Miércoles 22 de diciembre

Le tocaba a Annika llevar a los niños a la guardería, así que podía quedarse remoloneando en la cama un rato después de que Thomas se fuera. Sólo faltaban dos días para Nochebuena, estaban en el esprint final. Era extraordinario lo poco que necesitaba para recuperar las ganas de vivir. Después de unas horas en casa, unas galletas de especias y un auténtico polvo estaba de nuevo preparada para los buitres. Por una vez pudo dormir toda la noche sin niños en la cama, pero ahora se habían despertado y entraron corriendo en el dormitorio. Los abrazó y juguetearon tanto tiempo en la cama que estuvieron a punto de llegar tarde. Ellen se había inventado un juego que se llamaba el Juego de la Albóndiga: tenían que hacerse cosquillas en los dedos de los pies y gritar «albóndigas, albóndigas» constantemente. A Kalle le gustaba el juego del avión, en el que Annika se tumbaba boca arriba y le sostenía con los pies bien en alto. De vez en cuando el avión se estrellaba para júbilo de todos. Acabaron construyendo una tienda con las almohadas, la manta y el pijama grande de Thomas. Tomaron un desayuno rápido de yogur de fresa y cereales, hicieron unos bocadillos para el almuerzo y llegaron a la guardería con el tiempo justo. Ella no se quedó, sino que se fue en cuanto dejó a los niños con el personal.

Todavía nevaba. La sucia masa yacía en montones a lo largo de las aceras. Desde que el ayuntamiento de Estocolmo creara las juntas de distrito ya no se retiraba la nieve de las calles. Le gustaría haber tenido fuerzas para implicarse políticamente.

Tuvo suerte con el 56, cogió el periódico en la entrada, tomó el ascensor y saludó al botones que se dirigía hacia la puerta de la redacción. Envió un pensamiento de gratitud al director Schyman cuando vio al botones cargando con la segunda remesa de correo del día. Todo iba mejor desde que Eva-Britt Qvist se había vuelto a encargar del mismo.

Cogió un ejemplar del Konkurrenten y de los periódicos de la mañana en la mesa de redacción y una taza en la máquina de café automática camino a su oficina. Eva-Britt estaba sentada en su sitio habitual y saludó enfadada. Todo seguía, por decirlo con otras palabras, como siempre.

Berit había hecho un trabajo fantástico con la mujer del asesinado Stefan Bjurling. El artículo estaba en las páginas centrales, acompañado por una gran foto de la mujer y sus tres hijos, sentados en el sofá familiar de cuero en el adosado de Farsta. «La vida tiene que continuar», era el titular. La mujer, tenía treinta y siete años y se llamaba Eva, parecía serena y seria. Los hijos, once, ocho y seis años, miraban con los ojos muy abiertos a la cámara.

«La maldad existe en el mundo de muchas formas -decía Eva en el artículo-. Es una tontería pensar que aquí en Suecia estamos a salvo, sólo porque no hemos tenido ninguna guerra desde 1809. La violencia y la crueldad están donde una menos se lo espera.»

Eva estaba haciendo crepés cuando la policía llamó para notificarle la muerte de su marido.

«Una no puede derrumbarse cuando tiene tres hijos -comentaba Eva en el texto-. Ahora tenemos que hacer lo que podamos y continuar viviendo.»

Annika observó la fotografía durante un buen rato. La ligera sensación de que algo no encajaba le llegó solapadamente. ¿No estaba la mujer demasiado serena? ¿Por qué no mostraba ningún sentimiento de pena o desesperación en el artículo? De cualquier forma, el texto estaba bien, la foto funcionaba y el conjunto le gustaba. Alejó la sensación de desagrado.

Patrik había hecho, como de costumbre, un generoso trabajo con el análisis técnico y la persecución policial del Dinamitero. La teoría de que el asesino era el mismo en las dos explosiones se mantenía, a pesar de que se constataba que el explosivo utilizado era ligeramente distinto.

«El poder del explosivo era mucho menor esta vez -dijo el portavoz de la policía-. El análisis preliminar indica que o bien el explosivo ha sido otro, o que se ha utilizado otra composición.»

En la siguiente reunión de la directiva, Annika recomendaría que Patrik fuera contratado como fijo.

Su artículo con la foto de los obreros del pabellón de Sätra de Johan Henriksson ocupaba toda una página. Estaba bastante bien.

Pasó las hojas del periódico, dejó atrás al Dinamitero y llegó a la sección M &C, es decir Mujeres y Cultura. Internamente a estas páginas se las llamaba sección muchocoño. Hoy la redacción muchocoño había utilizado el viejo truco de escribir sobre un nuevo libro estadounidense de mujeres, cuasi psicológico y lo habían aderezado con mujeres famosas suecas. El libro se llamaba La mujer ideal y estaba escrito por una señora con apellido doble y una nariz muy estilizada, de ésas que sólo se consiguen operándose. El artículo estaba ilustrado, además de contener el pequeño retrato de la escritora, con una foto de estudio de Christina Furhage a cinco columnas. El texto decía que el libro por fin les daba a todas las mujeres la oportunidad de ser auténticas mujeres ideales. En un pequeño artículo aparte había un montón de sucintos datos sobre Christina Furhage, Annika comprendió que el mito de la asesinada jefa de los Juegos comenzaba a surgir. Christina Furhage era, según el libro, una mujer que había triunfado en todo. Tuvo una carrera fantástica, una casa preciosa, un matrimonio feliz y una hija bien educada. Además se preocupaba por su apariencia, era delgada, estaba en forma y aparentaba ser quince años más joven de lo que era. Annika sintió un sabor agrio en la boca, y no se debía sólo al café automático frío. Esto era una locura. El primer matrimonio de Christina se había ido a la mierda, su primer hijo había muerto o había desaparecido de alguna manera, su segunda hija era una pirómana y alguien la odiaba tanto que la había hecho volar en pedacitos en la gradería vacía de un estadio de atletismo. Annika estaba segura de que ésa era la realidad, y podía jurar que ese «alguien» también odiaba a Stefan Bjurling.

Justo cuando iba a buscar otra taza de café sonó el teléfono.

– Venga aquí -gimoteó una voz de hombre al teléfono-. Se lo contaré todo.

Era Evert Danielsson.

Annika guardó el bloc y el bolígrafo en el bolso y llamó a un taxi.


Helena Starke se despertó en el suelo de la cocina. Al principio no sabía muy bien dónde estaba. Tenía la boca seca como papel de lija, se había quedado helada y le dolía la cadera. La piel de la cara estaba tirante a causa de tanto llorar.

Se incorporó a duras penas y se sentó con la espalda apoyada en el armario del fregadero. Miró a través de la ventana sucia y vio caer los copos de nieve. Respiró lenta y profundamente, obligándose a que entrase aire en sus pulmones. Le raspaba en la garganta como papel de lija del cinco; no estaba acostumbrada a fumar. «Es extraño -pensó-. La vida parece totalmente nueva. El cerebro está vacío, el cielo es blanco, el corazón está tranquilo. He tocado fondo.»

Una suave paz la invadió. Estaba sentada en el suelo de la cocina, y veía el aguanieve ensuciar la ventana. Los recuerdos de los últimos días navegaban como grises fantasmas en lo profundo de su conciencia. Pensó que debería tener mucha hambre. Por lo que podía recordar, hacía una eternidad que no había comido, sólo había bebido agua y cerveza.

La conversación, el lunes anterior, con la periodista había roto todos los diques. Por primera vez en su vida, Helena Starke había sentido una pena grande y verdadera. Las horas que habían pasado desde entonces le habían hecho comprender que había amado de verdad, por única vez en su vida hasta el momento. Ayer, durante las horas nocturnas, descubrió poco a poco que realmente era capaz de amar, lo que le hizo afligirse aún más. La confusión y la ausencia de Christina se habían trocado en una intensa lástima por sí misma, que comprendió que tendría que aprender a aceptar. Era la clásica viuda desconsolada, pero la diferencia estaba en que nunca recibiría el apoyo y el consuelo de la gente. Eso estaba reservado a los modelos de relación establecidos y a la institución del amor heterosexual.

Helena se puso de pie con dificultad: tenía las articulaciones increíblemente rígidas. Había estado sentada durante mucho tiempo en la silla de la cocina, fumando sin parar un cigarrillo tras otro; los encendía con la colilla del anterior. A altas horas de la noche no aguantó más seguir sentada en la silla y se sentó en el suelo. Al final debió de dormirse.

Cogió un vaso sucio del fregadero, lo enjuagó bajo el grifo, bebió y sintió como se le hacía un nudo en el estómago. Recordó lo que Christina solía decir. Hasta casi pudo oír la voz en su cabeza:

«Tienes que comer, Helena, tienes que cuidarte».

Sabía que ella había sido importante para Christina, quizá la persona más importante en la vida de la jefa de los Juegos. Pero conocer el lado oscuro de Christina hacía que Helena no se hiciera ilusiones sobre lo que realmente significaba para ella. Simplemente, las personas no eran importantes para Christina.

Abrió la nevera y se sorprendió al encontrar una pequeña tarrina de yogur Delikatess que había caducado hacía sólo dos días. Cogió una cucharilla, se sentó a la mesa y comenzó a comer… vainilla, su favorito. Miró el aguanieve; era verdaderamente desconsolador. El tráfico resonaba, como siempre en Ringvägen; se preguntó por qué aguantaba. De repente comprendió que no tenía por qué hacerlo. Se merecía algo mejor. Tenía suficiente dinero en el banco y podía irse a cualquier parte del mundo que quisiera. Dejó la cucharilla sobre la mesa y rebañó los últimos restos de yogur con el dedo meñique.

Era hora de irse.


El restaurante Sorbet estaba en el octavo piso de Lumahuset, en Södra Hammarbyhamnen, y servía comida casera, tanto sueca como india. Los hombres que regentaban el local no eran demasiado minuciosos con el horario de apertura. Evert Danielsson pudo entrar a tomarse una taza de café, a pesar de que faltaban casi cincuenta minutos para que comenzaran a servir el almuerzo.

Annika encontró al director detrás de una espaldera, a la derecha del local. Tenía el rostro extremadamente pálido.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Annika y se sentó en la silla de enfrente. Se quitó la bufanda, los guantes, el abrigo y dejó la ropa en el respaldo de la silla de al lado.

Evert Danielsson suspiró y miró sus manos. Como de costumbre las había colocado en el borde y sujetaban la tabla de la mesa con fuerza.

– Me mintieron -anunció sofocado.

– ¿Quiénes?

El hombre levantó la mirada.

– El Adorno -respondió.

– ¿Y qué pasa? -preguntó Annika.

El hombre sollozó.

– Y la dirección, y Hans Bjällra. Todos mintieron. Dijeron que me asignarían otras funciones, que yo tendría que encargarme de cantidad de detalles técnicos después de la muerte de Christina. ¡Pero me engañaron!

Annika miró a su alrededor apurada; no tenía tiempo para ejercer de mamá de burócrata.

– Cuénteme lo que ha pasado -espetó con brusquedad, y tuvo la reacción esperada.

El hombre se recompuso.

– Hans Bjällra, el presidente de la junta directiva, me prometió que la definición de mis nuevas funciones laborales se realizaría con mi participación, pero no será así en absoluto. Hoy por la mañana cuando llegué al trabajo había una carta esperándome. La habían enviado por mensajero por la mañana temprano…

Se quedó en silencio y miró sus blancos nudillos.

– ¿Y? -indagó Annika.

– Decía que tenía que limpiar mi despacho antes del almuerzo. El comité no tenía intención de usar mis servicios en adelante. Por lo tanto no tenía que estar a disposición de la organización y podía buscarme otro empleo. Me pagarán la indemnización el veintisiete de diciembre.

– ¿Cuánto es?

– Cinco pagas anuales.

– Pobrecito -dijo Annika con acritud.

– Sí, ¿no es terrible? -continuó Evert Danielsson-. Y mientras leía la carta llegó un chico de secretaría; ni siquiera llamó a la puerta, simplemente entró. Me dijo que venía a buscar las llaves.

– ¿Pero no le habían dicho que tenía hasta el mediodía?

– Las llaves del coche, se llevaron mi coche de empresa.

El hombre se inclinó sobre la mesa y comenzó a sollozar. Annika observó en silencio el pelo gris intenso. Parecía algo rígido, como si lo secara con secador y usara laca. Notó que comenzaba a clarear en la coronilla.

– Puede comprarse uno nuevo. -En el mismo momento en que lo dijo se dio cuenta de que no valía la pena. No se le puede decir a una persona a la cual se le acaba de morir su mascota que se compre otra igual.

El hombre se sonó y carraspeó.

– Ya no hay ninguna razón por la que tenga que ser leal -anunció Evert Danielsson-. Christina ha muerto, a ella ya no la puedo herir.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.

– ¿Qué quiere contar? -preguntó.

Evert Danielsson la miró cansado.

– Lo sé casi todo -informó-. Christina no era la única candidata a directora del comité, ni siquiera de la campaña para conseguir los Juegos para Estocolmo. Había multitud de personas, casi todos hombres, que se consideraban más capacitados.

– ¿Cómo conoció a Christina?

– Ella venía de las finanzas y la banca, como sabrá. La conocí hace once años más o menos; yo trabajaba como jefe del departamento administrativo de un banco en el que ella era subdirectora. Christina era muy odiada por la gente de abajo. Se la consideraba muy dura e injusta. Lo primero era verdad, pero lo otro no. Christina era increíblemente consecuente, nunca acababa con nadie que no lo mereciera. Sin embargo le gustaba ajusticiar a la gente en público, lo que significaba que todos estaban muy asustados y procuraban no fallar. Es posible que influyera de una forma positiva en las ganancias, pero era pésima para la moral del banco. El sindicato propuso una votación contra ella, y eso, como sabrá, no suele ocurrir en la banca. Pero Christina lo paralizó. Los responsables sindicales que estaban detrás de la protesta renunciaron y abandonaron el banco el mismo día. No sé qué hizo para quitárselos de encima, pero no volvió a plantearse ninguna votación.

Uno de los dueños del restaurante se acercó con una taza de café para Annika y volvió a llenar la taza de Evert Danielsson. Annika dio las gracias y creyó reconocer al hombre de un anuncio de tarjetas de crédito. Tenía buena memoria para las caras, y con ésta seguramente tenía razón. El canal de televisión que había en el edificio usaba con frecuencia los figurantes que tenía a mano.

– ¿Cómo es posible que continuara si era tan odiada? -preguntó Annika cuando el hombre del anuncio desapareció.

– Bueno, yo también me lo pregunté. Christina llevaba de subdirectora del banco casi diez años cuando yo llegué. Durante ese tiempo habían cambiado de director hasta dos veces, y Christina nunca fue candidata a sustituirle. Estaba segura en su posición, pero no subía más.

– ¿Por qué? -inquirió Annika.

– No lo sé. La directiva quizá tuviera miedo de lo que haría si tenía todo el poder. Debieron descubrir de qué material estaba hecha -dijo Evert Danielsson y cogió un terrón de azúcar.

Annika esperó mientras él removía el café.

– Al final Christina comprendió que no llegaría más lejos. Cuando la ciudad de Estocolmo decidió que presentaría la candidatura a los Juegos Olímpicos de verano, se encargó de que el banco fuera uno de los grandes patrocinadores. Yo creo que entonces ya había concebido su plan.

– ¿Que era…?

– Que ella se encargara de los Juegos. Se metió de lleno en ellos; después de algunos trámites consiguió la excedencia en el banco y se encargó de los trabajos preparatorios como directora interina de los Juegos. No fue raro que la nombraran, a pesar de ser una total desconocida en un puesto de ese tipo. El trabajo estaba bastante mal pagado, mucho peor que en el banco. Por eso los altos cargos de las finanzas no estaban demasiado interesados en la tarea. Además la misión apenas era una senda directa al éxito; quizá recuerde el descontento y los debates del principio. Los Juegos Olímpicos no eran populares entre el público. Fue Christina la que hizo que la opinión cambiara.

– Todos dicen que hizo un trabajo sensacional -apuntó Annika.

– Sí -dijo Evert Danielsson con una mueca-. Era muy buena peloteando y ocultando diferentes gastos para presionar en diversos presupuestos. La del cambio de opinión de los suecos en relación con los Juegos Olímpicos ha sido la campaña más cara realizada en este país.

– Nunca leí nada sobre eso -respondió Annika escéptica.

– No, por supuesto que no. Christina nunca hubiera permitido la filtración.

Annika anotó y recapacitó.

– ¿Cuándo comenzó a trabajar para los Juegos Olímpicos? -preguntó.

Evert Danielsson sonrió.

– ¿Así que se pregunta cuánta mierda tengo en los zapatos y cuánta he tenido que limpiar? Bastante. Yo continué en el banco cuando Christina se fue a los Juegos, y tuve que encargarme de una parte de su trabajo. Eran sobre todo algunos encarguitos de naturaleza puramente administrativa. Fue una casualidad que yo empezara a trabajar para los Juegos.

El hombre se reclinó en la silla; parecía estar de mejor humor.

– Cuando Christina consiguió los juegos la situación cambió por completo. El trabajo como director general del comité era un puesto de prestigio. Todos estaban de acuerdo en que debía ser una persona competente con una larga experiencia en el ámbito económico.

– Había muchos candidatos, todos hombres, ¿verdad? -preguntó Annika.

– Sí, sobre todo un hombre que entonces era director general de la empresa estatal más importante.

Annika rebuscó en sus recuerdos y vio el rostro amable del hombre frente a ella.

– Justo, él se retiró por razones personales y fue nombrado gobernador provincial, ¿o no?

Evert Danielsson sonrió.

– Sí, exacto. Pero las razones personales en realidad eran una factura de una casa de putas de Berlín, que llegó a mi despacho del banco justo después de que Estocolmo hubiera conseguido los Juegos.

Annika se sorprendió. Ahora el ex director parecía disfrutar.

– No sé cómo lo consiguió, pero Christina, de alguna manera, se enteró de que el hombre había estado con otros tipos en un club porno aprovechando un gran foro socialista en Alemania. Desenterró la factura de la tarjeta de crédito, que por supuesto había sido pagada con el dinero de los contribuyentes, y entonces la cosa quedó clara.

– ¿Cómo? Y ¿cómo consiguió la factura?

Evert Danielsson apartó la taza de café y se inclinó sobre la mesa.

– La idea era que cuando se obtuvieran los Juegos, Christina volviera al banco. El Comité Olímpico sueco se apresuró a enviarnos todo su correo, y como yo me había encargado de parte de sus tareas me pareció natural atender las facturas que llegaban.

– ¿Era realmente parte de sus tareas abrir su correo? -inquirió Annika suavemente.

La sonrisa en el rostro del hombre se endureció.

– No digo que yo fuera Blancanieves -dijo-. Yo le envié la factura original a Christina sin comentarla, pero me ocupé de sacar antes una fotocopia. A la mañana siguiente el director general informó que no tenía intención de aceptar la oferta de ser el director general del comité de los Juegos. Sin embargo recomendó a Christina Furhage para el puesto. Eso fue lo que ocurrió.

– ¿Dónde entra usted en la historia?

Evert Danielsson se reclinó y suspiró.

– A estas alturas yo estaba muy cansado del banco. El que me encargaran una docena de las funciones de Christina mostraba lo que la dirección pensaba de mí. Allí no tenía ningún futuro. Así que le enseñé a Christina la copia de la factura y le dije que quería un buen trabajo en las oficinas de los Juegos Olímpicos. Sólo un mes más tarde tomé posesión del puesto de jefe de las oficinas del comité.

Annika bajó la cabeza y meditó. Podía ser verdad. Si el director general había estado en un burdel con «unos cuantos tíos» después del foro internacional socialista, no era solamente su cabeza la que estaba sobre el cadalso. Los otros hombres debían de ser influyentes socialistas; sus carreras y sus reputaciones estaban en juego. Podían ser políticos regionales o nacionales, funcionarios de alto rango o representantes sindicales. De cualquier manera era seguro que tenían mucho que perder si los denunciaban como puteros. Con toda seguridad perderían sus cargos públicos o les despedirían de sus puestos de trabajo y serían demandados por fraude o abuso de confianza. Sus familias sufrirían, quizá sus matrimonios se romperían. Para el director general debió de ser una elección sencilla. Renunciar al puesto de jefe de los Juegos o que su vida y la de sus colegas fuera destrozada.

– ¿Todavía tiene la copia de la factura? -preguntó Annika.

Evert Danielsson se encogió de hombros.

– Lo siento. Tuve que dársela a Christina a cambio del trabajo.

Annika estudió al hombre que tenía enfrente. Quizá contara la verdad. La historia tenía lógica y a él no le favorecía. De pronto recordó dónde había visto el rostro sonriente y amable del director general: el otro día, en una fotografía junto a Christina Furhage en un suplemento especial.

– ¿Cómo trabajaba Christina? -preguntó.

– Maravillosamente, por supuesto. Conocía todos los tejemanejes. Tenía a algunos de los pesos pesados de la directiva del COI en sus manos. No sé exactamente cómo lo hacía, pero ejercía mucha influencia sobre algunos de ellos. Creo que era algo de sexo, dinero o drogas, quizá todo a la vez. Christina no dejaba nada al azar.

Annika escribía e intentaba que su expresión fuera neutral.

– Antes apuntó que ella tenía muchos enemigos.

Evert Danielsson se rió corta y secamente.

– Sí -contestó-. Puedo pensar en un buen número de personas desde nuestro tiempo en el banco hasta ahora que querrían verla muerta y descuartizada. Humillaba con frecuencia en público a todos los hombres que actuaban de forma machista cerca de ella, hasta que terminaban por derrumbarse. A veces pienso que disfrutaba haciéndolo.

– ¿No le gustaban los hombres?

– No le gustaban las personas, pero prefería a las mujeres. Por lo menos en la cama.

Annika se sorprendió.

– ¿Qué le hace pensarlo?

– Creo que tenía una relación con Helena Starke.

– Pero no está seguro.

El hombre miró a Annika.

– A las personas se les nota cuando tienen una relación sexual. Se meten en la vida privada del otro, están demasiado cerca, sus manos se rozan durante el trabajo. Pequeños detalles, pero decisivos.

– Sin embargo no le gustaban todas las mujeres…

– No, en absoluto. Odiaba a las mujeres que coqueteaban. Les cortaba las alas, reprobaba todo lo que hacían y las humillaba hasta que dimitían. A veces pienso que disfrutaba despidiendo a las personas en público. Una de las peores ocasiones fue cuando destituyó a una joven llamada Beata Ekesjö delante de muchísima gente…

Annika abrió los ojos de par en par.

– ¿Quiere decir que Beata Ekesjö odiaba a Christina Furhage?

– Con toda seguridad -dijo Evert Danielsson y Annika notó que se le erizaba el pelo de la nuca. Ahora supo que el hombre mentía. El día anterior Beata Ekesjö había dicho que admiraba a Christina Furhage. Christina era su modelo, estaba destrozada por su muerte. No había ninguna duda en ello. Evert Danielsson estaba metiendo la pata, él no podía saber que Annika conocía a esa persona.

Eran las once y media y el restaurante comenzaba a llenarse de comensales. Evert Danielsson se agitó, inquieto, y miró preocupado a su alrededor, pues sabía que allí iba la gente de los Juegos y como es lógico no quería que le vieran con una periodista. Annika se dispuso a hacer las últimas y definitivas preguntas.

– ¿Quién cree que dinamitó a Christina, y por qué?

Evert Danielsson se lamió los labios y de nuevo sujetó la tabla de la mesa.

– No sé quién ha podido ser, de verdad, no tengo ni idea. Pero era alguien que la odiaba. Uno no vuela medio estadio si no está muy enfadado.

– ¿Sabe si hay alguna conexión entre Christina Furhage y Stefan Bjurling?

Evert Danielsson la miró desconcertado.

– ¿Quién es Stefan Bjurling?

– La otra víctima. Trabajaba para una subcontrata, Bygg &Rör AB.

– Ah, Bygg &Rör es una de nuestras subcontratas más utilizadas. Han estado prácticamente en cada obra que el comité ha autorizado en los últimos siete años. ¿Fue uno de sus hombres el que murió?

– ¿No lee el periódico? -contraatacó Annika-. Era el encargado, treinta y nueve años, pelo ceniciento teñido, constitución fuerte…

– ¡Ah, ése! -dijo Evert Danielsson-. Sí, ya sé quién es, Steffe. Es, era, una persona muy desagradable.

– Sus compañeros de trabajo dicen que era alegre y simpático.

Evert Danielsson se rió.

– ¡Dios mío, lo que no se diga de los muertos!

– ¿Pero había alguna relación entre él y Christina Furhage? -insistió Annika.

El jefe de oficina hizo un círculo con los labios y pensó. Fijó la mirada en un grupo de personas que acababan de entrar en el comedor, se quedó petrificado pero se relajó de nuevo. Al parecer no era nadie conocido.

– Sí, creo que sí -respondió.

Annika esperó inmóvil.

– Christina se sentó junto a Stefan en la gran fiesta de Navidad la semana pasada. Estuvieron hablando hasta mucho después de habernos levantado de la mesa.

– ¿Fue en ese restaurante? -preguntó Annika.

– No, no, ésta era la cena de Navidad de la oficina de los Juegos; la otra era la gran fiesta de los Juegos, para todos los funcionarios, voluntarios, todos los empleados de las subcontratas… Ya no tendremos esas fiestas hasta después de los Juegos.

– ¿Así que Christina Furhage y Stefan Bjurling se conocían? -repitió Annika sorprendida.

El rostro de Evert Danielsson se ensombreció. Recordó que ya no podía hablar de «nosotros» y que seguramente él no iría a más fiestas de los Juegos.

– Conocerse, conocerse…, esa noche estuvieron hablando. Pero ahora creo que tengo…

– ¿Cómo es posible que Stefan estuviera sentado al lado de la directora general? -preguntó Annika rápidamente-. ¿Por qué no estaba junto al portavoz de la dirección u otro de los jefes?

Evert Danielsson la miró irritado.

– Porque no estaban ahí, era una fiesta para los empleados, aunque el ambiente era muy refinado. Christina había elegido el Salón Azul del Ayuntamiento.

Se levantó y empujó la silla con las piernas.

– ¿De qué cree que hablaron?

– No tengo ni idea. Ahora me tengo que ir.

Annika se levantó, recogió sus cosas de la silla de al lado y le dio la mano al jefe de oficina despedido.

– Llámeme si quiere contarme algo más -dijo ella.

El hombre asintió con la cabeza y se apresuró a salir del restaurante.

En lugar de doblar a la derecha al salir, Annika bajó un piso por la escalera y entró en el lugar de trabajo de Anne Snapphane. Informaron a Annika de que se había tomado el día libre; ¡qué suerte la suya! La recepcionista pidió un taxi para Annika.

Mientras el coche zumbaba en medio de la nevada, de vuelta al periódico ordenó la información mentalmente. No podía contarle esto a la policía, sus fuentes estaban protegidas por la Constitución. Pero podía utilizar la declaración de Evert Danielsson para hacer preguntas, hasta las relacionadas con él mismo.


Lena podía oír a Sigrid, la asistenta, canturrear en la cocina mientras metía los platos del día anterior en el lavaplatos. Sigrid era una mujer que frisaba los cincuenta, cuyo marido la había abandonado cuando las hijas se hicieron mayores y Sigrid estaba demasiado gorda. Limpiaba, lavaba los platos, compraba, hacía la colada y cocinaba por lo que equivalía a media jornada para la familia Furhage-Milander. Llevaba haciéndolo dos años. A Christina le vino bien la recesión; antes había tenido dificultad, tanto para encontrar asistentas como para conservarlas, pero estos últimos años la gente había aprendido a no abandonar sus trabajos. Para ser fieles a la verdad, puede que todos los pactos de confidencialidad que mamá obligaba a firmar a los empleados y las amenazas de denuncias quizá ocasionaran un cierto enfriamiento en sus ganas de trabajar para ella. Pero Sigrid parecía estar a gusto, y nunca se había sentido tan satisfecha como aquellos últimos días. Parecía disfrutar de estar en el centro de los acontecimientos, de poder moverse libremente en casa de la mundialmente famosa víctima. Seguramente se mordía los labios por haber firmado el acuerdo de confidencialidad. Si hubiera podido, Sigrid habría contado de todo a los medios. Había llorado con gran efecto en casa de vez en cuando, pero era el mismo tipo de lágrimas que las que la gente vertió por la princesa Diana, Lena las reconoció. Sigrid apenas había visto a mamá después de firmar el acuerdo de confidencialidad, aunque había limpiado las manchas de pasta de dientes de mamá en el espejo del cuarto de baño y había lavado sus bragas sucias durante dos años. Eso quizá podría producir una cierta sensación de intimidad.

Sigrid había comprado la primera edición de los dos periódicos de la tarde y los había dejado sobre la mesa de cristal del recibidor. Lena cogió los periódicos y se los llevó a la biblioteca, donde su pobre padre dormía en el sofá con la boca abierta. Se sentó en su sillón y puso los pies sobre el velador antiguo, a su lado. Los dos periódicos sensacionalistas estaban llenos de la nueva explosión asesina, pero también tenían una serie de datos sobre la muerte de mamá. No pudo evitar leer sobre los detalles del explosivo, que ya había sido analizado. Quizá el psicólogo que dijo que no era una pirómana estuviera equivocado. Ella sabía que disfrutaba con el fuego y con todo lo que tuviera que ver con explosiones e incendios. También los coches de bomberos, los extintores, las bocas de agua y las máscaras de gas la excitaban y le producían escalofríos por todo el cuerpo. Bueno, le habían dado el alta y no tenía intención de informar a los médicos de que posiblemente el diagnóstico era incorrecto.

Hojeó un periódico y continuó con el siguiente; en la página anterior a la central sintió un golpe en la boca del estómago. Mamá la miraba desde el periódico, sus ojos sonreían y bajo la foto decía con mayúsculas: la mujer ideal. Lena tiró el periódico y gritó, un alarido que rasgó el tranquilo silencio del piso estilo modernista. El pobre papá se despertó y miró desconcertado con la saliva colgándole como un lapo de la comisura de los labios. Ella se levantó, tiró el velador contra la puerta y agarró la estantería de libros más cercana. Toda la sección se desplomó, la madera y los libros cayeron con un ruido ensordecedor y destrozaron la televisión y la mesa del estéreo.

– ¡Lena!

Ella oyó el grito desesperado del padre a través de la niebla de odio y se detuvo.

– ¡Lena, Lena! ¿Qué haces?

Bertil Milander alargó los brazos hacia su hija; su expresión acongojada hizo que la desesperación de la joven se contuviera.

– ¡Oh, papá! -exclamó y se abalanzó sobre sus brazos.

Sigrid cerró la puerta con cuidado y fue a buscar bolsas de basura, escoba y aspiradora.


Cuando Annika regresó a la redacción se encontró con Patrik y Eva-Britt Qvist. Iban al restaurante y Annika decidió acompañarlos. Vio que la secretaria de redacción se molestaba; seguro que Eva-Britt tenía pensado hablar mal de ella. El restaurante de los empleados, que en realidad se llamaba «Tres Coronas», era llamado «Siete Ratas» después de un histórico control que hicieron las autoridades sanitarias. Ahora estaba tan lleno que no hubiera tenido cabida ni la cría de un roedor.

– Lo que hiciste ayer fue fantástico -dijo Annika a Patrik mientras cogía una bandeja naranja al principio del mostrador del autoservicio.

– ¿Te parece? ¡Qué bien! -exclamó el reportero resplandeciente.

– Hiciste que el análisis fuese interesante, a pesar de estar lleno de detalles técnicos. El barrenero con quien hablaste de los diferentes tipos de dinamita era muy bueno, ¿de dónde lo sacaste?

– De las páginas amarillas. ¡Fue increíble! ¿Sabes lo que hizo? Explosionó tres cargas por teléfono para que pudiera oír las diferencias entre las distintas marcas.

Annika rió, pero Eva-Britt Qvist no.

El menú del día estaba compuesto de ensalada de arenque con jamón y bacalao macerado en vinagre, Annika tomó una hamburguesa de queso y patatas fritas. Las únicas mesas vacías estaban en la cafetería, en la zona de fumadores. Por eso comieron rápida y silenciosamente y se fueron a la redacción a tomar un café y discutir los trabajos del día.

Al subir se encontraron con Nils Langeby. Había regresado al periódico después de tener unos días libres a cambio de las horas extraordinarias del fin de semana. El hombre se irguió al ver a Annika y sus acompañantes.

– ¿Hoy tenemos reunión? -preguntó provocativamente.

– Sí, dentro de un cuarto de hora, en mi despacho -respondió Annika.

Primero quería ir al baño y luego organizar el trabajo.

– Qué bien, creo que últimamente descuidamos mucho las reuniones -dijo Nils Langeby.

Annika hizo como si no le hubiera oído y fue al lavabo de mujeres. Tuvo que contenerse para no decirle algo mordaz al viejo reportero. Era un amargado, un malvado y un loco, pensaba Annika. Pero ella era su jefa, y por lo tanto estaba obligada a esforzarse para que la colaboración funcionase. Sabía que lo que Nils quería era que ella metiera la pata y no quería darle ese gusto.

Nils Langeby ya se había sentado cómodamente en el sofá del despacho de Annika cuando ella regresó del lavabo. Le irritó sobremanera que hubiera entrado sin estar ella, pero procuró no manifestarlo.

– ¿Dónde están Patrik y Eva-Britt? -preguntó Annika en cambio.

– Eso ya deberías saberlo; creía que tú eras la jefa -respondió Nils Langeby.

Ella salió y dijo a Patrik y a Eva-Britt que fueran a su despacho; luego se fue hacia el jefe de redacción Ingvar Johansson y le pidió que también viniera. De camino cogió una taza de café.

– ¿No me has traído una a mí? -le reprochó Nils Langeby ofendido cuando entró en el despacho.

«Respira hondo», pensó Annika y se sentó a su mesa.

– No -contestó-. No sabía que quisieras café. Pero tienes tiempo de ir por uno, si te das prisa.

El hombre no se movió de su sitio. Los otros entraron y se sentaron.

– Okey -comenzó Annika-. Cuatro cosas. Una: la caza del Dinamitero; ahora la policía debe tener pistas. Tenemos que conseguirlas hoy. ¿Alguien tiene un buen contacto?

Dejó la pregunta en el aire, la mirada voló por las personas de la habitación, Patrik pensaba a conciencia, Ingvar Johansson se mostraba indiferente, Eva-Britt Qvist y Nils Langeby esperaban a que ella metiera la pata.

– Yo puedo investigar un poco -dijo Patrik.

– ¿Qué creía la policía ayer noche? -inquirió Annika-. ¿Te pareció que buscaban nexos entre las víctimas?

– Sí, por supuesto -respondió Patrik-. Cualquier cosa, podrían muy bien ser los mismos Juegos, pero algo me hace pensar que hay más. Parecen estar concentrados y callados, probablemente esperando una pronta detención.

– Tenemos que estar encima -dijo Annika-. No nos vale sólo vigilar la radio de la policía y confiar en los soplos; debemos prever si habrá alguna detención. La foto del Dinamitero esposado entrando en un coche de policía sería una exclusiva mundial.

– Intentaré conseguir algo -dijo Patrik.

– Bien, yo también haré algunas llamadas. Dos: sé que había una conexión, las víctimas se conocían. Estuvieron sentados juntos en la fiesta de Navidad de la semana pasada.

– ¡Dios mío! -exclamó Patrik-. ¡Esto es buenísimo!

Ahora Ingvar Johansson también se despertó.

– ¡Imagina que hubiera una foto! -dijo él-. ¡Increíble! Imaginad la foto: las víctimas de las explosiones abrazándose bajo el muérdago, y luego el titular: «Ahora Ambos Están Muertos».

– Yo me ocupo de las fotos -informó Annika-. Puede que haya más conexiones entre las víctimas. Estuve con Evert Danielsson esta mañana. Cuando le describí a Stefan Bjurling, supo al momento quién era. «Steffe», dijo. Es posible que Christina Furhage también lo conociera, antes de la fiesta de Navidad.

– ¿Por qué fuiste a ver a Danielsson? -preguntó Ingvar Johansson.

– Quería hablar -contestó Annika.

– ¿Sobre qué? -inquirió Ingvar Johansson, y Annika comprendió que le había tendido una trampa. Ahora tenía que decir algo; si no tendría el mismo problema que en la reunión de las seis de la tarde del lunes, y no quería que eso sucediera, especialmente estando presentes Nils Langeby y Eva-Britt Qvist.

– Dijo que creía que Christina Furhage era lesbiana -contestó-. Creía que Christina Furhage tenía una relación con una mujer de la oficina, Helena Starke, pero no tenía pruebas. Dijo que sólo era una corazonada.

Todos permanecieron en silencio.

– Tres: ¿estaba Stefan amenazado? ¿Alguien sabe algo? ¿No? Okey, yo me encargo. Y por último, cuatro: ¿qué pasa ahora? ¿La seguridad, los Juegos? ¿Estará todo listo a tiempo? ¿Qué grupos terroristas están controlando etc., etc.? ¿Estáis trabajando en ello en la redacción general?

Ingvar Johansson resopló.

– ¡No, joder! Hoy apenas tenemos reporteros. Todos se han tomado el día libre.

– Nils, ¿puedes encargarte? -dijo Annika. Lo formuló como una pregunta pero en realidad era una orden.

– ¡Vaya! -respondió Nils Langeby-. Me pregunto cuánto tiempo tenemos que estar aquí sentados escuchando esto.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Annika irguiéndose.

– ¿Tenemos que estar aquí sentados como escolares mientras nos metes el trabajo por la boca? ¿Y dónde coño está el análisis? ¿La reflexión? ¿El razonamiento? Eso que solía ser la seña de identidad del Kvällspressen, ¿no?

Annika pensó un instante cómo reaccionar. Podía afrontar la situación: le pediría a Nils Langeby que precisara, le crucificaría al no poder hacerlo, le acorralaría en una esquina y le asustaría. Tardaría por lo menos una hora… pero todo el cuerpo le decía que no tenía fuerzas.

– Sí, entonces encárgate tú de eso -contestó en cambio y se levantó-. ¿Algo más?

Primero salieron Ingvar Johansson y Patrik, luego les siguieron Eva-Britt Qvist y Nils Langeby. Pero al llegar a la puerta Nils Langeby se detuvo y se dio la vuelta.

– Es una pena que esta sección haya perdido calidad -dijo-. Ahora sólo hacemos mierda. ¿No te das cuenta de que siempre nos superan los otros medios?

Annika se acercó a él y sujetó la puerta.

– Ahora no tengo tiempo para esto -respondió sofocada-. Sal de aquí.

– Me parece lamentable que un jefe no pueda aceptar una simple sugerencia -respondió Nils Langeby. Salió provocativamente despacio.

«Ya no sé qué hacer con este hombre -se dijo Annika-. La próxima vez que se queje le voy a partir la boca.»

Cerró la puerta para poder pensar, se fue a la mesa y se sentó. Buscó en la guía telefónica Bygg &Rör y encontró un número de móvil al final de la lista. Resultó ser, por supuesto, el del director de la compañía, un hombre de mediana edad que se encontraba en alguna obra.

– Sí, estuve en la fiesta de Navidad -respondió.

– ¿Por casualidad tenía una cámara? -preguntó Annika.

El hombre le dijo algo a alguien a su lado.

– ¿Una cámara? No, no tenía. ¿Por qué?

– ¿Sabe si alguien tenía una? ¿Nadie sacó fotos?

– ¿Qué? Está allí, detrás del andamio. Fotos, sí, seguro. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Sabe si Stefan Bjurling llevó alguna cámara?

El hombre permaneció un rato en silencio, sólo se oía el ruido de unas máquinas. Cuando el director habló, el tono era distinto.

– Oiga señora, ¿de dónde dice que llama?

– Le dije que del periódico Kvällspressen, me llamo Annika Be…

Él colgó.

Annika colgó el teléfono y pensó un momento. ¿Quién podía haber sacado una foto de Stefan Bjurling junto a la mundialmente famosa directora general de los Juegos?

Respiró profundamente un par de veces y luego marcó el número de teléfono de la casa de Eva Bjurling, en Farsta. La voz de la mujer, al contestar, sonó cansada pero serena. Annika pronunció las típicas palabras de condolencia, pero la mujer la cortó.

– ¿Qué quiere?

– Me preguntaba si su marido conocía a Christina Furhage, la directora general del comité -dijo Annika.

La mujer pensó.

– Yo por lo menos no -respondió-. Pero seguro que Steffe la conocía; a veces hablaba de ella.

Annika encendió el magnetófono.

– ¿Qué decía?

La mujer resopló.

– No sé. Hablaba de ella, decía que era una tía fuerte y eso. No recuerdo…

– Pero no le dio la impresión de que se conocieran personalmente.

– No, no le podría decir. ¿Qué le hace pensarlo?

– Sólo me lo preguntaba. Estuvieron sentados juntos en la fiesta de Navidad la semana pasada.

– ¿Sí? Steffe no me dijo nada. Dijo que fue una fiesta muy aburrida.

– ¿Llevó alguna cámara a la fiesta?

– ¿Steffe? No, nunca. Pensaba que eran una estupidez.

Annika dudó unos segundos, pero luego se decidió a hacer la pregunta que en realidad quería hacer.

– Perdone si le parezco inoportuna, pero ¿cómo puede estar tan serena?

La mujer resopló de nuevo.

– Por supuesto que estoy triste, pero Steffe no era precisamente el mejor hijo de Dios -respondió-. En realidad era bastante duro estar casada con él. Había pedido el divorcio dos veces pero en ambas me eché atrás. No era posible acabar con él. Siempre regresaba, nunca se daba por vencido.

La escena le resultaba conocida; Annika sabía qué pregunta debía hacer ahora.

– ¿La maltrataba?

La mujer dudó un instante, pero al parecer se decidió a ser sincera.

– Una vez fue condenado por malos tratos y amenazas. El juez dictó una orden de alejamiento, pero él la violaba continuamente. Al final me di por vencida y le dejé volver -dijo la mujer con tranquilidad.

– ¿Confiaba en que cambiara?

– Él dejó de prometer eso, ya habíamos pasado ese estadio. Pero después mejoró realmente. El último año no fue demasiado malo.

– ¿Ha ido alguna vez a un centro de acogida?

Lo preguntó con total naturalidad; Annika lo había pronunciado cientos de veces durante los últimos años. Eva Bjurling dudó un instante pero también se decidió a responder.

– Un par de veces, aunque fue muy duro para los niños. No podían ir a la guardería ni al colegio habitual; era demasiado complicado.

Annika aguardó en silencio.

– Se pregunta por qué no estoy destrozada, ¿verdad? -dijo Eva Bjurling-. Claro que lo siento, sobre todo por los niños. Claro que querían a su padre, pero estarán mejor ahora que ha muerto. A veces bebía mucho. Así que…

Permanecieron en silencio un rato.

– No la voy a molestar más -dijo Annika-. Gracias por ser tan sincera, es importante tener claras estas cosas.

La mujer se preocupó de pronto.

– ¿Va a escribir esto? Los vecinos no saben lo que pasaba.

– No -respondió Annika-. No pienso escribir esto, pero está bien que lo sepa, así quizá pueda impedir que ocurra otra vez.

Terminaron la conversación y Annika apagó el magnetofón. Permaneció sentada a la mesa un instante, mirando al vacío. Los malos tratos a mujeres existían en todas partes, lo había aprendido con los años. Había escrito muchas series de artículos sobre las mujeres y la violencia a la que eran sometidas, y mientras sus pensamientos volaban libremente, de repente se dio cuenta de otra cosa totalmente distinta. Aquí había otro nexo entre las víctimas de las bombas. Ambos habían sido loados inicialmente por personas que no los conocían demasiado bien. Ambos resultaron ser unos auténticos cerdos, a no ser que Evert Danielsson mintiera sobre Christina.

Suspiró y encendió su Mac. Mejor escribirlo todo ahora que todavía estaba fresco. Mientras se cargaban todos los programas del ordenador cogió su bloc del bolso. No sabía qué pensar de Evert Danielsson. Por un momento parecía profesional y competente, al siguiente lloraba porque le habían quitado el coche de empresa. ¿Eran realmente los hombres poderosos tan sensibles y simples? La respuesta al parecer era que sí. Los poderosos no son distintos a las demás personas. Si pierden su trabajo o algo que ha sido importante para ellos, entran en crisis. Una persona en crisis, agobiada, no reacciona racionalmente, independientemente del título que tenga.

Casi había terminado de escribir sus notas cuando sonó de nuevo el teléfono.

– Me dijiste que te llamara si escribíais algo mal -espetó alguien.

La voz era de una mujer joven, Annika no conseguía recordarla.

– Sí, por supuesto -contestó ella e intentó sonar neutral-. ¿En qué te puedo ayudar?

– Eso me dijiste cuando estuviste en nuestra casa el domingo: que podía llamarte si salía algo mal en el periódico, y ahora verdaderamente habéis ido demasiado lejos.

Era Lena Milander. Annika abrió los ojos de par en par y conectó el magnetofón.

– ¿Qué quieres decir?

– Supongo que debes haber leído tu propio periódico. Tenéis una foto grandísima de mamá y habéis escrito debajo la mujer ideal. ¿Qué sabéis vosotros?

– ¿Qué te parece a ti que debíamos escribir? -preguntó Annika.

– Nada de nada -contestó Lena Milander-. Dejad en paz a mi madre. Ni siquiera está enterrada.

– Por lo que sabemos tu madre era la mujer ideal -dijo Annika-. ¿Cómo podemos saber que no lo es si nadie nos cuenta nada?

– ¿Por qué tenéis que escribir?

– Tu madre era un personaje público. Ella había elegido serlo. La imagen que tenemos de ella la creó ella misma. Si nadie nos informa de lo contrario, eso es lo único de lo que disponemos.

Lena Milander permaneció en silencio un instante, luego dijo:

– Ven al Pelikan en Söder, dentro de media hora. Después me prometerás que nunca más escribiréis esas tonterías.

Tras esto colgó y Annika miró sorprendida el auricular. Guardó rápidamente las notas de la reunión con Evert Danielsson en un disquete, borró el documento del ordenador, cogió el bolso, la ropa de abrigo y se fue.


Anders Schyman estaba sentado en su despacho y revisaba las estadísticas de ventas del pasado fin de semana. Se sentía bien; así tenía que ser. El sábado el Konkurrenten había vendido más ejemplares que el Kvällspressen, como solía ocurrir. Pero el domingo hubo un cambio de tendencia. Entonces fue el Kvällspressen quien ganó la guerra de tirada por primera vez desde hacia más de un año, a pesar de que el Konkurrenten tenía un suplemento dominical mayor y más elaborado. La noticia sobre la explosión en el estadio olímpico de Estocolmo hizo que el Kvällspressen vendiera más; el artículo definitivo era por supuesto el de la primera página y el titular, el hallazgo de Annika de que Christina Furhage estaba amenazada de muerte.

Llamaron a la puerta. Eva-Britt Qvist estaba en el umbral.

– Entra por favor -dijo el director y mostró una silla al otro lado del escritorio.

La secretaria de redacción esbozó una escueta sonrisa, se arregló la falda y carraspeó.

– Bueno, es que me parece que tengo que hablar contigo sobre una cosa.

– Adelante -respondió Anders Schyman y se reclinó en la silla. Se puso las manos detrás de la nuca y estudió a Eva-Britt Qvist tras los párpados entrecerrados. Ahora sucedería algo desagradable, estaba seguro.

– Creo que últimamente se ha creado una atmósfera muy fastidiosa en la redacción de sucesos -contó la secretaria de redacción-. Ya no hay verdadero ambiente de trabajo. Yo, que he trabajado aquí desde hace tanto tiempo, pienso que es un error que aceptemos esta situación.

– Sí, no podemos permitirlo -contestó Anders Schyman-. ¿Me puedes dar un ejemplo de algo realmente fastidioso?

La secretaria de redacción se contrajo y pensó.

– Sí, bueno, es muy triste que a alguien se le ordene trabajar con voces fuera de tono, cuando una está horneando un bollo, justo antes de Navidad. Debería haber algo de flexibilidad en la redacción.

– ¿Te han llamado para que trabajaras cuando estabas haciendo un bollo? -preguntó Schyman.

– Sí, Annika Bengtzon lo hizo.

– ¿Tenía que ver con la explosión?

– Sí, me parece que no tiene ningún tacto.

– ¿Así que no te parece que tengas que hacer horas extraordinarias cuando todos los demás las hacen? -preguntó tranquilamente-. Los sucesos trágicos de esta magnitud ocurren, gracias a Dios, rara vez en nuestro país.

Las mejillas de la mujer enrojecieron ligeramente y ella decidió atacar.

– ¡Annika Bengtzon no sabe comportarse! ¿Sabes lo que dijo hoy después del almuerzo? Bueno, ¡que le rompería la boca a Nils Langeby!

Anders Schyman tuvo que contener la risa.

– Vaya. ¿Le dijo realmente eso a Nils Langeby?

– No, no se lo dijo a nadie, se lo dijo a sí misma, pero yo la oí. Fue absolutamente innecesario, no hay por qué expresarse así en el periódico.

El director se inclinó hacia adelante y colocó sus manos cerradas casi al otro extremo de la mesa.

– Tienes toda la razón, Eva-Britt, no es apropiado decir eso. Pero ¿sabes lo que creo que es peor? Que los compañeros de trabajo corran como niños al jefe para chivarse.

Eva-Britt Qvist se quedó pálida, luego carmesí. Anders Schyman mantuvo la mirada fija en la mujer. Ella se miró las rodillas, levantó la vista, volvió a bajarla, se puso de pie y salió. Seguramente se pasaría el siguiente cuarto de hora llorando en el cuarto de baño.

El director se reclinó y suspiró. Pensaba que ya había cubierto el cupo de guardería, pero al parecer no era así.


Annika salió del taxi frente a Blekingegatan 40 y le sorprendió durante un segundo la elección de local por parte de la señorita Milander de Östermalm. El Pelikan era un bar clásico de altos vuelos en todos los sentidos: buena cocina casera y un alto nivel de ruido por las noches. Ahora el gran salón aún estaba bastante tranquilo, la gente estaba sentada a lo largo de las paredes, hablando, bebiendo una cerveza o comiendo un sándwich. Lena Milander acababa de llegar, se había sentado de espaldas a la pared del fondo y fumaba afanosamente un cigarrillo sin filtro liado a mano. Lena Milander, con su pelo corto, la ropa negra y la dura expresión en el rostro, entonaba perfectamente. Podía ser una cliente habitual del local. La teoría se confirmó cuando la camarera se acercó a tomar nota y dijo:

– ¿Lo de siempre, Lena?

Annika pidió café y un sándwich de jamón y queso, Lena ordenó una cerveza y un pytt. La joven apagó el cigarrillo a la mitad y miró a Annika frunciendo el ceño.

– No, en realidad no fumo, pero me gusta encender cigarrillos -informó y observó atentamente a Annika mientras hablaba.

– Sé que te gusta el fuego -contestó Annika y sopló su café-. La casa de la juventud de Botkyrka, por ejemplo.

Lena no esbozó ni una mueca.

– ¿Cuánto tiempo vais a pasar diciendo mentiras sobre mi madre?

– Hasta que sepamos algo más -respondió Annika.

Lena encendió de nuevo el cigarrillo y le echó el humo a Annika en la cara. Annika no parpadeó.

– ¿Ya has comprado los regalos de Navidad? -preguntó Lena y se sacó una hebra de tabaco de la boca.

– Unos cuantos. ¿Tú le has comprado algo a Olof?

La mirada de Lena se petrificó, le dio una profunda calada al cigarrillo.

– Tu hermano -continuó Annika-. Podemos empezar por ahí ¿o no?

– No tenemos ningún contacto -dijo Lena y miró por la ventana.

Annika sintió un escalofrío en la espalda. ¡Olof vivía!

– ¿Por qué no tenéis ningún contacto? -se interesó con tanta naturalidad como pudo.

– Nunca lo hemos tenido. Mamá no quería.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo, pero también la copia en papel de la foto familiar, de cuando Olof tenía dos años y la dejó en la mesa frente a Lena. Ella se quedó mirándola un buen rato.

– Esta no la había visto nunca -dijo-. ¿De dónde sale?

– Del archivo del Morgontidningen. Te la puedes quedar si quieres.

Lena negó con la cabeza.

– No vale la pena, la acabaría quemando.

Annika la volvió a guardar en el bolso.

– ¿Qué querías contarme sobre tu madre? -preguntó.

Lena jugaba con el cigarrillo.

– Todos escriben sobre lo maravillosa que era. Hoy en tu periódico era casi una santa. Pero mamá fue un personaje de tragedia. Fracasó en gran cantidad de cosas. Todas las meteduras de pata las ocultaba amenazando o defraudando a la gente. A veces pienso que no estaba bien del todo, era una cabrona.

La joven enmudeció de nuevo y miró por la ventana. Comenzaba a oscurecer y nevaba sin parar.

– ¿Puedes precisar algo más? -preguntó Annika con tacto.

– Mira a Olle, por ejemplo -continuó Lena-. Ni siquiera sabía que existía hasta que la abuela me lo dijo. Entonces yo tenía once años.

Annika anotó y esperó en silencio.

– El abuelo murió cuando mamá era pequeña. La abuela la mandó con unos parientes cercanos que vivían en el alto Norrland. Allí creció; a los parientes no les gustaba pero la abuela pagaba. Al cumplir los doce años entró en un internado y vivió allí hasta que se casó con Carl. Sí, ése era el viejo de la foto. Él tenía casi cuarenta años más que mamá, pero era de buena familia.

Lena comenzó a liar otro cigarrillo. Lo hacía a mano y era bastante torpe, derramaba tabaco en su plato de pytt sin tocar.

– Mamá apenas tenía veinte años cuando nació Olle. Al viejo verde de Carl le gustaba enseñar a su flamante familia. Pero la empresa de Carl se fue a pique y el dinero se acabó. Entonces ya no fue divertido estar con una joven esposa sin dinero. El cerdo de Carl abandonó a mamá y se casó con una riquísima vieja arpía.

– Dorotea Adelcrona -apuntó Annika y Lena asintió.

– Dorotea era viuda de un maderero de las afueras de Sundsvall. Nadaba en dinero, y Carl se encargó bien de éste. La vieja se murió después de sólo unos años y Calle se convirtió en el viudo más rico de Norrland. Fundó un gran premio para algún tipo de estúpida proeza en el mundo de la silvicultura.

Annika asintió.

– En efecto. Todavía se otorga cada año.

– De cualquier manera, mamá no recibió ni un céntimo. Socialmente, por supuesto, fue totalmente despreciada. Una madre sin marido, pobre y separada no era bien vista en la sociedad de los años cincuenta, y eso era muy importante para mamá. Tenía algunos estudios de economía que había adquirido en el internado, así que se trasladó a Malmö y comenzó a trabajar como secretaria privada de un director del ramo de la chatarra. A Olle lo dejó con una pareja mayor en Tungelsta.

Annika levantó la vista de sus notas.

– ¿Abandonó al niño?

– Sí. Tenía cinco años. No sé si después lo volvió a ver.

– ¿Pero por qué? -preguntó Annika algo conmocionada. Sólo pensar en tener que abandonar a su Kalle le producía malestar.

– Era muy problemático, eso decía ella. Pero la verdadera razón era que quería trabajar y no quería cargar con un niño de mierda. Quería hacer carrera.

– Sí, y la hizo de verdad -tuvo que admitir Annika.

– Al parecer al principio lo tuvo difícil. El primer jefe se aprovechaba de ella y la dejó embarazada, por lo menos eso es lo que ella decía. Se fue a Polonia a abortar y para colmo enfermó gravemente. Los médicos pensaron que no podría volver a tener hijos. Fue despedida, por supuesto, pero consiguió trabajo en un banco de Skara. Ahí trabajó duro, y al poco tiempo obtuvo una plaza en las oficinas centrales en Estocolmo. Subió rápidamente en el escalafón, y en algún lugar del camino conoció a papá y él se enamoró perdidamente de ella. Se casaron un par de años después, y entonces papá comenzó a insistir en que quería un niño. Mamá dijo no, pero dejó de tomar la píldora para no desilusionarlo. Ella pensaba que probablemente no podría quedarse embarazada de nuevo.

– Pero se quedó -dijo Annika.Lena asintió.

– Ya había cumplido cuarenta años. Te puedes imaginar lo jodidamente sorprendida que se quedó. El aborto ya era legal, pero por una vez en la vida papá se enfrentó a ella y la amenazó con abandonarla. Ella tuvo que aceptar el trago amargo y tenerme.

La joven hizo una mueca y bebió de su cerveza.

– ¿Quién te ha contado todo esto? -preguntó Annika.

– Mamá, por supuesto. Ella no ocultaba lo que sentía por mí. Siempre decía que me odiaba. El primer recuerdo que tengo de mamá es de ella empujándome y yo cayéndome y golpeándome. Papá me quería, pero nunca se atrevía a mostrarlo del todo. Le tenía mucho miedo a mamá.

Pensó un instante sobre esto y continuó:

– Creo que la mayoría de la gente le tenía miedo a mamá. Tenía la habilidad de asustar a la gente. Todos los que llegaban a estar cerca de ella tenían que firmar un papel con la obligación de guardar silencio total. Nunca podían hablar en público sobre Christina sin su permiso.

– ¿Y eso era legal? -preguntó Annika.

Lena Milander se encogió de hombros.

– No importa, la gente lo creía y les asustaba para que guardaran silencio.

– No es de extrañar que en el periódico no hayamos podido sacar mucho -comentó Annika.

– Mamá sólo le tenía miedo a dos personas, a mí y a Olle.

«Qué triste», pensó Annika.

– Estaba siempre preocupada de que le prendiera fuego -dijo Lena y sonrió torvamente-. Desde aquella vez que quemé el parqué del salón de Tyresö andaba siempre obsesionada conmigo y las cerillas. Me envió a una casa de tratamiento para jóvenes con problemas, pero después de que le prendiera fuego me dieron permiso para volver a casa; eso es lo que pasa con los niños a los que nadie quiere. Cuando Asuntos Sociales no puede más con ellos, los padres tienen que ocuparse de sus pequeños diablos.

Encendió su nuevo y rugoso cigarrillo.

– Una vez experimenté en el garaje con una bomba casera. Explotó antes de tiempo y la puerta del garaje voló por los aires; la metralla me alcanzó en una pierna. Mamá creyó que la haría volar en pedazos con una bomba en el coche; después de eso los coches bomba la volvían histérica.

Rió sin alegría.

– ¿Dónde aprendiste a hacer bombas? -preguntó Annika.

– Había recetas circulando incluso antes de Internet, no es difícil. ¿Quieres que te enseñe?

– No gracias, no lo necesito. ¿Por qué le tenía miedo a Olof?

– En realidad no lo sé, nunca me lo contó. Sólo me dijo que tuviera cuidado con Olle, que era peligroso. Debió de amenazarla de alguna manera.

– ¿Has llegado a conocerlo?

La joven agitó la cabeza y sus ojos quedaron en blanco. Expulsó el humo y se desprendió de la inexistente ceniza en el cenicero.

– No sé dónde está -contestó.

– ¿Pero crees que sigue vivo?

Lena dio una calada profunda y miró a Annika.

– Si no, ¿por qué tenía mamá tanto miedo? -respondió-. Si Olle estuviera muerto no necesitaríamos protección.

«Cierto», pensó Annika. Dudó un instante, pero luego hizo la pregunta desagradable.

– ¿Crees que tu madre conoció a alguien de quien estuviera enamorada?

Lena se encogió de hombros.

– No me importa -respondió-. Pero no lo creo. Mamá odiaba a los hombres. A veces pienso que también odiaba a papá.

Annika abandonó el tema.

– Como ves, no es que fuese una «mujer ideal» -dijo Lena.

– No, no lo era -contestó Annika.

– ¿Vais a escribir eso más veces?

– Espero que podamos evitarlo -replicó Annika-. Pero a mí me suena como si tu madre también fuera una víctima.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lena, rápidamente a la defensiva.

– También fue abandonada, igual que Olof.

– Hay una diferencia. La abuela no se podía ocupar de ella, el mundo estaba en guerra, y la abuela la quería de verdad. La pena más grande en la vida de la abuela era que Christina no pudiera crecer a su lado.

– ¿Vive tu abuela?

– No, murió el año pasado. Mamá fue al entierro, lo contrario hubiera sido extraño -respondió-. Pero la abuela y mamá se veían todas las fiestas mayores y por vacaciones cuando mamá era pequeña; siempre celebraban el cumpleaños de mamá juntas.

– Suena como si pudieras perdonar a tu abuela pero no a tu madre -dijo Annika.

– ¿Y tú desde cuándo eres una jodida psicóloga?

Annika levantó las manos.

– Perdona -contestó.

Lena la observó expectante.

– Okey -dijo al cabo y le dio el último trago a la cerveza-. Pienso quedarme aquí y emborracharme. ¿Tienes ganas de acompañarme, entrar en la niebla río abajo?

Annika esbozó una sonrisa.

– Lo siento -respondió y comenzó a juntar sus cosas. Se puso el abrigo y se pasó la correa del bolso por el hombro.

Entonces se detuvo y dijo:

– ¿Quién crees que la mató?

Los ojos de Lena se empequeñecieron.

– Yo por lo menos no fui.

– ¿Conocía a un tal Stefan Bjurling?

– ¿La nueva víctima? No tengo ni idea. Ahora no escribáis más mierda -añadió Lena Milander y volvió ostensiblemente la cabeza.

Annika entendió la señal, se fue hacia la camarera, pagó su cuenta y la de Lena y abandonó el local.


La mujer se introdujo en la entrada hipermoderna del Kvällspressen e intentó aparentar que formaba parte del lugar. Vestía un abrigo de lana de tres cuartos recto que oscilaba entre azul y lila dependiendo de la luz, con el pelo oculto bajo una boina marrón. Del hombro izquierdo colgaba un bolso imitación de Chanel y en la mano derecha llevaba un maletín de cuero rojo oscuro. Usaba guantes. Cuando la puerta de entrada volvió a cerrarse detrás de ella, se detuvo y miró a su alrededor; su mirada cayó sobre la recepción acristalada del fondo, en la esquina izquierda. Arregló la delgada correa sobre el hombro y se encaminó hacía la garita de cristal. Ahí dentro estaba sentado el botones Tore Brand, que había reemplazado al recepcionista ordinario, que se había ido a tomar un café y a fumar.

Tore Brand apretó el botón que regulaba el mecanismo de la ventanilla de la garita cuando la mujer casi estaba encima. Puso una mueca oficial y preguntó secamente:

– ¿Sí?

La mujer levantó de nuevo el bolso del hombro y carraspeó un poco.

– Yo… busco a una reportera, se llama Annika Bengtzon. Trabaja en…

– Sí, lo sé -cortó Tore Brand-. No está.

El botones tenía el dedo listo sobre el botón para cerrar la ventanilla. La mujer manoseó desconcertada el asa del maletín.

– Vaya, no está. ¿Cuándo vuelve?

– Nunca se sabe -respondió Tore Brand-. Está trabajando y entonces no se sabe lo que puede ocurrir o cuánto tiempo se tomará.

Se inclinó hacia adelante y dijo confidencialmente.

– Esto es un periódico, ¿sabe?

La mujer rió azorada.

– Sí, gracias, lo sé. Pero necesitaría ver a Annika Bengtzon. Quiero darle algo.

– Sí, ¿qué? -preguntó el botones curioso-. ¿Es algo que yo le pueda entregar?

La mujer dio un paso atrás.

– Es sólo para Annika, es ella quien debe tenerlo. Hablamos ayer, es muy importante.

– Si quiere, puede dejar papeles u otra cosa; yo me encargo de que se los den y que los lea.

– Gracias, pero creo que volveré más tarde.

– Aquí vienen muchos chiflados con cajas llenas de papeles todos los días, fanáticos, víctimas de las compañías de seguros y locos, pero los cogemos todos. Déjeme lo que tenga y yo me encargaré del asunto.

La mujer se dio la vuelta y salió apresuradamente por la puerta. Tore Brand cerró la ventanilla y sintió que necesitaba un cigarrillo con auténtico desespero.


Annika se abría paso a empellones en Götgatan entre la gente acelerada de Navidad cuando de pronto se dio cuenta de que estaba a un par de manzanas del piso de Helena Starke. En lugar de ir contra la corriente que venía del metro de Skanstull, se dio la vuelta y la siguió. Fue dejándose llevar por Ringvägen; aquí, como en Kungsholmen, apenas se retiraba la nieve. Su memoria matemática no le falló; recordó las cifras del código de la puerta número 139. Esta vez Helena Starke abrió después de la primera corta señal.

– No se da por vencida, ¿verdad? -soltó al abrir la puerta.

– ¿Le puedo hacer sólo un par de preguntas? -rogó Annika.

Helena resopló sonoramente.

– ¿Qué le pasa? ¿Qué coño quiere de mí?

– Por favor, aquí en la escalera no…

– Ya no importa, ¡me voy de aquí!

Gritó las últimas palabras para que las viejas chismosas la oyeran. Ahora tendrían algo sobre lo que cotillear.

Annika miró por encima del hombro de la mujer; realmente parecía estar haciendo el equipaje. Helena Starke refunfuñó.

– Bueno, entre, pero que sea rápido. Me voy esta noche.

Annika se decidió a ir directa al grano.

– Sé que mintió sobre el niño, Olof, pero me importa un comino. Simplemente he venido a preguntarle si tenía una relación con Christina Furhage.

– Si así fuera, ¿qué coño le importa a usted? -contestó Helena Starke sosegada.

– Nada, a no ser porque estoy intentando que todo encaje. ¿La tenían?

Helena Starke suspiró.

– Si se lo confirmara, entonces mañana estaría en titulares por todo el país, ¿o no?

– Claro que no -dijo Annika-. La sexualidad de Christina no tiene nada que ver con su función pública.

– Okey -respondió Helena Starke casi divertida-. Lo confirmo. ¿Contenta?

Annika se desconcertó.

– ¿Y qué va a preguntar ahora? -inquirió Helena Starke con acritud-. ¿Qué hacíamos cuando follábamos? ¿Si utilizábamos vibradores o dedos? ¿Si Christina chillaba cuando se corría?

Annika bajó la vista, se sentía como una estúpida. Verdaderamente esto no tenía nada que ver con ella.

– Perdón -contestó-. No era mi intención avasallar.

– No, pero es justo lo que ha hecho -soltó Starke-. ¿Algo más?

– ¿Conocía usted a Stefan Bjurling? -preguntó Annika y volvió a alzar la mirada.

– Un verdadero cerdo -respondió Starke-. Si alguien se merecía un paquete de dinamita en los riñones era él.

– ¿Christina lo conocía?

– Sabía quién era.

Annika cerró la puerta que había estado entornada.

– Por favor, ¿me puede contar cómo era Christina en realidad?

– Dios mío, han estado llenando el periódico toda la semana con artículos sobre cómo era ella.

– Quiero decir Christina la persona, no el cliché.

Helena Starke se apoyó contra el dintel de la puerta del salón y miró con interés a Annika.

– ¿Por qué es usted tan curiosa? -preguntó.

Annika inspiró por las ventanas de la nariz. Aquí olía realmente a moho.

– Mi imagen de Christina cambia cada vez que hablo con alguien que la conoció. Creo que usted es la única con la que intimó de verdad.

– Está equivocada -contestó Helena Starke. Se dio la vuelta y fue a sentarse en el sofá del pequeño salón. Annika la siguió sin ser invitada.

– ¿Quién la conocía entonces?

– Nadie -respondió Helena-. Ni siquiera ella misma. A veces tenía miedo de lo que era, o quizá más bien de lo que había llegado a ser. Christina llevaba demonios horribles en su interior.

Annika observó el rostro de la mujer. La luz del recibidor le caía sobre la nuca; de perfil, Helena Starke era manifiestamente bella. Al fondo, en la habitación reinaba la oscuridad; afuera, el zumbido del tráfico de Ringvägen.

– ¿Cómo surgieron los demonios? -preguntó Annika en voz baja.

Helena Starke resopló.

– Pasó verdaderos infiernos desde su infancia. Era sumamente inteligente, pero eso nunca importaba. La gente la puteaba de todas las maneras posibles, y ella lo superó volviéndose fría e inalcanzable.

– ¿Qué quiere decir con que la gente la puteaba?

– Ella era una pionera como mujer directiva en la empresa privada, en la banca, en los consejos de dirección. Intentaron destruirla constantemente, pero nunca lo consiguieron.

– La cuestión es si lo consiguieron, a pesar de todo -añadió Annika-. Una se puede romper, aun cuando la superficie esté entera.

Helena Starke no respondió. Miraba sin ver a la oscuridad; después de un rato se llevó la mano a los ojos y se secó algo.

– ¿Sabía alguien que ustedes… estaban juntas?

Helena Starke negó con la cabeza.

– No. Nadie en absoluto. Seguro que hablaban, pero nunca nadie nos lo preguntó directamente. Christina tenía mucho miedo de que saliera a la luz, cambiaba de chófer cada ocho semanas para que nadie relacionara sus visitas habituales.

– ¿Por qué tenía tanto miedo? Ahora hay muchas personalidades públicas que reconocen su homosexualidad.

– No era sólo eso -respondió Helena Starke-. Las relaciones entre los empleados de la oficina de los Juegos Olímpicos estaban totalmente prohibidas, la misma Christina lo decidió. Si nuestra relación se hubiera hecho pública, seguramente no habría sido sólo yo la que hubiera tenido que irse. Ella no hubiese podido seguir como directora general al romper sus reglas más importantes.

Annika dejó que las palabras reposaran. Aquí había otra cosa más a la que Christina Furhage tenía miedo. Observó el perfil inclinado de Helena Starke y comprendió la paradoja. Christina Furhage había arriesgado por esta mujer todo por lo que había luchado en su vida.

– Estuvo aquí la última noche, ¿verdad?

Helena Starke asintió.

– Cogimos un taxi, Christina pagó en metálico. No me acuerdo muy bien, pero ella solía hacer eso. Yo estaba totalmente borracha, pero recuerdo que Christina estaba enfadada. Hicimos el amor violentamente, luego me apagué. Cuando me desperté ya se había ido.

Se quedó en silencio y reflexionó.

– Christina ya estaba muerta cuando me desperté -añadió.

– ¿Recuerda cuándo se fue de aquí?

La mujer suspiró en la oscuridad.

– No, pero la policía dice que recibió una llamada en su móvil a las dos y cincuenta y tres de la mañana. Ella contestó y habló durante tres minutos. Tuvo que ser después de que folláramos, pues Christina no podía hablar por teléfono cuando lo hacíamos…

Volvió el rostro hacia Annika y sonrió ceñuda.

– ¿No es horrible no poder contar abiertamente lo que sientes? -preguntó Annika.

Helena Starke se encogió de hombros.

– Cuando me enamoré de Christina sabía lo que me esperaba. No fue fácil conseguir que se relajara, me llevó más de un año.

Se rió ligeramente.

– Christina era increíblemente inexperta. Era como si nunca antes hubiera disfrutado del sexo, pero cuando por fin descubrió lo divertido que era, entonces nunca tenía suficiente. Jamás he tenido una amante tan maravillosa.

Annika sintió crecer su desazón; esto no le incumbía. No quería entender cómo esta bella mujer de cuarenta años le hacía el amor a una vieja fría como el hielo de cerca de sesenta años. Se agitó para sacudirse esa sensación.

– Gracias por contármelo -dijo simplemente.

Helena Starke no respondió. Annika se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Adónde se va? -preguntó.

– A Los Ángeles -contestó Helena Starke.

Annika se detuvo y miró por encima del hombro.

– ¿Lo ha decidido de repente? -dijo.

Helena Starke apareció detrás del quicio de la puerta y fijó sus ojos en ella.

– No fui yo quien la mató.


Annika llegó a la redacción a tiempo para el Eko de las cinco menos cuarto. La noticia principal era una exclusiva, por lo menos tal como la entendía el Eko. Habían hecho público el ahorro en política regional que presentaría el gobierno a finales de enero. Las inversiones en política regional no eran especialmente sugestivas a los oídos de Annika, pero la siguiente noticia era más interesante. Eko había conseguido los resultados preliminares del explosivo utilizado en la muerte de Stefan Bjurling. Los componentes eran seguramente los mismos que en la explosión del estadio: una mezcla de nitroglicerina y nitroglicol de alta densidad, pero las cantidades y los envases eran distintos. Según Eko el explosivo seguramente estaba compuesto de cartuchos de papel de una dimensión menor, y el diámetro era de entre 22 y 29 milímetros. La policía no quería comentar los datos; sólo dijo que el análisis técnico todavía no había terminado.

«De esto deberá encargarse Patrik», pensó Annika e hizo una anotación en el bloc.

Eko no tenía nada más que tuviera que ver con su trabajo así que apagó la radio y decidió telefonear. Los obreros que trabajan con Stefan Bjurling deberían haber regresado ya a casa. Sacó el texto de su artículo en el periódico y comenzó con información telefónica. Algunos de los hombres se llamaban Sven Andersson y nombres por el estilo, eran difíciles de identificar, pero cinco nombres eran lo suficientemente raros para no tener que llamar a cincuenta personas para acertar. A la tercera llamada dio en el clavo.

– Sí, yo tenía la cámara -dijo el fontanero Herman Ösel.

– ¿Sacó alguna foto de Christina Furhage?

– Sí, claro que lo hice.

El corazón de Annika comenzó a latir con fuerza.

– ¿Y de Stefan Bjurling?

– No, de él solo no, pero creo que estaba en la foto que le saqué a Christina Furhage.

«¡No es posible! ¡Vaya suerte!», pensó Annika.

– ¿No está seguro? -preguntó.

– No, todavía no he revelado el carrete. Había pensado sacarle unas fotos a mis nietos en Navidad y…

– Herman, el Kvällspressen le podría ayudar a revelar el carrete. Por supuesto, le daremos un carrete nuevo, y si resulta que hay alguna fotografía que nos pueda interesar, ¿estaría dispuesto a vendérnosla?

El fontanero no comprendía del todo.

– ¿Me quieren comprar el carrete? -preguntó dudando.

– No, el carrete es suyo, por supuesto. Luego se lo devolvemos. Pero quizá estaríamos interesados en comprarle los derechos de una de las fotos. Es así como funciona cuando queremos comprar fotos a los fotógrafos freelance.

– Bueno, no sé…

Annika respiró profundamente en silencio y se animó a ser pedagógica.

– Así están las cosas -explicó-. Nosotros en el Kvällspressen pensamos que es muy importante que el Dinamitero que ha matado a Christina Furhage y a Stefan Bjurling sea apresado y encarcelado. Es importante tanto para las familias de Christina y Stefan y sus compañeros de trabajo como para toda la nación; sí, en realidad para el mundo entero. Los Juegos están amenazados, tenemos que comprenderlo. La mejor de manera de divulgar información y crear opinión es dejando que los medios hagan su trabajo de utilidad pública, lo que para el Kvällspressen significa escribir sobre las víctimas y el trabajo policial. Nuestro trabajo funciona en parte gracias a la cooperación policial y del fiscal, y en parte a través del trabajo propiamente periodístico. Este incluye hablar con los compañeros de trabajo de las víctimas, por ejemplo. Por eso me pregunto si podríamos publicar la foto de Christina y Stefan juntos, si es que la tiene en su carrete…

Tenía la garganta seca después de esa perorata, pero al parecer funcionó.

– Bueno, sí, está bien, ¿pero qué es lo que hacemos entonces? Correos ya ha cerrado.

– ¿Dónde vive? -preguntó Annika, que no había pedido las direcciones a información telefónica.

– En Vallentuna.

– Herman, le voy a pedir a uno de nuestros colaboradores que vaya su casa a buscar el carrete…

– Pero todavía quedan fotos.

– Le daremos un carrete nuevo, gratis. Mañana por la mañana le devolveremos el carrete, revelado y listo. Si encontramos alguna foto que publicar le pagaremos novecientas treinta coronas, que es el precio de foto de archivo según el Bildleverantörernas Förening. Si así fuera nuestro redactor gráfico le llamará mañana para saber sus datos personales y así poder pagarle. ¿Okey?

– ¿Novecientas treinta coronas? ¿Por una foto?

– Sí, ése es el precio según el BLE

– ¡Joder! ¿Por qué no me hice fotógrafo? Por supuesto que puede venir a buscar el carrete. ¿Cuándo estarán aquí?

Annika apuntó la dirección del hombre y una pequeña descripción del camino y colgó. Recogió un carrete en el departamento de fotografía y fue a ver a Tore Brand en la portería para pedirle que uno de los chóferes fuera a Vallentuna. «No se preocupe», dijo Tore.

– Ah, hoy vino una persona buscándola -le dijo a Annika cuando se iba.

– Sí, ¿quién?

– No lo dijo. Quería darle algo.

– Vaya, ¿qué?

– Tampoco lo sé. Dijo que volvería.

Annika esbozó una sonrisa y resopló por dentro. Los botones tenían que aprender a tomar mejor los recados. Cualquier día se podría tratar de algo realmente importante.

Pasó por la oficina de Patrik camino a su despacho, pero estaba fuera. Tendría que llamarlo al móvil para concretar la reunión de las seis. Cuando pasó por la mesa de Eva-Britt Qvist comenzó a sonar el teléfono de su despacho. Corrió el último tramo. Era Thomas.

– ¿Cuándo vienes a casa?

– No lo sé, pero seguro que tardaré. Creo que sobre las nueve.

– Tengo que volver a la oficina, tenemos una reunión a las seis.

Annika se enfadó.

– ¿A las seis? Pero estoy trabajando. ¡Yo también tengo una reunión a esa hora! ¿Por qué no has llamado antes?

Thomas sonaba tranquilo, pero Annika pudo oír que él también comenzaba a irritarse.

– Eko tenía datos sobre la política regional del gobierno hoy por la tarde -anunció-. Cayó como una bomba en la agrupación sindical municipal; unos cuantos políticos de la comisión van hacia allá. Tengo que estar allí, ¿no lo entiendes?

Annika respiró y cerró los ojos. «¡Joder, joder!» Tenía que irse a casa.

– Acordamos que yo trabajaría el lunes y el miércoles, y tú el martes y el jueves -dijo ella-. Yo he cumplido con mi parte del trato. Mi trabajo es tan importante como el tuyo.

Thomas se dio por vencido y comenzó a suplicar.

– Por favor, cariño -rogó-. Lo sé, tienes razón. Pero tengo que volver al trabajo, tienes que comprenderlo. Esta es una reunión de urgencia, no llevará mucho tiempo. He hecho la comida, puedes venir a casa a comer con los niños y yo volveré en cuanto acabe la reunión. Seguro que hemos terminado antes de las ocho, en realidad no hay mucho que decir. Tú puedes volver al trabajo cuando yo regrese a casa.

Ella resopló y cerró los ojos; apoyó una mano contra la frente.

– Okey -respondió-. Ahora mismo cojo un taxi.

Se fue a informar a Ingvar Johansson sobre la foto de Herman Ösel, pero el jefe de redacción no estaba en su puesto. El de Foto Pelle estaba sentado hablando por teléfono; se puso delante de él y comenzó a agitar las manos.

– ¿Qué pasa? -preguntó enfadado y colocó el auricular sobre el hombro.

– Viene una foto de Vallentuna, de Christina Furhage y Stefan Bjurling. Revela el carrete y saca copias de todas los negativos. Me tengo que ir, pero volveré sobre las ocho, ¿de acuerdo?

El operario de Foto Pelle asintió y volvió al teléfono.

No se preocupó de llamar a un taxi sino que cogió uno en la parada de Rålambsvägen. Sentía el estrés como una gran bola en el diafragma que crecía hasta dificultarle la respiración. Esto era justo lo que menos necesitaba ahora mismo.

En el apartamento, los niños corrieron a su encuentro con besos y dibujos. Thomas la besó apresurado al salir y tomó el mismo taxi con el que ella había venido.

– Escuchad, tengo que desvestirme, tranquilos…

Ellen y Kalle se detuvieron, sorprendidos al oír su tono irritado. Ella se inclinó y los abrazó un poco fuerte y rápido y se fue al teléfono. Llamó a Ingvar Johansson; se había ido a la reunión de las seis. Gruñó, ahora no le quedaba tiempo para informar a los otros sobre lo que había hecho su redacción durante el día. Bueno, tendría que hablar con Spiken más tarde.

La comida estaba sobre la mesa, los niños ya habían comido. Se sentó a la mesa e intentó comer muslos de pollo Stina, pero se le hizo una bola en la boca y se vio obligada a escupirlo todo. Comió unas cucharadas de arroz y tiró el resto; no podía comer nada cuando estaba tan estresada.

– Tienes que comer -dijo Kalle reprendiéndola.

Dejó a los niños delante del Calendario de Adviento de la televisión, cerró la puerta del salón y llamó a Patrik.

– Tigern ha llamado -gritó el reportero-. Está muy enfadado.

– ¿Por qué? -preguntó Annika.

– Está de luna de miel en Tenerife, Playa de las Americas, se fue el jueves y vuelve a casa el lunes. Dice que los policías sabían de sobra que él estaba ahí, habían controlado todas las salidas de Arlanda y él había salido por ahí. La policía española le había detenido y obligado a prestar declaración durante toda una mañana. Por consiguiente se perdió la grisfesten y una bebida gratis junto a la piscina. ¿Te puedes imaginar una putada peor?

Annika esbozó una sonrisa.

– ¿Vas a escribir algo sobre esto?

– Claro.

– ¿Has oído las noticias del Eko sobre los análisis del explosivo?

– Yes, en eso estoy ahora. Ulf Olsson y yo hemos podido entrar en un almacén de explosivos y estamos fotografiando diferentes tipos de cargas explosivas. ¿Sabes? ¡Parecen salchichas!

¡Alabado Patrik! Era absolutamente formidable y entusiasta en todas las situaciones, y él mismo encontraba distintos enfoques para sus artículos.

– ¿Has conseguido algo sobre la caza del Dinamitero?

– No, de eso no sueltan prenda. Creo que están a punto de saber quién es el cabrón.

– Tenemos que conseguir algún tipo de confirmación. Puedo intentar arreglarlo por la noche -dijo Annika.

– Ahora nos tenemos que ir de aquí, si no, nos puede entrar dolor de cabeza dice nuestro dinamitero. Hasta luego.

El calendario parecía haber acabado y los niños habían comenzado a disputarse una revista de Bamse. Entró en el salón y cambió el canal de televisión a la 2 para esperar las noticias regionales.

– ¿Podemos hacer un rompecabezas, mamá?

Se sentaron en el suelo y desparramaron el rompecabezas de madera, veinticinco piezas con Alfons Åberg y Milla en la cabaña del árbol. Annika se sentó y toqueteó ausente las piezas. Estuvieron así sentados hasta que la sintonía de ABC tronó a las siete menos diez. Entonces ordenó lavado de dientes mientras veía lo que ABC había preparado. Habían estado en el pabellón de Sätra y habían entrado en el vestuario de los arbitros. Las imágenes no eran especialmente dramáticas, la explosión no parecía haber ocasionado demasiados desperfectos en el local. Todos los rastros del pobre Steffe habían sido cuidadosamente retirados. No tenían ningún dato sobre una pronta detención. Fue al cuarto de baño a ayudar a los niños a lavarse los dientes mientras ABC continuaba con un reportaje sobre las compras de Navidad.

– Poneos el pijama y luego leemos Pelle Svanslös. No olvidéis las pastillas de flúor.

Los dejó pelear en su cuarto mientras Rapport emitía sus titulares. Apostaban fuerte por los datos de Eko sobre el recorte en la política regional. No había nada que necesitara ver. Leyó a Gösta Knutsson y acostó a los niños, que peleaban obstinados y no querían dormir.

– Estamos casi en Navidad y todos los niños tienen que ser buenos; si no Papá Noel no vendrá -anunció amenazadoramente.

Resultó y al rato dormían. Llamó a Thomas al trabajo y al móvil. Por supuesto, no respondía. Encendió el viejo ordenador del dormitorio y escribió rápidamente de memoria los datos de la conversación con Helena Starke. Guardó el documento en un disquete y se puso cada vez más nerviosa. ¿Dónde diablos estaba Thomas?

Llegó a las ocho y media.

– Gracias cariño -jadeó al cerrar la puerta.

– ¿Le has pedido al taxi que espere? -preguntó secamente.

– No, ¡vaya! Me olvidé.

Bajó corriendo las escaleras para intentar atrapar el taxi, pero ya se había ido. Caminó hasta la Kungsholmstorg; no había ningún taxi en la parada. Siguió hasta la farmacia Påfågeln y continuó hacia Kungsholmsgatan; también había otra parada en Scheelegatan. Había un solitario taxi de una extraña compañía de las afueras. Llegó a la redacción a las nueve menos cinco. Esta estaba en silencio y vacía. Ingvar Johansson se había ido a casa hacía tiempo y el equipo de noche estaba cenando en el restaurante. Se fue a su despacho y se dispuso a hacer algunas llamadas.

– ¡Joder! Empiezas a ser un poco pesada -dijo su fuente.

– No seas tan engreído -respondió cansada-. Llevo trabajando catorce horas y empiezo a estar hasta las narices. Tú sabes lo que quiero y dónde me tienes, venga. ¿Una tregua?

El policía resopló pesadamente al otro lado de la línea.

– Tú no eres la única que lleva trabajando desde las siete de la mañana.

– Sabéis quién es, ¿verdad?

– ¿Qué te hace pensarlo?

– Tú sueles salir a tu hora, sobre todo al acercarse las grandes fiestas. Tenéis algo entre manos.

– Claro que tenemos algo, siempre tenemos algo.

– ¡Jesús! -exclamó ella.

– ¡Mierda! No podemos soltar los datos de que estamos tras la pista del Dinamitero, tienes que entenderlo. Si no, desaparecería.

– ¿Pero estáis cerca?

– No he dicho eso.

– ¿Pero lo estáis?

El hombre no respondió.

– ¿Qué puedo escribir? -preguntó Annika cuidadosamente.

– Ni una línea; si no, todo se puede ir a la mierda.

– ¿Cuándo lo detendréis?

El policía permaneció en silencio unos segundos.

– Tan pronto como lo encontremos.

– ¿Encontrar?

– Ha desaparecido.

A Annika se le puso la piel de gallina.

– ¿Así que sabéis quién es?

– Creemos que sí.

– Dios mío -susurró Annika-. ¿Desde cuándo lo sabéis?

– Sospechamos desde hace un par de días; ahora estamos lo suficientemente seguros y queremos interrogar a esta persona.

– ¿Podemos participar? -preguntó rápidamente.

– ¿En la detención? No lo creo. No tenemos ni puñetera idea de dónde se encuentra esta persona.

– ¿Sois muchos los que estáis en ello?

– Todavía no, no hemos enviado ninguna orden de busca y captura nacional. Primero queremos controlar los lugares que conocemos.

– ¿Cuándo enviaréis la orden de busca?

– Respuesta: no lo sé.

Annika pensó detenidamente. «¿Cómo podría hacer para escribir esto sin escribir sobre esto?»

– Sé lo que estás pensando -dijo el policía en el auricular-, y ya puedes estar olvidándote. Tómalo como una prueba. Te estoy dando mi confianza, así que piénsalo bien antes de utilizarlo.

La conversación terminó y Annika permaneció sentada en la habitación polvorienta con el corazón desbocado. Probablemente era la única periodista que lo sabía, y no podía hacer nada.

Fue a la redacción para tranquilizarse y hablar con Spiken. Lo primero que vio fue una hoja, una copia impresa en blanco y negro del titular del periódico de mañana. Decía: christina purhage lesbiana. su amante habla sobre sus últimas horas.

Annika sintió que toda la sala daba vueltas. «No es verdad -pensó-. ¡Dios mío! ¿De dónde sale esto?» Fue con el ceño fruncido hasta el panel con el recorte, arrancó el titular y lo tiró sobre la mesa delante de Spiken.

– ¿Qué diablos es esto? -preguntó.

– La noticia de mañana -respondió el jefe de noche imperturbable.

– No podemos publicarlo -argüyó Annika sin poder mantener la voz bajo control-. Eso no tiene nada que ver con la historia. Christina Furhage nunca habló en público sobre su sexualidad. No tenemos derecho a mostrarla de esta manera. Ella no lo quiso decir mientras vivía, y por eso no tenemos ningún derecho a hacerlo ahora que está muerta.

El jefe de noche se estiró; juntó las manos, las colocó en la nuca y se recostó tanto en la silla que parecía que iba a volcarla.

– No hay por qué avergonzarse de que te gusten las mujeres. A mí también me gustan -sonrió.

Miró por encima del hombro para recibir el apoyo de los maquetistas alrededor de la mesa. Annika se obligó a ser concreta.

– Estaba casada y tenía hijos. ¿Serás capaz mañana de mirar a los ojos de la familia si publicas esto?

– Era un personaje público.

– ¡No importa, joder! -exclamó Annika y no pudo controlar su irritación-. ¡La mujer ha sido asesinada! ¿Y quién diablos ha escrito el artículo?

El jefe de noche se incorporó con dificultad. Ahora estaba enfadado.

– Nisse ha conseguido una información cojonuda. Su fuente ha confirmado que era lesbiana. Tenía una relación con la marimacho ésa, Starke…

– ¡Esa información es mía! -se indignó Annika-. Lo conté como un cotilleo en nuestra reunión después del almuerzo. ¿Quién es la fuente identificada?

El jefe nocturno colocó su rostro a sólo diez centímetros del de Annika.

– Me importa una mierda de dónde venga la información -bramó-. Nisse ha escrito lo mejor de mañana. Si tú tenías los datos, ¿por qué diablos no escribiste el artículo? ¿No es hora ya de que despabiles de una vez?

Annika sintió cómo caían las palabras. Le aterrizaron en el diafragma e hicieron aumentar su bola de estrés de forma que los pulmones fueron demasiado pequeños. Se obligó a pasar por alto los ataques personales y se concentró en la discusión periodística. ¿Podía estar realmente tan equivocada? ¿Era realmente la sexualidad de Christina Furhage la noticia de mañana? Apartó ese pensamiento.

– Con quién follaba Christina Furhage es una fruslería -dijo en voz baja-. Lo interesante es quién la mató. También es interesante qué consecuencias tendrá para los Juegos Olímpicos, para el deporte, para la reputación de Suecia en el mundo. También es importante saber por qué fue asesinada. A mí me importa una mierda con quién se acostaba, a no ser que tenga que ver con su muerte. ¡Y tú deberías pensar lo mismo!

El jefe de noche inspiró por la nariz y sonó como si un ventilador entrara en acción.

– ¿Sabes una cosa, jefa de sucesos? Estás totalmente equivocada. Deberías hacerte mayorcita antes de ser jefa. Nils Langeby tiene razón: al parecer no eres capaz de hacer tu trabajo. ¿No te das cuenta de lo patética que resultas?

La bola de estrés explotó en su interior, sintió físicamente cómo se rompía. El sonido desapareció y relampagueó delante de sus ojos. Se sorprendió al descubrir que todavía estaba de pie, que podía percibir sensaciones, que aún podía respirar. Se dio la vuelta y se dirigió hacia su despacho, se concentró en caminar sobre el suelo de la redacción, sentía los ojos de los periodistas como flechas en la espalda. Llegó a su despacho y cerró la puerta. Se sentó en el suelo, todo el cuerpo le temblaba. «No voy a morirme, no voy a morirme, no voy a morirme -pensó-. Se me va a pasar, se me va a pasar, se me va a pasar.» No conseguía respirar y luchó por obtener aliento, el aire no entraba en sus pulmones y volvió a tomar de nuevo aliento, otra vez más y al final le dio un calambre en el brazo. Comprendió que sufría hiperventilación y tenía demasiado oxígeno en la sangre, se levantó tambaleándose hasta su escritorio, sacó una bolsa de plástico del cajón inferior y respiró dentro. Intentó recordar la voz de Thomas, «relájate y respira, relájate y respira, relájate y respira, esto va bien, pequeña, inspira, no te vas a romper, cariño, pequeña Ankan, relájate y respira, relájate y respira…».

Las convulsiones pararon y se sentó en la silla. Tenía ganas de llorar, pero se tragó la sensación y llamó a casa de Anders Schyman. Fue su esposa quien respondió y Annika intentó parecer normal.

– Está en una cena de Navidad en el área de recepciones -dijo la señora Schyman.

Annika llamó a la centralita y pidió que la pusieran con el área. Se dio cuenta de que hablaba de forma incoherente, que apenas podía hacerse entender. Después de una larga pausa con barullo y ruidos de platos en el oído, oyó la voz de Anders Schyman.

– Perdona, perdona… que te moleste en la cena -dijo en voz baja.

– Seguro que tienes una buena razón -respondió Anders Schyman.

Se oía bullicio y risas por detrás.

– Te pido disculpas por no haber podido estar en la reunión de las seis, tuve problemas en casa…

Comenzó a llorar, desconsoladamente y en voz alta.

– ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a tus hijos? -preguntó Anders Schyman asustado.

Ella se recompuso.

– No, no, no fue nada especial, pero necesito saber si discutisteis en la reunión lo que Spiken va a sacar de titular, que Christina Furhage era lesbiana.

Annika sólo oyó el bullicio y las risas durante algunos segundos.

– ¿Qué dices? -dijo por fin Anders Schyman.

Ella se puso la mano sobre el pecho y se obligó a respirar tranquila y normalmente.

– Su amante cuenta sus últimas horas, según el titular.

– ¡Dios mío! Ahora mismo voy -anunció el director y colgó.

Ella colgó el auricular, se apoyó en la mesa y lloró. Le temblaba todo el cuerpo. «No aguanto más, no vale la pena, no puedo más, me muero», pensaba. Supo que había metido la pata, que había quemado sus naves, que había sido un atropello a su posición. El sonido de su desesperación salía por la puerta hacia la redacción, por supuesto que todos entenderían que ella no aguantaba la presión, que ella era la empleada errónea, que su nombramiento había sido un fiasco. Saberlo no ayudaba, no podía dejar de llorar, el estrés y el cansancio se habían apoderado al final de ella, no podía evitar los temblores ni las lágrimas.

– Annika, Annika, ya está bien, sea lo que fuere lo arreglaremos, Annika, ¿oyes lo que te digo?

Contuvo la respiración y levantó la cabeza. Estaba deslumbrada y dolorida. Era Anders Schyman.

– Perdona, yo… -balbuceó e intentó secarse el maquillaje de la cara con el dorso de la mano-. Perdón.

– Toma mi pañuelo. Siéntate bien y sécate, voy a buscarte un vaso de agua.

El director desapareció por la puerta y Annika hizo mecánicamente como le había pedido. Anders Schyman regresó con un vaso de plástico de agua fría y cerró la puerta tras de sí.

– Ahora bebe un poco, y cuéntame qué ha pasado.

– ¿Has hablado con Spiken sobre el titular? -preguntó.

– De eso me ocuparé luego, no es tan importante. Sin embargo estoy preocupado por ti. ¿Por qué estás tan desconsolada?

Comenzó a llorar de nuevo, esta vez lenta y calladamente. El director esperó en silencio.

– Sobre todo estoy cansada y agotada -dijo después de recomponerse de nuevo-. Y Spiken dijo cosas que yo sólo había oído en mis pesadillas, que era una idiota inútil, que no daba la talla y…

Ella se reclinó en la silla, ahora que lo había dicho todo, se sentía mejor.

– Él no tiene ninguna confianza en mí como jefa, eso está bien claro. Seguramente hay muchos que son de la misma opinión.

– Quizá -contestó Anders Schyman-, pero eso no importa. Lo importante es que yo tengo confianza en ti, y estoy completamente seguro de que eres la persona correcta para este puesto.

Ella respiró profundamente.

– Quiero dejarlo -anunció ella.

– No puedes -respondió él.

– Presento mi dimisión.

– No la acepto.

– Quiero dejarlo ahora, esta noche.

– Lo siento pero no puedo. Había pensado ascenderte.

Se calmó y miró fijamente a su jefe.

– ¿Por qué? -preguntó sorprendida

– No quería decírtelo todavía, pero a veces hay que cambiar los planes. Tengo muchos proyectos con respecto a ti, Annika. Será mejor que te lo cuente, antes de que decidas abandonar la empresa para siempre.

Miró escéptica a Anders Schyman.

– El periódico se encuentra ante grandes cambios -informó el director-. No creo que hoy los empleados puedan imaginar lo grandes que serán. Tenemos que adaptarnos a nuevos departamentos, a la sociedad de la tecnología y la información y al aumento de competencia por parte de los periódicos gratuitos, y sobre todo debemos impulsar nuestro periodismo. Para conseguir todo esto al mismo tiempo necesitamos jefes de redacción que sean competentes en estos ramos. Estos no crecen en los árboles. O nos sentamos a esperar y desear que aparezca alguien así, o podemos hacer que las personas en las que más confiamos se preparen para afrontar los nuevos retos a tiempo.

Annika escuchaba con los ojos abiertos de par en par.

– Yo trabajaré como mucho diez años más, Annika, quizá sólo cinco. Debe haber gente que esté preparada y que pueda ocupar mi puesto. No digo que seas tú, pero tú eres una de las tres personas en las que confío. Hay muchas cosas que debes aprender hasta entonces, entre otras a controlar tu humor. Pero todo esto son detalles de la totalidad que hacen que tú seas uno de los candidatos más adecuados para sucederme. Tú eres creativa y rápida, lo cierto es que nunca había visto nada igual. Te responsabilizas y aceptas los retos con la misma autoridad, eres estructurada, competente y tienes iniciativa. No voy a permitir que un jefe de noche idiota te eche de aquí, espero que lo comprendas. No eres tú la que se tiene que ir, es ese idiota.

La posible directora parpadeó sorprendida.

– Así que apreciaría que esperases a dejarlo hasta después de Año Nuevo -continuó Schyman-. Hay un par de personas en la redacción que te desean mal, y de la maldad es difícil protegerse. Hay que eliminarla. Deja que tome algunas medidas en la redacción hasta entonces, y cuando todo lo del Dinamitero se haya calmado podremos hablar. También me gustaría discutir tus estudios y qué clase de cursos te convendría realizar. Deberíamos comenzar haciendo un plan sobre las posiciones que deberías ocupar hasta entonces. Es importante que aprendas la estructura de toda la redacción; también debes tener conocimientos técnicos y de organización del resto de la empresa. Tienes que ser aceptada y respetada en todas partes; eso es importantísimo, y tú serás la elegida si lo hacemos todo bien.

Annika estaba boquiabierta. No podía creer que lo que oía fuese verdad.

– ¿De verdad has pensado en todo esto? -preguntó sorprendida.

– Esta no es ninguna propuesta para ser directora, es una recomendación para que sigas trabajando y adquiriendo experiencia para que en el futuro el puesto pueda ser tuyo. No me gustaría que le contaras esto a nadie de momento, sólo a tu marido. ¿Qué dices?

Annika se turbó.

– Gracias -dijo ella.

Anders Schyman sonrió.

– Ahora tómate unas vacaciones hasta después de Año Nuevo. Tus días libres deben ser tan largos como el Himalaya.

– Había pensado trabajar mañana por la mañana, y no quiero cambiar eso sólo porque Spiken se haya portado como un imbécil. Espero poder tener mi imagen de Christina Furhage lista para entonces.

– ¿Algo que podamos publicar?

Movió la cabeza apenada.

– En realidad no lo sé. Debemos hablar sobre ello en detalle. Es una historia terriblemente trágica.

– ¡Qué interesante! Nos ocuparemos luego.

Anders Schyman se levantó y salió. Annika permaneció sentada con una fuerte sensación de paz interior y sorpresa. Era tan fácil volver a sentirse bien, se necesitaba tan poco para borrar una noche negra de desesperación… Una verdadera satisfacción; despues era como si esa ejecución pública fuera, en la redacción, no hubiera tenido lugar.

Se puso el abrigo, buscó la salida trasera, cogió un taxi en la parada y se dirigió a casa.

Thomas ya estaba dormido; ella se quitó los últimos restos de maquillaje, se lavó los dientes y se metió en la cama junto a su marido. Y en la oscuridad, con el techo flotando sobre ella en la penumbra, recordó lo que le había sacado a la policía por la noche.

Sabían quién era el Dinamitero, y pronto sería detenido.

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