Jueves 21 de diciembre

El olor a jamón recién asado aún flotaba en el aire cuando ella se despertó, una de las pocas bendiciones del estropeado extractor de humos. Adoraba el jamón de Navidad recién asado, pero tenía que estar bien caliente, recién sacado del horno, cuando la capa de sal todavía gotea. Inspiró profundamente y retiró la manta. Ellen se movía en sueños a su lado. Annika besó a la niña en la frente y acarició sus pequeñas y redondas piernecitas. Hoy tenía que llegar a tiempo al trabajo para acabar a su hora y poder recoger a los niños a las tres.

Se metió en la ducha y dejó que su orina matinal cayera directamente en el desagüe. El fuerte olor subió junto al vapor del agua caliente y la golpeó en la cara, lo que instintivamente le hizo volver la cabeza. Se lavó el pelo con champú anticaspa y maldijo al descubrir que el frasco de acondicionador estaba vacío. Ahora tendría el pelo ensortijado hasta el siguiente lavado.

Salió de la ducha, se secó, recogió el agua que había caído en el suelo, se puso bastante desodorante bajo los brazos y se embadurnó la cara de crema. El eczema no quería desaparecer y se puso un poco de cortisona para prevenir. Maquillaje, sombra de ojos en las cejas, y ya estaba lista.

Se deslizó al dormitorio y abrió la puerta del vestidor. El chirrido hizo que Thomas se diera la vuelta en sueños. Se había quedado leyendo sus informes hasta mucho después de que ella se hubiera acostado. El trabajo preparatorio del informe sobre la cuestión regional, del que Thomas era responsable, en realidad tenía que estar acabado en enero. Pero el administrativo encargado todavía no había escrito los informes parciales sobre los que se tenía que basar, y Thomas cada vez se sentía más presionado. Se dio cuenta de que él debía de estar tan estresado como ella, a pesar de que sus plazos estuvieran más lejanos que los suyos.

Se sentía navideña y se puso un top de tricot rojo, a juego con una chaqueta y pantalones negros. Estaba lista justo cuando Rapport comenzaba su primera transmisión del día, a las seis y media de la mañana.

Las imágenes del pabellón de Sätra no eran especialmente dramáticas. El equipo de televisión al parecer no había podido traspasar el acordonamiento, sólo tenían imágenes de las cintas azules y blancas agitándose en el viento de la noche. El comentarista leía que la explosión había tenido lugar en el vestuario de la parte antigua del edificio. En su interior los bomberos habían encontrado los restos de un hombre muerto.

Había una disputa entre el sindicato de la policía y el de los bomberos sobre quién debía recoger los pedazos de las personas accidentadas. Los bomberos se negaban a hacerlo y decían que no era responsabilidad suya. La policía aducía lo mismo. A este dilema sindical Rapport le dedicó una gran parte de la transmisión, e incluso hablarían de ello en el debate de la mañana.

Posteriormente apareció un reportero paseando por el vacío pabellón de deportes de algún suburbio, gritando «hola». Nadie respondía, y al reportero esto le parecía un escándalo.

– ¿Qué hace la policía para vigilar esas instalaciones? -era la retórica pregunta final. El jefe de prensa de la policía, terriblemente cansado, salía en imagen y decía que era totalmente imposible tener siempre vigilado cada rincón de las instalaciones olímpicas.

– ¿Cómo podrán hacerlo durante los Juegos? -preguntaba el reportero en tono insinuante.

El jefe de prensa resopló y Annika comprendió que la policía se enfrentaba al debate que había intentado evitar. La discusión sobre la seguridad durante los Juegos sería por supuesto más airada cuanto más tardaran en detener al Dinamitero. Samaranch salía en pantalla y decía al reportero de Reuters que los Juegos no estaban en peligro.

La retransmisión acababa con el avance de un análisis de la reunión del Banco Central que tendría lugar por la mañana; ¿qué pasaría con los tipos de interés? No habría cambios, creía el reportero, y seguro que subirían o bajarían, pensó Annika. Apagó y cogió los periódicos de la mañana junto a la puerta de la calle. Ninguno tenía otras noticias que las de la mañana. No aparecía el nombre del hombre muerto, un reportero había estado en otras instalaciones y había gritado «hola», Samaranch y el jefe de prensa de la policía decían lo mismo que acababan de decir en la televisión. Ninguno de los periódicos había conseguido material gráfico interesante en el lugar de la explosión, no lo vería hasta que llegara a la redacción y cogiera los periódicos de la tarde.

Desayunó leche cuajada con sabor a fresa y cereales, se secó el pelo con el secador, lo alisó y se abrigó bien. El tiempo había cambiado por la noche, comenzaba a ventear y a nevar. Su plan original era coger el autobús 56 hasta el periódico, pero cambió de idea rápidamente cuando la primera ráfaga de nieve le dio en la cara y le estropeó el maquillaje. Cogió un taxi. El Eko de las siete comenzó justo cuando ella aterrizaba en el asiento trasero. Hasta la inteligente redacción del Eko había salido por la noche a decir «hola», el jefe de prensa de la policía estaba cansado y presionado y Samaranch comenzaba a resultar pesado. Hizo oídos sordos y se quedó viendo pasar las fachadas de la Norr Mälarstrand, una de las calles más caras de Suecia. No podía entender por qué. Las casas no eran nada especial. Tenían estrechas fachadas frente al agua, algunas con balcones, eso era todo. Pero la vía de intenso tráfico hacía imposible sentarse a disfrutar de la vista. Pagó con la tarjeta Visa y confió en que el periódico se lo reembolsara.

Los días de diario Annika siempre cogía un ejemplar del periódico del gran expositor de la entrada. Generalmente le solía dar tiempo a hojear hasta la mitad antes de subir en ascensor al cuarto piso, pero hoy no. El periódico estaba tan lleno de anuncios que apenas se podían pasar las hojas.

Spiken ya se había ido a casa; era un alivio. Ingvar Johansson acababa de llegar y estaba sentado con su primera taza de café, profundamente concentrado en uno de los periódicos de la mañana. Ella cogió el Konkurrenten y una taza de plástico de la cafetera automática y se dirigió a su despacho sin saludar.

Los periódicos tenían el nombre y la fotografía de la víctima. Era un obrero de la construcción de Farsta, de treinta y nueve años, llamado Stefan Bjurling, casado y padre de tres hijos. Estaba contratado desde hacía quince años por una de las múltiples subcontratas que utilizaba el comité organizador de los Juegos. Patrik había hablado con su jefe.

«Stefan era el capataz más competente que se podía tener en una obra -decía el jefe de la víctima-. Asumía responsabilidades, acababa a tiempo, trabajaba hasta que todo estuviera listo. Nunca había descuidos en el grupo de Stefan.»

Además Stefan Bjurling era muy popular y apreciado por su admirable gracia y su buen humor.

«Era un buen colega, era divertido trabajar con él, siempre estaba contento», decía otro compañero.

Annika sintió cómo crecía la ira en su interior, ¡maldito el cerdo que había asesinado a este hombre y había arruinado la existencia a su familia! Tres niños pequeños que habían perdido a un padre… podía imaginarse cómo reaccionarían Ellen y Kalle si Thomas muriera de repente. ¿Qué hubiera hecho ella? ¿Cómo se sobrevive a desgracias así?

«Y qué manera más jodida de morir», pensó y se sintió ligeramente mareada cuando leyó la descripción preliminar de la policía sobre cómo había ocurrido el asesinato. Al parecer le habían atado una carga explosiva, más o menos a la altura de los riñones. El hombre estaba atado a una silla, con las manos y los pies encadenados, antes de que tuviera lugar la explosión. No se sabía qué tipo de explosivo se había utilizado ni cómo se había activado la carga, pero al parecer el asesino había usado una especie de reloj o mecanismo retardado.

– ¡Joder! -se dijo a sí misma Annika en voz alta, y se preguntó si no se podría haber ahorrado a los lectores los detalles más escabrosos.

Podía ver al hombre sentado, el tictac de la bomba en la espalda, luchando por soltarse. ¿Qué se piensa en un momento así? ¿Se ve pasar la vida por delante? ¿Pensó en sus hijos? ¿En su mujer? ¿O sólo en las cuerdas de las manos? El Dinamitero no sólo era un jodido chalado, sino que también parecía ser un sádico. Le dio un escalofrío, a pesar del calor seco de la habitación.

Pasó las hojas de la vivida descripción de Janet Ullberg acerca del eco en otro pabellón vacío a medianoche y comenzó a ojear los anuncios. Una cosa estaba clara: había demasiados juguetes en el mundo.

Salió a buscar otro café y al volver se dio una vuelta por la sala de los fotógrafos. Johan Henriksson tenía el turno de mañana y estaba sentado leyendo el Svenska Dagbladet.

– Joder, qué muerte más asquerosa, ¿no? -dijo Annika y se sentó en un sillón frente a él.

El fotógrafo asintió con la cabeza.

– Sí, no parece estar bien de la cabeza. Nunca había oído hablar de nada parecido.

– ¿Tienes ganas de ir a echar un vistazo? -preguntó Annika, esperanzada.

– Está demasiado oscuro todavía -respondió Henriksson-. No se va a poder ver una mierda.

– Fuera no, pero ahora quizá se pueda entrar. A lo mejor ya no está acordonado.

– Lo dudo, no creo que hayan barrido los restos del tío.

– Los obreros deberían acudir por la mañana, los compañeros de trabajo…

– Ya hemos hablado con ellos.

Annika se levantó irritada.

– ¡Pasa de todo entonces!, esperaré a que venga otro fotógrafo que quiera mover el culo…

– ¡Vale, vale, vale! -dijo Henriksson-, ya voy, no intentaba escabullirme.

Annika se detuvo y se esforzó por sonreír.

– Okey, me he acalorado demasiado. Sorry. Sólo quería ser entusiasta.

– Vale -contestó Henriksson y fue a buscar la bolsa de las cámaras.

Annika se bebió el café y fue a ver a Ingvar Johansson.

– ¿Sabes si el turno de la mañana necesita a Henriksson, o me lo puedo llevar al pabellón de Sacra?

– El turno de mañana no tendrá ni una línea a no ser que estalle una guerra mundial. El periódico está lleno hasta arriba-respondió Ingvar Johansson y cerró el Konkurrenten-. Tenemos un incremento de dieciséis páginas en la primera edición, hay anuncios en cada página. Además tienen un equipo en la calle cubriendo el caos de tráfico por la tormenta de nieve, pero no entiendo dónde creen que van a publicarlo.

– Ya sabes dónde comunicarte con nosotros -anunció Annika y fue a su despacho a recoger el abrigo.

Cogieron uno de los coches del periódico; Annika condujo. El pavimento estaba en verdadero mal estado, el tráfico en Essingeleden se deslizaba a cincuenta por hora.

– No me extraña que haya choques en serie -dijo Henriksson.

Por lo menos comenzaba a clarear, eso ya era algo. Annika se dirigió hacia el sur a través de la combinada E4 y E20; el tráfico aligeró algo y aumentó a sesenta. Tomó la salida de Segeltorp, Sätra, Bredäng y Mälarhöjden y condujo lentamente por Skärholmsnvägen, pasando el centro de Bredäng. A la derecha se vislumbraban filas y filas de idénticos adosados amarillos con fachadas de ladrillo; a la izquierda había casas de chapa bajas y tristes que debían ser almacenes o pequeños talleres.

– Me parece que te has pasado de donde teníamos que girar -anunció Henriksson en el mismo momento en que el pabellón de Sätra flameaba entre el aguanieve, a la derecha del coche.

– ¡Mierda! -exclamó Annika-. Tendremos que ir hasta el centro de Sätra y dar la vuelta.

Le dio un escalofrío al ver las grandes casas grises cuyos últimos pisos desaparecían tras la cortina de nieve. Una vez había estado dentro de uno de esos pisos; fue cuando Thomas quiso comprarle la primera bicicleta a Kalle. Había que comprar una de segunda mano, opinaba Thomas, resultaba más barato y bueno para reciclar. Por eso compraron un ejemplar del Segunda mano y leyeron los anuncios. Cuando Thomas encontró una bicicleta asequible tuvo miedo a que fuera robada. No la pagó hasta ver con sus propios ojos el recibo de compra y al niño que la había usado. La familia vivía en una de estas casas.

Annika dejó tras de sí las barracas de alquiler y condujo por Eksätravägen. En Björksätravägen dobló a la izquierda. La explosión tuvo lugar en el vestuario 6, el de los arbitros, que estaba en la parte trasera, entre el pabellón de atletismo y la vieja pista de hielo.

– Acordonado -constató Henriksson.

Annika no respondió, sino que dio media vuelta con el coche. Regresó y aparcó entre los montones de nieve en un aparcamiento desierto, al otro lado de Eksätravägen.

Se detuvo a observar el edificio. Estaba cubierto de paneles de madera de color rojo. El frontispicio tenía forma de OVNI irregular; el tejado, muy plano a los lados, se transformaba en un arco inclinado que acababa en una cresta ligeramente sesgada.

– ¿Has estado aquí antes? -le preguntó a Henriksson.

– Never -respondió él.

– Coge las cámaras y vamos a ver si podemos entrar por otro sitio -dijo ella. Trotaron por la nieve y llegaron a la parte trasera del pabellón. Si Annika había calculado bien, debían encontrarse en el lado opuesto a la entrada principal.

– Esto parece ser una entrada de mercancías -dijo ella y anduvo a duras penas hacia el centro de la fachada. La puerta estaba cerrada. Se apresuraron por la nieve, doblaron la esquina y siguieron a lo largo del lateral del edificio. En el centro había dos pequeñas puertas que recordaban a las de los balcones: «salidas de emergencia», pensó Annika. La primera estaba cerrada pero la otra no tenía echado el cerrojo. No se veían cintas de acordonamiento. El estómago de Annika dio un vuelco de alegría.

– Bienvenidos -susurró y abrió la puerta.

– ¿Se puede entrar así por las buenas? -inquirió Henriksson.

– Claro que se puede -respondió Annika-. Sólo hay que poner una pierna delante de la otra repetidamente, evitando caerse.

– Sí claro, pero ¿no es allanamiento o algo así? -argüyó Henriksson, nervioso.

– Ya veremos, pero no lo creo. Esto es un pabellón deportivo municipal, propiedad de la ciudad de Estocolmo. La puerta no está cerrada y está abierto al público. No debería haber ningún problema.

Henriksson entró con una expresión de escepticismo en el rostro, Annika cerró la puerta tras ellos.

Se encontraban en la parte de arriba de la gradería del pabellón. Annika miró a su alrededor: era un bonito edificio. Siete arcos de madera encolada sostenían toda la estructura. La extraña cresta del frontispicio tipo OVNI resultó ser una serie de cristaleras en lo alto del techo. Una pista de atletismo en declive dominaba la arena; al fondo a la derecha estaba el foso y las instalaciones para el salto con pértiga. Al otro lado de las pistas había una hilera de algo que parecían oficinas.

– Allí lejos hay luz -informó Henriksson y señaló hacia la secretaría, al fondo a la izquierda.

– Entonces vamos ahí -dijo Annika.

Siguieron el camino y llegaron a lo que debía ser la entrada principal del pabellón. Oyeron llorar a alguien en un lugar contiguo. Henriksson se detuvo.

– ¡No, joder! -exclamó-. ¡No quiero seguir!

Annika no le prestó atención sino que continuó hacia la oficina de donde provenían los llantos. La puerta estaba entreabierta, llamó con cuidado y esperó una respuesta. Al no recibir ninguna empujó la puerta y miró. El cuarto parecía estar en obras; de las paredes salían cables eléctricos, había un gran agujero en el suelo, tablones y una taladradora sobre una mesa de trabajo. Una mujer rubia joven estaba sentada en una silla en medio del desorden y lloraba.

– Disculpa -dijo Annika-. Soy del periódico Kvällspressen. ¿Te puedo ayudar en algo?

La mujer continuó llorando como si no hubiera oído a Annika.

– ¿Quieres que llame a alguien para que te ayude? -preguntó Annika.

La mujer no la miró sino que siguió gimoteando con las manos en el rostro. Annika esperó en silencio un rato en el umbral, luego se dio la vuelta y se dispuso a cerrar la puerta.

– ¿Cómo es posible que alguien sea tan malvado? -preguntó la mujer.

Annika se detuvo y volvió de nuevo hacia la mujer.

– No lo sé -contestó-. Es totalmente incomprensible.

– Me llamo Beata Ekesjö -dijo la mujer y se sonó con un trozo de papel higiénico. Se secó las dos manos con otro trozo y luego alargó la mano para saludar. Annika la tomó sin pestañear. ¡Qué importante es la forma de dar la mano! Todavía recordaba la primera vez que había saludado a una persona enferma de sida, una joven que había sido contagiada al nacer su segundo hijo. La madre había recibido sangre de la sanidad sueca y el virus mortal de regalo. Durante todo el camino de vuelta la mano le había quemado por su cálido y suave apretón. Otra vez le presentaron al presidente de un club de Hell's Angels. Annika había alargado la mano para saludar, pero el presidente la miró fijamente a los ojos mientras se chupaba lentamente la mano derecha desde la palma hasta las yemas.

– La gente está totalmente loca -dijo, y estiró la mano pringosa de baba. Annika la estrechó sin dudar ni un segundo. La imagen surgía ahora que le estrechaba la mano a la mujer que lloraba y sentía los restos de lágrimas y mocos entre los dedos.

– Me llamo Annika Bengtzon.

– Tú has escrito sobre Christina Furhage -contestó Beata Ekesjö-. Tú has escrito sobre Christina Furhage en el Kvällspressen.

– Sí, soy yo.

– Christina Furhage era la mujer más fantástica que existe -dijo Beata Ekesjö-. Por eso es una pena que ocurriera esto.

– Sí, por supuesto -contestó Annika y esperó.

La mujer se sonó y se colocó la larga melena rubia detrás de las orejas. Era rubia natural, advirtió Annika, nada de mechas de raíz negra como Anne Snapphane. Debía rondar los treinta, más o menos como Annika.

– Yo conocí a Christina -continuó Beata Ekesjö en voz baja y miró hacia el rollo de papel higiénico que reposaba en sus rodillas-. Trabajé con ella. Ella era mi modelo. Por eso pienso que lo ocurrido es terriblemente trágico.

Annika comenzó a impacientarse. Esto no aportaba nada.

– ¿Crees en el destino? -preguntó de repente la mujer y miró a Annika.

Annika sintió que Henriksson había entrado y se había colocado justo detrás de ella.

– No -respondió Annika-. No, si te refieres a que todo está predeterminado. Yo creo que nosotros construimos nuestro propio destino.

– ¿Cómo? -preguntó la mujer, interesada y se enderezó.

– Nuestro futuro se construye según las decisiones que tomamos. Cada día tomamos resoluciones de vital importancia. ¿Cruzo o espero a que pase el coche? Si la decisión es errónea quizá perdamos la vida. Todo depende de nosotros.

– ¿Así que no crees que haya alguien protegiéndonos? -dijo Beata con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Un Dios o algo así? Creo que nuestro tiempo en la tierra tiene un significado, si es a eso a lo que te refieres. Pero cualquiera que sea, no nos incumbe, ¿no crees?

La mujer se levantó y pareció reflexionar. Era baja, no más de un metro sesenta, tierna como una quinceañera.

– ¿Qué haces aquí ahora, en este cuarto? -preguntó Annika por fin.

– Yo trabajo aquí -respondió y parpadeó con los ojos arrasados de lágrimas.

– ¿Trabajabas con Stefan?

Asintió y las lágrimas comenzaron a caer.

– Maldad, maldad, maldad -murmuró mientras se bamboleaba de un lado a otro con las manos en el rostro. Annika cogió el papel higiénico que la mujer había dejado en el suelo y cortó un gran trozo.

– Toma.

La mujer se volvió repentinamente de forma que Annika dio un paso hacia atrás y le pisó un pie a Henriksson.

– Si el destino no existe, ¿quién decidió entonces que Christina y Stefan tuvieran que morir? -preguntó y le centellearon los ojos.

– Fue una persona -respondió Annika, tranquila-. Alguien los mató. No me extrañaría que fuera la misma persona.

– Yo estaba aquí cuando explotó -anunció Beata y se volvió a dar la vuelta-. Fui yo quien le pidió que se quedara y controlara el vestuario. ¿Qué culpa me corresponde?

Annika no respondió sino que estudió a la mujer con más detenimiento. No encajaba en este lugar. En realidad ¿qué quería decir? ¿Qué hacía aquí?

– ¿Por qué crees que la culpa es tuya? -dijo Annika, y en ese mismo momento oyó voces a su espalda. Era un policía uniformado que entraba por la puerta principal junto a ocho o nueve obreros.

– ¿Te puedo sacar una foto? -preguntó Henriksson apresuradamente a la mujer.

Beata Ekesjö se arregló el pelo.

– Sí -contestó-. Quiero que escribáis sobre esto. Es importante que se sepa. Escribe lo que he dicho.

Miró fijamente al fotógrafo y éste tomó un par de fotos sin flash.

– Muchas gracias por hablar con nosotros -dijo Annika con rapidez, le dio la mano a Beata y se apresuró hacia el policía. El policía podría aportar algo, a diferencia de la pobre y desconcertada Beata.

El grupo de hombres se encaminaba hacia la pista cuando Annika los alcanzó. Se presentó a sí misma y a Henriksson y el policía se sorprendió.

– ¿Cómo coño han entrado aquí?, ¿saltando el acordonamiento?

Annika le miró sosegada a los ojos.

– Usted hizo un mal trabajo ayer noche, agente. Ni acordonó el fondo sur, ni cerró las salidas de emergencia.

– ¡A la mierda!, ¡ahora mismo se van de aquí! -exclamó el policía y agarró a Annika.

En ese instante Henriksson sacó una foto, esta vez con flash. El policía comprendió y soltó a Annika.

– ¿Ahora qué pasa? -preguntó Annika y sacó el bloc y el bolígrafo del bolso-. ¿Interrogatorio, investigación técnica?

– Sí, y se tienen que marchar.

Annika suspiró y dejó que las manos con el bloc y el bolígrafo cayeran sobre sus muslos.

– Venga. Nos necesitamos. Déjenos hablar con los muchachos cinco minutos y tomar una foto de grupo en la pista y nos daremos por satisfechos.

El policía apretó los dientes, se dio la vuelta, pasó entre el grupo de obreros y se dirigió hacia la entrada principal. Seguramente iba en busca de sus colegas. Annika comprendió que tenía que actuar con rapidez.

– Okey, ¿podemos tomar una foto de grupo? -preguntó y los hombres, dudando, se encaminaron cabizbajos hacia la pequeña grada.

– Disculpad si somos un poco atrevidos, pero intentamos hacer nuestro trabajo lo mejor posible. Es importantísimo que el asesino de Stefan sea detenido, y quizá los medios podamos ayudar -dijo Annika mientras Henriksson hacía fotos sin parar-. Ante todo os quiero acompañar en el sentimiento por la pérdida de un camarada de trabajo. Tiene que ser horrible perder a un colega de esta manera.

Los hombres no respondieron.

– ¿Hay algo que queráis contar de Stefan?

El fotógrafo había colocado al grupo sentado en la grada; todos estaban vueltos hacia él y la sala entera flotaba detrás de ellos. Sería una fotografía sugestiva.

Los hombres dudaron; ninguno quería responder. Todos estaban turbados, serios, con los ojos secos. Seguramente se encontraban bajo alguna forma de conmoción.

– Stefan era nuestro jefe -dijo un hombre con mono azul gastado-. Era un tío legal.

Los otros murmuraron asintiendo.

– ¿Qué tipo de trabajo hacéis aquí? -preguntó Annika.

– Controlamos todo el edificio y hacemos algunos arreglos para los Juegos Olímpicos. Seguridad, electricidad, estado de las cañerías… Se hace en todas las instalaciones que tienen relación con los Juegos.

– ¿Y Stefan era vuestro jefe superior?

El grupo comenzó a murmurar de nuevo, hasta que el hombre volvió a tomar la palabra.

– Bueno, él era nuestro jefe -dijo el hombre del mono azul-. Pero ella, la rubia, es la jefa de proyecto.

Annika arqueó las cejas.

– ¿Beata Ekesjö? -respondió sorprendida-. ¿Ella es la jefa aquí?

Los hombres esbozaron una sonrisa y se miraron unos a otros en connivencia, sí, Beata era la jefa. No eran risitas alegres y recordaban más a resoplidos.

«Pobre diablo -pensó Annika-. No lo tendría fácil con un grupo como éste.»

Al no saber qué hacer, Annika preguntó si conocían a Christina Furhage, y todos los hombres asintieron.

– Era una mujer de verdad -argüyó el del mono azul-. Sólo ella podía llevar a cabo todo esto.

– ¿Por qué piensas eso? -preguntó Annika.

– Iba a todos los lugares de trabajo y hablaba con los obreros. Nadie entendía cómo tenía tiempo para eso, pero ella quería conocerlos a todos personalmente y oír cómo iban las cosas.

El hombre calló, Annika golpeó, pensativa, el bolígrafo contra el bloc.

– ¿Vais a trabajar hoy?

– Vamos a hablar con la policía, luego nos iremos a casa. Y guardaremos un minuto de silencio por Stefan -añadió el hombre del mono azul.

En ese momento regresó el policía con dos colegas. Parecían bastante serios y se dirigieron directamente hacia el grupo.

– Muchas gracias -dijo Annika en voz baja y levantó la bolsa de la cámara de Henriksson, ya que estaba a su lado. Luego se dio la vuelta y comenzó a dirigirse a lo largo del lateral hacia la salida de emergencia. Oyó cómo el fotógrafo corría tras ella.

– ¡Oiga! -gritó el policía.

– ¡Gracias, ya no molestamos más! -respondió chillando Annika y agitó la mano sin aminorar el paso.

Sujetó la puerta del balcón a Henriksson y dejó que ésta se cerrara de un portazo.

El fotógrafo permaneció sentado en silencio mientras Annika condujo de vuelta al periódico. La nieve continuaba cayendo, pero ahora había luz diurna. El tráfico era mucho más denso: aparte del normal, había comenzado el tráfico de Navidad. Ya sólo faltaban tres días.

– ¿Dónde vas a pasar las Navidades? -preguntó Annika para romper el silencio.

– ¿Qué vas a hacer con esto? -respondió Henriksson.

Annika le miró sorprendida.

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

– ¿Se pueden publicar las cosas cuando uno entra en los sitios así como nosotros?

Annika exhaló un suspiro.

– Hablaré con Schyman y le contaré lo ocurrido, pero creo que haremos esto: publicaremos una foto de los hombres en la grada, pueden decir algo del minuto de silencio por Steffe. No será más que un pie de foto. En el artículo de al lado se puede poner algo sobre los datos de la policía, la información de los interrogatorios con los obreros y que la investigación técnica continúa, bla, bla, bla ¿sabes?

– ¿Y la chica?

Annika se mordió los labios.

– A ella no la voy a sacar. Estaba demasiado conmocionada y no aportó nada. No me pareció que estuviera bien del todo, ¿tú qué crees?

– No escuché el principio -dijo Henriksson-. ¿Habló sobre la maldad y la culpa todo el rato?

Annika se rascó la nariz.

– Sí, más o menos. Por eso no la voy a sacar. Es verdad que se encontraba en las instalaciones cuando la bomba explotó, pero no podía decir nada sobre ello. Tú la escuchaste. Esto hay que tenerlo en consideración y no exponerla, a pesar de su deseo. No sabe lo que le conviene.

– Tú has dicho que no somos nosotros los que tenemos que decidir quién puede salir en el periódico -respondió Henriksson.

– Es verdad -dijo Annika-. Pero somos nosotros los que tenemos que decidir si una persona está en su sano juicio para comprender quiénes somos y lo que decimos. Esta tía estaba demasiado loca. No saldrá en el periódico. Sin embargo, puedo escribir algo de que la responsable del proyecto se encontraba en el edificio cuando ocurrió la explosión, que está totalmente desolada por la muerte de Stefan y se acusa de su muerte. Pero no creo que el periódico deba publicar su foto y nombre.

Permanecieron sentados en silencio el resto del trayecto hasta el periódico. Annika dejó a Henriksson en la entrada antes de aparcar en el garaje.


Bertil Milander estaba sentado frente al televisor en la impresionante biblioteca estilo modernista; percibía la sangre latir en su cuerpo, zumbar y bullir por sus venas, su respiración llenaba la habitación. Sintió que se dormía. El sonido de la televisión era un leve susurro, le llegaba como un ligero murmullo a través del sonido del garaje corporal. Ahora mismo había dos mujeres sentadas hablando y riendo, pero él no oía lo que decían. A intervalos aparecían carteles en la pantalla con banderas y números de teléfono junto a las diferentes divisas. No comprendía de lo que se trataba. Los medicamentos antidepresivos hacían todo muy difuso. A veces sollozaba.

– Christina -murmuraba y lloriqueaba.

Debió de adormecerse, pero de repente estaba completamente despierto. Reconoció el olor y sabía que significaba peligro. Las señales de peligro ya estaban tan arraigadas en él que le llegaban hasta a través del sueño y la influencia de las pildoras. Luchó por levantarse del sofá de piel, tenía la presión muy baja y se mareó un poco. Se incorporó, se agarró al respaldo e intentó localizar el olor. Venía del salón. Se movió cuidadosamente y se sujetó a la estantería hasta sentir que la presión le volvía a subir.

Su hija estaba en cuclillas delante de la chimenea y la alimentaba con una especie de cartón rectangular.

– ¿Qué haces? -preguntó Bertil Milander desconcertado.

El tiro no era lo mejor de la vieja chimenea y el humo se extendía en pequeñas bocanadas por el salón.

– Estoy haciendo limpieza -respondió su hija Lena.

El hombre se acercó a la joven y se sentó en el suelo junto a ella.

– ¿Encendiendo un fuego? -preguntó él, solícito.

Su hija le observó.

– Esta vez no lo hago sobre el parqué -contestó.

– ¿Por qué?

Lena Milander miró fijamente a las llamas que se extinguían rápidamente. Rasgó un pedazo más de cartón y alimentó de nuevo el fuego. Las llamas atraparon el trozo de cartón y lo encerraron en su regazo. Durante unos segundos permaneció tumbado y rígido en el fuego, luego se encogió rápidamente en una bola y desapareció. Los ojos sonrientes de Christina Furhage desaparecieron para siempre.

– ¿No quieres tener ningún recuerdo de mamá? -preguntó Bertil.

– Siempre me acordaré de ella -dijo Lena.

Rasgó tres hojas más del álbum y las arrojó al fuego.


Eva-Britt Qvist levantó la vista cuando Annika pasó a su lado camino a su despacho. Annika saludó amablemente, pero Eva-Britt la cortó al instante.

– ¿Así que ya has vuelto de la rueda de prensa? -dijo triunfante.

Annika comprendió enseguida lo que la secretaria quería que respondiera: «¿Qué rueda de prensa?», luego Eva-Britt Qvist podría mostrar que era ella la que lo tenía que controlar todo en la redacción de sucesos.

– No he ido -contestó, sonrió aún más, entró en su despacho y cerró la puerta. «¡Bien!, ahora te vas a quedar sentada ahí fuera pensando dónde he estado», se dijo.

Entonces llamó al móvil de Berit. Sonaron las señales, pero el buzón de voz robó la conexión. Berit tenía siempre el móvil en el fondo del bolso y nunca conseguía cogerlo a la primera llamada. Annika esperó treinta segundos y volvió a llamar. Esta vez Berit respondió a la primera.

– Estoy en la rueda de prensa en la jefatura de policía -contestó la reportera-. Tú habías salido, así que me vine con Ulf Olsson.

«¡Qué encanto!», pensó Annika.

– ¿Qué dicen?

– Muchas cosas. Vuelvo pronto.

Colgaron. Annika se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa. Encontró un chocolate de tofe semiderretido en la caja de bolígrafos y rompió presurosa la tableta pringosa en pequeños pedazos. Se habían formado pequeños cristales de azúcar en los extremos, pero se podía comer.

A pesar de que quizá no se atrevería a decirlo en voz alta en la redacción, no pudo evitar pensar que la conexión entre la explosión asesina y los Juegos era muy poco consistente. La cuestión era si éstas, a pesar de todo, eran dos muertes dirigidas personalmente contra dos personas en particular. El pabellón de Sätra era lo menos parecido a un pabellón olímpico que se podía encontrar. Tenía que haber cantidad de vínculos comunes entre Christina Furhage y Stefan Bjurling. El eslabón podía ser los Juegos Olímpicos, pero no tenía por qué serlo. Había algo en algún lugar de su pasado que los unía al mismo asesino, Annika podría apostar cualquier cosa. Dinero, amor, sexo, poder, envidia, odio, ofensas, influencias, familia, amigos, vecinos, viajes de vacaciones, escuela, guardería, transportes, sus vidas podían haberse cruzado de mil formas. Sólo esta mañana, en la obra, había por lo menos diez personas que conocían a Stefan Bjurling y a Christina Furhage. Las víctimas ni siquiera tenían por qué haberse conocido.

Telefoneó a su fuente.

Él resopló.

– Creía que ya no teníamos nada que decirnos.

– Justo, y mira lo que ha pasado. ¿Os gusta el debate sobre la seguridad? «Hola, hola, ¿hay alguien ahí?» -dijo, imitando al reportero del Eko de la mañana.

Él volvió a resoplar y Annika esperó.

– No puedo hablar más contigo.

– Bueno, okey -replicó Annika rápidamente-. Comprendo que tenéis mucho que hacer, pues estoy segura de que buscáis desesperadamente el común denominador entre Stefan Bjurling y Christina Furhage. Quizá ya lo hayáis encontrado. ¿Cuántos de los que tenían acceso a los códigos de alarmas conocían a Stefan?

– Intentamos desesperadamente librarnos de los gritos de más guardias de seguridad…

– No me lo creo -dijo Annika-: Os parece muy bien que la atención se traslade de la teoría en la que trabajáis a un debate tan fútil como la seguridad en los estadios.

– No lo dices de verdad -repuso su fuente-. Al final, la seguridad siempre es responsabilidad de la policía.

– No hablo de todo el cuerpo de policía, hablo de ti y de tus colegas que os ocupáis de estos asesinatos. Depende de vosotros, ¿verdad? Si lo detenéis el debate se acabó.

– ¿Si lo detenemos?

– Cuando lo detengáis. Por eso creo que deberías hablar conmigo, pues en realidad la única manera de progresar en la vida es comunicándose.

– ¿Era eso lo que hacías esta mañana en el pabellón de Sätra?, ¿comunicarte?

Mierda, lo sabía.

– Entre otras cosas -respondió Annika.

– Ahora tengo que colgar.

Annika tomó aliento y dijo:

– Christina Furhage tenía otro hijo.

– Ya lo sé. Adiós.

Estaba realmente enfadado. Annika colgó, y en ese mismo momento entró Berit.

– ¡Menudo tiempo de perros! -exclamó y se sacudió la melena.

– ¿Han detenido al asesino? -preguntó Annika y le ofreció el chocolate. Berit lo miró horrorizada y declinó la oferta.

– No, pero creen que es el mismo asesino. Insisten en que no hay ninguna amenaza contra los Juegos.

– ¿Con qué argumentos?

Berit sacó su bloc y comenzó a hojear.

– No se ha recibido ninguna amenaza oficial contra ninguna instalación o persona que esté relacionada con los Juegos. Las amenazas que se han realizado han sido de carácter personal y no han tenido conexión ni con los estadios ni con las competiciones.

– Se refieren a las amenazas contra Furhage. ¿Estaba Stefan Bjurling amenazado?

– Confío en saberlo por la tarde, pues veré a su mujer.

Annika frunció el ceño.

– ¡Vaya! ¿Quiere?

– Sí, no tenía ningún inconveniente en verme. Veremos qué puede ofrecer. Quizá esté demasiado conmocionada y destrozada para que podamos escribir algo.

– Fantástico, eso está muy bien. ¿Algo más?

Berit hojeó el bloc.

– Sí, el análisis preliminar del explosivo de la primera muerte está casi listo. Esperan poder emitir un comunicado de prensa despues del almuerzo. Creían que estaría listo para la rueda de prensa, pero en Londres algo lo retrasó.

– ¿Por qué han tenido que mandarlo a Londres? -preguntó Annika.

Berit sonrió.

– El aparato del centro técnico criminal de Linköping estaba estropeado, así de sencillo.

– ¿Pero por qué rechazan la teoría del sabotaje?

– Querrán tener tranquilidad -respondió Berit.

– No sé, pero no creo que sea sólo por eso -dijo Annika-. Creo que están a punto de resolver el crimen.

Berit se levantó.

– Tengo hambre. ¿Y tú?

Fueron a la cafetería; Berit tomó lasaña y Annika ensalada de pollo. Justo cuando les servían la comida llegó Patrik. Estaba despeinado y parecía que había dormido vestido.

– Buenos días -dijo Annika-. ¡Oye, qué trabajo más bueno el de anoche! ¿Cómo conseguiste reunir a todos los compañeros?

El joven sonrió, avergonzado por los elogios, y dijo:

– Bah, les telefoneé y les desperté.

Annika sonrió.

Hablaron un poco de la angustia de Navidad, los regalos de Navidad y el estrés de Navidad. Berit ya había comprado los regalos la primera semana de adviento, Patrik no lo había hecho aún, Annika tampoco.

– Pensaba comprar algo hoy, si tengo tiempo -dijo ésta.

– Yo le compraré a mi madre una caja de bombones en el avión -añadió Patrik.

Él pasaría las Navidades con sus padres en Småland, a Berit la vendrían a visitar sus hijos mayores. Tenía una hija en Estados Unidos y un hijo en Malmö.

– Hemos trabajado mucho estos últimos días. ¿Nos repartimos unos días libres? -anunció Annika.

– A mí me gustaría el jueves -dijo Patrik-. Así puedo coger un avión más temprano.

– Yo necesitaría limpiar mañana. Yvonne y su familia llegan el jueves.

– De acuerdo, perfecto. Yo saldré hoy un poco antes y el jueves aún más temprano.

Se levantaron y decidieron tener una corta reunión en el despacho de Annika sobre lo que había que hacer. Patrik fue a buscar su ejemplar del Konkurrenten.

Annika y Berit se sentaron donde solían: Berit en el sillón y Annika con los pies sobre la mesa. Al cabo entró Patrik, corriendo como un torbellino.

– ¡Ya saben qué es lo que hizo picadillo a Furhage!

Agitó el comunicado de prensa de la oficina de información de la policía de Estocolmo.

– ¡Qué bien! -exclamó Berit-. ¿Qué dice?

Patrik leyó en silencio durante algunos segundos.

– Era dinamita corriente -respondió algo desilusionado.

– ¿Cómo que dinamita? -preguntó Annika e intentó coger el comunicado de prensa.

Patrik lo atrajo hacia sí.

– Tranquila, dice así: «El análisis del explosivo utilizado en la explosión del estadio Victoria de Estocolmo a las 03 horas y 17 minutos bla, bla, bla… en la que murió la directora general del comité, Christina Furhage, ha concluido. El material era un explosivo mixto gelatinoso que contiene una parte de nitroglicerina en lugar de sólo nitroglicol. Se vende bajo la marca MINEX y se presenta bajo distintos pesos y formas. Se calcula que la carga pesaba cerca de veinticuatro kilos y estaba compuesta de quince cartuchos de plástico de dimensión 50 por 550 milímetros…».

– Veinticuatro kilos, ¡joder! ¿Eso no es muchísimo? -exclamó Annika.

– Especialmente si está sobre el suelo -dijo Berit-. No me extraña que la onda expansiva llegara hasta Söder.

Patrik continuó leyendo el comunicado.

– «La partida actual fue fabricada en el sur de Polonia durante los últimos tres años. Se caracteriza por su alta densidad y alta velocidad de detonación. La consistencia es suave y el olor relativamente ligero. La sustancia es altamente estable…» ¿Qué coño quiere decir eso?

– Eso tiene que ver con la seguridad -anunció Berit-. Es un explosivo seguro.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Annika sorprendida. Berit se encogió de hombros.

– También me gustan los crucigramas.

– «El contenido de energía es alto, el volumen de gas es algo más alto de lo normal, la densidad es de cerca de 1,45 kilo por decímetro cúbico. La fuerza de detonación alcanza los 5.500-6.000 m/seg.»

– Okey, ¿qué quiere decir todo esto? -preguntó Annika.

– Espera, ahora llega. «Minex es una de las marcas más habituales en el mercado de dinamita de Suecia. La sustancia se ha vendido a cientos de proyectos en los últimos tres años a través de un distribuidor general en Nora. No se ha podido determinar la partida a la que pertenecía este explosivo.»

– Vamos, dinamita corriente de obra -dijo Berit.

– ¿Y en qué obras se utiliza dinamita? -inquirió Annika.

– En casi todas. Se usa para hacer carreteras, en las minas, en las canteras, se hace grava de rocas, se allanan los terrenos para construir pisos… Nosotros contratamos a un dinamitero cuando construimos el cuarto del pozo en la casa de campo. Se hace a diario.

– Es verdad -recordó Annika-. Detonaban continuamente mientras construían el hospital de Sankt Erik, junto a mi casa, en Kungsholmen.

– Escuchad, aquí hay más. «La carga se activó con la ayuda de detonadores eléctricos, conectados a un mecanismo retardado hecho con un reloj acoplado a una batería de coche…»

Patrik dejó el papel y miró a sus colegas.

– ¡Joder! -exclamó-. ¡Qué rebuscado!

Permanecieron sentados en silencio durante un rato y meditaron sobre los datos. Annika quitó los pies de la mesa y se estiró.

– Tenemos mucho trabajo -anunció Annika-. ¿Quién hace qué? Berit, tú tienes la familia de la víctima; Patrik, ¿tú haces el análisis de la caza policial?

Los dos reporteros asintieron y Annika prosiguió.

– Yo he escrito quince centímetros sobre los obreros que fueron a su lugar de trabajo y guardaron un minuto de silencio por la muerte de su compañero. Podrán decir cuánto echan de menos a su amigo.

– ¿Lo pasaste mal ahí fuera? -preguntó Berit.

– No, había una mujer llorando, totalmente desconsolada. Hablaba incoherentemente sobre la culpa, el castigo y la maldad; fue un poco desagradable. No la saco en el texto. No me parece correcto ponerla en evidencia.

– Seguro que haces bien -contestó Berit.

– ¿Olvidamos algo? ¿Hay algo más por ahora?

Los reporteros negaron con la cabeza y se dirigieron a sus teléfonos y ordenadores. Annika envió su texto a la lata, se puso el abrigo y se fue. Era sólo la una y media de la tarde, pero no quería quedarse sentada más tiempo.


Todavía nevaba cuando Annika llegó a la parada del 56 en la Fyrverkarbacken. Como la temperatura rondaba los cero grados, los copos se convertían en un lodo marrón grisáceo al alcanzar el suelo. En la embajada rusa podrían formar durante algún tiempo una capa moteada sobre la hierba.

Se sentó pesadamente en el banco de la parada del autobús. Estaba sola, lo que la hizo pensar que acababa de perder el autobús. De repente descubrió que estaba sentada sobre algo húmedo, un charco o una capa de nieve. Colocó un guante bajo las nalgas.

Iban a celebrar la Navidad en Estocolmo; los padres de Thomas vendrían en Nochebuena. Ella apenas tenía relación con su familia. Su padre había muerto, su madre todavía vivía en Hälleforsnäs, en Sörmland, donde Annika había crecido. Su hermana vivía en Flen y trabajaba esporádicamente de cajera en Rätt Pris. No se veían casi nunca. No importaba. Ya no tenían nada en común, aparte del tiempo vivido en la agonizante aldea metalúrgica. Aunque a veces Annika se preguntaba si verdaderamente habían vivido en el mismo lugar, pues sus experiencias en la pequeña aldea habían sido totalmente opuestas.

El autobús estaba casi vacío. Annika se sentó al fondo y se apeó en la Hötorget. Fue a PUB y compró juguetes con su tarjeta Visa por 3.218 coronas; se consoló pensando que por lo menos había conseguido muchos puntos en su tarjeta MedMera. Compró el libro Nuevas salsas, una camisa de Stenström para Thomas y un chal de lana para su madre. Thomas tendría que ocuparse de su padre, aunque solía regalarle coñac. Regresó al piso de Hantverkargatan a las dos y media. Después de un momento de duda, escondió las cosas en el fondo del vestidor. Kalle había encontrado los regalos justamente ahí el año anterior, pero ahora mismo no tenía fuerzas para buscar otro sitio donde ocultarlos.

Bajó de nuevo al cenagal; tuvo una idea repentina y se dirigió a la tienda de antigüedades de la manzana vecina. Ahí tenían la colección más desquiciada de bisutería de Estocolmo: grandes collares y pendientes como los de las estrellas de cine de los años cuarenta. Entró y compró un broche clásico con granates para Anne Snapphane. El hombre elegante de detrás del mostrador lo envolvió en papel dorado brillante con una reluciente cinta azul.

Los niños la recibieron corriendo rebosantes de felicidad cuando entró en la guardería. La mala conciencia se le clavó en el corazón como un cuchillo. Así debería actuar una mamá perfecta todos los días, ¿o no?

Fueron al Konsum de la esquina de Scheelegatan con Kungsholmsgatan y compraron masa de avellana, nata, sirope, avellana picada, masa para galletas de especias y chocolate. Los niños piaban como alondras:

– ¿Qué vamos a hacer, mamá, qué será? ¿Nos compras chuches, mamá?

Annika se rió y los abrazó en la cola de la caja.

– Sí, tendréis chuches. Haremos nuestras propias chucherías, será divertido.

– A mí me gusta el regaliz salado -dijo Kalle.

Cuando llegaron a casa les puso a los niños dos grandes delantales. Decidió no pensar en el resultado, dejar simplemente que los niños se divirtieran. Primero derritió el chocolate en el microondas para que estuviera suficientemente maleable, luego dejó que los pequeños hicieran bolitas con la masa de avellana. No hubo muchas bolas de avellana, y no eran especialmente bonitas. Estaba segura de que su suegra frunciría el entrecejo, pero los niños se habían divertido, Kalle en particular. También había pensado hacer caramelo, pero comprendió que los niños no podrían participar: la masa de caramelo era demasiado caliente. En cambio puso el horno y se dedicaron a la masa de galletas de especias. Ellen estuvo divina. Extendió la masa, hizo figuras y se comió los restos. Comió tanto que no podía moverse. Hicieron tres bandejas, que quedaron bastante bien.

– ¡Qué bien lo hacéis! -dijo a los niños-. ¡Mirad qué bonitas han quedado, qué galletas más buenas!

Kalle se hinchó de orgullo y cogió una galleta y un vaso de leche a pesar de estar saciado.

Dejó a los niños frente al televisor mientras recogía la cocina. Le llevó tres cuartos de hora. Se sentó con ellos en el sofá cuando llegó lo peor, la muerte del papá de Simba. Cuando la cocina estuvo de nuevo limpia aún no había acabado el Rey León, así que aprovechó para telefonear a Anne Snapphane. Anne vivía sola con su hija pequeña en el piso superior de una casa de Lidingö. La niña, que se llamaba Miranda, pasaba una de cada dos semanas con su padre. Las dos estaban en casa cuando Annika llamó.

– No he tenido fuerzas para comenzar con los preparativos de Navidad -gimió Anne-. ¿Por qué tú siempre puedes y yo no?

De fondo Annika oía la música del Jorobado de Notre Dame. También veían películas de Disney en Lidingö.

– Soy yo la que nunca tiene tiempo -argüyó-. Tu casa siempre está muy limpia. Siempre tengo mala conciencia cuando voy a verte.

– Sólo digo «Tonja de Polonia» -respondió Anne-. Por lo demás, ¿todo va bien?

Annika exhaló un suspiró.

– Lo estoy pasando mal en el trabajo. Hay un grupito que siempre me hacen la vida imposible.

– Lo sé, al principio, cuando te nombran jefa, es bastante jodido. Cuando me nombraron productora, los primeros seis meses creí morirme a diario de dolor de corazón. Siempre hay un amargado hijo de puta que intenta sabotearte la existencia.

Annika se mordió el labio.-A veces me pregunto si vale la pena. En realidad una debería hacer galletas con los niños y estar junto a ellos cuando hay algo desagradable en la televisión…

– Te volverías loca en una semana -contestó Anne.

– Sí, seguramente es verdad. Aunque de cualquier manera lo más importante son los niños, eso no se puede negar. La mujer que fue asesinada, Christina Furhage, tenía un hijo que murió a los cinco años. Nunca lo superó. ¿Crees que su trabajo y fama podrían borrar ese recuerdo?

– ¡Dios mío, qué horrible! -exclamó Anne-. ¿De qué murió?

– Melanoma maligno, cáncer de piel. Horrible, ¿verdad?

– No, Mirre, ¡bájate de ahí…! ¿Cuántos años dijiste que tenía?

– Cinco, los mismos que Kalle.

– ¿Y murió de melanoma maligno? ¡No puede ser!

Annika no comprendió.

– ¿Qué quieres decir?

– No puede haber muerto de un melanoma maligno con cinco años. No es posible.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Annika sorprendida.

– ¿Crees que me queda algún lunar en el cuerpo? ¿Eh? ¿De verdad? ¿O crees que me los he quitado todos antes de cumplir veinte años? ¿Eh? ¿Eh? ¿De verdad crees que yo me equivocaría en una cosa así? Por favor Ankan…

Annika notó cómo crecía su desconcierto. ¿Era posible que no hubiese entendido a Helena Starke?

– ¿Por qué no pudo tener un melanoma maligno? -preguntó ingenuamente.

– Porque la variante maligna del melanoma nunca aparece antes de la pubertad. Aunque quizá tuviera una pubertad muy adelantada. Hay gente que la tiene. Eso se llama…

Annika pensó detenidamente. Seguro que Anne Snapphane tenía razón. Era una auténtica hipocondríaca, no había una sola enfermedad que no hubiera creído tener, no había ningún reconocimiento médico por el que no hubiera pasado. Eran incontables las veces que había ido en ambulancia a urgencias al hospital de Danderyd, y eran aún más las veces que había ido a visitar las distintas urgencias de la ciudad, tanto públicas como privadas. Lo sabía todo sobre tipos de cáncer, podía enumerar los diferentes síntomas entre la esclerosis múltiple y la familiar amiloidosis del sueño. No estaba equivocada. Por lo tanto Helena Starke estaba equivocada o mintió.

– ¿… Annika…?

– Oye, tengo que colgar.

Colgó y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Esto era crucial, lo sabía. El hijo de Christina Furhage no había muerto de melanoma maligno, quizá murió de otra manera. Afectado por otra enfermedad, un accidente, o ¿fue simplemente asesinado? Quizá no murió. Quizá todavía viviera.

Se levantó nerviosa y comenzó a andar de arriba abajo por la cocina, bombeando adrenalina. ¡Joder, joder! Sintió que estaba en la pista de algo. Se quedó petrificada. ¡Su fuente! Él sabía que Christina tenía un hijo, se lo dijo justo antes de colgar. ¡La policía estaba en ello! ¡Yes, yes, aquí lo tenemos!

– Mamá, El Rey León se ha acabado.

Entraron en la cocina en pequeña procesión, primero Kalle y Ellen un paso detrás. Annika mandó los pensamientos sobre Christina Furhage a lo más profundo de su cerebro.

– ¿Os gustó? ¿Tenéis hambre? No, no más galletas. ¿Espagueti? ¿O quizá una pizza?

Llamó a La Solo, al otro lado de la calle, y encargó una Caprichosa, una con carne picada y ajo y una tipo calzone con lomo de cerdo. Thomas se enfadaría, pero no importaba. Si quería otra vez guiso de alce podría haber venido a casa a las dos de la tarde y haber comenzado a dorar los trozos de carne.


Evert Danielsson abandonó la carretera de Sollentuna y entró en la gasolinera de OK en Helenelund. Allí había un garaje de auto-lavado para coches; solía ir una vez a la semana para cuidar del coche. Su secretaria reservaba tres horas a partir de las siete de la tarde. En realidad no eran necesarias pero no quería correr riesgos. Un período de tres horas seguidas era mucho tiempo para conseguirlo sin previa reserva.

Comenzaba por entrar en la tienda y reunir todo lo que necesitaba, un atomizador de desengrasante Natur, el champú para coches sin cera de OK, dos botellas de cera original Turtle y tres paquetes de trapos. Pagaba en caja, 31,50 por el desengrasante, 29,50 por el champú y 188 por las dos botellas de cera. El tiempo de alquiler costaba 64 coronas la hora, en total era algo menos de 500 coronas por toda una noche. Evert Danielsson sonrió a la chica de la caja y pagó con la tarjeta de empresa.

Salió y condujo el coche hasta el garaje habitual, cerró la puerta, sacó una silla de camping y colocó el estéreo portátil en un banco junto a la esquina. Eligió un CD con arias de óperas famosas, Aida, La flauta mágica, Carmen y Madame Butterfly.

Mientras la reina de la noche subía en fas sostenidos, él empezó a lavar el coche. El lodo de barro, arenilla y nieve corría hacia los desagües del suelo en pequeños torrentes. Prosiguió pulverizando el coche con desengrasante. Mientras el remedio actuaba se sentó en la silla de camping a escuchar La Traviata de Verdi. No es que considerara indispensable escuchar solamente ópera en el garaje, a veces escuchaba algún viejo tema como los de Muddy Waters o el rockabilly estilo Hank Williams. También le apetecía de vez en cuando música realmente moderna; le gustaba Rebecka Törnqvist y algunas canciones de Eva Dahlgren.

Dejó volar los pensamientos, pero pronto volvió a la materia que ahora ocupaba su existencia, su futura ocupación laboral. Se había pasado el día intentando estructurar cómo sería su trabajo, dar prioridad a las tareas más apremiantes y comenzar a pensar en las soluciones que había que tomar. Sintió en alguna parte de su mente un cierto alivio por la desaparición de Christina. El que la hizo volar en pedazos quizá le rindió un gran favor al mundo.

Cuando la pieza terminó cambió de disco y puso un CD de Eric Satie con música para piano. Los melancólicos tonos inundaron el garaje al volver a coger la manguera y comenzar a aclarar el coche. Chorrear agua no era divertido; lo que Danielsson ansiaba era la fase final, encerar y abrillantar la pintura hasta que resplandeciera y refulgiera. Acarició con la mano el techo de coche. Sabía que todo iría bien.


Thomas acostó a los niños pasadas las siete y media. Annika les había leído El viernes de Madde, un libro de dibujos que contaba la historia de una niña que iba a la guardería y su mamá. En el libro la madre le contaba al personal de la guardería todo sobre su jefe, al que nadie quería obedecer. Todos los mayores pensaban que eso estaba bien.

– Se puede atacar a los jefes en todas partes, hasta en los libros de niños -dijo Annika.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Thomas y consultó el Svenskans näringslivdel.

Mira este test -respondió Annika y le tendió una revista mensual para mujeres-. Hay que contestar un montón de preguntas y entonces una descubre cómo le va en el trabajo. Mira la pregunta catorce. ¿Cómo es tu jefe? Las alternativas son: extravagante e inepto, pretencioso e incompetente, arrogante. ¿Qué te parece esa actitud? Y mira esto, en la página siguiente te dan consejos de cómo ser jefa tú misma. La moraleja es que todos los jefes son unos idiotas, y que los que no son jefes quieren serlo. Las cosas no son así.

– Claro que no -contestó Thomas y pasó la hoja.

– ¡Pues toda la sociedad está construida sobre esos mitos!

– Tú antes criticabas mucho a tus jefes del periódico, ¿te has olvidado?

Annika dejó la revista sobre las rodillas y miró reprobadora a Thomas.

– ¡Por Dios! No valían para sus puestos.

– ¿Ves? -dijo Thomas y continuó leyendo.

Annika siguió sentada en silencio, reflexionando mientras John Pohlman hablaba del tiempo. Habría Navidades blancas en todo el país, por lo menos hasta el día veinticinco. Se acercaba un frente de lluvias por el oeste, que podría ocasionar aguaceros en Bohuslän la misma Nochebuena.

– Tú también lo pasaste mal en el sindicato antes de ascender, ¿o no? -continuó Annika.

Thomas dejó el periódico, apagó la televisión con el mando a distancia y alargó los brazos hacia Annika.

– Ven aquí, cariño -dijo él.

El silencio fue compacto al apagarse la televisión. Annika abandonó el sillón, trepó al sofá junto a Thomas, se acurrucó con la espalda contra su pecho y apoyó las piernas sobre la mesa. Thomas la abrazó y le acarició los hombros, le sopló en el cuello y besó el pequeño hoyuelo junto a la clavícula. Su vagina se estremeció; quizá tuviera fuerzas para hacer el amor.

Justo entonces sonó el móvil de Annika. Los débiles tonos intentaban salir de su bolso y llegar al salón.

– No respondas -susurró Thomas y mordió a Annika en el lóbulo, pero fue demasiado tarde. Annika había roto el sentimiento común y se sentó rígida y tensa en el sofá.

– Sólo voy a ver quién es -balbuceó y se levantó cansinamente.

– Tienes que cambiarle la señal al aparato ése. ¿Qué mierda de melodía es ésa que suena?

Annika no reconoció el número de teléfono que parpadeaba en la pantalla y decidió contestar.

– ¿Annika Bengtzon? Hola, soy Beata Ekesjö. Nos conocimos hoy por la mañana en el pabellón de Sätra. Me dijiste que podía llamarte si tenía algo especial…

Annika resopló en su interior; «¡y tenía que llamar ahora!».

– Claro -dijo cortante-. ¿Qué pasa?

– Bueno, me pregunto qué vas a escribir sobre mí en el periódico de mañana.

La voz de la mujer sonaba suave y alegre.

– ¿Cómo? -preguntó Annika y se sentó en el banco del recibidor.

– Sí, sólo me lo preguntaba, es importante que salga bien.

Annika suspiró.

– ¿Puedes ser más precisa? -respondió y miró el reloj.

– Podría contar más sobre mí misma, cómo trabajo y cosas así. Tengo una casa muy bonita, puedes venir a ver cómo vivo.

Annika oyó que Thomas volvía a encender la televisión.

– Ahora no es el momento -dijo Annika-. Como comprenderás, nuestro espacio en el periódico es muy reducido. Ni siquiera vamos a mencionarte.

Hubo unos segundos de silencio.

– ¿Qué quieres decir? ¿No vas a escribir sobre mí?

– Esta vez no.

– Pero… ¡hablaste conmigo! El fotógrafo también tomó una foto.

– Hablamos con muchas personas sobre las que no escribimos -informó Annika e intentó ser moderadamente agradable-. Quiero darte las gracias una vez más por atendernos esta mañana, pero no vamos a publicar nada sobre nuestra conversación.

El silencio creció en el teléfono.

– Quiero que escribas lo que te dije esta mañana -susurró la mujer.

– Lo siento -respondió Annika.

Beata Ekesjö suspiró.

– Bueno -dijo-. Gracias de todos modos.

– Por nada y adiós -contestó Annika y cortó la conexión.

Se deslizó junto a Thomas en el sofá, le quitó el mando a distancia y apagó la televisión.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó.

– ¿Quién era? -preguntó a su vez Thomas.

– Una chica que conocí esta mañana; parecía algo loca. Es jefa de obra en el pabellón de Sätra.

– Entonces seguro que lo pasa mal, por lo menos estadísticamente -respondió Thomas-. Las mujeres jóvenes en lugares de trabajo dominados por hombres son las más puteadas de todas.

– ¿Sí? ¿De verdad? -dijo Annika sorprendida.

– Sí. Eso dice un informe que nos acaba de llegar. Muchos estudios apuntan a que las mujeres que cogen trabajos de hombres son las que peor lo pasan en el mercado laboral. Son perseguidas, amenazadas y acosadas sexualmente con más frecuencia que los hombres. Una investigación en el departamento de náutica de la escuela técnica superior de Chalmers mostraba que cuatro de cada cinco marineras eran acosadas a causa de su sexo -informó Thomas.

– ¿Cómo puedes acordarte de todo?

Thomas sonrió.

– Es lo mismo que cuando tú te acuerdas de los detalles de los artículos de Berit Hamrin. Hay más ejemplos, el militar es sólo uno de ellos. Muchas mujeres abandonan el servicio militar, a pesar de ser voluntarias. Los problemas con los compañeros masculinos son la causa principal. Las mujeres jefas corren verdaderos riesgos personales, en especial si son intensamente presionadas por sus colegas.

– Esa es una buena historia, deberíamos escribir sobre ella -dijo Annika e intentó levantarse.

– Sí, deberíais. Pero ahora no; ahora te voy a dar un masaje en los hombros. Quítate el jersey, así. Y ahora desabrochamos estos corchetes… lo quitamos…

Annika protestó un poco cuando le quitó el sujetador.

– Los vecinos nos van a ver…

Thomas se levantó y apagó la luz. La única claridad que entraba en la habitación era la del farol que se balanceaba abajo en la calle. Todavía seguía nevando, copos grandes como bolas. Annika alargó las manos hacia su marido y lo atrajo hacia sí. Al principio se comportaron con tranquilidad, juntos en el sofá acariciándose, besándose y desnudándose.

– Me vuelves loco -susurró Thomas.

Pasaron al suelo y empezaron a hacer el amor, al comienzo con infinita lentitud, luego de forma impetuosa y sonora. Annika chilló al correrse, Thomas se controló algo más. Después Thomas fue a buscar una manta, se apretaron el uno contra el otro y se acostaron de nuevo en el sofá. Rendidos y relajados, yacieron escuchando en la oscuridad el ruido nocturno de la gran ciudad. Debajo de ellos el 48 se detenía con un chirrido de frenos, había un televisor encendido en casa de los vecinos, alguien gritaba y maldecía en la calle.

– ¡Caray! Sería una maravilla estar de vacaciones -exclamó Annika.

Thomas la besó.

– Eres la mejor del mundo -dijo él.

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