor sorpresa hasta ahora; Patrik había trabajado por la noche como una hormiga y había conseguido dos cosas:

«Yo vi al hombre misterioso fuera del estadio, relato del testigo secreto de la policía» y «Anoche se emitió la orden de busca y captura contra Tigern».

«Bravo», pensó Annika. ¡Había encontrado a un chico que trabajaba en el club ilegal! Era un barman que contaba que de camino al trabajo vio a alguien dirigirse apresuradamente hacia la entrada a través de la explanada. Aunque fue alrededor de la una y no justo antes de la explosión, tal y como había dicho la policía.

«Era una persona con un anorak negro con capucha, pantalones oscuros y botas grandes», relataba el barman en el texto.

«Ahora tenemos una imagen del Dinamitero, por lo menos hasta que encontremos otra mejor», pensó Annika divertida.

Como era de esperar, la policía había puesto toda la carne en el asador para atrapar a Tigern. En estas páginas también tenían cabida las escuetas teorías de la policía sobre el asesinato y el atentado hasta el momento.

La 10 y la 11 estaban dedicadas a los Juegos, las consecuencias para ellos y su seguridad en el futuro. Había también documentación de los atentados de los demás Juegos. Las siguientes páginas contenían un gran anuncio del arranque final de las ventas de Navidad; en la 15 y 16 estaban las reacciones de los lectores por el atentado, además de la recopilación de los comentarios de Nils Langeby a la prensa mundial.

Después las hojas conducían con sus chispeantes contenidos hacia las páginas centrales: famosos que hablaban de sus enfermedades, un niño que daba pena, un escándalo sindical, una famosa estrella del rock que había conducido bajo los efectos del alcohol y un grupo de dragqueens que protestaban por los recortes en el gasto sanitario.

En las páginas centrales campeaba el artículo de Patrik con información sobre los hechos. Horas, lugares, flechas indicativas, todo esquematizado alrededor de la foto tomada desde el helicóptero.

Levantó la mirada y vio que Ingvar Johansson había acabado de hablar. Debía estar mirándola hacía rato.

– Esto está jodidamente bien -dijo Annika y agitó el periódico antes de colocarlo sobre el sofá.

– Claro -respondió Ingvar Johansson y se dio la vuelta-. Pero eso ya es historia. Ahora lo importante es el periódico de mañana.

«Maldito quejica», pensó Annika. Los redactores de los periódicos de la tarde vivían demasiado en el futuro y muy poco en el día de ayer, es lo que siempre había pensado. Si algo salía mal no tenía importancia, pues ya eran yesterday news. Si algo salía bien, uno no podía disfrutar lo suficiente. Era una pena, pues un auténtico repaso tanto de lo bueno como de lo malo era importante para la rutina, la reflexión, la estabilidad y la calidad, pensaba ella.

– ¿Qué tienes para mañana? -preguntó Johansson, dándole la espalda.

«¿Qué diablos pasa ahora? -pensó ella cansada-. ¿Por qué hace esto? ¿Habré hecho algo por lo que está enfadado y me quiere castigar? ¿Qué puede ser? Nunca me he portado mal con él. ¿Está enfadado porque hablé en la reunión de ayer?»

– ¿Cómo voy a saber qué es lo que pasa? Acabo de llegar -contestó ella, y se sorprendió de lo enfadada que sonaba su voz. Se levantó rápidamente y recogió el abrigo y el bolso. Con los brazos cargados, se encaminó hacia su despacho.

– Hay una rueda de prensa en la jefatura de policía a las once -gritó Ingvar Johansson a su espalda.

Consultó su reloj al mismo tiempo que abría la puerta. Quedaban cincuenta minutos, así que aún tenía tiempo para hacer unas llamadas.

Comenzó con el número de móvil que supuestamente pertenecía a Christina Furhage. La jefa de los Juegos no había hecho ninguna declaración en ninguna parte, ni siquiera los del comité organizador la habían podido encontrar. Había algo muy extraño en el silencio de la mujer, Annika ya lo intuía a estas alturas.

Para sorpresa suya hubo señal. El teléfono estaba conectado. Se aclaró la garganta mientras sonaban las señales. Después de la quinta saltó el servicio de contestador de Telia, pero ahora por lo menos sabía que el teléfono estaba conectado y funcionaba. Guardó el número en la memoria de su móvil.

Patrik y Berit aparecieron en aquel momento en el umbral de la puerta.

– ¿Estás ocupada o…?

– No, entrad y haremos una pequeña recapitulación. -Se levantó, bordeó la mesa y se sentó en el viejo sofá.

– Ayer los dos hicisteis un trabajo fantástico -dijo-. Somos los únicos que tenemos los datos de lo que se ha encontrado en el lugar del crimen y las declaraciones del barman del club ilegal.

– Sin embargo los otros periódicos tenían una entrevista muy buena con Samaranch -dijo Berit-. ¿La has visto? Según parece, estaba muy enfadado y amenazó con suspender los Juegos si no se detenía al Dinamitero.

– Sí, lo he oído -respondió Annika-, y ha sido una pena que no la tuviéramos también. Pero me pregunto si es verdad que ha dicho eso. Si quiere suspender los Juegos, ¿por qué no lo dice oficialmente? En todos los demás medios y en los comunicados de prensa confirma que los Juegos van a celebrarse, a cualquier precio.

– ¿Los demás hemos metido la pata mientras Konkurrenten tiene la solución, los auténticos pensamientos de Samaranch? -preguntó Berit.

Annika había encontrado la entrevista en el otro periódico.

– El corresponsal en Roma del Konkurrenten lo ha escrito, es bueno de verdad -dijo Annika-. Yo creo que esto es cierto, pero Samaranch, en cualquier caso, lo desmentirá esta tarde.

– ¿Por qué esta tarde? -preguntó Patrik.

– Porque entonces la CNN lo habrá sacado con una buena carátula -respondió Annika y sonrió-. «The Olympics in danger» pondrá, con ampulosa música en do menor…

Berit sonrió.

– Parece ser que hay una rueda de prensa dentro de un rato -dijo.

– Sí -contesto Annika-, seguramente notificarán la identidad de la víctima, y me pregunto si no será la mismísima jefa de los Juegos Olímpicos.

– ¿Furhage? -preguntó Patrik y abrió los ojos.

– Pensad -dijo Annika-. O se está ocultando o algo ha ido verdaderamente mal. Nadie la localiza, ni siquiera sus colaboradores más cercanos. No existe ningún lugar en el mundo donde no hayan hablado del atentado. Ella ha tenido que enterarse. O no quiere hablar, por lo tanto se oculta, o no puede, porque está enferma, muerta o secuestrada.

– Yo también he pensado en ello -dijo Berit-. Pregunté a los investigadores sobre eso ayer cuando hablé con ellos de lo que habían descubierto en el lugar del crimen, pero lo negaron categóricamente.

– Eso no quiere decir nada -comentó Annika pensativa-. Hoy, Furhage también es noticia, pase lo que pase. Debemos continuar con la amenaza de muerte, ¿qué fue en realidad? Si ella es la víctima, debemos concentrarnos en su biografía. ¿Tenemos un obituario preparado?

– De ella no -respondió Berit-. Christina Furhage no estaba en la lista de posibles candidatos.

– Avisaremos al archivo antes de ir a la jefatura de policía. ¿Alguno de vosotros llamó ayer a Eva-Britt?

Tanto Berit como Patrik negaron con la cabeza. Annika fue hacia la mesa y llamó a casa de la secretaria de redacción. Cuando Eva-Britt Qvist contestó, Annika le relató la situación en pocas palabras.

– Sé que es el último domingo antes de Navidad, pero sería un detalle si pudieras venir -dijo-. Nosotros tenemos que ir a una rueda de prensa en la jefatura de policía, y sería práctico que alguien pudiera recopilar todo lo que tenemos de Christina Furhage, tanto fotos como artículos…

– Tengo una masa de bollo fermentando -respondió Eva-Britt Qvist.

– Vaya -contestó Annika-. Es una pena. Pero el caso es que hoy pueden ocurrir grandes cosas y nosotros estamos muy ocupados. Patrik estuvo aquí hasta las cinco de la madrugada, yo trabajé desde las tres de la mañana hasta las once de la noche, Berit más o menos lo mismo. Y necesitamos ayuda con lo que son tus funciones, controlar las bases de datos, recopilar el material y…

– Ya te he dicho que no puedo -replicó Eva-Britt Qvist-. Tengo familia.

Annika se tragó la primera respuesta que salió de su cerebro. En cambio dijo:

– Sí, sé lo que es tener que cambiar los planes. Es horrible desilusionar a los niños y al marido. Por supuesto, tendrás compensación económica o días libres, lo que quieras, los días entre Navidad y Fin de Año o la próxima semana blanca, por ejemplo. Pero sería maravilloso si pudieras recopilar el material mientras nosotros estamos en la jefatura de policía…

– ¡Te he dicho que estoy haciendo bollos! No puedo. ¿No lo entiendes?

Annika tomó aliento.

– Okey -replicó-. Entonces te lo diré así, si lo prefieres. Te ordeno que hagas horas extraordinarias, empezando ahora. Confío en que estés aquí dentro de un cuarto de hora.

– ¡Pero mis bollos…!

– Deja que los haga la familia -respondió Annika y colgó. Se enfadó al notar que su mano temblaba.

Odiaba estas situaciones. A ella nunca se le ocurriría comportarse como Eva-Britt Qvist cuando un superior la llamaba para pedirle que hiciera horas extraordinarias. Si alguien trabajaba en un periódico y ocurría algo gordo, tenía que estar preparado para ayudar, así de sencillo. Si quería un trabajo de nueve a cinco, que se buscara un puesto de administrativo en Telefónica o algo parecido. Por supuesto, había otros que podían controlar la base de datos, ella misma, Berit o alguno de los reporteros de noticias. Pero en una situación como ésta todos estaban muy ocupados. Todos querían celebrar la Navidad. Por eso era importante repartir las tareas de la forma más justa posible y dejar que cada uno hiciera su trabajo, aunque fuera domingo. Sabía que no podía darse por vencida y dejar que Eva-Britt se saliera con la suya, pues lo pasaría fatal como jefa. Ser tan irrespetuosa como había sido la secretaria de redacción no debía gratificarse con días libres.

– Eva-Britt viene -les anunció a los otros y le pareció percibir un esbozo de sonrisa en Berit.


Fueron a la rueda de prensa en dos coches. Annika y Berit se marcharon con Johan Henriksson, el fotógrafo, y Patrik con Ulf Olsson. La concentración de medios de comunicación era aún más amplia que el día anterior. Henriksson tuvo que aparcar cerca de la Kungsholmstorg; tanto Bergsgatan como Agnegatan estaban abarrotadas de autocares de equipos móviles y coches Volvo con grandes logotipos de medios de comunicación. Annika disfrutó del pequeño paseo entre las casas. El aire estaba limpio y claro después de la nevada del día anterior, el sol hacía que los áticos relucieran. La nieve crujía bajo sus pies.

– Allí vivo yo -anunció ella y señaló el edificio de 1880 recién restaurado, un poco más arriba, en Hantverkargatan.

– ¿Alquilado o comprado? -preguntó Berit.

– Alquilado -respondió Annika.

– ¿Cómo diablos has conseguido un apartamento aquí? -dijo Henriksson, pensando en su estudio en Brandbergen.

– Tenacidad -contestó Annika-. Conseguí un contrato de alquiler temporal por demolición en esa casa hace ocho años. Un piso pequeño interior de tres habitaciones sin agua caliente. El edificio iba a ser remozado totalmente y yo podría vivir allí medio año. Luego vino la crisis de la construcción y el propietario se arruinó. Nadie quería comprar este tugurio, pero como yo había vivido aquí más de cinco años, el contrato fue mío. A esas alturas éramos casi cuatro personas en un piso de tres habitaciones, Thomas, Kalle, yo y Ellen en mi barriga. Cuando por fin se remozó el edificio me dieron un piso de cinco habitaciones con vistas a la calle. No está mal, ¿verdad?

– ¡Bingo! -exclamó Berit.

– ¿Cuánto pagas de alquiler? -preguntó Henriksson.

– Esa es la única parte de la historia que no es divertida -respondió Annika-. Pregunta cualquier otra cosa, como por ejemplo, lo sólidas que son las paredes y lo altos que son los techos.

– Rica, esnob y capitalista -dijo Henriksson y Annika rió en voz alta y feliz.


Los del Kvällspressen llegaron tarde y apenas pudieron entrar en el local donde tenía lugar la rueda de prensa. Annika se quedó en el umbral y casi no vio nada. Se estiró y observó cómo los periodistas, uno tras otro, se esforzaban por mostrar a sus colegas lo extremadamente importantes y concentrados que estaban en su trabajo. Henriksson y Olsson boxearon hacia el estrado y llegaron al mismo tiempo que entraban los participantes. Evert Danielsson no estaba, ni tampoco ninguno de los inspectores de policía. Por encima de la cabeza de una periodista de uno de los periódicos de la mañana vio al responsable de prensa carraspear y tomar la palabra. Recapituló la situación y habló de lo que ya se sabía, que había una orden de busca y captura contra Tigern y que la investigación técnica continuaba. Habló apenas diez minutos. Posteriormente Kjell Lindström se echó hacia adelante y todos los periodistas hicieron lo mismo. Todos presentían lo que iba a llegar.

– El trabajo de identificación de la víctima está prácticamente acabado -anunció el fiscal general y todos los periodistas estiraron el cuello.

– Se ha informado a la familia, y por eso hemos decidido anunciar los datos, aunque todavía queda algo de trabajo. La víctima es Christina Furhage, directora general de los Juegos Olímpicos de Estocolmo.

La reacción de Annika fue casi física: «¡Sí! ¡Ya lo sabía! ¡Era lo que pensaba!». Mientras las voces excitadas llegaban hasta el techo de la sala de prensa y ahogaban todo lo demás, ella ya estaba saliendo de la jefatura de policía. Se puso el auricular en el oído y marcó el número del móvil que había memorizado. Silenciosamente su teléfono móvil llamaba al otro, y por fin se oyeron las señales. Se detuvo en el pequeño vestíbulo de entrada a la jefatura de policía, inspiró profundamente, cerró los ojos para concentrarse e intentó enviar un mensaje telepático: «¡Por favor, que alguien responda!». Tres señales, cuatro señales y un chasquido. ¡Alguien contestaba! Dios mío, ¿quién podría ser?

– Buenas tardes. Me llamo Annika Bengtzon y llamo del periódico Kvällspressen. ¿Con quién hablo?

– Soy Bertil Milander -susurró alguien.

Bertil Milander. Bertil Milander, claro, era el marido de Christina Furhage, ¿no se llamaba así? Annika se la jugó y preguntó con la misma lentitud que antes.

– ¿Es Bertil Milander con quien hablo? ¿El marido de Christina Furhage?

El hombre del móvil suspiró.

– Sí, soy yo -dijo.

A Annika el corazón le dio un vuelco. Mantener una conversación con una persona que acababa de perder a un familiar era una de las tareas más desagradables que un reportero tenía que hacer. Se discutía mucho en el gremio sobre si hacer o no estas llamadas, pero Annika creía que era mejor hacerlo que no hacerlo, por lo menos para informar de las intenciones del periódico.

– Quiero comenzar diciéndole que siento mucho la tragedia que ha sufrido su familia. La policía acaba de anunciar que la persona que murió en la explosión del estadio Victoria era Christina, su mujer -dijo.

El hombre no respondió.

– ¿No es éste el teléfono móvil de Christina? -se oyó preguntar.

– No, es el de la familia -contestó el hombre sorprendido.

– Bueno, le llamo para decirle que escribiremos sobre su esposa en el periódico de mañana…

– Eso ya lo han hecho -dijo el hombre.

– Sí, hemos seguido la explosión, los hechos.

– ¿No era Kvällspressen el que tenía la foto? Esa foto donde…

Su voz se cortó en sollozos. Annika se llevó la mano a la boca y miró fijamente al techo. Dios mío, había visto la foto de Henriksson en la que los médicos recogían pequeños pedazos de su esposa; ¡joder! ¡joder! Silenciosamente tomó aliento.

– Sí, fuimos nosotros -contestó con calma-. Siento de verdad no haber podido avisarle con antelación sobre la foto, pero justo ahora hemos sabido que era su esposa quien había muerto. No pude llamarle antes. Le pido disculpas si esa foto ha herido sus sentimientos. Por eso creo que es importante hablar ahora con usted. Mañana continuaremos escribiendo sobre esto.

El hombre lloró en el auricular.

– Si tiene algo que decir le escucharía encantada -aclaró Annika-. Si quiere criticarnos, pedirnos que escribamos algo especial o evitar que escribamos algo determinado, díganoslo. ¿Señor Milander?

Él se sonó.

– Sí, aquí estoy -balbuceó.

Annika levantó la mirada y a través de la entrada de cristal vio salir del edificio al rebaño de periodistas. Abrió la puerta rápidamente y se puso a un lado de la escalera. Oyó a través del auricular las señales indicativas de que alguien intentaba llamar al otro móvil.

– Comprendo que esto tiene que ser terrible para usted. No me puedo imaginar lo duro que es. Pero es un acontecimiento mundial, uno de los peores crímenes que se han cometido en nuestro país. Su mujer era un personaje destacado y un modelo para las mujeres del mundo. Por eso nuestra obligación es investigar los hechos. Y por eso le pido que hable con nosotros, nos dé la posibilidad de mostrar respeto, que nos diga cómo quiere que lo hagamos. Lo terrible es que nosotros podemos estropear todo con lo que escribamos y herirle a usted sin querer.

Sonaba la «llamada en espera» de nuevo. El hombre dudaba.

– Le puedo dar mi número directo y el del director y así podrá llamar cuando quiera… -insistió Annika.

– Venga a casa -la interrumpió el hombre-. Quiero contarle algo.

Annika cerró los ojos y sintió vergüenza de la alegría que la embargó. ¡Tendría una entrevista con el marido de la víctima! Apuntó la dirección secreta de la familia en un tique de supermercado que encontró en el bolsillo, y antes de pensar si era ético, se apresuró a añadir:

– De ahora en adelante su móvil sonará sin parar. Si no lo soporta no dude en apagarlo.

Lo había conseguido. Lo mejor sería que ningún otro periodista lo hiciera.

Se introdujo de nuevo en la jefatura de policía para buscar a alguno de sus colaboradores. A la primera que se encontró fue a Berit.

– He conseguido hablar con la familia -anunció-. Voy para allá con Henriksson. Tú puedes encargarte de las últimas horas de Furhage y Patrik puede encargarse de la caza del asesino, ¿qué te parece?

– Perfecto -dijo Berit-. Henriksson está por ahí detrás, se fue con Kjell Lindström para hacerle unas fotos. Llegarás antes si das la vuelta…

Annika salió disparada y se encontró con Henriksson en Bergsgatan, subido a un contenedor de papel y Lindström debajo, con el túnel de hierro de la entrada a la jefatura de fondo. Saludó a Lindström y se llevó al joven sustituto.

– Vamos, Henriksson, vas a conseguir otra vez las páginas centrales de mañana -le informó.


Helena Starke se secó la boca con el dorso de la mano. Notó que se manchaba pero no sintió el olor a vómito. Todas sus sensaciones estaban bloqueadas, desconectadas, habían desaparecido. Olfato, vista, oído y gusto ya no existían. Gimió y se inclinó todavía más sobre el retrete. ¿Estaba realmente oscuro o se había quedado ciega? El cerebro no le funcionaba, no podía pensar, no había nada dentro, todo lo que hubo en él hasta entonces estaba asado, frito, quemado y muerto. Notó el agua salada que le corría por la cara, pero no sintió que lloraba. Lo único que había en su cuerpo era un eco, su cuerpo era un vacío que se llenaba con un murmullo ensordecedor: Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está muerta…

Alguien aporreaba la puerta.

– ¡Helena! ¿Cómo estás? ¿Necesitas ayuda?

Gimió y se desplomó en el suelo, se encogió bajo el lavabo. Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está…

– ¡Abre la puerta Helena! ¿Estás enferma?

Christina está muerta, Christina está muerta…

– ¡Tiren la puerta!

Algo la alcanzó, algo que le hizo daño. Era la luz de la bombilla del vestíbulo.

– Dios mío, ayúdenla a levantarse. ¿Qué ha pasado?

«Ellos nunca lo entenderían», y se dio cuenta de que aún podía pensar. «Nunca lo entenderían. Nunca jamás».

Sintió que alguien la levantaba. Oyó el sonido de una persona gritando, y comprendió que era ella misma.


El edificio estaba enlucido de ocre quemado y era de estilo modernista. Se encontraba en la parte alta de Östermalm, en una de esas calles sobrias donde todos los coches relucen y las ancianas tienen perritos blancos con correa. Naturalmente la entrada era magnífica, suelo de mármol, puertas con espejo de cristal tallado, ascensor de haya y bronce, pared de mármol en tonos amarillo cálido, cristales de mosaicos ornamentados con flores y hojas en una gran ventana que daba al patio interior. Desde la puerta, el suelo y las escaleras estaban cubiertos por una alfombra gruesa y verde que a Annika le recordó la del Grand Hotel.

El piso de la familia Furhage/Milander se encontraba en lo alto del edificio.

– Ahora debemos tener mucho cuidado -susurró Annika a Henriksson antes de llamar a la puerta. Cinco tonos sonaron en alguna parte del interior.

La puerta se abrió rápidamente, como si el hombre que había detrás de ella les hubiera estado esperando. Annika no le reconoció; nunca lo había visto, ni siquiera en foto. Christina no solía ir acompañada de él. Bertil Milander tenía el rostro ceniciento y ojeras oscuras. No se había afeitado.

– Pasen -dijo.

Se dio la vuelta y entró directamente en lo que parecía ser un gran salón. Annika se sorprendió de lo viejo que parecía, con la espalda encorvada bajo la chaqueta marrón. Se quitaron los abrigos, el fotógrafo se colgó una Leica al hombro y dejó la bolsa de la cámara en el zapatero. Los pies enfundados en calcetines de Annika se hundieron en la gruesa alfombra; ésta era, sin duda, una casa cara de asegurar.

El hombre se había sentado en el sofá; Annika y el fotógrafo aterrizaron en otro que estaba enfrente. Annika había sacado un bloc y un bolígrafo.

– Hemos venido sobre todo a escuchar -comenzó Annika con calma-. Si hay algo que quiera contarnos, algo sobre lo que quiera que escribamos, podríamos considerarlo.

Bertil Milander posó la vista en sus manos cruzadas. Entonces comenzó a llorar quedo. Henriksson se humedeció los labios.

– Háblenos de Christina -le animó Annika.

El hombre se sonó en un pañuelo bordado que sacó del bolsillo de su pantalón. Se limpió la nariz meticulosamente antes de volver a guardar el pañuelo. Suspiró profundamente.

– Christina era la persona más extraordinaria que he conocido en mi vida -dijo-. Era formidable en todos los aspectos. No había nada que no pudiera hacer. Vivir con una mujer así era…

Cogió de nuevo el pañuelo y se volvió a sonar.

– …una aventura diaria. Ella lo organizaba todo aquí, en casa. La comida, la limpieza, las invitaciones, la colada, la economía, se ocupaba de nuestra hija, se encargaba de todo…

El hombre se detuvo y meditó sobre lo que había dicho. Parecía como si de repente se diera cuenta del significado. Desde ahora todo esto dependía de él.

Observó su pañuelo.

– ¿Quiere contarnos cómo se conocieron? -preguntó Annika por decir algo. No parecía que el hombre la oyera.

– Estocolmo nunca habría conseguido los Juegos Olímpicos sin ella. Christina cautivó a Samaranch. Ella preparó toda la organización de la campaña y la llevó a buen puerto. Luego, cuando logró los Juegos, quisieron destituirla y nombrar a otro director general, pero no lo consiguieron. No había nadie más capacitado que ella para ese puesto, y se dieron cuenta de eso.

Annika escribía lo que el hombre decía mientras notaba como le aumentaba el desconcierto. Había encontrado a personas en estado de conmoción tras accidentes de tráfico y asesinatos y sabía que podían reaccionar de forma extraña e irracional, pero Bertil Milander no parecía un marido en duelo. Parecía más bien un empleado en duelo.

– ¿Cuántos años tiene su hija?

– Fue elegida Woman of the Year por ese periódico estadounidense, ¿cómo se llama…? La mujer del año. Ella fue la mujer del año. Era la mujer de toda Suecia. La mujer de todo el mundo.

Bertil Milander se sonó de nuevo. Annika dejó el bolígrafo y miró fijamente el bloc. Las declaraciones no tenían especial interés. Este hombre no sabía con claridad lo que hacía o decía. Parecía no enterarse de lo que ella y el fotógrafo querían hacer.

– ¿Cuándo recibió la noticia de la muerte de Christina? -preguntó Annika.

Bertil Furhage la miró.

– No volvió a casa -dijo-. Fue a la fiesta de Navidad del comité y no volvió a casa.

– ¿Se impacientó cuando vio que no venía? ¿Solía salir mucho? ¿Viajaba mucho?

El hombre se acomodó en el sofá y miró a Annika como si ahora, por primera vez, se diera cuenta de su presencia.

– ¿Por qué pregunta eso? -inquirió-. ¿Qué quiere decir?

Annika reflexionó un segundo. Eso no estaba bien. El hombre estaba conmocionado. Se comportaba desconcertada e incoherentemente, sin saber lo que hacía. Sólo había una pregunta más, que se sintió obligada a hacer.

– Pesa una amenaza sobre la familia -dijo-. ¿Qué clase de amenaza?

El hombre la miró fijamente con la boca abierta. Parecía como si no la hubiese oído.

– La amenaza -repitió Annika-. ¿Puede decirme algo sobre la amenaza a la familia?

El hombre la miró con gesto de reproche.

– Christina hizo todo lo que pudo -respondió-. No es una mala persona. No fue culpa suya.

Annika sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esto definitivamente no estaba bien. Recogió el bloc y el bolígrafo.

– Muchas gracias por recibirnos a pesar de todo -dijo y se levantó-. Haremos…

Un portazo hizo que se sobresaltara y se diese la vuelta. Una joven delgada como un palillo, de semblante huraño y pelo revuelto estaba detrás del sofá.

– ¿Qué hacen aquí? -preguntó la muchacha.

«La hija de Christina», pensó Annika y se recompuso. Le respondió que eran del Kvällspressen.

Hienas -replicó desdeñosa-. ¿Han venido porque huele a sangre? ¿A mordisquear los restos del cuerpo? ¿Chupar hasta lo último mientras se pueda?

Comenzó a bordear el sofá lentamente y se acercó a Annika. Annika se obligó a permanecer sentada y aparentar calma.

– Siento que su madre haya muerto…

– Yo no lo siento -chilló la hija-. Estoy contenta de que se haya muerto. ¡Contenta! -Comenzó a llorar desconsoladamente y salió corriendo de la habitación. Bertil Milander no reaccionaba en el sofá, miraba al suelo y se pasaba el pañuelo entre los dedos.

– ¿Le importa que le haga una foto? -preguntó Henriksson. Y Bertil Milander pareció despertar.

– No, en absoluto -contestó y se levantó-. ¿Está bien aquí?

– Quizá en la ventana tengamos mejor luz.

Bertil Milander posó junto a la grande y bonita ventana. Sería una buena foto. La suave luz del día se filtraba entre los barrotes y las cortinas azules de Svenskt Tenn enmarcaban la foto.

Mientras el fotógrafo tomaba su carrete Annika salió apresuradamente tras la joven hacia el cuarto contiguo. Era una biblioteca con muebles caros de estilo inglés y millares de libros. La hija de Christina se había sentado en un sillón de cuero color sangre de buey.

– Quiero pedirte perdón si piensas que somos unos entrometidos -dijo Annika-. No queremos molestaros en absoluto. Más bien lo contrario. Sólo queremos contaros lo que estamos haciendo.

La chica no respondió; parecía no haber notado que Annika estaba allí.

– Tú y tu padre podéis llamarnos si deseáis comentar algo o si pensáis que es incorrecto lo que escribimos o queréis añadir o contar alguna cosa.

Ninguna reacción.

– Le dejaré mi número de teléfono a tu padre -informó Annika y salió de la habitación.

Henriksson y Bertil Milander habían salido al vestíbulo. Annika fue tras ellos, sacó una tarjeta de visita de la cartera y también anotó el número particular del director.

– Llame en cuanto quiera algo -dijo-. Siempre llevo el móvil. Gracias por permitirnos visitarle y perdone las molestias.

Bertil Milander cogió la tarjeta sin mirarla. La dejó en una mesita dorada junto a la puerta principal.

– Estoy totalmente desconsolado -dijo él, y Annika supo que ya tenía el titular de las páginas centrales encima de la fotografía.


El director suspiró cuando oyó los golpes en la puerta. Había pensado acabar con alguno de los montones de papeles que había en el escritorio, pero desde que llegó al periódico, hacía una hora, había estado sonando el teléfono y habían llamado a la puerta continuamente.

– Entre -dijo. Intentó relajarse; consideraba un honor estar disponible para los empleados tanto como pudiera.

Era Nils Langeby. Anders Schyman sintió que le invadía el desánimo.

– ¿Qué te pasa hoy? -preguntó sin levantarse de su silla detrás de la mesa.

Nils Langeby se colocó en medio de la habitación retorciéndose las manos.

– Estoy preocupado por la redacción de sucesos -comenzó-. Es un caos.

Anders Schyman miró al reportero y reprimió un suspiro.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos a perdernos muchas cosas. No se está realmente cómodo. Todos nos sentimos inseguros con los cambios; ¿qué será del seguimiento criminal?

El director le indicó una silla al otro lado de la mesa. Nils Langeby se sentó.

– Todos los cambios, hasta los que traen mejoras, ocasionan perturbaciones e inquietud -dijo Schyman-. Es perfectamente normal que la redacción de sucesos esté agitada. Habéis estado sin jefe durante mucho tiempo y acaba de llegar uno nuevo.

– Sí, en efecto, y es ahí donde yo creo que radica el problema -contestó Nils Langeby-. No creo que Annika Bengtzon dé la talla.

Anders Schyman reflexionó un momento.

– ¿A ti te lo parece? Yo pienso justo lo contrario. Creo que es una reportera formidable y una buena organizadora. Sabe tomar decisiones y delegar. Además, nunca duda en hacer las tareas más desagradables. Es activa y preparada; por lo menos lo demuestra en el periódico de hoy. ¿Qué te hace desconfiar de ella?

Nils Langeby se inclinó confidencialmente hacia adelante.

– La gente no confía en ella. Es una engreída y una arribista. No sabe tratar a los demás.

– ¿En qué te ha perjudicado a ti?

El reportero agitó las manos.

– Bueno, a mí no me ha perjudicado, pero he oído cosas…

– ¿Así que has venido a defender a tus compañeros?

– Sí, claro. Últimamente nos estamos olvidando de los delitos contra el medio ambiente y la criminalidad en los colegios.

– ¿Pero no eres tú quien está a cargo de esas secciones?

– Sí, pero…

– ¿Ha intentado Annika apartarte de ellas?

– No, en absoluto.

– Así que si no conseguimos noticias de ellas es responsabilidad tuya, ¿no? No tiene nada que ver con Annika Bengtzon, ¿verdad?

Una mueca de confusión se materializó en el rostro de Nils Langeby.

– Creo que eres un buen reportero, Nils -continuó el director con calma-. Hombres como tú, con peso y experiencia, es lo que el periódico necesita. Espero que sigas contribuyendo con titulares durante mucho tiempo. Tengo total confianza en ti, como también tengo total confianza en Annika Bengtzon como jefa de la redacción de sucesos. Por eso justamente mi trabajo es cada día mejor: la gente crece y aprende a trabajar en equipo, en pro del periódico.

Nils Langeby escuchaba atento. Crecía con cada palabra. Esto era lo que quería oír. El director creía en él y continuaría produciendo titulares, sería una fuerza con la que contar. Cuando abandonó la habitación se sentía ligero y libre. Hasta silbó un poco al salir a la redacción.

– Hola Nisse, ¿qué tienes hoy? -oyó que alguien le preguntaba a su espalda.

Era Ingvar Johansson, el redactor jefe. Nils Langeby se detuvo y recapacitó un momento. Hoy no había pensado trabajar, y nadie se lo había pedido. Pero las palabras del redactor jefe hicieron que se sintiera responsable.

– Bueno, unas cuantas cosas -improvisó-. El atentado, la hipótesis terrorista. Eso es lo que tengo hoy…

– Bien, sería estupendo que pudieras escribirlo rápidamente para tenerlo a punto cuando lleguen los maquetadores. Los demás estarán hasta el cuello con Furhage.

– ¿Furhage? -preguntó Nils Langeby-. ¿Qué le ha pasado?

Ingvar Johansson miró al reportero.

– ¿No te has enterado? La carne picada del estadio era de la jefa de los Juegos Olímpicos.

– Bueno, tengo una fuente que dice que fue un acto terrorista, un acto terrorista puro y duro.

– ¿Fuente policial? -inquirió Ingvar Johansson sorprendido.

– Fuente policial de confianza -contestó Nils Langeby y sacó pecho.

Se quitó la chaqueta de cuero, se arremangó la camisa y fue hacia su despacho, que se encontraba en el pasillo que llevaba al aparcamiento.

– Joder, ahora vas a ver, ¡puta de mierda!


Anders Schyman apenas llegó a coger uno de los papeles apilados en su mesa cuando volvieron a llamar a la puerta. Esta vez era el fotógrafo sustituto Ulf Olsson quien quería hablar. Acababa de regresar de la rueda de prensa en la jefatura de policía y deseaba contarle de forma confidencial cómo la jefa de la redacción de sucesos, Annika Bengtzon, le había tratado el día anterior.

– No estoy acostumbrado a que critiquen mi vestuario -anunció el fotógrafo, y contó que llevaba un traje de Armani.

– ¿Te regañaron, entonces? -se interesó Anders Schyman.

– Sí, Annika Bengtzon se disgustó porque llevaba un traje de marca. Creo que no tengo por qué tolerar eso. Nunca me ha pasado nada igual en ningún otro lugar de trabajo.

Anders Schyman observó al hombre durante algunos segundos antes de responder.

– No sé lo que os dijisteis tú y Annika Bengtzon -dijo-. Tampoco sé dónde has trabajado antes ni cómo te sueles vestir. Por mi parte, y sé que también por la de Annika Bengtzon, puedes vestir Armani, tanto en una mina como en el escenario de un crimen. Tú eres el único responsable de tu vestimenta. El resto de la dirección del periódico y yo presuponemos además que tú y los otros periodistas estáis más o menos informados de lo que ha ocurrido antes de venir a trabajar. Si ha habido una muerte espectacular o un atentado con bomba de gran magnitud debes estar seguro de que lo cubrirás. Te sugiero que consigas una bolsa grande y metas calzoncillos largos y quizá un chándal y lo dejes en el coche…

– Ya me han dado una bolsa -dijo el fotógrafo irritado-. Fue Annika Bengtzon.

Anders Schyman miró indiferente al joven.

– ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte? -preguntó, y el fotógrafo sustituto se levantó y salió.

El director exhaló un profundo suspiro cuando se cerró la puerta. No soportaba ejercer de juez en estas peleas de guardería. Echaba de menos su hogar, a su esposa y un buen vaso de whisky.


Annika y Johan Henriksson se detuvieron en el McDonald's de Sveavägen y cada uno se compró su menú Big Mac. Se lo comieron en el coche en el trayecto a la redacción.

– Me parece horrible -dijo Henriksson cuando se tragó las últimas patatas fritas.

– ¿Visitar a los familiares? Sí, sin duda es lo más duro de nuestro trabajo -contestó Annika y se limpió el ketchup de los dedos.

– No puedo remediarlo, pero me siento como una jodida ameba cuando estoy ahí sentado -dijo Henriksson-. Como si sólo quisiera aumentar su desgracia. Regodeándome en su infierno, y todo porque es bueno para el periódico.

Annika se limpió la boca y pensó un rato.

– Sí, es normal sentirse así. Pero a veces la gente quiere hablar. Uno no puede tildar a las personas de idiotas sólo por estar conmocionadas. Claro que debemos tener consideración. Escuchar y hablar con los familiares no implica que se escriba sobre ellos.

– Pero a veces la gente que acaba de perder a un familiar no es muy consciente de sus actos -respondió Henriksson.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Annika-. ¿Quién eres tú para decidir que alguien no puede hablar? ¿Quién eres tú para establecer qué es lo mejor para una persona en una situación determinada? ¿Tú, yo o la persona misma? Ha habido un debate tremendo desde hace unos años en los medios, y a veces este debate ha herido a los familiares más que las mismas entrevistas.

– De cualquier forma, me parece desagradable -dijo Henriksson irritado.

Annika esbozó una sonrisa.

– Sí, claro que lo es. Enfrentarse a una persona que acaba de sufrir la peor pérdida posible es difícil. No se aguantan muchas visitas como ésta al mes. Aunque una también se acostumbra. Piensa en la gente de los hospitales, o de la iglesia, que trabajan a diario con tragedias.

– Pero ellos no necesitan colgarlo en titulares -respondió Henriksson.

– ¡Y dale con tus lamentos! -exclamó Annika, enfadada de repente-. ¡Caray, no es un castigo ser un titular! Muestra que uno es importante, que cuenta. ¿Debemos pasar de todas las víctimas de crímenes, dejar de lado a todos los familiares? Piensa en aquel escándalo que montaron los familiares del Estonia. Pensaban que los medios les dedicaban muy poca atención, que los periódicos sólo escribían sobre las compuertas, y tenían toda la razón. Durante un tiempo fue tabú hablar con los familiares del Estonia, y si alguien lo hacía tenía a Striptease, a Norra magasinet y a todos los moralistas de la televisión encima.

– Oye, no te enfades -dijo Henriksson.

– Me enfadaré lo que quiera -replicó Annika.

Estuvieron callados el resto del trayecto hasta llegar al periódico. Al salir del ascensor, ya en la redacción, Henriksson le sonrió un poco sin venir a cuento y dijo:

– Creo que tendremos una buena fotografía del señor Milander junto a la ventana.

– ¡Qué bien! -respondió Annika-. Ya veremos si la publicamos.

Y empujó la puerta del ascensor, mientras salía sin esperar una respuesta.


Eva-Britt Qvist estaba ocupada en la labor de recopilar la documentación sobre Christina Furhage cuando Annika pasó camino del despacho. La secretaria de redacción estaba sentada, rodeada de viejos sobres de recortes y kilómetros de hojas impresas.

– Se ha escrito muchísimo sobre esta mujer -dijo y se esforzó por ser concisa-. Creo que lo tengo casi todo.

– ¿Puedes hacer una primera evaluación del material para que luego alguien lo ordene? -preguntó Annika.

– ¡Qué habilidad tienes para disfrazar las órdenes con preguntas! -exclamó Eva-Britt.

Annika no tenía fuerzas para replicar, así que entró en su despacho y colgó el abrigo. Cogió una taza de café y fue hacia Pelle Oscarsson, el redactor gráfico, alcanzó una silla y estudió la pantalla de su ordenador. Estaba llena de fotos del tamaño de un sello; todas pertenecían al archivo del periódico y eran de Christina Furhage.

– Hemos publicado más de seiscientas fotos de esta mujer -anunció Pelle Oscarsson-. La hemos debido fotografiar una media de una vez a la semana durante los últimos ocho años. ¡Más que al rey!

Annika sonrió ligeramente, sí, quizá fuera así. Se había prestado atención a todo lo que Christina Furhage había hecho durante estos últimos años, y la mujer había disfrutado. Annika estudió la pantalla: Christina Furhage inaugurando el estadio olímpico, Christina Furhage con Lill-Babs, Christina Furhage abrazando a Samaranch, Christina Furhage enseñando su ropa de otoño en el suplemento dominical.

Pelle Oscarsson pulsó el ratón y aparecieron nuevos sellos: Christina Furhage saludando al presidente de Estados Unidos, de estreno en el Dramaten, bebiendo té con la reina, hablando en una conferencia sobre mujeres directivas…

– ¿Hay alguna foto de su casa, o de su familia? -preguntó Annika.

El redactor gráfico pensó en ello.

– Creo que no -respondió sorprendido-. Ahora que preguntas, lo cierto es que no tenemos ni una sola foto de ella en un ambiente privado.

– Ya nos apañaremos -dijo Annika mientras las fotos pasaban sin cesar.

– Podemos utilizar ésta en primera página -indicó Pelle y pulsó sobre un retrato tomado en el estudio del periódico. Un par de segundos después la foto ocupaba toda la pantalla, y Annika observó que el redactor gráfico tenía razón. Era una foto de Christina Furhage radiante. La mujer estaba maquillada por profesionales, el pelo brillante y estilizado, la iluminación era cálida y suave y disimulaba las arrugas del rostro, llevaba un traje caro y ajustado y estaba sentada, dignamente relajada, en un antiguo sillón estrecho y alargado.

– ¿Cuántos años tenía en realidad? -preguntó Annika.

– Sesenta y dos -contestó el redactor gráfico-. Hicimos un Hola la última vez que cumplió años.

– ¡Vaya! Parece quince años más joven.

– Cirugía, vida sana o buenos genes -dijo Pelle.

– O todo a la vez -añadió Annika.

Anders Schyman pasó a su lado con una sucia taza de café vacía. Parecía cansado, tenía el pelo revuelto y se había aflojado la corbata.

– ¿Cómo va todo? -inquirió y se detuvo.

– Hemos estado en casa de la familia Furhage.

– ¿Hay algo que podamos usar?

Annika dudó.

– Sí, creo que sí. Bastante. Henriksson sacó una foto del marido; estaba bastante confuso.

– Debemos analizarlo a fondo antes de publicarlo -aclaró Schyman y continuó hacia la cafetería.

– ¿Cuál utilizamos como foto de noticia? -preguntó Pelle Oscarsson y pulsó el ratón, eliminando así el retrato de la pantalla.

Annika se bebió el resto del café.

– Tendremos una reunión en cuanto lleguen los otros -dijo.

Tiró la taza de plástico en la papelera de Eva-Britt Qvist, entró en su despacho y cerró la puerta. Había llegado el momento de las llamadas. Comenzó por su fuente, que hoy debía trabajar durante el día. Marcó un número directo evitando la centralita de la jefatura de policía y tuvo suerte. Estaba en su despacho y respondió rápidamente.

– ¿Cómo te enteraste de la protección en el padrón? -indagó él.

– ¿Cuándo supisteis que era Furhage? -contraatacó ella.

El hombre exhaló un suspiro.

– Casi desde el primer momento. Eran sus cosas las que estaban en el estadio. Pero la verdadera identificación llevó algo de tiempo. No queríamos precipitarnos…

Annika esperó en silencio, pero él no continuó. Así que preguntó:

– ¿Qué hacéis ahora?

– Controlar, controlar, controlar. Por lo menos sabemos que no fue Tigern.

– ¿Por qué no? -preguntó Annika sorprendida.

– No te lo puedo decir, pero no fue él. Fue alguno de la organización, justo lo que tú pensabas ayer.

– Tengo que escribir ese artículo hoy, espero que lo comprendas -dijo ella.

Él suspiró de nuevo.

– Sí, supongo -respondió-. Gracias por callártelo durante un día.

-Give and take [4] -añadió Annika.

– ¿Qué quieres, entonces? -preguntó él.

– ¿Por qué estaba protegida en el padrón?

– Había una amenaza, una amenaza por carta de hace tres o cuatro años. También hubo un acto violento, aunque no fue grave.

– ¿Qué clase de acto violento?

– No quiero entrar en detalles. La persona en cuestión nunca fue juzgada por amenazas. Christina no quería buscarle la ruina, como ella misma dijo. Todos merecen una segunda oportunidad, se ha escrito que dijo también. Se conformó con mudarse y conseguir protección en el padrón para ella y su familia.

– Qué bonito y magnánimo -dijo Annika.

– Sin duda.

– ¿La amenaza tenía algo que ver con los Juegos Olímpicos?

– En absoluto.

– ¿Era algún conocido, algún familiar?

El policía dudó.

– Se podría decir que sí. Fue un motivo totalmente privado. Por eso no queremos sacarlo a relucir, es demasiado personal. No hay absolutamente nada que indique que la explosión en el estadio fuese un acto terrorista. Creemos que iba dirigida contra Christina, pero eso no quiere decir que el autor fuera alguien allegado a la familia.

– ¿Así que interrogaréis a la persona que la amenazó?

– Ya lo hemos hecho.

Annika parpadeó.

– Esto está que arde. ¿Dijo algo?

– Eso no podemos comentarlo. Pero te puedo decir algo: hoy no hay nadie que sea más sospechoso que otros.

– ¿Y quiénes son los «otros»?

– Eso te lo puedes figurar tú misma. Todos los que han tenido relación con ella. Son, más o menos, unas cuatro o cinco mil personas. Algunas podemos descartarlas, pero no pienso decirte a cuáles.

– Tiene que haber muchísimas personas con tarjeta de acceso -Annika intentó tirarle de la lengua.

– ¿En quiénes piensas?

– Los miembros del comité organizador, los directivos del COI, los porteros del estadio, la gente de las subcontratas que trabajan en las instalaciones, electricistas, albañiles, fundidores, estudios de arquitectos, gente de las agencias de publicidad, compañías de vigilancia y programas deportivos de la televisión.

Él esperó en silencio en el auricular.

– ¿Estoy equivocada? -preguntó ella.

– No, en realidad no. Todos los grupos que has nombrado tienen, han tenido o tendrán tarjetas de acceso, es cierto.

– ¿Pero?

– No puedes entrar a medianoche con una tarjeta de acceso -informó.

Annika se devanó los sesos.

– ¡Los códigos de las alarmas! ¡Hay poca gente que los conozca!

– Sí, pero de momento debes mantener la boca callada.

– Okey. ¿Cuánto tiempo? ¿Quiénes tienen acceso a los códigos de las alarmas?

Ahora el hombre rió.

– Eres incorregible -dijo-. Eso es lo que estamos investigando.

– ¿Pero el estadio no podía estar con las alarmas desconectadas?

– ¿Y sin cerrar? ¡Venga Bengtzon!

Dos nuevas voces se oyeron al fondo; el hombre del otro lado de la línea telefónica cubrió el auricular y respondió algo. Luego retiró la mano y dijo:

– Tengo que dejarte.

– ¡Una cosa más! -exclamó Annika.

– ¡Que sea muy rápido!

– ¿Qué hacía Christina Furhage a medianoche en el estadio olímpico?

– Esa, querida, es una estupenda pregunta. Hasta luego.

Colgaron y Annika intentó telefonear a su casa. Nadie respondió. Llamó a Anne Snapphane, pero respondió el fax. Llamó al móvil de Berit hasta que saltó el contestador. Sin embargo Patrik, el pirado del móvil, contestó; siempre lo hacía. Era su pequeña particularidad. Una vez que Annika llamó a su móvil, él contestó desde la ducha.

– Estoy en las oficinas del comité organizador -voceó en el auricular, otra particularidad. A pesar de su afecto por el pequeño teléfono no confiaba del todo en él y siempre creía que tenía que chillar para que la voz llegara a su destino.

– ¿Qué hace Berit? -preguntó Annika y notó que ella también alzaba la voz.

– Está aquí conmigo, reconstruyendo la última noche de Furhage -gritó Patrik-. Yo hago «las oficinas del comité organizador de los Juegos Olímpicos, conmocionadas».

– ¿Dónde estás? -consultó Annika y se obligó a bajar la voz.

– En un pasillo, aquí mismo. La gente está muy triste -bramó.

Annika casi enrojeció al imaginar a los empleados de los Juegos oyendo al reportero chillón de la prensa de la tarde tras las puertas entreabiertas de sus despachos.

– Okey -dijo Annika-. Tendremos que hacer algo juntos sobre la persecución policial del Dinamitero. ¿Cuándo llegarás?

– Dentro de una hora -aulló.

– Bien, hasta luego -contestó Annika y colgó. No pudo evitar sonreír.


Evert Danielsson cerró la puerta para no tener que oír al vociferante periodista que gritaba por su teléfono móvil en el pasillo. La junta directiva se reuniría al cabo de una hora. Era la activa y eficaz junta de expertos que Christina llamaba «su orquesta». La junta tenía atributos ejecutivos, a diferencia del Adorno, que se dedicaba a posar. Oficialmente todas las decisiones importantes debía tomarlas el Adorno, o la junta mundial como también se le llamaba, pero eso era sólo una formalidad. La manada del Adorno se podía comparar a los diputados del Congreso, mientras que la junta directiva era el comité ejecutivo del único partido existente.

El jefe del comité estaba nervioso. Tenía claro que había cometido una serie de errores desde que tuvo lugar la explosión. Tenía que haber convocado a la junta directiva el día anterior, por ejemplo. Ahora, sin embargo, había sido el presidente de la junta quien lo había hecho, un día demasiado tarde, y ése fue un fallo garrafal. En lugar de convocar a la junta directiva había aparecido e informado a los medios de una serie de asuntos sobre los que en realidad no tenía autorización. Por una parte la desafortunada charla sobre el terrorismo, por otra los detalles sobre la reconstrucción de la gradería. Sabía muy bien que esa cuestión debía ser tratada primero en la junta directiva. Pero en la corta reunión de estrategia de la mañana anterior, que ahora cada vez parecía más alarmista, el grupo de dirección informal había decidido tomar la iniciativa en el debate y no fingir, dudar u ocultar nada. Había que mostrar que la organización se empleaba a fondo para contraatacar. Mientras esperaban a que Christina apareciera se había decidido mandarle a él, el jefe del comité organizador, en lugar del equipo de prensa para que las palabras tuvieran más peso.

Pero el poder del grupo de dirección informal era prácticamente inexistente. Era la junta directiva quien tomaba las decisiones finales. Estaba formada por los verdaderos pesos pesados: el representante del Estado, en la persona del ministro de Economía, el alcalde de Estocolmo, los subdirectores de las diferentes secciones, un experto del COI, dos representantes de los patrocinadores y un jurista internacional. El presidente de la junta directiva era otro hombre de Estado, el gobernador de la provincia de Estocolmo, Hans Bjällra. Aun cuando el grupo de dirección era rápido y efectivo, su peso era ínfimo en comparación con el de la junta directiva. El grupo estaba compuesto por un núcleo de personas que trabajaban juntas en el proyecto día a día: el director de finanzas, él mismo y Christina, Helena Starke y el jefe de prensa, un par de subdirectores y también Doris, del departamento de presupuesto. El pequeño grupo había conseguido realizar las cosas rápida y ágilmente. Más tarde Christina se encargaba de que la junta aprobara las resoluciones. Podía tratarse de dinero o presupuestos para diferentes campañas medioambientales, infraestructuras, construcción del estadio, cuestiones jurídicas y campañas de distinto tipo.

La diferencia estribaba en que ya no había una Christina Furhage que barriera tras ellos. Danielsson sabía que no sobreviviría.

El jefe del comité dejó que sus codos descansaran sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos. No pudo evitar que un sollozo recorriera todo su cuerpo. ¡Diablos, diablos! ¡Con lo que había trabajado estos años! Realmente no se merecía esto. Las lágrimas comenzaron a caer entre sus dedos sobre los documentos que había en la mesa, y formaron pequeñas burbujas transparentes que convertían las letras en diagramas. No le importó.


Annika encendió el ordenador y se sentó a escribir. Comenzó con el informe acerca de la conversación con su fuente policial. Las cosas que sabía a través de sus canales oficiosos, sus «confidetes», los mantenía totalmente en secreto. Nunca grababa esas conversaciones; existía el riesgo de que la cinta se olvidase en la grabadora y alguien la oyese. En cambio anotaba, escribía notas sobre la marcha y guardaba los textos en un disquete. A su vez, los disquetes los guardaba en uno de los cajones con llave del escritorio y tiraba los apuntes. Tampoco relataba nunca los datos en las discusiones o reuniones de redacción. El único que, si era necesario, oía las partes secretas de sus conversaciones era el responsable de la publicación, es decir, el director Anders Schyman.

No se hacía ilusiones sobre por qué le daban datos a ella: no era por ser mejor o más interesante que otros periodistas. En cambio era de fiar, y eso, unido a su influencia en las reuniones de redacción del Kvällspressen, hacía que ella supiese cosas que la policía no quería divulgar. Había muchas razones por las que se pasaban datos, pero la policía, como muchas organizaciones, sólo quería dar a los medios su propia versión de los hechos. Especialmente en el tipo de sucesos en los que trabajaba la policía, la televisión y los periódicos tenían tendencia a agrandarlos y equivocarse. Al hacer de filtro, por lo menos la policía tenía la oportunidad de evitar las peores meteduras de pata.

Algunos periodistas consideraban poco ético no escribir todo lo que sabían. Uno era siempre periodista, sobre todo periodista y nada más que periodista. Eso significaba que debían escribir las declaraciones de los vecinos, de los amigos de los niños, de la suegra o de Papá Noel si es que alguien sabía algo. Una conversación con un policía o un político off the record era impensable. Para Annika esa actitud era completamente reprobable. Se consideraba por encima de todo una persona, después madre, esposa y por último empleada del Kvällspressen. No creía en absoluto en el periodista como enviado de Dios o de cualquier otra fuerza superior. Su propia experiencia también le decía que los periodistas que vivían de acuerdo con los más altos y nobles principios eran generalmente los más cabrones. Por lo tanto, los demás podían especular con sus fuentes y reírse de su forma de trabajar; no le importaba, confiaba en que su trabajo fuera realmente importante.

Después de guardar con llave el disquete, escribió un corto artículo sobre la visita a Bertil Milander. Se ciñó lo más posible a la realidad, recalcó con dignidad que el hombre había invitado al periódico por iniciativa propia y dejó que expusiera su opinión positiva sobre su esposa. A la hija ni la nombró. Dejó el texto en el depósito de artículos de la redacción, llamado la lata.

Después se levantó, inquieta, y estiró las piernas dentro de su jaula de cristal. Su despacho estaba entre dos mares, la redacción de noticias y la de deportes, con paredes de cristal entre ambos. No entraba la luz del día, sólo de forma indirecta desde ambos mares. Para contrarrestar la sensación de acuario alguno de sus antecesores había encargado visillos azules de un material opaco que impedía la visión del exterior. Hacía por lo menos cinco años que nadie se había preocupado por esas telas y por supuesto nadie las había lavado jamás. Quizá fueran nuevas y modernas en su tiempo, pero ahora sólo eran tristes y deprimentes. Annika deseó que alguien se ocupara de ellas, hiciera algo con ellas, aunque tenía una cosa muy clara: esa persona no sería ella.

Fue a buscar a Eva-Britt Qvist, que trabajaba en el despacho contiguo al suyo. La secretaria de redacción se había marchado a casa sin decir nada. El material de documentación estaba apilado en montones sobre el escritorio, con notitas Post-it sobre cada uno. Annika se sentó y comenzó a ojearlo por encima. ¡Dios mío, cuánto se había escrito sobre esta mujer! Cogió la página impresa con el título «Resumen» y la comenzó a leer. Era un largo artículo dominical de uno de los periódicos de la mañana, un cálido e inteligente artículo que mostraba el aroma de la persona llamada Christina Furhage. Las preguntas eran directas y concretas, las respuestas de Furhage eran sagaces y rápidas. Sin embargo toda la entrevista giraba alrededor de temas relativamente impersonales, la economía de los Juegos Olímpicos, teorías de organización, feminismo y carrera, el significado del deporte en el espíritu humano. Annika analizó el texto y, para sorpresa suya, pudo constatar que Christina Furhage conseguía no hablar de cualquier cosa que fuera personal.

Lo cierto era que todo esto había salido en un periódico de la mañana. La prensa de la mañana no se preocupaba de los temas privados, sino sólo de los públicos, en otras palabras: solamente trataba de cosas masculinas, políticamente correctas y limpias y evitaba todo lo que fuese delicado, interesante y femenino. Dejó la hoja y revolvió el montón buscando una entrevista en los suplementos de la prensa de la tarde. Claro, ¡ahí estaba!, un pequeño recuadro con sus datos: nombre: Ingrid Christina Furhage; familia: esposo e hija; vive: casa en Tyresö; sueldo: alto; fuma: no; bebe: sí, agua, vino y café; mejor cualidad: que opinen otros; peores defectos: que opinen otros… Annika siguió hojeando, las respuestas del pequeño recuadro eran las mismas durante los últimos cuatro años, es decir después de conseguir la protección en el padrón. No figuraban los nombres del marido o la hija, y la vivienda que se mencionaba era la casa de Tyresö. Encontró un artículo de hacía seis años en el suplemento dominical: en él la familia estaba formada por Bertil y Lena. Bueno, ése era el nombre de la hija, seguramente Milander sería el apellido.

Dejó el montón del resumen de artículos y se concentró en el más pequeño, denominado «Conflictos». Al parecer no había tenido muchos. El primer artículo trataba de una pelea con un promotor que había dimitido. No tenía nada que ver con Christina Furhage; sólo la citaba al final, que era por lo que el ordenador lo había seleccionado. El siguiente texto versaba sobre una manifestación contra los efectos medioambientales del estadio olímpico. Annika se enfadó. ¡Esto no tenía nada que ver con los conflictos de Christina Furhage! Eva-Britt había hecho un trabajo horrible. Tendría que ordenarlo. ¡Para algo tenía una documentalista en la redacción de sucesos! Eva-Britt debía seleccionar el material de fondo y así ahorrar tiempo a los reporteros saturados de trabajo. Annika cogió todo el montón de «Conflictos» y lo hojeó: manifestaciones, protestas, un artículo de debate y… Annika se detuvo. ¿Qué era esto? Apartó el resto del montón y pescó un pequeño texto al final. «La jefa de los Juegos despide a una secretaria tras una pelea amorosa», decía el titular. Annika no necesitó ver quién lo había publicado. Era, evidentemente, el Kvällspressen. Estaba fechado hacía siete años. Una joven había tenido que dejar de trabajar en el recientemente constituido comité olímpico por tener una relación con un jefe superior. «Esto me parece un insulto y un retroceso», había dicho la mujer al reportero del Kvällspressen. La jefa de los Juegos, Christina Furhage, había declarado que nadie había despedido a la mujer sino que su contrato laboral había terminado. No tenía nada que ver con su relación amorosa. End of story. No constaba quiénes eran la mujer y el jefe. Nadie más había publicado la noticia y no era de extrañar. La historia era muy floja, y se trataba del único conflicto en torno a Christina Furhage tratado por los medios. «Tuvo que ser una maravillosa jefa y organizadora», supuso Annika. Pensó durante un momento en la tonelada de escritos sobre conflictos en su propio lugar de trabajo a lo largo de los años, y eso que éste no era un mal lugar.

– ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó Berit a su espalda.

Anmka se levantó del borde de la mesa.

– ¡Menos mal que has vuelto! No, nada especial, bueno, quizá. Furhage despidió a una joven por tener una relación con un jefe. Puede estar bien saberlo… ¿Tú qué has conseguido?

– Bastante. ¿Quieres que lo analicemos rápidamente?

– Esperemos a Patrik -respondió Annika.

– ¡Aquí estoy! -voceó a lo lejos desde la redacción-. Sólo voy…

– Vayamos a mi despacho -anunció Annika.

Berit se fue con el abrigo y lo colgó en su despacho. Luego se sentó en el viejo sofá de Annika con sus apuntes y una taza de plástico de café de máquina.

– He intentado reconstruir las últimas horas de Christina Furhage. El comité organizador de los Juegos Olímpicos tuvo el viernes por la noche una fiesta en un bar de Kungsholmen. Christina estuvo hasta medianoche. He estado ahí y he hablado con el personal y también he hablado a solas con Evert Danielsson, el jefe del comité.

– ¡Qué bien! -exclamó Annika-. ¿Qué hizo ella?

– Llegó tarde al bar, después de las diez. Los otros ya habían cenado: bufé de Navidad. Bufé de Navidad básico, en concreto. Se fue con otra mujer, Helena Starke, justo antes de las doce. Luego ya nadie la volvió a ver.

– La explosión fue a las tres y diecisiete, una laguna de tres horas -comentó Annika-. ¿Qué dice esa tal Helena Starke?

– No lo sé, tiene un número de teléfono secreto. Está empadronada en Söder, no he tenido tiempo de ir allí.

– Starke, está bien, tenemos que conseguirla -dijo Annika-. ¿Algo más? ¿Qué hizo Furhage antes de ir al bar?

– Danielsson cree que se quedó trabajando en la oficina, pero no está seguro. Según parece solía hacer largas jornadas laborales, catorce, quince horas era lo normal.

– Supermujer -murmuró Annika y pensó en las alabanzas del marido por su trabajo en casa.

– ¿Quién hace The Furhage Story? -preguntó Berit.

– Alguno de los estilistas de la central. He estado con la familia, no dio para mucho. Gente rara…

– ¿En qué sentido?

Annika meditó.

– El marido, Bertil, era viejo y gris. Estaba bastante desconcertado. Me pareció que admiraba a su mujer más de lo que la amaba. La hija llegó, chilló, lloró y dijo que estaba contenta de que su madre estuviera muerta.

– ¡Vaya! -dijo Berit.

– ¿Qué tal? -preguntó Patrik y entró por la puerta.

– ¡Muy bien! ¿Y a ti cómo te va? -inquirió Annika.

– Bien, esto va estar francamente bien -respondió y se sentó junto a Berit-. Hasta el momento la policía ha encontrado ciento veintisiete pedazos de Christina Furhage.

Tanto Berit como Annika hicieron muecas incontroladas.

– ¡Joder, qué asco! ¡Eso no lo puedes usar! -dijo Annika.

El joven reportero sonrió imperturbable.

– Han encontrado sangre y dientes hasta en la puerta principal, es decir, en un radio de unos cien metros.

– Eres tan desagradable que dan ganas de vomitar. ¿No sabes algo peor? -preguntó Annika.

– Todavía no saben, o no lo quieren contar, lo que el Dinamitero utilizó para hacerla picadillo.

– ¿Qué story estás haciendo, entonces?

– He hablado con un buen policía sobre la persecución del asesino. Puedo escribir eso.

– Okey -dijo Annika-. Yo puedo añadir algo más. ¿Qué sabes tú?

Patrik se inclinó hacia adelante, sus ojos brillaban.

– La policía está buscando el maletín personal de Christina Furhage. Saben que tenía un ordenador portátil en un maletín el viernes por la noche; una chica del comité lo vio. Pero el ordenador ha desaparecido, no estaba entre los otros restos del estadio. Creen que el asesino se lo llevó.

– ¿No pudo destruirse con la explosión? -preguntó Berit.

– No, totalmente descartado, por lo menos según mi fuente -comunicó Patrik-. El ordenador ha desaparecido, y de momento es la mejor pista.

– ¿Algo más? -interrogó Annika.

– Están pensando emitir una orden de busca y captura contra Tigern a través de Interpol.

– No ha sido Tigern -informó Annika-. Fue un trabajo desde dentro, la policía está segura de eso.

– ¿Cómo lo pueden saber? -dijo Patrik sorprendido.

Annika pensó en su promesa de no decir nada sobre los códigos de las alarmas.

– Créeme, tengo una buena fuente. ¿Algo más?

– He hablado con los empleados del comité organizador de los Juegos Olímpicos. Están conmocionados. Parece ser que Christina Furhage era una especie de Dios para ellos. Todos lloraban, incluso Evert Danielsson. Lo oí a través de la puerta. No se imaginan cómo van a poder seguir sin ella. Aparentemente poseía todas las cualidades que puede tener una persona en la tierra.

– ¿Por qué te sorprendes? -preguntó Berit-. ¿No puede una persona de mediana edad ser querida y apreciada?

– Por supuesto, pero hasta ese punto…

– Christina Furhage hizo una carrera increíble, y superó el trabajo como jefa de los Juegos Olímpicos con nota. Si una mujer puede llevar acabo un proyecto de esta magnitud de principio a fin, entonces puedes estar seguro de que es algo fuera de lo normal. Veintiocho campeonatos mundiales al mismo tiempo, eso es lo que son unos Juegos Olímpicos -dijo Berit.

– ¿Sus hazañas tienen que ser especialmente importantes por ser mujer? -inquirió Patrik con sorna, y Berit se enfadó de verdad.

– ¡Por favor, jovencito! A ver si crecemos.

Patrik se levantó: un metro noventa en calcetines.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Oye, oye, vamos -dijo Annika e intentó parecer tranquila y controlada-. Siéntate, Patrik, tú eres hombre y no necesitas meterte en el fenómeno de la opresión de la mujer. Por supuesto, es más difícil para una mujer que para un hombre estar en el puesto de jefe de unos Juegos Olímpicos, lo mismo que sería más difícil para un sordomudo que para una persona sana. Ser mujer es igual que ser una imperfección ambulante. ¿Tienes algo más?

Patrik se había sentado, pero todavía estaba enfadado.

– ¿Qué es eso de la imperfección ambulante? ¿Qué clase de jodido discurso feminista es éste?

– ¿Tienes algo más?

Hojeó sus anotaciones.

– La persecución del Dinamitero, el comité de los Juegos Olímpicos conmocionado, no, eso es todo lo que tengo.

– Okey, Berit hace el último día de Christina Furhage, yo hago la familia y añado algo a la caza del asesino. ¿Listos?

Se separaron sin decir nada más. «Empezamos a estar agotados», pensó Annika y puso el Eko de las seis menos cuarto. Los titulares, era previsible, giraban en torno a las consecuencias de la muerte de Christina Furhage, la mujer más poderosa y conocida de Suecia. Abría con comentarios sobre su vida y obra, y continuaba con las consecuencias para los Juegos y el deporte. Samaranch efectivamente negó sus declaraciones en el Konkurrenten. Después de once minutos se informaba de que Furhage había sido asesinada. Así actuaban en Dagens Eko, primero lo general e impersonal, luego -si es que ocurría- lo desagradable y lo escandaloso. Si Eko cubría un asesinato, casi siempre se concentraba en alguna argucia legal, nunca en la víctima, la familia o el asesino. Sin embargo podían emitir diecisiete reportajes sobre el aparato que investigaba el cerebro del asesino: eso era científico y bonito. Annika suspiró. De pasada mencionaron, superficialmente, sus datos del periódico del día anterior sobre la amenaza y la protección en el padrón. Apagó la radio y recogió su material para la reunión de redacción en el despacho del director. Se dirigió allí con una desagradable sensación en el estómago. Ingvar Johansson se había comportado de una forma muy extraña todo el día, había estado quisquilloso y cortante. Comprendía que había hecho algo mal pero no sabía qué. Ahora no se le veía.

Anders Schyman hablaba por teléfono. Parecía como si al otro lado de la línea hubiese un niño. El de Foto Pelle ya estaba sentado en la mesa de conferencias con sus largas listas; ella prefirió sentarse junto a la ventana y mirar fijamente su propio reflejo. Si colocaba la mano haciendo visera a la luz de la habitación y se colocaba muy cerca del cristal aparecía la imagen de detrás. Afuera la oscuridad era densa y pesada. Las farolas de luz amarilla de la embajada rusa flotaban como pequeños puntos dorados sobre islas de oscuridad. Hasta este pequeño pedazo de tierra rusa era sombrío y fatídico. Tiritó a causa del frío que entraba por la ventana.

– Alies gut? [5] -dijo Jansson, el alegre jefe de noche detrás de ella, y vertió un poco de café sobre la alfombra del director-. Ultima noche con la pandilla, luego tengo vacaciones… ¿Dónde está Johansson?

– Aquí. ¿Comenzamos?

Annika se sentó a la mesa y notó que Ingvar iba a tomar el mando. ¡Así que era eso! Había hablado demasiado en la reunión de ayer.

– Sí, comencemos -respondió Anders Schyman y colgó el teléfono-. ¿Qué tenemos y con qué abrimos?

– Yo pienso que podemos titular con el artículo de Nils Langeby. La policía está segura de que es una acción terrorista. Están buscando a un grupo terrorista extranjero.

Annika se quedó estupefacta.

– ¿Qué dices? -dijo indignada-. ¿Está Nils hoy aquí? Ni siquiera lo sabía. ¿Quién le ha llamado?

– No lo sé -contestó Ingvar Johansson irritado-. Supuse que tú lo habías hecho, tú eres su jefa.

– ¿De dónde ha sacado eso de «una acción terrorista»? -preguntó Annika y sintió que apenas podía controlar la voz.

– ¿Por qué exiges que muestre sus fuentes? Tú nunca lo haces -respondió Ingvar Johansson.

Annika notó que su rostro cambiaba de color. Todos los que estaban alrededor de la mesa la miraron expectantes. De repente fue consciente de que todos eran hombres menos ella.

– Tenemos que sincronizar nuestro trabajo -dijo con un hilo de voz-. Yo tengo datos totalmente opuestos. No era una acción terrorista, sino que la explosión iba dirigida personalmente contra Christina.

– ¿De qué manera? -indagó Ingvar Johansson y Annika supo que la habían pillado. Podía revelar lo que sabía, y entonces tanto Jansson como Ingvar Johansson pedirían que escribiese un artículo sobre los códigos de las alarmas. No existía un redactor jefe que aceptase retener un artículo tan bueno. La alternativa era cerrar la boca, y eso no podía hacerlo. Entonces la harían papilla. Eligió rápidamente una tercera alternativa.

– Llamaré y hablaré con mi fuente una vez más -informó.

Anders Schyman la observó pensativo.

– Esperaremos antes de decidir sobre la pista terrorista. Continuemos.

Annika esperó en silencio a que Ingvar Johansson continuara. Lo hizo encantado.

– Vamos a hacer un suplemento: «Así recordamos a Christina». Su vida en texto y fotos. Tenemos cantidad de buenos comentarios: el rey, La Casa Blanca, el gobierno, Samaranch, muchas estrellas del deporte, famosos de la televisión. Todos quieren homenajearla. Será fuerte e imponente…

– ¿Qué pasa con el suplemento deportivo? -preguntó con precaución Anders Schyman.

Ingvar Johansson dudó un instante.

– Sí, bueno, cogemos esas páginas para hacer el suplemento de recuerdo, dieciséis páginas a cuatro tintas, y el deporte lo dejamos en las páginas enfrentadas habituales.

– ¿A cuatro tintas? -dijo Anders Schyman pensativo-. Pero eso quiere decir que hemos quitado muchas páginas en color del periódico habitual para pasarlas al suplemento. El resto del periódico quedará muy gris, ¿no?

Ahora Ingvar Johansson casi enrojece.

– Sí, e… así es.

– ¿Cómo es que no he sido informado de este proyecto? -preguntó Anders Schyman con calma-. He estado aquí prácticamente todo el día. Podías haber venido en cualquier momento y discutirlo.

El redactor jefe quería desaparecer.

– No puedo darte ninguna razón. Todo ha ido muy deprisa.

– Qué pena -respondió Schyman-. Pues no vamos a tener ningún suplemento a cuatro tintas de Christina Furhage. No era tan querida como para hacerlo. Era una directora de empresa elitista, si bien es cierto que era muy admirada en ciertos sectores, pero no era ni de la familia real, ni un personaje político, ni una famosa de la televisión. Haremos en cambio una separata especial de recuerdo dentro del periódico. Olvídate del suplemento y aumenta el número de páginas en la edición. Supongo que la sección de deportes no habrá hecho ningún suplemento.

Ingvar Johansson miraba fijamente al suelo.

– ¿Qué más tenemos?

Nadie dijo nada. Annika esperó en silencio. Esto era realmente desagradable.

– ¿Bengtzon?

Irguió la espalda y miró sus papeles.

– Berit hace «su último día», yo he visitado a la familia.

– Sí, eso, ¿qué tal fue? -inquirió Schyman.

Annika reflexionó.

– Hay que decir que el hombre estaba algo desconcertado. La hija estaba totalmente descontrolada, a ella no la saco. La pregunta es si publicamos algo. Podemos ser muy criticados por haber hablado con el marido.

– ¿Le engañaste para conseguir hablar con él? -preguntó Anders Schyman.

– No, por supuesto que no -respondió Annika.

– ¿Se mostró reacio de alguna manera?

– En absoluto. Nos pidió que fuéramos para poder contarnos cosas de Christina. He escrito lo que dijo, no fue mucho. Está en la lata.

– ¿Tenemos alguna foto? -indagó Schyman.

– Una foto maravillosa que ha sacado Henriksson -informó Pelle Oscarsson-. El viejo está junto a la ventana y las lágrimas brillan en sus párpados. ¡Cojonuda!

Schyman miró inexpresivo al redactor gráfico.

– ¡Vaya! Quiero ver esa foto antes de que llegue a la rotativa.

– Por supuesto -dijo Pelle Oscarsson.

– Muy bien -informó Schyman-. Quiero que discutamos otra cosa también y lo mejor es que lo hagamos de una vez.

Se pasó las manos por el pelo de forma que quedó de punta, se estiró para coger una taza de café pero cambió de idea. Annika sintió por alguna razón que el pelo de la nuca se le erizaba. ¿Había cometido otro error?

– Hay un asesino suelto -anunció el director, que sabía latín-. Quiero que seamos conscientes de esto cuando publiquemos fotos y entrevistas con las personas del círculo de Christina Furhage. Casi todos los asesinatos son cometidos por alguien cercano a la víctima. Según parece, en este caso también. El Dinamitero puede ser alguien que quería vengarse de Christina.

Se calló y dejó que la mirada recorriera la mesa. Nadie dijo nada.

– Bueno, ¿entendéis lo que digo? -preguntó-. Estoy pensando en el asesinato de Bergsjön, ¿os acordáis? La niñita que fue asesinada en el sótano y todo el mundo se conmovió con las lágrimas de la madre, mientras el padre era sospechoso. Después resultó que la asesina era la madre.

Levantó la mano adelantándose a las inmediatas protestas.

– Sí, sí, lo sé, no podemos ser policías y nosotros no debemos juzgar, pero creo que deberíamos tenerlo en cuenta.

– Estadísticamente tendría que ser su marido -dijo Annika de golpe-. Los compañeros y los maridos son los causantes de casi todos los asesinatos de mujeres.

– ¿Puede ser así en este caso?

Annika pensó un momento.

– Bertil Milander está viejo y encorvado. Me resulta difícil verle corriendo por el estadio cargado de explosivos. Aunque no tiene por qué haberlo hecho él mismo. Puede haber contratado a alguien.

– ¿Tenemos a alguien más que pueda ser sospechoso? ¿Qué clase de personas hay en el comité organizador?

– Evert Danielsson, jefe del comité -informó Annika-. Los subdirectores de las distintas secciones: acreditación, transporte, estadios, competiciones, villa olímpica. Son muchos. El presidente del consejo de dirección, Hasse Bjällra. Los miembros del consejo de dirección, aquí tenemos tanto al alcalde como a los ministros…

Schyman resopló.

– Okey, no tiene sentido pensar en eso. ¿Qué más vamos a meter en el periódico?

Ingvar Johansson expuso el resto de la lista: una estrella de música pop que había conseguido permiso para construir un jardín de invierno a pesar de las quejas de los vecinos, un gato que había sobrevivido a cinco mil vueltas dentro de una centrifugadora, una victoria sensacional de bandy y nuevas cifras de audiencia récord para el programa de entretenimiento del sábado de Kanal 1.

Terminaron la reunión bastante rápido, Annika se apresuró a volver a su despacho. Cerró la puerta detrás de sí y se sintió completamente mareada. Por una parte se había olvidado de comer y por otra notaba que las luchas de poder en las reuniones de redacción la machacaban físicamente. Se agarró a la mesa mientras se dirigía a la silla. Acababa de sentarse cuando alguien llamó a la puerta y el director entró.

– ¿Qué ha dicho tu fuente? -preguntó éste.

– Fue una acción personal -respondió Annika y abrió el último cajón del escritorio. Si no recordaba mal, ahí debía haber un bollo de canela.

– ¿Contra Furhage misma?

El bollo estaba mohoso.

– Sí, no contra los Juegos. Los códigos de alarmas los tiene un grupo muy reducido. La amenaza contra ella no tenía nada que ver con los Juegos Olímpicos. Procedía de un familiar.

El director silbó.

– ¿Qué puedes escribir sobre esto?

Ella hizo una mueca.

– En realidad, nada. Que había serias amenazas contra sus familiares cercanos es difícil de escribir; en todo caso su familia debería comentarlo y no quieren. Se lo pregunté hoy. Prometí guardar silencio sobre los códigos de las alarmas. Los códigos, junto con lo del maletín desaparecido, son las pistas que en principio tiene la policía.

– Es lo que te cuentan ellos, claro -dijo Schyman-. No es seguro que te lo digan todo.

Annika miró sobre la mesa.

– Voy a ver a Nils Langeby y preguntarle a qué coño juega. No te vayas a ningún sitio, ahora vuelvo.

Se levantó y cerró la puerta cuidadosamente. Annika continuó sentada, con la cabeza vacía y el estómago aún más. Tenía que comer algo antes de desmayarse.


Thomas no regresó a casa con los niños hasta cerca de las seis y media. Los tres estaban empapados, agotados y felices. Ellen casi se durmió en el trineo de vuelta a casa desde el Kronobergsparken, pero una canción más y una pequeña guerra de bolas de nieve la habían animado y había vuelto a reírse. Ahora todos cayeron juntos, amontonados en el recibidor y se ayudaron con la ropa mojada. Cada peque le cogió un pie para quitarle las botas hasta que él simuló romperse. Luego los metió en el baño con agua muy caliente, y allí se quedaron mientras él cocinaba una papilla de sémola. Auténtica comida de domingo por la noche: papilla blanca con mucha canela y azúcar y rebanadas de pan de centeno con jamón. Aprovechó para lavarle el largo pelo a Ellen y acabó el bote de acondicionador de Annika; la niña tenía el pelo delicado. Pudieron comer en albornoz, luego los tres se metieron en la cama de matrimonio y leyeron Bamse. Ellen se durmió después de dos páginas, pero Kalle escuchó todo el cuento con los ojos abiertos.

– ¿Por qué el papá de Burre es tan malo siempre? -pregunte después-. ¿Es porque está en el paro?

Thomas reflexionó. Debería poder contestar a eso, siendo como era subsecretario del sindicato de trabajadores municipales.

– Uno no es tonto y malo por estar en el paro -dijo-. Sin embargo uno puede acabar en el paro si es muy tonto y malo. Nadie quiere trabajar con alguien así, ¿no crees?

El niño pensó un momento.

– Mamá dice a veces que soy tonto y malo con Ellen. ¿Crees que me darán algún trabajo?

Thomas cogió al niño entre sus brazos y le sopló el pelo mojado, lo acunó lentamente y sintió su calor húmedo.

– Tú eres un niñito fantástico, y conseguirás el trabajo que quieras cuando seas mayor. Pero mamá y yo nos entristecemos cuando tú y Ellen os peleáis, y tú puedes ser muy chinche. No está bien chinchar y pelear. Tú y Ellen os queréis, pues sois hermanos. Por eso es mucho mejor para todos que seamos amigos en esta familia…

El niño se acurrucó como una pelotita y se metió el dedo en la boca.

– Te quiero, papá -dijo, y a Thomas le invadió un calor grande e intenso.

– Yo también te quiero, canijo. ¿Quieres dormir en mi cama?

Kalle asintió, Thomas le quitó el albornoz húmedo y le puso el pijama. A Ellen la llevó en brazos a su cama y le puso el camisón. La observó durante unos instantes mientras yacía en su camita, no se cansaba de mirarla. Era una copia de Annika, pero con el pelo rubio. Kalle era igual que él a sus años. Eran dos auténticos milagros. Pensar eso era una banalidad, pero no lo podía evitar.

Apagó la luz y cerró la puerta con cuidado. Durante el fin de semana los niños apenas habían visto a Annika. Tenía que reconocer que le irritaba que trabajara tanto. Ella se sumergía en su trabajo de una forma poco sana. Se dejaba absorber y todas las demás cosas del mundo ocupaban un segundo plano. No tenía paciencia con los niños, sólo pensaba en sus artículos.

Se fue al salón, cogió el mando a distancia y se sentó en el sofá. El asunto de la explosión y la muerte de Christina Furhage era sin duda algo grande. Todos los canales, incluidos Sky, BBC y CNN hablaban de ello. Ahora la 2 estaba emitiendo un programa conmemorativo sobre la jefa de los Juegos; numerosas personas debatían en un estudio sobre su colaboración con Christina, y lo mezclaban con entrevistas con la fallecida que Britt-Marie Mattsson había realizado anteriormente. Christina Furhage era increíblemente lista y divertida. Siguió el programa un buen rato, con interés. Luego telefoneó a Annika, para saber si estaba en camino.


Berit metió la cabeza a través del umbral de la puerta.

– ¿Tienes un momento?

Annika movió una mano indicándole que entrara, al mismo tiempo que el teléfono comenzaba a sonar. Lanzó una mirada a la pantalla y luego siguió escribiendo.

– ¿No vas a contestar? -preguntó Berit.

– Es Thomas -respondió Annika-. Quiere preguntarme cuándo acabaré. Intenta ser cariñoso, pero puedo percibir sus reproches. Si no respondo se pondrá contento, pues entonces creerá que ya me he ido.

El teléfono de sobremesa dejó de sonar y en cambio del móvil salió una sintonía electrónica que Berit reconoció vagamente. Annika también pasó de él y dejó que el contestador respondiera.

– No consigo localizar a Helena Starke -informó Berit-. Tiene número de teléfono secreto; he pedido a los vecinos que llamen a su puerta y le dejen notas en el buzón para que nos llame y todo eso, pero ella no llama. No tengo tiempo para ir allí; he de preparar la biografía de Christina Furhage…

– ¿Por qué? -preguntó Annika sorprendida y dejó de escribir-. ¿No lo iba a hacer uno de los articulistas?

Berit esbozó una sonrisa.

– Sí, pero al articulista le dio migraña al saber que no habría suplemento; me quedan tres horas de agradable escritura.

– Esto es de locos -dijo Annika-. Pasaré a ver a Starke de camino a casa. Es en Söder, ¿verdad?

Berit le dio la dirección. Cuando la puerta se cerró de nuevo intentó llamar a su fuente, sin resultado. Resopló en silencio. Ahora tendría que escribir de todas formas, no podría retener durante más tiempo la información. Tendría que ser una técnica de la escritura equilibrista, donde las palabras «código de alarmas» nunca se mencionaran pero en la que se intuyera la idea. Salió mejor de lo que esperaba. Lo enfocó sobre la hipótesis del trabajo interno. No podía escribir que el estadio no tenía las alarmas conectadas y que ninguna puerta había sido forzada. Habló de la posesión de las tarjetas de acceso y de la posibilidad de entrar en el estadio a medianoche sin citar a la policía, sino a otras fuentes. También pudo contar que la policía investigaba a un grupo reducido de personas que, en teoría, pudo haber tenido la posibilidad de realizar el atentado. Esto y el relato de Patrik eran dos artículos de órdago. A continuación escribió una reseña sobre el interrogatorio de la policía a la persona que había amenazado a Christina Furhage hacía un par de años. Casi había terminado cuando Anders Schyman llamó a la puerta de nuevo.

– ¡Es un coñazo ser director! -dijo y se sentó en el sofá.

– ¿Qué hacemos? ¿Sacamos lo del grupo terrorista internacional o lo del comité de los Juegos Olímpicos? -preguntó Annika.

– Creo que Nils Langeby está algo trastornado -informó Schyman-. Sostuvo que su artículo era correcto, pero se negó a revelar sus fuentes o precisar lo que habían dicho.

– ¿Qué hacemos, entonces? -interrogó Annika.

– Publicaremos lo del trabajo interno, por supuesto. Pero primero quiero leerlo.

– Claro. Aquí está.

Annika pulsó documento en el ordenador. El director se levantó y fue hacia su mesa.

– ¿Quieres sentarte?

– No, no, no te molestes…

Echó una mirada al texto.

– Cristalino -dijo y se dispuso a salir-. Hablaré con Jansson.

– ¿Qué más dijo Nils Langeby? -indagó Annika en voz baja.

Se detuvo y la miró seriamente.

– Creo que Nils Langeby será un auténtico problema para ambos -respondió y salió.


Helena Starke vivía en Ringvägen en un edificio marrón de los años veinte. La puerta lógicamente tenía código de acceso y Annika no disponía de él. Por tanto se puso el auricular y llamó a información telefónica para que le dieran un par de números de teléfono de personas que vivían en Ringvägen 139.

– No podemos dar números de esta manera -dijo la telefonista enfadada.

Annika suspiró. A veces funcionaba, pero no siempre.

– Okey -respondió-. Busco a Andersson, en Ringvägen 139.

– ¿Arne Andersson o Petra Andersson?

– Ambos -contestó rápidamente y garabateó los números en el bloc-. ¡Muchas gracias!

Colgó y llamó al primer número, a Arne. Ninguna respuesta, quizá se había dormido. Eran casi las diez y media. Petra estaba en casa, y no parecía enfadada.

– Disculpe -dijo Annika-, pero es que tenía que subir a casa de una amiga vecina suya pero se le ha olvidado darme el código…

– ¿Qué vecina es? -preguntó Petra.

– Helena Starke -respondió Annika y Petra se rió. No era una risa amable.

– ¿Así que va a casa de la Starke a las diez y media de la noche? ¡Qué suerte tiene la tía! -dijo y le dio a Annika la combinación de números.

«¡Se oyen tantas tonterías!», pensó Annika, subió y llamó a la puerta. Helena Starke vivía en el cuarto. Volvió a llamar, nadie abrió. Entonces observó la escalera e intentó adivinar qué orientación y tamaño tenía el apartamento de Helena Starke. A continuación bajó de nuevo a la calle y comenzó a contar. Starke debería tener por lo menos tres ventanas que daban a la calle, y había luz en dos. Probablemente estaba en casa. Annika volvió a entrar, subió en ascensor y llamó al timbre un buen rato. Luego abrió el orificio del buzón y dijo:

– ¿Helena Starke? Me llamo Annika Bengtzon y soy del Kvällspressen. Sé que está en casa. ¿No puede abrir la puerta?

Esperó en silencio un rato; seguidamente se oyó el tintineo de la cadena de seguridad del otro lado. La puerta se entreabrió y una mujer llorosa apareció en la abertura.

– ¿Qué quiere? -dijo Helena Starke en voz baja.

– Siento molestarle, pero hemos intentado hablar con usted todo el día.

– Lo sé. He recibido quince notas en el buzón, suyas y de los demás.

– ¿Podría entrar un momento?

– ¿Por qué?

– Vamos a escribir sobre la muerte de Christina Furhage en el periódico de mañana y me preguntaba si podía hacerle algunas preguntas.

– ¿Sobre qué?

Annika suspiró.

– Se lo explicaría gustosamente, pero preferiría no hacerlo aquí en la escalera.

Starke abrió la puerta y la dejó entrar en el apartamento. Estaba extremadamente sucio, a Annika le pareció que olía a vómito. Fueron a la cocina; el fregadero estaba desbordado de platos sucios y en una de las placas de la cocina había una botella de coñac vacía. Helena Starke iba en bragas y camiseta. Su pelo estaba revuelto y tenía el rostro completamente hinchado.

– La muerte de Christina ha sido una pérdida terrible -dijo-. Nunca hubiera habido Juegos Olímpicos en Estocolmo de no haber sido por ella.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo y anotó. «¿Cómo es posible que todos digan siempre lo mismo de Christina Furhage?», se preguntó.

– ¿Cómo era personalmente? -preguntó Annika.

– Fantástica -contestó Helena Starke y miró al suelo-. Verdaderamente, era un ejemplo para todos nosotros. Activa, inteligente, fuerte, divertida… Podía con todo.

– Si he entendido bien, usted fue la última en verla con vida.

– Aparte del asesino. Sí, nos fuimos juntas de la fiesta. Christina estaba cansada y yo bastante borracha.

– ¿Adónde fueron?

Helena Starke se quedó petrificada.

– ¿Cómo que fueron? Nos separamos en el metro; yo me fui a casa y Christina cogió un taxi.

Annika frunció el entrecejo. Esto no lo había oído antes. No tenía ni idea de que Christina Furhage hubiera cogido un taxi después de medianoche. Entonces había alguien que había visto a la mujer con vida después de Helena Starke: el taxista.

– ¿Tenía Christina algún enemigo dentro de la organización de los Juegos Olímpicos?

Helena Starke sollozó.

– ¿Quién podría haber sido?

– Bueno, eso es lo que intento preguntar. Usted también trabaja en el comité organizador de los Juegos Olímpicos, ¿o no?

– Yo era la asistente personal de Christina -comunicó la mujer.

– ¿Quiere eso decir que era su secretaria?

– No, ella tenía tres secretarias. Podría decirse que yo era su mano derecha; pero creo que ahora debe irse.

Annika recogió sus cosas en silencio. Antes de irse se dio la vuelta y preguntó:

– Christina echó a una mujer joven del comité de los Juegos Olímpicos por tener una relación con uno de los jefes. ¿Cómo reaccionaron los empleados ante eso?

Helena Starke la miró fijamente.

– Ahora tiene que irse de aquí.

– Esta es mi tarjeta. Llame si tiene algo más que decir o criticar -recitó mecánicamente y dejó la tarjeta en la mesa del vestíbulo.

Observó que el teléfono sobre la mesa tenía un pedazo de papel con un número de teléfono; lo anotó rápidamente. Helena Starke no la acompañó hasta la puerta, de modo que Annika la cerró, silenciosamente, tras de sí.

Загрузка...