Lunes 20 de diciembre

Thomas abandonó el piso antes de que Annika y los niños se despertaran. Tenía gran cantidad de trabajo antes del fin de semana de Navidad. Esta semana se iban a turnar, a ser posible a las tres de la tarde. Por una parte, porque los niños estaban cansados y pachuchos por el invierno, pero también para hacer todos los preparativos navideños en casa. Annika había colgado la estrella típica de Navidad de cobre y había puesto unos candelabros eléctricos, pero eso era todo. Todavía no habían comenzado a comprar comida o regalos, a marinar el salmón, a asar el jamón, a buscar un árbol de Navidad, por no hablar de la limpieza: con eso llevaban medio año de retraso. Annika quería contratar a una asistenta polaca, como tenía Anne Snapphane, pero él se negaba. Por Dios, él no podía ser dirigente del sindicato de trabajadores municipales sueco y al mismo tiempo contratar mano de obra ilegal. Ella lo comprendía, pero no limpiaba.

Exhaló un profundo suspiro y salió al aguanieve. Este año las fiestas de Navidad caían mal para los trabajadores. Nochebuena en viernes y semana normal de trabajo los días intermedios. En realidad él debería apreciarlo, estaba del lado de los empresarios. Sin embargo, volvió a suspirar a causa de sus problemas privados cuando cruzó Hantverkargatan con la vista puesta en la parada del 48, al otro lado de la Kungsholmstorg. Le dolía un poco la rabadilla; solía pasarle cuando había dormido en una postura rara. Por la mañana Kalle había dormido en su cama, con los pies contra su espalda. Retorció el cuerpo de un lado a otro, como un boxeador, para entonar los músculos entumecidos.

El autobús tardó una eternidad en llegar. Pudo mojarse y enfriarse antes de rodar sobre el lodo frente a la ventana del banco. Odiaba ir en autobús, pero las otras opciones eran aún peores. Ciertamente tenía el metro a la vuelta de la esquina, pero era la línea azul, que estaba a mitad de camino del infierno. Se tardaba más en bajar a través de todas las galerías hasta el andén que caminar por la calle hasta Centralem. Después había que cambiar de tren tras sólo una estación. Nuevas galerías, pasillos con cintas transportadoras y ascensores llenos de orina. Finalmente había que tomar el metro hasta Slussen, vagones empañados y centenares de codos de viajeros leyendo el Metro. El coche estaba descartado. Hace tiempo tenía el Toyota Corolla en la ciudad, pero cuando las multas de tráfico comenzaron a superar al recibo de la guardería, Annika aprovechó la oportunidad y él tuvo que dejarlo. Ahora se oxidaba bajo una lona en casa de sus padres, en Vaxholm. Él quería comprar una casa o un adosado en las afueras, pero Annika se negaba. Adoraba su carísimo apartamento alquilado.

El autobús estaba completamente lleno y tuvo que permanecer de pie, apretado entre los cochecitos de niños. En la Tegelbacken consiguió asiento, al fondo, sobre la rueda trasera, pero no le importó. Acomodó las piernas y miró de reojo hacia Rosenbad cuando el autobús pasó por delante. No pudo evitar preguntarse cómo sería trabajar ahí. ¿Y por qué no? Su carrera, de jefe de administración de la oficina social de Vaxholm a directivo del sindicato, había sido rápida. No quería reconocer que Annika y su trabajo le habían ayudado. Si las cosas seguían así, quizá podría trabajar en el Parlamento o en algún ministerio antes de cumplir los cuarenta.

El vehículo rugió al pasar junto a Strömsborg y Riddarhuset. Se sentía impaciente e inquieto, pero no quiso admitir que se debía a Annika. Apenas había cruzado palabra con ella durante el fin de semana. La noche anterior pensó que estaba de camino a casa pues ella no había contestado al teléfono del periódico. Se había puesto a hacer sándwiches calientes y té para recibirla. Se había comido los sándwiches, una membrana cubría la superficie del té de ella y él se había leído el Time y el Newsweek antes de oírla en el vestíbulo. Cuando por fin se precipitó a través de la puerta de doble hoja, se la encontró con el auricular en el oído, hablando con alguien del periódico.

– Hola, ¡vaya, cuánto trabajas! -exclamó y se dirigió hacia ella.

– Te llamo desde otro teléfono -anunció ella, acabó la conversación y pasó ante él haciéndole una caricia en la mejilla. Se fue directamente a su escritorio, dejó que la ropa de abrigo cayera en un montón a sus pies y llamó al periódico inmediatamente. Habló de la carrera de un taxi que había que controlar con la policía mientras Thomas notaba que la irritación crecía dentro de él hasta convertirse en una bomba atómica. Cuando ella colgó, se quedó de pie, apoyada en la mesa durante un momento, como si estuviera mareada.

– Perdona que llegue tan tarde -había dicho, en voz baja, sin mirarle-. Tuve que pasar por Södermalm para hacer una entrevista de camino a casa.

Él no respondió; se quedó con los brazos colgando mirando su espalda. Ella se tambaleó ligeramente; parecía estar totalmente agotada.

– No te mates a trabajar -había comentado, con más sequedad de la deseada.

– No, lo sé -respondió ella, dejó la ropa sobre la mesa y se fue al cuarto de baño. El se fue al dormitorio y quitó la colcha mientras escuchaba el salpicar del agua y la oía lavarse los dientes. Cuando ella se acostó, simuló dormir, y ella no notó que disimulaba. Le había besado en el cuello y había pasado la mano por su pelo; después se quedó dormida como un tronco. Él permaneció despierto mucho tiempo, escuchando los coches en la calle y su suave respiración.


Se bajó en Slussen y caminó las últimas manzanas hasta su lugar de trabajo en Hornsgatan. Un viento húmedo venía desde la ensenada y un vendedor madrugador ya había colocado su puesto de tomates de rama frente a la entrada del metro.

– ¿Un glögg de mañanita, señor? -dijo el tendero y le alargó a Thomas una humeante tacita de glögg sin alcohol al pasar.

– Sí, ¿por qué no? -respondió Thomas y sacó un billete del bolsillo de la chaqueta-. Y déme una galleta de especias, un corazón, el más grande que tenga, por favor.


– Mamá, ¿me puedo montar yo también? -preguntó Kalle y se subió al cochecito tan bruscamente que casi lo volcó. Annika consiguió asegurarlo en el último momento.

– No, creo que hoy pasamos de cochecito, está muy embarrado.

– ¡Pero yo quiero el cochecito mamá! -dijo Ellen.

Annika volvió al ascensor, sacó a la niña, corrió la reja y cerró la puerta. Se puso en cuclillas sobre la alfombra de la escalera y abrazó a Ellen. Sentía el mono de plástico brillante frío contra su mejilla.

– Hoy podemos coger el autobús, y yo te llevo en brazos. ¿Quieres?

La niña asintió, le paso los brazos por el cuello y la abrazó con fuerza.

– Pero, mamá, ¡hoy quiero estar contigo!

– Ya lo sé, pero no es posible, tengo que trabajar. Aunque el viernes estaré libre, porque, ¿sabes qué día es el viernes?

– Nochebuena, Nochebuena -gritó Kalle. Annika se rió.

– Sí, en efecto. ¿Sabéis cuántos días faltan?

– Tres semanas -dijo Ellen y enseñó tres dedos.

– ¡Tonta! -respondió Kalle-. Quedan cuatro días.

– No se dice tonta, pero tienes razón, quedan cuatro días. ¿Dónde tienes los guantes, Ellen? ¿Nos los hemos olvidado? No, aquí están…

En la calle el lodo se había transformado en agua. Lloviznaba un poco y el mundo era completamente gris. Cargaba a la niña en el brazo izquierdo y le daba la mano derecha a Kalle. El bolso le golpeaba la espalda a cada paso.

– Hueles muy bien, mamá -dijo Ellen.

Subió por Scheelegatan y cogió el autobús 40 frente al Indian Curry House; tras dos paradas, se bajaron junto al blanco complejo de los años ochenta donde Radio Estocolmo tenía sus locales. La guardería de los niños estaba en el tercer piso. Kalle había ido ahí desde que tenía quince meses, Ellen desde que apenas tenía un año. Cuando hablaba con otros padres se daba cuenta de que había tenido mucha suerte: el personal estaba preparado y era competente, la responsable se comprometía y la mitad de los profesores eran hombres.

El vestíbulo era estrecho y desordenado, la grava y la nieve habían formado un pequeño montículo junto a la puerta. Los niños chillaban y los mayores amonestaban.

– ¿Puedo quedarme a la reunión? -preguntó Annika y alguien del personal asintió.

Los niños se sentaban en la misma mesa durante las comidas. A pesar de que en casa solían pelearse, en la guardería eran muy amigos. Kalle protegía a su hermana pequeña. Annika se sentó con Ellen en sus rodillas durante el desayuno y tomó una rebanada de pan de centeno y una taza de café para participar.

– Vamos a ir de excursión el miércoles, así que hay que traer una bolsa de comida -informó uno de los profesores y Annika asintió.

Después del desayuno se reunieron en los cojines, pasaron lista y cantaron. Unos cuantos niños ya estaban de vacaciones, pero los que quedaban cantaron los clásicos Soy un pequeño conejo, Pirata Fabbe y Una casa al final del bosque. Luego se habló un poco de las Navidades y para acabar cantaron tipp-tapp.

– Ahora tengo que irme -dijo Annika al salir y Ellen comenzó a llorar, Kalle se agarró a su brazo.

– Quiero estar contigo, mamá -gimoteaba Ellen.

– Hoy papá os recogerá temprano, después del almuerzo -explicó Annika resuelta e intentó desasirse de los brazos de los niños-. Os lo vais a pasar bien. Cuando lleguéis a casa la podéis decorar; quizá compremos un abeto de Navidad. ¿Queréis?

– ¡Sííí! -exclamaron Kalle y Ellen al unísono, como un pequeño eco.

– ¡Hasta luego! -dijo ella y se apresuró a cerrar la puerta en las naricitas de los niños. Se quedó un momento detrás de la puerta e intentó escuchar si había alguna reacción dentro. No oyó nada. Suspiró y abrió la puerta de las escaleras.

Cogió el 56 junto al edificio Trygg Hansa y no llegó a la redacción hasta las diez y media.


La redacción estaba llena de gente que parloteaba. Por alguna razón, Annika no se acostumbraba. Para ella, el ambiente normal de la redacción era el de los fines de semana y las noches, cuando sólo había algunas personas concentradas bajo el zumbido de los ordenadores y el sonido persistente de algunos teléfonos en la gran sala. Ahora había cerca de noventa personas. Cogió un paquete con todos los periódicos y navegó hacia su despacho.

– ¡Buen trabajo, Annika! -no acertó a oír quién se dirigía a ella, pero agitó la mano por encima de la cabeza en señal de agradecimiento.

Eva-Britt Qvist estaba sentada tecleando en el ordenador.

– Nils Langeby se ha tomado el día libre -dijo sin levantar la vista.

Así que todavía está enfadada. Annika colgó sus cosas en el despacho, salió a coger una taza de café de la máquina y se dio una vuelta por el casillero de correo. Estaba hasta arriba. Resopló en voz alta y buscó una papelera donde tirar el café; nunca conseguiría llevar el correo y el café sin derramarlo.

– ¡Qué suspiro! -exclamó Anders Schyman a su espalda y ella sonrió ruborizada.

– ¡Uf! ¡Me cansa tanto abrir cartas! Cada día recibimos cientos de comunicados de prensa y cartas. Se pierde muchísimo tiempo echándoles un vistazo.

– Pero no hay ninguna razón para que tú estés abriendo cartas -dijo Anders Schyman sorprendido-. Creía que era Eva-Britt quien lo hacía.

– No, empecé a hacerlo cuando el otro jefe se fue a Nueva York, y después simplemente he continuado.

– Era Eva-Britt quien lo hacía antes de que él fuera nombrado corresponsal. Es mucho más razonable que ella siga ocupándose del correo, a no ser que tú misma quieras controlar el material. ¿Qué te parece, quieres que hable con ella?

Annika sonrió y tomó un sorbo de café.

– Sí, por favor, sería un alivio.

Anders Schyman cogió todo el montón de correo y lo puso en el casillero de Eva-Britt.

– Hablaré con ella ahora mismo.

Annika fue hacia Ingvar Johansson, que estaba con el auricular pegado al oído. Tenía puesta la misma ropa que el día anterior, y también que el otro. Annika se preguntó si se desnudaba al acostarse.

– La policía está cabreadísima con tu artículo sobre los códigos de alarma -anunció al colgar.

Annika se quedó de piedra. El terror le llegó como un golpe en la boca del estómago y un latido en la frente.

– ¿Qué? ¿Por qué? ¿Algo está mal?

– No, pero has quemado su mejor pista. Habías prometido no hablar de los códigos de alarmas -respondió.

Sintió que el pánico subía a través de sus venas como un veneno.

– ¡Pero yo no he escrito nada sobre los códigos de alarmas! ¡Ni siquiera nombré esa palabra!

Arrojó el café y agarró un periódico. «El Dimanitero, un conocido de Christina – un sospechoso interrogado», anunciaba el titular. Dentro, el titular de página era grande y en negrita: «La solución, en los códigos de alarma».

– ¡Qué diablos! -gritó- ¿Quién coño ha puesto este titular?

– Baja la voz, pareces histérica -dijo Ingvar Johansson.

Su vista se llenó de algo rojo y caliente, la mirada se posó en el hombre arrogante sentado en el sillón de oficina. Detrás de su despreocupada fachada vio lo contento que estaba.

– ¿Quién ha autorizado esto? -preguntó-. ¿Has sido tú?

– Yo no tengo nada que ver con los titulares de página, ¿no lo sabes? -respondió y se dio la vuelta para seguir trabajando, pero no se iba a escabullir tan fácilmente. Ella hizo girar el sillón de forma que él se golpeó la pierna contra la cajonera.

– Deja de comportarte como un idiota que se divierte con el mal ajeno -dijo ella, y realmente parecía una loca-. No importa que me afecte a mí, ¿lo entiendes? Afecta al periódico. Te afecta a ti, Ingvar Johansson, y a Anders Schyman y a tu hija que trabaja durante el verano en la conserjería. Voy a averiguar quién ha puesto este titular, y quién ha tenido la iniciativa. Puedes estar absolutamente seguro de eso. ¿Quién llamó?

La mueca de satisfacción había desaparecido y cambió a una de disgusto.

– No te enfades tanto -respondió-. Fue el jefe de prensa de la policía.

Se levantó enfurecida. El tipo mentía. El jefe de prensa de la policía no tenía ni idea de lo que ella había o no había prometido. Seguramente estaba enfadado porque el asunto había salido a la luz, y el titular era totalmente innecesario. Nunca le serviría en bandeja a Ingvar Johansson un rapapolvo por quemar una confianza.

Se dio la vuelta y se alejó de allí, notando que la miraban fijamente. Este tipo de comportamiento era bastante frecuente en el periódico y el personal se entretenía observándolo. Ahora se preguntaban por qué se había enfadado la jefa de la redacción de sucesos. Siempre era divertido que los jefes se pelearan. Abrieron el periódico por las páginas seis y siete pero no pudieron encontrar nada extraordinario, por lo que la pelea cayó en el olvido.

Pero Annika no olvidó. Colocó este ataque de Ingvar Johansson sobre los otros, en un montón de mierda que crecía día a día. En cualquier momento la mierda acabaría junto al ventilador y entonces nadie de la redacción podría evitar los excrementos en el rostro.

– ¿Quieres tu correo privado o también tengo que encargarme de él?

– ¿Qué? No, déjalo aquí, gracias…

La secretaria de redacción se acercó a la mesa de Annika taconeando y lanzó el correo sobre la mesa.

– Aquí tienes. ¡Si quieres que te haga el café puedes decírmelo ahora mismo, y no a través del director!

Annika la miró sorprendida. El rostro de la otra mujer estaba sombrío por el desprecio. Antes de que Annika pudiera responder, se dio la vuelta y salió corriendo.

«¡Dios mío! -pensó Annika-. ¡No puede ser verdad! Está enfadada porque cree que yo he actuado a su espalda ordenando que abra el correo. ¡Dios mío, dame fuerzas!»

Y el montón de mierda fue aún mayor.


Evert Danielsson miró fijamente a la librería, con el cerebro vacío y un eco en el corazón. Se sentía extrañamente hueco. Con ambas manos agarraba con fuerza la tabla del escritorio. Intentaba mantenerlo en su sitio, o a él mismo junto a la mesa. Sabía que aquello no acabaría bien. Era sólo cuestión de tiempo que la junta directiva saliera con un comunicado de prensa. No querían esperar hasta que sus nuevas funciones estuvieran determinadas, querían mostrar fuerza y capacidad de decisión aun sin Christina. En su interior ya sabía que él no había cumplido con todos los cometidos del trabajo satisfactoriamente este último año, pero con Christina por encima de él había estado protegido. Ahora ya no estaba ahí como un paraguas, y él ya no tenía nada a que agarrarse. Estaba acabado, lo sabía.

Había aprendido una serie de cosas durante estos últimos años, qué pasaba con las personas que ya no eran aceptables, por ejemplo. Generalmente no hacía falta decidir un cambio, éstas dimitían por voluntad propia. Había muchas formas de hacerle el vacío a las personas, si bien él no las había utilizado con frecuencia. Cuando se tomaba la decisión, se informaba al personal. La reacción interna casi siempre era positiva, no era corriente que alguien a quien cesaban consiguiera mantener la popularidad. A continuación se emitía un comunicado público, y si la persona era algo conocida, se desataba la tormenta en los medios. Entonces el asunto se podía enfocar de dos maneras. O los medios se ponían de parte de la persona despedida y la dejaban llorar, o se regocijaban de la tragedia y gritaban «te está bien empleado». La primera categoría incluía a muchas mujeres, siempre y cuando no estuvieran en puestos demasiado altos. La otra comprendía sobre todo a hombres de empresa con buenos paracaídas. Él creía que entraría en esta última categoría. Estaba a su favor el hecho de que le echaban, le habían hecho responsable de la muerte de Christina Furhage. Ese lado podría explotarse. Evert Danielsson lo sabía, aunque realmente no pudiera formular las palabras en su cerebro vacío.

Llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza. Tenía los ojos un poco hinchados y el pelo desordenado.

– He escrito un comunicado de prensa y Hans Bjällra está aquí para verlo contigo. ¿Puede entrar?

Evert Danielsson miró a su leal colaboradora desde hacía años. Tenía cerca de sesenta años y no encontraría otro trabajo. Así era: cuando alguien acababa, los colaboradores cercanos también se marchaban. Nadie quería al peón de otro. No era bueno. Nunca serían leales de verdad.

– Sí, claro, que pase.

El presidente de la junta de dirección entró, estirado en su traje negro. Había sentido la muerte de Christina; ¡ese cerdo!, todo el mundo sabía que no la soportaba.

– Quiero que esto se haga lo mejor y más rápido posible -anunció y se sentó, sin ser invitado, en el sofá.

Evert Danielsson asintió nervioso.

– Sí, yo también quiero que esto se haga de forma digna…

– Me alegro de que estemos de acuerdo. El comunicado de prensa informará de que dejas tu puesto como jefe del comité de Stockholm Organizing Committee of the Olympic Games. La razón es que tras la trágica muerte de Christina Furhage, tú tendrás otras ocupaciones. Aún no está claro cuáles serán, pero se elaborarán con tu participación. Nada de despido, nada de chivo expiatorio, nada de compensaciones. Toda la junta está de acuerdo en guardar silencio. ¿Qué dices?

Evert Danielsson dejó que las palabras reposaran. Era mucho mejor de lo que había pensado. Era casi un ascenso. Sus manos soltaron el escritorio.

– Sí, me parece muy bien -dijo.


– Hay un par de cosas que me gustaría hablar contigo -le dijo Annika a Eva-Britt-. ¿Puedes venir un momento?

– ¿Por qué? Me lo puedes decir aquí. Tengo mucho que hacer.

– Ven. Ahora mismo -exclamó Annika y fue a su despacho y dejó la puerta abierta. Oyó que Eva-Britt tecleaba en su ordenador demostrativamente durante unos segundos, luego la mujer se colocó en el umbral de la puerta con los brazos cruzados. Annika se sentó detrás del escritorio y señaló la silla de al lado.

– Siéntate y cierra la puerta.

Eva-Britt se sentó sin cerrar la puerta. Annika suspiró, se levantó y cerró la puerta. Notó que temblaba ligeramente; las confrontaciones siempre eran desagradables.

– Eva-Britt, ¿qué pasa?

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

– Pareces tan… enfadada y triste. ¿Ha pasado algo?

Annika se inclinó hacia adelante y notó como Eva-Britt cruzaba los brazos y las piernas en una posición inconscientemente defensiva.

– Has estado muy extraña conmigo estas últimas semanas. Ayer acabamos enemistadas…

– Así que esto es una especie de reprimenda por no ser suficientemente simpática contigo.

El enfado de Annika aumentaba por momentos.

– No, tiene que ver con que tú no haces lo que debes. No le diste prioridad al material de ayer, no escribiste ningún resumen, te fuiste a casa sin avisar. Yo no sabía que el correo era una de tus funciones anteriores; no fui yo, sino Schyman quien sugirió que volvieras a ocuparte de ello. Tienes que cooperar con nosotros, si no esta sección no va a funcionar.

La mujer la miró fríamente.

– Esta sección funcionaba muy bien antes de que tú llegaras.

La conversación no llevaba a ninguna parte. Annika se levantó.

– Okey, a la mierda con esto. Tengo que llamar por teléfono. ¿Has examinado todo lo que tenemos sobre Christina Furhage? ¿Archivos, libros, fotos, artículos, base de datos…?

– Todos los escondrijos -respondió Eva-Britt Qvist y salió.

Annika se quedó con un agrio sabor a desilusión en la boca. No era una buena jefa, era una directiva sin valor que no sabía congraciarse con el personal. Se sentó y golpeó la frente contra el teclado. ¿Qué iba a hacer ahora? Sí, claro, el departamento de prensa de la policía. Levantó la cabeza, cogió el auricular y marcó su número directo.

– Deberías comprender que cuando escribes sobre todo lo que sabemos dificultas nuestro trabajo -anunció el jefe de prensa de la policía-. Algunas cosas no deben llegar a conocimiento del público, porque dificultan la investigación.

– ¿Pero entonces por qué nos lo contáis todo? -preguntó Annika inocentemente.

El jefe de prensa suspiró.

– Sí, eso hay que sopesarlo. Hay cosas que podemos contar, pero eso no significa que puedas escribir sobre todo ello en el periódico.

– Pero querido -respondió Annika-. ¿Quién tiene la posibilidad y la responsabilidad de decidir qué sale y qué no? No puedo ser yo ni mis colaboradores los que nos sentemos a decidir qué es más conveniente para vuestra investigación. Sólo intentarlo ya sería un error laboral.

– Seguro, claro, no era eso lo que yo quería decir. Pero esto de los códigos de alarmas… fue una verdadera pena que saliera a la luz.

– Sí, y lo siento. Como habrás visto no se habla de los códigos de alarmas en el texto. Simplemente es una palabra errónea en el titular. Siento mucho que esto haya podido perjudicar el trabajo policial; por eso creo que lo más importante es que de ahora en adelante tengamos un diálogo fluido.

El jefe de prensa se rió.

– Sí Bengtzon, eres una experta en darle la vuelta a la tortilla. ¡Si estuviéramos más cerca, dentro de poco tendrías el despacho junto al inspector jefe!

– No es mala idea -dijo Annika y sonrió-. ¿Qué tenemos hoy?

El policía se puso serio.

– No te lo puedo decir todavía.

– Vamos, tenemos diecisiete horas de plazo; no saldrá hasta mañana al mediodía. Algo podrás soltar.

– Ahora que ya se sabe, te puedo decir lo que pasa. Seguimos trabajando con las personas que de alguna manera tenían acceso a los códigos de alarmas. El asesino está entre ellos, estamos seguros.

– ¿Así que el estadio tenía las alarmas conectadas aquella noche?

– Sí.

– ¿Cuántas personas son?

– Las suficientes como para que estemos muy ocupados. Ahora tengo que contestar otra llamada…

– Una cosa más -dijo Annika rápidamente-. ¿Tomó Christina Furhage un taxi después de medianoche la noche en que murió?

– ¿Por qué preguntas eso? -indagó él.

– Me han dado esa información. ¿Es correcta?

– Christina Furhage tenía chófer privado. El chófer la llevó al bar donde tenía lugar la fiesta. Luego ella le dio la noche libre y él se quedó en la fiesta. Christina Furhage tenía cuenta de cliente con Taxi Stockholm, pero por lo que sabemos, no la utilizó esa noche.

– ¿Adónde fue después de la fiesta, entonces?

El jefe de prensa se quedó un momento en silencio, luego dijo:

– Son de esas cosas que no pueden salir a la luz, tanto por la investigación como por Christina Furhage.

Colgaron y Annika se sintió más desconcertada que nunca. Había muchas cosas que no encajaban. Primero, los códigos de alarmas. Si había muchos que tenían acceso a ellos, ¿por qué era tan peligroso que se hiciera público? ¿Qué se ocultaba tras la perfecta Christina Furhage? ¿Por qué mintió Helena Starke? Llamó a su fuente, pero no contestó. Si estaba, tenía toda la razón de sentirse enfadado con ella.

Llamó a recepción para preguntar si Berit o Patrik habían comunicado a qué hora llegarían. A las dos de la tarde, habían informado ambos antes de irse a casa la noche anterior.

Puso los pies sobre la mesa y comenzó a hojear el montón de periódicos. El Fina Morgontidningen había encontrado una cláusula interesante en el protocolo jurídico que regulaba los derechos de franquicia entre el comité organizador, es decir los Juegos de Estocolmo, y el Comité Olímpico Internacional. Había cantidad de convenios entre el comité organizador y el COI, no sólo sobre los derechos de los Juegos sino también sobre quién era el patrocinador internacional, el nacional y el local. El Fina Morgontidningen había encontrado una cláusula que daba derecho al patrocinador principal a retirarse de los Juegos si el estadio olímpico no estaba listo antes del uno de enero del año en el que se celebraban los Juegos Olímpicos. Annika no tuvo fuerzas para leer todo el artículo. Si no recordaba mal, había millares de cláusulas y, para ella, lo que contenían no tenía un especial interés, a no ser que una de las partes pensara utilizarlas. Pero el redactor del artículo no había conseguido hablar con el patrocinador principal. Se baja el telón.

El Konkurrenten había hablado con unos cuantos compañeros de trabajo de Christina, entre ellos el chófer privado, pero no con Helena Starke. El chófer le contó al periódico que había conducido a Christina al bar, que estaba tan contenta y amable como siempre, ni preocupada ni inquieta. Estaba muy apenado, pues ella era una patrona maravillosa y una persona encantadora.

– Dentro de poco tendrá una aureola -susurró Annika.

Por lo demás, los periódicos no tenían nada nuevo. Se tardaba una eternidad en hojearlos, todos estaban llenos de anuncios. Noviembre y diciembre son los mejores meses con diferencia, económicamente hablando, para la prensa diaria sueca; enero y julio los peores.

Se fue al aseo de mujeres a orinar café y quitarse la tinta de imprenta de las manos. No le divirtió encontrarse con su propia cara en el espejo. No había tenido fuerzas para lavarse el pelo por la mañana y se lo había recogido con una pinza en la nuca. Ahora estaba aplastado y con greñas, repartido en surcos marrones. Tenía bolsas oscuras debajo de los ojos y ligeros eczemas rojos por el estrés en las mejillas. Buscó en los bolsillos una crema para ocultar las marcas, pero no encontró ninguna.

Eva-Britt Qvist se había ido a comer, su ordenador estaba apagado. Eva-Britt siempre lo apagaba cuando abandonaba su mesa; tenía pavor de que alguien mandara información falsa desde su correo interno. Annika entró en su despacho y se aplicó crema hidratante en el eczema, luego se dio una vuelta por la redacción. ¿Qué necesitaba saber? ¿Qué debería controlar? Se fue a corrección, donde estaban los libros de consulta, buscó al azar «jefa de los Juegos» en la Enciclopedia Nacional; Christina Furhage, nacida Faltin, hija única de una buena y humilde familia, creció en parte con unos parientes en el alto Norrland, desarrolló su carrera en la banca, trabajó duro en la candidatura de Estocolmo a los Juegos Olímpicos, directora general del comité organizador. Casada con el industrial Bertil Milander. No había más.

Annika levantó la vista. El dato de que Christina se había llamado Faltin era nuevo para ella. ¿De dónde venía el apellido Furhage? Bajó la mirada al nombre siguiente, Carl Furhage, nacido a finales del siglo XIX en una familia de terratenientes de Härnösand, director de la industria maderera. Casado en terceras nupcias con Dorotea Adelcrona. Se había asegurado pasar a la posteridad y conseguir un sitio en la EN creando una buena beca para jóvenes que quisieran estudiar silvicultura. Fallecido en los años sesenta.

Annika cerró el libro de golpe. Se dirigió apresuradamente al ordenador y escribió las palabras Carl y Furhage. Siete aciertos. Desde que el archivo se había informatizado a comienzos de los años noventa se había escrito sobre este hombre en siete ocasiones. Annika pulsó F6, «mostrar» y silbó. No era poco dinero, cada año se repartía un cuarto de millón de coronas. No había nada más sobre Carl Furhage.

Salió del programa, cogió su tarjeta de acceso y se dirigió a la salida de emergencia junto a la redacción de deportes.


Una empinada escalera la condujo dos pisos por debajo del edificio; cruzó otra puerta para la que necesitó la tarjeta y el código de acceso. Luego se encontró dentro de una larga galería con suelo de linóleo gris desgastado y el techo con sibilantes tubos fluorescentes. Al final del pasillo se encontraba el archivo de artículos y fotografía del periódico, protegido contra incendios por puertas dobles de acero. Entró y saludó a los empleados, encorvados sobre sus ordenadores. Los armarios de acero gris, donde se archivaba todo lo que se había escrito en el Kvällspressen y el Fina Morgontidningen desde mil ochocientos, llenaban la enorme sala. Avanzó lentamente entre los armarios. Llegó al departamento de personas y leyó A-Ac, Ad-Af, Ag-Ak, pasó de largo algunos armarios y llegó a Fu. Tiró de un gran cajón, que se abrió con increíble facilidad. Hojeó hasta Furhage, Christina, pero no había un Furhage Carl. Suspiró. Ningún acierto.

– Si buscas recortes de Furhage, ya se lo han llevado casi todo -dijo alguien a su espalda.

Era el encargado del archivo, un hombrecito increíblemente competente, con ideas bien definidas con respecto a las palabras de referencia para ordenar los archivos.

Annika sonrió.

– No, estaba buscando a otro Furhage, director Carl Furhage.

– ¿Hemos escrito sobre él?

– Sí, creó una beca. Tenía que ser muy rico.

– ¿Está muerto?

– Sí, murió en los sesenta.

– Entonces quizá no se encuentre bajo su nombre. El recorte seguro que lo tenemos, pero puede estar colocado en otro departamento. ¿Dónde crees tú que podríamos mirar?

– Ni idea. ¿Becas, quizá?

El jefe del archivo pareció reflexionar.

– Ahí hay mucho material. ¿Lo necesitas hoy?

Annika suspiró mientras hacía ademán de marcharse.

– No, en realidad no. Era sólo una corazonada. Gracias de cualquier…

– ¿Podríamos tener una foto de él?

Annika se detuvo.

– Sí, quizá, en alguna conmemoración o algo. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque entonces, todavía está en el archivo fotográfico.

Annika se dirigió rápidamente al otro lado de la sala. Encontró el cajón y ojeó hasta Furhage. El sobre de Christina ocupaba casi todo el cajón, pero justo detrás había un sobre din-A5. Estaba viejo y raído, el texto era borroso: Furhage, Carl, director. Annika se llenó de polvo al sacarlo. Se sentó en el suelo y vació el contenido. En el interior había cuatro fotografías. Dos de ellas eran pequeños retratos en blanco y negro de un hombre de aspecto severo, pelo ralo y barbilla decidida, Carl Furhage, cincuenta años, y Carl Furhage, setenta años. La tercera foto era de la boda de un envejecido director y una señora mayor, Dorotea Adelcrona. La cuarta foto era la más grande de todas. Había quedado boca abajo, Annika le dio la vuelta y sintió que el corazón le daba un vuelco. El pie de foto estaba pegado debajo de la fotografía: «El director Carl Furhage, que hoy cumple 60 años, con su mujer Christina y su hijo Olof». Annika leyó la nota dos veces antes de creer lo que veía. Ésta era sin duda Christina Furhage, una Christina muy joven. No podía tener más de veinte años. Estaba muy delgada y tenía el pelo recogido en un peinado de señora nada favorecedor. Vestía un traje oscuro con una falda que le llegaba hasta la rodilla. Miraba tímidamente a la cámara e intentaba sonreír. En sus rodillas estaba sentado un encantador niño de dos años con el pelo rubio y rizado. El pequeño tenía un jersey blanco, pantalones cortos hasta la rodilla, tirantes y una manzana en las manos. El director estaba detrás del sofá con mirada decidida y la mano protectora sobre el hombro de su joven esposa. Toda la foto era extremadamente rígida y retocada y exhalaba más un aire de fin de siglo que de los años cincuenta, época en la que debió de ser tomada. No había leído ni una línea sobre el matrimonio de Christina con el director, y menos aún que hubiera tenido un hijo. ¡Tenía dos hijos! Annika dejó que la foto se posara entre sus rodillas. No sabía cómo o por qué, pero de alguna manera se dio cuenta de que esto era decisivo. Un hijo no podía desaparecer. Este hijo estaba en algún lugar y seguro que podría contar alguna que otra cosa sobre «mamá Christina».

Guardó las fotografías en el sobre, se levantó y se encaminó hacia el jefe del archivo.

– Quiero llevarme esto -anunció.

– Okey. Firma aquí -respondió sin levantar la vista.

Annika firmó y regresó por la galería hacia su despacho. Tenía la impresión de que le esperaba una tarde muy larga.


El comunicado de prensa sobre el cese de Evert Danielsson se envió a la agencia de noticias a las once y media. Después pasó a las diferentes redacciones a través del departamento de prensa del comité de los Juegos, primero a los periódicos de la mañana y a la televisión, luego a la radio, prensa de la tarde y los grandes periódicos de provincias, en escala decreciente. Danielsson no era una figura central en los Juegos, así que los redactores del país no se lanzaron directamente sobre la noticia. Apenas cincuenta minutos después de que el comunicado de prensa aterrizara en TT en la Kungsholmstorg, se emitió un corto telegrama que explicaba que el jefe del comité de los Juegos dejaba su actual puesto para dedicarse a trabajar en las consecuencias de la desaparición de Christina Furhage.


Evert Danielsson estaba sentado en su despacho mientras los faxes traqueteaban. Podría conservar el despacho hasta que se estableciesen sus nuevas funciones. La angustia golpeaba como un martillo el interior de su frente. No podía concentrarse para poder leer una línea completa de un informe o un periódico. Esperaba el ataque de los lobos, el comienzo de la batida. Ahora era una presa fácil, los carroñeros comenzarían a mordisquear. Estaba sorprendido de que el teléfono no sonara.

Se había imaginado que en cierta manera la situación sería la misma que después de la muerte de Christina, que todos los teléfonos de la oficina sonarían al mismo tiempo, sin descanso. Pero no sonaban. Una hora después de haber salido el comunicado de prensa llamó el Fina Morgontidningen para pedirle un comentario. Notó que su voz era completamente normal cuando dijo que veía esto como un ascenso y que alguien tenía que arreglar el caos que la muerte de Christina Furhage había ocasionado. Con eso el periodista que llamaba se dio por satisfecho. La secretaria entró lloriqueando y preguntó si podía traerle algo. ¿Un café? ¿Una galletita? ¿O quizá una ensalada? Él dio las gracias, pero no aceptó, ya que se sentía incapaz de tragar cualquier cosa. Se agarró al borde de la mesa y esperó la siguiente llamada.


Annika se dirigía al restaurante a comer algo cuando Ingvar Johansson se le acercó con un papel en la mano.

– ¿No es uno de tus chicos? -dijo y le alargó a Annika el comunicado de prensa del comité de los Juegos. Ella lo cogió y leyó las dos líneas.

– Eso de que es uno de mis chicos es una exageración -respondió-. Simplemente ha contestado al teléfono cuando he llamado. ¿Por qué? ¿Crees que debemos hacer algo con esto?

– No sé, pensé que podría serte útil.

Annika dobló el papel.

– Seguro. ¿Ocurre algo más?

– En tu sección, no -informó y se fue.

«¡Cabrón!», pensó Annika. Cambió de idea y fue a la cafetería. No tenía hambre. Se compró una ensalada de patata y un mosto de Navidad y volvió a su despacho, se comió toda la ensalada en cuatro minutos y luego regresó a la cafetería y pidió otro mosto. Mientras lo bebía, llamó al comité de los Juegos y pidió que le pusieran con Evert Danielsson. El hombre parecía ausente. Dijo que veía el cambio de tareas como un ascenso.

– ¿Qué va a hacer, entonces?

– No está decidido del todo -respondió Evert Danielsson.

– ¿Por qué está tan seguro de que es un ascenso?

El hombre del auricular enmudeció.

– Pues… no lo veo como un despido -informó.

– ¿Le han despedido?

Evert Danielsson reflexionó.

– Depende de cómo se mire.

– Vaya. ¿Se ha despedido?

– No, no lo he hecho.

– ¿Entonces quién tomó la decisión de cambiarle de trabajo? ¿La junta?

– Sí, necesitaban a alguien que arreglara el caos ocasionado…

– ¿No lo puede hacer siendo jefe del comité?

– E… supongo que sí.

– Por otra parte, ¿sabía que Christina Furhage tiene un hijo?

– ¿Un hijo? -preguntó desconcertado-. No, tiene una hija, Lena.

– No, también tiene un hijo. ¿Sabe dónde está?

– Ni idea. ¿Un hijo, dice? Nunca lo había oído.

Annika pensó un momento.

– Okey -dijo ella luego-. ¿Sabe quién era el jefe que tuvo una relación con una mujer que fue expulsada del comité de los Juegos Olímpicos hace siete años?

A Evert Danielsson se le iba cayendo la mandíbula a medida que avanzaba la conversación.

– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó cuando se recompuso.

– De una noticia en el periódico. ¿Sabe quién era?

– Sí. Lo sé. ¿Por qué?

– ¿Qué pasó?

Él pensó un momento, después dijo:

– ¿Qué quiere saber?

– No lo sé -contestó Annika y a Evert Danielsson le pareció totalmente sincera-. Quiero saber si tiene algo que ver.

Annika se quedó sorprendida cuando Evert Danielsson le pidió que fuera a las oficinas del comité de los Juegos para poder hablar.


Berit y Patrik todavía no habían llegado a la redacción cuando Annika se fue a Hammarbyhamnen.

– Me puedes localizar a través del móvil -informó a Ingvar Johansson, quien asintió con brevedad.

Tomó un taxi y lo pagó con la tarjeta de crédito. El tiempo era endiabladamente malo. La lluvia había disuelto toda la nieve y había dejado el suelo en un estado entre barrizal y pantano. Södra Hammarbyhamnen era verdaderamente una zona triste de la ciudad, con la villa olímpica medio vacía y a medio construir, las aburridas oficinas de los Juegos y el estadio destrozado. Aquí el barro flotaba libremente, pues las plantas de verano no habían arraigado. Esquivó los peores charcos, pero no pudo evitar mancharse los pantalones de barro.

La recepción del comité era espaciosa, pero los despachos eran increíblemente pequeños, simples y sencillos, pensó Annika. Los comparó con el único edificio administrativo que realmente conocía bien, la sede del sindicato, donde trabajaba Thomas. Sus locales eran más bonitos y más funcionales. En comparación las oficinas del comité de los Juegos eran casi espartanas; paredes blancas, suelos de plástico, tubos fluorescentes en el techo, librerías de conglomerado blanco, escritorios que podrían ser de IKEA.

El despacho de Evert Danielsson estaba en medio de un pasillo. La habitación no era mucho más grande que las de los administrativos, lo que a Annika le pareció extraño. Un sofá muy usado, escritorio y estanterías, eso era todo. Ella pensaba que los jefes del comité tenían muebles de caoba y bellas vistas.

– ¿Qué le hace pensar que Christina tenía un hijo? -preguntó Evert Danielsson y le indicó el sofá.

– Gracias -dijo Annika y se sentó-. Tengo una foto de él.

Se quitó el abrigo pero no se decidió a sacar el bloc y el bolígrafo. En cambio, estudió al hombre que tenía enfrente. Se había sentado en su escritorio y se agarraba a él con una mano; era un poco raro. Tenía cerca de cincuenta años, espeso pelo gris y buena apariencia. Pero mostraba unos ojos cansados, así como una mueca de tristeza en la boca.

– Debo decirle que dudo de sus datos -dijo él.

Annika sacó de su bolso una copia en papel de la foto familiar de Furhage. El original lo había devuelto al archivo, ya que no podía salir del edificio, pero ahora era fácil escanear una foto y sacar una copia en unos minutos. Le alargó la foto a Evert Danielsson y éste la estudió con creciente sorpresa.

– ¡De lo que uno se entera! -dijo-. No tenía ni idea de esto.

– ¿De quién? ¿Del marido o del hijo?

– En realidad, de ninguno de los dos. Christina no solía hablar de su vida privada.

Annika esperó en silencio a que el hombre continuara. No comprendía muy bien por qué le había pedido que viniera. Él se mostró algo inquieto al decir:

– Preguntó sobre la secretaria despedida.

– Sí, vi una noticia en el archivo. Pero no constaba que fuera secretaria o que fuera despedida, sólo que trabajaba aquí y tuvo que dejarlo.

Evert Danielsson asintió.

– Christina lo quiso así. Tenía que parecer legal. Pero Sara era una secretaria excelente, y hubiera continuado a no ser por…

El hombre calló.

– Existe una regla dentro de la organización de los Juegos Olímpicos que dice que dos empleados del mismo lugar de trabajo no pueden tener una relación sentimental -continuó-. Christina era tajante en esto. Decía que distraía en el trabajo, perturbaba la concentración, quebraba las lealtades, exponía a los otros empleados a un estrés innecesario y les obligaba a tener una atención especial.

– ¿Quién era el hombre?

Evert Danielsson suspiró.

– Era yo.

Annika arqueó las cejas.

– ¿Quién instituyó esa regla?

– Christina. Era general y regía para todos.

– ¿Todavía?

Evert Danielsson soltó la mesa.

– En realidad no sé si sigue vigente. Pero una cosa es segura, a mí ya me tiene sin cuidado.

Se llevó las manos a la cara y un sollozo le recorrió el cuerpo. Annika esperó en silencio a que el hombre se recompusiera.

– Quería a Sara de verdad, pero entonces estaba casado -dijo por fin y posó una mano sobre la rodilla; la otra volvió a agarrar el escritorio. No había lágrimas en sus ojos, pero estaban algo enrojecidos.

– ¿Ya no la quiere?

Se rió.

– No. Alguien le contó lo de Sara a mi mujer, y Sara se distanció de mí cuando no pude impedir su despido. Así que me quedé sin nada; sin mujer, sin hijos y sin mi gran amor.

Se quedó en silencio un momento y luego continuó, casi hablando para sí mismo:

– A veces me pregunto si me sedujo porque creía que la ayudaría en su carrera, y cuando vio que no sería así me dejó tirado.

Volvió a reírse, pero era una risa amarga.

– Entonces, quizá fuera mejor así -añadió Annika.

Él levantó la mirada.

– Sí, tiene razón. ¿Pero qué va a hacer con esto? ¿Va a escribir algo?

– Ahora no -respondió Annika-. Quizá nunca. ¿Le importaría si lo hiciera?

– No lo sé, depende de lo que escriba. ¿Qué busca en realidad?

– ¿Por qué quería verme?

Suspiró.

– Son muchas las cosas que se recuerdan un día como éste, muchos pensamientos y sentimientos, es algo caótico. He trabajado aquí desde el principio, son tantas las cosas que podría contar…

Annika esperó. El hombre miró al suelo; se perdió en su silencio.

– ¿Era Christina una buena jefa? -preguntó Annika finalmente.

– Ella era la razón de que yo estuviera aquí -informó Evert Danielsson y soltó el borde de la mesa-. Pero ahora ella ya no está y a mí me dan el pasaporte. Creo que ahora me iré a casa.

Se levantó y Annika le siguió. Ella se puso de nuevo el abrigo, pasó la correa del bolso por el hombro, le dio la mano y le agradeció el tiempo que le había dedicado.

– Una última cosa, ¿dónde está el despacho de Christina?

– ¿No lo ha visto? Justo a la entrada; la acompaño y se lo enseño.

Se puso el abrigo, se enrolló una bufanda alrededor del cuello, cogió el maletín y miró pensativo al escritorio.

– Hoy no necesito llevarme ni un solo papel.

Apagó la luz y salió de la habitación con el maletín vacío. Cerró con llave. Asomó la cabeza en el despacho contiguo y dijo:

– Me voy. Si alguien llama, remítete al comunicado de prensa.

Caminaron juntos por el blanco pasillo.

– Christina tenía unos cuantos despachos -informó-. Dos de sus secretarias están aquí.

– ¿Y Helena Starke? -preguntó Annika.

– Su «matona», bueno, está en el despacho contiguo al de Christina -respondió Evert Danielsson y torció en una esquina-. Aquí es.

La puerta estaba cerrada con llave; el hombre suspiró.

– No tengo ninguna llave -anunció-. Bueno, no es nada especial, una habitación que hace esquina, con ventanas a los dos lados, un gran escritorio con dos ordenadores, un grupo de sofás con una mesa larga…

– Me esperaba algo más pomposo -dijo Annika y recordó una foto de archivo en una fantástica habitación palaciega con escritorio estilo inglés, paredes de madera oscura y arañas de cristal en el techo.

– Aquí hacía el trabajo sucio. Tenía su oficina de representación en la ciudad, justo detrás de Rosenbad. Allí está su tercera secretaria, allí se celebraban todas las reuniones y negociaciones, recibía a la prensa y a diferentes visitas… ¿Quiere que la lleve a alguna parte?

– No gracias, he pensado visitar a una amiga en Lumahuset -contestó Annika.

– No puede ir andando por este barrizal -dijo Evert Danielsson-. La llevo hasta allí.

Tenía un coche de la empresa, un Volvo completamente nuevo -claro, Volvo era uno de los grandes patrocinadores- y abrió, blip-blip, con el mando a distancia. Acarició la pintura del techo antes de abrir la puerta. Annika se sentó en el asiento del copiloto, se abrochó el cinturón de seguridad y dijo:

– ¿Quién cree que la hizo volar?

Evert Danielsson puso el coche en marcha y aceleró con fuerza dos veces, metió con cuidado la marcha atrás y acarició el volante.

– Bueno -dijo-, lo que está claro es que hay mucha gente que tenía razones para hacerlo.

Annika se alertó.

– ¿Qué quiere decir?

El hombre no respondió sino que condujo en silencio el medio kilómetro hasta Lumahuset. Se detuvo junto a la verja del complejo.

– Quiero saberlo si escribe algo acerca de mí -informó.

Annika le dio su tarjeta de visita, le pidió que llamara si tenía algo nuevo, le dio las gracias por llevarla y salió.

– Una cosa es segura -se dijo, mientras las luces traseras del Volvo desaparecían en la bruma-, y es que esta historia es cada vez más complicada

Subió al canal de televisión donde trabajaba Anne Snapphane. Anne todavía estaba sentada editando y pareció alegrarse con la interrupción.

– Ahora acabo -dijo-. ¿Quieres un glögg?

– Bueno, no tengo prisa -respondió Annika-. Tengo que hacer unas llamadas.

– Siéntate en mi mesa. Sólo voy…

Annika fue al sitio de Anne Snapphane y tiró el abrigo sobre la mesa. Primero llamó a Berit.

– He hablado con el chófer privado -informó Berit-. Ya lo hizo con el Konkurrenten ayer, pero ha contado algo nuevo. Por ejemplo, ha confirmado que Christina llevaba el ordenador; el caso es que se le olvidó y tuvieron que volver a buscarlo. No hacía mucho que trabajaba para Christina, apenas dos meses. Había un movimiento de chóferes de mil diablos.

– Vaya -respondió Annika.

Oía a Berit pasar las hojas de un bloc.

– Me contó también que ella tenía mucho miedo de que la siguieran. Él nunca podía tomar el mismo camino del comité de los Juegos Olímpicos a su casa. También le obligaba a revisar el coche detenidamente cada día. Christina tenía miedo a las bombas.

– ¡Bravo!

– Y qué más… sí, tenía órdenes específicas de no dejar que la hija, Lena, se acercara al coche. Qué locura, ¿eh?

Annika suspiró ligeramente.

– Nuestra Christina parece que desarrolló una sólida paranoia. Aunque será un artículo sensacional… Christina tenía miedo a que la hicieran volar. Evidentemente, lo de la hija tendremos que censurarlo.

– Sí, claro. Ahora estoy detrás de la policía para que lo comenten.

– ¿Qué hace Patrik?

– Todavía no ha llegado, trabajó casi toda la noche. ¿Tú dónde estás?

– Estoy con Anne Snapphane, he estado hablando con Evert Danielsson. Le van a dejar de lado.

– ¿Despedido?

– No, en realidad no, él mismo no lo sabía. No es nada sobre lo que debamos escribir, ¿a quién le importa? No quiere ni llorar ni ir al ataque.

– ¿Qué te contó, entonces?

– No mucho. Sobre todo hablamos de que él fue quien tuvo la relación amorosa en el comité de los Juegos Olímpicos. Y me dio a entender que Christina tenía muchos enemigos.

– Vaya, vaya, lo que ahora se sabe -dijo Berit-. ¿Qué más hacemos?

– Christina estuvo casada y tuvo un hijo. Había pensado escudriñar un poco por ahí.

– ¿Un hijo? Yo escribí ayer su biografía y no tenía ninguno.

– Lo habrá ocultado. Me pregunto si tendrá más secretos en el armario…

Colgaron y Annika sacó el bloc. En la parte de atrás había escrito el número del teléfono de Helena Starke. Marcó las cifras, que empezaban por 702, como es habitual con las de Ringvägen, y esperó tener suerte.


Helena Starke había dormido muy mal y se había despertado varias veces a causa de horribles pesadillas. Cuando por fin se levantó y miró a través de la ventana fue a acostarse de nuevo. Llovía, una lluvia asquerosa que aniquilaba todos los colores del tráfico. El hedor del armario ya era insoportable; se puso unos vaqueros y bajó a la lavandería para reservar hora. Estaba todo lleno hasta después de año nuevo, lógico. Así que vació una de las lavadoras que estaban en marcha, metió toda la colada mojada en una cesta y fue a buscar la alfombra. La introdujo en la máquina, puso mucho detergente y salió apresuradamente. Luego se dio una larga ducha para eliminar el olor a vómito del pelo, por último fregó el armario y el suelo del recibidor. Pensó ir a buscar la alfombra pero desistió, era mejor esperar hasta la noche y dejar que las chismosas se calmaran.

Se fue a la cocina a fumar un cigarrillo. A Christina no le gustaba que fumase, pero ahora ya no importaba. Ya nada importaba. Estaba sentada en la penumbra de la cocina y acababa de dar una segunda calada al cigarrillo cuando sonó el teléfono que tenía sobre el alféizar de la ventana.

Era la persona de anoche, aquella mujer del Kvällspressen.

– No sé si tengo ganas de hablar con usted -contestó Helena Starke.

– No necesita hacerlo… ¿Fuma?

– Sí, fumo, ¿y qué? ¿A usted qué diablos le importa?

– Nada. ¿Por qué la llaman «la matona» de Christina?

La mujer se quedó estupefacta.

– ¿Qué quiere de mí?

– Vuelvo a repetirle que nada. Es Christina quien me interesa. ¿Por qué no mencionaba a su hijo? ¿Le daba vergüenza?

La cabeza, de Helena Starke comenzó a dar vueltas. Se sentó y apagó el cigarrillo. ¿Cómo podía esta persona saber algo acerca del hijo de Christina?

– Murió -dijo-. El niño murió.

– ¿Murió? ¿Cuándo?

– Cuando tenía… cinco años.

– Vaya, es horrible. Cinco años, los mismos que Kalle.

– ¿Quién?

– Mi hijo; tiene cinco años. Lo siento. ¿De qué murió?

– Un melanoma maligno, un tipo virulento de cáncer de piel.

– Disculpe por… perdone. No sabía que…

– ¿Algo más? -preguntó Helena Starke y trató de parecer lo más fría posible.

– Sí, varias cosas. ¿Tiene tiempo para hablar conmigo un rato?

– No, tengo que lavar la ropa.

– ¿Lavar?

– ¿De qué se asombra?

– No, no, sólo que… quiero decir, usted conocía bien a Christina, era íntima suya, no creía que usted hiciera estas cosas tan…

– ¡Sí, la conocía bien! -gritó Helena Starke, los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Yo la conocía mejor que nadie!

– Aparte de la familia, quizá.

– ¡Sí, eso mismo, la jodida familia! Ese viejo senil y la pirada de su hija. ¿Sabía que es una pirómana? Sí, sí, está completamente loca, se ha pasado la juventud en un psiquiátrico para jóvenes. Prendía fuego a todo lo que encontraba. La casa de la juventud de Botkyrka que ardió hace seis años, ¿se acuerda? Fue ella, fue Lena, un caso psiquiátrico, no se la podía dejar en habitaciones amuebladas.

Lloró sobre el auricular, en voz alta y descontrolada; ella misma oyó lo horrible que sonaba, como un extraño animal atrapado en algún sitio. Colgó y dejó que los brazos cayeran sobre la mesa, la frente aterrizó también encima de las migas sobre el tablero, y lloró y lloró hasta que se hizo completamente de noche y se sintió exhausta.


Annika apenas podía creer lo que había oído. Se quedó sentada un rato con el auricular a diez centímetros de la oreja, escuchando en silencio el insoportable grito de Helena Starke.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estás así? -preguntó Anne Snapphane y puso una taza de café llena de glögg y un montón de galletas de especias sobre la mesa.

– No es nada -dijo Annika y colgó lentamente el teléfono.

Anne Snapphane dejó de mordisquear su galleta.

– Pareces destrozada. ¿Qué ha pasado?

– Acabo de hablar con una persona que conocía a Christina Furhage. Fue un poco fuerte.

– ¿Sí?, ¿por qué?

– Comenzó a llorar, a llorar de verdad. Y eso siempre es desagradable, cuando una aprieta demasiado.

Anne Snapphane asintió y señaló la taza y el montón de galletas.

– Vamos a montaje y así puedes ver el comienzo de nuestro programa de Nochevieja. Cosas que nosotros recordamos y ellos preferirían olvidar, se llama. Es sobre famosos y escándalos.

Annika dejó el abrigo pero se colgó el bolso del hombro y se bamboleó detrás de Anne con todas las galletas de especias. Había muy poca gente en la emisora; la temporada de producciones había terminado y la siguiente no comenzaría hasta después de las fiestas.

– ¿Ya sabes qué vas a hacer la próxima temporada? -preguntó Annika, mientras bajaban la escalera de caracol hacia el departamento técnico.

Anne Snapphane hizo una mueca.

– ¿Tú qué crees? Nada. Al menos espero salir de Sofá de mujer; he presentado todos los enfoques posibles cientos de veces. Él me traicionó con mi amiga, mi amiga me traicionó con mi hijo, mi hijo me traicionó con el perro… ¡vaya mierda!

– ¿Qué quieres hacer?

– Cualquier cosa. Quizá me vaya a Malaisia en primavera como reportera en un nuevo proyecto. Dos grupos vivirán en una isla desierta y tendrán que apañárselas solos antes de regresar. ¿Divertido, verdad?

– Me parece aburridísimo -contestó Annika.

Anne Snapphane la observó compasivamente y torció por otro pasillo.

– Es una suerte que no seas la jefa de programación. Creo que habrá críticas endiabladas y récord de audiencia. Aquí está.

Entraron en una habitación llena de monitores de televisión, cintas beta, mesa de mezclas, paneles de control y cables. La habitación era algo más grande que las pequeñas cabinas de control de las redacciones de noticias de televisión. Aquí había hasta un sofá, dos sillones y una mesa en la esquina. En una silla de oficina, frente a la gran mesa de control estaba el editor, un chico joven que se encargaba de la parte técnica del programa, y miraba fijamente una pantalla de televisión donde las imágenes pasaban sin parar. Annika le saludó y se sentó en uno de los sillones.

– Pasa la cinta -pidió Anne y se recostó en el sofá.

El chico cogió una cinta beta y la metió en uno de los aparatos reproductores. Una imagen flameó en el monitor más grande y apareció un reloj con la cuenta atrás. Luego surgió la carátula del programa de Año Nuevo y el conocido presentador entró en el plató bajo los aplausos del público. Presentaba el programa, que trataría de un político que había vomitado en la zona de servicios del Café de la Opera, el divorcio más famoso del año, meteduras de pata en la televisión y otras cosas.

– Okey, baja el sonido -pidió Anne-. ¿Qué te parece? ¿Bien, no?

Annika asintió y sorbió un trago de glögg. Estaba bastante fuerte.

– ¿Conoces a una tal Helena Starke? -preguntó

Anne acabó la galleta y pensó.

– Starke… me suena mucho. ¿Qué hace?

– Trabaja en el comité de los Juegos Olímpicos con Christina Furhage. Vive en Söder, tiene cerca de cuarenta años, pelo negro corto…

– Helena Starke, sí, ¡ya sé! Es una activa lesbiana, un marimacho.

Annika miró escéptica a su amiga.

– ¡Venga ya! ¿Qué es eso de marimacho?

– Trabaja activamente en el RFSL, escribe artículos de debate y cosas de ésas. Intenta acabar con la imagen delicada que tienen las lesbianas; suele escribir despectivamente sobre el sexo suave, «normal», por ejemplo.

– ¿Cómo lo sabes?

Ahora fue Anne Snapphane quien la miró con escepticismo.

– Por favor, ¿qué crees que hago durante todo el día? No existe un loco en este país de quien no tenga su número de teléfono. ¿Cómo crees que hacemos los programas?

Annika arqueó las cejas en actitud de disculpa y apuró su glögg.

– ¿Estuvo Starke en el Sofá?

– No, no había manera. Ahora que lo pienso, creo que lo intentamos bastantes veces. Ella reconocía su sexualidad, dijo, pero no pensaba dejarse explotar.

– Una chica inteligente -dijo Annika.

Anne Snapphane suspiró.

– Es una suerte que no todas piensen como tú, pues si no, no habría Sofá de mujer. ¿Más glögg?

– No, ahora tengo que volver al nido de serpientes. Se estarán preguntando adónde ha ido el conejo.


La tarde de Anders Schyman había sido interesante. Había tenido una reunión con dos representantes del departamento de mercadotecnia. Dos economistas cuya tarea era meterse donde no debían. Ambos habían descartado su apuesta por el periodismo cualificado, de investigación, social. El analista había mostrado sus gastos generales con montones de diagramas y porcentajes con comparaciones, día a día, los tres grandes periódicos de la tarde.

– Aquí, por ejemplo, el Konkurrenten vendió exactamente 43.512 ejemplares más que el Kvällspressen -informó y señaló una fecha a comienzos de diciembre-. Los titulares serios que teníamos justo aquel día no pudieron con la competencia.

El experto en cifras estaba de acuerdo.

– La apuesta sobre asuntos serios que se hizo a comienzos de diciembre no ha prosperado. No crecemos en relación con el año pasado. Además, has utilizado medios que estaban presupuestados para otras partidas.

Anders Schyman había estado moviendo un bolígrafo mientras los economistas hablaban, y cuando acabaron dijo reflexivamente:

– Sí, hay algo de cierto en lo que decís, por supuesto. Con respecto a esa fecha en particular, ahora podemos constatar que ese titular no fue especialmente acertado, pero debemos hacernos una pregunta: ¿qué alternativa teníamos? La exclusiva de que el presupuesto de defensa había sido superado no era para arrasar en los kioscos, pero fue una noticia propia y otros medios lo reconocieron. Ese mismo día el Konkurrenten tenía un suplemento con regalos de Navidad baratos y además una famosa de la televisión que hablaba de sus problemas de alimentación. Si nos referimos a la tirada, es difícil ganar en días concretos.

El director se levantó y se dirigió a la ventana que daba a la embajada rusa. Afuera estaba todo gris.

– El comienzo del pasado mes de diciembre fue bastante dramático -continuó-. Un avión de pasajeros se estrelló al aterrizar en Bromma, nuestro mejor futbolista conducía borracho y fue expulsado de su club, una estrella de televisión fue condenada por violación. Nuestros éxitos de ventas en diciembre del año pasado fueron extraordinarios. Que hayamos vendido un poco menos este año no es ningún fracaso, al contrario. A pesar de apostar fuerte en investigación de noticias propias hemos igualado y mejorado los resultados del año pasado. Perder la carrera un día concreto con el Konkurrenten no significa que nuestras investigaciones sobre la Administración sean erróneas. Creo que es un poco pronto para sacar conclusiones.

– Nuestra economía se basa en el éxito de ventas en días concretos -recordó secamente el experto en cifras.

– De una manera superficial, sí, pero no a la larga -dijo Anders Schyman y se volvió hacia los hombres-. Ahora tenemos que consolidar nuestro capital de confianza. Esto se ha descuidado durante mucho tiempo. Debemos tener titulares que vendan tanto como las rubias pechugonas y los accidentes de tráfico, pero la apuesta por la calidad a largo plazo debe continuar.

– Bueno -respondió el experto en cifras-. En realidad se trata de los recursos disponibles.

– O de los que creemos disponer -contestó Schyman-. En cuanto a desviaciones en el presupuesto, tengo toda la confianza del consejo de administración para hacerlo, dentro de ciertos límites; y eso es lo que me parece conveniente.

– Es una cuestión que valdría la pena discutir de nuevo en el orden del día -dijo el experto en cifras.

Anders Schyman suspiró.

– No me hace ninguna gracia volver a discutir esta cuestión -dijo-. Ninguna.

– Debería hacértela -replicó el experto en cifras y agitó las hojas de plástico-. En nuestros datos está la fórmula del verdadero éxito para un periódico de la tarde.

Anders Schyman se acercó al hombre, puso las manos en el reposabrazos de su sillón, se inclinó sobre él y dijo:

– En eso estás completamente equivocado, señor mío. ¿Por qué crees que estoy yo aquí? ¿Por qué no ponemos una pequeña calculadora en esta habitación y nos ahorramos mi sueldo, si lo que hay que combinar es sólo un más o un menos? Los periódicos de la tarde y sus titulares no se hacen con análisis por ordenador y cifras de ventas, se hacen con el corazón. En lugar de venir con este tipo de crítica editorial mal preparada que acabáis de proporcionarme, me gustaría que os concentraseis en puras medidas de mercado. ¿Cuándo vendemos más? ¿Por qué? ¿Podemos mejorar la distribución? ¿Debemos cambiar los horarios de impresión? ¿Podemos ganar tiempo imprimiendo vía satélite en otros lugares? Ya sabéis de qué os hablo.

– Todo eso ya está más que estudiado -respondió secamente el experto en cifras.

– Pues hazlo otra vez, y mejor -dijo Schyman.

Exhaló un suspiro cuando los hombres cerraron la puerta al salir. Estas discusiones, a pesar de todo, eran enriquecedoras. No hubieran podido ocurrir hace diez años. En aquel tiempo, los compartimentos del departamento de marketing y la dirección editorial estaban totalmente separados. La crisis de hacía unos años había derribado todas las murallas, y ahora él consideraba una de sus tareas, por lo menos, construir pequeños puentes entre cifras y palabras. Los tipos del departamento de marketing no debían creer que podían decidir sobre el contenido del material escrito, pero estaba seguro de que sus conocimientos le eran de gran valor para alcanzar el éxito. Sabía perfectamente que la importancia de la estadística de ventas en titulares concretos era muy importante, se pasaba muchas horas a la semana estudiando los análisis de tirada, pero eso no quería decir que el experto en cifras le tuviera que enseñar a hacer su trabajo.

El análisis de la tirada de un periódico de la tarde es un mecanismo extremadamente sensible, que se basa en una cantidad de factores casi infinita. Cada madrugada a las cuatro venía al periódico un analista para calcular la tirada para los millares de puntos de venta de todo el país. Entonces ya estaban programadas en el ordenador todas las variantes posibles: estación, día de la semana, fiestas.

Si llovía, los ejemplares de la playa se llevaban a IKEA.

La gente hacía sus compras los jueves y ese día generalmente compraban el periódico por inercia. Más periódicos para los supermercados. Y si eran las fiestas de Navidad y la gente se desplazaba por las carreteras; entonces era evidente que subían los ejemplares a lo largo de la E4.

Un acontecimiento de importancia en una ciudad pequeña solía generar titulares locales y vendía muy bien. Entonces era preciso que los analistas pensaran algo y que eso no sólo supusiera un aumento del diez por ciento en ventas. Para un kiosco en medio del bosque que normalmente vendía diez ejemplares, eso significa un aumento de un ejemplar. Ahí quizá el aumento debería ser de un cuatrocientos por cien.

El último factor para el análisis de tirada era el relacionado con el titular. Tenía un significado marginal, a no ser que el rey se casara o hubiera un accidente de aviación.

Además del análisis de tirada había otras variables. Si el acontecimiento tenía lugar en Norrland, el analista podía decidir fletar un avión para transportar los periódicos. Había que tener en cuenta la cuestión económica, lo que costaba el avión comparado con las ganancias por el aumento de ventas. Pero también había que contar con el cálculo de cuánto valía un lector desilusionado que elegía el Konkurrenten. En estos casos generalmente ganaba el avión especial.

Anders Schyman se sentó frente al ordenador y entró en la base de datos de TT. Leyó rápidamente todos los telegramas que se habían escrito a lo largo del día. Eran unos doscientos, de deportes, nacionales e internacionales. Esos telegramas eran la base sobre la que, en principio, todas las redacciones de periódicos de Suecia se apoyaban. A partir de TT muchos elaboraban su elección de material nacional e internacional. Aquí se encontraba el fundamento para el flujo de información al lector.

Anders Schyman pensó en la última opinión del experto en cifras. Entonces presentó al Lector, la imagen estándar del Lector medio del Kvällspressen. Hombre con gorra, cincuenta y cuatro años, que compra el periódico desde los veintitantos.

Todos los periódicos de la tarde tenían sus auténticos lectores fieles, esos que van hasta el fin del mundo para conseguir su periódico. Eran llamados Piel de Elefante y en el caso del Kvällspressen eran una raza en extinción; eso creía Anders Schyman.

La siguiente categoría de lectores era la llamada Lectores Fieles y se componía del grupo que compraba el periódico varias veces a la semana. Si esos Lectores Fieles dejaban de comprar el periódico una vez a la semana, las consecuencias sobre la tirada eran catastróficas. Así había comenzado la crisis hacía dos años. Ahora se buscaban nuevos grupos, de eso estaba seguro Anders Schyman, pero todavía no habían superado al Hombre de la Gorra. Todo era cuestión de tiempo, aunque para ese trabajo necesitaba personas en la dirección que pensaran de una forma nueva. No se podía continuar haciendo el periódico sólo para hombres mayores de cincuenta años. Anders Schyman tenía claro cómo debía actuar para cambiar este estado de cosas.


Annika estaba algo mareada por el vino caliente cuando llegó a la redacción, pero no era una sensación especialmente agradable. Se concentró en caminar derecha y decidida y no habló con nadie al dirigirse a su despacho. El lugar de Eva-Britt Qvist estaba vacío. Ya se había ido a casa, a pesar de tener que trabajar hasta las cinco. Annika tiró el abrigo sobre el sofá y se fue a buscar dos tazas de café. ¿Por qué se tomó ese jodido glögg?

Comenzó por telefonear a su fuente; estaba comunicando. Colgó y se dispuso a escribir lo que había descubierto de los hijos de Christina, que uno había muerto y que la hija era una pirómana. Se bebió la primera taza de café y se llevó la otra al ordenador donde realizaba su búsqueda de archivos. En efecto, hacía seis años había ardido una casa de la juventud en Botkyrka. Una niña de catorce años le había prendido fuego; no hubo ningún herido, pero el edificio ardió totalmente. Hasta el momento, el arrebato de Helena Starke era correcto.

Regresó y llamó a su fuente. Esta vez tuvo señal.

– Sé que tienes razón para estar enfadado por lo de los códigos de alarmas -fue lo primero que dijo cuando él contestó.

El hombre del auricular suspiró.

– ¿Cómo que enfadado? ¿Enfadado? Has estropeado nuestra mejor pista, ¿por qué tendría que estar enfadado? Sólo estoy desesperado y furioso conmigo mismo y contra mi jodida estupidez por contar las cosas…

Annika cerró los ojos y sintió que el corazón le daba un vuelco. No era el momento de disculpar al maquetista que había puesto un titular que no debía. Ahora sólo debía atacar.

– Pero por favor -reprochó Annika-. ¿Quién se fue de la lengua? Tuve toda la historia y la guardé un día entero por ti. Creo que esto es injusto, caray.

– ¿Injusto? ¡Coño, esto es una investigación por asesinato! ¿Crees que es justa?

– Sí, espero por Dios que lo sea -contestó Annika secamente.

El hombre suspiró.

– Okey, venga, discúlpate y acabemos.

Annika respiró hondo.

– Estoy muy cabreada por el titular con las palabras «códigos de alarmas». Como habrás podido ver, no figuraba en ninguna parte del artículo. El maquetista puso el titular por la mañana temprano, sólo quería hacer bien el trabajo.

– Esos maquetistas… -dijo el policía-. Suelen aparecer como una especie de gnomos nocturnos que tienen vida propia. Venga, ¿qué quieres saber ahora?

Annika esbozó una sonrisa.

– ¿Habéis interrogado a la hija de Christina, Lena Milander?

– ¿Sobre qué?

– Sobre lo que hizo la noche del viernes al sábado.

– ¿Por qué preguntas eso?

– He oído que es una pirómana.

– Fobia al fuego -corrigió el hombre-. La piromanía es una patología increíblemente rara. Un pirómano tiene que cumplir cinco categorías especiales que en resumen muestran que la persona está enfermizamente fascinada y excitada tanto por los incendios, como por todo lo relacionado con el fuego, los bomberos, la espuma de los extintores…

– Entonces, fobia al fuego. ¿Lo habéis hecho?

– La hemos controlado, sí.

– ¿Y?

– No te puedo decir más.

Annika se calló. Pensó en decir algo sobre el hijo muerto pero decidió no hacerlo. Un niñito de cinco años muerto no tenía nada que ver con esto.

– ¿Qué tal va, entonces, con lo de los códigos de alarmas?

– ¿Puedo atreverme a hablar de ello?

– ¡Venga ya! -dijo Annika.

El hombre resopló.

– Lo estamos investigando -respondió simplemente.

– ¿Tenéis algún sospechoso?

– No, todavía no.

– ¿Alguna pista?

– Sí, por supuesto que tenemos; ¿qué coño crees que hacemos aquí?

– Okey -respondió Annika y miró sus apuntes-. Se puede decir así: seguís investigando los códigos de alarmas, eso lo puedo escribir, ahora que la información ha salido, ¿o no? Habéis interrogado a unas cuantas personas sin que todavía haya un sospechoso directo, pero tenéis más pistas sobre las que trabajar.

– Más o menos -dijo la fuente.

Annika colgó con un amargo sabor a desilusión en la boca. El idiota que había puesto el titular sobre los códigos de alarmas había estropeado un trabajo de varios años. La confianza se había roto; ahora el Kvällspressen ya no sería el primero en recibir la información. Ahora no la habían informado de nada, nada, nothing, la tradicional bullshit [6] Ahora tendría que confiar en sus colaboradores y sus contactos.

En ese mismo momento, Berit y Patrik asomaron la cabeza por la puerta.

– ¿Estás ocupada?

– No, entrad. Sentaos, poned mis cosas en el suelo. De todas formas, ya están asquerosas.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Berit y colgó el sucio abrigo de Annika de un gancho.

– En el barro que rodea al comité de los Juegos Olímpicos. Espero que os haya ido mejor que a mí -dijo fatigada.

Hizo un pequeño resumen de la conversación con su fuente.

– Accidente de trabajo -contestó Berit-. Esas cosas pasan.

Annika suspiró.

– Yes, entonces sigamos. ¿Qué escribes hoy, Berit?

– Bueno, he hablado con el chófer privado, está bastante bien. Y también he llamado a mi informador, pero pasa algo raro. Nadie quiere decir adónde fue Christina después de la fiesta. Las horas entre la medianoche y las tres y diecisiete son cada vez más misteriosas.

– Okey, tienes dos cosas; «Christina temía a las bombas. Habla el chófer particular», y «Sus últimas horas. Crece el misterio». ¿Patrik?

– Bueno, acabo de llegar, pero he tenido tiempo de hacer unas llamadas. Esta noche Tigern estará en busca y captura en Interpol.

– Vaya -dijo Annika-. ¿En todo el mundo?

– Sí, eso creo. Zona dos, dijeron.

– Eso es Europa -dijeron Berit y Annika a la vez y comenzaron a reír.

– ¿Algún país en particular?

– No lo sé -respondió Patrik.

– Bueno, tú te encargarás de lo que ocurra durante la noche -informó Annika-. Yo no tengo mucho de qué escribir, pero me he enterado de unas cuantas sorpresas. ¡Escuchad!

Les habló sobre el primer marido de Christina Furhage, el viejo y riquísimo director, su hijo muerto y la hija pirómana, sobre la devastadora relación amorosa de Evert Danielsson y su incierto futuro, sobre el inesperado arrebato de Helena Starke y que era lesbiana militante.

– ¿Por qué remueves esas cosas? -preguntó Patrik escéptico.

Annika le miró con indulgencia.

– Porque, bonito, este tipo de research humano es el que al final desemboca en lo mejor del periodismo: causa y efecto, el conocimiento de la persona en particular y su influencia en la sociedad. Lo aprenderás con los años.

Patrik parecía no creerla.

– Yo sólo quiero escribir titulares -respondió.

Annika esbozó una sonrisa.

– Bien. ¿Hemos terminado?

Berit y Patrik se fueron. Ella escuchó el Eko antes de ir a la «reunión de las seis», como la gente la llamaba. Eko continuó con la noticia del Morgontidningen sobre las minucias jurídicas y a continuación dedicó mucho tiempo a las elecciones parlamentarias de Pakistán. Annika apagó la radio.

Pasó por la cocina y se bebió un gran vaso de agua camino de la reunión. El mareo del glögg, gracias a Dios, había desaparecido.

El director estaba solo cuando ella entró. Parecía de buen humor.

– ¿Buenas noticias?

– No demasiado. Dicen que venden muy poco. He tenido un maravilloso combate con la gente de marketing, y eso siempre anima. ¿Y a ti, cómo te va?

– El titular sobre los códigos de alarmas en el periódico de hoy ha sido muy desafortunado; iba a sacarlo en la reunión. He tenido un pequeño follón. Y además he descubierto algunos trapos sucios que Furhage tenía guardados. Quizá te lo pueda contar después, si tienes tiempo…

Ingvar Johansson, Pelle Oscarsson y Spiken, el segundo jefe de noche, entraron al mismo tiempo. Hablaban en voz alta y ruidosamente, se reían como hacen los hombres entre sí. Annika estaba sentada en silencio y esperaba a que los demás hicieran lo mismo.

– Hay una cosa que quiero discutir primero -anunció Anders Schyman, sacó una silla y se sentó-. Sé que nadie de esta habitación tiene que ver con ello, pero hago la pregunta en un plano general. Es acerca del titular en las páginas seis y siete de hoy, que dice «La solución está en los códigos de alarma». Esas últimas palabras no debían utilizarse, no podía haber ninguna duda después de la discusión de ayer. Sin embargo, el titular apareció en el periódico y fue una gilipollez. Voy a llamar a Jansson a su casa después de la reunión para preguntarle qué fue lo que pasó.

Annika sintió que las mejillas se le enrojecían a medida que el director hablaba. Luchaba por parecer despreocupada pero no lo conseguía. Todos en la habitación tenían claro qué conflicto asumía el director, y de qué lado estaba.

– Maldita sea, es extraño que necesite decir estas cosas. Creía que estaba completamente claro que las decisiones que se toman en estas reuniones y las órdenes que doy, debían cumplirse. A veces ocurre que sabemos cosas que no escribimos, y es decisión mía cuándo debe hacerse. El compromiso de Annika con su fuente era no nombrar los códigos de alarmas, cosa que ella hizo. Sin embargo ha pasado. ¿Cómo coño pudo ocurrir?

Nadie respondió, Annika miraba fijamente a la mesa. Se indignó al sentir que los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas, pero tragó y las obligó a retroceder.

– Okey -dijo Anders Schyman-. Ya que nadie tiene respuesta a esto aprendamos la lección y que no vuelva a ocurrir nunca más, ¿estamos de acuerdo?

Los hombres murmuraron algo sin articular, Annika volvió a tragar.

– Entonces comenzamos por los puntos del día -anunció el director-. Annika, ¿qué pasa en la redacción de sucesos?

Los labios de Ingvar Johansson esbozaron una mueca cuando ella irguió la espalda y carraspeó.

– Berit escribe dos artículos: por un lado ha estado con el chófer particular de Christina y le ha contado que ella tenía miedo a las bombas; por otro investiga lo que hizo Christina en sus últimas horas. Patrik tiene información de que esta noche saldrá una orden de busca y captura contra Tigern a través de Interpol. Él escribirá sobre la caza policial, mis fuentes ahora están muy frías. He estado con Evert Danielsson, el colaborador más cercano de Furhage, que hoy ha sido desplazado…

Calló y miró la mesa.

– Parece prometedor, pero mañana no habrá titular de la explosión -anunció Schyman y pensó en el experto en cifras. Según sus cálculos ninguna noticia vendía más de dos días, como mucho tres, sin importar su magnitud.

– Es el cuarto día y tenemos que cambiar de línea. ¿Qué titulares ponemos, en cambio?

– ¿Vamos a abandonar de verdad la hipótesis terrorista? -preguntó Spiken-. Creo que nos hemos olvidado por completo de ese lado de la noticia.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió el director.

– Todos los otros periódicos han tenido muy buena documentación sobre los diferentes actos terroristas en la historia de los Juegos Olímpicos; se ha especulado sobre qué grupos podrían ser los responsables. Nosotros ni siquiera lo hemos mencionado.

– Sé que no has trabajado estos últimos días, pero seguro que el periódico llega al kiosco de prensa de Järfälla -dijo Anders Schyman con tranquilidad.

Spiken se mordió el labio.

– Hemos dado la lista de los atentados olímpicos en los periódicos del sábado y el domingo, pero deliberadamente nos hemos abstenido de hacer comentarios poco éticos sobre los grupos terroristas que ponen bombas. En cambio hemos facilitado información propia de mejor calidad, y esperemos que el estúpido titular de hoy no nos lo haga pagar en el futuro. En lugar de rebuznar tras la pista terrorista hemos sido líderes de noticias, y debemos estar orgullosos de ello. Nuestras fuentes dicen que éste no es un atentado contra los Juegos Olímpicos, ni contra la organización ni contra las instalaciones. Nuestra información nos dice que es un acto personal contra Christina Furhage, y confiamos en nosotros mismos. Por eso mañana tampoco vamos a nombrar posibles grupos terroristas. ¿Pero con qué abrimos, redactor jefe?

De pronto Ingvar Johansson se mostró interesado y comenzó a soltar su gruesa lista. Annika tuvo que reconocer que era eficiente y que en general tenía buen juicio. Mientras él hablaba se percató de la mirada de rabia de Spiken. Se sintió aliviada cuando acabó la reunión y los hombres abandonaron la habitación.

– ¿De qué te has enterado hoy? -preguntó Schyman.

Annika le contó lo que sabía y le enseñó la foto de Christina de joven, de su marido y su hijo.

– Cuanto más profundizo en su pasado, más oscuro se vuelve -informó.

– ¿En qué acabara todo esto? -inquirió el director.

Ella dudó.

– Nada de lo que sabemos hasta ahora ha sido publicado. Pero en alguna parte de su armario está la aclaración de todo, estoy segura.

– ¿Qué te hace pensar que la verdad se pueda publicar?

Ella enrojeció.

– No lo sé. Sólo quiero confirmar que ahí está la clave, ir un paso por delante. Entonces podré hacer las preguntas correctas a la policía, con lo que seremos los primeros en conocer las respuestas.

El director sonrió.

– Está bien -dijo-. Estoy muy contento con tu trabajo de estos días. No te das por vencida, ésa es una buena cualidad, y si hace falta afrontas los conflictos cuando surgen. Eso es todavía mejor.

Annika bajó la mirada y enrojeció aún más.

– Gracias.

– Ahora voy a llamar a Jansson y preguntarle qué pasó anoche con el desafortunado titular.

Ella fue a su despacho y de repente se percató de lo hambrienta que estaba. Fue a buscar a Berit y le preguntó si podía acompañarla al restaurante de empleados. Aceptó, así que cogieron sus cupones de comida y se fueron. Aquella noche servían jamón navideño con patatas y puré de manzana.

– Dios mío -comentó Berit-. Ya hemos empezado. No cambiarán de menú hasta después de Año Nuevo.

Pasaron del jamón y optaron por el bufé de ensaladas. El gran local estaba casi vacío y se sentaron en una esquina.

– ¿Qué crees que hizo Christina después de medianoche? -preguntó Berit y mordisqueó un trozo de zanahoria.

Annika reflexionó mientras comía algo de maíz.

– Se fue del bar a medianoche, con una conocida marimacho. Podrían haber ido a algún sitio juntas.

– Helena Starke estaba borracha como una cuba. Quizá Christina la acompañó a casa.

– ¿Cómo? ¿En el autobús nocturno?

Annika agitó la cabeza y siguió razonando.

– Tenía tarjeta de taxi, dinero y cerca de dos mil quinientos empleados que podían conseguir que un colaborador la llevara a casa. ¿Por qué tenía ella, jefa máxima de los Juegos Olímpicos, Mujer del Año, que acompañar a una lesbiana borracha como una cuba al metro? No tiene lógica.

Las dos tuvieron la misma idea.

– A no ser que…

– ¿Tú crees…?

Comenzaron a reírse. La idea de que Christina Furhage fuera una lesbiana encubierta era demasiado absurda.

– Quizá fueron juntas a registrar su relación -dijo Berit y Annika se desternilló de risa.

Pero se recompuso casi de golpe.

– ¿Y si fuera así? ¿Y si hubieran tenido una relación?

Continuaron mordisqueando la ensalada mientras asimilaban la idea.

– ¿Por qué no? -preguntó Annika-. Helena Starke gritó que conocía a Christina mejor que nadie.

– Eso no quiere decir que se acostaran.

– Es verdad -respondió Annika-. Pero también puede que sí.

Una de las empleadas del restaurante se acercó a su mesa.

– Disculpen, ¿alguna de ustedes es Annika Bengtzon?

– Sí, soy yo -contestó Annika.

– La buscan en redacción. Dicen que el Dinamitero ha vuelto a actuar.


Annika llegó cuando ya estaban todos reunidos en el despacho del director. Nadie levantó la vista cuando entró; todavía tenía algunos pedazos de maíz entre los dientes y el bolso colgando del hombro. Los hombres preparaban la estrategia para exprimir al máximo la teoría terrorista.

– Llevamos un retraso tremendo -anunció Spiken en voz más alta de lo necesario. Annika comprendió. Al volver del restaurante había podido oír que algo había ocurrido. Se sentó al final de la mesa, la silla se corrió, tropezó con sus piernas y estuvo a punto de caerse al suelo. Todos callaron y esperaron.

– Lo siento -dijo ella, y la palabra quedó en el aire con su doble sentido. Se rió de su mala suerte. ¡Ahora tendría que comerse toda la mierda! Hacía sólo una hora que había estado sentada en esta misma mesa y había defendido la idea de que el Dinamitero iba tras Christina Furhage, que no había ninguna conexión con los Juegos y de repente ¡bum! Una explosión más, contra otro edificio olímpico.

– ¿Tenemos a alguien allí? -preguntó Schyman.

– Patrik Nilsson está en camino -respondió Spiken con voz aplomada-. Llegará al pabellón de Sätra en menos de diez minutos.

– ¿El pabellón de Sätra? -exclamó Annika sorprendida-. Creía que había estallado en uno de los estadios olímpicos.

Spiken la miró con aires de superioridad.

– El pabellón de Sätra es un estadio olímpico.

– ¿En qué especialidad? ¿Estadio de entrenamiento para los lanzadores de peso?

Spiken retiró la mirada.

– No, salto con pértiga.

– La cuestión es qué vamos a hacer -cortó Anders Schyman-. Debemos resumir lo que los otros medios han hecho estos días sobre la hipótesis terrorista e intentar que parezca que nosotros también la hemos seguido. ¿Quién lo hace?

– Janet Ullman trabaja esta noche, la podemos llamar algo más temprano -dijo Ingvar Johansson.

Annika sintió que el mareo la invadía, tiraba de ella en un semicírculo hacia el suelo y luego subía por las paredes. Pesadilla, pesadilla, ¿cómo podía haberse equivocado tanto? ¿Realmente le había mentido sistemáticamente la policía? Se había jugado su prestigio para que el periódico cubriera la investigación a su manera. ¿Podría continuar como jefa después de esto?

– Tenemos que ver cómo está la seguridad en otras instalaciones -dijo Spiken-. Debemos llamar a más gente, otro equipo nocturno, otro grupo de noche…

Los hombres volvieron los pechos los unos hacia los otros y dieron la espalda a Annika, sentada en la esquina. Las voces se unieron en una algarabía resonante; ella se reclinó y luchó por conseguir aire. Estaba acabada, sabía que estaba acabada. ¿Cómo diablos podría continuar en el periódico después de esto?

La reunión fue corta y concisa, el acuerdo era total. Todos querían salir a la redacción y enfrentarse al acto terrorista. Solamente Annika se quedó sentada en la esquina. No sabía cómo podría salir de ahí sin romperse, el llanto le colgaba del cuello como una rueda de molino.

Anders Schyman se dirigió al escritorio e hizo una llamada, Annika oyó los altibajos de su voz. A continuación se acercó y se sentó en una silla a su lado.

– Annika -dijo intentando captar su mirada-. No pasa nada, ¿oyes lo que digo? ¡No te preocupes!

Ella volvió el rostro y parpadeó entre lágrimas.

– Todo el mundo puede equivocarse -continuó el director en voz baja-. Es la verdad más antigua del mundo. Yo también estaba equivocado, razoné igual que tú, pero han ocurrido otras cosas que hacen que tengamos que replanteárnoslo todo. Ahora lo que importa es sacar el mejor partido de esta situación, ¿sabes? Te necesitamos en este trabajo. Annika…

Ella respiró profundamente y miró sus rodillas.

– Sí, tienes razón -dijo ella-. Pero me siento fatal, estaba tan segura de que mi teoría era cierta…

– Quizá todavía lo sea -añadió Schyman pensativo-. Por improbable que parezca, puede que Christina Furhage tuviera una conexión personal con el pabellón de Sätra.

Annika no pudo evitar reírse.

– Lo dudo.

El director le puso la mano sobre el hombro y se levantó. -No dejes que esto te desanime. En esta historia has tenido razón en todo lo demás.

Ella hizo una mueca y también se levantó.

– ¿Cómo nos enteramos de la nueva explosión? ¿Fue Leif quien llamó?

– Sí, él o Smidig, de Norrköping, fue uno de ellos.

Schyman suspiró mientras se acomodaba en la silla detrás del escritorio.

– ¿Piensas ir ahí esta noche? -preguntó.

Annika colocó la silla y movió la cabeza.

– No, no es buena idea. Que Patrik y Janet se encarguen esta noche. Yo me pondré a ello mañana.

– Okey. Creo que deberías descansar cuando todo se haya calmado. En este último fin de semana has acumulado una semana de vacaciones.

Annika esbozó una sonrisa.

– Sí, creo que haré eso.

– Vete a casa y deja que los chicos se encarguen esta noche; están acelerados.

El director descolgó el teléfono para mostrar que la conversación había terminado. Ella cogió el bolso y salió de la habitación.

La redacción bullía con la concentración que se produce como cuando ha ocurrido algo grande. En la superficie todo parecía bastante tranquilo, pero la tensión se sentía en los ojos vigilantes de los jefes y en las rígidas espaldas de los maquetistas. Las palabras volaban cortas y concisas, los reporteros y los fotógrafos se dirigían rápida y decididamente hacia la salida. Hasta las telefonistas eran arrastradas por el flujo de noticias, su tono se volvía grave y los dedos volaban más raudos sobre la centralita. Normalmente Annika disfrutaba de esta sensación, pero ahora resultaba desagradable cruzar la sala.

Fue Berit quien la salvó.

– ¡Annika! ¡Ven, vas a oír algo!

Berit se había traído su plato de ensalada y estaba sentada en el cuarto de la radio, el espacio junto a la redacción de sucesos que tenía acceso a todas las frecuencias de radio de la policía de la provincia de Estocolmo y a una frecuencia nacional. Una de las paredes estaba cubierta de pequeños altavoces con sus correspondientes interruptores y reguladores de volumen. Berit tenía encendido el que debía corresponder al distrito de policía de Söder y la City, los que debían encargarse de la investigación de la explosión del pabellón de Sätra. Annika sólo oyó pitidos y zumbidos.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Qué ha pasado?

– No estoy segura -respondió Berit-. Se escuchaba a la policía hace unos minutos. Comenzaron a llamar a la central por el secráfono…

En ese mismo momento comenzó de nuevo el parloteo. La policía de Estocolmo tenía dos canales codificados que a veces llamaban skramlade, del inglés scrambled [«perturbar», «alterar»]. Se oía hablar a alguien, pero lo que se decía era completamente incomprensible. Sonaba como si el Pato Donald hablara al revés. Los canales con secráfono rara vez se utilizaban y eran sobre todo los de antidroga quienes lo hacían. La policía secreta también lo usaba a veces en grandes operaciones, cuando se sospechaba que los criminales tenían acceso a las frecuencias de radio de policía. Una tercera razón podía ser que la información era tan delicada que querían mantenerla en secreto por alguna razón.

– Tenemos que comprar un equipo descodificador -dijo Annika-. Si no, puede que nos perdamos grandes cosas.

La conversación acabó y los silbidos y zumbidos continuaron en los otros canales. Annika dejó que su mirada se deslizara por los altavoces. Los ocho distritos policiales de la región de Estocolmo utilizaban dos sistemas de radio de policía distintos, Sistema 70 y Sistema 80.

El S70 tenía los canales que comenzaban por 79 megaherzios o más, el S80 comenzaba en los 410 megaherzios y se llamaba así porque comenzó a usarse en los años ochenta. La idea era que todos hubieran pasado al S80 diez años atrás, pero a causa de la espectacular reorganización de la policía durante los últimos decenios, no les había dado tiempo.

Annika y Berit escucharon expectantes los chasquidos y los pitidos eléctricos durante algunos minutos, luego una voz de hombre rompió la niebla electrónica del canal 02 del distrito Sur:

– Aquí el veintiuno.

Las cifras significaban que la llamada procedía de un coche patrulla de Skärholmen.

La respuesta de la central de alarmas de Kungsholmen llegó unos segundos después.

– Adelante veintiuno.

– Necesitamos una ambulancia en la dirección… bueno, en realidad una fiambrera…

Aparecieron de nuevo los chasquidos, Annika y Berit se miraron en silencio. La «fiambrera» era el coche fúnebre. «La dirección» era sin lugar a dudas el pabellón de Sätra; no ocurría otra cosa en la zona Sur entonces. La policía solía expresarse así cuando no quería hablar con claridad por la radio; hablaban del Lugar o la Dirección y a los sospechosos se les denominaba Objeto.

La central de alarmas volvió a aparecer:

– Veintiuno, ¿ambulancia o fiambrera? Cambio.

Tanto Annika como Berit se inclinaron hacia adelante, la respuesta era decisiva.

– Ambulancia. Cambio…

– Un muerto, pero no tan destrozado como Furhage -anunció Annika.

Berit asintió.

– Al parecer la cabeza sigue en su sitio, pero el resto está bien muerto -dijo.

Para que un policía tenga autoridad para constatar una muerte, la cabeza debe estar separada del cuerpo. Por lo visto éste no parecía ser el caso, aun cuando evidentemente la persona en cuestión estaba muerta. Si no la policía no hubiera hablado de un coche fúnebre, la fiambrera. Annika salió a la redacción.

– Parece ser que hay un muerto -comunicó.

Todos los que estaban alrededor del gran complejo de mesas donde el periódico se maquetaba por la noche se detuvieron y la miraron.

– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó Spiken inexpresivo.

– La radio de la policía -respondió-. Voy a llamar a Patrik.

Se dio la vuelta y se encaminó a su despacho. Patrik contestó a la primera señal; como de costumbre, debía tener el teléfono en la mano.

– ¿Qué pasa por ahí? -preguntó Annika.

– Joder, está lleno de coches de policía -gritó el reportero.

– ¿Puedes entrar? -dijo Annika e intentó que el tono de voz fuera normal.

– No, no hay manera -vociferó Patrik-. Han acordonado todo el complejo deportivo de Sätra.

– ¿Te han informado si ha habido alguna víctima?

– ¿Qué?

– ¿Te han informado si hay alguna víctima?

– ¿Por qué chillas? No, ninguna víctima, aquí no hay ninguna ambulancia ni ningún coche fúnebre.

– Va una en camino, lo hemos oído por la radio de la policía. Quédate ahí y luego informa a Spiken, yo me voy a casa.

– ¿Qué? -tronó en el auricular.

– Ahora me voy a casa. ¡Habla con Spiken! -gritó Annika.

– ¡Okey!

Annika colgó y vio que Berit estaba en el umbral de la puerta doblada de risa.

– No necesitas decir con quién hablabas -dijo Berit.


El reloj marcaba algo más de las ocho cuando llegó a su piso de Hantverkargatan. Había cogido un taxi y sufrió un auténtico mareo en el asiento trasero. El taxista estaba enfadado por algo que el periódico había escrito y se metió con la responsabilidad de los periodistas y la autocracia de los políticos.

– Hable con alguno de los reporteros, yo sólo limpio las escaleras -había respondido Annika y había echado la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. El mareo se convirtió en malestar mientras el coche circulaba entre los carriles de Norr Mälarstrand.

– ¿No te encuentras bien? -indagó Thomas, que salió al recibidor con un paño de cocina en la mano.

Ella suspiró profundamente.

– Sólo estoy un poco mareada -respondió y se retiró el pelo de la cara con las dos manos. El pelo estaba completamente pegajoso, tenía que lavárselo al día siguiente por la mañana-. ¿Queda algo de comida?

– ¿No has comido en el trabajo?

– Media ensalada, ocurrió algo…

– En la cocina hay lomo de cerdo con patatas.

Thomas se colocó el paño de cocina sobre el hombro y se encaminó hacia la cocina.

– ¿Los niños están durmiendo?

– Desde hace una hora. Estaban agotados, creo que Ellen se está poniendo enferma. ¿Estaba cansada por la mañana?

Annika recapacitó.

– No, especialmente. Quizá algo mimosa, la llevé en brazos hasta el autobús.

– Ahora mismo no puedo tomarme días libres -dijo Thomas-. Si enferma tendrás que ocuparte tú.

El enfado se apoderaba de Annika.

– Ahora no puedo faltar al trabajo, ¿no lo entiendes? Ha habido otra muerte relacionada con los Juegos Olímpicos esta noche, ¿no lo has oído en las noticias?

Thomas se dio la vuelta.

– ¡No las he oído! -contestó-. Sólo escuché el Eko por la tarde, no dijeron nada de ningún muerto.

Annika entró en la cocina. Parecía como si hubiera caído una bomba, pero sobre la mesa le esperaba su ración. Thomas había servido en el plato patatas, lomo, salsa de crema, champiñones y una ensalada. Junto al vaso había una cerveza que hacía un par de horas estaba helada. Ella colocó el plato en el microondas y lo ajustó a tres minutos.

– La ensalada estará asquerosa -comentó Thomas.

– Todo me ha salido mal -dijo Annika-. He obligado al periódico a abandonar la hipótesis terrorista, pues yo había recibido otra información de la policía. Parece ser que he metido la pata hasta el fondo; hoy por la noche ha explotado otra bomba en el pabellón de Sätra.

Thomas se sentó a la mesa y tiró el paño de cocina al fregadero.

– ¿El pabellón deportivo? Apenas tiene gradería, allí no se puede competir en unos Juegos Olímpicos.

Annika se puso un vaso de agua y recogió el paño.

– No lo tires aquí, está todo pringoso. Todos los jodidos pabellones deportivos de la ciudad parecen tener algo que ver con los Juegos. Por lo visto hay más de cien instalaciones que, de una u otra manera, están relacionadas con ellos, como estadios o instalaciones para entrenamiento o pistas de calentamiento.

El microondas dio tres pequeños pitidos y mostró que el tiempo se había completado. Annika cogió el plato y se sentó frente a su marido. Engulló en silencio.

– ¿Qué tal día has tenido? -preguntó y abrió la más que templada cerveza.

Thomas suspiró y se estiró.

– Bueno, había pensado acabar la reunión preparatoria del día veintiuno, pero hoy no pude. El teléfono no dejó de sonar en todo el día. La cuestión regional no deja de crecer; lo cierto es que es muy divertido, pero a veces lo único que hago es ir a reuniones y hablar por teléfono.

– Mañana los recojo temprano. Entonces quizá puedas terminar algo -dijo Annika, con repentinos sentimientos de culpabilidad. Masticó el lomo, que el microondas había dejado algo seco.

– Había pensado mirar alguno de los informes. Los ha redactado uno de los chicos jóvenes, ha estado escribiéndolos durante meses. Probablemente sean totalmente ilegibles. Suele ocurrir cuando un funcionario trabaja demasiado tiempo con un texto. El sueco administrativo es completamente impenetrable.

Annika esbozó una sonrisa. A veces le asaltaba una mala conciencia inmensa. No sólo era una jefa desequilibrada y una reportera sin valor, sino también una mujer rancia y una madre pésima.

– Vete a hacer tus cosas. Yo recojo esto.

Él se inclinó hacia adelante y la besó en la boca.

– Te quiero -dijo-. Hay un jamón de Navidad en el horno. Sácalo cuando esté a setenta y cinco grados.

Annika abrió sorprendida los ojos.

– ¿Has encontrado el termómetro de cocina? -preguntó-. ¿Dónde estaba?

– En el cuarto de baño, junto al termómetro de la fiebre. Le puse el termómetro a Ellen cuando llegamos a casa, y ahí estaba. Creo que ha sido Kalle el que lo puso ahí, es bastante lógico. Pero, por supuesto, él lo niega en redondo.

Annika tiró de Thomas y le besó apasionadamente en la boca.

– Yo también te quiero -le dijo.

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