Humanidad

Siempre he paseado mucho. Adoro la luz, el aire y el viento, las estrellas y el mar. He dado paseos tan largos que mi cuerpo, al final, comenzaba a marchar por sí mismo, apenas tocando el suelo, fundido con los elementos a mi alrededor, convertido en invisible júbilo. Otras veces mis piernas han contribuido a enfocar la existencia. En lugar de disolver la escena en torno a mí, la han encogido hasta un solo punto ennegrecido. He caminado por las calles concentrada en mi cuerpo, he dejado que las sacudidas de los tacones se propagasen por las extremidades. A cada paso resonaba la pregunta: ¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que me convierte en yo?

Mientras aquella pregunta fue importante para mí, yo vivía en una ciudad azotada continuamente por el viento. Por cualquier camino que tomara, siempre tenía la ventisca de frente. El viento de lluvia era tan fuerte que a veces perdía el aliento. Mientras la humedad me llegaba al tuétano yo iba, pasito a paso, a través de la carne y la sangre, intentaba sentir en qué parte de mí se encontraba mi ser. No estaba ni en el talón, ni en las yemas de los dedos, ni en la rodilla, ni en el sexo, ni en el vientre. Mis conclusiones después de los largos paseos apenas pueden dudarse: en alguna parte detrás de mis ojos estoy yo, por encima del cuello pero debajo del cerebro, por encima de la boca y las orejas. Ahí existe lo que realmente soy. Ahí vivo. Ese es mi hogar.

En aquel tiempo mi apartamento era estrecho y oscuro, pero yo lo recuerdo interminable, imposible de colmar y conquistar. Estaba completamente ocupada en comprender quién era. Por las noches en la cama cerraba los ojos y sentía si era hombre o mujer. ¿Cómo iba a saberlo? Mi sexo palpitaba de una forma que no podía llevar más que al placer. Si no hubiera sabido cómo era no hubiera podido describirlo más que como pesado, profundo y palpitante. ¿Hombre o mujer, blanco o negro? Mi conciencia solo me podía explicar como ser humano.

Cuando abría los ojos, éstos eran alcanzados por los rayos electromagnéticos que llamamos luz. Interpretaban los colores de una forma que nunca podía estar segura de poder compartir con otras personas. Eso a lo que yo llamaba rojo y veía como cálido y palpitante quizá los otros lo veían de otra forma. Nos habíamos unido y habíamos aprendido nombres comunes, pero nuestras nociones quizá sean totalmente individuales.

Nunca podremos saberlo.

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