CAPÍTULO 8

Vasili Kolobov desgarró el sobre con impaciencia y sacó una hoja mecanografiada:

«Te has permitido irte de la lengua. Tienes poca memoria, Kolobov. Si no quieres que demos repaso a la última lección; preséntate mañana, el 23 de diciembre, en la dirección que ya conoces, a las once y media de la noche. Si avisas a la policía, ni siquiera llegarás a la cita.»

Kolobov se guardó la carta en el bolsillo lentamente y subió en ascensor hasta su piso. ¡No le dejaban en paz! ¿Faltar a la entrevista? No, sería mejor ir allí, no quería «dar repaso a la última lección». Los hijos de puta sabían pegar.


El coronel Gordéyev hizo venir a su despacho a Seluyánov.

– Nikolay, necesito un lugar tranquilo y oscuro cerca de la estación de Savélovo.

En su día, Kolia Seluyánov entró a trabajar en la policía obedeciendo a un impulso repentino y absolutamente inexplicable. Antes de esto, desde la misma infancia, soñaba con construir ciudades, tenía la cabeza llena de ideas sobre cómo mejorar los planes de urbanización de Moscú para acomodar a todo el mundo: a los peatones, a los conductores, a los niños, a los jubilados, a las amas de casa… Conocía su ciudad natal como su propia casa, cada callejón, cada patio, cada cruce donde en las horas punta se producían atascos. Tales conocimientos resultaron muy útiles en su trabajo, y con ellos se beneficiaban, además del propio Seluyánov, todos sus compañeros.

Kolia se quedó pensativo, luego cogió una hoja en blanco y un bolígrafo y rápidamente dibujó un esquema.

– Aquí tiene un buen sitio -dijo marcando el lugar con una crucecita-, está a unos siete minutos de la estación caminando a paso lento. Hay un arco, un patio que no tiene otras salidas, el edificio está en obras, no hay inquilinos. También podría valer este otro -una segunda crucecita apareció en el esquema-, está igual de apartado y desierto, sobre todo por la noche. Como punto de referencia, aquí tiene un quiosco de prensa. A cinco metros, a la izquierda, hay una bocacalle y a la vuelta de la esquina tres chiringuitos privados. Están bien situados, si se los mira de frente parece que están pegados uno a otro, pero vistos por detrás se nota que se encuentran separados. Por la noche están cerrados. ¿Tiene suficiente con éstos o quiere más?

– Dame alguno más, por si acaso -pidió Gordéyev.

Cuando Seluyánov se marchó, el coronel Gordéyev dio vueltas en las manos al dibujo marcado con cuatro crucecitas y movió la cabeza, incrédulo. Sí, había aprobado el plan de Kaménskaya pero no porque creyera que ese plan fuese perfecto sino porque era la única ayuda que podía prestarle. El plan contenía evidentes fallos y puntos débiles, la propia Anastasia era consciente de los defectos pero le era imposible arreglarlo, pues los compañeros con cuya colaboración podía contar eran pocos. Las fugas de información relacionada con el caso de Yeriómina eran constantes, y no había más que un modo de impedirlas: limitar el número de personas que tenían acceso a tal información.

Víctor Alexéyevich observaba con dolor cómo se venía abajo todo cuanto había ido construyendo con perseverancia y cariño a lo largo de años: un equipo donde no había especialistas universales pero sí buenos profesionales, cada uno de los cuales tenía un talento particular. Y esos talentos en su conjunto servían a la causa común y en beneficio de todos. Si, por ejemplo, pudiera asignar al caso a Volodya Lártsev, éste encontraría un modo de meterle los dedos en la boca a Vasili Kolobov y sonsacarle la verdad sobre su paliza, de la que se negaba a hablar en redondo. Si pudiera, como hacía antes, poner a Anastasia a analizar el caso y darle la posibilidad de reflexionar a fondo, sin duda ella encontraría una solución ingeniosa y elegante; mientras que Korotkov, simpático, sociable y rápido, junto con Lesnikov, intelectual, adusto y guapo, convertirían su guión en un espectáculo brillante y convincente, que no terminaría con aplausos y flores sino con una lluvia de informaciones. Si pudiera… Si pudiera… No podía. De momento no.

Gordéyev estaba ya enterado de cuál de sus colaboradores informaba a los criminales pero algo le impedía poner fin a la tormentosa situación. No se trataba sólo de compasión, emociones y de que todo esto le encogía el corazón. Víctor Alexéyevich no lograba liberarse de la sensación de que el asunto no era tan fácil, de que detrás de esa traición individual se ocultaba algo más grande. Algo más complicado y más peligroso.

El plan de Kaménskaya contenía una cosa más que no acababa de gustarle. Gordéyev exigía a sus subordinados que cumplieran con la ley a rajatabla. Con el corazón en la mano, no podría decir que su conciencia de jurista protestara especialmente contra la actuación no del todo legal a la que con cierta frecuencia recurrían los agentes operativos con tal de resolver los crímenes. En la memoria del Buñuelo era una práctica generalizada y cotidiana, y ya llevaba trabajando en la policía tres décadas. Sus motivos eran otros. Víctor Alexéyevich había comprobado que esa clase de licencias y la impunidad de los métodos de trabajo ilegales conducían a la decadencia profesional, a la pérdida de la inventiva a la hora de elaborar soluciones operativas. En efecto, ¿para qué iban a molestarse en estudiar los tipos de cerraduras y los principios de selección de llaves adecuadas cuando podían abrir cualquier puerta con una palanqueta o un buen martillo? En un futuro cercano se vislumbraban abogados que asesorarían al inculpado desde el momento de su detención, y fiscales y jueces que levantarían un poco la cabeza de su labor al sacudir el yugo de los índices estadísticos y el miedo a las represalias del partido. Hacía varios años que Gordéyev había atisbado esta perspectiva, al comienzo mismo del proceso de la democratización, y entonces había empezado a reunir, meticulosa y concienzudamente, un equipo que sería capaz de aprender a trabajar en nuevas condiciones. Un equipo que, tras comprender por fin que las exigencias de la ley eran sagradas e inviolables, podría aumentar su capacidad profesional y asegurar la eficacia del trabajo, podría inventar y llevar a la práctica nuevos procedimientos y métodos en la resolución de los crímenes. Un equipo que sabría echar mano de la psicología, de la topografía, de sus dotes físicas, de su intelecto y sabía Dios de qué más… De todo menos de las infracciones de la ley.

El plan de Kaménskaya no contenía ninguna infracción evidente. Pero Víctor Alexéyevich sospechaba que Anastasia le callaba algo. Desde luego, nunca se le pasaría por la cabeza engañar a su jefe pero… La condenada era astuta.

Anastasia.

Nastasia.

Stásenka…


Nastia engullía con fruición la cena que le había preparado Liosa. ¿Por qué no se casaría con él al fin y al cabo? El chico lo deseaba desde hacía mucho tiempo. Qué suerte que existiera.

– ¿Te gusta? -preguntó Chistiakov observando con una sonrisa a su amiga, que comía con un apetito envidiable.

– ¡Con locura! -contestó ella con sinceridad-. Liosik, ¿no estás enfadado porque te he sacado de casa en plena noche?

– Según he entendido, tienes problemas -dijo él con cautela-. Creo que has cambiado la cerradura.

– Así es. No sé a quién le he hecho pupa y han querido darme un susto. Preferiría no estar sola por las noches, al menos durante unos cuantos días. Quería pedirte… -vaciló.

– Pide por esa boca, no te prives -la animó Liosa-. Ya sé que eres una chica modesta y no sueles pasarte, así que no me pedirás la luna chapada en oro.

– ¿Podrías tomarte unos días libres y pasarlos aquí? Lo necesito, créeme.

– Claro que podría. Para ti soy Lioska pero no olvides que en el instituto soy, dicho sea de paso, el profesor Chistiakov. Me deben unos días de consultas en bibliotecas, te lo había dicho mil veces.

– ¿Cuántos días? ¿Uno? ¿Dos?

– Yo, alma mía, tengo derecho a pasar todos los días en las bibliotecas, sólo debo presentarme en el instituto una vez a la semana. De modo que dame instrucciones, dime qué y cómo quieres que lo haga, y las cumpliré con precisión matemática.

– No tengo más que una instrucción que darte, que contestes a todas las llamadas telefónicas. De ninguna forma digas que voy a ponerme si en ese momento me encuentro en casa. Puedes decir que estoy en la ducha, en el aseo, en casa de una vecina, en el infierno… donde quieras menos que voy a ponerme. Pregunta quién llama y a qué numero puedo devolver la llamada, y nada más.

– ¿No sería más fácil contestar que no estás?

– No. Si de veras hay alguien vigilándome, sabrá a ciencia cierta que estoy en casa. No debe tener la menor sospecha de que me oculto o quiero escurrir el bulto. Liósenka, te lo repito, no preguntes si quieren dejar un recado. Sólo el número al que llamarles.

– Entendido. ¿Qué pasa, tienes pinchado el teléfono?

– Tengo esta impresión.

– Vaya, viejecita mía -musitó Liosa-, estás en un apuro muy gordo. ¿Cómo te has dejado pillar?

– Dejándome pillar, ya lo ves. Y me temo que pronto este apuro engordará aún más.


Vasili Kolobov bajó la ventanilla, corrió el cerrojo y colocó junto al cristal un letrero escrito a mano con rotulador: «Cerrado de 23.00 a 24.00.» Ir en autobús hasta el lugar donde le habían citado a las once y media no le llevaría más de diez minutos, pero a esas horas el transporte público apenas funcionaba, y Kolobov no quería llegar tarde para no enojar a los que en una ocasión ya le habían baldado a palos. En una situación así más le valía estar allí antes de tiempo y esperar.

Cerró el quiosco y se dirigió hacia la parada de autobús, pero cuando le separaban de ella unos metros oyó a sus espaldas una voz que quedamente le decía:

– Buen chico, Vasia, ya veo que eres disciplinado. No te vuelvas. Sigue recto, hasta el paso subterráneo.

Vasili sintió que un calambre le entumecía la nuca y se le humedecían los sobacos. Algo duro le empujó en la espalda, justo entre los omóplatos. Se encaminó dócilmente hacia el paso subterráneo, bajó la escalera y continuó por el túnel que conducía al otro lado de la avenida. El túnel, como era habitual, no estaba iluminado. Kolobov no oía los pasos del que le seguía, tan sólo una respiración pausada y, además, su espalda notaba en todo momento la presión de algo que muy bien podía ser una pistola.

Al salir del paso subterráneo a la calle oyó una nueva orden:

– A la izquierda, dobla la esquina. Sin prisas. No te vuelvas. Bajo este arco.

Dos siluetas macizas le salieron al encuentro. En la oscuridad no pudo verles las caras, pues en ninguna de las ventanas que daban al patio había luz. Las siluetas ya estaban delante de él.

– ¿Qué tal, Vásenka, te apetece charlar con nosotros?

– No he hecho nada -declaró Kolobov con desesperación-. No he dicho nada a nadie. ¿Qué más quieren de mí? ¿Por qué no me creen?

– ¿Y por qué íbamos a creerte? Ya nos la has jugado una vez -contesto calmosamente el más bajito de los dos.

– Les dije la verdad. No vi a Vica en la estación aquel día, ¡se lo juro! No sé qué les habrá contado ella, no sé por qué pero ¡no la vi!

– Mira, Kolobov, por hoy vamos a creerte pero, en cuanto a mañana, nos lo pensaremos. Tenemos gente nuestra entre la bofia y si has dado el chivatazo sobre Vica y nosotros, ya sabes lo que te espera. Será mejor que confieses ahora, así te rompemos las narices y ya está. Pero si nos enteramos de que nos la has jugado, te mataremos. ¿Qué nos dices, Vásenka?

– ¡Se lo juro, lo juro! -dijo Kolobov, que estaba a punto de echarse a llorar de impotencia-. Pueden comprobarlo, no he dicho nada a la policía.

– Y de Vica, ¿qué nos dices?

– ¡Pero si no la vi, no la vi, no la vi! Ella les mintió para guardarse las espaldas. ¿O es que no lo entienden?

– Vale, Vásenka, ve con Dios. Pero ten mucho cuidado…

Las piernas no obedecían a Kolobov cuando salió del patio y se dirigió renqueando de vuelta a la estación.


En la reunión de mañana, el coronel Gordéyev, por primera vez en el último mes y medio, habló de la investigación del asesinato de Victoria Yeriómina. Todos sus subalternos pudieron comprobar que, por un lado, el caso no le preocupaba lo más mínimo; pero, por otro, estaba sumamente disgustado por la ausencia de resultados palpables.

– Dentro de diez días vence el plazo de los dos meses para la investigación preliminar -anunció con frialdad-. Kaménskaya, infórmanos sobre el trabajo realizado.

Nastia esbozó la situación general con voz inexpresiva y se cuidó de no atraer la atención hacia algunas incongruencias obvias.

– Acabamos de recibir información sobre una nota que Yeriómina dejó en el piso de Kartashov explicándole adonde iba y para qué. Se la mencionó a una amiga que hasta ayer se encontraba ingresada en una clínica de maternidad por riesgo de aborto y no sabía que Yeriómina había muerto. Nos llamó nada más enterarse. Yeriómina no le había contado nada, lo único que le dijo fue que le había escrito una nota a Kartashov y que se la había dejado en un sitio donde Borís la encontraría si algo le ocurriese. Presuntamente, Kartashov desconoce la existencia de la nota, al menos no nos ha hablado de ella. Por desgracia, ahora Kartashov no se encuentra en Moscú, estará fuera unos días. En cuanto regrese procederemos a registrar su casa, el juez de instrucción nos ha dado ya su visto bueno.

– ¿Cuándo volverá Kartashov a Moscú? -preguntó Gordéyev.

– Pasado mañana.

– Mira, Anastasia, no des más largas al asunto. Vas demasiado despacio, los plazos están a punto de expirar y no hemos adelantado nada; tenemos cero resultados, todo lo que hay es bla, bla, bla. Ahora quieres que esperemos dos días más… Esto está mal. Muy mal.

– Haré lo que pueda, Víctor Alexéyevich.

– ¿Adónde se ha marchado ese artista?

– A Viatka.

– ¿Merecería la pena pedir a la policía de allí que le localice e interrogue? Ganaríamos algo de tiempo -propuso el coronel afectando inocencia total.

– El juez de instrucción está categóricamente en contra. Insiste en esperar a que Kartashov vuelva -repuso Nastia con firmeza.

– Bueno, él sabrá lo que hace -suspiró Gordéyev-. Por cierto, Kaménskaya, el año toca a su fin y hasta ahora no has pasado el reconocimiento médico. Tienes que hacerlo mañana sin falta.

– Lo pasaré, Víctor Alexéyevich, pero no mañana. Para mañana tengo programado… -empezó a decir Nastia.

Pero Gordéyev la interrumpió con brusquedad:

– No me interesa lo que tengas programado. Yo personalmente no tengo programado darle explicaciones a la clínica. Las reglas son iguales para todos. Hazme el favor, ve a ver mañana a todos los médicos y no vuelvas por aquí sin el certificado conforme cumples los requisitos. Quiero tenerlo sobre mi mesa mañana por la tarde. ¿Está claro?

– De acuerdo -suspiró Nastia con resignación.

Al concluir la reunión, se encerró en su despacho esperando la llamada del jefe. Gordéyev le telefoneó unos minutos más tarde.

– ¿Qué me dices, Stásenka? ¿No me he pasado contigo?

– Sí que me ha sacado la piel a tiras, Víctor Alexéyevich -respondió Nastia sonriendo al auricular-. Me ha dejado para el arrastre. Pero ha estado muy convincente. El mundo se ha perdido a un nuevo Smoktunovsky (1).

(1) Actor dramático de los años setenta y ochenta de prestigio internacional. (N. del t.)

– Vale, suéltalo todo, échame en cara mi crueldad, hazme una escena. Cuando le cortes el hipo al respetable, acuérdate de llamar a la clínica y enterarte del horario de los especialistas para mañana. Creo que todo lo demás ya lo hemos hablado. Suerte, pequeña.

– Gracias. Haré lo que pueda.

– Esto ya me lo has dicho antes -respondió sonriendo sin entusiasmo Gordéyev, y colgó.


El teléfono estaba ronco de sonar pero Borís Kartashov no manifestó la menor intención de cogerlo. Por cuarta vez consecutiva, la pantalla de identificación de la llamada permanecía en blanco. Esto significaba que llamaban desde una cabina pública. En su fuero interno, Borís se puso tenso. Era buen deportista, poseía vigor físico, durante muchos años había practicado varias modalidades de atletismo. Débil e indeciso en su vida personal, en la misma medida se mostraba audaz y seguro de sí mismo en todo lo relacionado con la resistencia física. No obstante, el ánimo le flaqueaba.

La puerta del ascensor se cerró con un chasquido apenas audible. Y casi en seguida sonó el timbre de la puerta. Borís salió al recibidor con pasos suaves y se incrustó en la pared, junto a la percha, escondiéndose de la vista del que pudiera entrar. Un nuevo timbrazo estalló justo encima de la cabeza del pintor ensordeciéndole. Otro. Y otro. Y al fin se oyó el castañetazo de la llave introducida en la cerradura.

La puerta se abrió lentamente, alguien entró en el piso y encontró a tientas el interruptor. Se oyó un tenue clic pero la luz no iluminó el recibidor. El intruso pulsó el interruptor varias veces más pero el recibidor continuó oscuro como boca de lobo. Avanzó con movimientos cautelosos, tanteando el camino, hacia el salón, y en este momento Borís, cuyos ojos se habían adaptado ya a la oscuridad, se le echó encima bruscamente y le tumbó al suelo. El intruso no pudo ni gritar de la sorpresa. Se derrumbó encima de la alfombra, protegiéndose la cabeza con las manos instintivamente. Kartashov, con sus dos metros de estatura y un centenar largo de kilos de peso, le aplastó clavándole la rodilla en el espinazo y retorciéndole los brazos detrás de la espalda.

– ¿Quién eres? ¿Quién te ha dado las llaves de mi piso? -inquirió amenazador.

El intruso intentó soltarse y el anfitrión no tuvo más remedio que asestarle un par de guantazos a base de bien. Borís era un luchador experto, sabía cómo había que pegar para causar el máximo de dolor sin dañar los órganos vitales. Muy pronto, la capacidad de resistencia del desconocido se vio reducida a nada. Borís le levantó como un saco lleno de trapos, le sentó en un sillón y le quitó los finos guantes de cabritilla de las manos inertes, en las que colocó un vaso lleno de un líquido incoloro. Finalmente, encendió la luz.

Su visita era un joven de unos veintidós o veintitrés años, de pelo cortado al estilo militar, cara simpática aunque algo estropeada por unos ojos demasiado hundidos bajo las cejas y musculatura espectacular. «Un tarzán, éste está hecho un tarzán», lo catalogó para sus adentros Kartashov, palpando con los ojos el cuerpo del muchacho allá donde la chaqueta, desabrochada, dejaba ver el torso ceñido por un cisne de punto fino.

El tarzán sorbió el líquido del vaso y se atragantó.

– Pero si es vodka -ronqueó lamiéndose el labio ensangrentado.

– ¿No me digas? -se refociló Borís-. Venga, bébetelo; lo que no mata engorda.

El joven intentó levantarse del sillón pero el dueño del piso le metió un expeditivo puñetazo en la boca que le obligó a volver a tomar asiento.

– ¿Qué tal? ¿Cuándo piensas pedirme disculpas?

– Oye, tío, perdona -balbuceó el joven-, he metido la pata. Me habían dicho que no estarías en casa. Te he llamado por teléfono y, luego, a la puerta. Creí que no estabas de veras. Pero ¡toma!, sí estabas.

– ¡Ay, qué disgusto tan grande! Me has llamado por teléfono, me has llamado hasta que las llamadas empezaron a salirte por las orejas, y yo, canalla de mí, me permito estar en casa. Y no me escondo de una fémina, tenlo en cuenta. Bien pues, ¿qué vamos a hacer, campeón de llamadas? ¿Avisamos a la policía o charlamos aquí nosotros solitos?

– Oye, tío, la policía no nos hace falta, ¿vale? No te he robado nada. Por tu parte, ya me has puesto la cara como un mapa, así que creo que estamos empatados.

– ¿Quién te ha dado las llaves?

– Las compré.

– ¿A quién?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Un colega me dijo que tenías el chamizo a tope de trastos, que había aparatos, parné, ropa nueva, y que estabas de viaje.

– ¿Por qué será que ese colega tuyo no ha venido en persona si tengo aquí tantos cachivaches? ¿Por qué te dio las llaves a ti?

– Necesitaba dinero con urgencia, quería marcharse. Además, no era ladrón, se le notaba a la legua.

– Pero tú sí lo eres, ¿verdad?

– Verdad verdura -confirmó el joven mirando a Borís con ojos límpidos-. Oye, tío, déjame marchar, ¿eh? Venga, nos decimos adiós muy buenas y aquí no ha pasado nada.

– Ya, ¡y un jamón! -resopló Kartashov, y le sacudió un nuevo bofetón-. ¿Dónde tienes las llaves?

– En el bolsillo.

Borís registró con rapidez los bolsillos de la chaqueta que lucía el tarzán y extrajo las llaves ensartadas en un llavero.

– ¡Mira por dónde! -silbó-. Pero ¡si son las llaves de Vica! ¿La has matado? Contesta, ¿has matado a Vica?

– ¡No conozco a ninguna Vica! -chilló el joven tratando en vano de esquivar un nuevo golpe-. ¿Estás chiflado o qué? Te lo he dicho claramente: estas llaves, yo las he comprado…

Un nuevo cate no le dejó terminar. El labio partido sangraba cada vez más, la cara se le había puesto blanca como la pared.

– ¿Por qué habéis matado a Vica? ¿Qué os había hecho? ¡Habla! ¡Habla, cabrón, puñetero! -repetía Borís propinándole metódicamente nuevos sopapos en los puntos más sensibles, hasta que el joven se desplomó dando de bruces contra la mesita, buscando un punto de apoyo en su pulida superficie.

El pintor se quedó mirándole unos instantes, luego entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y se puso a lavarse meticulosamente las manos con jabón. Desde el salón llegó un gemido, luego el ruido de unos pasos pesados e inseguros. Finalmente oyó el chasquido de la cerradura. Se enjugó las manos con la toalla, salió sin prisa del cuarto de baño, comprobó que la visita se había largado y apagó la luz. Era la señal que habían convenido.

Unos pocos minutos después, en el piso entraron el juez de instrucción Olshanski, el experto criminólogo Zúbov, Nastia y dos testigos jurados.

– ¿Dónde? -fue lo único que le preguntó Konstantín Mijáilovich.

– En el salón -contestó Borís con idéntica brevedad-. El sillón, el vaso, la mesita, todo está como ustedes me han dicho que tenía que estar. Incluso se ha dejado los guantes.

– Estupendo -se frotó las manos Olshanski-. Será mejor que usted y Kaménskaya se retiren a la cocina y nos dejen hacer nuestro trabajo.


– ¿Me ha perdonado ya? -preguntó Borís colocando delante de Nastia una taza de café humeante.

– No he estado enfadada con usted.

– Me he expresado mal. Usted sospechaba de mí. No lo niegue, saltaba a la vista. ¿Ya no soy sospechoso?

– No -le sonrió Nastia-. Ahora sé que no tiene nada que ver con la muerte de Vica.

– ¿Y aquel chaval sí?

– No lo sé. Tal vez. Tenía sus llaves, y la milonga que ha largado de que las había comprado, yo no me la creo.

– Me alegra que ahora seamos aliados.

– ¿Por qué?

– Usted me gustó mucho ya entonces, la primera vez. ¿Recuerda, cuando entró en el piso y se desternilló de risa porque íbamos vestidos absolutamente igual? Entonces pensé: «He aquí a alguien que prefiere la sencillez y la comodidad.» Yo también soy así. A Vica le daba rabia a veces, y lo que más la sacaba de quicio eran mis eternas bambas. Le había explicado mil veces que no tenía el menor sentido pasear por nuestras calles, tan sucias, con el calzado de piel auténtica, que dentro de una semana estaría para tirarlo. La propia idea de que la comodidad fuera en detrimento de la elegancia le resultaba inconcebible. Por eso, cuando vi que iba igual que yo, cómoda y bien abrigada, en seguida intuí un alma gemela y le tuve simpatía. Pero usted no me creyó y sospechó de mí…

– Está bien, Borís, pelillos a la mar… Mi trabajo es así. No crea que me ha hecho gracia tenerle por sospechoso, también usted me había caído bien. Pero en nuestro trabajo los sentimientos personales se llevan mal con las obligaciones profesionales.

– ¿Siempre es así? -preguntó Kartashov lanzándole a Nastia una mirada atenta, como si hubiera captado que detrás de esas palabras que se referían a él personalmente se ocultaban otros pensamientos distintos.

– No siempre -suspiró ella-, pero con frecuencia. Por desgracia. ¿Sabe?, nuestro trabajo tiene un gran parecido con el teatro.

– ¿Con el teatro? -se extrañó el pintor-. ¿Por qué?

– Porque hay que fingir. O no tanto fingir como… Más bien uno tiene que darse un pisotón en su propia garganta. Es difícil explicarlo. Por ejemplo, a usted unos clientes pueden gustarle y otros caerle mal; con unos será todo amabilidad, querrá complacerles en todos sus deseos, pero con otros se mostrará brusco y rígido. Podrán enfadarse con usted, dirán que es un maleducado, un indeseable, pero por esto no se les va a hundir el mundo, esto no truncará el destino de nadie. De manera que usted podrá seguir siendo usted y vivir en paz con sus preferencias personales. Nosotros, en cambio, si nos abandonáramos a nuestros gustos y emociones, cometeríamos errores que para alguien significarían una catástrofe, la quiebra total de su vida. Sólo en los libros de texto ocurre que el criminal es malo y la víctima merece toda la compasión. En realidad, hay criminales que dan mucha pena, que le parten a una el corazón, y víctimas tan, por decirlo suavemente, asquerosas que no inspiran nada de compasión, a las que no apetece creer nada de lo que dicen; francamente, algunas son carne de presidio. Imagínese, pues, qué pasaría si empezáramos a creer sólo a los que despiertan nuestra simpatía y a sospechar de cuantos no nos gusten. Sólo buscaríamos sospechosos entre los que nos caen gordos, excluyendo por adelantado del círculo de posibles criminales a los que, como quien dice, nos gustan. ¿Se imagina cuántos criminales quedarían en libertad? ¿Y a cuántos inocentes podría causar sufrimiento?

– No sabía que esto representase para usted un trauma psicológico -observó Kartashov con cautela-. Lo que me ha contado parece evidente pero jamás se me habría pasado por la cabeza que esto resultase doloroso para los funcionarios de la policía.

– No se le pasa por la cabeza a nadie -dijo Nastia haciendo con la mano un gesto de desesperación-. Tal vez porque justamente es demasiado evidente. Suelo frecuentar los ensayos de un amigo que trabaja en un teatro. Se pasa los días luchando con la incapacidad de algunos actores de ocultar su actitud personal frente al personaje. Cuando le aconsejé contratar a un psicólogo para que trabajase con la compañía, me miró como si hubiera perdido el juicio. Ni se le ocurre pensar que un ser humano no es un autómata, que no se puede enchufarlo y desenchufarlo siempre que apetezca. Lo que les pide a sus actores, para unos es la cosa más fácil del mundo. Pero otros son incapaces de olvidar cómo son en realidad. ¿Se ha parado alguna vez a pensar que cada papel bien interpretado no es sólo un milagro de transformación del actor sino también una ruptura con su propia personalidad?

– No sé, no se me ocurría verlo así…

– Sin embargo, esto es lo que pasa. Cualquier ruptura, por voluntaria que sea, por muy generosamente que se la recompense con el éxito y los aplausos, es en esencia un trauma del que luego hay que recuperarse. ¿Es que hay alguien que le ayude al actor a sanar? No. Y tampoco a nosotros nadie nos ayuda. Nadie nos advierte siquiera de que lo vamos a necesitar. En cambio, ¡qué no se contará de lo crueles, desalmados o, en el mejor de los casos, indiferentes que somos los policías! ¿Cómo no iba a producirse entonces esa deformación? Para preservar nuestra integridad física redactan volúmenes enteros de normas de seguridad. Pero, como suele ocurrir, nadie se acuerda del alma…

En la cocina entró el experto forense Zúbov, eternamente ceñudo y disgustado con algo pero escrupuloso y cumplidor. Cuando le tocaba trabajar con Olshanski, los dos formaban una mezcla explosiva. El juez de instrucción tenía al experto en gran estima y disfrutaba colaborando con él. Zúbov, en cambio, no podía ni ver a Konstantín Mijáilovich, quien le sacaba de quicio con constantes sugerencias e instrucciones, pues hacía un trabajo igual de excelente cuando no las recibía. Por supuesto, en su fuero interno, Zúbov le reconocía a Olshanski su buen conocimiento de la criminología. Si no se pusiera pesado, si no fuera tan mandón…

Nastia miró a Zúbov y pensó que daba la impresión de que le rechinaban no sólo los dientes sino también todos sus huesos y articulaciones.

– Olshanski ha ordenado decirte que ya no te necesita -le dijo a Nastia torciendo los labios despectivamente al pronunciar las palabras «ha ordenado»-. Así que si no te apetece, no hace falta que nos esperes.

– ¿Os falta mucho todavía? -preguntó ella.

– Tenemos el juego completo, todo cuanto un caballero puede desear para su gusto: huellas digitales, calzado, sangre, saliva, micropartículas. Creo que hay para una hora más, o tal vez para dos.

Zúbov se giró hacia Borís y, mientras manipulaba el mechero y prendía un cigarrillo, le dijo:

– Gracias por haberlo hecho todo tal como le he dicho. Todo ha salido a pedir de boca. La mesa y el vaso están realmente impolutos, da gusto trabajar así, sin molestarnos con la suciedad.

Nastia se puso en pie de mala gana. Apenas había conseguido entrar en calor después de varias horas de espera en la calle.

– Creo que me voy a ir. Es muy tarde.

En el recibidor, Kartashov ya había vuelto a colocar en la lámpara la bombilla que había quitado anticipando la llegada de la «visita». Al llegar junto a la puerta, Nastia se detuvo en seco.

– Borís, ¿podría contar con su ayuda?


Nastia había perdido el sueño por completo. Tumbada en la cama al lado de Liosa, hacía balance y planes para el día siguiente. Lástima que el espectáculo representado en el piso de Kartashov no hubiera aportado los resultados esperados. Por supuesto, las huellas que había dejado el intruso eran más que suficientes para probar, si hiciera falta, la presencia allí del joven, al que habían identificado en menos de una hora. A partir de entonces se le seguiría y al día siguiente mismo se sabría por lo menos parte de la gente a la que frecuentaba. Pero el intruso no respondió a la provocación de Borís cuando éste le acusó de asesinato. Tenía un perfecto dominio de sí mismo, estaba muy bien preparado porque al punto declaró ser ladrón, a pesar de que el ataque del dueño del piso le había cogido desprevenido, y tampoco devolvió ni un solo golpe aunque poseía unos músculos, según Borís, realmente impresionantes. El entrenamiento, sin embargo, se dejó notar: el «ratero» apaleado se recuperó con sospechosa rapidez, tanto que consiguió marcharse sin hacer apenas ruido. Bueno, también la falta de resultados era un resultado. Aunque ese tarzán supo ocultar su verdadero rostro y no delató a los que lo enviaban, este hecho podía encerrar información valiosa. Las cosas no tenían por qué ser siempre tan fáciles y sencillas como lo fue el montaje que le habían preparado a Kolobov, quien estaba tan asustado que se tragó toda la historia. También la suerte se había puesto de su lado, porque la carta que le habían mandado a Kolobov al azar fue un puro golpe de suerte. Aunque no, no era del todo cierto. Fuese cual fuese su reacción al recibir la carta, seguiría siendo información útil. Por ejemplo, podría no haberle asustado o podría haberla tirado a la basura y no acudir a la cita, lo cual hubiese significado que la hipótesis de Nastia no valía nada. También podría haberse espantado hasta el punto de ir corriendo a la policía y confesar allí quién y por qué le había dado la famosa paliza a poco de producirse el asesinato de Vica Yeriómina. Pero Kolobov hizo lo que hizo, y ahora ella, Nastia, sabía que Vica les había advertido a sus asesinos que Vasili Kolobov la había visto con ellos en la estación de Savélovo. Teniendo en cuenta que su cadáver fue encontrado en las proximidades del apeadero El Kilómetro 75 de la vía férrea de Savélovo…

Cuando Nastia regresó del piso de Kartashov a casa, Liosa le dio la lista de los que habían llamado. A pesar de lo avanzado de la hora, optó por devolver una de las llamadas sin esperar hasta la mañana. Bajó al piso de una vecina, Margarita Iósefovna, que gustaba de ver la televisión hasta altas horas de la noche porque de madrugada el canal de Moscú ponía películas clásicas. Nastia marcó el número de Guennadi Grinévich. Lamentablemente, el director no tenía nada esencialmente nuevo que comunicarle. Sus amigos periodistas apenas sabían del novelista Brizac algo más de lo que estaba impreso en las contraportadas de sus libros. Cierto, decían ellos, era un nombre popular, sus libros gozaban de buena aceptación, pero nadie le tenía por un verdadero literato. Un buen artesano, aunque no del todo carente de chispa. Sabía venderse caro, para eso se daba esos aires de misterio. No, ellos, los periodistas, estaban convencidos de que detrás de aquella fachada no se ocultaba ningún criminal secreto, no era más que una argucia publicitaria para avivar el interés de los lectores. «Dios mío -pensó Nastia consternada-, ¿será posible que haya vuelto a dar un golpe en falso? ¿Será posible que haya vuelto a equivocarme?»

El timbre del teléfono despertó a Liosa al instante, y miró a Nastia interrogativamente. Ella movió la cabeza negativamente y se sentó en la cama.

– ¡Diga! -gruñó Liosa con voz somnolienta.

– Le ruego que me disculpe esta llamada a una hora tan tardía -pronunció un agradable barítono-, pero me urge hablar con Anastasia Pávlovna.

– Está durmiendo.

– Despiértela, por favor. Se trata de un asunto realmente muy grave e inaplazable.

– No puedo hacerlo. Se ha tomado un somnífero y me ha pedido que la deje dormir.

– Le aseguro que se trata de algo que es de suma importancia para ella. Espera mi llamada y se disgustará mucho si se entera de que la he llamado y usted no nos ha dado oportunidad de hablar. Está relacionado con su trabajo…

Pero Chistiakov se mantuvo en sus trece. Quizá sí era ingenuo y confiado, como Nastia siempre había creído, pero hacerle cambiar de idea era imposible.

Nastia encendió la lámpara de la mesilla de noche, cogió el bolso, encontró allí el volante de la clínica y se lo enseñó a Liosa. Éste asintió comprendiendo.

– Escuche -imploró con voz quejumbrosa-, está pasando una mala racha, tiene problemas y cosas así. Lleva varias noches sin dormir, le duele el corazón y en general se siente bastante mal. Mañana debe hacerse una revisión en la clínica y no quiere que los médicos la vean en esa forma tan baja. Tiene graduación de mando superior, ¿entiende? Por eso se ha tomado tres pastillas y se ha acostado pronto para que mañana todas las pruebas salgan bien. Le van a tomar la tensión, la va a examinar un neurólogo, le van a hacer un electro. De todos modos, incluso si consiguiera despertarla, no se enteraría de nada.

– Lástima -su interlocutor se mostró sinceramente decepcionado-. De acuerdo, le llamaré mañana. Buenas noches.

– Buenas -masculló Liosa.

Nastia estaba de pie en medio de la habitación, arropada con una gruesa bata. En la penumbra, su cara pálida no parecía viva.

– ¿Eran ellos? -preguntó Chistiakov.

Nastia asintió en silencio.

– ¿Por qué no quieres hablarles? En esta situación carece de importancia que tu teléfono esté pinchado, son ellos mismos los que lo han pinchado.

– No me gusta que traten de intimidarme. Ya estoy suficientemente asustada y no quiero escuchar más historias de terror.

– No acabo de entenderte, Nastiusa. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a esconder la cabeza en la arena como un avestruz?

– No pienso hacer nada. Quieren sacarme de mis casillas. Que se crean que lo han conseguido, que me han metido tanto miedo que no sé qué hacer, que me patinan las neuronas. ¿Qué van a contarme que yo no sepa? ¿Que harán volar el coche de papá? Prefiero no oírlo. Sólo volarán su coche si no cumplo con sus exigencias, de otro modo, no tendría sentido. Lo que hago es impedirles que me planteen esas exigencias.

– No me parece muy inteligente -manifestó Liosa, quien tenía sus dudas-. Pueden abordarte por la calle. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Les dirás que tú no eres tú y que en realidad estás arriba, charlando con una vecina? Es un disparate.

– No se sabe, Liósenka. Y no, no se me acercarán en la calle, sería peligroso. Si se dejan ver, podremos seguirlos, lo saben muy bien. Lo único que no deja huellas son las llamadas de teléfono. Y de noche, para meter más miedo. Y desde una cabina, para que el identificador de llamadas no muestre el número, por si dispongo del identificador. Y que no duren más de tres minutos, para que no las localicen en el caso de que yo, a pesar de los pesares, se lo haya contado a mi jefe y mi teléfono esté intervenido.

– Escucha, ¿es que no les tienes nada de miedo?

– No lo sabes tú bien el miedo que les tengo, cariño -sonrió Nastia con amargura-. Sólo los deficientes mentales ignoran el miedo porque son incapaces de valorar el peligro en su justa medida y no entienden ni lo que es la vida ni lo terrible que es perderla. Un ser humano normal debe tener miedo siempre que le quede algo de instinto de supervivencia. Por lo demás, soy muy cobarde, y tú lo sabes. Apaga la luz, hazme el favor.

– ¿Por qué?

– Porque pueden estar vigilando las ventanas. Según les has dicho antes, estoy durmiendo.

– Tú duermes pero a mí me han despertado -protestó Liosa.

– No discutas, cielo -dijo Nastia con cansancio-. Apaga la luz, podemos hablar a oscuras.

Volvió a acostarse, se hizo un ovillo y se apretó contra el hombro de Liosa. Éste le acarició la cabeza, la espalda, tratando de tranquilizarla, le cantó nanas, le contó algo en voz de susurro. Por fin, al amanecer, Nastia logró descabezar un sueñecito.


El tío Kolia, atlético, gallardo, sonreía con condescendencia, haciendo destellar su dentadura de hierro mientras miraba al joven de pelo cortado al estilo militar.

– No te angusties, Saniok, no tienes la culpa. Esas cosas suelen ocurrir.

Se sirvió agua mineral en un vaso y se la bebió de un trago. En efecto, Saniok no tenía la culpa. La culpa la tenía el casposo de Arsén, que confiaba ciegamente en «su gente» y no se había molestado en tomar precauciones y comprobar la información recibida. La misión había sido un fracaso, y ahora correspondía buscar otras vías, por ejemplo, mandarle alguna chica despampanante al pintor para que husmeara en su chamizo. A todas luces, el pintor sentía debilidad por el sexo femenino, no bien hubo enterrado a una perica, ya estaba enrollado con otra, hasta el extremo de que tenía que esconderse de ella. ¡Vaya con Borís Grigórievich, vaya con el viudo desconsolado!

– Si supieras las ganas que tenía de largarle un soplamocos -suspiró Saniok tan lastimeramente que el tío Kolia no pudo reprimir la risa.

– Lo has hecho todo bien, Saniok -le elogió-, un ladrón siempre es un ladrón. Tenías que convencerle de que eres un ratero inexperto e inofensivo. No podías armar jaleos.

– Ya, ya, no podía -continuaba lamentándose Saniok-. ¿Tienes alguna idea del meneo que me dio? Está entrenado el pájaro, conoce todos los puntos sensibles. No me dio un soponcio por un pelo.

– Ya lo ves. Si está bien entrenado, en un santiamén te habría descubierto, habría comprendido que no eres un caco sino un soldado profesional. Basta ya de hacer pucheros. No dejo de sorprenderme con vosotros: sois luchadores de pelo en pecho pero cuando se trata de mostrar la fuerza de carácter, os portáis como las señoritas de Bestúzhev (1).

(1) Nombre del centro más antiguo y tradicional de estudios superiores para mujeres de la época zarista. (N. del t.)

– ¿Como quién? ¿Como qué señoritas?

– Qué ignorante eres, Saniok -suspiró el tío Kolia-. ¿Te acuerdas al menos de las letras todavía?

– ¿De qué letras?

– Del abecedario. ¿Cuándo ha sido la última vez que cogiste un libro, eh?

– Anda ya, tío Kolia, no me vengas ahora con ésas. ¿No ves que ya estoy completamente hundido?

– ¿Hundido? -el tío Kolia elevó la voz y dio un manotazo en la mesa-. ¡Ay, Dios mío, somos pobres pero honrados y delicados! ¡Le han untado el morro a bofetadas y tenía prohibido desquitarse! ¡Aguanta! Cumples con tu trabajo y cobras por eso. Si no te gusta, haznos el favor y lárgate. Pero ten en cuenta una cosa, no habrá nadie que te cubra las espaldas. ¿Cuántos fiambres tienes en tu haber? ¿Lo recuerdas todavía? Mientras llevemos todos el mismo collar, el de nuestro patrón, podrás dormir tranquilo. Si te vas, estás acabado. Así que elige.

– Pero si ya he elegido…

– Entonces, deja de quejarte y no me llores más.

– Es que me da coraje… Voy al gimnasio a diario, hago flexiones, lanzo hierros, y todo ¿para qué? ¿Para que un pintamonas me deje como un guiñapo?

– Ay, Saniok, discurres menos que un mosquito. Soberbia, en cambio, tienes de sobra. Fíjate en Slávik: un corredor de coches con experiencia, todo un campeón, pero le han prohibido conducir durante un tiempo y va a todas partes a pie como si tal cosa. Y no lloriquea. Porque sabe que el trabajo es el trabajo. Intenta comprenderlo tú también.

– Vale, no te pongas así. Ya lo he comprendido.

– Pues estupendo -sonrió el tío Kolia aliviado.

Después de mandar al chico a casa, permaneció sentado inmóvil en el pequeño cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio. Miró el reloj. Eran las 10.25; dos minutos más y haría la llamada. El tío Kolia se acercó el teléfono, descolgó el auricular y empezó a marcar un número lentamente. Al llegar al último dígito, hizo girar el disco pero en lugar de soltarlo mantuvo el dedo hundido en el agujero hasta que el reloj electrónico señaló las 22.27. Al otro lado de la línea, nadie cogió el teléfono. El tío Kolia contó siete timbrazos y colgó. Volvió a marcar, esta vez esperó hasta que sonó cinco veces, volvió a colgar y marcó de nuevo. Tres timbrazos. Ya estaba. Ya no tenía que hacer más llamadas. La combinación de siete, cinco y tres timbrazos significaba que la misión no había sido cumplida y que se habían presentado dificultades que, sin embargo, no reclamaban ninguna intervención urgente.

Se preocupó de apagar todas las luces, cerró las puertas y se fue a casa.


Al oír el teléfono, el hombre sentado en la silla de ruedas cogió el bolígrafo y anotó escrupulosamente todos los datos en un bloc de notas: el número del teléfono de la llamada entrante, la hora exacta, cuántas veces había sonado el timbre. Dentro de un rato volverían a llamar, primero habría seis timbrazos, luego tres, luego once, y sólo al producirse la cuarta llamada podría descolgar. Le habían prohibido terminantemente contestar a todas las demás llamadas. El hombre de la silla de ruedas seguía las instrucciones a rajatabla porque se daba cuenta de la importancia y gravedad de la tarea que le había sido encomendada.

Tenía treinta y cuatro años, casi diez de los cuales los había pasado en la silla de ruedas. Amaba la técnica y los aparatos de radio, y pasaba los ratos libres montando circuitos electrónicos. Cursó carrera en el Instituto de Radiotécnica y Automática y, cumpliendo un viejo sueño, ingresó en la facultad técnica de la Escuela Superior del KGB; pero no llegó a iniciar los estudios. Junto con sus padres y su abuela fue víctima de un accidente aéreo del que resultó el único superviviente. A partir de entonces, su destino fue la soledad, la silla de minusválido y las muletas, con ayuda de las cuales podía desplazarse, aunque con enorme dificultad, por su piso.

Tras reponerse del golpe que supuso aquel cambio brusco de su vida, intentó dominarse y volver a sus circuitos electrónicos. Desde pequeño le apasionaban las novelas de espías y se dedicó a montar varios artefactos ingeniosos… Ansiaba ser útil, contribuir al fortalecimiento de la seguridad de la patria. Un buen día hizo acopio de valor y escribió al comité, el KGB, invitando a sus especialistas a conocer sus inventos. No le cogió de sorpresa cuando un hombre del comité vino para ofrecerle colaborar con ellos por el bien de la patria.

– Al parecer, usted es diligente y cumplidor -le halagó el representante del comité-, son las cualidades que más valoramos en nuestros colaboradores a cargo de los servicios de contraespionaje. ¿Sabe?, sin duda hay un número inmenso de enemigos que vienen a nuestro país, y tampoco faltan ciudadanos inestables que se dejan reclutar por la inteligencia extranjera. Para impedirles minar la seguridad de nuestra patria, nuestros agentes de contraespionaje vigilan a todos esos elementos. Bien, pues, para brindar a los agentes la máxima protección, para impedir que el enemigo los identifique, necesitamos contar con un sistema de comunicaciones seguro y que permita prescindir de contactos personales. ¿Me sigue?

Por supuesto que le seguía. Había leído toneladas de libros sobre el trabajo cotidiano de los agentes del servicio de contraespionaje y las triquiñuelas del enemigo. Y, también por supuesto, acogió la proposición de ayudar al hombre del comité con entusiasmo.

Sus funciones no eran nada complicadas pero requerían atención y puntualidad. Anotar la hora de la llamada, el número de timbrazos y el teléfono del comunicante, que aparecía en la pantalla del identificador. Nada más. A una hora precisa y siguiendo una secuencia de timbres estrictamente definida, aquel hombre del comité le llamaba, y el minusválido le informaba sobre las llamadas recibidas y la hora a la que se habían producido.

Una de las condiciones de ese trabajo bien remunerado en provecho de la patria era el aislamiento total del minusválido. A diario, el hombre del comité le enviaba a su gente, que le llevaba alimentos, medicinas y todo cuanto precisara. Si se sentía mal, el hombre del comité le mandaba a su médico personal. Si necesitaba comprar algo, le bastaba mencionarlo para que le enviaran a domicilio lo mejor de lo mejor de la cosa deseada. Le mandaban libros, tanto novelas como tratados técnicos de radiotécnica, piezas, herramientas, aparatos, todo cuanto le hiciera falta para dedicarse, sin tropezar con el menor problema, al trabajo que amaba. La única privación era que no podía tratar con nadie excepto la gente del KGB. El minusválido ni siquiera conocía su propio número de teléfono, para no ceder a la tentación de dárselo a alguien.

No sabía ni podía saber que en el KGB se rieron de su carta y que la echaron a la papelera. Pero un funcionario desarrugó aquellas hojas y decidió utilizar al enfermo para sus propios fines, que no tenían nada que ver con la seguridad nacional. Tampoco sabía que le cambiaban el número de teléfono varias veces al año.

Hacía lo que le gustaba, creía ser útil y era feliz.

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