CAPÍTULO 11

Konstantín Mijáilovich Olshanski era un hombre débil. Y se daba cuenta de ello. Para muchas personas, el silencio de un ser próximo no representa el menor problema, pues puede estar descontento con algo o molesto con alguien, puede guardar rencor, no acabar de entender algo; no obstante, ese silencio no les impide convivir apaciblemente durante meses e incluso años sin pretender aclarar las relaciones y poner los puntos sobre las íes. Konstantín Mijáilovich, en cambio, era incapaz de soportarlo. Un psicólogo diría que carecía de resistencia a situaciones conflictivas.

Hacía mucho tiempo había advertido que algo le estaba pasando a Volodya Lártsev. Al principio intentó apartar de sí los inquietantes pensamientos, buscando la justificación a los evidentes errores del compañero en la reciente tragedia que éste acababa de vivir y confiando sinceramente en que, además de él, nadie más se diera cuenta de sus meteduras de pata. Pero después de hablar con Kaménskaya, que llamó a cada cosa por su nombre en voz alta y sin vacilar, Olshanski sintió cierta desazón, aunque Anastasia se había mostrado dispuesta a «parchear» los problemas. Konstantín Mijáilovich le estaba agradecido por esto. Pero a medida que pasaban los días se le hacía cada vez más cuesta arriba callar y fingir que nada había ocurrido.

La gota que desbordó el vaso de su paciencia fue la llamada del coronel Gordéyev, quien le rogó abstenerse de solicitar al fiscal una prórroga para la instrucción y, en lugar de esto y a pesar de que había hipótesis viables y claros indicios de culpabilidad de un implicado, dar un frenazo al caso del asesinato de Victoria Yeriómina. Hacía muchos años que Olshanski conocía a Gordéyev y comprendía que detrás de tal petición de Víctor Alexéyevich habría razones muy, pero que muy graves que no se debía discutir por teléfono. En otras circunstancias, tal vez le habría exigido aclaraciones y argumentos de peso… Pero no ahora. Tenía miedo de que la conversación tomase un cariz demasiado «profundo» y recalase en los primeros días de la instrucción, es decir en la chapuza de Volodya. No, Konstantín Mijáilovich no tenía ánimo de afrontar esta cuestión, pues su amistad con Lártsev no era ningún secreto ni para el coronel ni para sus subalternos. De manera que iba a tener que disimular, hacer ver que no se había percatado de nada y con esto dar fe de su propia insolvencia profesional, o si no, buscar alguna excusa al hecho de haber hecho la vista gorda a la negligencia del comandante Lártsev. Por todas estas razones, Olshanski se limitó a suspirar y a darle a Gordéyev una respuesta sobria:

– Me basta con sus palabras, goza de mi absoluta confianza. Haré público el auto el primer día laborable del nuevo año, ya que el 3 de enero vence el plazo de los dos meses. ¿Le parece?

– Gracias, Konstantín Mijáilovich, haré todo lo que esté en mi mano para no dejarle en mal lugar.

El juez de instrucción colgó, arrojó con enfado las gafas sobre la mesa y se cubrió los ojos con las manos. Le hubiese gustado saber si Kaménskaya había compartido sus observaciones con sus superiores. Ojalá que no. ¿Y si lo había hecho? Entonces, el taimado de Gordéyev, ese viejo zorro, le habría dado a Olshanski, como se decía popularmente, gato por liebre. El coronel era muy consciente de que las chapuzas de Lártsev le tapaban la boca y de que no se atrevería a cuestionar su decisión, de forma que ahora tenía carta blanca para hacer con el caso de Yeriómina lo que le saliera del alma sin temer a que el juez le parase los pies. ¿Pero qué era, exactamente, lo que se proponía el Buñuelo? ¿Y si, conociendo como conocía el talante apocado del juez de instrucción, le había pedido algo que no tenía nada que ver con los intereses de la justicia? Eran tan diferentes el coronel Gordéyev y el consejero de justicia mayor Olshanski. Gordéyev creía ciegamente en la profesionalidad y la honradez del juez. Konstantín Mijáilovich, por su parte, no creía a nadie y no confiaba en nadie, llevaba grabada en su mente la convicción de que el hombre más recto, el especialista más competente sólo era un ser humano, y no una máquina pensante ajena a las emociones y enfermedades.


«Dios mío, el pelo se le ha vuelto completamente blanco desde que murió Natasa», pensó Olshanski observando a Volodya Lártsev, que charlaba animadamente con Nina y sus hijas. Nina Olshánskaya mimaba mucho a Lártsev desde que se había quedado viudo; durante las vacaciones escolares, si llevaba fuera a sus propias hijas, se preocupaba de que Nadiusa la acompañara, le invitaba cada poco a cenar o a compartir comidas dominicales, le ayudaba a conseguir artículos difíciles de encontrar en las tiendas. A veces decía en broma: «Ahora tengo un marido y medio, y tres hijas.»

– ¿Por qué uno y medio, y no dos? -preguntó Konstantín Mijáilovich cuando se lo oyó decir por primera vez.

– Porque Volodya no da de sí para ser un marido completo: yo cuido de él, pero él de mí nada -se rió su mujer.

Ahora, mientras miraba a su mujer y a su amigo, que parecían haberse olvidado de él, luchaba por reunir el valor necesario para pronunciar la primera frase en cuanto Nina saliese de la cocina. Al final, ésta se fue a hacer una llamada, Konstantín Mijáilovich respiró hondo y formuló su pregunta:

– ¿Te encuentras bien, Lártsev?

Dios sabía cuánto esperaba Olshanski ver asomar a la cara del amigo una divertida perplejidad, escuchar su breve risa, tan familiar, y una respuesta burlona. Pero Volodya entornó los ojos, que en ese momento parecieron helarse, y las esperanzas del juez se desvanecieron en el acto.

– ¿A qué viene esa pregunta, Kostia? Hace ya un año y pico que no estoy bien y tú lo sabes.

– No me refería a esto.

– ¿A qué entonces? ¿A qué te referías?

– Has empezado a cumplir mal con tu trabajo. Perdona que te lo diga, Volodka, lo entiendo todo pero esto no puede seguir así…

– ¿Esto? ¿El qué?

Durante su larga carrera judicial, Olshanski había realizado tantos interrogatorios que no necesitaba continuar la conversación. Todo estaba claro. Lártsev no se justificaba, no se enzarzaba en explicaciones sino que contestaba a preguntas con otras preguntas, obviamente para salirse por la tangente y, por otra parte, averiguar qué era lo que sabía su amigo Kostia. El juez de instrucción lanzó un amargo suspiro. Así que no se trataba de una simple negligencia sino de algo mucho más gordo. Al parecer, Volodya había mordido cierto anzuelo.

– Escucha, si no te apetece hablar, es asunto tuyo. Por supuesto que me sabe mal que quieras ocultarme algo pero…

– Pero ¿qué? -insistió Lártsev con frialdad.

– Te vas a meter en un lío gordo.

– ¿Por qué?

– Porque antes se coge a un mentiroso que a un cojo, y tus mentiras saltan a la vista en cada protocolo que has firmado, en cada documento. ¿Qué te has creído? ¿O es que me has perdido todo el respeto para pensar que no me daría cuenta?

– Conque te has dado cuenta. -Lártsev esbozó una leve sonrisa y sacó un cigarrillo.

– Imagínate, me he dado cuenta. Aunque durante mucho tiempo he estado disimulando, haciendo la vista gorda. Pero esto no puede seguir así.

– ¿Por qué? -quiso saber Lártsev buscando el cenicero en un estante.

«Qué demonios pasa aquí -pensó Konstantín Mijáilovich-, no soy yo quien le hace preguntas sino que él me las hace a mí. Y a todo esto, no le tiembla el pulso, parece una estatua de piedra, mientras que yo estoy sudando hielo, casi ni me tengo en pie de los nervios.»

– Porque ahora se ha dado cuenta alguien más.

– ¿Quién?

– Kaménskaya. Ha vuelto a interrogar a todos los testigos. ¿Lo sabías? Empleaste diez días en hacer tus chapuzas, y ella otros diez en deshacerlas. Y todo esto no ha servido apenas de nada porque las declaraciones testificales prestadas veinte días después de los hechos no se parecen en nada a las que se toman en caliente. ¡Y quién lo sabrá mejor que tú! Como resultado, se han perdido veinte días de los sesenta que se conceden para la instrucción preliminar del caso. ¿Tienes algo que decirme al respecto?

En la cocina se instaló el silencio. Olshanski, de pie junto a la ventana, se había vuelto de espaldas y sólo oía cómo Volodya expulsaba el humo de tarde en tarde. Se giró y, pasmado, se quedó mirando a Lártsev, quien le dirigía una sonrisa radiante.

– ¿Te parece divertido? -le preguntó Konstantín Mijáilovich cejijunto.

– Mucho -asintió Volodya-. Gracias, Kostia. Gracias por decírmelo. Lástima que no lo hayas hecho en seguida. ¿A qué esperabas?

– No ha sido fácil decidirme. ¿Por qué me das las gracias?

– Un día lo sabrás. ¡Ninula! -gritó Lártsev-. Cuelga ya el teléfono, ven aquí, tenemos que brindar por tu marido, por Kostia. ¡Es un tío fenomenal!

Kostia, el «tío fenomenal», experimentaba decepción y alivio al mismo tiempo. Por supuesto, estaba contento porque Lártsev no se había enfadado, ni había intentado desmentirle o responderle de malos modos, con groserías (aunque Olshanski era consciente de que en materia de groserías le ganaba a cualquiera, por lo que no temía que rebasase las normas convencionales de la comunicación). Pero lo malo era que, aunque no le dijo que no, tampoco le dijo que sí, ni siquiera que tal vez. Había preferido tomarlo todo a broma, cosa que hizo con un regocijo nada fingido. Y Olshanski sabía distinguir entre una sonrisa sincera y otra forzada. ¿Qué le pasaba a Volodya Lártsev?


Nadia Lártseva, de once años de edad, era una niña obediente y muy capaz de valerse por sí sola. Se había estrenado en el desempeño de las funciones de la «señora de la casa» cuando su mamá estuvo ingresada durante varios meses en la clínica. Fue entonces cuando Nadiusa, que en aquella época tenía ocho años y sólo había salido a la calle asida a la mano de mamá, escuchó por vez primera a papá sermonearla sobre las reglas de seguridad personal. Cuando mamá murió, la niña se acostumbró pronto a estar sola en casa y a resolver sus problemas sin ayuda de nadie. En el fondo se consideraba adulta y le molestaba muchísimo que su padre siguiera dándole la lata con sus advertencias contra los extraños, a los que no debía contestar nunca si le hablaban en la calle y, sobre todo, no aceptar de ellos ningún regalo ni acompañarles a ninguna parte, por más cosas maravillosas que le prometiesen. «Pero si esto está más claro que el agua -se indignaba Nadia para sus adentros cada vez que el padre volvía a machacarle lo mismo-, ¿o es que cree que soy tonta?»

Abandonada a su suerte durante días enteros, Nadia no se tomaba muchas molestias con los deberes del colegio pero, en cambio, había leído un montón de libros de adultos, con preferencia novelas policíacas, que en su momento Lártsev había comprado en grandes cantidades para su mujer, cuando la enfermedad la obligó a permanecer en casa. Estos libros le habían enseñado qué clase de desgracias les ocurrían a niños excesivamente confiados, y se mantenía alerta, repasando en su mente, a todas horas y sin cansarse, las reglas que el padre le había enseñado: no entrar sola en el portal sino esperar a que se acerque uno de los vecinos cuya cara le resulte familiar; no caminar junto a la calzada; no meterse en calles desiertas; no contestar a intentos de entablar conversación; si algo le ocurriese en la calle, por ejemplo, un hombre desconocido se pusiese pesado haciéndole preguntas y la siguiese, de ninguna forma ir a casa sino entrar en la tienda de alimentación más próxima a su bloque de viviendas, esperar allí hasta que apareciera algún vecino de la escalera y pedirle que la acompañara, etcétera. Las reglas eran muchas y casi todas le parecían perfectamente razonables, al menos cuando papá se las explicaba. Todas excepto, tal vez, unas cuantas. Por ejemplo, no acababa de comprender qué tenía de malo aceptar regalos de desconocidos. Por más que Lártsev se empeñaba en aclarárselo -por un lado, al aceptar un regalo se sentiría en deuda con el que se lo había ofrecido y le costaría contestar con un no rotundo si éste le pidiese lo que fuera, y por otro, un hombre malo o una mujer mala podían colocar algo en ese regalo, por ejemplo, dinero o una sortija con diamantes, y en este caso papá tendría serios disgustos-, todo era en balde.

– No lo entiendo -le contestaba la hija con sinceridad-. Haré lo que me dices pero no lo veo claro.


Esa tarde, en vísperas de las fiestas de fin de año, Nadia regresaba a casa después de pasar unas horas con una compañera de colegio. Juntas habían paseado, habían ido al cine y luego habían tomado té y unas empanadas riquísimas que había hecho la abuela de la compañera. En diciembre oscurecía pronto, y a las cinco y pico, cuando la niña salió a la calle, ya era noche cerrada. Delante del portal de su amiguita estaba aparcado un coche de color verde oscuro. La oscuridad no permitía distinguir el color pero Nadia lo había visto antes, de día, cuando ella y Rita volvían del cine…

Entonces el coche estaba aparcado a mitad de camino entre el cine y la tienda de calzado, y Nadia se fijó en él porque detrás de la luna trasera, apoyada contra el cristal, había una Barbie maravillosa, enorme y rubia, el sueño de todas las niñas que conocía. Nadia y Rita se pararon. Para ir a casa de los Lártsev había que seguir recto pero si Nadia quería acompañar a Rita, tenía que torcer a la derecha.

– Creo que me voy a casa -dijo Nadia indecisa, manoseando frioleramente los picos del cuello de su anorak violeta y dando tirones a la bufanda.

En realidad, volver al piso vacío no le apetecía nada pero esperó educadamente a que su compañera la invitase.

– Déjate de tonterías -contestó despreocupadamente Rita, una niña alta y desgarbada, cuyas mejores notas eran aprobados, y que no reconocía las palabras «tener que»-. Vamos a mi casa. Hoy la abuelita hace empanadas. Anda, ven conmigo, al menos comerás algo bueno por una vez.

– Le he prometido a papá que después del cine volvería a casa en seguida. Se enfadará -se resistió Nadia a sí misma, sin ganas.

Últimamente, una buena comida casera, buena de verdad, era una rareza en su casa: el padre no sabía cocinar y ella tampoco. Mientras vivía mamá… Además, las empanadas de la abuela de Rita eran famosas entre todas las compañeras de la clase. Eran unas auténticas obras de arte.

– ¡Déjate de tonterías! -repitió Rita; era su frase favorita-. Le llamarás y le dirás que estás conmigo. Si hace falta, la yaya hablará con él. Mira, si son las tres solamente. Venga, vamos.

Y Rita, altísima para su edad, le pasó a su amiga un brazo por los hombros con gesto protector.

Las niñas doblaron la esquina y en ese momento Nadia vio con el rabillo del ojo a la Barbie rubia. El coche pasó lentamente a su lado, doblando a la derecha también y se detuvo antes de llegar al cruce, detrás del cual había primero un edificio de cinco plantas y luego otro de dieciséis, en el que vivía Rita. Por un momento, un mal presentimiento le encogió a Nadia el corazón pero, al fin y al cabo, no estaba sola sino acompañada de una amiga, e iban juntas a su casa, donde las esperaba su abuela. Cuando ella, Nadia, saliera para volver a casa, el coche ya se habría marchado. Por algún motivo la niña estaba absolutamente convencida de que así sería…

Sin embargo, el coche no se había marchado. Había luz en su interior y pudo ver con todos los detalles la muñeca Barbie, desafiantemente elegante en su traje de noche, de color rojo intenso y adornado con lentejuelas. Nadia se asustó pero acto seguido intentó dominarse. ¿Por qué había decidido que el coche la esperaba precisamente a ella? Estaba parado, y parado seguiría.

Con resolución, la niña se encaminó hacia el cruce y luego hacia la tienda de calzado. Al llegar hasta la tienda, torció a la derecha en dirección a su casa, y se sintió más tranquila. Aquí había más luz, las farolas estaban encendidas, transitaba gente. Pero pronto vio el coche de antes, que se deslizó a su lado y, haciendo destellar las luces rojas de los frenos, se detuvo delante de su portal. Nadia aminoró la marcha y se puso a recordar lo que se debía hacer en esa situación. Ya, aquí estaba, tenía que encontrar a alguien paseando a un perro. Papá le había explicado que si veía a alguien pasear a un perro, lo más probable era que viviera por el barrio, por lo tanto, se podía dar por descartado que tuviera algo que ver con los desconocidos que la habían asustado. Normalmente, los desconocidos que seguían a niñas pequeñas procuraban hacerlo lo más lejos posible de sus propias casas. Lo mejor sería buscar a una mujer con un perro. Y mejor aún, que el perro fuese grande.

Nadia miró a su alrededor. Allí sólo había casas sin un solo jardincillo, donde hubiese sido fácil encontrar a algún «perrero». Pero sabía que, con toda seguridad, junto a su casa vería a alguno. Por allí solían deambular varios, porque no lejos de allí había un gran patio ajardinado. El único inconveniente era que iba a tener que pasar al lado de aquel coche. Pero quizá habría suerte y encontraría a alguien capaz de ayudarla antes de llegar a la altura del automóvil.

Así fue, hubo suerte. A unos quince metros del coche vio a una mujer ataviada con téjanos, chaqueta y gorro deportivo, que le pareció simpática y que caminaba al lado de un doberman enorme, de aspecto amenazador. Nadia llenó de aire los pulmones y pronunció la frase que había preparado de antemano:

– Disculpe, ¿puedo pedirle un favor? ¿Sería tan amable de acompañarme hasta mi portal? Vivo en aquel edificio de allí pero me da miedo entrar sola, está a oscuras, no hay luz y algunos niños hacen gamberradas y asustan a la gente.

No sabía por qué pero no se decidió a decirle a la mujer ni una palabra del coche verde con la muñeca dentro, no quería parecer ridícula. Un portal oscuro era otra cosa, era algo sencillo y fácil de entender para cualquiera. El coche, en cambio… Tal vez sus temores eran vanos.

– Claro que sí, enanita, vamos allá, te acompañamos. ¿Verdad? -le dijo la mujer al doberman.

A Nadia no le gustó nada lo de «enanita» pero de todas formas le agradecía profundamente a la desconocida su comprensión. Al pasar junto al coche, hizo un esfuerzo por no echarle otro vistazo a la muñeca: el habitáculo volvía a estar bien iluminado. La Barbie era tan deslumbrante que incluso le llamó la atención a esa mujer adulta.

– ¡Fíjate qué preciosidad! -exclamó con admiración, a punto de detenerse delante del coche.

Pero Nadia bajó la cabeza, apartó la vista y aceleró el paso.

Avanzaban despacio porque el perro no dejaba de pararse junto a cada árbol y matorral, cada pared de cada edificio que pasaban, para olfatearlos. Al final llegaron junto al portal. La mujer entró primero y, aguantando la puerta para Nadia, le dijo en tono de reproche:

– ¿Por qué me has engañado? Aquí hay mucha luz, todo está bien iluminado, todas las bombillas están en su sitio. ¿No te da vergüenza?

Nadia buscó con dificultad una justificación y ya estaba abriendo la boca para balbucear algo, como que, por ejemplo, llevaban un mes sin luz y que probablemente acababan de arreglarla ahora… A sus espaldas se oyó el golpe suave de la puerta… Quiso volverse para ver quién había entrado pero por algún motivo no pudo. De pronto, sus piernas se volvieron de algodón y sus ojos se llenaron de oscuridad.


Arsén estaba contento. El chaval había hecho un buen trabajo. Todo el entrenamiento, todas las enseñanzas que recibió desde la edad más tierna, todo el dinero que habían gastado contratando a profesores particulares primero y luego a entrenadores no habían sido en vano. No los habían contratado porque fuera mal estudiante, en absoluto, desde que entró en el colegio no bajó de sobresaliente. Pero ¿qué significaba descollar en los estudios respaldados por un sistema tan miserable? Desde luego, no que los conocimientos del alumno fuesen sobresalientes sino que sabía un poco más que los otros alumnos de su curso. Y lo que Arsén quería era que el chico obtuviese conocimientos reales y no «comparados», que recibiese una educación de verdad.

Arsén, que llevaba toda la vida trabajando en un organismo directamente relacionado con el servicio de inteligencia, se daba perfecta cuenta de que un agente fichado no era lo mismo que un agente infiltrado. Los traidores no le merecían mucha confianza. Evidentemente, en la gran mayoría de los casos se veía obligado a recurrir a promesas y amenazas, aprovechar las dificultades materiales, la codicia, el miedo, las debilidades y las pasiones. Pero también había gente a la que Arsén podía acudir para que le ayudase a resolver problemas que planteaban a su Oficina diferentes grupos criminales. Por supuesto, tenía algunos clientes individuales, como, por ejemplo, Grádov, pero no era frecuente, pues los servicios de Arsén eran increíblemente caros y sólo organizaciones que obtenían grandes beneficios podían permitírselos. Además, en realidad, Grádov no iba solo por la vida. Todo el lío se armó precisamente cuando sus fuentes de financiación se encontraron bajo amenaza.

Cierto, Arsén tenía a su disposición a gente de otra clase también, pero por el momento eran pocos. La Oficina y la táctica de su implantación en las subdivisiones del Ministerio del Interior no estaban todavía afinadas a la perfección pero los primeros resultados ya se dejaban notar.

Esos otros ayudantes suyos habían sido fichados cuando eran todavía unos críos, antes de hacer el servicio militar, para que los años de instrucción castrense no pasasen en balde, para que el candidato aprendiese todo cuanto pudiera: en el trabajo policial, las experiencias que proporcionaba el Ejército siempre resultaban útiles. Por lo común, se fichaba a los que, al ser llamados a filas, dejaban en casa a padres ancianos y con pocos medios de vida, novias embarazadas o esposas jóvenes y madres de hijos de corta edad. Al separarse de la familia para dedicar dos años de su vida al Ejército, se les prometía cuidar de los suyos, protegerles, ayudarles económicamente. A cambio, el candidato se comprometía a cumplir con el Ejército a conciencia, esforzarse por asimilar la ciencia militar, ganar insignias y diplomas, desarrollar musculatura y, una vez licenciado, matricularse en la Academia Superior de Policía y seguir las instrucciones de Arsén y su gente. En este apartado, Arsén era partidario acérrimo del carácter voluntario de la colaboración, pues suponía que los aliados y seguidores más fieles eran los que obraban por convencimiento. Por eso, si algunos de los recién licenciados, tras volver junto a sus familias, que durante dos años habían vivido a mesa puesta con el dinero de la Oficina, no daban señales de vida, Arsén prohibía terminantemente buscarlos u obligarles a dar explicaciones. Si alguien faltaba a la cita, significaba que había cambiado de opinión. Si había cambiado de opinión, entonces no estaba convencido. Si no estaba convencido, era capaz de «dar el cante», «chivarse», «derrotarse». En cuanto al dinero que se había invertido en el «rajado» durante dos años, bueno, al cuerno con el dinero, tampoco era tanto, teniendo en cuenta el volumen de negocios de Arsén; también era cierto que el dinero no daba felicidad y, además, cualquier proceso productivo implicaba costes. En cambio, los que volvían tras cumplir el servicio militar y se personaban con puntualidad en el lugar indicado por su «fichador», eran fiables al ciento por ciento. Ésos ingresaban en la academia de policía, algunos de ellos ya habían terminado los estudios y estaban trabajando en organismos del Interior de Moscú. Especialistas competentes, bien preparados, magníficamente avalados por el Ejército y la academia, poseedores de buenos conocimientos y músculos de hierro, realizaban con éxito tanto su trabajo profesional como los encargos de la Oficina.

Pero entre todos ellos había unos cuantos elegidos. Eran los que no habían sido fichados en vísperas de ser llamados a filas sino mucho antes. Aquellos a los que se había seleccionado y mimado cuando eran adolescentes todavía, cuando iban al colegio y sólo empezaban a aficionarse al alcohol y a las parrandas celebradas en patios oscuros. A éstos se los seducía con el romanticismo. Con el romanticismo de la lucha contra un régimen injusto, contra un sistema cruel y zafiamente organizado, con el romanticismo del entusiasmo a propósito de su propia superioridad y la posibilidad de manipular destinos ajenos, mandando desde los bastidores sobre la gente, sobre sus pensamientos y sus actos. A los futuros elegidos se los buscaba entre los huérfanos que vivían en asilos, se los adoptaba, para lo cual en ocasiones había que pagar sobornos costosísimos. Se los preparaba cuidadosamente, ya que les esperaba una carrera brillante.

Uno de los elegidos era Oleg Mescherínov, quien actualmente estaba pasando el período de prácticas en Petrovka, 38, en el departamento dirigido por el coronel Gordéyev. Había sido él quien había propuesto un plan sencillo y eficaz del secuestro de Nadia Lártseva. Había oído en muchas ocasiones al padre de la niña hablar con ella por teléfono y se había formado buena idea tanto sobre el talante de la hija como sobre la esencia de las instrucciones que Volodya se empeñaba en meterle en la cabeza. La primera condición de la operación era no llamar la atención, para que a nadie se le ocurriera pensar que alguien estaba secuestrando a una niña delante de sus mismos ojos. Había que asustar a Nadia y empujarla a los brazos de alguien a quien solicitaría auxilio. Encontrar a ese alguien y colocarle en el lugar adecuado y en el momento propicio fue cuestión técnica, de puesta en escena. También la muñeca Barbie había sido una idea de Oleg. La niña no se percataría de la cara del hombre que la persiguiera, es decir pasaría por alto su propia presencia y, así, no se asustaría. Difícilmente entendía de coches y no se daría cuenta de que a lo largo del día la había estado siguiendo el mismo automóvil, por muy raro, por muy caro, por muy de importación que fuese. Pero no dejaría de fijarse en la Barbie. Y si era una niña despierta, no dejaría de asustarse. Por otra parte, si fuera tonta y no hubiera tomado en serio los consejos de su padre, se quedaría mirando boquiabierta a la muñeca y no tendría inconveniente en contestar cuando se le hablara. Sí, la Barbie era todo un hallazgo, en todos los sentidos. Arsén estaba contento. Le encantaría escuchar los cantos que entonaría ahora esa Kaménskaya, con toda su sangre fría e imperturbabilidad.


El timbre de la puerta la hizo estremecer. Nastia echó una mirada de soslayo a Liosa, que estaba pegado a la pantalla de televisión.

– ¿Vas a abrir?

– ¿Es preciso? -contestó sin moverse del sitio.

Nastia se encogió de hombros. El timbre volvió a sonar.

– Tal vez sean «ellos». Cualquiera sabe…

Liosa salió al recibidor y entornó la puerta.

Se oyó el chasquido de la cerradura y Nastia reconoció la voz familiar de Volodya Lártsev:

– ¿Está Asia?

Dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Gracias a Dios, no eran «ellos»! Lártsev estaba irreconocible. Su cara morena se había vuelto gris, los labios habían adquirido un tono violáceo propio de los enfermos de corazón y tenía los ojos de demente. Sin quitarse el abrigo, pasó del recibidor al salón, cerró la puerta en las narices de Chistiakov y se apoyó en ella jadeante. «¿Habrá venido corriendo hasta aquí?», pensó Nastia.

– Se han llevado a Nadia -espiró Lártsev.

– ¿Cómo que… llevado? -preguntó Nastia de repente afónica.

– Se la han llevado, eso es todo. Vuelvo a casa, no está, y en seguida me llaman por teléfono y dicen que tienen a mi niña, que está sana y salva, pero que lo está sólo de momento.

– ¿Qué es lo que quieren?

– Para, Anastasia. Te lo suplico, para, no toques más el caso de Yeriómina. Sólo me devolverán a Nadia si paras el caso.

– Espera, espera -se sentó en el sofá y se apretó las sienes con las manos-. Dímelo todo otra vez, no entiendo nada.

– No me vengas con ésas, lo entiendes todo perfectamente. Has tenido suficiente presencia de ánimo y confianza en ti misma para no asustarte y eludir todo contacto con ellos. Han decidido actuar a través de mí. Te juro, Anastasia, te lo juro por todo lo sagrado que tengo en este mundo, que si le sucede algo a Nadia, te pegaré un tiro. Iré pisándote los talones hasta que…

– De acuerdo, esta parte ya la he cogido -atajó Nastia-. ¿Y qué tengo que hacer para que te devuelvan a tu hija?

– Debes decirle a Kostia Olshanski que es imposible hacer nada más con el caso de Yeriómina. Kostia te creerá y parará el caso.

– De todas formas va a pararlo después de las fiestas. Y no podría hacerlo antes, va contra la ley. ¿Pero qué quieres que haga yo?

– Quiero que dejes de investigar el asesinato de Yeriómina y que cierren el caso. De verdad, no sólo en apariencia -pronunció lentamente Lártsev sin apartar de Nastia sus ojos y sin parpadear.

– No te entiendo…

– ¿Qué te crees, que no conozco al Buñuelo? -explotó Lártsev-. ¡Un caso como éste! ¡Está que revienta de la basura que hay dentro! Me tiré diez días haciendo lo imposible para «peinarlo», para limarlo, para tapar la cochambre y ni con diez días he tenido suficiente si al final tú has conseguido verla. El Buñuelo no suelta casos como ése, lo estará royendo hasta que muera. Así que no me sorbas el seso con tus engañifas, no me vengas con el cuento de que van a parar este caso.

– ¿Quién te ha dicho que lo de parar el caso es un cuento?

– Lo he entendido yo sólito. Si te has percatado de lo que yo había hecho en aquellos primeros días, también habrás comprendido por qué lo hice. Y si es así, no te echarás atrás. Ni tú ni el Buñuelo. Os conozco demasiado bien.

– ¿Y Kostia qué dice?

– Dice que me has pescado y que de un momento a otro me vais a armar un cirio. Asia, ¿qué tiene que ver Olshanski con todo esto? La orden de suspender un caso es sólo un papelito, le afecta al juez de instrucción, no a nosotros. El juez se lo guarda en su caja fuerte y se olvida de él hasta que le traemos entre los dientes la información que permite continuar con la investigación. Es el juez quien deja de trabajar en el caso, no nosotros. Por eso quiero que le eches el freno. Son las once y media. Me llamarán a las dos de la madrugada y deberé darles garantías de que dejarás el cadáver de Yeriómina en paz. Asia, te lo suplico, Nadia tiene que volver a casa cuanto antes. Tal vez no le hagan daño pero está asustada, puede sufrir un trauma nervioso. Ya se las pasó canutas cuando Natasa… -Lártsev se cortó y calló unos instantes-. Es decir, Anastasia, ten en cuenta que si algo le ocurre a Nadia, tú serás la única culpable. Y no te lo perdonaré. Jamás.

– ¿Y tú, Volodya? ¿No eres culpable de nada? ¿No tienes nada que reprocharte?

– ¿Qué quieres que me reproche? ¿Que me preocupo de la seguridad de mi hija? Me ficharon casi inmediatamente después de morir Natasa. Había hablado con mi suegro, está categóricamente en contra de venir a vivir a Moscú. Tiene en Samara a sus hijos y nietos; además, ¿cómo cabríamos todos? No puedo comprarme un piso grande, no tengo dinero; a ellos, cambiar su vivienda por un piso en Moscú les sería imposible, todo lo que tienen son dos habitaciones en un piso comunal. Mi padre es un anciano enfermo y desvalido, necesita cuidados, de modo que tampoco puedo dejarlo con Nadia. Créeme, he pensado en un montón de variantes. Incluso quise contratar a alguna mujer, una chacha o algo así, para que cuidase de la niña pero resultó que no podía permitírmelo. Quise cambiar de trabajo pero tampoco salió.

– ¿Por qué?

– Porque los empleos que precisan de mis conocimientos los ronda la mafia, y volvería a tener que elegir entre convertirme en criminal o temblar día y noche de miedo por mi hija. Tendría que conformarme con un puesto que no requiriese mis calificaciones y con un salario aún más bajo, y no me lo puedo permitir. ¿Tienes idea de lo que vale la ropa infantil? ¿Y el colegio de Nadia? Claro, cómo vas a saberlo, estás por encima de todo esto, no tienes hijos de los que preocuparte.

– Volodya, ¿a qué viene…?

– Perdona, Asia, se me ha escapado sin querer. Tienes que comprenderme, no me quedaba otra salida.

– Podías habérselo contado al Buñuelo. Seguro que se le habría ocurrido algo. ¿Por qué no has hablado con él?

– No lo entiendes, Asia. No soy el único. Hay otros muchos como yo, muchísimos. No puedes ni imaginarte hasta dónde llegan sus redes, a cuántos tienen atrapados en ellas. Cualquiera puede acabar trabajando para ellos, incluso, si quieres, cualquiera de nosotros.

– ¿El Buñuelo también?

– También el Buñuelo.

– No me lo creo. Esto es imposible.

– No te digo que sea así. Sólo quiero que entiendas una cosa: pueden encontrar por dónde agarrar a prácticamente cualquiera porque disponen de informaciones completísimas y saben de cada uno de nosotros más que nuestras propias madres. Por recto que sea el Buñuelo, al intentar ayudarme, tarde o temprano tropezaría con uno de sus hombres que les informaría de lo que ocurre, y a mí me apretarían los tornillos. Si pudiera tener la seguridad de que en toda la PCM soy el único degenerado de esta clase, no dudaría ni un segundo, iría corriendo a pedir ayuda al Buñuelo. O, por ejemplo, a ti. Pero el problema es que somos muchos y no nos conocemos entre nosotros.

– ¿Resulta que nos controlan en todo y estamos absolutamente indefensos ante ellos?

– Resulta que sí.

– Por lo menos, ¿sabes quiénes son? Vamos, siéntate ya, deja de apuntalar la puerta, lo que tenemos que hablar no se despacha en cinco minutos. De paso, quítate la chaqueta.

Despacio, como de mala gana, Lártsev se separó de la puerta, se quitó la chaqueta y la dejó caer sin cuidado sobre el suelo. Nastia se dio cuenta de que Lártsev apenas si se tenía en pie, por lo que sus movimientos eran titubeantes, inseguros. El hombre miró el reloj.

– Tengo que marcharme antes de que cierren el metro. Me llamarán a las dos.

– No importa -sonrió Nastia-, llamarán aquí. Saben perfectamente dónde estás, ¿no? Además, les resultará mucho más agradable poder por fin hablar conmigo para comprobar que no les has engañado y que, en efecto, has conseguido asustarme. Así que, ¿qué sabes de ellos? -dijo, y repitió su pregunta cuando Volodya se dejó caer en el sillón frente a ella.

– No mucho. Sólo han recurrido a mí en dos ocasiones, cada vez por un caso distinto. La primera fue hace un año y pico. ¿Te acuerdas del asesinato de Ozer Yusúpov?

Nastia asintió con la cabeza.

– Pero fue resuelto. ¿O no?

– Lo fue -confirmó Lártsev-. Pero había un detalle peliagudo… En pocas palabras, hacía falta suprimir las declaraciones de uno de los testigos presenciales. No tenía nada que ver ni con las pruebas de la culpabilidad del acusado, ni con el lado objetivo del cuerpo del delito. De todos modos, se trataba de un asesinato especialmente grave, tanto si figuraba aquel testimonio como si no. Lo que cambiaba de forma radical era el móvil del crimen. Tal vez recuerdes que lo presentamos al juzgado como un delito contra el orden público. Pero aquel testigo había oído al criminal hablar con Yusúpov, y su conversación evidenciaba que Yusúpov tenía tratos con uno de los bancos utilizados para el lavado del dinero obtenido de exportaciones ilegales de armas y materias primas estratégicas procedentes de Izhevsk. Yusúpov había metido la mano en el bote, se había embolsado un dineral y el director de su banco sufrió un castigo ejemplar, del que se acordarán generaciones venideras. Este era el testimonio que había que suprimir como si no se hubiera prestado nunca.

– ¿Cómo lo hiciste? ¿Robaste el protocolo del expediente?

– Oye, no me insultes. Se puede quitar un protocolo del expediente, no hace falta ser un lumbrera para esto, pero ¿y la memoria del que condujo el interrogatorio? Lo que se hace es introducir en el expediente otro protocolo, según el cual el testigo de marras reconoce que, cuando se le interrogó por primera vez, se encontraba bajo los efectos de las drogas y que en el momento de la comisión del crimen no vio ni oyó nada a las claras, puesto que poco antes se había pinchado y estaba esperando el «colocón». Y nada más.

– ¡Véase la clase! -dijo Nastia con admiración-. ¿Cuánto te pagaron por hacerlo?

– Nada. Me tienen agarrado por Nadia, no por el bolsillo. El miedo, Asia, es un estimulante mucho más poderoso que la codicia. Lo que me sorprende es cómo sigues aguantando tanto tiempo sin asustarte.

– ¿Quién te ha dicho que no estoy asustada? He cambiado incluso las cerraduras, sin mencionar ya que le he pedido a Chistiakov que se instale aquí.

– Dicen que ya no te pones al teléfono.

– Procuro evitarlo.

– Es inútil, Asia, ya lo has visto. Aunque no temas por el padrastro, que puede valerse por sí mismo… Aunque tu madre esté lejos… Aunque no sea fácil pillarte… Pero no abandonarás a su merced a una niña de once años, ¿verdad?

– Verdad. Bueno, ¿qué hacemos, Lártsev? Tenemos dos horas para encontrar un modo de liberar a tu hija. Primero, explícame cómo ha ocurrido.

– Ayer la llevé a casa de los Olshanski. Kostia estuvo dando rodeos, luego dijo que sospechabas de mí y que habías vuelto a hacer todo el trabajo del caso de Yeriómina. Yo, por supuesto, me alegré. Si alguien había detectado mis triquiñuelas, no podrían seguir utilizándome y me dejarían en paz. Se lo comuniqué aquella misma noche. Y hoy se han llevado a Nadia y me han dicho que tengo que hacer todo lo que esté en mi mano para obligarte a cambiar de conducta. Si ya sospechas de mí, puedo actuar sin tapujos, porque de un modo u otro te las arreglas siempre para eludir presiones indirectas.

– ¿Cuáles son sus exigencias?

– Ni tú, ni Chernyshov, ni Morózov debéis acercaros a la editorial Cosmos. En cuanto se convenzan de que estás dispuesta a obedecerles, Nadia volverá a casa.

– ¿Y si se lo prometo pero luego no lo cumplo?

– Espera, esto no es todo. Mañana por la mañana llamarás al médico para que venga a verte y te dé la baja laboral. Pasarás unos días en casa sin mantener contactos fuera de los necesarios ni con el Buñuelo, ni con Chernyshov, ni con Morózov. Sólo podrás hablar con ellos por teléfono.

– ¿Cabe deducir que mi teléfono está pinchado?

– Sí. Hay más. Mañana por la mañana llamarás a Gordéyev y le dirás que tu hipótesis se ha ido al carajo y que no se te ocurre ninguna otra, así que lo que hay que hacer no es suspender el caso de mentirijillas sino pararlo de verdad. Harás esta llamada desde aquí, para que puedan controlarla. Luego llamarás a Olshanski y le contarás la misma historia. Luego, a Chernyshov y a Morózov. Si alguien se acerca a Cosmos, se sabrá de inmediato, y Nadia sufrirá las consecuencias. La tienen en sus manos y a la menor señal de alarma… Y no intentes salir de casa. Se enterarán al instante. ¿Está todo claro?

– No, no todo. Primero, no entiendo cómo te las apañaste anoche para informarles sobre tu conversación con Olshanski. ¿Tienes algún número para comunicar con ellos? ¿O ellos te llaman a diario?

– No tengo ningún número. Hay una señal que utilizo para indicarles que necesito hablar con ellos.

– ¿Qué señal es ésa?

– Asia, no me trates como a un imbécil. Lo único que quiero es la seguridad para mi hija. Para esto necesito procurar que se cumplan sus exigencias. Tengo que pararte los pies. Si te digo cómo comunicar con ellos, volverás a meterte en líos. Antes que nada tengo que pensar en Nadia, no en los intereses de la lucha contra la delincuencia. No te pases de lista conmigo.

– Entonces, ¿no me lo dirás?

– No.

– Vale. Otra pregunta: ¿por qué sólo exigen garantías para mí? ¿No temen que Chernyshov y Morózov continúen el trabajo por cuenta propia?

– No, no lo temen. En este caso eres tú la que manda, si tú dices que el trabajo está terminado, terminado estará. Los demás tienen las manos llenas sin esta investigación.

– ¿Y si digo otra cosa?

– Tu teléfono está pinchado, no lo olvides. Una palabra en falso y Nadia…

– De acuerdo, ya caigo -le interrumpió Nastia con enfado-. ¿No has considerado la posibilidad de esconderla? ¿Enviarla a alguna parte fuera de Moscú tal vez? O si no, darle una protección, con ayuda del Buñuelo, por ejemplo.

– Dios mío, ¡cómo es que no consigues entender una cosa tan sencilla! -exclamó Lártsev con desesperación-. A Nadia la han tomado de rehén. Me han advertido de entrada que, si intento cualquier cosa, simplemente me quitarán de en medio y mi hija se quedará huérfana e irá a un asilo. Quizá sea un cretino y un canalla, quizá sea un calzonazos y un cabrón, pero quiero que mi hija crezca sana y, dentro de lo posible, feliz. ¿Te parece un crimen? ¿Es que no tengo derecho a desearlo, a tratar de conseguirlo? ¿Es que es una anomalía que va en contra de las normas morales de la sociedad?

– Cálmate, por el amor de Dios -suspiró Nastia con cansancio-. Se lo diré todo tal como quieren que se lo diga.

– ¿Y lo harás todo tal como quieren?

– Lo haré. Pero tienes que comprender que el Buñuelo está enterado de lo tuyo. Es capaz de interpretar correctamente esta situación por su cuenta. Y si lo hace, no me creerá y actuará según su propio criterio.

– ¿Cómo puede estar enterado? ¿Se lo has contado tú?

– No, hace tiempo que lo sabe. Por eso te ha apartado del caso de Yeriómina. Espera, no me confundas. Quería preguntarte algo más…

Nastia entornó los ojos y se apretó las sienes con los dedos.

– Ya está, me he acordado. Has dicho que soy la que manda en este caso, que Chernyshov y Morózov harán sin rechistar todo lo que yo les ordene. ¿Cierto?

– Cierto.

– ¿Se trata de tu opinión personal o te lo ha dicho alguien?

– Las dos cosas. Hace años que te conozco, tampoco Morózov es un extraño para mí, y hemos trabajado juntos con Andrei muchas veces. Puedo imaginarme muy bien cómo os repartís los papeles.

– Pero ¿esto te lo ha dicho alguien?

– Ellos mismos, ¿quién si no?

– Veo que no te han preparado nada mal para hablar conmigo, incluso te han surtido de todos los argumentos necesarios de antemano. Pero ¿cómo se han enterado de que soy yo quien lleva este caso? ¿Se lo habías contado tú, Lártsev?

– No. Te doy mi palabra de honor que no se han enterado por mí. A mí también me sorprendió que lo supieran.

– Bueno -dijo, y se levantó del sofá dificultosamente-. Voy a hacer café, a ver si así me aclaro las ideas.

Lártsev se puso en pie en seguida y dio un paso hacia la puerta.

– Voy contigo.

– ¿Para qué? No suelo contarle mis cuitas a Chistiakov, no te preocupes.

– Voy contigo -repitió obstinadamente Lártsev-. O si no, te quedas aquí.

– ¿Te has vuelto loco? -se indignó Nastia-. ¿Qué te pasa, es que no me crees?

– No, no te creo -respondió Lártsev con firmeza, aunque no se atrevió a mirarla a la cara.

– Tiene gracia. Has venido corriendo a verme a estas horas de la noche para pedirme ayuda, y ahora resulta que no te fías de mí.

– Sigues sin comprenderlo.

Hablar le costaba cada vez mayores esfuerzos. Se diría que cada palabra le causaba un dolor insufrible.

– No he venido a pedirte ayuda. He venido para obligarte a hacer lo que ellos exigen que se haga antes de devolverme a mi hija. ¿Te das cuenta? No para pedirte sino para obligarte. ¿Cómo puedes hablarme de creerte y de fiarme de ti si lo único que tienes en la cabeza son los problemas analíticos, que tanto te gusta resolver, y lo que tengo yo en la mía es una niña indefensa y asustada, mi única hija, que crece sin una madre a su lado? No somos aliados, Anastasia, somos enemigos, aunque sabe Dios lo doloroso que me resulta esto. Si te atreves a hacer cualquier minucia que pueda perjudicar a Nadia, buscaré el modo de pararte. Para siempre.

Con estas palabras, Lártsev sacó la pistola y enseñó a Nastia el cargador, en el que no faltaba ni una bala. Nastia comprendió que ése era un indicio de que estaba a punto de perder los estribos, porque la amenazaba con un arma a ella, a su compañera de trabajo y, además, una mujer. «No hay que hacer que se enfade -pensó-. Soy una idiota por hablarle de igual a igual, de compañero a compañero, como si fuera capaz de razonar con coherencia. Cuando no es más que un padre desgraciado y enloquecido por la pena.»

– Pero qué dices, Volódenka, piénsalo tú mismo -le dijo con suavidad-. Si me matas, te meterán en la cárcel, y entonces puedes dar por seguro que Nadia irá al orfanato. ¿Cómo crees que lo pasará creciendo sin madre y, encima, sabiendo que su padre es un asesino?

Lártsev clavó la mirada en la cara de Nastia, que se sintió incómoda.

– No me meterán en la cárcel. También mataré a tu Chistiakov, de modo que nunca nadie sabrá que he sido yo. No te quepa duda, soy capaz de hacerlo.

La puerta se entornó quedamente y Liosa asomó la cabeza a la habitación.

– Oye, a lo mejor os apetece un café…

Su mirada se deslizó distraída por el cuerpo de Lártsev y se detuvo de golpe, fija en la pistola asida por una mano estirada junto al costado.

– ¿Qué es esto? -preguntó perplejo pero en absoluto asustado.

Nunca antes había visto armas en el apartamento de Nastia.

– Esto es, Liósenka, una pistola de marca Makárov, arma reglamentaria del comandante Lártsev -contestó Nastia, apenas disimulando su irritación a causa de lo absurdo de la situación y procurando hablar con la máxima tranquilidad.

No quería asustar a Liosa y al mismo tiempo quería darle a Lártsev una oportunidad de recoger la ligereza de su tono, echarlo todo a broma y salir de ese estado de estupefacción medio vesánica en que se había sumergido.

– Y… ¿qué hace esto aquí?

Nastia posó su mirada en Lártsev, esperando que de un momento a otro dijera algo divertido y con esto aflojara la tensión. «Venga ya -le instó mentalmente-, dile a Liosa que me estabas enseñando cómo hay que coger el arma o que me estabas describiendo con todo lujo de detalles una detención, sonríe, guárdate la pistola, fíjate, esta situación espeluznante te da asco a ti mismo, te repele, pues aquí tienes una puerta abierta, puedes salir con la cabeza alta.»

Pero Lártsev continuaba con esa cara que parecía tallada en piedra, mirando a un punto de la pared por encima de Nastia. Comprendió que él no podía volver atrás. «Qué diablos le pasa, tal como está es muy capaz de disparar -pensó Nastia desesperada-. Y no tengo la menor gana de morir…»

– Lo que hace esto aquí es demostrarnos que el comandante Lártsev nos está amenazando -contestó con calma-. Si no obedecemos sus órdenes, nos pegará cuatro tiros. ¿Se ajusta mi exposición de los hechos a la verdad, comandante?

Lártsev inclinó la cabeza despacio asintiendo. Nastia tuvo la impresión de que algo se había estremecido en el fondo de sus ojos. ¿O fue sólo una imaginación suya?

– ¿Y qué tenemos que hacer para que no nos pegue los cuatro tiros? -inquirió Liosa, muy serio y atento, como sí no se tratara ni del chantaje ni de la muerte sino de instrucciones sobre el modo de usar correctamente el grifo del fregadero para evitar averías.

– Tenemos que permanecer en casa y no tratar con nadie. Podemos usar el teléfono pero sólo para hablar de asuntos de poca monta.

– ¡Qué habrá en el mundo más dulce que la celda carcelaria si la compartes con la mujer amada! -se regocijó Liosa-. ¿Y será por mucho tiempo que se nos concede tamaña felicidad?

– Por unos cinco días. Con cinco días tendrán suficiente, ¿verdad, comandante? -le dijo a Lártsev-. ¿Les alcanzarán cinco días a tus amigos para borrar todos los rastros?

De nuevo Nastia creyó ver un movimiento en el fondo de los ojos verdes de Volodya pero esta vez la impresión fue más clara y comprendió que había dado con el tono justo, un poco más y Lártsev despertaría, volvería en sí y vería la situación con serenidad. Pero hasta que eso ocurriese era capaz de disparar en cualquier momento, respondiendo a cualquier gesto, incluso a cualquier sonido extraño, al timbre intempestivo del teléfono. Lo más importante era no apartarse de ese tono que había encontrado. ¡Ojalá que Lioska no se descolgara con alguna paparruchada!

– Pero ¿podré bajar a comprar el pan? -continuó aclarando las cosas Chistiakov, como si no estuviera rondando un peligro de muerte, sino una mera exigencia de alterar los horarios habituales.

– No podrás, Liósenka. No se podrá salir del apartamento -le explicó Nastia con paciencia sin quitarle la vista de encima a Lártsev.

– ¿Ni para sacar la basura?

A veces el profesor Chistiakov daba muestras de una capacidad realmente milagrosa de pedantería. Mientras que el amigo de juventud de Nastia, el Lioska pelirrojo, desgreñado, despistado y lleno de rarezas, su primer hombre y el ser más próximo, en ocasiones se mostraba asombrosamente perspicaz e ingenioso.

– La basura sí se podrá sacar -concedió Nastia magnánima, sin quitarle ojo a Volodya.

«Está cediendo -pensó animándose-, está cediendo.»

– De todos modos, lo que no entiendo es cómo podremos sobrevivir sin pan -manifestó Lioska con enojo-. Hoy he hecho la compra, he traído un montón de comida para la fiesta de fin de año, de manera que podremos aguantar cinco días pero el pan no nos alcanzará para tanto tiempo. Y, por cierto, leche tampoco. Yo no puedo vivir sin pan y sin leche, quién lo sabrá mejor que tú, Nastasia. Pídeselo a tu comandante, quizá haga una excepción, ¿eh?

«Se ha pasado -pensó ella de prisa-. Hasta este momento Liosa iba por buen camino. Hay que llevar la situación hasta el absurdo, entonces dejará de parecer tan seria. Pero lo de hacernos una excepción ha sido una burla sin disimulos. Esperemos que Lártsev no lo tome por donde quema.»

Lártsev miraba a la pared. Nastia miraba a Lártsev. Liosa Chistiakov miraba a Nastia. Y notó cómo temblaron sus labios, a punto de retorcerse en una mueca de disgusto.

– Está bien, chicos -dijo Liosa en tono reconciliador, como si nada hubiera ocurrido-. No quiero meterme en vuestros asuntos. Si así debe ser, bueno, vale, no se hable más. Vuestro trabajo es tan especial que por más que lo intente jamás llegaré a comprenderlo. Lo único que os pido es que me expliquéis qué tiene que ver con todo esto el arma reglamentaria del comandante Lártsev.

– Tiene que ver -contestó en voz baja Nastia- que el comandante Lártsev me cree una descerebrada y una desalmada. Han secuestrado a su hija y el rescate de la niña depende enteramente de mi…, mejor dicho, de nuestra, conducta. Él piensa que puedo hacer algo que resulte perjudicial para la pequeña. Piensa que para mí un hijo es un sonido vacío porque no tengo hijos propios y no soy capaz de comprender los sentimientos de un padre. Cree que una niña de once años me da igual.

La mirada de Liosa se desplazó tensa hacia Lártsev.

– ¿Es cierto que piensas todo esto?

Lártsev ni se movió. Estaba al lado de Liosa, de modo que la cara de Nastia, que reflejaba el menor gesto de su visita nocturna, era lo único que le indicaba a Chistiakov qué le ocurría a su compañero. Al ver estremecerse las aletas de su nariz y hundirse de pronto sus mejillas haciendo resaltar los pómulos, comprendió que había llegado el momento álgido. Faltaba un último empujón para que Lártsev disparara o volviera en sí. Ese empujón debía ser leve, imperceptible pero intachablemente preciso. Y era a él, a Chistiakov, a quien correspondía dar ese empujón. Ahora estaba en el centro de la arena. Toda la sala le estaba mirando y tenía que pronunciar la réplica que haría que el público o bien rompiera a aplaudir por el desenlace efectista de la escena o bien le tirara tomates podridos por haber rematado su actuación de una manera sosa y aburrida.

– ¡Pues menudo imbécil estás tú hecho, comandante! -declaró Liosa exasperado imprimiendo a sus palabras tanta sinceridad como le fue posible.

Al instante, la cara de Nastia se distendió y comprendió que había dado en el clavo. Lártsev salió de su estado de petrificación, sus hombros se relajaron, la cabeza se agachó. Encorvó la espalda y pareció haber envejecido diez años en un instante.

– Prométeme que lo harás todo tal como han dicho. ¿Me lo prometes?

– Pues claro que sí. Claro que te lo prometo -contestó Nastia sosegadamente-. No te preocupes. Vamos a la cocina, allí no hace tanto frío.

Tomaron café en silencio y comieron galletas sin dejar de pensar todos en lo mismo. Cuando las agujas del reloj marcaron las dos en punto, la mirada de Nastia tropezó con la de Lártsev. Ambos se pusieron en pie lentamente y entraron en la habitación, donde se encontraba el teléfono. Un instante más tarde les ensordeció su timbre.

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