Viernes 24 de diciembre

Thomas estaba sentado junto a la ventana y miraba al Strömmen. Estaba despejado y hacía frío; el agua se había helado y parecía un espejo negro. La fachada grisácea del palacio estaba iluminada y parecía un bastidor contra el cielo invernal; por el Skeppsbron se deslizaban los taxis hacia Gamla Stans Bryggeri. Podía vislumbrar la cola fuera del Café Opera.

Se encontraba en el salón de la suite de la esquina del quinto piso del Grand Hotel. La habitación era tan grande como un apartamento de dos habitaciones, con recibidor, salón, dormitorio y un enorme cuarto de baño. La policía les había traído aquí. El Grand Hotel era el lugar de Estocolmo que la policía consideraba más seguro para albergar a personas amenazadas. Aquí vivían con frecuencia reyes y presidentes en visitas de Estado. Los empleados del hotel estaban acostumbrados a actuar en situaciones difíciles. Thomas, por supuesto, no estaba registrado como huésped bajo su verdadero nombre. En la suite de al lado había, de momento, dos guardaespaldas.

Hacía una hora que la policía le había comunicado que no habían encontrado ninguna carga explosiva en su apartamento de Hantverkargatan. De cualquier manera tendrían que estar escondidos hasta que el Dinamitero fuera apresado. Anders Schyman había decidido que Thomas y los niños podían pasar las Navidades en el hotel a cargo del periódico si fuera necesario. Thomas apartó la vista de la ventana y dejó que sus ojos volaran por la habitación en penumbra. Deseó que Annika estuviera con él, que los dos juntos hubieran podido disfrutar de aquel lujo. Los muebles eran brillantes y caros, la moqueta verde era tan gruesa como un colchón. Se levantó y se dirigió a la habitación contigua donde yacían los niños. Dormían profundamente con respiración entrecortada, totalmente agotados después de la aventura de ir de cortas vacaciones. Se habían bañado en el bonito cuarto de baño y habían salpicado todo el suelo. Thomas ni siquiera se había preocupado de secarlo. Para comer habían tomado albóndigas con puré de patata, todo servido por el servicio de habitaciones. A Kalle el puré de patata le pareció asqueroso. Estaba acostumbrado a la variante en polvo de Annika. A Thomas no le gustaba cuando Annika hacía salchichas y puré de patata de comida; una vez lo había llamado comida de cerdos. Al pensar en esas estúpidas peleas comenzó a llorar, cosa que no solía hacer.

La policía no tenía ni una sola pista de Annika. Era como si se la hubiera tragado la tierra. El coche que conducía también había desaparecido. No se había visto a la mujer que ellos creían que era el Dinamitero desde que empezaron a sospechar de ella, el martes por la noche. Se había emitido una orden de busca y captura regional. La policía no había comunicado el nombre de la mujer, sólo había dicho que había sido responsable del proyecto de construcción del estadio olímpico de Södra Hammarbyhamnen.

Se dio una vuelta por la gruesa moqueta y se obligó a sentarse frente al televisor. Tenía, por supuesto, setenta canales y muchos más dedicados exclusivamente a la emisión de películas, pero Thomas no estaba con ánimos de verla. En cambio se dirigió al recibidor, se metió en el cuarto de baño y tiró la toalla al suelo. Se lavó la cara con agua helada y se cepilló los dientes con el cepillo del hotel. La gruesa felpa absorbió el agua bajo sus pies. Salió y se fue desnudando mientras se dirigía al dormitorio, tiró la ropa echa un ovillo sobre una silla en el recibidor y fue a ver a los niños. Como de costumbre estaban destapados. Thomas los observó un rato. Kalle se había abierto de brazos y piernas y ocupaba gran parte de la cama de matrimonio, Ellen estaba encogida sobre las almohadas. Uno de los guardaespaldas estuvo en Åhléns y había comprado dos pijamas y algunos juegos de Game Boy. Thomas movió las extremidades de Kalle y lo tapó, luego dio la vuelta a la gran cama y se tumbó junto a Ellen. Pasó cuidadosamente el brazo por debajo de la cabeza de la niña y la atrajo hacia sí. La niña rebulló en sueños y se metió el dedo en la boca. Thomas no se molestó en sacárselo. Respiró profundamente, sintió el olor de la niña y dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas.


El trabajo en la redacción se desarrollaba con concentración máxima y en total silencio. El nivel de ruidos se había reducido considerablemente desde que el periódico se había informatizado hacía unos años, pero tan silencioso como esta noche no había estado nunca. Todos estaban reunidos junto a la mesa de redacción, donde se maquetaba el periódico. Jansson hablaba sin parar por teléfono, como de costumbre, pero en voz baja y susurrando. Anders Schyman se había parapetado en el lugar donde el editorialista se sentaba durante el día. No hacía gran cosa: durante la mayor parte del tiempo miraba al vacío o hablaba en voz baja por teléfono. Berit y Janet Ullberg tenían sus mesas en una esquina de la redacción, pero ahora estaban sentadas frente a las mesas de los reporteros de noche para poder seguir todo lo que se decía. Patrik Nilsson también estaba ahí. Ingvar Johansson le había llamado al móvil a mediodía. El reportero se encontraba en un avión rumbo a Jönköping, y había contestado.

– Está prohibido llevar el móvil conectado en los aviones -le informó Ingvar Johansson.

– ¡Ya lo sé! -gritó Patrik alegre-. Quería ver si es verdad que los aviones se estrellan cuando está conectado.

– ¿Se estrella? -preguntó Ingvar Johansson ásperamente.

– Todavía no, pero si lo hace tendrás una exclusiva mundial. «El reportero del Kvällspressen en la catástrofe aérea. Lea sus últimas palabras.»

Se rió estrepitosamente e Ingvar Johansson puso los ojos en blanco.

– Creo que esperaremos con la catástrofe aérea, ya tenemos una reportera que es la protagonista del drama de las bombas. ¿Cuándo puedes estar aquí?

Patrik no desembarcó sino que tomó el mismo avión de vuelta a Estocolmo. A las cinco de la tarde estaba de nuevo en la redacción. Ahora escribía el artículo sobre la persecución policial del Dinamitero. Anders Schyman lo estudiaba a escondidas. Estaba sorprendido de la rapidez y responsabilidad del joven, había algo inverosímil en él. El único defecto que tenía era la crudeza de su alegría por los accidentes, asesinatos y otras tragedias. Pero con algo de madurez esta inoportuna alegría seguramente se apaciguaría. Con el tiempo sería un maravilloso reportero de prensa de la tarde.

Anders Schyman se levantó para ir a buscar un café. El que había bebido antes no le había sentado bien, pero necesitaba moverse. Le dio la espalda a la redacción y comenzó a caminar lentamente hacia la hilera de ventanas que daban a la redacción dominical. Se detuvo a mirar el edificio de enfrente. Todavía había luz en algunas ventanas, a pesar de ser más de medianoche. La gente estaba levantada viendo el thriller del Canal 3 y bebían glögg, otros envolvían los últimos regalos. Algunos balcones tenían árboles de Navidad, la iluminación centelleaba en los cristales de las ventanas.

Anders Schyman había hablado repetidas veces con la policía durante la noche. El había sido el enlace natural entre la redacción y los inspectores de policía. Cuando Annika no apareció por la guardería a las cinco la policía comenzó a tratar el caso como una desaparición. Después de hablar con Thomas, la dirección policial consideró como improbable la desaparición voluntaria. Su desaparición se registró por la noche como secuestro.

Al atardecer la policía les prohibió llamar al móvil de Annika. Anders Schyman preguntó por qué, pero no le habían dado ninguna respuesta. Sin embargo pasó la orden a la redacción, y por lo que él sabía nadie había vuelto a llamar.

Los empleados estaban apesadumbrados y destrozados, Berit y Janet Ullberg habían llorado. «Era extraño -pensó Anders Schyman-. Escribimos sobre estas cosas cada día, utilizamos el dolor como especia para agitar y revolver. No obstante no estamos preparados cuando nos afecta personalmente.» Se fue a buscar otro café.


Annika se despertó a causa de una corriente de aire en el túnel. Pronto supo lo que significaba. Se había abierto la puerta de hierro: el Dinamitero había regresado. El pánico hizo que se encogiera como una bola sobre el colchón. Yacía con la respiración entrecortada mientras los tubos fluorescentes se encendían en el techo.

El taconeo se acercaba. Annika se sentó.

– ¡Vaya, qué bien que estés despierta! -dijo Beata y se dirigió a la mesa de camping.

Comenzó a vaciar el contenido de una bolsa con el rótulo de 7-Eleven y lo colocó alrededor de la pila de linterna y el temporizador. Annika vio algunas latas de Coca-Cola, agua Evian, algunos sándwiches y una tableta de chocolate.

– ¿Te gusta Fazers Blå? Es mi favorita -anunció Beata.

– También la mía -contestó Annika e intentó mantener la voz tranquila. No le gustaba el chocolate y nunca había probado Fazers Blå.

Beata dobló la bolsa y se la guardó en el abrigo.

– Tenemos trabajo -informó y se sentó en una de las pequeñas sillas de tijera.

Annika intentó sonreír.

– Vaya, ¿qué vamos a hacer?

Beata la estudió un par de segundos.

– Por fin vamos a sacar la verdad.

Annika intentó seguir los pensamientos de la mujer pero fracasó. El pánico le había secado la boca.

– ¿Qué verdad?

Beata caminó en torno a la mesa y cogió algo de detrás de ella. Cuando se incorporó Annika vio que la mujer tenía una cuerda, la que con anterioridad le había pasado por el cuello. Annika sintió que se le aceleraba el pulso, pero se obligó a encarar a Beata.

– No te preocupes -dijo la Dinamitera y sonrió.

Se acercó al colchón con la larga cuerda entre las manos. Annika ahora respiraba más rápido, no podía controlar el terror.

– Tranquila, sólo te voy a pasar esto por la cabeza -la sosegó Beata y soltó una carcajada-. ¡Qué nerviosa eres!

Annika esbozó una sonrisa. La cuerda estaba alrededor de su cuello, el cordel colgaba como una corbata delante de ella. Beata sujetaba el otro extremo.

– Muy bien. Ahora voy a dar la vuelta, tranquila. ¡Te estoy diciendo que te relajes!

Annika vio por el rabillo del ojo que la mujer desaparecía detrás de ella, aún con la cuerda entre las manos.

– Te voy a desatar las manos, pero no intentes nada. Al más mínimo truco, tiro de la cuerda definitivamente.

Annika respiraba y pensaba febrilmente. Reconoció que no podía hacer nada. Estaba sujeta a la pared por los pies, tenía el lazo al cuello y la bomba en la espalda. Beata desató la cuerda de las manos; tuvo que luchar casi cinco minutos para deshacer el nudo.

– ¡Puf! Estaba bien atado -resopló cuando acabó. Annika inmediatamente tuvo una sensación de cosquilleo en los dedos cuando la sangre volvió a circular. Con cuidado extendió las manos y se sobresaltó al verlas. Tenía cortes en las muñecas a causa de la cuerda, de la pared o del suelo. Dos nudillos de la mano izquierda le sangraban.

– Ponte de pie -ordenó Beata.

Apoyándose en la pared, Annika hizo lo que le ordenaba.

– Dale una patada al colchón -exigió Beata y Annika obedeció. La vomitona seca desapareció debajo de la gomaespuma. Al mismo tiempo Annika vio su bolso. Estaba a unos seis o siete metros de distancia en la galería, hacia la zona de calentamiento.

De espaldas, todavía sujetando la cuerda con la mano derecha, el Dinamitero se dirigió hacia la mesa. Colocó la pila y el temporizador en el suelo sin apartar la vista de Annika. Luego cogió la mesa de camping por la tabla y la arrastró hacia Annika. Las raspaduras que las patas hacían sobre el linóleo resonaban por todo el túnel. Cuando la mesa estuvo frente a Annika, Beata volvió a retroceder para coger una silla.

– Siéntate.

Annika se acercó la silla y se sentó con cuidado. Se le encogió el estómago al ver la comida sobre la mesa.

– Come un poco -le indicó Beata.

Annika comenzó a quitarle el plástico a la botella de agua.

– ¿Quieres? -preguntó a Beata.

– Luego tomaré una Coca-Cola, bebe tú -dijo ésta; y Annika bebió.

Cogió un pequeño bocadillo de jamón y queso y se obligó a masticarlo bien. Después de medio bocadillo se detuvo; no podía comer más.

– ¿Has acabado? -indagó Beata y Annika sonrió.

– Sí, muchas gracias, estaba muy bueno.

– Me alegro de que te guste -contestó Beata satisfecha.

Se sentó en la otra silla de camping. A un lado tenía el paquete de Minex, al otro había una caja de cartón marrón con las tapas abiertas.

– Bueno, entonces comenzamos – dijo y sonrió.

Annika le devolvió la sonrisa.

– ¿Te puedo preguntar una cosa?

– Claro -respondió Beata.

– ¿Por qué estoy aquí?

La sonrisa de Beata se apagó al instante.

– ¿De verdad no lo sabes?

Annika tomó aliento.

– No. Sin embargo comprendo que he debido irritarte mucho. No ha sido mi intención en absoluto. Te pido disculpas por ello.

Beata se mordió el labio superior.

– No te bastó con mentir. Escribiste en el periódico que yo estaba destrozada por la muerte del asqueroso ése. Además me denigraste en público, retorciste mis palabras sólo para que tu artículo fuera mejor. No querías escucharme y oír mi verdad, pero escuchaste a esos tíos.

– Siento haber malinterpretado tus sentimientos -contestó Annika tan tranquila como pudo-. No quería escribir sobre ti de forma que te arrepintieras más tarde. Estabas muy agitada y llorabas.

– Sí, estaba exasperada por la maldad humana, y porque un cerdo como Stefan Bjurling pudiera vivir. ¿Por qué el destino me tenía que utilizar justo a mí para acabar con la maldad? ¿Por qué siempre todo depende de mí, eh?

Annika decidió esperar y escuchar. Beata continuó mordiéndose el labio.

– Tú mentiste y divulgaste una imagen falsa del cerdo ése -dijo después de un rato-. Escribiste que era bueno, divertido y querido por sus compañeros. Les dejaste hablar, pero a mí no. ¿Por qué no escribiste lo que te dije?

El desconcierto de Annika iba en aumento, pero se esforzó por parecer tranquila y amable.

– ¿Qué fue lo que dijiste que debería haber escrito?

– La verdad. Que era una pena que Christina y Stefan tuvieran que morir. Que fue culpa suya, y que estaba mal que yo tuviera que hacerlo. A mí esto no me parece divertido, por si no lo sabes.

Annika aprovechó la oportunidad para intervenir.

– No, claro que no pienso así. Sé que a veces uno tiene que hacer cosas que no quiere.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Beata.

Annika bajó la cabeza, dudó antes de continuar.

– Una vez tuve que deshacerme de una persona, sé lo que es eso. -Levantó la mirada-. Pero no vamos a hablar de mí ahora, se trata de ti y de tu verdad.

Beata la observó en silencio.

– Quizá te hayas preguntado por qué todavía no estás muerta. Primero tienes que escribir mi historia. Se publicará en el Kvällspressen, igual de grande que cuando Christina Furhage murió.

Annika asintió y sonrió mecánicamente.

– Ahora vas a ver lo que he encontrado -informó Beata y sacó algo de la caja de cartón marrón. Era un pequeño ordenador portátil.

– Es el de Christina -balbuceó Annika.

– Sí, le encantaba. Está cargado.

Beata se levantó y se dirigió hacia Annika con el ordenador en la mano derecha. Parecía pesado. La mano de Beata temblaba ligeramente.

– Toma. Enciéndelo.

Annika cogió el ordenador. Era un Macintosh portátil relativamente sencillo, con disquetera y conexión para el ratón. Lo abrió y encendió el aparato. Se puso en marcha y comenzó a cargar los programas. Sólo tenía unos pocos, entre otros Microsoft Word y además un documento marcado «Yo». Annika pinchó el símbolo de Word; la versión 6.0 comenzó a operar.

– Bueno, estoy lista -anunció Annika. Sus dedos estaban helados y le dolían, se los apretó discretamente bajo la mesa.

Beata se había acomodado en una silla un par de metros más allá. En una mano sostenía la pila, en la otra el cable verde y amarillo. Apoyó la espalda contra la pared. Cruzó las piernas; parecía encontrarse cómoda.

– Bien. Quiero que esto salga lo mejor posible.

– Okey, seguro -respondió Annika y comenzó a escribir.

– Pero tienes que hacer que quede bien, sea fácil de leer y que también tenga estilo.

Annika dejó de escribir y miró a la otra mujer.

– Beata, confía en mí. Hago esto todos los días. ¿Empezamos?

El Dinamitero se enderezó.


«La Maldad está en todas partes. Se come a las personas por dentro. Sus apóstoles en la tierra buscan el corazón de la humanidad y lo lapidan. La lucha deja desechos sangrientos en el espacio, pues el Destino lucha en su contra. A su lado la Verdad tiene un caballero, una persona de carne y hueso…»

– Perdona que te interrumpa -dijo Annika-. Esto suena un poco embrollado. El lector va a tener problemas para seguir tus pensamientos.

Beata la miró sorprendida.

– ¿Por qué?

Annika recapacitó, ahora era el momento de elegir sus palabras.

– Muchas personas no han llegado tan lejos y no tienen tus conocimientos. No te van a entender, y entonces el artículo no tendrá sentido. La intención es que ellos estén más cerca de la verdad, ¿o no?

– Claro -respondió Beata, y ahora era ella la desconcertada.

– Quizá deberíamos esperar un poco con el Destino y la Maldad y en cambio contarlo todo en orden cronológico. Así será más fácil para los lectores llegar a la verdad, ¿okey?

Beata asintió ansiosa.

– Había pensado que quizá pueda hacerte unas preguntas, para que tú respondas lo que quieras. -Okey -contestó Beata. -¿Puedes contar dónde creciste? -¿Por qué?

– Eso ayuda al lector a verte como una niña y así puede identificarse contigo.

– Vaya. ¿Qué te cuento, entonces?

– Lo que quieras -contestó Annika-. Dónde creciste, quiénes eran tus padres, si tenías hermanos, animales domésticos, juguetes especiales, cómo te fue en la escuela, todo eso…

Beata la miró un buen rato. Annika vio en los ojos de la mujer que sus pensamientos retrocedían en el tiempo. Comenzó a hablar, y Annika redactó el relato para que fuera un cuento legible.


– Crecí en Djursholm, mis padres eran médicos. Son médicos, todavía; ambos trabajan y viven en la misma casa detrás de la verja de hierro. Tengo un hermano mayor y una hermana pequeña, mi infancia fue relativamente feliz. Mi madre trabajaba a tiempo parcial como psicóloga infantil, mi padre tenía consulta privada. Teníamos niñeras que nos cuidaban y también niñeros. Eran los setenta y mis padres eran igualitarios y abiertos a las nuevas ideas.

»Yo comencé pronto a interesarme por las casas. Teníamos una cabaña en el jardín, mi hermana y sus amigas solían encerrarme ahí dentro. Durante las largas tardes en la penumbra comenzamos a hablar, mi casita y yo. Las niñeras sabían que me solían encerrar en la cabaña, así que siempre venían después de un rato y descorrían el cerrojo. A veces regañaban a mi hermana, pero a mí no me importaba.


Beata enmudeció y Annika dejó de escribir. Se sopló las manos, hacía mucho frío.

– ¿Puedes hablar de tus sueños de juventud? -preguntó Annika-. ¿Qué pasó con tus hermanos?

El Dinamitero continuó.

– Mi hermano se hizo médico, igual que nuestros padres, y mi hermana pequeña estudió para profesora de gimnasia médica. Se casó con Nasse, un amigo de la infancia, y no necesita trabajar. Viven con sus hijos en una casa, en Täby.

»Yo rompí un poco la tradición familiar, pues estudié arquitectura. Mis padres no querían, pensaban que me resultaría mejor estudiar magisterio o para terapeuta. Pero no me lo impidieron, eran personas modernas. Estudié en la KTH y acabé como una de los mejores.

»¿Por qué elegí trabajar con casas? ¡Adoro los edificios! Te hablan de una manera inmediata y sincera. Me encanta viajar, sólo para poder hablar con las casas de los nuevos lugares, sus formas, sus ventanas, sus colores y sus brillos. Los patios me excitan sexualmente. Me entran escalofríos por la espalda cuando voy en tren atravesando los suburbios de las ciudades, la colada colgada junto a la vía del tren y los balcones inclinándose. Nunca miro hacia delante cuando paseo, sino hacia arriba. He chocado con las señales de tráfico y las barreras arquitectónicas de toda la ciudad por estudiar las fachadas. Los edificios son, simplemente, de gran interés para mí. Quería trabajar con lo que es mi gran pasión. Durante muchos años aprendí a dibujar casas.

»Cuando acabé comprendí que me había equivocado de elección. Las casas en el papel no hablan. Los planos de las casas son un prototipo de lo auténtico. Así que regresé a la escuela superior después de trabajar un año y estudié ingeniería. Me tomó varios años más. Cuando terminé estaban contratando a personal para la compañía municipal que se encargaría de construir el nuevo estadio olímpico de Södra Hammarbyhamnen. Conseguí un empleo ahí, y así fue cómo vi a Christina Furhage por primera vez.


Beata guardó silencio, Annika permaneció sentada un buen rato y esperó a que continuara.

– ¿Quieres leerlo? -preguntó Annika al cabo, pero Beata negó con la cabeza.

– Sé que lo haces bien. Lo leeré después, cuando hayas terminado.

Suspiró y continuó.


– Por supuesto, sabía quién era. La había visto en los periódicos muchísimas veces, desde que comenzó la campaña de los Juegos Olímpicos hasta que Suecia ganó la adjudicación y a ella la nombraron directora general de todo el proyecto.

»¿Dónde viví durante este tiempo? Pues donde vivo ahora, en una maravillosa casita, arriba, en el Skinnarviksparken, en Söder. ¿Conoces la zona de alrededor de Tvärgränd? Es una casa declarada patrimonio cultural, por lo que debo tener cuidado con las reformas. Mi hogar es importante para mí, es la casa en la que respiro y vivo. Nos hablamos cada día, mi casa y yo. Intercambiamos experiencia y sabiduría. ¿Necesito contarte que yo soy la aprendiz? Mi casa ha estado en la colina desde finales de 1700, así que en nuestras conversaciones yo escucho y aprendo. Christina Furhage me visitó ahí una vez, me pareció bien que conociera mi casa. Más tarde me ayudó en mi difícil decisión.

La mujer calló de nuevo.

– ¿En qué trabajabas? -preguntó Annika.

– ¿Es realmente importante? -respondió Beata sorprendida.

«No, ni una mierda, pero gano tiempo», pensó Annika.

– Sí, por supuesto -contestó-. Mucha gente trabaja. Quieren saber qué funciones desempeñabas, qué pensabas cuando las realizabas, todo eso…

Beata se enderezó.

– Sí, claro. Lo entiendo.

«Jodida egocéntrica de mierda», pensó Annika y sonrió.


– No sé lo que sabrás sobre la construcción, quizá no sepas cómo se realiza una compra. Bueno, en este caso no importa, la construcción del estadio Victoria fue tan especial que en realidad las reglas habituales no valían.

»Estocolmo consiguió la nominación como sede de los Juegos Olímpicos bajo la dirección de Christina Furhage. No fue una decisión fácil, ella tuvo que luchar por el puesto.

»Christina era realmente fantástica. Daba gusto verla dirigir a los viejos de los Juegos. Nosotras las mujeres disfrutábamos verdaderamente con una jefa así. Bueno, yo no la veía mucho, pero como ella controlaba todos los detalles de la organización, me la encontraba de vez en cuando.

»La admiraba muchísimo. Todos se afanaban cuando ella llegaba, se esforzaban al máximo. Ella producía ese efecto en la gente. Lo que ella no supiera de la organización de los Juegos Olímpicos y la construcción del estadio, no valía la pena saberlo.

»De cualquier manera, quien me contrató fue Arena Bygg AB. Como era arquitecto e ingeniero en técnicas de construcción, me asignaron rápidamente varios grandes proyectos administrativos. Participaba en las reuniones, dibujaba y calculaba, visitaba a las subcontratas y redactaba contratos, una factótum de medio nivel.

»La construcción del estadio Victoria tenía que comenzar cinco años antes de los Juegos. La misma Christina me nombró directora de proyecto. Recuerdo perfectamente cuando me lo propuso. Fui citada en su despacho, una grandiosa habitación junto a Rosenbad con vistas sobre la Ström de Estocolmo. Me interrogó sobre lo que había hecho y si estaba a gusto. No creo que le diera una buena impresión, tartamudeé un poco y me sudaban las manos. Ella estaba imponente detrás del reluciente escritorio, grande pero delgada, aguda pero bella. Me preguntó si estaba dispuesta a responsabilizarme de la construcción del estadio olímpico en Södra Hammarbyhamnen. Los ojos se me quedaron en blanco cuando pronunció esas palabras. Oh, sí, quería gritar, pero simplemente asentí con la cabeza y dije que sería un desafío, una emocionante responsabilidad que estaba preparada a asumir. Se apresuró a advertir que por supuesto tendría a diversos jefes y responsables por encima de mí, y a ella en última instancia. Pero ella necesitaba un responsable operativo en la misma obra, alguien que vigilara que los plazos se cumpliesen, que los presupuestos no se sobrepasaban y que el material era entregado en el lugar y la fecha correcta. Yo tendría, por supuesto, una serie de encargados a mis órdenes, cada uno responsable de diferentes secciones donde dirigirían y repartirían las distintas labores. Esos responsables me informarían regularmente, para que yo pudiera ocuparme del trabajo e informar a Christina y a la dirección.

»-Necesito lealtad -dijo Christina y se inclinó hacia mí-. Necesito tu total confianza para aceptar como correcto todo lo que yo haga. Es una condición para tener el puesto. ¿Puedo confiar en ti?

»Recuerdo su resplandor en ese mismo instante, cómo me envolvió en su luz, me llenó de su propia fuerza y poder. Quería chillar «Sí», pero sólo asentí. Enseguida comprendí lo que había sucedido. Me había aceptado en su círculo. Me había nombrado su princesa heredera. Yo era la elegida.


Beata comenzó a llorar. Inclinó la cabeza y todo su cuerpo temblaba. La cuerda estaba junto a los pies, las manos sostenían agarrotadas la pila y el cable. «Espero que su lagrimeo no cause un cortocircuito y la dinamita explote», pensó Annika.

– Lo siento -balbuceó Beata y se secó la nariz con la manga-. Esto me resulta difícil.

Annika no respondió.


– Era una gran responsabilidad, pero no especialmente difícil. Primero había que desmontar, volar y excavar, rellenar y aplanar. Luego entraron los obreros y carpinteros. Todo debería hacerse en cuatro años. Un año antes de los Juegos el estadio debía estar acabado para las competiciones de prueba.

»Al comienzo todo marchaba relativamente bien. Los trabajadores conducían sus máquinas y hacían lo que debían. Yo tenía una oficina en una de las barracas junto al canal, quizá las viste al estar por aquí, ¿no?

»Bueno, yo hacía mi trabajo, hablaba con los capataces en el foso, me ocupaba de que realizaran su trabajo. Los hombres no eran particularmente habladores, pero por lo menos me escuchaban cuando les indicaba lo que debían tardar.

»Una vez al mes iba a la oficina de Christina y la informaba de la marcha del trabajo. Siempre me recibía con calidez e interés. Después de cada reunión me sentía como si ella ya supiera todo lo que le había contado y sólo quisiera comprobar mi lealtad. Siempre abandonaba el despacho con un ligero malestar de estómago y una extraña sensación de buen humor y esplendor. Yo seguía en el círculo, la fuerza era mía, pero tenía que continuar luchando.

»Adoraba realmente mi trabajo. A veces, por la noche, me quedaba después de que los hombres se hubieran ido a casa. Me paseaba sola entre los restos de piedra de la colina de esquí de Hammarby y me imaginaba el estadio acabado, las enormes graderías elevándose hacia el cielo, las setenta y cinco mil plazas de espectadores en verde, la bóveda cubierta de acero calado. Acariciaba los planos y colgué una gran foto de la maqueta en la pared de mi barraca. Desde el comienzo hablé con el estadio. Como un recién nacido, no respondía, pero estoy completamente segura de que escuchaba. Observé cada detalle de su desarrollo como una madre que amamanta y se sorprende de cada progreso de su hijo.

»El verdadero problema comenzó cuando se pusieron los cimientos y los carpinteros entraron en acción. Llegaron varios cientos de hombres que tenían que realizar el trabajo del que yo era responsable. Estaban dirigidos por un grupo de treinta y cinco capataces, todos hombres entre cuarenta y cincuenta y cinco años. Mis responsabilidades se cuadruplicaron en ese momento. Siguiendo mi consejo se contrató a tres subjefes, todos hombres, que deberían compartir la responsabilidad conmigo.

»No sé lo que salió mal. Yo continué trabajando como había hecho el primer año, intenté ser clara, directa y concreta. Los presupuestos se mantuvieron, también las fechas de conclusión; el material llegaba a tiempo al lugar correcto, el trabajo progresaba y cumplía los requisitos de calidad. Yo intentaba estar contenta y ser amable, me esforzaba en tratar a los hombres con respeto. No puedo decir cuándo aparecieron las primeras señales, pero fue relativamente pronto. Conversaciones que se interrumpían, muecas que no debería ver, sonrisas de indulgencia, miradas frías. Mantenía reuniones de información y planificación que yo consideraba constructivas, pero mi mensaje no les llegaba. Al final los capataces dejaron de acudir. Yo salí e intenté buscarlos, pero únicamente me miraban y decían que estaban ocupados. Me sentí como una idiota, claro. Los pocos que acudían criticaban todo lo que yo decía. Pensaban que había encargado el material en el orden equivocado, al lugar erróneo y además todo el pedido ya no era necesario pues habían resuelto el problema de otra manera con otro producto. Por supuesto, me enfadé y pregunté quién tenía autoridad para no hacer caso de mis órdenes, tomar decisiones y atribuirse poderes. Entonces respondieron indulgentemente que si esta obra tenía que estar lista a tiempo era necesario que hubiera alguien que supiera lo que se debía hacer. Recuerdo la sensación cuando oí esas palabras, cómo se rompió algo en mi interior. No puedo morir, pensé. Los hombres se levantaron y salieron; el odio se reflejaba en sus ojos. Mis tres subjefes me dejaron y se quedaron hablando con los hombres justo afuera. Oí cómo mis subjefes repartían mis órdenes y transmitían la información del papel que yo sostenía en mi mano, y esta vez los hombres escuchaban. Mis órdenes se podían cumplir si otros las transmitían. Lo que estaba mal no era ni mi trabajo, ni mi juicio ni mi saber, era yo como persona.

«Después de esa reunión llamé a mis tres subjefes y les dije que teníamos que analizar el siguiente paso. Quería que nosotros cuatro juntos dirigiéramos la organización y tomáramos el mando sobre nuestros empleados, hacer que el trabajo continuara en la dirección que habíamos trazado. Se sentaron alrededor de mi escritorio, uno a cada lado y otro enfrente.

»-No estás capacitada para este trabajo, -dijo el primero.

»-¿No te das cuenta de que te estás haciendo insoportable en la obra?, -informó el segundo.

»-Eres una vergüenza para el puesto -espetó el tercero-. No tienes ni aplomo, ni autoridad, ni capacidad.

»Los miré fijamente. No podía creer que lo que estaba oyendo fuera verdad. Sabía que estaban equivocados. Pero una vez que comenzaron, nada podía detenerlos.

»-Lo único que tienes es un polvo, -indicó el primero.

»-Les pides demasiado a los hombres -declaró el segundo-. Ellos piensan eso, ¿no lo comprendes?

»-Te van a hacer el vacío -anunció el tercero-. Estás en el lugar equivocado y tienes la experiencia errónea.

»Recuerdo que les miré y sus rostros se transformaron. Perdieron sus facciones, se volvieron blancas y sin contornos. Yo no tenía aire, creía que me ahogaría y moriría. Así que me levanté y me marché, me temo que no con demasiada dignidad.


La mujer giró un poco la cabeza, que mantenía inclinada. Annika la miró de soslayo con disgusto. «¿Y qué pasa? -le hubiera gustado preguntar-. Así son todos.» Pero no dijo nada y Beata continuó.


– Por la noche en la cama mi casa me habló, palabras de consuelo que murmuró a través del papel rosa pintado con dibujos. Al día siguiente no podía volver allí. El terror me tenía paralizada, atada a la cama. Fue Christina la que me salvó. Me llamó a casa y me pidió que fuera al trabajo al día siguiente. Tenía información importante que comunicar a todos en la obra.

»A la mañana siguiente fui a mi barraca en un estado de paz. Estábamos citados a las once de la mañana en la gradería norte. Mis subjefes no hablaban conmigo, pero yo les sonreí para que comprendieran. Pronto Christina estaría ahí.

»Esperé a que todos estuvieran en su sitio antes de salir y procuré llegar a la grada al mismo tiempo que Christina. Ella dijo, con su voz clara y luminosa que se podía oír hasta en la parte alta de la gradería, que había venido para informar sobre un cambio en la dirección de la construcción del estadio olímpico. Sentí su calor y sonreí.

»-Beata Ekesjö deja de ser la directora del proyecto y será sustituida por sus tres subjefes -anunció Christina-. Tengo total confianza en sus sustitutos y espero que el trabajo continúe tan satisfactoriamente como hasta ahora.

»Fue como si el cielo cambiara de color, hasta volverse destellante y blanco. El sonido cambió y la gente se congeló.

»Ese día germinó en mi conciencia lo que tenía que hacer, pero todavía no tenía claro cuál era el fin. Abandoné el estadio y la gradería norte mientras la gente todavía escuchaba la carismática voz de Christina. En la barraca tenía una bolsa con ropa deportiva, pues había pensado ir directamente al gimnasio después de trabajar. Vacié el contenido en mi armario y me llevé la bolsa a la parte trasera de las barracas. Allí estaban los depósitos de explosivos, distantes entre sí unos cien metros. Existen reglas sobre la distancia a la que deben encontrarse, a causa del peligro de detonación. Un paquete de cartuchos cabe exactamente en una bolsa de deportes, es como si estuviera hecha la una para los otros. Era muy pesada, veinticuatro kilos netos y aproximadamente veinticinco brutos, pero eso es lo que suele pesar una maleta normalmente. Uno puede cargarlos una corta distancia, especialmente si se entrena en el gimnasio tres veces a la semana.


– Espera un momento -dijo Annika-. ¿La dinamita no suele estar rodeada de muchas medidas de seguridad? ¿Cómo podías coger explosivos por las buenas?

Beata la miró compasivamente.

– Annika, yo era la jefa de la obra. Tenía llaves de cada cerradura. No me interrumpas.

»En la primera caja había quince cartuchos, envueltos en plástico rosa, mil seiscientos gramos cada uno, cincuenta por quinientos cincuenta milímetros. Coloqué la caja de cartón en el portaequipajes de mi coche y me fui a casa. Con cuidado introduje el tesoro en casa. Aquella noche lo acaricié con mis manos. En los extremos había pequeñas pinzas de metal. El plástico estaba frío al tacto, mis armas parecían y tenían la consistencia de una salchicha que ha estado en la nevera. Eran muy suaves, solía sentarme y doblarlos un poco por las noches. Sí, igual que una salchicha, pero más pesados.


Beata rió ligeramente al recordar. Annika se sintió mareada de cansancio pero también por la locura cristalina de aquella mujer.

– ¿Podemos descansar un rato? -preguntó Annika-. Me gustaría beber una Coca-Cola.

El Dinamitero la observó.

– Vale, pero sólo un momento. Tenemos que acabar esta noche.

Annika sintió un escalofrío.


– No sabían qué hacer conmigo. Me habían contratado para la construcción del estadio y la villa olímpica. Les hubiera costado dinero despedirme y no querían. Además yo conocía el trabajo, sería una locura pagar para deshacerse de una persona competente y que además era necesaria. Al final me nombraron responsable de la construcción del edificio técnico, junto al estadio, un edifico normal de diez pisos construido para cables, cuartos de control y oficinas. ¿Necesito decirte que la casa parecía muda y muerta en comparación con mi estadio? Un cascarón vacío de hormigón sin líneas ni formas, que nunca aprendió a hablar.

»Ya había un responsable de proyecto; se llamaba Kurt y bebía habitualmente grandes cantidades de alcohol. Me despreció desde el primer momento, aseguraba que yo estaba allí para espiarlo y controlarlo. Su rostro desapareció de mi vista desde el primer día en el edificio técnico. No le vi mucho.

»La obra entera era un desorden. Todo iba muy retrasado y el presupuesto se había disparado. Comencé a rehacer cuidadosamente los desmanes de Kurt sin que él lo notara. Las veces que me pillaba tomando algún tipo de decisión me reprendía. Pero desde que llegué no volvió a dar un palo al agua. Muchos días ni siquiera aparecía. La primera vez le denuncié por ello, pero se enfadó tanto que no lo volví a hacer.

»Ahora, además, yo tenía que moverme por la obra; anteriormente no lo había hecho nunca. El hormigón cambiaba con frecuencia de color; a veces yo flotaba, libre y sin peso, más o menos a un decímetro por encima del suelo. Los hombres cambiaban de forma y consistencia. Cuando me pedían que encargara más puntos de vista y se preguntaban dónde estaba la medida yo enmudecía. Se burlaban de mí, pero yo no sabía defenderme. Intenté ser flexible y firme al mismo tiempo. Hablaba con ellos, pero la casa se negaba a responder. De nuevo me encargué de los plazos y de los presupuestos; me paseaba por la obra, pero la jaula de cristal a mi alrededor era compacta. Acabamos a tiempo y sólo con un pequeño déficit.

»Christina vino a presidir la inauguración. Recuerdo mi excitación y orgullo ese día. Yo lo había conseguido, había vuelto de nuevo, no había abandonado. Me había ocupado de que el edificio técnico estuviera acabado a tiempo para las competiciones preliminares. Yo odiaba el edificio en sí, pero había cumplido con mi obligación. Christina lo sabía, Christina lo vería, Christina comprendería que yo merecía de nuevo un lugar en el sol. Ella se daría cuenta de mi valía y me otorgaría el lugar merecido, a su lado, como su compañera, su princesa heredera.

»Aquel día me vestí cuidadosamente, blusa, pantalones recién planchados y mocasines. Esta vez fui de los primeros entre los que esperaban: me quería asegurar una plaza junto a la puerta.

»Hacia tiempo que no veía a Christina, sólo la había visto una vez de lejos cuando inspeccionó la construcción del estadio. Me había enterado que no marchaba bien. Dudaban que estuviera acabado a tiempo. Pero ahora ella iría allí, con una luz y unos rasgos más fuertes de lo que yo recordaba. Dijo cosas muy bonitas sobre los Juegos y nuestra orgullosa villa olímpica, alabó a los trabajadores y a los responsables por el trabajo tan bien realizado. Y entonces llamó al encargado que se había preocupado de que el edificio técnico estuviera terminado a tiempo y de que el resultado hubiera sido satisfactorio, y pronunció el nombre de Kurt; aplaudió, todos aplaudieron, y Kurt se puso en pie y se acercó a Christina; él sonrió y le estrechó la mano, sus bocas reían pero el sonido había desaparecido; esos cabrones, esos cabrones…

»Esa noche fui al depósito y cogí otra caja de cartón y una bolsa de detonadores. La caja estaba llena de cartuchos de papel de cien gramos. Pequeños cilindros de papel rosa y lila que parecen caramelos; sí, tienes uno de ésos en la espalda. La caja contenía doscientos cincuenta cartuchos; a pesar de lo mucho que he utilizado, todavía queda bastante.


Siguió sentada en silencio un buen rato. Annika aprovechó para descansar la cabeza entre las manos. La galería se encontraba en silencio absoluto, sólo se oía el ligero zumbido de los tubos fluorescentes del techo.

«Ya no me llaman al móvil -pensó Annika-. ¿Han dejado de buscarme?»

Beata comenzó a hablar de nuevo y Annika enderezó la espalda.


– Este último año he estado de baja por enfermedad varias veces. Mi trabajo consiste, en principio, en ir a inspeccionar los diferentes lugares de entrenamiento con otro grupo de técnicos. Los dos últimos meses los he pasado en el pabellón deportivo de Sätra, que será el pabellón de entrenamiento para el salto con pértiga. Tú misma puedes ver la degradación a la que he sido sometida, del edificio más majestuoso de todos a un deambular entre detalles en antiguas instalaciones de entrenamiento. Ya no consigo mantener ninguna comunicación con mis lugares de trabajo. Los edificios se ríen de mí, exactamente igual que los hombres. El peor de todos era Stefan Bjurling. Era el capataz de la subcontrata que se ocupaba del pabellón de Sätra. Se reía en cuanto intentaba hablar con él. Nunca me escuchaba. Me llamaba Chata y hacía caso omiso de cuanto yo le decía. La única vez que se refirió a mí fue cuando los muchachos le preguntaron dónde tenían que tirar la basura y los escombros. «Dádselos a la Chata», dijo. Se rió de mí y el bonito pabellón le acompañó. El sonido era insoportable.


Beata enmudeció y siguió allí, sentada, un buen rato. Annika comenzó a retorcerse. Le dolían los músculos de cansancio y también tenía dolor de cabeza. Los brazos le pesaban como el plomo, esa paralizante sensación que suele llegar poco a poco cuando han pasado las tres y media de la mañana. Había trabajado por la noche tantas veces que sabía lo que era.

Entonces pensó en sus hijos, dónde estarían, si la echaban de menos. «Me pregunto si Thomas habrá encontrado los regalos de Navidad; no me dio tiempo a decirle que los he escondido en el vestidor», pensó ella.

Miró a Beata: la mujer estaba sentada con la cabeza apoyada en las manos. Entonces volvió la cabeza con cuidado hacia el bolso que estaba diagonalmente a su espalda. ¡Si pudiera coger el teléfono y decir dónde estaba! Había cobertura a pesar de estar en un túnel. Estaría libre en quince minutos. Pero no podía, no mientras estuviera atada y mientras Beata siguiera ahí. A no ser que Beata le diera el bolso y se tapara los oídos mientras ella telefoneaba…

Resopló y de pronto recordó un artículo que había escrito hacía casi dos años. Era un maravilloso día de primavera, mucha gente había salido a patinar sobre el hielo…

– ¿Estás soñando? -preguntó Beata.

Annika se sobresaltó y sonrió.

– No, en absoluto. Estoy deseando que continúes.


– Hace dos semanas Christina organizó una gran fiesta en el Salón Azul del Ayuntamiento de Estocolmo. Era la última gran fiesta antes de los Juegos y todos estábamos invitados. Yo deseaba ardientemente que llegara esa noche. El Ayuntamiento es uno de mis mejores amigos. Suelo ir a la torre, subo por las escaleras, dejo que las paredes de piedra bailen bajo mis manos, siento la corriente a través de las pequeñas troneras y descanso en el último piso. Juntos compartimos la vista, y el viento es seductora-mente erótico.

»Llegué demasiado temprano, y comprendí rápidamente que me había vestido demasiado elegante. Pero no importaba, el Ayuntamiento era mi pareja y me cuidó bien. Christina vendría, y yo confiaba en que la atmósfera de perdón del edificio eliminaría los malentendidos. Me moví entre la gente, bebí una copa de vino y hablé con el edificio.

»De repente el murmullo creció hasta un excitado bullicio y comprendí que Christina había llegado. Fue recibida como la reina que era, yo me subí a una silla para poder verla bien. Es difícil de explicar, pero Christina tenía una especie de luz a su alrededor, un aura que hacía que siempre se moviera como dentro de un foco. Era fantástico, era una persona fabulosa. Todos la saludaban, ella asentía y sonreía. Tenía una palabra para cada uno. Daba la mano como un presidente americano en su campaña electoral. Yo estaba en el interior de la sala, pero poco a poco se abría paso en mi dirección. Me bajé de la silla y la perdí de vista, ¡soy tan bajita! Pero de repente estaba ahí, frente a mí, bella y dueña de sí en su luz. Sentí que le sonreía, de oreja a oreja, y creo que lloré un poco.

»-Bienvenida, Christina -dije y le alargué la mano-. ¡Me alegro de que hayas podido venir!

»-Gracias -respondió-. ¿Nos conocemos?

»Los ojos de Christina se encontraron con los míos y su boca sonrió. Yo vi cómo sonreía, pero su sonrisa cambió y su rostro murió. Ella no tenía dientes. Había gusanos en su boca y sus ojos no tenían blanco. Sonreía, y su aliento era muerto y fecal. Me eché hacia atrás. No me reconocía. No sabía quién era. No veía a su princesa heredera. Ella hablaba, y su voz venía del abismo, sorda y áspera como una cinta grabada que va demasiado lenta.

»-¿Continuamos?, -rugió y los gusanos se arrastraron por su cabeza y supe que tenía que matarla. ¿Lo entiendes, verdad? ¿Tienes que entenderlo? ¡No podía vivir! Era un monstruo, un ángel del mal con halo. La maldad la había comido, corrompido de dentro a fuera. Mi casa tenía razón, ella era la maldad en la tierra, yo no lo había visto, los otros no lo habían visto, sólo habían visto lo mismo que yo, su fachada de éxito, el aura resplandeciente y el pelo teñido de rubio. Pero yo lo vi, Annika, descubrí su verdadero yo; a mí me mostró la clase de monstruo que era, apestaba a veneno y sangre podrida…


Annika sintió aumentar su malestar hasta lo indecible. Beata abrió una lata de Coca-Cola y bebió sorbitos cuidadosamente.

– En realidad debería beber light por las calorías, pero es asquerosa. ¿Tú qué opinas? -preguntó Beata a Annika.

Annika tragó.

– Tienes razón -contestó.

Beata esbozó una sonrisa.


– Mi decisión me permitió sobrevivir aquella noche, pues la pesadilla no había terminado. ¿Sabes a quién eligió como su Príncipe, su compañero de mesa? Justo, lo sabías, teníais una foto de los dos juntos en el periódico. De pronto lo comprendí todo. Entendí la razón de mi frío tesoro en casa. Todo encajaba. La caja grande era para Christina, los cartuchos pequeños para todos los que la siguieran.

»Mi plan era sencillo. Yo solía seguir a Christina; a veces pensaba que ella lo notaba. Se daba la vuelta y miraba a su alrededor preocupada antes de meterse en su gran coche, siempre con su ordenador bajo el brazo. Me preguntaba qué escribiría en él, si escribía sobre mí, o quizá sobre Helena Starke. Sabía que solía ir a casa de Helena Starke. Yo esperaba fuera hasta que se iba a su casa por la mañana temprano. Comprendí que hacían el amor y sabía que sería fatal para Christina si eso salía a la luz. Por eso era tan fácil, por lo menos en teoría. Algunas cosas son muy poco limpias cuando se ponen en práctica, ¿no te parece?

»Bueno, el viernes por la noche, cuando vi a Christina y Helena abandonar juntas la fiesta de Navidad, supe que había llegado el momento. Me fui a casa y cogí mi gran tesoro. Pesaba mucho, lo puse a mi lado en el asiento delantero. En el suelo del copiloto había una batería de coche que había comprado en OK de Västberga. El temporizador era de Ikea, la gente suele utilizarlos en sus casas de campo para engañar a los ladrones.

»Aparqué entre los otros coches donde tú has dejado el tuyo. La bolsa pesaba, por supuesto, pero soy más fuerte de lo que aparento. Estaba algo nerviosa, no sabía cuánto tiempo tenía, estaba obligada a terminar mis preparativos antes de que Christina saliera de la casa de Helena. Tuve suerte y fue rápido. Fui con la bolsa a la entrada trasera, desconecté la alarma y abrí. Estuvo a punto de salir mal; un hombre me vio entrar, se dirigía a ese horrible club ilegal; si yo todavía hubiera sido jefa del proyecto nunca habría permitido un establecimiento así junto al estadio.

»Bueno, aquella noche el estadio estaba maravilloso, brillaba bajo la luz de la luna. Coloqué la caja en la gradería norte; el texto blanco relucía en la oscuridad: Minex 50 X 550, 24.0 kg, 15 p.c.s. 1.600 g. Dejé la cinta adhesiva junto a la caja. Sería muy fácil de activar, simplemente había que introducir uno de los trozos de metal en una de las salchichas y llevar el cable hasta la entrada principal. AHÍ había dejado la batería y preparado el temporizador como tenía ensayado. ¿Dónde lo había probado? En una cantera cerca de Rimbo, en el municipio de Lohärads. El autobús sólo va dos veces al día, pero he tenido tiempo. Sólo había detonado pequeñas cargas, un cartucho cada vez; todavía me quedan muchos.

»Cuando los preparativos estuvieron listos fui a la puerta principal y la abrí, pero yo salí por el túnel. La entrada por el estadio está bajo la bóveda, debajo de la entrada principal. Se puede descender en un gran ascensor, pero yo bajé andando por las escaleras. Luego caminé con rapidez hacía Ringvägen, tenía miedo de llegar tarde. No fue el caso, más bien al contrario. Tuve que esperar mucho tiempo en la puerta de enfrente. Cuando Christina salió la llamé desde mi móvil. Nunca podrían localizar la llamada; había comprado una tarjeta. Tampoco pueden localizar la llamada al tuyo: aún tenía esa tarjeta.

»Fue fácil convencerla de que viniera al estadio. Le dije que lo sabía todo sobre ella y Helena, que tenía fotos de ellas juntas, que entregaría los negativos a Hans Bjällra, el presidente de la junta directiva, si no venía a hablar conmigo. Bjällra odiaba a Christina, eso lo sabían todos los que trabajan en las oficinas, y aprovecharía cualquier oportunidad para denigrarla. Vino andando por el puente peatonal, enfadadísima, tardó bastante. Durante un momento pensé que no vendría.

»La esperaba dentro de la entrada principal, oculta entre las sombras detrás de dos de las estatuas. Me bullía la sangre, el edificio estaba jubiloso. Me apoyaba, estaba a mi lado. Yo quería hacerlo bien. Christina moriría en el mismo lugar donde me había destrozado. Sería desmembrada en la gradería norte del estadio Victoria, pues yo lo había construido. Cuando llegara la golpearía en la cabeza con un martillo, el instrumento más clásico de los albañiles. Luego la conduciría a la gradería, activaría la bomba, y mientras mis serpientes de plástico se enredaban alrededor de su cuerpo le contaría por qué estaba ahí. Le desvelaría que había descubierto sus monstruos. Mi superioridad reluciría como la luz de una estrella en la noche. Christina pediría perdón, y con la explosión todo se consumaría.


Beata hizo un alto en su relato y bebió un poco de Coca-Cola. Annika estaba a punto de desmayarse.

– Desgraciadamente no fue así -dijo Beata-. La verdad ante todo. No quiero ser una heroína. Sé que mucha gente pensará que hice mal. Tienes que escribir lo que pasó en realidad y no adornarlo.

Annika asintió, fingiendo sinceridad.


– Todo salió mal. Christina no se desmayó tras el golpe de martillo, sólo se enfureció. Como una poseída comenzó a chillar que yo era una loca incompetente y que la dejara en paz. Yo la golpeaba donde podía con el martillo. Un golpe la alcanzó en la boca, perdió algunos dientes. Gritaba y gritaba, y yo golpeaba y golpeaba. El martillo bailaba sobre su cara. Una persona puede sangrar mucho por los ojos. Al cabo cayó y no era una visión agradable. Gritaba y gritaba, y para que no volviera a levantarse le rompí a golpes las rodillas. No fue divertido, sólo fatigoso y molesto. Lo entiendes, ¿verdad? No quería dejar de gritar, y la golpeé en el cuello. Cuando intenté arrastrarla hasta la gradería me arañó las manos y tuve que romperle a golpes los codos y los dedos también. Poco a poco comenzó el largo camino hacia la gradería, hasta el lugar donde ella había estado el día que me destruyó. Comencé a sudar, pues pesaba bastante, y no quería dejar de gritar. Cuando por fin llegué a donde estaban mis armas, mis brazos temblaban sin parar. La dejé entre los asientos y comencé a pegarle cartuchos con cinta adhesiva alrededor del cuerpo. Pero Christina no comprendió que debía rendirse, que su papel ahora era de oyente. Se deslizó como la culebra que era hasta la escalera cercana. Ahí comenzó a rodar por la gradería chillando todo el tiempo; empecé a perder control de mi trabajo, fue horrible. Tuve que cogerla y romperle la espalda, no sé si se partió. Al final yacía tan quieta que pude pegarle quince salchichas alrededor del cuerpo. No era bonito. No había tiempo para el perdón o la reflexión. Luego introduje el trozo de metal en una de las salchichas y corrí hacia la batería. El temporizador estaba conectado para cinco minutos; lo dejé en tres. Christina gritaba, un sonido inhumano, bramaba como un monstruo. Estaba en la entrada escuchando su canción de muerte. Cuando sólo quedaban treinta segundos consiguió quitarse dos de las salchichas, a pesar de tener las articulaciones rotas. Eso muestra su fuerza, ¿no crees? Desgraciadamente no pude seguir hasta el final. Me perdí sus últimos segundos, pues debía protegerme en mi cueva. Había bajado medio camino cuando me alcanzó la onda expansiva, y me sorprendió su fuerza. Los daños fueron enormes, toda la gradería norte quedó dañada. No era mi intención, ¿lo entiendes, verdad? No quería dañar el estadio, lo que había ocurrido no era culpa del edificio…


Annika sintió cómo le corrían las lágrimas. Nunca en su vida había escrito algo tan repugnante. Sintió que estaba a punto de desmayarse. Había estado sentada sin moverse en la incómoda silla durante horas, las piernas le dolían lo indecible. La carga en la espalda se había hecho muy pesada al cabo de un rato. Estaba tan cansada que quería tumbarse, aunque la carga estallara y muriera.

– ¿Por qué lloras? -preguntó Beata recelosa.

Annika respiró antes de responder.

– Por lo difícil que te resultó. ¿Por qué no te dejó hacer las cosas bien?

Beata asintió y también se secó una lágrima.

– Lo sé -contestó-. No hay justicia.


– Con Stefan fue más fácil; salió más o menos como había planeado. Le responsabilicé de que el vestuario de arbitros estuviera listo antes de Navidad. La elección del lugar fue fácil. Fue donde Stefan me recibió y me dijo que los trabajadores del pabellón de Sätra me harían el vacío. Yo sabía que él mismo haría el trabajo. Stefan apostaba a los caballos y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer horas extraordinarias. Esperaba a estar solo en la obra y luego siempre engordaba las horas trabajadas. Debió de hacerlo durante años, ya que nadie le controlaba. Él era el capataz. Además cuando quería trabajaba muy rápido, y bastante chapuceramente.

»El lunes fui a trabajar como de costumbre. Todos hablaban de la bomba contra Christina Furhage, pero nadie habló conmigo. Tampoco lo esperaba.

»Por la noche me quedé en la oficina arreglando unos papeles. Cuando el pabellón se quedó en silencio, me di una vuelta y vi que Stefan Bjurling trabajaba en los vestuarios del fondo. Entonces fui a mi armario y saqué mi bolsa. Ahí estaban mis joyas, los cartuchos, los cables verdes y amarillos, la cinta adhesiva y el temporizador. Esta vez no llevaba martillo, había resultado poco limpio. En cambio había comprado una cuerda en John Wall, de ésas que se usan para los columpios de los niños y cosas por el estilo. La cuerda que tienes alrededor del cuello es del mismo rollo. Entré mientras Stefan taladraba en la pared del fondo de la habitación, le pasé la cuerda por el cuello y tiré. Esta vez estaba más decidida. No toleraría gritos ni peleas. Stefan Bjurling perdió la taladradora y cayó de espaldas. Yo estaba preparada y aproveché la caída para tirar con más fuerza. Se desmayó y tuve problemas para sentarlo en una silla. Allí lo até y lo vestí para su entierro. Cartuchos, cables, temporizador y pila de linterna. Lo ajusté todo en su espalda y esperé pacientemente a que se recobrase.

»No dijo nada, sólo noté que sus párpados se movían. Entonces le expliqué lo que le sucedería y por qué. El tiempo de la maldad sobre la tierra había acabado. El moriría porque era un monstruo. Le expliqué que muchos más seguirían el mismo camino. Todavía quedan muchas joyas en mi caja. Luego programé cinco minutos en el temporizador y volví a mi oficina. Al volver me aseguré de que todas las puertas estuvieran sin cerrar. Así el Dinamitero tendría todas las oportunidades del mundo para poder entrar. Cuando explotó fingí estar conmocionada y llamé a la policía. Les mentí y les dije que alguien había cometido mi acción. Me llevaron al hospital Sur y me acompañaron a urgencias. Me dijeron que necesitarían tomarme declaración al día siguiente. Decidí seguir mintiendo durante algún tiempo. No era el momento de contar la verdad, pero ahora sí lo es.

»Un médico me atendió, les expliqué que estaba bien y me fui caminando a casa a través de la ciudad, hasta Yttersta Tvärgränd. Fui consciente de que era hora de abandonar mi casa de una vez. Fue una despedida corta y serena. Ya sabía que nunca más volvería. Mi camino terminaba en otro lugar.

»El martes, por la mañana temprano, fui al trabajo a recoger mis cosas. Cuando entré en el pabellón de Sätra me encontré con los reproches inmediatos e injustos de los obreros. Una gran pena se apoderó de mí; me oculté en una habitación donde el edificio no me pudiera ver. Fue, por supuesto, en balde, pues entonces entraste tú.


Annika no podía seguir escribiendo. Puso las manos sobre las rodillas y volvió la cabeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Beata.

– Estoy muy cansada -contestó Annika-. ¿Puedo levantarme y mover un poco las piernas? Se me han dormido.

Beata la observó en silencio durante algunos segundos.

– Bueno, pero no intentes nada.

Annika se levantó con cuidado y tuvo que sujetarse a la pared para no caerse. Estiró y dobló todo lo que pudo las piernas con las sonoras cadenas. A escondidas miró de soslayo hacia abajo y descubrió que Beata había utilizado dos pequeños candados para cerrar las cadenas. Si tuviera esas llaves podría desatarse.

– No creas que puedes escapar -advirtió Beata.

Annika la miró sorprendida.

– Claro que no -dijo-. Todavía no hemos terminado nuestro trabajo.

Separó la silla un poco de la mesa para tener más espacio para las piernas.

– Ya no nos queda mucho -anunció Beata.

Estudió a Annika, y ésta se dio cuenta de que Beata no sabía qué pensar.

– ¿Quieres leerlo? -preguntó Annika y giró el ordenador para que la pantalla mirara a Beata.

La mujer no respondió.

– Estaría bien que leyeras el texto para comprobar si te he entendido correctamente, y así puedas juzgar el tono. No he utilizado tu forma de hablar, sino que he hecho el relato algo más literario -dijo Annika.

Beata miró detenidamente a Annika durante algunos segundos, luego fue a la mesa y se acercó.

– ¿Puedo descansar un poco? -preguntó Annika y Beata asintió.

Annika se tumbó y le dio la espalda al Dinamitero. Tenia que planear su próximo paso.

Hacía dos años un señor de sesenta años desapareció en el hielo del archipiélago. Era primavera, el tiempo era soleado y cálido, el hombre salió de paseo patinando por el hielo y se perdió. El equipo de salvamento marítimo y la policía le estuvieron buscando durante tres días. Annika se encontraba a bordo del helicóptero que le rescató.

De pronto supo exactamente qué tenía que hacer.


Thomas se levantó de la cama. No podía dormir más. Fue al cuarto de baño a orinar, luego se puso de nuevo a mirar el palacio. El tráfico se había extinguido. Las fachadas iluminadas del palacio, el resplandor de las farolas, la profundidad del negro espejo, la vista era realmente fascinante. Sin embargo sentía que no la aguantaría un segundo más. Era como si hubiera perdido a Annika en esa habitación. Era allí donde había comprendido que quizá ella se había ido para siempre.

Se frotó los ojos secos y enrojecidos y suspiró profundamente. Lo había decidido. Abandonaría el hotel tan pronto como los niños se despertaran e irían a casa de sus padres en Vaxholm. Celebrarían la Navidad allí. Tenía que comprobar cómo era la vida diaria sin Annika, tenía que prepararse, si no sucumbiría. Intentó imaginar cómo reaccionaría si le notificaran que Annika había muerto. No pudo. Lo único que habría sería un agujero negro sin fondo. Estaría obligado a continuar viviendo, por los niños, por Annika. Tendrían fotos de mamá por todas partes, hablarían frecuentemente de ella y celebrarían su cumpleaños…

Se alejó de la ventana y comenzó a llorar de nuevo.

– ¿Por qué lloras, papá?

Kalle estaba en el umbral del dormitorio. Thomas se recompuso rápidamente.

– Estoy triste porque mamá no está aquí. La echo de menos.

– Los mayores también están tristes a veces -dijo Kalle. Thomas se acercó al niño y lo cogió en brazos.

– Sí, también lloramos cuando nos sentimos mal. Pero ¿sabes una cosa? Tienes que dormir un poco más. ¿Sabes qué día es hoy?

– ¡Nochebuena! -exclamó el niño.

– ¡Chis!, vas a despertar a Ellen. Sí, es Nochebuena y esta noche viene Papá Noel. Para entonces tendrás que estar descansado, así que métete en la cama un rato más.

– Tengo que hacer pis -anunció Kalle y se escapó de los brazos de Thomas.

Al regresar del cuarto de baño preguntó:

– ¿Por qué no viene mamá?

– Vendrá más tarde -respondió Thomas y besó al niño en el pelo-. ¡A la cama!

Después de arropar al niño con el mullido edredón del Grand Hotel su vista se posó en la radio-despertador, junto a la cama. Las cifras digitales rojas coloreaban de rosa la esquina de la funda de la almohada. Eran las 5.49.


– Esto está bien-anunció Beata satisfecha-. Era justo lo que quería.

Annika estaba ligeramente aletargada, pero se sentó rápidamente cuando el Dinamitero comenzó a hablar.

– Me alegro de que te guste -respondió-. Lo he hecho lo mejor que he podido.

– Sí, lo has hecho bien de verdad. Me gustan las profesionales -replicó Beata y sonrió.

Annika le devolvió la sonrisa y permanecieron sonriendo hasta que Annika decidió poner en práctica su plan.

– ¿Sabes qué día es hoy? -preguntó y continuó sonriendo.

– Nochebuena, ¡claro! -exclamó Beata y se rió-. ¡Claro que sé qué día es!

– Sí, pero los días antes de Navidad pasan muy rápido. Casi nunca consigo comprar todos los regalos. ¿Pero sabes una cosa? Tengo una cosa para ti, Beata.

La mujer sospechó inmediatamente.

– No has podido comprarme ningún regalo, tú no me conoces.

Annika sonreía tanto que le dolía la mandíbula.

– Ahora te conozco. El regalo se lo había comprado a una amiga, a una chica que se lo merece. Pero tú lo necesitas más.

Beata no la creía.

– ¿Por qué me ibas a dar un regalo a mí? Yo soy el Dinamitero.

– El regalo no es para el Dinamitero -contestó Annika con voz decidida-. Es para Beata, una chica que las ha pasado muy putas. Tú realmente necesitas un buen regalo por todo lo que te ha ocurrido.

Annika observó cómo las palabras deshacían las defensas de Beata. La mujer comenzó a mirar errática y a toquetear el cable.

– ¿Cuándo lo compraste? -preguntó insegura.

– El otro día. Es muy bonito.

– ¿Dónde está?

– En mi bolso. Está en el fondo, debajo de las compresas.

Beata se sobresaltó, justo lo que Annika había presentido. Beata no se llevaba bien con sus funciones corporales femeninas.

– Es un paquetito muy bonito -dijo Annika-. Si me traes el bolso te doy tu regalo de Navidad.

Annika vio automáticamente que Beata no se tragaba el cuento.

– No intentes nada -le advirtió amenazadoramente y se levantó.

Annika suspiró tenuemente.

– No soy yo quien suele ir con el bolso lleno de dinamita. No hay nada en él, aparte de un bloc, algunos bolígrafos, un paquete de compresas y un regalo para ti. ¡Míralo tú misma!

Annika contuvo la respiración, se la estaba jugando. Beata dudó un instante.

– No quiero fisgonear en tu bolso -replicó.

Annika suspiró pesadamente.

– ¡Qué pena! El regalo te hubiera sentado bien.

Eso hizo que Beata se decidiera. Dejó la pila y el cable en el suelo y agarró la cuerda.

– Si intentas algo, tiro de ella.

Annika levantó las manos y sonrió. Beata retrocedió hasta el lugar donde el bolso había caído hacía más de dieciséis horas. Sujetó las dos correas con una mano y la cuerda con la otra. Comenzó a acercarse a Annika lentamente.

– Yo me quedo aquí vigilándote todo el tiempo -dijo y dejó caer el bolso sobre las piernas de Annika.

El corazón de Annika latía de tal manera que resonaba en su cabeza. Le temblaba todo el cuerpo. Ésta era su única oportunidad. Sonrió a Beata y confió en que el pulso no le palpitase en sus sienes. Entonces dirigió la vista hacia las piernas de Beata. Su mano todavía sujetaba las dos correas. Introdujo la mano con cuidado en el bolso y encontró el paquete a la primera, la cajita con el broche granate que había comprado para Anne Snapphane. Rápidamente comenzó a tocar las cosas del fondo.

– ¿Qué haces? -preguntó Beata y tiró del bolso.

– Lo siento -contestó Annika y apenas podía distinguir su voz tras los latidos de su corazón-. No lo encuentro. Deja que lo busque otra vez.

Beata dudó unos segundos. El corazón de Annika se detuvo. No podía suplicar, si no, estaría perdida. Tenía que aprovecharse de la curiosidad de Beata.

– No quiero decirte lo que es, pues dejaría de ser una sorpresa. Pero estoy segura de que te gustará -dijo Annika.

La mujer volvió a alargar el bolso y Annika respiró profundamente. Metió un brazo con decisión, localizó el regalo, y justo al lado estaba el móvil. «¡Dios mío! -pensó-, ¡espero que el cable manos libres esté conectado!» El labio superior se le cubrió de sudor. Estaba boca abajo, bien, en caso contrario se vería que la pantalla verde se encendía. Dejó que los dedos pasaran por las teclas, encontró la grande ovalada y pulsó, rápida y segura. Luego movió el dedo dos centímetros más abajo a la derecha, encontró el uno, pulsó, y volvió a llevar el dedo a la tecla ovalada para pulsar una tercera vez.

– Ahora, aquí está -anunció Annika y cogió el paquete que estaba al lado. Le temblaba todo el brazo cuando lo sacó, pero Beata no se dio cuenta. El Dinamitero sólo tenía ojos para la cajita envuelta en papel dorado con lazo azul que brillaba en la fría iluminación. Del bolso no salía ni un sonido, el cable estaba conectado. Beata retrocedió y dejó el bolso junto a la caja de dinamita. Annika tuvo deseos de respirar profundamente pero se obligó a hacerlo en silencio y con la boca abierta. Había pulsado la memoria 1.

– ¿Puedo abrirlo ahora? -preguntó Beata impaciente.

Annika no podía responder; simplemente asintió.


Jansson había enviado la última página a la rotativa. La primera noche de su turno solía estar muy cansado, pero ahora se sentía totalmente paralizado. Normalmente solía desayunar en la cafetería, un sándwich de queso y pimientos y una taza de té, pero hoy pensaba pasar. Acababa justo de levantarse y ponerse el anorak cuando sonó el teléfono. Jansson resopló en voz alta y dudó si mirar la pantalla para ver quién llamaba. Bueno, podía ser la imprenta, a veces algunos colores fallaban y las fotos no quedaban bien. Alargó la mano hacia el teléfono y observó el número conocido. Al mismo tiempo se le erizó todo el pelo del cuerpo.

– ¡Es Annika! -gritó-. ¡Annika está llamando a mi extensión!

Anders Schyman, Patrik, Berit y Janet Ullberg se volvieron hacia él desde el fondo de la redacción.

– ¡Es el móvil de Annika! -chilló el jefe de redacción.

– ¡Pero responde, joder! -le gritó Schyman y comenzó a correr.

Jansson tomó aliento y levantó el auricular.

– ¡Annika!

Chasqueaba y zumbaba en el auricular.

– ¡Hola! ¡Annika!

Los otros ya se habían reunido junto a Jansson.

– ¡Hola! ¡Hola! ¿Estás ahí?

– Dame el teléfono -ordenó Schyman.

Jansson le alargó el auricular al director. Anders Schyman se puso el auricular en una oreja y en la otra se metió el meñique. Oyó crujidos y zumbidos, y un sonido que subía y bajaba que podría ser el murmullo de voces.

– Está viva -susurró, le devolvió el auricular a Jansson, fue a su despacho y llamó a la policía.


– ¡Oh, qué bonita! Es fantástica.

Beata parecía realmente abrumada. Eso le dio a Annika nuevas fuerzas.

– Es viejo, casi una antigüedad -informó-. Granate auténtico y oro plateado. Me gustaría tener uno como ése. Estos son los regalos bonitos de hacer, ¿no te parece?

La mujer no respondió: miraba fijamente el broche.

– Siempre me han gustado las joyas -comentó Annika-. Cuando era pequeña estuve ahorrando dinero durante años para comprar un corazón de oro blanco con un lazo de diamantes. Lo había visto en el catálogo de una joyería de la ciudad, en uno de esos que se mandan por Navidad. Cuando por fin me lo podía comprar ya había crecido y, en cambio, me compré un equipo de esquí…

– Muchísimas gracias -dijo el Dinamitero en voz baja.

– De nada -respondió Annika-. Mi abuela tenía uno igual; quizá por eso me gustó en cuanto lo vi.

Beata se desabotonó el último botón del abrigo y se prendió el broche en el jersey.


– Esto puede ser lo que necesitábamos -anunció el policía-. Ahora ya pueden colgar, la llamada está controlada. Nos ocuparemos del resto junto al técnico de la operadora.

– ¿Qué van a hacer? -preguntó Schyman.

– Nos pondremos en contacto con la central de Comviq en Kista. Quizá sea posible saber de dónde viene la llamada.

– ¿Puedo acompañarlos? -inquirió Schyman rápidamente.

El policía dudó unos segundos.

– Por supuesto -contestó.

Anders Schyman se apresuró a volver a la redacción.

– La policía ha localizado la llamada, podéis colgar -gritó mientras se ponía el abrigo.

– ¿Crees que podemos seguir escuchando? -preguntó Berit, que ahora tenía el auricular en el oído.

– No lo sé. Si no fuera así os llamaría. ¡No os vayáis todos a casa!

Bajó por las escaleras hasta la entrada y notó que le temblaban las piernas de cansancio. «No creo que sea buena idea conducir», pensó, y corrió hasta la parada de taxis de Rålambsvägen.

Fuera todavía era noche cerrada y la carretera de Kista estaba totalmente vacía. Sólo se encontraron con un par de taxis en el camino; el taxista saludó con la mano izquierda a los que eran de la misma compañía. Llegaron a Borgarfjordsgatan, y al mismo tiempo que Anders Schyman pagaba con su tarjeta, un coche de policía sin distintivos se deslizó a su lado y se detuvo. Schyman salió del taxi y se dirigió a saludar a los policías de paisano.

– Si tenemos buena suerte quizá podamos localizarla con esta ayuda -informó el policía.

Tenía el rostro pálido de cansancio y una mueca rígida alrededor de la boca. De repente Anders Schyman comprendió quién debía ser.

– ¿Conoce a Annika? -preguntó el director.

El policía respiró profundamente y miró de soslayo al otro.

– Más o menos -contestó.

En ese mismo momento llegó un guardia cansado y les dejó entrar en el edificio que albergaba las oficinas centrales de Comviq y Tele2. Les acompañó a lo largo de galerías y pasillos hasta que por fin entraron en una enorme sala llena de pantallas gigantes de televisión. Anders Schyman dio un silbido.

– Se parece a una película americana de espías, ¿verdad? -dijo un hombre que se acercó a recibirlos.

El director asintió y saludó.

– También tiene un aire a la sala de control de una central nuclear -añadió.

– Soy uno de los operadores técnicos. Bienvenidos. Por aquí -aclaró el hombre y les acompañó hasta el centro de la sala.

Anders Schyman siguió lentamente al técnico y al mismo tiempo estudiaba la gran sala. Había cientos de ordenadores, los proyectores hacían que las paredes funcionaran como pantallas gigantes.

– Desde aquí controlamos toda la red de Comviq -continuó el técnico-. Aquí trabajamos dos personas por la noche. El rastreo que nos han pedido es bastante sencillo de realizar; con sólo dar una orden desde mi terminal comienza la búsqueda.

Les mostró su puesto de trabajo. Anders Schyman no comprendía nada de lo que veía.

– Puede tardar quince minutos, a pesar de haber limitado la búsqueda a partir de las cinco horas. Ahora han pasado casi diez minutos, vamos a ver si tenemos algo…

Se inclinó sobre uno de los ordenadores y tecleó.

– No, todavía no -confesó.

– Quince minutos, ¿no es mucho tiempo? -preguntó Anders Schyman y sintió que tenía la boca seca.

El técnico le miró fijamente.

– Quince minutos es muy poco -contestó-. Es la madrugada de Nochebuena y ahora hay muy poco tráfico. Por eso creo que la búsqueda podrá realizarse en tan poco tiempo.

En ese instante aparecieron una serie de datos en la pantalla. Inmediatamente les dio la espalda a Schyman y a los policías y se sentó en su silla. Tecleó durante un par de minutos, luego resopló.

– No encuentro nada -dijo-. ¿Están seguros de que la llamada provenía de su móvil?

El pulso de Anders Schyman se aceleró. ¡Ahora no podía ir mal! Notó que crecía el desconcierto; ¿sabían estos hombres lo que había pasado en realidad? ¿Sabían lo importante que esto era?

– Nuestro jefe de noche conoce su número de memoria. Todavía estaban escuchando el zumbido de su teléfono cuando me fui del periódico -informó y se pasó la lengua por los labios.

– ¡Ah! Eso lo explica todo -dijo el operador y pulsó otro mando. Los datos desaparecieron y la pantalla se oscureció.

– Ahora sólo podemos esperar -anunció y se volvió hacia Schyman y los policías de nuevo.

– ¿Qué pasa? -inquirió Schyman, dándose cuenta de su irritación.

– Si la llamada todavía continúa, entonces aún no hemos podido recibir ninguna información. Esta se almacena en el teléfono durante treinta minutos -informó y se levantó de la silla.

– Después de media hora el teléfono crea una factura y nos la manda a nosotros. Entre los datos podemos ver el número A y el número B, la estación base y la celda.

Anders Schyman observó las pantallas parpadeantes y notó que aumentaba su desconcierto. El cansancio le golpeaba el cerebro, se sentía inmerso en una pesadilla surrealista.

– ¿Qué significa… eso?

– Según sus datos la llamada de Annika Bengtzon a la redacción del Kvällspressen llegó justo después de las seis, ¿no? Si la línea no se corta, la primera información de la llamada llegará aquí alrededor de las seis y media. Dentro de poco.

– No lo entiendo -dijo Schyman-. ¿Cómo pueden saber dónde se encuentra el móvil?

– Así es como funciona -aclaró el operador amablemente-. Los teléfonos móviles funcionan igual que un transmisor y un receptor de radio. La señal se manda a través de diferentes estaciones base, las antenas de telefonía móvil, a lo largo del país. Cada estación base tiene diferentes celdas que captan las señales de distintas partes. Todos los teléfonos móviles en funcionamiento mantienen contacto con la centralita cada cuatro horas. Ayer noche hicimos el primer rastreo del móvil de Annika Bengtzon.

– ¿Sí? -dijo Schyman sorprendido-. ¿Pueden hacerlo con cualquiera, por las buenas?

– Claro que no -repuso el técnico con calma-. Para poder hacer un rastreo se necesita la orden de un fiscal. Las penas relacionadas con esa acción suelen ser de más de dos años de cárcel.

Se fue a otra pantalla y tecleó. Luego se dirigió a una impresora y esperó.

– La última llamada desde el móvil de Annika, aparte de la que tiene lugar ahora, se realizó a las 13.09 -informó y estudió el papel-. Fue a la guardería en Scheelegatan 38 B en Kungsholmen.

Colocó el papel impreso en las rodillas.

– La señal del móvil de Annika salió de la estación de Nacka.

El policía tomó la palabra.

– La llamada fue confirmada por la directora de la guardería. Annika no sonaba ni rara ni presionada. Se tranquilizó al saber que la guardería estaba abierta hasta las cinco de la tarde. Por consiguiente todavía estaba en libertad sobre las trece horas, y se encontraba en algún lugar al este de la Danvikstull.

El técnico continuó leyendo su papel.

– La siguiente señal del teléfono se produjo a las 17.09. Un teléfono móvil conectado se comunica con la centralita del operador cada cuatro horas.

Anders Schyman apenas tenía fuerzas para escuchar al técnico. Se sentó en una silla y se frotó la frente con la yema de los dedos.

– Cada teléfono tiene un reloj que comienza la cuenta atrás cada vez que se enciende -continuó explicando el técnico-. La cuenta atrás acaba a las cuatro horas. Entonces emite una señal que le indica al sistema dónde se encuentra el teléfono. Como la señal ha llegado por la noche, parece ser que Annika ha tenido su móvil encendido. Por lo que sabemos no se ha alejado del lugar por la noche.

Schyman se quedó petrificado.

– ¿Saben dónde está? -preguntó aturdido.

– Sabemos que su móvil se encuentra en los alrededores de Estocolmo -comunicó el técnico-. Sólo podemos saber en qué zona se encuentra, y son los barrios del centro y los suburbios más cercanos.

– ¿Así que puede estar aquí cerca?

– Sí, su móvil no se ha movido de la zona durante la noche.

– ¿Por eso no podíamos llamarla?

El policía se adelantó.

– Sí, entre otras razones. Si alguien está con ella y se da cuenta de que la llaman quizá apagaría el teléfono, y entonces no sabríamos si la mueven.

– Si ella está junto al móvil -añadió Schyman.

– ¿No han pasado ya los quince minutos? -preguntó el policía.

– Todavía no -respondió el operador.

Fijaron su atención en la pantalla y esperaron. Anders Schyman sintió ganas de ir al baño y abandonó la gran sala unos minutos. Mientras vaciaba la vejiga notó que le temblaban las piernas.

No había ocurrido nada cuando regresó.

– Nacka -dijo Schyman ausente-. ¿Qué diablos hace ahí?

– Aquí llega -anunció el técnico-. ¡Ajá! Aquí la tenemos. El número A es el móvil de Annika Bengtzon, el número B es la centralita del periódico Kvällspressen.

¿Aparece dónde se encuentra? -preguntó el policía tenso.

– Sí, aquí hay un código, un momento.

El técnico tecleó y Schyman sintió un escalofrío.

– 527 D -pronunció el técnico desconfiado.

– ¿Qué ocurre? -indagó el policía-. ¿Pasa algo?

– Sólo suele haber tres celdas por cada estación, A, B y C. Aquí hay más. No es nada frecuente. La celda D suele ser especial.

– ¿Dónde se encuentra? -interrogó el policía.

– Un segundo -contestó el técnico, se levantó rápidamente y fue a otra terminal.

– ¿Qué hace? -preguntó Schyman.

– Tenemos más de mil antenas en toda Suecia; por desgracia no puedo recordarlas todas -respondió disculpándose-. Aquí la tenemos, estación base 527, Södra Hammarbyhamnen.

Anders Schyman sintió que la cabeza le daba vueltas y se le enfriaba el cuello; ¡joder! Ahí era donde estaba la villa olímpica.

El técnico siguió buscando.

– La celda D se encuentra en el túnel entre el estadio Victoria y la zona de entrenamientos A.

El policía se quedó aún más pálido.

– ¿Qué túnel, mierda? -preguntó.

– Lo siento pero no se lo puedo decir; sólo que parece ser que hay un túnel entre el estadio y una zona de entrenamiento en los alrededores.

– ¿Está totalmente seguro?

– La conexión se hizo a través de una celda que está en el mismo túnel. Generalmente una celda cubre una amplia zona, pero en los túneles la recepción es muy limitada. Por ejemplo, en el túnel Sur hay una celda para cubrirlo.

– ¿Se encuentra en un túnel debajo de la villa olímpica? -preguntó el policía.

– Por lo menos su teléfono se encuentra ahí, eso lo puedo garantizar -contestó el técnico.

El policía ya estaba saliendo de la sala.

– Gracias -dijo Anders Schyman y estrechó la mano derecha del técnico entre las suyas.

Después se apresuró a salir, detrás del policía.


Annika se había adormecido cuando de repente sintió que Beata arreglaba algo en su espalda.

– ¿Qué haces? -preguntó Annika.

– Puedes seguir durmiendo. Sólo controlo que la carga esté bien. Se acerca la hora.

Annika tuvo la misma sensación que si hubiera recibido un cubo de agua helada encima. Todos los nervios se le contrajeron en un tenso nudo en algún lugar de su diafragma. Intentó hablar pero no pudo. Todo el cuerpo comenzó a temblar descontroladamente.

– ¿Qué te pasa? -inquirió Beata-. No me digas que te vas a comportar como Christina. Sabes que no soporto el trabajo sucio.

Annika respiró apresuradamente con la boca abierta, «tranquila, vamos, háblale, gana tiempo».

– Sólo… me pregunto… qué vas a hacer con mi artículo -consiguió decir.

– Se publicará en el periódico Kvällspressen, igual de grande que cuando Christina Furhage murió -repuso Beata satisfecha-. Es un buen artículo.

Annika se apresuró.

– No creo que puedas -dijo.

Beata interrumpió su trabajo.

– ¿Por qué no?

– ¿Cómo les llegará el texto? Aquí no hay ningún módem.

– Mandaré el ordenador al periódico.

– El redactor jefe no sabe que soy yo quien lo ha escrito. No aparece en ninguna parte. Está escrito en primera persona. Tal y como está ahora parece una carta al director. El periódico no las publica íntegras cuando son muy largas.

Beata no se dio por vencida.

– Esto lo publicarán.

– ¿Por qué? El redactor jefe no te conoce. Quizá no comprenda la importancia de que este texto salga a la luz. ¿Y quién se lo explicará si yo… no estoy?

«Ahí tienes algo en qué pensar», pensó Annika cuando la mujer se sentó de nuevo en la silla.

– Tienes razón. Tienes que escribir un prólogo al artículo explicando exactamente cómo hay que publicarlo.

Annika resopló en su interior. Quizá no estuviera bien hacerle el juego a esa mujer. ¿Y si así sólo empeoraba las cosas? Apartó esos pensamientos. Christina había luchado, y le habían roto la cara y las articulaciones. Si tenía que morir era mucho mejor hacerlo escribiendo en el ordenador que torturada.

Se sentó, le dolía todo el cuerpo. El suelo se bamboleaba y notó que tenía problemas con la apreciación de las distancias.

– Okey -dijo-. Trae el ordenador y acabémoslo.

Beata empujó la mesa.

– Escribe que eres tú quien ha escrito el artículo y que tienen que publicarlo íntegro.

Annika escribió. Comprendió que tenía que ganar más tiempo. Si lo había hecho bien, la policía debía estar cerca. No sabía con qué exactitud podrían localizar el móvil, pero el hombre perdido en el hielo hace dos años había sido localizado inmediatamente. Ya le habían dado por perdido. La desolación se había apoderado de la familia cuando, de repente, éste llamó a su hijo con el móvil. El viejo estaba completamente agotado y muy desconcertado. No tenía ni idea de dónde se encontraba. No podía describir ningún accidente del terreno, todo era absolutamente blanco, dijo.

Sin embargo rescataron al hombre en menos de una hora. Con la ayuda de los técnicos de la operadora, la policía había conseguido situarlo dentro de un radio de seiscientos metros, y se encontraba dentro de ese círculo. Los técnicos lo pudieron ubicar con la ayuda de la señal del móvil.

– Oye. ¿Cómo conseguiste entrar en el estadio?

– No fue nada difícil -confesó Beata con aires de superioridad-. Tenía la tarjeta y el código.

– ¿Por qué la tenías? Hacía años que no trabajabas en el estadio.

Beata se levantó.

– Ya te lo he contado -dijo colérica-. Trabajo en un grupo que va a cada decrépito pabellón deportivo que tenga algo que ver con los Juegos Olímpicos. Tenemos acceso a la central donde se guardan todas las tarjetas y los códigos. Teníamos que firmar al cogerlas y devolverlas después, por supuesto, pero yo robé varias. Quería poder volver a los edificios que me hablaban con cariño. El estadio olímpico y yo siempre nos hemos llevado bien, siempre he tenido tarjeta de acceso.

– ¿Y el código?

Beata resopló.

– No se me da mal con el ordenador -aclaró-. Los códigos de alarma del estadio se cambian cada mes, y los cambios se introducen en un archivo especial con contraseña de entrada. Lo gracioso es que nunca lo hacen.

Esbozó una media sonrisa. Annika comenzó a escribir de nuevo. Tenía que encontrar más preguntas.

– ¿Qué escribes?

Annika alzó la vista.

– Explico lo importante que es que publiquen esto igual de grande que la muerte de Christina Furhage -respondió alegre.

– ¡Mientes! -gritó Beata y Annika se sobresaltó.

– ¿Qué quieres decir?

– Es imposible dedicar tantas páginas como cuando Christina murió. ¿Sabes que fuiste tú quien me empezó a llamar Dinamitero? ¿Puedes imaginar lo mucho que odio ese apodo? ¿Eh? Tú eres la peor, lo que tú escribías estaba siempre en primera página. Te odio.

Los ojos de Beata ardían y Annika comprendió que no tenía respuesta.

– Tú entraste en la habitación donde me embargó la pena -dijo Beata y se acercó lentamente a Annika- Me viste toda miserable y sin embargo no me ayudaste. Escuchaste a los otros, pero a mí no. Así ha sido siempre toda mi vida. Nadie me ha escuchado cuando gritaba. Nadie, sólo mis casas. Pero ahora se acabó. Os voy a pillar a todos.

La mujer se estiró hacia la cuerda que colgaba del cuello de Annika.

– ¡No! -gritó Annika.

El grito hizo que Beata perdiera el control. Agarró la cuerda y tiró tan fuerte como pudo, pero Annika estaba preparada. Le había dado tiempo a meter las dos manos entre la cuerda y el cuello. El Dinamitero volvió a tirar y Annika se cayó de la silla. Consiguió torcer el cuerpo de manera que aterrizó de lado y no sobre la carga explosiva.

– Ahora vas a morir, ¡hija de puta! -exclamó Beata, y en ese mismo momento Annika percibió que el eco había cambiado. Un segundo después sintió llegar una ráfaga de viento por el suelo.

– ¡Socorro! -gritó tan alto como pudo.

– ¡Deja de gritar! -bramó Beata y volvió a tirar.

El tirón arrastró a Annika por el suelo y le arañó la cara contra el linóleo.

– ¡Estoy aquí, a la vuelta de la esquina! -voceó Annika, y en ese momento Beata debió verlos.

Soltó la cuerda, se dio la vuelta y buscó con la mirada la pared de enfrente. Annika comprendió lo que buscaba. A cámara lenta vio cómo Beata se dirigía hacia la pila y los cables. El disparo sonó una décima de segundo después y produjo un cráter en la parte superior de la espalda de Beata, la alcanzó con un fuerte impacto que la arrojó hacia adelante. Sonó otro disparo y Annika volvió instintivamente la espalda contra la pared, lejos de los disparos.

– No -gritó-. ¡No disparéis, por Dios! ¡Podéis darle a la bomba!

El último eco se desvaneció, vio humo y polvo en el aire. Beata yacía inmóvil un par de metros más allá. El silencio era total, lo único que Annika discernía era un zumbido en los oídos debido a los disparos. De pronto sintió que había alguien a su lado, miró hacia arriba y vio a un pálido policía de paisano que se inclinaba sobre ella con una pistola desenfundada.

– ¡Tú! -exclamó ella sorprendida.

El hombre la miró excitado y le aflojó la cuerda alrededor del cuello.

– Sí, soy yo -dijo él-. ¿Cómo estás?

Era su fuente secreta, su confidente. Ella esbozó una sonrisa y sintió cómo le quitaba la cuerda del cuello.

Se sorprendió cuando comenzó a llorar desconsoladamente. El policía sacó su radio y gritó su código.

– Necesito dos ambulancias -dijo y miró a uno y otro lado del túnel.

– Estoy bien -susurró Annika.

– Es urgente, tenemos una herida de bala -voceó en la radio.

– Tengo una bomba en la espalda.

El hombre soltó la radio.

– ¿Qué has dicho?

– Tengo una bomba aquí detrás. ¿Puedes verla?

Ella se dio la vuelta y el policía vio el paquete de cartuchos de dinamita en la espalda.

– ¡Oh, Dios mío! No te muevas -ordenó.

– No es peligroso -dijo Annika y se secó el rostro con el dorso de la mano-. Lo he tenido toda la noche y no ha explotado.

– ¡Evacuad el túnel! -exclamó hacia la puerta-. ¡Que las ambulancias esperen! Tenemos una bomba.

El policía se inclinó sobre ella y Annika cerró los ojos. Oyó que había más gente en los alrededores, pisadas y voces.

– Tranquila, Annika, esto lo arreglamos -anunció el policía.

Beata gimió a unos metros.

– Ten cuidado de que ella no alcance el cable -dijo Annika en voz baja.

El policía se levantó y siguió el cable con la vista. Luego dio un par de pasos, cogió el cable verde y amarillo y lo dejó a su lado.

– Bueno -le dijo a Annika-. Ahora vamos a ver lo que tenemos aquí.

– Es Minex -informó Annika-. Pequeños, del color de los envoltorios de caramelos.

– Yes -respondió el policía-. ¿Qué más sabes?

– Son casi dos kilos, el mecanismo de detonación puede ser inestable.

– ¡Mierda! No soy demasiado bueno con esto.

A lo lejos Annika oyó sirenas y ruidos.

– ¿Están en camino?

– Correcto de nuevo. Es una suerte que estés viva.

– No fue fácil -contestó Annika y estornudó.

– Ahora quédate completamente quieta.

Él se concentró unos segundos para estudiar la carga explosiva. Luego cogió el cable de la parte superior de la bomba y tiró de él. No ocurrió nada.

– ¡Gracias, Dios mío! -susurró él-. Era tan fácil como pensaba.

– ¿Qué? -dijo Annika.

– Era una carga explosiva corriente, de ésas que se utilizan en las obras. No era una bomba. Sólo hay que quitar el detonador del cartucho y la carga se desactiva.

– Estás bromeando -dijo Annika escéptica-. ¿Quieres decir que yo he podido hacerlo sola en cualquier momento?

– Más o menos.

– ¡Joder! ¿Entonces por qué he estado aquí toda la noche? -preguntó enfadada consigo misma.

– Bueno, también tenías una cuerda alrededor del cuello. Eso te hubiera matado con la misma efectividad. Tienes unas marcas muy feas en el cuello. Y si ella hubiera conseguido juntar el cable a la pila hubiera sido el final, para ti y para ella.

– También tenía un temporizador.

– Espera, te voy a quitar la dinamita de la espalda. ¡Joder! ¿Qué ha utilizado para sujetarla?

Annika resopló profundamente.

– Cinta adhesiva de obra.

– Okey, espero que no haya detonadores en la cinta adhesiva. Bien, corto por aquí, ahora ya está…

Annika sintió desaparecer el peso de la espalda. Se apoyó contra la pared y se arrancó del vientre la cinta adhesiva.

– No hubieras podido ir muy lejos -dijo el policía y señaló las cadenas-. ¿Sabes dónde están las llaves?

Annika negó con la cabeza y señaló a Beata.

– Debe tenerlas en el bolsillo.

El policía cogió la radio e informó que podían entrar, la carga explosiva estaba desactivada.

– Hay más dinamita ahí -informó Annika señalando.

– Vale, nos ocuparemos de ella.

Tomó los cartuchos con la cinta aislante y los dejó entre los otros, luego fue hacia Beata. La mujer yacía totalmente inmóvil, boca abajo, la sangre manaba del agujero en el hombro. El policía le buscó el pulso y le levantó el párpado.

– ¿Se salvará? -preguntó Annika.

– ¿A quién le importa? -contestó el policía.

Y Annika se oyó decir a sí misma:

– A mí me importa.

Dos camilleros aparecieron en el túnel empujando una camilla. Con la ayuda del policía colocaron a Beata en ella. Uno de los hombres revisó los bolsillos y encontró dos llaves de candado.

– Déjame a mí -pidió Annika y el policía se las lanzó.

Los camilleros controlaron las constantes vitales de Beata mientras Annika se quitaba las cadenas. Se incorporó sobre sus piernas tambaleantes y observó a los hombres mientras se llevaban a Beata hacia la salida del túnel. La mujer parpadeaba y vio a Annika. Pareció como si intentara decir algo, pero la voz no la acompañó.

Annika siguió la camilla con la mirada hasta que se perdió tras la esquina. Más personas y policías comenzaban a entrar en el túnel. Las conversaciones llenaron el aire, las voces subían y bajaban. Se tapó los oídos; en cualquier momento se desplomaría.

– ¿Necesitas ayuda? -le preguntó su fuente.

Suspiró y notó que volvería a llorar.

– Sólo quiero irme a casa -respondió.

– Deberías pasar por el hospital y hacerte un control -dijo el policía.

– No -replicó Annika decidida y pensó en sus pantalones cagados-. Primero tengo que ir a Hantverkargatan.

– Deja que te ayude, estás complemente groggy.

El policía la cogió por la cintura y la acompañó hacia la salida. Annika de pronto notó que le faltaba algo.

– Espera, mi bolso -dijo y se detuvo-. Quiero mi bolso y mi ordenador.

El hombre le dijo algo a un policía uniformado y alguien le dio su bolso.

– ¿Es tu ordenador? -pregunto el policía.

Annika dudó.

– ¿Tengo que contestar a eso ahora mismo?

– No, podemos esperar. Venga, ahora vete a casa.

Se acercaban a la salida y Annika vislumbró un enjambre de personas en la oscuridad bajo el estadio. Se detuvo instintivamente.

– Sólo son policías y personal sanitario -le informó el hombre a su lado.

En el mismo momento que puso su pie fuera del túnel alguien le disparó un flash en plena cara. Durante un segundo se quedó completamente ciega y se oyó a sí misma bramar. Comenzó a vislumbrar los contornos y vio la cámara y al fotógrafo. Llegó en dos pasos y lo tumbó de un derechazo.

– ¡Hijo de puta! -exclamó ella.

– Bengtzon, ¡joder! ¿Qué haces? -gritó el fotógrafo.

Era Henriksson.

Le pidió a los policías que se detuvieran en Rosetten, el supermercado junto a su casa para comprar acondicionador de pelo. Luego subió por las escaleras los dos pisos hasta su apartamento, abrió la puerta y entró en el silencioso recibidor. Era como si estuviera en otro tiempo, como si hubieran pasado muchos años desde la última vez que estuvo aquí. Se quitó toda la ropa y la dejó caer en el suelo del recibidor. Luego cogió una toalla del cuarto de baño contiguo y se secó el vientre, las nalgas y el pubis. Después se fue directamente a la ducha y ahí se quedó mucho tiempo. Sabía que Thomas estaba en el Grand Hotel; volverían a casa cuando los niños se despertaran.

Se vistió con ropa limpia. Toda la ropa sucia, los zapatos y también el abrigo, los metió en una gran bolsa de plástico negra. Seguidamente se llevó la bolsa y la tiró en el basurero del patio.

Ya sólo le quedaba hacer una cosa antes de irse a dormir. Encendió el ordenador de Christina; la batería estaba casi agotada. Cogió un disquete y archivó su propio artículo que estaba en un icono del escritorio. Después dudó un momento, pero luego pulsó dos veces en una carpeta de Christina llamada «Yo».

Allí había siete documentos, siete capítulos y todos comenzaban por una palabra: Existencia, Amor, Humanidad, Felicidad, Mentiras, Maldad y Muerte.

Annika abrió el primero y comenzó a leer.

Había hablado con todas las personas que rodeaban a Christina Furhage o que estaban cerca de ella. Todas ellas habían contribuido a crear la imagen de la jefa de los Juegos que Annika tenía.

Al final, la misma Christina se había decidido a hablar.

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